CUARTA ÉPOCA

 

LA BAJA EDAD MEDIA

 

DISOLUCIÓN DE LOS FACTORES ESPECÍFICAMENTE MEDIEVALES Y APARICIÓN DE UNA NUEVA EDAD

 

§ 61. CARACTERÍSTICAS GENERALES

 

1. La Edad Media fue la época del universalismo, del objetivismo, del clericalismo (§ 34). A estas fuerzas, representadas y resumidas en el Imperio universal y en el papado, con el correr del tiempo (ya en los siglos XII y XIII) se opusieron otras fuerzas disgregantes, esto es, que perseguían fines individuales (particulares). A este respecto hay que tener en cuenta que la tendencias centrífugas hostiles a lo «medieval» no procedían del exterior. Más bien se debían, en parte, a aquella trágica evolución a la que ya nos hemos referido varias veces, esto es, a las consecuencias de la lucha recíproca mantenida por los grandes poderes universales. Al no haber sido posible lograr una unidad fecunda, interiormente regulada mediante la coordinación de las partes (en sí autónomas), con toda consecuencia lógica se inició un proceso múltiple (pero no por la vía legal) que tenía que desembocar en la separación hostil. Durante el proceso parece que retornaron, dentro de la Iglesia territorial o «nacional», fases de la antigua organización de las Iglesias territoriales. De ahí en adelante fueron otra vez los poderes políticos los que tuvieron prioridad sobre la jerarquía y consiguieron hacerse dueños de ella (de su riqueza como de su poder espiritual), si bien en una escala reducida al plano «nacional» y, por ello, multiplicada.

 

En el campo político despertó lo que para aquella época podríamos llamar conciencia nacional y que condujo a la formación de Estados nacionales y, consiguientemente, a diferentes formas de Iglesias nacionales de distinto sello; también el papado intentó, desde luego, seguir afirmando sus aspiraciones universalistas en lo político-eclesiástico, pero en realidad las tuvo que sacrificar, principalmente por la dependencia de Francia y, más tarde, por las aspiraciones dinásticas en el mismo Estado pontificio.

 

En el campo de la vida intelectual y espiritual se impuso cada vez con mayor fuerza el juicio personal (subjetivo) del individuo.

 

Junto con el clero, el mundo laico tomó parte esencial en toda la vida, y la cultura adquirió un color más mundano. Esto significa también que el clero no logró la completa educación cristiana del mundo laico; no fue capaz de integrar en el campo religioso-eclesiástico ni la legítima independencia de los seglares, que despertaba en todos los órdenes, ni los valores intramundanos inherentes a esta independencia: aumentó la tendencia al laicismo y a la secularización.

 

Se manifestó un cambio social, entre otras cosas, en el avance de ciertos pensamientos e impulsos democráticos. En parte fueron una reacción contra la monarquía exagerada en lo eclesiástico como en lo estatal y contra el mayor bienestar económico y cultural del alto clero y de la nobleza.

 

2. Todas estas conmociones de la conciencia nacional que despertaba, de la crítica subjetiva, de la secularización y de la democracia no sólo transformaron al pueblo cristiano, sino que penetraron hasta en la misma dirección de la Iglesia y lograron desde allí influir sobre la vida de la Iglesia: a) El papado de Aviñón dependiente de la Francia nacional, los papas del cisma de Occidente excomulgándose unos a otros y los papas-príncipes políticos y nacionales del Renacimiento fueron una clara demostración de la pérdida del universalismo eclesiástico medieval y de la prevalencia del pensamiento nacional sobre la cumbre de la Iglesia, b) La Escolástica tardía manifestó la disolución de la armonía entre fe y razón, al mismo tiempo que afirmó la crítica subjetiva. Esta última apareció dentro de la Iglesia con el nominalismo de Ockham y el ockhamismo, y a su lado (y principalmente) en los movimientos heréticos nacionales de Inglaterra y de Bohemia, c) La forma de vida de la curia pontificia en Aviñón y, más aún, en la Roma del Renacimiento, como también la de amplios círculos del alto y bajo clero, acusaron mucho más que todo lo anterior uña fuerte penetración del sentido secular en el ámbito eclesial y un relajamiento de lo religioso y creador, d) La lucha por la reforma, como también los concilios de la reforma, con su constitución nacional y democrática y su teoría conciliar, demostraron cómo la conciencia nacional particularista, el espíritu laical y el pensamiento democrático trataban de penetrar también por este lado en el interior de la Iglesia.

 

3. Mas la baja Edad Media no fue sólo disolución; también fue la cimentación de una construcción nueva. Surgieron (muy paulatinamente) actitudes espirituales nuevas, «modernas», que han prevalecido hasta hoy en el mundo, y bajo su decisivo influjo, según los planes de Dios, incontables millones de almas inmortales tuvieron y tienen que seguir el camino hacia su eterno fin. Demuestra ser muy necio quien se empeñe en negar todo valor y toda justificación a esas actitudes fundamentales del espíritu sólo por sus numerosas desventajas, que llegan hasta afectar lo esencial.

 

a) Más allá de todo esto, también la alta Edad Media trajo consigo algo muy valioso. Ante todo es preciso mencionar el inapreciable tesoro que la Iglesia regaló al mundo con la mística. La Iglesia, además, trabajó en la educación religiosa del pueblo cristiano, con tanta eficacia que al final del Medievo tenía el pueblo una religiosidad mucho más pura de cuanto la investigación hasta hace pocos decenios generalmente aceptaba. Como es natural, también aquí hubo no sólo graves, sino terribles anomalías (extrañamientos de todo tipo); pero mientras los príncipes espirituales, tanto en las sedes episcopales como en los ilustres capítulos catedralicios, con harta frecuencia ni siquiera sabían ya lo que era propiamente católico y, a consecuencia de esta debilidad y confusión, sucumbieron a la presión intelectual y cultural del Renacimiento y a la tormenta religiosa de la Reforma, gran parte del pueblo cristiano fue relativamente más valiente, a su manera, para mantenerse fiel a los ideales de fe y de vida cristiana. No obstante, no se debe pasar por alto la especial peligrosidad de la contraposición de aquel extrañamiento y de esta interiorización.

 

b) El escenario de estos sucesos continuó siendo el Occidente. Pero se efectuó un desplazamiento de fuerzas. Alemania, el país más significado en la evolución político-nacional desde hacía mucho tiempo, retrocedió. Hemos visto que el centro de gravedad se desplazó paulatinamente hacia Francia. Luego pasó a primer plano Italia (Humanismo y Renacimiento). Y en el campo del pensamiento cobró importancia Inglaterra, patria de Ockham y de Wiclef.

 

c) El curso de los acontecimientos puede resumirse en estas palabras: Exilio de Aviñón - Cisma de Occidente - Concilios de la Reforma. Esta evolución exterior encerró en sí, a su vez, la interior, que se caracterizó por las controversias 1) entre Felipe IV y Bonifacio VIII, 2) Luis de Baviera y Juan XXII y, finalmente, 3) por la teoría conciliar. En el orden religioso, dentro de la Iglesia se llegó 1) al florecimiento de la mística, 2) a un nuevo empuje de la piedad popular; fuera de la Iglesia, a las herejías de Wiclef y, en parte, de Hus.

 

El final de la Edad Media no se caracterizó por la Reforma. Si no queremos prolongarla hasta la Ilustración (Troeltsch), oscureciendo con ello lo que en general se considera «medieval», es preciso decir que el nuevo tiempo comenzó cuando las nuevas actitudes espirituales caracterizaron la totalidad del Occidente. La novedad se concentró en el Humanismo; él fue el fundamento de la época moderna. La Reforma, por el contrario, a pesar de sus marcadas características y de su oposición al Humanismo, fue un movimiento que sin él no hubiera podido prosperar.

 

El resultado eclesiástico final del Medievo tardío fue un considerable descenso del sentido eclesial y de la autoridad papal, unido al afloramiento de una nueva búsqueda religiosa variadísima y, las más de las veces, insatisfecha.

 

§ 62. SÍNTOMAS PRECURSORES DE LA DISOLUCIÓN

 

1. Los síntomas de disolución, aún en pleno florecimiento de la alta Edad Media, donde más claros se nos presentan es en el distendimiento político-nacional, el cual a su vez les dio una fuerza considerable; a este respecto es significativa la relación entre sentimiento «nacional» y «laical».

 

Ya hicimos alusión a que lo «nacional» en esta época aún estaba naciendo y que la expresión no se ha de entender en sentido moderno. Del mismo modo es preciso observar que este despertar fue de suyo un proceso radicalmente legítimo. Sin embargo, lo que se pregunta es por qué perjudicó tanto a la Iglesia. Seguramente, por el egoísmo aparentemente innato en todo lo nacional. Pero también porque la lucha por el derecho de hegemonía de la jerarquía, como ya hemos indicado, no había podido dar legítima satisfacción a lo «nacional» y lo laical.

 

Entre los nacientes poderes políticos particulares no había ninguno tan avanzado como Francia, la misma Francia que con sus obispos y sus monjes había proporcionado a la reforma gregoriana las principales fuerzas. Y precisamente esto nos remite, por encima de ese egoísmo nacional, que naturalmente aquí no queda excluido en absoluto, a aquel problema más profundo, antes mencionado, dentro de la misma Iglesia y en su relación con el Estado. Sea cual fuere el enjuiciamiento, ateniéndonos puramente a los hechos podemos constatar que en toda la historia apenas hay un consolidamiento «nacional» que tan fatalmente haya incidido en la vida de la Iglesia como el desarrollo nacional francés de los siglos XIII y XIV. Más tarde hubo formas más agudas de nacionalismo eclesiástico (España, la Francia de la contrarreforma y del galicismo), pero aquella primera eclosión francesa fue la más importante para el destino entero de la Iglesia.

 

a) Ya hemos mencionado la consolidación nacional de Francia, que de forma impresionante se manifestó en el acentuamiento del poder central en la persona del rey (por encima de todos los fenómenos de descentralización, un proceso de la máxima seguridad interior en sus objetivos, que duró más de un siglo)[1].

 

Los papas habían buscado amparo en Francia. Aumentó el número de franceses en el colegio cardenalicio y por esto hubo franceses que consiguieron la dignidad pontificia. Por el enfeudamiento de los de Anjou, El mismo papado entró en peligrosa dependencia de la influencia francesa[2] (§ 54).

 

b) También conocemos ya el Estado de Sicilia, altamente absolutista y de cultura acentuadamente laical, de Federico II, el mismo soberano que promovió la consolidación de la conciencia nacional en Francia e Inglaterra y la autonomía de los poderes territoriales en Alemania.

 

c) También en Inglaterra se hizo sentir una fuerte oposición contra el papa, primeramente bajo el pontificado de Inocencio III y, luego, de Inocencio IV (la protesta de los ingleses contra los impuestos pontificios en el Concilio de Lyón). Es digno de notarse el hecho de que también aquí destacados miembros del clero abrigaron sentimientos nacionalistas antirromanos y, con ello, continuaron una línea, ya vieja precisamente en Inglaterra —que en tiempos había sido la Iglesia más fiel a Roma—, de fuerte oposición a la curia (cf. la crítica radical de Walter Mapes ya en el siglo XII y del más antiguo Anonymus de York, † hacia el 1110). Junto con los barones, enemigos del rey (que se había convertido en feudatario del papa), y de común acuerdo con el clero londinense, hicieron que tanto la excomunión como el interdicto resultasen ilusorios (un proceso que puntualmente se repetiría también en Francia).

 

d) Con la caída de los Hohenstaufen quedó libre el norte de Italia, formándose allí diferentes ciudades-república independientes. Italia se convertirá pronto en una gran potencia mundial, en lo intelectual y en lo cultural.

 

e) La caída de los Staufen y el avance de Francia, obviamente, no deben entenderse en el sentido de una rotunda cesura. Las pretensiones del imperio y del emperador sobre Italia y sobre la Iglesia no cesaron en absoluto. En el siglo XIV volveremos a encontrarnos con ellas (hasta llegar al intento de Felipe IV de convertir a Francia, dando un rodeo por el de Anjou, en portadora del poder imperial). La agrupación de fuerzas políticas y político-eclesiásticas en la Reforma aún se verá grandemente ensombrecida por estas pretensiones (que no dejaban de ser un poder efectivo).

 

f) Al final del período también España entró en el juego de fuerzas (desde el punto de vista político-eclesiástico y cultural).

 

En resumen: una diferenciación política que a fines del siglo XIII ya había debilitado grandemente la unidad medieval.

 

2. En todos estos países la vida cultural en general continuó siendo, de modo natural (y esencial), cristiana y eclesiástica. Pero tanto su evolución interna como su contacto con la cultura musulmana apuntaron en la dirección indicada; esto es, las actitudes de fondo constitutivas de la Edad Media comenzaron a perder influencia o, mejor dicho, a transformarse.

 

El universalismo papal se entendía en sentido religioso, basándose en la Biblia, en el primitivo cristianismo y en Gregorio I. Desde el siglo XIII (y antes, como hemos visto) lo político-secular adquirió un peligroso valor autónomo en la realización de la plenitudo potestatis del papado.

 

Mientras la doctrina de la Iglesia fue para casi todos los occidentales la norma indiscutible e indiscutida y, en buena parte, también el alimento espiritual, estuvo a salvo el objetivismo. Aunque también estuvo limitado. En el siglo XII, después del humanismo tan objetivo de san Bernardo, creció en todos los campos (en el arte, la literatura, las ciencias y la economía) el sentimiento de la autonomía y del valor autónomo; estos campos, con audacia cada vez mayor, se midieron con las fuerzas e instituciones superiores y reclamaron urgentemente sus propios derechos. En la teología, la crítica de la razón se hizo más radical. La irrupción del averroísmo árabe en la Universidad de París de la mano de una personalidad tan importante como Sigerio de Brabante († hacia el 1284) es buena muestra de la relajación interna (combatida por santo Tomás de Aquino) de la teología de entonces. Con el laicado, que se hacía cada vez más autónomo, surgió una competencia espiritual frente al clero, representante oficial de la Iglesia. Fueron muy numerosas las voces que se atrevieron, en franca insubordinación, a criticar a la Iglesia y al papa. En ocasiones llegaron hasta una oposición de principios (como en tiempos de Federico II).

 

3. Uno de los primeros precursores de los nuevos tiempos fue Joaquín de Fiore († hacia 1203), eremita, fundador de conventos y abad, lleno de visiones apocalípticas, de gran ascetismo en su vida y tono profético en sus predicaciones, que desarrolló su actividad en Calabria. Ejerció gran influencia. De sus ideas, sin embargo, algunos epígonos sacaron conclusiones que no eran las suyas. Mas no es esto lo decisivo; lo decisivo es que tales conclusiones se podían deducir por consecuencia lógica de sus ideas básicas. En cualquier caso, sus ideas de reforma debieron surtir tanto mayores efectos cuanto mayor fue la religiosidad con que parecían surgir del centro de la fe. También es preciso tener presente que su espiritualismo fue combatido, y con razón, por la Iglesia de la potes tas directa, pero demasiado unilateralmente; no fue comprendida su intención[3].

