INTRODUCCIÓN

 

EL DÍA 21 de noviembre de 1964, al término de la tercera etapa conciliar, era aprobado el Decreto Orientalium ecclesiarum del Concilio Vaticano II. La fecha venía a ser el reconocimiento máximo que las Iglesias orientales católicas tienen en el conjunto de la Iglesia católica. Eran unas Iglesias prácticamente desconocidas, frecuentemente denominadas con el genérico nombre de «Iglesias del silencio», y normalmente consideradas como Iglesias que había que tolerar; ahora son dadas a conocer en el conjunto del mundo católico, comienzan a manifestarse en la voz de sus pastores y realmente son ya Iglesias que debemos reconocer por sus valores y tradiciones que fielmente han conservado y transmitido.

Hoy día, después de treinta años, las Iglesias orientales católicas tampoco son muy conocidas en el mundo católico, no porque sigan siendo «Iglesias del silencio», porque estén calladas y no puedan hablar, o porque no tengan nada que aportar o decir; son Iglesias que están dando mucho que hablar y que tienen no poco que manifestar. Siguen siendo en buena parte desconocidas porque desconocido es el decreto conciliar que las reconoce. Así, la reducida extensión del decreto en treinta números, convirtiéndolo en uno de los documentos conciliares más breves y hasta de difícil localización, como su aprobación en la misma fecha que la constitución dogmática sobre la Iglesia y el decreto sobre el ecumenismo, hacen que haya pasado desapercibido.

En el fondo, el decreto sobre las Iglesias orientales católicas sigue siendo desgraciadamente ignorado. La documentación conciliar no ha tenido en muchos casos una primera lectura; en otros no ha existido una posterior relectura, y siempre adolece de falta de asimilación o de recepción. Así lo ha puesto de relieve el actual obispo de Roma, Juan Pablo II, en el n. 36 de su carta apostólica (10 de noviembre de 1994) Tertio millennio adveniente cuando se pregunta por la recepción del concilio Vaticano II y lanza cuatro interrogantes, directamente alusivos a los cuatro grandes documentos conciliares. Se advierte, además, que todo el mundo oriental, aunque tenga y contenga no pocos valores, que hasta son aprovechados por algunas sectas entre nosotros, es un mundo que nos queda muy lejano y que fácilmente acaba siendo ajeno.

En efecto: es muy posible que muchos cristianos que tengan un conocimiento medio de la doctrina conciliar no adviertan la presencia de tal decreto, y hasta es probable que no sepan de la identidad de las llamadas Iglesias orientales católicas, ni de su historia y sus antiguas y legítimas tradiciones, así como su aportación al conjunto de la Iglesia católica o los beneficios que de ella reciben. Tampoco se estudian las tradiciones de estas Iglesias en otras disciplinas teológicas afines, como la eclesiología, la liturgia o el derecho canónico.

Sin embargo, el decreto sobre las Iglesias orientales católicas tiene el mérito de recordarnos a todos que estas Iglesias existen, a pesar de las dificultades que han tenido a lo largo de la historia. Unas veces, del lado católico, se las ha considerado como un apéndice por su insignificancia numérica entre la membresía católica o el reducido número de fieles en alguna de ellas. Otras veces, del lado ortodoxo, del que se consideran Iglesias hermanas por el patrimonio común que las vincula, han sido injustamente tratadas por la unilateral visión de que lo oriental es inconciliable con lo católico, por cuanto han sido consideradas como no fieles a la recta ortodoxia.

Las Iglesias orientales católicas son parte integrante de la Iglesia católica. El haber alcanzado en el Concilio Vaticano II un reconocimiento tan solemne, significa que la Iglesia católica les concede, a todas por igual y por igual dignidad, la justa valoración que en sí tienen, ya sean latinas o de occidente, ya sean orientales. «Todas están igualmente encomendadas al gobierno pastoral del Romano Pontífice», afirma el n. 3 del Decreto. Y al tener todas la común dignidad e igualdad, al igual que todos los católicos, todas son tan católicas como la Iglesia de Roma en sus instituciones y liturgias, y la Iglesia de Roma tan católica como todas y cada una de ellas.

Además, la comunión de todas las iglesias particulares con la Iglesia particular de Roma manifiesta mejor la universalidad o catolicidad, y más plenamente cuando llegue el ansiado día en que las hermanas Iglesias orientales ortodoxas participen en el único altar de la misma eucaristía.

Tienen otro mérito: el dar y el recibir, el ofrecer y el aceptar. Estas Iglesias orientales que han alcanzado la plena comunión en la Iglesia católica por su vinculación a la Iglesia de Roma, aportan la rica variedad de sus tradiciones litúrgica, teológica, espiritual y disciplinar. No es necesario ni se puede sacrificar todo este patrimonio oriental para alcanzar la unidad querida por Cristo para su Iglesia. Y a su vez, estas Iglesias orientales que se han unido o que siempre han mantenido la unidad, reciben de la sede de Roma el vínculo de unidad y comunión, como punto de referencia y garantía de la Iglesia una y unida.