 

En las ideas de Joaquín se echó de ver nuevamente la tentadora peligrosidad del presunto espiritualismo puro. En su intención, su postura fue, desde luego, eclesial, ya que sometió sus escritos al juicio de la Iglesia. Pero, en la práctica, su nueva interpretación suponía una peligrosa volatización de la revelación, llegando incluso a defender un triteísmo herético (condenado en el IV Concilio de Letrán). Muy adelantado a su tiempo (en muchos aspectos un hombre de la época venidera), anunció y esperó una nueva (tercera) era universal, la era del Espíritu Santo, y una nueva Iglesia tras la Iglesia de los sacerdotes seculares, a saber: la Iglesia de los carismáticos (llenos del Espíritu Santo): típico y peligroso giro hacia una postura que en nombre de la interiorización fácilmente cae en lo fanático, utópico y, por tanto, subversivo. En el fondo de esta expectativa late el convencimiento —que ya hemos visto en múltiples manifestaciones— de que la sociedad, tanto en forma de Estado como de Iglesia, está hundida hasta el fondo y por eso necesita un castigo con su consiguiente renovación, esto es, un renacimiento. He aquí una buena causa de los duraderos efectos de su mensaje.

 

Así, pues, ya a comienzos y nuevamente a mediados del siglo XIII volvió a resonar con insistencia el gran lema de la baja Edad Media: Reforma de la Iglesia (y, al mismo tiempo, la consigna de la incipiente Edad Moderna: Renacimiento). Inocencio III ya lo había propuesto como tema al Concilio de Letrán de 1215 y Federico II lo había elegido como bandera de combate contra la Iglesia dominadora del mundo; Joaquín lo volvió a proclamar, pero con una acentuación peligrosa; al cabo de un siglo largo se recogerían sus amargos frutos.

 

De su peligrosa fuerza explosiva da también testimonio la evolución de la orden franciscana. El partido de los rigoristas, de los «espirituales», refirió a Francisco y su orden la tercera edad salvífica de Joaquín (la del Espíritu y de los monjes). Muy pronto defendieron el ideal de pobreza de san Francisco con una obstinación que quedaba muy lejos de la humildad del santo fundador. Así se alojó entre ellos un espíritu fanático, que acabaría por extraviarse por caminos muy alejados del cristianismo y de la Iglesia.

 

4. En la vida científica, la imagen unitaria cristiana sufrió los desgarrones de las corrientes panteístas (nueva influencia de la filosofía del hispano-musulmán Averroes y de la filosofía islámica en general).

 

Más importante para el tiempo posterior fue el sistema del franciscano Duns Escoto (ca. 1265-1308), que hizo una dura crítica de la doctrina tomista y del propio santo Tomás de Aquino; aunque también Escoto citaba a Aristóteles como «el filósofo», sin embargo, acentuó expresamente los elementos agustinianos de la tradición; y no reconoció que estos elementos también estaban presentes en el conjunto de la construcción tomista, como tampoco lo había hecho la antigua escuela teológica franciscana (Alejandro de Hales, también Buenaventura, § 59).

 

Precisamente esto (aparte de la impresión general) indica que aquí y allí, en el fondo, se trataba de diversos modos de pensar. También se echa de ver (como reverso) un peligro generalmente inherente a estos grandiosos sistemas de la Escolástica: su imponente y cerrada unidad hace imposible, en definitiva, una complementación fecunda.

 

Duns Escoto pretendía fundamentar la teología lo más posible en los datos positivos de la revelación, lo cual era un deseo más que justificado (no precisamente contra Tomás, sino más bien contra su escuela). Pero a esto iba ligado un paso fatal: la duda sobre el primado del conocimiento en favor de la voluntad. Concretamente, el objetivo de Duns Escoto es el primado del amor: Deus caritas est. Pero esto supuso un cambio decisivo. Terminó por amenazar la armonía entre el saber y el creer. Gravó, además, el sistema con una contradicción interna: la demostración del primado de la voluntad y de la revelación se hizo mediante la más sutil crítica racional.

 

La cuestión, al principio, no trascendió de las escuelas. Pero se había atentado contra el equilibrio armónico (casi perfecto) de razón y revelación, que se había logrado en la concepción increíblemente precisa de Tomás. Para Duns Escoto, el primado de la voluntad significaba en buena interpretación bíblica —pero también prevalentemente— el primado del amor. Pero pronto se vería lo peligroso de esta transposición, porque la escuela de Escoto condujo a Ockham (§ 68) y a su nominalismo[4], el cual separó definitivamente las dos dimensiones y un buen día acabó (por su influjo positivo y negativo) constituyendo el sustrato intelectual de la innovación teológico-religiosa de Lutero.

 

5. Otra señal externa y visible de la incipiente disolución fue que hacia finales del siglo XIII cayeron las últimas posesiones occidentales en el Oriente. Las cruzadas habían sido un producto del universalismo medieval. Con la mengua del universalismo se perdió uno de sus supuestos esenciales; sus logros se derrumbaron automáticamente, y esto sin que su idea de la misión, de la que ellas mismas habían nacido, hubiera sido siquiera provisionalmente purificada en sentido cristiano. También respondió a la situación interna de las fuerzas en liza el hecho de que la conclusión de la unión entre la Iglesia de Oriente y de Occidente, como sabemos por el Concilio de Lyón de 1274, fuese prácticamente infructuosa.

 

Las controversias sobre la constitución de la Iglesia tuvieron un enorme significado para todo el Medievo. Para la baja Edad Media fueron directamente decisivas. Absorbieron la mayor parte del interés y de las fuerzas. Por eso debemos exponerlas lo más detalladamente posible.

 

Los mencionados principios de disolución no se quedaron en puras consideraciones abstractas. Despertaron poco a poco un nuevo sentimiento de la vida. Los cambios sociales fueron importantes como expresión y como causa de la disolución (junto con la caballería y el clero, ahora la burguesía de las ciudades y, además, la aparición de elementos proletarios en el mediodía de Francia y en el norte de Italia). Mas téngase en cuenta nuevamente que estos cambios en su mayor parte se efectuaron de forma tan legítima como necesaria, pero que sus legítimas intenciones no fueron suficientemente reconocidas por la jerarquía y no pudieron integrarse en el orden medieval.

 

§ 63. FIN DEL DOMINIO UNIVERSAL DEL PAPADO. BONIFACIO VI Y FELIPE IV DE FRANCIA

 

1. Desde los tiempos de Gregorio VII la evolución del papado medieval se había centrado en la idea de poder, hasta el punto de constituir una amenaza religiosa. Tal idea fue desarrollándose unilateralmente hasta sintetizarse en la fórmula, aparecida entre los canonistas del siglo XIII, de poder absoluto del papa sobre lo terreno. Este poder anhelaba o pretendía un doble fin: 1) la supremacía del papa sobre los poderes políticos de Occidente (en una u otra forma); 2) el derecho de disponer legalmente sobre los cargos y prebendas de todas las iglesias.

 

La segunda línea de desarrollo marchó en paralelo con la formación de la economía monetaria, es decir, de aquello que en los siglos XII, XIII y XIV podríamos llamar capitalismo (especialmente en el sur de Francia y en Italia; su más aguda evolución la podemos seguir en la organización de la curia pontificia en Aviñón).

 

a) El simple hecho de que nos veamos obligados a reconocer que la evolución normativa de la Iglesia corrió paralela a la de la economía monetaria indica una situación gravemente peligrosa desde el punto de vista cristiano. El principal peligro, obviamente, estaba en la línea de desarrollo mencionada en primer lugar (porque derivaba de lo fundamental). El peligro existió, de hecho, desde el momento en que el poder absoluto del papa fue expresado por Graciano de una manera puramente formal, sin delimitarla con toda exactitud sobre las bases del evangelio: para toda decisión canónica se debe presuponer la reserva papal; el papa puede establecer el derecho común y los privilegios, así como retirarlos. En todo caso, los canonistas posteriores incluyeron explícitamente la supremacía política de los papas en la plenitud de poder, con distintas argumentaciones.

 

b) El concepto del poder absoluto político-eclesiástico del papa se había elaborado de acuerdo con la idea de que el Imperio occidental era un feudo pontificio, y el juramento de fidelidad y de seguridad, un juramento de vasallaje 52). La fundamentación bíblica se había establecido con gran libertad y en sentido alegórico: 1) refiriendo las imágenes del sol y la luna, el alma y el cuerpo, el oro y el plomo a la Iglesia y al Estado respectivamente; 2) haciendo interpretación de Mt 26,52: «vuelve tu espada a su sitio» = entrégala al Estado; Lc 22,38: «aquí hay dos espadas»; Jr 1,10: «yo te coloco sobre pueblos y reinos», y 1 Cor 2,15: «el hombre espiritual todo lo juzga, pero no es juzgado por nadie»; 3) aduciendo al Pseudo-Cirilo (a quien Tomás de Aquino utilizó de buena fe; de Tomás procede la frase: para salvarse es necesario estar sometido al papa).

 

Este poder absoluto había salido victorioso de la lucha contra los Hohenstaufen; ahora, pues, tenía que ser combatido por diversos lados con mayor virulencia que nunca, más aún: tenía que ser radicalmente puesto en tela de juicio.

 

2. La oposición entre los partidos cardenalicios de Roma había culminado en la rivalidad y hostilidad de las familias Orsini y Colonna. La misma oposición dominó también el cónclave tras la muerte de Nicolás IV (1288-92), que precisamente por eso se prolongó dos años. Por fin concluyó con la elección de Pedro de Murrone, un eremita de rigurosa vida ascética y totalmente inexperto; se llamó Celestino V (1294). Pero esto no solucionó el problema. El aparato eclesiástico necesitaba una mano segura, las aspiraciones políticas y político-eclesiásticas rivales debían ser domeñadas. El poder absoluto del papa era una realidad, pero había infinitas ocasiones de abusar de él, o de conceder excesivos privilegios (por ejemplo, a la nueva congregación de eremitas fundada por el papa). Muy pronto la situación fue insostenible. A los cinco meses se produjo el caso, único en toda la historia de los papas, en que el papa renunciase, más o menos voluntariamente, a su dignidad.

 

a) El elegido fue el cardenal Benedetto Gaetani, de Anagni, que tomó el nombre de Bonifacio VIII (1294-1303).

 

El manifiesto contraste entre ambas figuras ilustra la trágica tensión de la situación general de la Iglesia: de un lado, el anhelo de un «papa angelicus»; de otro, las necesidades y las claras tendencias de un papado dominador del mundo; la renuncia del ermitaño, personalmente santo, y la elección de un jefe que pensaba en términos canónicos y políticos para una Iglesia dominadora universal.

 

La impresión causada por la renuncia de Celestino fue muy fuerte y sus efectos, en parte, muy perjudiciales. ¿Era compatible semejante paso con los fundamentos teocráticos de la plenitudo potestatis? De no serlo, el papa recién elegido, Bonifacio VIII, no ocupaba legalmente la sede pontificia. Y justamente este punto de vista fue sistemáticamente aplicado en las luchas que se siguieron durante este pontificado y que tuvieron lugar principalmente entre Bonifacio VIII y Felipe IV el Hermoso (1285-1314), rey de Francia.

 

b) Felipe IV representó el apogeo de la monarquía francesa en la Edad Media, gracias a que aumentó su zona de influencia en el exterior y logró la concentración en el interior; por el influjo de los legistas y por la constitución del tercer estado (las ciudades) la monarquía alcanzó tal grado de desarrollo, que bien se puede hablar, en el sentido posible en aquellos tiempos, del inicio del «absolutismo». Lo conseguido, sin embargo, se vio inmediatamente amenazado por una grave crisis, provocada por el ataque y la victoria inicial de los ingleses. Cien años más tarde (1439) los Estados aprobarán un ejército mercenario y, con este fin, autorizarán unos impuestos directos: el centralismo político estará en marcha. Al mismo tiempo (1438) se dictará la sanción pragmática de Bourges, que significará la independencia político-eclesiástica del papa en el sentido del Concilio de Basilea (§ 66).

 

3. Bonifacio VIII fue el último gran representante de la soberanía pontificia específicamente medieval. Pretendió quebrantar de nuevo la estrecha circunscripción del poder pontificio (debida al auge de las fuerzas nacionales), esto es, quiso llevar hasta sus últimas consecuencias el universalismo pontificio medieval. No se enteró de que las condiciones de su tiempo eran totalmente distintas de las del pontificado de Inocencio III; era sencillamente imposible hacer retroceder el desarrollo político que entre tanto se había efectuado; su intento era antihistórico, tenía que fracasar. Su derrota en el choque con la Francia «nacional» conducida por Felipe IV fue, por eso, mucho más que un fracaso personal; fue la derrota de la tesis por él defendida del dominio universal del papado.

 

Bonifacio VIII —en el momento de su elección tenía sesenta años de edad— fue un dominador nato; en el, junto con brillantes dotes, se manifestó también una cierta grandeza. Sus esfuerzos por elevar el papado, reunir a los príncipes bajo su dirección para una cruzada, no se puede decir que no estuvieran justificados[5]. Pero en él había un punto de desenfreno y hasta de fantasía[6]. Y esto tanto en su radical desmesura como (ante todo) en su actuación práctica. Le falta la visión de lo posible en concreto; estuvo plenamente convencido, hasta extremos hirientes y odiosos, de su superioridad (real en la dirección de la administración y en el conocimiento y empleo del derecho canónico). Su craso nepotismo le fue echado en cara como simonía, entre otros, por Dante, quien por eso le colocó en el Infierno. Fracasó por su irrefrenado carácter sanguíneo, por su exagerado parcialismo, pero en especial por su miopía, que ni vio ni quiso ver el cambio de los tiempos (¡el esencial fortalecimiento de los poderes nacionales, políticos y laicales!).

 

La celebración del primer Año jubilar 1300 fue una espléndida e impresionante demostración de su plenitud de poder sobre el mundo. Pero Bonifacio no vio que este cuadro sólo reflejaba una pequeña parte de los poderes efectivos. Esta colosal manifestación sólo le sirvió para una exaltación todavía más absurda de su propia conciencia, mas no para ganar la profundidad religiosa que le faltaba, lo más imprescindible para un papa.

 

4. En el colegio cardenalicio, cuya importancia tanto había aumentado, Bonifacio se enfrentó con una fuerte hostilidad. Especialmente en los dos cardenales Colonna[7] (tío y sobrino) tuvo dos peligrosos enemigos, que participarían victoriosamente en la lucha. Bajo la dirección de los Colonna, una minoría de cardenales quiso anular la elección del papa. Bonifacio logró vencer su resistencia. Pero entonces salieron a la luz peligrosos puntos de vista por ambas partes. El enfrentamiento interno pasó a formar parte de la gran lucha política exterior: los miembros de la familia Colonna pidieron un Concilio general. Bonifacio los excomulgó, declaró proscrita la casa Colonna, mandó predicar la cruzada contra ella y destruir sus fortificaciones, especialmente la de Palestrina. Los Colonna se refugiaron en la corte de Felipe de Francia.

 

a) En la inmediata gran lucha eclesiástica, emprendida preferentemente por razones de política exterior, lo más significativo desde el punto de vista específico de la historia de la Iglesia, o sea, desde el punto de vista religioso-cristiano, fue: 1) El punto de partida de la lucha. En términos modernos puede decirse que fue una lucha por dinero. Porque de lo que se trataba era de si junto al papado también los poderes nacionales podían por propia iniciativa gravar con impuestos los bienes eclesiásticos o al clero de sus respectivos países. 2) El hecho de que tanto el papa como los representantes de la monarquía nacional consideraron esta cuestión una cuestión de vida o muerte, decisiva para toda su autoridad.

 

Entonces estaba en curso la guerra entre Inglaterra y Francia por la Guyenne inglesa (sudoeste de Francia). Contra los altos impuestos sobre los bienes eclesiásticos exigidos por ambas partes, el clero apeló al papa. Mas tanto el rey de Inglaterra como el de Francia pudieron invocar derechos consuetudinarios, que a su vez se apoyaban en costumbres muy antiguas (cuyo desarrollo en parte hemos dado a conocer). Bonifacio VIII vio en ello una lesión de los derechos del papado, que sólo permitía semejantes gravámenes con carácter voluntario y en casos aislados. La cuestión calaba muy hondo; pero no era menester o, más bien, no era permisible en demasía su alcance, pues la eventual derrota suponía un lastre enorme, que habría de tener efectos catastróficos. Fueron las desmesuradas pretensiones de Bonifacio las que propiamente dieron importancia a la lucha y tragedia a la derrota.

 

Bonifacio, en la bula Clericis laicos del año 1296, escrita en términos muy rudos, prohibió a ambos reyes la imposición de tributos, reservada exclusivamente al papa. Inglaterra cedió al menos formalmente. Pero el choque con el soberano francés, el «moderno» representante de la idea del Estado nacional, fue fatal.

 

b) Felipe IV fue un hombre sin escrúpulos, frío y calculador, déspota, en el fondo irreligioso, conocedor de una sola cosa: el poder nacional. Con gran realismo político respondió a la prohibición pontificia prohibiendo a su vez toda salida de oro y plata de Francia. Esta medida 1) afectó a la curia pontificia en un punto vital, pues hasta entonces le llegaban de Francia sumas muy considerables; 2) halló el aplauso de toda la nación, que se quejaba de las onerosas entregas a Roma: Felipe, pues, tenía al país de su parte en su lucha con el papado. Más aún: disponía de toda una serie de expertos políticos o «legistas»[8].

 

Estos legistas eran hombres de letras, entusiastas del ideal cesaro­papista de Justiniano, para quienes el poder estatal estaba por encima de todo. Redactaron el programa de la nueva autoridad estatal (autónoma), independiente de la Iglesia, y proporcionaron al rey las razones con que debía justificar su proceder y refutar las contrapruebas de la curia pontificia. Estos legistas entraron así en la historia de la Iglesia con sus indiscriminados métodos de calumnia, de falsificación de cartas y bulas y hasta de libelos populares y fueron en buena parte los auténticos agentes de la oposición de las diferentes naciones contra el papado en las luchas de los siglos posteriores. Naturalmente, se ampararon en la exigencia de la pobreza apostólica: la jerarquía debía ser puramente espiritual, la donación de Constantino había corrompido su esencia. Ellos fueron los que llevaron la lucha cada vez más al terreno de los principios y, en unión con algunos teólogos, llegaron a negar el primado ático.

 

5. La fuerza del partido hostil al papa residía principalmente en el hecho de ser el defensor de la creciente conciencia nacional, esto es, el representante de unas tendencias no sólo vivas y resistentes, sino enteramente legítimas en el marco del nuevo despertar de los pueblos, tendencias que desgraciadamente pasaron inadvertidas al curialismo exagerado. Esto quedó patente cuando Bonifacio VIII, en la primavera de 1297, impuso al rey francés, bajo pena de excomunión, un armisticio con Inglaterra y con el imperio. Felipe rechazó esta imposición argumentando que el gobierno de su reino en los asuntos temporales era exclusivamente de su incumbencia y que en ello no reconocía a nadie como superior suyo. Precisamente éste era el punto flaco de la postura papal: el papa fundamentaba en su poder espiritual el derecho de injerencia en cuestiones puramente temporales. Es evidente que la justa recusación de estas intromisiones fácilmente podía tener efectos perjudiciales para el poder espiritual del papa.

 

La repercusión de los puntos de vista franceses, eminentemente polémico-nacionalistas, aumentó considerablemente por el simple hecho de que al mismo tiempo también la reflexión científica desembocaba en la idea de la soberanía popular[9].

 

Era una fuerte resistencia para la que Bonifacio no estaba preparado. Y tuvo que ceder (1297). La paz se festejó con la canonización del rey Luis IX y se expresó externamente en el grandioso primer jubileo del año 1300, que concedía indulgencia plenaria a todos los que peregrinasen a Roma.

 

Pero la paz no podía ser duradera, porque las concepciones básicas nunca, ni antes ni después, dejaron de estar contrapuestas.

 

6. La misma desmedida reivindicación de los derechos del papa se repitió muy pronto por segunda y tercera vez. Cuando la lucha se reavivó y el papa invitó al rey a presentarse a un concilio en Roma, el rey supo parar el golpe falsificando la bula papal (Ausculta fili, 1301)[10]. La auténtica bula fue quemada por orden del rey. Dos asambleas, una de los «estados» y otra de los notables franceses (1302 y 1303), apoyaron al rey. En estas reuniones se levantaron furiosas e infundadas calumnias contra el papa (que no creía en la inmortalidad del alma; que no consideraba pecado la lascivia; que tenía un demonio doméstico), con tanta insistencia, que el papa no tuvo más remedio que purificarse de la acusación mediante juramento.

 

Fue entonces cuando Bonifacio pasó a la ofensiva: contestó con la bula Unam sanctam, en la que toda la lucha se situaba expresamente en el terreno de los principios. Como actuación del derecho de dominio universal del papa allí establecido, el rey debía ser excomulgado en Anagni el día de la Natividad de María (1303) y sus súbditos declarados exentos del juramento de fidelidad (en la misma iglesia en que se proclamó la excomunión de Alejandro III contra Federico Barbarroja y de Gregorio IX contra Federico II). Pero un día antes irrumpieron en Anagni mercenarios franceses, a quienes se adhirió la milicia de la ciudad; el papa, en una escena vergonzosa, fue hecho prisionero por el canciller francés Nogaret y por Sciarra Colonna. Debía ser llevado a Francia y juzgado allí.

 

Fue un hecho inaudito que demostró a las claras cuánto había crecido la arrogancia del Estado «nacional moderno» y cuánto había decrecido el prestigio general y, en concreto, el poder político del papado, cuánto, en fin, se había debilitado el respeto religioso de gran parte de la cristiandad hacia el padre común de la Iglesia. El papado quedó profundamente humillado y la Iglesia salió perjudicada.

 

Bonifacio, liberado por los italianos, pudo todavía entrar solemnemente en Roma, pero murió apenas cinco semanas más tarde (seguramente a consecuencia de las emociones y de una antigua litiasis o mal de piedra). Sobre su muerte circularon numerosos rumores, presumiblemente infundados.

 

7. La bula Unam sanctam (1302) es la formulación clásica, la síntesis de las pretensiones específicamente medievales del papado al supremo dominio del mundo[11]. Dios ha dado a la Iglesia dos espadas (el pensamiento había sido formulado por vez primera por san Bernardo, remitiéndose a Lc 22,38 y Mt 25,52): una espiritual, que lleva ella misma, y otra terrena, que entrega al poder estatal, el cual solamente puede usarla al servicio y por orden de la jerarquía. El poder estatal rebelde es juzgado por el depositario del poder espiritual. Y éste, a su vez, sólo por Dios. El párrafo final de la bula, en la medida en que le corresponde una importancia dogmática, expresa la idea, evidente sólo para los católicos, de que la Iglesia católica es la «única que salva»[12].

 

A pesar de su desmesurada conciencia del poder pontificio, incluso en el orden terreno, Bonifacio VIII negó enérgicamente haber querido arrogarse la soberanía terrena por motivos mundanos. Afirmó que se había atenido a la tesis fundamental del Medievo, según la cual el papa podía (y debía) solamente ratione peccati, o como lo expresaba santo Tomás de Aquino, por el cuidado de las almas, intervenir como juez en los asuntos políticos, temporales.

 

Pero, basado en este razonamiento, el papa intervino de hecho en todos los asuntos de Europa, y fracasando estrepitosamente en todas partes, en Alemania[13], en Sicilia, en Escocia, en Bohemia y en Venecia.

 

Hay que destacar además la confusión objetiva y terminológica que gravaba en general la tesis hierocrática. En la práctica, ¿pueden distinguirse exactamente separadas la potestas directa y la indirecta? Los planes en cuestión caen en el campo de la política: por consiguiente, la mentalidad y los métodos políticos debían penetrar necesariamente, por decirlo así, en el papado y la curia.

 

Los tratados de derecho eclesiástico y sus correspondientes publicaciones desde fines del siglo XIII y durante todo el XIV fueron, en todo caso, una buena muestra de la desmesurada extralimitación de que venimos hablando; según todos ellos, el poder de atar y desatar de Pedro y sus sucesores incluye también la plena jurisdicción sobre lo temporal[14]. Si se quiere enjuiciar correcta y objetivamente la atmósfera explosiva y revolucionaria de finales del siglo XV y comienzos del siglo XVI, no se puede olvidar todo esto.

 

§ 64. LOS PAPAS EN EL EXILIO DE AVIÑON (1305-1378)

 

1. Felipe el Hermoso no quedó satisfecho con su victoria de hecho. Quiso un reconocimiento oficial de sus ideas: la propia Iglesia, su suprema representación en el Concilio y su supremo jefe, el papa, debían hacer constar que su indignante proceder había sido justo y condenar al difunto Bonifacio VIII. El simple hecho de que el rey pudiera concebir semejante plan demuestra cuánto había crecido la esclavitud del papado bajo el poder del rey de Francia.

 

Como hemos podido comprobar hasta la saciedad, esta situación ya había madurado hacía mucho tiempo, debida también en parte a las necesarias medidas tomadas por buenos papas (en su lucha contra el Imperio de los Hohenstaufen); ningún papa estaba ya en condiciones de desenredar esta madeja. Es preciso tener esto en cuenta para poder enjuiciar correctamente las muchas debilidades de los pontificados siguientes. La consabida tragedia inherente a las luchas del papado medieval aparece cada vez más amenazadora: el papado no podía abandonar sus pretensiones de poder típicamente medievales, pero precisamente ellas lo llevaron al (ya «moderno») «cautiverio de Babilonia», a Aviñón.

 

2. El sucesor de Bonifacio VIII, Benedicto XI (1303-1304), hombre de gran religiosidad, fue muy condescendiente con las exigencias del rey francés, revocó los decretos de su predecesor y autorizó los impuestos de Felipe. Lo hizo, sin embargo, sin incurrir en debilidades indignas; absolvió al rey de la excomunión, sobreseyó también las severas condenas contra la familia de los Colonna, pero también excomulgó a los autores del atentado de Anagni. Mas lo histórico no discurre, o apenas discurre, según categorías morales subjetivas. La debilidad objetiva sucumbió ante la mayor vitalidad de lo político-nacional. La herencia que quedó dentro de la Iglesia fue una curia dividida (al lado del partido francés había otro romano, defensor de una política al estilo de Bonifacio VIII). Felipe, por su parte, no estaba todavía satisfecho: el papado debía estar en permanente dependencia de Francia. Incluso parece que el rey lo logró.

 

a) En efecto, cuando tras una sede vacante de once meses fue elegido papa Clemente V (1305-1314), un hombre débil, de nacionalidad francesa, anterior arzobispo de Burdeos, Felipe logró de él no solamente que asistiera a su coronación en Lyón, sino también (a pesar de las muchas promesas en contrario hechas a los cardenales) que fijara su residencia permanente en suelo francés: desde 1309 Clemente V residió en Aviñón.

 

b) Aviñón era un feudo imperial alemán (traspasado a los de Anjou), que entonces pertenecía a Nápoles; Clemente VI (1342-1352) lo compró y lo convirtió en posesión pontificia propia; pero Aviñón estaba rodeado de territorio francés y situado, de hecho, en el radio de acción de la influencia del rey de Francia. Es cierto que Clemente V pensó retornar a Roma, y lo mismo Juan XXII y, al principio, también Benedicto XII; pero lo que en realidad hicieron fue decisivo para el curso de los acontecimientos de Aviñón; con Clemente V y Clemente VI aumentó considerablemente el número de los cardenales franceses, que llegaron a tener la mayoría de los dos tercios; Benedicto mandó construir la residencia de los papas en Aviñón.

 

c) En conjunto, los pontificados de los dos sucesores de Bonifacio VIII significaron nada menos que el reconocimiento efectivo de la independencia político-eclesiástica de Francia. Esta ya existía a raíz de la suspensión a favor de Francia de la bula Unam sanctam. Pues ésta suponía nada menos que la renuncia efectiva a la esencia del derecho del papa a la hegemonía política. Es cierto que los papas de las postrimerías del Medievo no renunciaron, teóricamente, a este derecho, especialmente respecto a Alemania. Pero en todas partes la evolución jugaba a favor de la supremacía de lo nacional. Esto es aplicable también a Alemania, donde se llegó a la Bula de Oro de Carlos IV (1356), aunque las relaciones de Carlos con el papa eran en sí buenas.

 

3. Felipe insistió en la condena de Bonifacio. Hasta quiso conseguir la corona alemana para su hermano, o sea, para Francia (sin embargo, fue elegido Enrique VII de Luxemburgo [1308-1313]) y exigió la supresión de la rica orden de los templarios. Efectivamente, el proceso contra el papa difunto se abrió, con absurdas acusaciones (1310). Sólo cediendo en el asunto de los templarios pudo el papa desembarazarse del penoso e imposible proceso contra su antecesor, es decir, reservar la cuestión a su propio juicio. Clemente V tuvo la suficiente dignidad para oponerse a la condena de Bonifacio VIII, a pesar de que el rey había presentado una enorme cantidad de «declaraciones de testigos». Tras la anulación de otros decretos de Bonifacio y tras la absolución de Nogaret, el XV Concilio ecuménico de Vienne (1312) pudo declarar inocente a Bonifacio.

 

En la cuestión de los templarios (que ya no tenían ninguna misión específica y cuya filial de París se había convertido en una especie de banco internacional) venció el rey. Pero también en este caso demostró el rey sus más bajas cualidades. Basándose en sospechas infundadas y movido únicamente por su afán de poder y su codicia, mandó encarcelar a todos los templarios (1307) y procesarlos como herejes. La Inquisición entró en acción y la tortura arrancó «confesiones» inválidas. Cincuenta y cuatro caballeros, que revocaron sus «confesiones» fueron quemados como reincidentes (1308).