La Iglesia católica, por tanto, está integrada por distintas iglesias particulares, tanto de oriente como de occidente. Todas ellas tienen el derecho y el deber de regirse por sus legítimas normas y costumbres. Todas ellas nos muestran la unidad y variedad de la Iglesia católica como si de un abanico se tratara: todas están unidas entre sí y todas están centradas en un punto común que las une y les da cohesión. Todas ellas muestran cómo el evangelio fue capaz de prender y encarnarse en distintos pueblos y culturas. En definitiva, en todas ellas se muestra la catolicidad de la Iglesia, una y única, diversa y variada.

Todos los cristianos tenemos, pues, el deber de conocer este rico patrimonio y de reconocer sus valores. A ello quiere contribuir esta aportación: abrir las puertas de este mundo eclesial que encierra en sí riquezas insospechadas, analizando la historia y la actualidad de las Iglesias orientales católicas, así como su patrimonio o tradición singular.

Con el fin de que los católicos españoles y otros hermanos nuestros en la fe de Cristo puedan conocer más profundamente estas Iglesias, aunque institucionalmente no estén presentes entre nosotros, se pretende que el conocimiento de las Iglesias orientales católicas nos abra el apetito de reconocerlas y valorarlas más y mejor, junto con una bibliografía fundamentalmente en español aunque ciertamente escasa; además, se desea que el apéndice recoja los principales documentos de la Iglesia católica en esta materia y se facilite así un más cabal conocimiento.

Esta publicación ve la luz en los albores del año 2000. Quiere también contribuir a que la causa de la unidad querida por Cristo para su Iglesia sea promovida mediante un conocimiento más completo de la propia Iglesia católica. Conociéndola, la amaremos más, y amándola la sentiremos mejor, participando de sus esperanzas y gozos como preocupados por su presentación dividida ante el mundo. Particularmente interesante es el conocimiento de estas Iglesias de cara a la unidad: ellas han vivido y experimentado el gozo de la unidad, que han mantenido tras no pocas vicisitudes históricas. Pero todas ellas tienen un especial y sagrado deber: «Corresponde a las Iglesias orientales, en comunión con la Sede Apostólica Romana, la especial misión de fomentar la unidad de todos los cristianos, sobre todo con los orientales». Estas palabras del final del decreto conciliar dibujan el cometido de estas Iglesias como puente que reúne dos orillas, cauce que se nutre de varias tradiciones y lazo que refuerza la unidad.

Por último, la terminación del segundo milenio adquiere una especial significación. La preparación inmediata, propuesta por la mencionada carta apostólica del papa Juan Pablo II, ha de estar precedida de una fase de sensibilización (n. 30). El conocimiento de las Iglesias orientales tanto católicas como ortodoxas (precalcedonenses o bizantinas) podrá, sin duda alguna, propiciar «la dimensión ecuménica y universal del sagrado jubileo en un significativo encuentro pancristiano» (n. 55).

En este sentido es de gran valor conocer las riquezas del Oriente a través de la carta apostólica Orientale lumen, del 2 de mayo de 1995, documento que también quiere contribuir a las celebraciones jubilares.

Dentro de la preparación del tercer milenio, 1996 fue el año de la celebración del cuarto centenario de la Unión de Brest-Litovsk. Con este motivo, el papa Juan Pablo II ha escrito dos cartas: al pastor de la Iglesia oriental ucrania el 25 de marzo de 1995, y a todos los fieles católicos de Ucrania el 12 de noviembre del mismo año. La Iglesia oriental católica de Ucrania, o greco-católica ucrania, es una de las Iglesias orientales católicas, la más numerosa en miembros y tal vez la más perseguida a lo largo de su historia.

Igualmente, en 1996 se cumplió el 350 aniversario de la Unión de Uzhorod en que la Iglesia rutena, y posteriormente otras comunidades en Croacia, Eslovaquia y Hungría, se adhieren a la comunión con la Sede romana. Tampoco el papa dejó pasar esta ocasión singular para escribir primeramente al obispo de Mukacevo el 25 de marzo de 1995 y después a todos los fieles el 18 de abril de 1996. La celebración de estos jubileos ha sido paradigmática para el resto de las Iglesias orientales.

Conocer las riquezas del Oriente cristiano, tanto ortodoxo como católico, no cabe duda que facilitará el camino de la unidad y renovará en todo el pueblo de Dios, fieles y pastores, el compromiso ecuménico que afecta a toda la Iglesia católica.

EN LA HISTORIA es anunciada la salvación ofrecida por Cristo, siendo concretada en un lugar y actualizada en el tiempo. La Iglesia es, de esta manera, el vehículo portador de un mensaje, capaz de prender en pueblos, culturas y razas. Así como Cristo se encarnó en una humanidad, de modo análogo la Iglesia, presencia de Cristo en la historia, se inserta en el mundo y en el tiempo concreto.

Esta primera parte nos va a mostrar cómo se fueron gestando las primeras comunidades de cristianos en unos espacios concretos, tanto de lugar como de tiempo. El lugar está circunscrito a lo que denominamos como «Oriente», y el tiempo será preferentemente el primer milenio de la Iglesia católica, conocido también como el milenio de la Iglesia indivisa.