 

Finalmente, el Concilio de Vienne (aunque sin decretar ninguna con­dena) dispuso la supresión de la orden (1312) por medio de un decreto de la sede apostólica, «porque tenía mala fama y ya no era útil». Puede tenerse por seguro que la orden, en su conjunto y en todo lo esencial, era inocente.

 

4. También el sucesor de Clemente V, Juan XXII (1316-1334), fue elegido tras dos años de orfandad en el solio pontificio. El nuevo papa, finalmente, determinó residir de forma estable en Aviñón. Su sucesor, Benedicto XII (1334-1342), hombre de moral rigurosa, cisterciense ansioso de reforma, construyó allí el palacio de los papas.

 

a) Clemente VI (1342-1352), abad benedictino y obispo francés, vuelve a ilustrar de forma especial la crisis a que fue llevada la Iglesia por causa del papado de Aviñón. La atmósfera de placentera existencia mundana en que Clemente vivió puede advertirse aún hoy en los frescos murales de sus habitaciones en el palacio papal de Aviñón.

 

b) Mientras tanto, la abandonada Roma se vio desgarrada por las luchas de la nobleza. En el año 1305 se formó por vez primera un gobierno popular; al papa se le encomendó el cargo de primer senador. En 1312 el rey alemán Enrique VII, luchando contra los Orsini, logró entrar en Roma y por encargo del papa fue coronado en el recién reconstruido Laterano, porque los Orsini dominaban el barrio del Vaticano. ¡Y precisamente el juramento de este soberano tan poderoso como consciente de su poder fue considerado como juramento feudal por el impotente Clemente V de Aviñón, dependiente él mismo del rey francés! Contra la voluntad del papa, en el año 1328 entró en Roma Luis de Baviera (§ 65), llamado y apoyado por los Colonna. Un parlamento ciudadano le confirió entonces la dignidad imperial en nombre del pueblo; el cardenal Colonna, asistido por dos obispos, llevó a cabo la coronación. Vestido aún con las galas de la coronación y sentado en la escalinata de san Pedro, el excomulgado rey alemán pronunció la sentencia de muerte contra el papa (entonces Juan XXII), como «hereje y reo de lesa majestad», y el populacho quemó una figura de paja del pontífice. Al mismo tiempo algunos partidarios del papa anunciaron la excomunión contra Luis: ¡qué cuadro tan desolador!

 

c) Inocencio VI (1352-1362) vivió con sencillez y fue hombre religioso. Se preocupó de la reforma de la Iglesia; pero apenas tuvo éxito en este sentido. Mientras tanto hubo otra cosa de importancia para el futuro: el cardenal Gil de Albornoz († 1367) restableció en el Estado pontificio y en Roma en contra de la nobleza (ya conocemos la persistente lucha de los Colonna contra los Orsini) la hegemonía papal, creando así las condiciones para el regreso de los papas a su ciudad. En parte también cooperó en el mismo sentido el despertar todavía incierto, pero ya potente, de la voluntad popular (con y contra el tribuno popular Cola di Rienzo), en lo cual ya se manifestaron los inicios del Renacimiento.

 

d) En el año 1365, el mismo Carlos IV se presentó en Aviñón; a sus ruegos de que el papa volviera a Roma se unieron los de Petrarca, santa Brígida y santa Catalina de Siena. Efectivamente, Urbano V (1362-1370), a quien la Iglesia ha incluido en el número de los bienaventurados, volvió a Roma; en el año 1367 realizó su entrada solemne. En el año 1369 acudió a Roma el emperador romano de Oriente, Juan V Paleólogo, para reanudar —en contra de la voluntad de la Iglesia bizantina— las gestiones de la unión y conseguir así ayuda contra los turcos. No obstante, el salvaje desorden que allí reinaba tras la muerte de Albornoz «expatrió» nuevamente al papa, que poco después murió.

 

Gregorio XI, el último papa francés (1370-1378), murió por fin en Roma, y por cierto en el Vaticano, que en adelante fue la residencia papal.

 

Pero las graves perturbaciones en el Estado pontificio no estaban ni mucho menos aplacadas; surgieron nuevas insubordinaciones contra los funcionarios pontificios franceses «importados»; mercenarios bretones al servicio del papa lo devastaron todo; el interdicto contra el principal partido romano reavivó las fuerzas antipapales. En una palabra: la confusión en Roma y en el Estado pontificio era tan grande que el mismo Gregorio XI pensó seriamente en retornar a Aviñón.

 

5. En esa ciudad reinaron siete papas, todos franceses. Excepto Benedicto XII e Inocencio VI, los otros fueron propiamente «obispos de la corte de Francia». Este «exilio» fue un golpe terrible tanto para la fuerza interna como para el prestigio externo del papado.

 

a) Para la fuerza interna: el papado estuvo separado de Roma, su suelo natural, y, con ello, de las raíces de su fuerza moral en pequeña parte y de las raíces de su fuerza material en su mayor parte. Ya hemos referido que el orden en el Estado pontificio y en Roma se desbarató; el poder político del papa decreció amenazadoramente. La presión del monarca francés logró que el papa nombrase para el supremo senado de la Iglesia una mayoría de cardenales franceses, que así (y por ellos también la monarquía francesa) se enseñorearon del papado. El ideal de la libertas de la Iglesia, que se había tardado siglos en obtener y defender, acabó por convertirse en su contrario (¡y con cuán ínfimo estilo!). En el curso de los acontecimientos hay un algo de fatalidad: la transformación de la idea papal medieval no se efectuó por propia iniciativa de las instancias eclesiásticas competentes; fueron más bien las fuerzas hostiles las que la demolieron y modificaron en una especie de proceso de destrucción; la transformación se completó más bien en la Edad Moderna con la renuncia voluntaria de los Estados pontificios. Entonces, en la baja Edad Media, el papado perdió la mayor parte de su libertad e iniciativa, porque no vivió suficientemente de su propio centro espiritual. La búsqueda de un «protector» (que la Iglesia nunca ha podido encontrar) y, además, la insistencia en ciertas pretensiones (que jamás han podido satisfacerse) llevaron el papado a Aviñón y allí lo sometieron a una voluntad extranjera.

 

La decadencia de la autoridad interna se echó de ver también en el proceder del colegio cardenalicio. El derecho a la elección del papa y la participación en su gobierno dieron pie a la idea del reparto de poderes y, muy pronto, también a la idea de la autonomía de los cardenales, proveniente directamente de Dios[15].

 

El desfallecimiento de la fuerza interior se hace aún más evidente en el hecho de que los papas se vieron cada vez más imposibilitados de ejercer con éxito su ministerio docente y pastoral; ¡cómo, si no, hubiera sido posible la penosa discusión de Juan XXII con los franciscanos en la llamada «controversia teórica sobre la pobreza» (§ 65, 2)!

 

b) El prestigio externo del papa decayó 1) en la misma medida en que el papado, que está para servir a todos los pueblos, pareció, sin embargo, servir a los deseos egoístas de un solo país; la antigua cuestión del emperador en el norte y sur de Italia y su relación política con el papa siguió sin resolverse. 2) La poco escrupulosa lucha de Felipe el Hermoso y posteriormente de Luis de Baviera (§ 65) y el ajetreo mundano de la corte pontificia hicieron disminuir el profundo respeto religioso de los pueblos ante el papa; las gentes se habituaron, mucho más que hasta entonces, a ver en el papa un soberano político (en lucha por metas políticas) junto con otros soberanos y a combatirlo también con medios políticos.

 

Por lo mismo también disminuyó la autoridad docente del papa, o su reconocimiento, hasta entonces prácticamente intangible. La opinión de que un papa puede ser hereje, defendida teóricamente por los canonistas y llevada también a la práctica por los legistas en las acusaciones contra Bonifacio VIII, dio pie a nuevas y crecientes críticas.

 

Hasta Juan XXII tuvo que retractarse en su lecho de muerte de ciertas doctrinas escatológicas. Cada vez fueron más los grupos que se sustraían al juicio del papa.

 

c) Los medios del interdicto y de la excomunión fueron empleados con excesiva frecuencia (especialmente en la lucha contra Luis de Baviera); se hizo consumo de ellos en toda regla. A la amenaza eclesiástica le faltó muy a menudo la fuerza para ejecutarla. Las bulas de excomunión de Juan XXII fueron fijadas en las iglesias de Aviñón, pero en Alemania no se les prestó mucha atención. Mucho más contraproducente fue la espada de doble filo del interdicto, que de hecho separó grandes masas populares, a veces durante años, de la vida sacramental de la Iglesia, contribuyendo así a su degeneración moral. La situación fue completamente absurda cuando el interdicto fue lanzado contra los Santos Lugares de Palestina.

 

El interdicto lanzado contra el respectivo lugar de residencia de Luis de Baviera, con sus efectos disolventes para la Iglesia, duró más de veinte años, hasta que finalmente la declaración de Ranse de 1338 y una ley imperial de Luis estableció la prohibición de observar en adelante el interdicto.

 

La debilidad específica de las censuras espirituales consistía en que raras veces se decretaban realmente en defensa de los intereses espirituales. Con harta frecuencia lo que estaba en juego era el poder, las pretensiones políticas o el dinero.

 

Muchos pequeños cismas particulares (unas partes de las diócesis y de las órdenes se adherían al emperador, otras al papa) parecían preparar el terreno para el futuro cisma de Occidente.

 

En 1339 comenzó la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, que hizo que ésta fuera hostil al papado «francés», que a su vez era opuesto al colegio de los grandes príncipes electores alemanes.

 

Los años 1348 y 1352/53 fueron testigos de graves epidemias de peste, de tumultuarias persecuciones de judíos, de procesiones de flagelantes, de intranquilidad espiritual y religiosa: la impresión de desorden, más aún, de catástrofe, cunde por muchas partes y deja atónitos los ojos de cualquier espectador.

 

6. En la curia papal de Aviñón se desarrolló una economía financiera impropia de eclesiásticos, que perjudicó gravemente a la Iglesia. Unida frecuentemente a la simonía y al injusto y desmedido favoritismo respecto a los parientes del papa (nepotismo), constituyó una de las fuerzas más disolventes dentro de la Iglesia y una de las grandes causas que prepararon el terreno a la Reforma[16]. Pues ni Clemente V ni el Concilio de Vienne,  convocado expresamente para tal fin, hicieron realmente nada por la reforma, una reforma que ya era tan necesaria como urgente en el sentido más propio de la palabra. La monstruosa afirmación de que en la curia romana no podía en absoluto darse la simonía (dado el poder del papa de disponer sobre todas las cosas) nos da a entender con cuán extremosos argumentos trataba la curia de eximirse de la obligación de reforma precisamente en este punto. Pero el caso es que, de hecho, y por desgracia, la simonía en sentido amplio fue una nota distintiva de las costumbres curiales en Aviñón, heredada luego también por la curia romana, hasta Bonifacio IX, «tarado con la más perniciosa de las avaricias y la peor de las simonía» (Dietrich de Niem), que tomaba dinero de todos los aspirantes a un cargo y concedía las correspondientes prebendas al mejor postor.

 

El cobro de impuestos de diversas clases por parte de la curia, desde luego, estaba en sí justificado, como ya hemos visto. Entonces, en Aviñón, no se recibían ingresos del Estado de la Iglesia; los intentos de establecer allí el orden y la guerra del papa contra las ciudades del norte de Italia produjeron, por el contrario, nuevos y grandes gastos. El papado únicamente podía satisfacer sus necesidades habilitando nuevas fuentes de ingresos.

 

Mas con ello no está justificada la economía financiera que de hecho se practicó en Aviñón. Porque a) las susodichas necesidades fueron aumentadas en exceso por la insaciable y mundana vida de corte que se llevaba en Aviñón; b) los mismos impuestos exigidos por la curia fueron exageradamente incrementados (en el indicado sentido irreligioso) y obtenidos mediante una praxis inmoral en la provisión de los cargos; c) además, no siempre fueron empleados para los fines prescritos. En esta evolución, por lo demás, la culpa principal no la tuvieron los papas en particular, los cuales a veces se opusieron a las irregularidades o, como Juan XXII, impusieron un orden riguroso en la gestión financiera, o también, como Benedicto XII, trataron de atajar todos esos abusos con que siempre nos encontramos en la provisión de cargos: venta y acumulación de prebendas, nepotismo, aumento de contribuciones, violación de la obligación de residencia, decadencia de la disciplina de las órdenes. La culpable fue la curia pontificia, los culpables fueron los curiales, que vivían de ella. Ahí surgió un gran aparato administrativo, en el cual se pensaba en exceso con criterios comerciales, y según ellos se actuaba, y cuyos funcionarios cometían muchas injusticias en beneficio propio. Los acontecimientos demostraron que estaba mucho más que justificada la admonición de san Bernardo de guardarse de transformar la casa del sumo sacerdote en una curia y en una vida cortesana (§50).

 

7. Otras fuentes de ingresos de la curia papal, más antiguas y tradicionales, eran los bienes de dentro y fuera del Estado pontificio, el óbolo de san Pedro (Polonia, Hungría, Inglaterra), los tributos de Estados obligados al feudo, los impuestos por exención, los diezmos, los derechos de palio de los arzobispos, las aportaciones de los prelados en sus visitas a Roma, los servitia communa (o sea, los derechos de reconocimiento de obispos y abades por su nombramiento)[17], los impuestos extraordinarios (por ejemplo, para «cruzadas» de todo tipo), las tasas por documentos de privilegios y dispensas.

 

Lo que constituyó la base de los nuevos ingresos fueron las reservaciones pontificias. Los papas habían ido progresivamente adquiriendo el derecho de ocupar cargos en las más diversas iglesias de la cristiandad. Primeras ocasiones para ello fueron, por ejemplo, las exenciones, o las apelaciones a Roma (en caso, por ejemplo, de una elección discutida, luego de obtenida la confirmación). Después, la doctrina del poder absoluto del papa ofreció la posibilidad de disponer directamente de oficios y beneficios de iglesias extranjeras. Basados en esta concepción, los papas se reservaron al principio la ocupación de algunos cargos de-terminados. Pero luego hicieron reservaciones generales, esto es, reservas de categorías enteras de beneficios: todos los cargos que quedaban vacantes mientras sus ocupantes se hallasen en la curia romana (este concepto lo extendió Bonifacio VIII hasta una duración de ocho días de viaje) quedaban reservados a la curia para su ocupación. Este derecho aún fue más ampliado en Aviñón. Juan XXII dispuso que todos los cargos, en cuya gestión participase la sede apostólica, bien fuera por recurso, traslado, deposición o promoción, debían quedar reservados a la misma. El celoso reformador Benedicto XII fue el que en 1335 resumió y perfeccionó todas estas disposiciones[18].

 

Las prebendas iban anejas a los cargos que había que ocupar. Para la concesión de semejantes prebendas los papas percibían una parte de los ingresos anuales, diversamente clasificados según se tratase de prebendas mayores o menores. Desde Juan XXII quedaron también reservados a la curia los ingresos de las prebendas vacantes y la herencia de los sacerdotes. Se elevaron las tasas, las colectas extraordinarias fueron más frecuentes.

 

Surgió también la mala costumbre de que contra entrega de una determinada suma se adquiría el derecho de aspiración a una prebenda, mientras ésta todavía estaba ocupada = expectativas. En seguida comenzó a ocurrir que semejante derecho se concedía a varias personas. El abuso fue bastante más grave cuando, en contra de las disposiciones canónicas, varios beneficios vinculados al deber de la cura de almas se concedían a una misma persona (cumulus)[19]. Entonces, en uno u otro lugar, quedaba desatendida la cura de almas, o el propietario del cargo buscaba un sustituto o suplente. Como a éste le pagaba todo lo peor que podía, comenzó a haber un clero deficiente en el orden intelectual, moral y social, un proletariado espiritual, que en las postrimerías del Medievo perjudicó el prestigio de los sacerdotes y frecuentemente contribuyó a que el pueblo prestase oídos con harta facilidad a críticas anticlericales sedicentes, pero también justificadas; se comprende que con estos procedimientos la cura de almas presentase grandes y graves lagunas.

 

Estos diferentes abusos se vieron favorecidos por la creciente centralización de la curia papal, la cual facilitó de modo especial el soborno y la compra de cargos espirituales. También acarreó el debilitamiento interno de las diócesis, dado que los propietarios de cargos eclesiásticos se iban independizando del obispo diocesano o del metropolitano. Fomentó además un fuerte éxodo de la jurisdicción religiosa hacia Roma, lo cual, junto con sus ventajas (un procedimiento más objetivo y justo), trajo también muchos inconvenientes del tipo citado.

 

8. En conjunto, pues, lo que hubo fue una impresionante inversión del punto de partida y del significado de la reforma gregoriana, que en su batalla contra la simonía había luchado en realidad contra el dinero. Sin duda, estos daños han sido, tanto en tiempos pasados como en tiempos recientes, desmedidamente exagerados. Así, cuando un cazador de cargos como el humanista Petrarca critica el comercio de cargos de la curia, sus invectivas no pesan mucho. Pero aquí ningún retoque injustificado puede atenuar la fuerza de una descripción conforme a la verdad. Ya vimos que estas cosas iban creciendo con cierta consecuencia lógica desde hacía mucho tiempo; y nos es imposible rechazar[20] como carente de fundamento la gran cantidad de amargas acusaciones que desde el siglo XII en adelante resuenan en casi todos los países. También los informes y juicios de hombres absolutamente fieles al papa, como las duras manifestaciones del curialista (!) Agustín Triunfo, ermitaño de san Agustín, y las del minorita, también curialista, Alvarez Pelayo (¡testigos presenciales!), quienes no vacilaron en comparar a los jefes de la Iglesia con lobos rapaces que se nutren de la sangre de los fieles y describieron tan despiadadamente la codicia y la venalidad del clero de la corte papal, demuestran de forma incontestable hasta dónde habían llegado los abusos. ¡Añádanse a esto los serios reproches de santa Brígida de Suecia y de santa Catalina de Siena, que recordaba al papa que no sólo debía ser soberano, sino también pastor!

 

Ciertamente, como ya se ha dicho, hay toda una serie de causas que de algún modo pueden aclarar por qué todos estos fenómenos tuvieron lugar precisamente bajo los papas de Aviñón y tras el exilio aviñonés; las resumimos en estas palabras-clave: paso de la economía en especie a la del dinero; gastos crecientes por mecenazgos, edificaciones (y también lujo, vida cortesana, nepotismo); la política: el gobierno de Bonifacio VIII casi arruinó a la curia; en la catástrofe de Anagni se perdieron casi todas las existencias de oro y plata; costosas luchas con Francia e Inglaterra, que además ya no enviaba dinero; desaparición de los ingresos del mismo Estado pontificio...

 

Pero de tales causas no se puede deducir un auténtico descargo a favor del ministerio espiritual. Veremos que las circunstancias todavía se agravaron más, para mal de la Iglesia, durante el cisma de Occidente y durante el Renacimiento. Efectivamente se trata de una línea evolutiva bastante recta.

 

Precisamente el católico que honra a la Iglesia como madre no tiene ningún interés en encubrir las culpas existentes. Los males demuestran que la santa Iglesia, según lo que se anuncia en el evangelio, es también una Iglesia de pecadores. La posterior superación de estos males nos permite reconocer lo imperecedero de la Iglesia. Pues su esencia íntima es divina, y ella ha permanecido intacta en medio de la corrupción. Fundamental para todo tipo de crítica de los acontecimientos de la historia de la Iglesia es la distinción entre el cargo y la persona. Esto bien lo sabían los críticos elegidos de entonces, un san Bernardo, un san Francisco, una santa Brígida de Suecia, una santa Catalina de Siena. Si tomamos en serio los valores religioso-eclesiásticos de los que vivieron estas figuras heroicas, entonces no podemos por la buenas, cambiando (en cierto modo caprichosamente) la norma, dejar a un lado la consecuencia, para ellos la más importante, esto es, la afirmación a la vez doliente y creyente de esta Iglesia censurada. Los abusos en la Iglesia no disminuyeron, sino que inflamaron su fidelidad a la madre de los santos. Ellos iniciaron la reforma en sí mismos y, al censurar, no querían nada para ellos, sino que estaban impregnados del celo del misionero, que solamente quiere ser servidor de la buena causa.

 

El fracaso tuvo consecuencias concretas en la historia de la Iglesia: la presión financiera ejercida por la curia sobre las Iglesias llegó a ser uno de los más poderosos argumentos para exigir Iglesias territoriales y estatales. Ocasión tendremos de conocer exhaustivamente la función de este factor en la apostasía de la Reforma y en los movimientos nacionales dentro de la Iglesia católica.

 

9. Las antedichas circunstancias, en las cuales se encontraba la su­prema jefatura de la Iglesia, tenían un sustrato que se había ido formando desde hacía mucho tiempo: el desarrollo de la organización de todo el alto clero había obedecido muy principalmente a leyes económicas.

 

a) El creciente poderío —adquirido a lo largo de dos o tres siglos— del Capítulo catedralicio frente al obispo (con su participación en los bienes eclesiásticos y en las rentas de éstos) representó una cierta tendencia centrífuga en la constitución eclesiástica, opuesta a la tendencia centralista del oficio episcopal. Pero al mismo tiempo contribuyó a dar un carácter más definido a la jefatura episcopal. Y cuanta mayor fue la influencia del Capítulo catedralicio, por ejemplo, en las capitulaciones electorales, tanto más codiciados fueron los respectivos cargos y prebendas. Acabaron convirtiéndose progresivamente en privilegio de la nobleza.

 

Por desgracia, con la consabida decadencia, para todos los cargos eclesiales se impuso cada vez más esta convicción: el oficio es el beneficio. Por el beneficio se perseguía el oficio.

 

b) La historia de todas las diócesis en la Edad Media demuestra la incalculable importancia del Capítulo catedralicio, para bien como para mal. Pero para la historia de la Iglesia tuvo consecuencias más importantes —porque era más central— la evolución del colegio cardenalicio. De múltiples formas limitó el curialismo universalista, por el mero hecho de que los cardenales representan a su país. Por otra parte, durante los siglos XIV y XV (y hasta en el XVI) el mismo papado y los cardenales urgieron para que se estableciera un curialismo lo más fuerte posible. En este sentido, pues, la evolución está marcada por dos tendencias que se combaten mutuamente, regateándose —por decirlo así— el precio y empujando en distintas direcciones.

 

Desde el siglo XI, el incremento del poder de los cardenales corrió parejo con el incremento del poder papal. Desde entonces los cardenales se organizaron también como colegio. La ley de 1059 sobre la elección del papa concedió a los cardenales el derecho decisivo de voto. La de 1179 les concedió el derecho exclusivo; en el período de sede vacante sólo ellos eran los depositarios del poder (es significativa la larga duración de las sedes vacantes a finales del siglo XIII). Entonces los cardenales ocupaban el puesto de la antigua burocracia pontificia en la administración político-económica y en el asesoramiento religioso-eclesiástico). Desde el siglo XII, y especialmente desde el siglo XIII, poseyeron también, y en cantidad notable, beneficios externos. Bajo el pontificado de Nicolás IV (1289) se les adjudicó la mitad de la mayor parte de los ingresos regulares de la curia romana. Un medio de mantener y aumentar este poder fueron también las capitulaciones electorales.

 

Desde entonces los papas tuvieron que contar, en lo eclesial, político y económico, con esta mayor influencia de los cardenales, y los cardenales, a su vez, constituyeron un importante factor incluso en los planes de las grandes potencias políticas. Por la evolución desde la segunda mitad del siglo XIII, bajo Bonifacio VIII y en Aviñón, ya sabemos cómo Francia fue el primer país que explotó todo esto a gran escala. En las facciones que se formaron entre los cardenales también se reflejó la oposición económica y política de las antiguas familias nobles, tanto la de los güelfos y gibelinos como la romano-francesa. En síntesis la hemos visto ya reflejada en la lucha de los Colonna, aliados con Felipe IV, contra Bonifacio VIII. El propio cisma de Occidente sólo fue posible gracias a estas fuerzas separatistas y centrífugas. El Renacimiento brindará una configuración radicalmente nueva; el colegio cardenalicio se convertirá en el colector de las grandes familias rivales: Róvere, Colonna, Orsini, Borgia, Farnesio, Médicis: el papado, con el simultáneo incremento y exageración de las exigencias económicas sobre toda la Iglesia, se convertirá en una dinastía principesco-territorial.

 

La gran línea del típicamente medieval universalismo del poder papal cambió de dirección y en adelante se orientó (en medida considerable) en un sentido egoísta y terreno.

 

10. La época de Aviñón tuvo también sus luces. Los méritos contraídos por sus logros económicos-financieros y sus realizaciones artísticas no pueden, ciertamente, iluminar el cuadro en lo esencial. Pues el papado, esencialmente, es una institución religiosa y no cultural. Y, además, su fuerte orientación por estos derroteros desembocó en el papado político-cultural del Renacimiento, que tantos daños ha causado a la Iglesia.

 

a) Pero, por otra parte, también hubo en Aviñón, como ya hemos señalado, una serie de papas que fueron hombres religiosos, ansiosos de reforma: Benedicto XII, Inocencio VI, Urbano V, Gregorio XI. Ante todo es consolador, desde el ángulo cristiano, que en esta época de egoísmos nacionales y sociales fuese la Iglesia la que con extraordinario cuidado se preocupase del bien material y espiritual de muchos cristianos que habían caído en manos de los infieles (misión en el próximo Oriente) y la que de distintas formas emprendiese la misión entre los paganos de la India, Asia central y China. En los siglos XIII y XIV fueron principalmente los franciscanos y los dominicos quienes, a través del Asia central, llegaron hasta los mongoles (Juan del Pian del Carpine, Guillermo de Rubruck) y, a través de la India, hasta la China (Juan de Monte Corvino, Odorico de Pordenone), y todo ello en calidad de enviados del papa y del rey.

 

b) El resultado global fue, por desgracia, totalmente negativo: el régimen de beneficios (con el fiscalismo) y el descontento por él provocado generó la disolución de las actitudes básicas medievales y preparó las modernas: una cierta nacionalización, debilitamiento del concepto de Iglesia en la conciencia de los pueblos. Esto supuso un progresivo alejamiento del papado de entonces y un robustecimiento del sistema — opuesto a Roma— de la Iglesia territorial. Efectivamente, el proceso de transformación, de suyo natural durante el necesario crecimiento de los pueblos, se convirtió ya en Aviñón en un movimiento desligado de la autoridad eclesiástica. La evolución, ciertamente, discurrió dentro de los límites del dogma de la Iglesia y en una fidelidad básica al papa como supremo maestro, pero, por otro lado, amparó, más aún, posibilitó los ataques dogmáticos contra el papado.

 

Mención especial merece otro peligro que, en el cisma, se presentará aún más amenazador. Dado que el papado —incluso considerado sólo en su aspecto histórico— es una representación esencial y sintética de toda la Iglesia, cualquier ataque contra el papado se convierte necesariamente en un ataque contra la Iglesia. Así, dado el curso de aquella evolución, el peligro latente creció innecesariamente y de modo sumamente amenazador. A lo que también se sumó la centralización cada vez mayor de todo el poder eclesiástico en la persona del papa. Este fue el precio que históricamente se pagó por la consecuente maduración del primado fundamentado en la designación de Pedro como piedra. Lo que hizo que innecesariamente llegara a ser tan amenazadora la evolución aquí descrita (y que luego proseguiremos) de la concentración del mayor poder posible en la persona del papa fue el hecho de que. en esta evolución también iba implícita la pretensión del poder sobre lo temporal, contra todo lo cual no sólo podía sino debía levantarse una legitima oposición. En Wiclef, por ejemplo, veremos cómo desgraciadamente todas estas tendencias se volvieron por sí mismas contra la esencia del primado.

 

§ 65. ULTIMA LUCHA ENTRE EL PAPADO Y EL IMPERIO. NUEVA CONCEPCIÓN DEL ESTADO INDEPENDIENTE

 

1. La caída de Bonifacio VIII y el exilio de Aviñón señalaron, efectivamente, el fin de la supremacía papal específica del Medievo. Ya hemos visto cómo, a pesar de todo, ninguno de los dos contrincantes renunció propiamente a sus reivindicaciones. Especialmente el papado, convertido en francés, intentó continuar imponiendo sus reivindicaciones universales frente al imperio. Esto es aplicable de modo especial a Juan XXII (1316-1334). Pero ya sabemos por qué, naturalmente, ni Enrique VII ni su sucesor Luis de Baviera (1314-1347) estuvieron dispuestos a renunciar a sus reivindicaciones de hegemonía sobre Italia precisamente durante este papado. A esto se añadió el hecho (como consecuencia de las controversias con Felipe el Hermoso) de que la nueva idea del Estado independiente triunfó: superficie de fricción bastante para llevar otra vez a la guerra a los entonces jefes del Occidente.

 

2. En esta lucha, de entrada, el papado se halló en una posición claramente desfavorable. Desfavorable no sólo por su debilidad política, sino por sus achaques internos. Buena muestra de ellos fue la llamada discusión teórica de la pobreza, bajo el pontificado de Juan XXII.

 

Para suavizar la tensión entre la corriente rigorista (espirituales) y la moderada en la orden de los franciscanos, se buscó una salida diciendo que el derecho de propiedad de los bienes donados a la orden pertenecía a la Santa Sede y que la orden sólo tenía el derecho de usufructo (§ 57). La corriente rigorista rechazó esta distinción como no genuina, lo que nuevamente dio ocasión a que Juan XXII publicase una bula contra los Vraticelli, denominación que entonces apareció por vez primera (1318). La idea de que Cristo y los apóstoles poseyeron bienes personales y comunes ya había sido rechazada por toda la orden, en el Capítulo general de Perusa (1322), como doctrina no católica; renunció al derecho de propiedad de la Santa Sede sobre el patrimonio de la orden y declaró herética la frase: «Cristo y los apóstoles no tuvieron ningún derecho de uso sobre las cosas necesarias»; esto provocó una fuerte tensión entre él y los franciscanos. Con no poco trabajo se consiguió la sumisión de la mayoría de la orden. Pero una considerable minoría, entre la que se encontraban las cabezas directivas, no vaciló en acusar al papa de herejía. Tres importantes miembros de la orden, entre ellos el general Miguel de Cesena y Guillermo de Ockham (§§ 62, 68), se acogieron a la protección del enemigo del papa, Luis de Baviéra (1328). Con ello, la controversia interna «franciscanos-papa» se convirtió en un factor de la trascendental lucha entre el papa y el emperador.

 

3. El anciano Juan XXII, de recta moral personal, pero de natural dominador y financiero, quiso restablecer el poder pontificio en Italia. Al designar Luis de Baviera vicarios imperiales para Italia, entró en lucha con él, lucha que el emperador prosiguió hasta su muerte (1347), incluso en los siguientes pontificados. El papa Juan mantuvo las mismas anacrónicas reivindicaciones de Bonifacio VIII. Luis se había atribuido la autoridad suprema en Italia sin haber sido coronado emperador. Cuando Juan XXII le suspendió por esta causa, Luis declaró a su vez que el papa había sido ilegalmente elegido y apeló a un Concilio General, como única representación de toda la Iglesia, y a un futuro papa legalmente elegido (apelación de Sachsenhausen [1324]). Luis fue excomulgado inmediatamente y a su territorio se le aplicó el interdicto (1324). La respuesta del bávaro fue la «deposición» del papa, decidida en una asamblea del «pueblo romano», por herejía (relacionada con su declaración sobre la pobreza de Cristo), la exaltación de un espiritual como antipapa (Nicolás V [1328-1330, † 1333] fue el último antipapa imperial) y la coronación de su propia persona de manos del antipapa (1328). Como en otros tiempos Felipe IV, también ahora Luis encontró aliados entre el clero y entre los seglares que defendieron su causa contra el papa (el canciller de Luis, Ulrico el Salvaje).

 

Por su parte, el papa condenó al emperador como hereje y predicó la cruzada contra «ese bávaro». La gran lucha papa-emperador había sobrepasado sus límites, agotándose radicalmente en el uso de los medios. El imperio era un mero título y las respectivas reivindicaciones papales sólo eran reminiscencias. Ni el emperador estaba en condiciones de quebrantar definitivamente la posición eclesiástica del papa ni éste la situación política del emperador. Los antiguos esquemas ya no se ajustaban más que a medias a la nueva situación. Y los medios del poder eclesiástico, pese a la integridad personal del papa, estaban excesivamente gravados por categorías mundanas.

 

Cuando el rey francés, muerto ya Juan XXII, logró impedir un tratado de paz entre la curia y Luis de Baviera, los príncipes electores (de Maguncia, Tréveris, Colonia, Palatinado, Sajonia, Brandeburgo, Bohemia), reunidos en la Unión electoral de Rense (1338), declararon que el rey alemán elegido por ellos no necesitaba ningún tipo de confirmación ulterior. Para nada se mencionó al papa: la soberanía papal del Medievo había desaparecido definitivamente. Fue sin más abandonada, lo mismo que en otro tiempo, en las leyes reguladoras de la elección papal, los derechos imperiales alemanes habían sido simplemente relegados. Pero los verdaderos actores no fueron ni el rey ni el emperador, sino los poderes particulares. Simultáneamente, pues, el poder de la monarquía alemana había disminuido notablemente y, en cambio, el de los príncipes electores particulares había aumentado.

 

4. La decisión de Rense significó para Alemania (esta idea ya se había impuesto en Francia y en Inglaterra)[21] la victoria de la convicción de que el poder político nacional era efectivamente independiente del papa. La última etapa de esta evolución fue la «Bula de Oro» de Carlos IV (1356), en la que fueron elevadas a ley del imperio las decisiones del año 1338, que rechazaban tácitamente las reivindicaciones papales. Ya conocemos los antecedentes de esta nueva idea del Estado (la idea imperial de los Hohenstaufen; el concepto del Estado de Federico II; las teorías de Felipe el Hermoso y de sus «legistas»)[22]. Su desarrollo científico quedó plasmado tanto en los escritos polémicos político-sociales de Ockham, que se había refugiado en la corte de Luis (y que había calificado de hereje al papado de Aviñón, cf. § 67), como en el escrito Defensor pacis, compuesto por dos antiguos profesores de París que en 1327 también se habían acogido a Luis de Baviera: Marsilio de Padua y Juan de Jandún.

 

Como quiera que se enjuicie el efecto producido por este libro y el de los escritos político-eclesiásticos de Ockham, en el desarrollo de la historia del espíritu uno y otros tuvieron un significado revolucionario. Defensor pacis defendía no solamente la legítima idea de un Estado independiente, sino también su poder absoluto en cuestiones eclesiásticas; no solamente la inmediata procedencia divina del cargo de obispo, sino que los obispos tienen el mismo poder directo de Cristo que el papa y que el Concilio ecuménico (¡convocado por el poder temporal!) es la suprema instancia de la Iglesia. La funesta semilla de este libro no germinó, sin embargo, antes de los siglos XV y XVI: fue la base de la teoría conciliar (§ 66); las ideas que en él se desarrollan constituyeron luego las principales armas de los reformadores en su lucha contra el papado. Mucho más tarde, los mismos pensamientos siguieron alentando en el galicanismo, josefinismo y febronianismo.

 

La gran lucha tocaba realmente a su fin. Pero no se halló ninguna solución. Había fracasado la idea papal típica de la alta Edad Media. El Estado respondió con una reacción hostil e intentó apoderarse de la Iglesia: el pensamiento se torna en parte herético.

 

¿La responsabilidad? Es múltiple. Pero también se debe a que durante mucho tiempo la ideología hierocrática había sido en exceso el modelo de la curia romana.

 

§ 66. EL CISMA DE OCCIDENTE

 

1. El ardiente deseo de la cristiandad de que el papa regresara a Roma se vio, por fin, colmado. Además, en la elección del sucesor de Gregorio XI fue escogido un italiano (de Nápoles): Urbano VI (1378-1389), de rigurosa moral personal, celoso de la reforma, contrario al sistema aviñonés y destacado impugnador de la simonía, pero desgraciadamente también un extremoso representante de la idea del poder papal, que él entendía, a pesar de los grandes cambios de la conciencia eneral, sencillamente como ilimitado (incluyendo el derecho de deponer a todos los reyes y príncipes)[23].

 

a) Pero se demostró que el exilio de Aviñón había afectado hasta la medula la estructura eclesiástica: el partido aviñonés, o sea, el partido de los cardenales franceses, siguió existiendo. Y fracasó en la primera prueba de resistencia que tuvo que soportar. Es cierto que en tal fracaso hay que tener en cuenta la elección no del todo irrepochable del nuevo papa (los romanos, desconfiando del cónclave, en el cual los franceses tenían la mayoría de los dos tercios, presionaron a los cardenales), su impetuosa ambición de poder político y sus arrebatadas exigencias de reforma a los cardenales. Mas no por eso deja de ser cierto que la culpa principal fue de los cardenales franceses, por su insuficiente sentido de la responsabilidad: desconsideradamente, aunque se trataba de la cuestión más importante de la vida de la Iglesia (la unidad), pospusieron el bien de la colectividad a sus deseos personales y nacionales. En Aviñón está la raíz del cisma de Occidente.

 

Como estaban descontentos (por muchos motivos, todos egoístas) con el papa, reconocido incluso por ellos durante más de tres meses, declararon nula su elección y en el mismo desdichado año de 1378 nombraron antipapa a Clemente VII (1378-1394), emparentado con la casa real francesa. Bajo escolta militar Clemente marchó a Aviñón, donde se habían quedado algunos cardenales y parte de las autoridades curiales. Reorganizó la curia y nombró nuevos cardenales. Algunos cardenales más se separaron de Roma y se pusieron de su lado. Así surgió la nueva curia de Aviñón.

 

b) Dos papas estaban ya uno frente a otro. Enrique IV, Barbarroja, Federico II, Felipe IV y Luis de Baviera, desde mucho tiempo atrás, habían habituado funestamente a la cristiandad a la figura de un antipapa (con el pretexto de que el papa romano era hereje). Ockham había defendido incluso la tesis de que en la Iglesia podían existir perfectamente varios papas, independientes unos de otros (lo que en la práctica significaba la destrucción de raíz de la unidad de la Iglesia). Pues bien, ahí estaba la prueba como ejemplo. Los españoles se unieron a los franceses.

 

A su muerte, ambos papas tuvieron sucesores. La cristiandad se dividió en dos obediencias papales prácticamente iguales, una romana y otra aviñonesa[24]. La decisión de cada uno de los países se hizo más bien por motivos políticos: del lado de Aviñón estaban el monarca francés, Saboya, Escocia, Nápoles, Navarra, Aragón, Castilla, partes del oeste y noroeste de Alemania y casi todos los territorios de los Habsburgo. La Sorbona, dada su estructura internacional y la fidelidad de los profesores alemanes, permaneció del lado de Urbano, hasta que el rey de Francia les obligó a aceptar Aviñón. Y de obediencia romana eran: el Estado pontificio, el norte de Italia, la mayor parte del imperio, Inglaterra, Dinamarca, Noruega. Pero dentro de estas obediencias surgieron las más desconcertantes escisiones y, en consecuencia, continuas luchas por los cargos y prebendas de la Iglesia. Hasta en el seno de los obispados, abadías, parroquias e incluso familias se enfrentaban los partidarios de ambos papas. La confusión fue indescriptible y hubo no pocas dudas de conciencia, porque al final apenas nadie sabía quién era el papa legítimo. San Vicente, por ejemplo, se adhirió al papa de Aviñón; santa Catalina de Siena a Urbano. El cisma también trajo como consecuencia enormes gravámenes económicos para la cristiandad: había dos curias pontificias que mantener. Esto acrecentó la exasperación y la antipatía hacia el papado; tanto más cuanto que algunos papas, como Bonifacio IX (1389-1404), a pesar del ansia de unidad que rápidamente creció por todas partes, cristalizando en diversas propuestas para terminar con el cisma, no hicieron nada por evitarlo. Antes bien, los dos papas se dedicaron a excomulgarse y lanzarse recíprocamente el entredicho (naturalmente, las sanciones eclesiásticas acabaron perdiendo toda su fuerza). La Iglesia parecía que iba a partirse en dos. Jamás había tenido que soportar tan pesada carga.

 

Pero lo que ninguna institución humana hubiera podido lograr, esto es, darse la vida a sí misma (pues la unidad es la vida de la Iglesia), la Iglesia lo consiguió.

 

2. En las curias no se podía disimular, tanto menos cuanto más tiempo pasaba, lo desesperado de la situación y la urgente necesidad. Se decidió proceder contra los abusos como causa de la división. Es innegable que muchas veces la lucha contra los abusos en la curia se llevó a cabo por crasos motivos egoístas, políticos y financieros. Pero, también hay que subrayar que entonces se despertó un auténtico anhelo de unidad y un deseo de verdadera reforma en la Iglesia, en la cabeza como en los miembros. La salvación únicamente podía venir, también esta vez, del interior de la misma Iglesia (cf. § 45).

 

a) En los innumerables escritos que entonces trataron de la calamitosa situación y de la necesidad y posibilidades de una reforma en la cabeza y en los miembros (cuartel general de las discusiones fue la Universidad de París) afloraba más y más la idea, ya conocida por el tratado Defensor pacis, de que un concilio general, como suprema instancia de la Iglesia, era el medio adecuado de restablecer la unidad. Es cierto que esta proposición era, según los casos, expresión de la preocupación por la Iglesia o, viceversa, expresión de una actitud revolucionaria. Mas la exigencia como tal tenía muchas raíces históricamente harto justificadas.

 

Cuando la situación se hizo insoportable y la obstinación de los papas demostró ser cada vez más escandalosa[25], los dos partidos de los cardenales acabaron reuniéndose en Livorno y decretaron un Concilio General en Pisa.

 

b) Este concilio (1409) resolvió el problema de la unidad del papado deponiendo como cismáticos y herejes a los dos papas reinantes, Gregorio XII y Benedicto XIII, y eligiendo a Alejandro V (1409-1410), de origen griego[26].

 

El observador debe hacer un alto y darse cuenta de la monstruosidad de los hechos. Un concilio general depone al papa y al antipapa y los acusa a ambos de cismáticos y herejes.

 

Pues bien, entonces se vio cuán hondo calaban las raíces del mal. Ninguno de ellos cedió: en vez de dos papas hubo tres (residentes en Roma, Aviñón y Bolonia).

 

Cuando Alejandro V tuvo un sucesor en Juan XXIII[27] (1410-1415), persona nada adicta a la Iglesia (aunque había sido elegido por los cardenales anteriormente reunidos en Pisa), el clamor por un nuevo concilio se hizo más insistente. Obligado por las necesidades políticas, Juan XXIII entabló negociaciones con Segismundo, rey de Alemania (hasta poco antes [1411] había habido otros tres reyes alemanes). Y una vez más el Imperio alemán se acreditó como supremo protector de la Iglesia. Segismundo logró arrancar al papa Juan XXIII el consentimiento para un concilio general en una ciudad alemana —Constanza, junto al lago del mismo nombre— y, cuando el concilio amenazó con disolverse por la indigna huida de este papa, consiguió mantenerlo reunido. A Segismundo corresponde el mérito de que la Iglesia recuperase la unidad.

 

3. El Concilio de Constanza (1414-1418) fue uno de los más brillantes de la historia de la Iglesia y una verdadera expresión del Occidente cristiano. Es cierto que en Inglaterra, y especialmente en Bohemia, las doctrinas heréticas nacionalistas habían abierto grandes grietas en la unión cristiana de Occidente, pero la unión en su conjunto permanecía intacta.

 

El concilio (aparte la extirpación de la herejía husita) tenía la doble misión de la unidad y de la reforma. Nuevamente sólo se resolvió la primera: Juan XXIII (de la serie de Pisa) y Benedicto XIII (Aviñón) fueron depuestos, Gregorio XII (de Roma) se retiró voluntariamente, después de que el concilio accediese a ser convocado nuevamente en su nombre. Entonces tenía ya noventa años de edad, mas aún vivió dos años como cardenal-obispo de Porto. Fue elegido el cardenal Otón Colonna, que tomó el nombre de Martín V (1417-1431).

 

El Concilio de Constanza, en su quinta sesión, había proclamado el principio de la superioridad del concilio sobre el papa (teoría conciliar): el sínodo de Constanza, como legítimo concilio general, recibe su poder inmediatamente de Dios, y todo el mundo, incluso el papa, está obligado a obedecerle. Entonces, sin duda, los jefes más influyentes del movimiento (conciliarista) eran moderados. Obraron así por reconocer que la necesidad del momento exigía, en aquel caso particular, este camino extraordinario. Pero aun así el principio es erróneo y contradice la estructura de la Iglesia, tal como la quiso Dios. Cuando el papa Martín dio su confirmación a los decretos del concilio, eliminó esa frase. Había conocido los peligros del conciliarismo. Muy de mala gana se dejó arrastrar a la convocatoria del nuevo concilio, que ya estaba decidido en Constanza. Al fin se reunió en Basilea (1431-1438 [1449]). El Concilio de Constanza y mucho más el de Basilea estuvieron subdivididos por naciones. (Este «nacionalismo» quedó muy patente, por ejemplo, en un decreto de Constanza, en el que se fijaba que el número de cardenales no podía ser superior a veinticuatro y debía repartirse proporcionalmente según las distintas naciones). Aparte los obispos y abades, también los teólogos y canonistas tuvieron derecho a voto. Ambas cosas, junto con la teoría conciliar, denotaron nuevamente tendencias disolventes de importantes factores medievales. Conceptos nacionales y «democráticos» (o también parlamentarios) trataron de introducirse subrepticiamente en la organización interna de la jerarquía, modificando su estructura. Pero tenían que fracasar ante la institución divina de la Iglesia, no porque la mayor acentuación del elemento «colegial» fuera un intento ilegítimo, sino porque el conciliarismo no dejaba verdadero lugar al primado. La Iglesia no es un parlamento donde gobierna la mayoría. El hecho de que el concilio reformista de Basilea tuviera tan poco éxito, indudablemente es culpa de su «constitución» hiperdemocrática. Esta se hizo patente cuando una minoría se negó a hacer el traslado dispuesto por el papa, primero a Ferrara y luego a Florencia, y también cuando el concilio, convertido ya en cismático, designó un antipapa (el último), Félix V, duque de Saboya (1439-1449). No hay que olvidar, ciertamente, que también fue responsable de ello la postura rígida del papa, que había creado una tirantez estéril respecto al concilio.

 

Desgraciadamente, ni Martín V ni los dos concilios consiguieron nada efectivo para la reforma de la Iglesia, tan necesaria como urgente. El egoísmo de los diferentes países y estamentos, en lucha recíproca, hizo prácticamente imposible todo tipo de mejoramiento efectivo.

 

4. Martín V es el último papa claramente medieval. Su sucesor Eugenio IV (1431-1447), un ermitaño de san Agustín, debido a sus diez años de residencia en Florencia mantuvo vivo contacto con la cultura del Renacimiento, que por entonces ya había florecido allí. Con él entró el Renacimiento en Roma, donde sirvió para fomentar las nuevas formas culturales allí aparecidas, ejerciendo gran influencia sobre la curia pontificia.

 

Eugenio IV intentó una vez más la unión con el Oriente. En el Concilio de la Unión de Ferrara-Florencia (1437-39), adonde fue trasladado el Concilio de Basilea, se presentaron como representantes de la Iglesia griega el emperador Juan VIII y su patriarca, así como delegados de los patriarcas de Antioquía, Alejandría y Jerusalén; estos griegos se unieron con Roma en 1439, para obtener así la ayuda del Occidente contra los turcos. Pero el pueblo griego rechazó la unión. Como la esperada ayuda militar tampoco llegó —sólo Venecia envió tropas—, el acuerdo quedó en papel mojado. El sucesor de Juan, Basileus Constantino XI (1448-1453), intentó una vez más salvar su imperio con la ayuda del papa, pero Nicolás V (1447-1455) no consiguió entusiasmar para la nueva cruzada al emperador alemán (Federico III) ni a los demás príncipes. En 1453 Constantinopla fue conquistada por los turcos, cayó Constantino XI, último emperador romano de Oriente, y el imperio oriental dejó de existir. Tocó a su fin una época grande y rica (a pesar de todo su confusionismo) de la historia de la Iglesia, una época que ha tenido gran importancia, y no sólo negativa, para el Occidente. Desde entonces sólo en Rusia subsiste una Iglesia libre de rito griego.

 

La caída de Constantinopla demostró a su vez que la Iglesia oriental no era una Iglesia de combate, sino de resignación (posiblemente a causa de su profunda dependencia, más bien opresión, por parte del imperio). He aquí un dato característico de la Iglesia oriental: en aquel terrible mayo de 1453 algunos fieles combatieron valerosamente, pero en su mayoría acudieron en masa a la Hagia Sophia, para esperar allí, en oración, la ayuda de los ángeles. La caída «fue una prueba de Dios... de que el Imperio de los romanos debía sufrir la más extrema calamidad...» (informe atribuido a Georgios Sphrantzes, cf. tomo II).

 

5. Los que salieron ganando del cisma de Occidente fueron los poderes políticos. Lo poco de teoría y práctica político-universal que aún quedaba en Occidente se había tornado radicalmente egoísta y mundano.

 

Aparte de esto, la actitud antieclesial o anticurial era lo más natural. Los Estados, que durante el cisma habían adoptado posturas políticas, hicieron lo mismo respecto a la aplicación de las reformas conciliares, especialmente las del Concilio de Basilea. Sólo que ahora, por desgracia, la idea conciliar había penetrado peligrosamente en el campo de la constitución de la Iglesia y, consiguientemente, de la doctrina. Por eso tenemos aquí un modelo y un preludio de las decisiones «confesionales», basadas en la política, durante la Reforma. En todo caso, ya no se volvió a hablar de derechos de soberanía del papa frente al imperio o Francia o Inglaterra. El estado de la cuestión, a diferencia de la alta Edad Media, se había vuelto completamente a favor de los poderes políticos: Inglaterra ya se había arrogado mediante una legislación propia lo que se exigía en Basilea; Francia se aseguró sus privilegios galicanistas con la «Sanción Pragmática» de Bourges (1438). Los príncipes electores alemanes tomaron una posición neutral; a pesar de la «aceptación de Maguncia» (1439) no lograron cimentar jurídicamente sus derechos en la jurisdicción del Estado, tanto menos cuanto que el legado pontificio Eneo Silvio Piccolomini[28] consiguió hacer saltar la unión de príncipes electores. Se llegó, no obstante, a los «Concordatos de los príncipes» (1447), en los cuales las concesiones al papa —gracias a una cláusula— quedaban reducidas a pura ilusión teórica, con lo que de hecho, y con la ayuda del papa, la iglesia territorial alemana quedó fortalecida.

 

En estos múltiples arreglos políticos el gran perdedor fue la reforma de la Iglesia, que era precisamente el objetivo que se habían impuesto los de Basilea.

 

Con Nicolás V (1447-1455), sucesor de Eugenio, entramos de lleno en la época del Renacimiento. Que había finalizado la Edad Media lo demuestra la caída de Constantinopla, ocurrida durante este pontificado.

 

§ 67. HEREJÍAS NACIONALES. WICLEF. HUS

 

1. Si bien el cisma de Occidente conservó sustancialmente la unidad de la Iglesia sacramental, visible y estructurada jerárquicamente bajo la cabeza suprema del papa, no hay que olvidar que la unidad de la Iglesia se vio con el cisma extraordinariamente amenazada y debilitada. Por decenios enteros fue prácticamente imposible aun a los mejor intencionados, incluso a los santos, demostrarse convincentemente a sí mismos y a los demás dónde estaba la verdadera Iglesia, dónde estaba legalmente su cabeza suprema, si en Aviñón o en Roma. En ese sentido el cisma partió amenazadoramente en dos la Iglesia de Occidente.

 

Mas el problema de la unidad de la Iglesia no era más que una parte de una cuestión más amplia, para solventar la cual se trabajaba ya desde Inocencio III, y que durante el siglo XIV se convirtió en algo urgentísimo: la cuestión de la reforma en general. Como ya hemos dicho, no se solucionó ni en Constanza ni en Basilea debido al egoísmo de los cardenales y de las fuerzas políticas. Quedó absolutamente sin resolver. Sí; es preciso preguntarse otra vez si la cuestión podía siquiera tener solución, mientras no fuesen vencidas (por lo que toca a la Iglesia y a la curia) las tendencias hierocráticas heredadas de la alta Edad Media, tan gravadas por la política. O preguntémoslo así: ¿entraba en el terreno de lo posible tal superación, es decir, una reforma total, que hubiera modificado la estructura histórico-temporal de la Iglesia? En vista de la disgregación de las fuerzas intraeclesiales y en vista del endurecimiento de las relaciones entre la Iglesia y los poderes políticos, la contestación sólo puede ser negativa. Y así es cómo entrará el papado en el Renacimiento, que en principio bien pudiera parecer, por su extraordinario impulso, una salida, pero que en realidad se convirtió en un peligroso desvío.

 

Fue una desgracia. Pues dado que los hombres de la Iglesia no se dedicaron a arrostrar la verdadera reforma con los sacrificios que exigía, sino que la corrupción acreció aún más en el Renacimiento, vino otra reforma, que constituyó el más fuerte ataque a la Iglesia: la escisión de la fede Occidente, la Reforma protestante.

 

2. Nuestras anteriores consideraciones sobre la vida eclesial desde finales del siglo XIII nos llevan a la conclusión de que muchos elementos de la vida de la Iglesia y de la teología que la sustentaba o interpretaba ya no correspondían, o no correspondían por entero, a la idea católica de la armonía, ciertamente llena de tensiones, pero todavía equilibrada. Hubo muchas exageraciones (positivas y negativas) y hubo debilidades religioso­eclesiales peligrosas y falta de fuerza creadora.

 

En el campo de la teología habíamos encontrado a Ockham y Marsilio de Padua, cuyas opiniones teológicas en no pocos puntos, incluso esenciales, no podían considerarse plenamente católicas. Pero ambos fueron superados por dos eclesiásticos, que anticiparon algunas tesis de la Reforma: Juan Wiclef y Juan Hus, de los que luego hablaremos.

 

A su lado hubo otros teólogos que no quisieron aceptar la vida relajada de los príncipes de la Iglesia ni su régimen de beneficios; de buena fe persiguieron la interiorización cristiana, pero cayeron en un peligroso espiritualismo, en el cual Lutero creyó reconocer más tarde su propio espíritu. La confusión del gran cisma y de las teorías propuestas para su solución había destruido de tal modo la seguridad del concepto de Iglesia que, por ejemplo Wessel Gansfort († 1489, en Groninga), educado entre los «hermanos de la vida común» en Zwolle, llegó a negar a los concilios la infalibilidad y a la Iglesia el poder legislativo; no obstante, permaneció hasta su muerte sin ser molestado. En Juan Puper von Goch († 1475, en Malinas), el concepto de la libertad cristiana asumió un papel peligrosamente acentuado. El y Juan Rucherat de Wesel (= Oberwesel, cerca de St. Goar [† 1481]) únicamente admitieron la sagrada Escritura como fuente de fe, y el último redujo considerablemente el poder espiritual del papa (también en relación con las indulgencias, que él, empleando una expresión ya conocida desde el siglo XIII, llamó «engaño piadoso»), negó la transustanciación y el pecado original y rechazó el celibato. Este hombre, como maestro, doctor en teología y rector de la Universidad de Erfurt (hasta 1460), influyó en la escuela donde se formó Lutero[29]. Juan de Wesel tuvo conflictos con la Inquisición por causa de su doctrina. Y he aquí un dato significativo de la inseguridad teológica de la época: Juan de Wesel pudo de algún modo superar el primer choque, perdió luego (tras una actividad de catorce años) su cargo de canónigo magistral de Worms (fue depuesto por el obispo), pero fue llamado poco después a Maguncia y ocupó el mismo cargo de magistral. En 1479 compareció por segunda vez ante el tribunal eclesiástico (debido a sus relaciones con los husitas de Bohemia), tuvo que abjurar sus errores públicamente en la catedral y fue sentenciado a cárcel perpetua.

 

3. Se advierte a la primera cómo aquí se manifiesta un tipo de teología y una atmósfera de crítica que ya saben a «reforma». No obstante, los tres teólogos mencionados sólo pueden llamarse «prerreformadores» con cierta reserva; este nombre es plenamente aplicable a los dos hombres de quienes vamos a tratar. Las doctrinas heréticas de Juan Wiclef en Inglaterra y, aunque menos radicales, las de Juan Hus en Bohemia, son los más importantes y funestos prolegómenos de la Reforma que conocemos. Su nota distintiva, como signo de los nuevos tiempos que se avecinaban, era su colorido nacional; especialmente en Hus este elemento constituyó uno de los factores más esenciales de su trabajo, de su pensamiento y de su lucha. Para sus consecuencias en aquel tiempo como para sus repercusiones históricas hasta hoy esto es esencial. No quiere decir que la doctrina de Hus no tuviera partidarios alemanes y enemigos checos. Pues lo decisivo fue su contenido. Su fuerza residía en su seriedad religiosa, tanto para criticar a los prelados ricos o las peligrosas formas de piedad superficial[30] como para exigir una Iglesia completamente desligada de lo temporal. La tendencia general es espiritualista y bíblica.

 

4. La oposición, desatada en Inglaterra contra la intervención de Inocencio III en los bienes de la Iglesia inglesa, creció en el siglo XIV con el aumento de la conciencia nacional-inglesa y con los grandes gastos que la Guerra de los Cien Años (desde 1339) hizo necesarios para el propio país[31]. En 1366 el Parlamento retiró al papa el impuesto feudal.

 

a) A esta oposición anticlerical y antirromana el predicador y pro­fesor Juan Wiclef († 1384) le dio una base científica. Esto le proporcionó el éxito. Su principal obra fue el Trialogus, escrita años más tarde, después de ser condenado por la Iglesia. Wiclef hizo suya la antigua exigencia de interiorización religiosa de la Iglesia y de sus jefes. Enseñó que la Iglesia no tiene ningún derecho al poder y a los bienes terrenos, que el Estado puede juzgar a la Iglesia. Esta crítica, al principio más bien político­eclesial, le condujo paulatinamente (también influido por el escándalo, malestar y posibilidades del gran cisma) a un concepto erróneo de la Iglesia: la Iglesia es invisible; su única cabeza es Jesucristo. El destino eterno de la humanidad está fijado por la predestinación. Los hombres están predestinados al cielo o al infierno. Consiguientemente no hacen falta ni el monacato, ni las indulgencias, ni la confesión. La Biblia es la única fuente de la fe. Con ella basta. Wiclef destruyó el concepto de sacramento (rechazando con ello el sacerdocio especial) y acabó negando la transustanciación: pan y vino se convierten sólo espiritualmente en el Cuerpo y la Sangre del Señor.

 

La Iglesia no puede en absoluto influir (con las misas por los difuntos) en el más allá. El celibato (que no es bíblico), las indulgencias, la confesión, la veneración de los santos, reliquias e imágenes, junto con las peregrinaciones, no son cristianos. Todos los impuestos que percibe la curia son simonía. El papado es innecesario, más aún, es cosa del anticristo. (¡Se palpa el parentesco, incluso la identidad, con las doctrinas reformadoras!).

 

b) Estos conceptos dogmáticos guardaban íntima relación con las reivindicaciones económicas nacionales. La crítica de Wiclef al régimen de beneficios de la curia pasó de este punto de partida práctico y concreto a la impugnación dogmática. Para comprender cómo la crítica dogmática pudo surgir y, más tarde, surtir efecto, es preciso no olvidar que, en general, la crítica de los abusos siempre se aproximaba a las cuestiones fundamentales. La pérdida del respeto del papa a raíz de las acusaciones de «anticristo» y «hereje» desempeñó aquí un papel muy principal. Es cierto que estas expresiones no siempre fueron sopesadas con precisión. Pero sus efectos se hicieron sentir claramente en el cisma, cuando un papa tachó de «idolátrica» la misa del otro. También en el reproche, tan a menudo repetido en el siglo XV, de que las indulgencias son una señal del anticristo (cf. representaciones escénicas del anticristo), hallamos claros ecos del tono que luego se oirá en Calvino y Lutero.

 

5. La predicación de Wiclef halló amplio eco en todos los estratos de la población, incluso entre la nobleza y en la corte. Es cierto que (a finales de los años sesenta) hubo una condena romana y en 1381 otra condena inglesa de su doctrina, pero Wiclef no fue molestado personalmente. A todo esto, ya en 1381 se hizo responsable a su doctrina (y a sus partidarios los Lollardos) de la sublevación de los campesinos. A comienzos del siglo siguiente comenzaron las persecuciones con la colaboración de la Inquisición. Entonces se creyó prestar un servicio a la verdad desenterrando los huesos de Wiclef y quemándolos (1427)[32]. Todo esto, sin embargo, debe verse en relación con las consecuencias remotas, históricamente decisivas a la par que sumamente peligrosas, de la doctrina de Wiclef en Bohemia (que acababa de entrar en relación con Inglaterra por medio de un matrimonio real).

 

a) También en Bohemia, en el siglo XIV (bajo los Luxemburgos), la vida nacional había alcanzado un alto nivel, tanto política como culturalmente. En la cuestión de la reforma de la Iglesia, la conciencia nacional checa, de la mano de la obra de Juan Hus, tuvo unas repercusiones funestas.

 

La vida entera de Juan Hus (nac. hacia 1370 en Husinec) estuvo estrechamente vinculada a Praga y muy en especial a su universidad. Toda su vida perteneció a ella; en ella realizó sus estudios, en ella fue maestro, profesor, predicador y rector, y en estas funciones siempre fue un representante del pensar y sentir checo.

 

Su parentesco espiritual con Wiclef[33] fue su destino. En 1403, en la universidad, protestó contra la condena de cuarenta y cinco tesis de Wiclef, promovida por la mayoría alemana en la universidad. En 1408 tuvo que hacer entrega de los escritos de Wiclef.

 

La lucha de checos contra alemanes en la universidad acabó provocando un cambio estructural de los votos a favor de los bohemios, lo que en 1409 fue causa de la salida de los profesores alemanes (y de la fundación de la Universidad de Leipzig) y de la victoria de las tendencias checas, siendo su principal exponente el maestro y, sobre todo, el predicador Hus.

 

Ya en la gran capilla de «Belén», fundada para la predicación checa, él, elocuente y enérgico predicador de la reforma, había atacado duramente al clero (la riqueza y la vida poco espiritual de los prelados alemanes), hallando profundo eco entre los oyentes. Esto, junto con sus opiniones docentes, produjo un enfriamiento de las relaciones con su arzobispo, quien presentó su caso ante Alejandro V. Nuevamente asistimos aquí a un suceso muy ilustrativo de la situación teológica de la Iglesia: contra la bula (1410) que le exigía la entrega de los escritos de Wiclef y la retractación de todos los errores y limitaba su actividad predicadora apeló Hus ante el nuevo Juan XXIII, a quien podía informar mejor[34]. A pesar de la excomunión del arzobispo, Hus continuó predicando y no atendió la citación ante el juez de instrucción papal; a la excomunión de Juan XXIII respondió, entre otras cosas, predicando contra la cruzada decretada por éste contra Gregorio XII, contra el mismo papa y contra la simonía.

 

b) Debemos tener presente cómo nuevamente la actividad política de la curia contribuyó, en parte, a empeorar la situación religiosa de la Iglesia. El papa, en efecto, predicó su «cruzada» para acabar con las controversias sobre el trono de Sicilia según sus deseos. En Bohemia hubo desórdenes, así como ejecuciones de jóvenes, que fueron venerados como santos mártires por Hus y por el pueblo. La gran excomunión posterior, con interdicto anejo, hizo que Hus buscara amparo en el castillo de los Caballeros Kozi-Hvadek en Tabos, donde en el año 1413 escribió su principal obra De la Iglesia.

 

El rey Segismundo, que quería ser rey de Bohemia, trató de acabar con los desórdenes y la creciente división (que ya había traspasado las fronteras). Por iniciativa suya, Hus fue a Constanza en el año 1414 para «dar testimonio de Cristo y de su ley» ante el concilio. En seguida fue arrestado. En la recopilación del material sobre su caso y en las negociaciones tomaron parte, entre otros, los eminentes cardenales Gerson, D'Ailly y Zabarella (en actitud complaciente). Tras una segunda interrupción del proceso y después de tres días de interrogatorios públicos en presencia del emperador en la catedral fue condenado como hereje e, inmediatamente después, quemado; sus cenizas fueron esparcidas en el Rin (1415).

 

Que esto sucediera pese al salvoconducto imperial podrá justificarse desde el punto de vista jurídico-formal, pero no deja de ser un acto lamentable, penoso, terrible y funesto. No cabe duda alguna del fervor piadoso ni de la profunda fe personal de este hombre de moral intachable.

 

6. Hus no sólo estuvo profundamente influido por la doctrina de Wiclef, sino que la siguió literalmente en muchas cosas, también en su obra más influyente De la Iglesia. Al contrario de muchos que posteriormente apelaron a Wiclef (también no creyentes, que aprovecharon su reputación para su lucha contra la fe, la Iglesia y la autoridad), Hus no admitió en absoluto las herejías wiclefianas. Mantuvo, sobre todo, el concepto católico de sacramento, que incluso ganó en su movimiento en importancia esencial.

 

a) La doctrina de Hus sobre la Iglesia y sobre el papa no era católica[35] y, sin embargo, tampoco era tan conciliarista como la de los jueces que le condenaron en Constanza (Paul de Vooght).

 

Junto con algunos residuos valdenses de tiempos anteriores, también la devotio moderna de los checos (§ 70) se integró en el movimiento «husita»; de ahí los notables contrastes en expresiones aisladas de los husitas y la posterior descomposición en grupos contradictorios.

 

El destino de su jefe exasperó a los bohemios. El movimiento checo, apoyado por gran parte de la nobleza, del pueblo y de la corte, creció extraordinariamente y exigió una organización nacional de las relaciones eclesiásticas. Una de las exigencias principales, la comunión bajo las dos especies, hizo que el cáliz de los laicos se convirtiera en símbolo del movimiento[36].

 

Aparecieron entonces tendencias muy radicales y extremistas, en las que además de la herejía de Wiclef confluyeron peligrosas ideas de Joaquín de Fiore y elementos socialistas: he ahí el típico cuadro del sectarismo nacional-apocalíptico-socialista anterior a la Reforma.

 

El husitismo creó una situación nunca vista en el Occidente, tanto que nadie jamás la hubiera podido ni imaginar[37]. Los cátaros y los más importantes movimientos de los valdenses sólo habían estado apoyados por grupos aislados; ahora todo un pueblo se levantó contra el resto compacto de la cristiandad occidental y en parte salió vencedor. Después que Segismundo fue rey, tuvieron lugar las sangrientas luchas de los husitas, en las que el fanático espíritu nacionalista checo, tras una brillante defensa, pasó incluso al ataque de los países vecinos.

 

b) En el Concilio de Basilea, a los husitas moderados se les concedió la comunión bajo las dos especies, a condición de que también reconocieran la presencia real de Cristo en la sola especie del pan. Ya con anterioridad el movimiento se había separado de dos partidos claramente hostiles, el uno de tendencia moderada, el otro de tendencia radical (excesos tumultuarios contra iglesias, conventos, sacerdotes y monjes). La confusión duró hasta finales del siglo XV. El resto de los partidarios de Juan Hus jugó un papel bastante importante en la historia de la Reforma. «La apostasía eclesiástico-nacional de todo un pueblo conmovió gravísimamente la conciencia de la unidad del Occidente» (Bihlmeyer). Por otra parte, sin embargo, en la cristiandad occidental se tuvo clara conciencia de que se trataba de una apostasía: la situación fue esencial-mente diferente de la que se crearía en el siglo XVI. Tampoco toda Bohemia sin excepción se hizo husita. Abstracción hecha del utraquismo, afín al catolicismo, el sur de Bohemia permaneció católico en su mayoría. Pero Hus también encontró partidarios en Alemania.

 

7. Toda la lucha anticuria y antipapa formó una unidad espiritual desde 1300; pero es preciso poner la máxima atención sobre las importantes diferencias descubiertas. Esta advertencia vale también para valorar la crítica que se hacía de los abusos. Con muchísima frecuencia y con las más diversas modalidades, la crítica sirvió a intereses egoístas.

 

Bastante a menudo a los críticos les parecían bien los abusos, con tal de obtener beneficios de ellos.

 

Por otra parte, en la oposición a la curia alentaba muchas veces el propósito auténtico de restablecer el papado en su antigua pureza. Fue importante y seria esta preocupación por la unidad y la reforma: brotaron elementos de una nueva era, que tal vez, en previsión de las fuerzas católicas del siglo XVI, muy bien podrían ser incluidas en la época de la reforma interior de la Iglesia.

 

§ 68. LA VIDA CIENTÍFICA Y RELIGIOSA. EL NOMINALISMO, OCKHAM, LA ESCOLÁSTICA TARDÍA

 

1. La evolución crítica (de la teología) pasó del tomismo, superán­dose a sí misma, al nominalismo. El nominalismo hizo de los conceptos generales, en que se basa todo pensamiento, signos vacíos, meras palabras (= nomina). Con él se puso en tela de juicio la demostrabilidad y la justificación científica de todo lo que no fuera contable y mensurable, pero, sobre todo, de la fe. En su evolución (evolución que ahora vamos a seguir) se dio un segundo factor: la creciente fuerza y el arte de la especulación intelectual no fueron solos; a ellos se añadió la fuerte impresión, por desgracia sólo valorada unilateralmente, de la absoluta libertad de Dios y de la indemostrabilidad de la revelación. Así se llegó, desde dos puntos diferentes, al principio de la doble verdad: una cosa puede ser reconocida como verdadera por la fe y, sin embargo, ser contraria a la razón.

 

2. El principal representante del nominalismo fue el franciscano inglés Guillermo de Ockham (antes de 1300 hasta 1349 aproxima­damente). El, ciertamente, no quiso atentar contra la fe católica. Aseguraba—por cierto, muy en serio— que sólo quería aceptar la doctrina que enseñaba la Iglesia romana. Pero esto no le impidió pronunciarse enérgicamente contra la momentánea forma de presentación de la Iglesia en Aviñón, declarándola herética. Históricamente, sin embargo, fue mucho más importante otra cosa: al renunciar a toda justificación de la fe por medio de la razón, derrumbó un poderoso muro de protección de la misma fe. En la postura nominalista los conceptos y la realidad están tan separados, que se hace imposible una metafísica del ser. Del mismo modo tampoco puede haber conocimiento natural de Dios. Las pruebas usuales de la existencia de Dios no son concluyentes. La Iglesia siempre había sostenido la armonía entre la fe y la ciencia, la vida científica de la alta Edad Media descansaba en ella; pero ahora se había roto. Las peores consecuencias debían producirse de inmediato. La filosofía se convirtió en un insulso e infecundo afán de disputa.

 

a) El propio Ockham fue, sin duda, un pensador genial en el campo de la lógica formal. Por eso su influencia en la historia de la Iglesia fue funesta, porque de hecho transformó la teología, que siempre debe ser el anuncio del hecho único de la revelación y de las doctrinas reveladas, convirtiéndola en filosofía, más aún, en una investigación lógica sobre si la revelación, desde el punto de vista del entendimiento, ha tenido un desarrollo adecuado, o también si Dios hubiera podido dar a la revelación otra forma (más evidente y más fácil para nosotros). De hecho, la «teología» de Ockham, en todo lo que escribió, nos dice muy poco de la revelación concreta, exclusiva, con que Dios nos ha querido obsequiar. Tiene una idea, más bien parcial, del ilimitado poder de Dios; y en ese sentido es un representante de la filosofía «como-si». La revelación no admite en absoluto fundamentación científica porque no depende de ningún orden objetivamente válido, sino de un acto del libre arbitrio de Dios. En conjunto y en sus detalles, incluidos los preceptos del decálogo, la revelación hubiera podido expresarse en otros términos, incluso en términos contrarios. Dios, en vez de hacerse hombre, hubiera podido tomar también una naturaleza animal; hubiera podido conceder la bienaventuranza al pecador y al justo mandarlo al infierno. La justificación del pecador es sólo la aceptación de Dios, sin cambio entitativo en el hombre; por eso, en el sistema de Ockham, el concepto de gracia carece totalmente de importancia[38], o sea, está vacío de contenido; por otra parte, la gracia, proveniente del libre arbitrio de Dios, queda exagerada en su incomprensible gratuidad y se hace superflua. Aunque Ockham niega la capacidad de la razón para comprender la revelación, todo su pensar dentro de la teología es una extraordinaria exageración de la fuerza del pensamiento humano. En la evolución de la historia del espíritu, él es un eminente representante de ese modo de pensar que llega a las conclusiones periféricas más extremas, perdiendo así la medula redentora de la revelación. Sus tratados sobre la sagrada eucaristía se reducen a la cuestión de si en la hostia consagrada coinciden o no cualidad y cantidad.

 

Dado que la libertad es el único factor moral que se admite en los actos humanos, surge, precisamente en este sistema fideísta, el grave peligro del pelagianismo y de la justificación por las obras (las más agudas contradicciones se hallan a menudo unas junto a otras). Un acto sobrenatural es posible por medios meramente naturales; pero según Ockham, naturalmente, no es todavía meritorio.

 

b) Ockham fue acusado de hereje ante el papa Juan XXII; una comisión teológica en Aviñón decretó diversas censuras. El proceso no terminó con la huida del fraile, de Aviñón a la corte de Luis de Baviera, a Pisa y luego a Munich. Ockham, por su parte, combatió luego apasionadamente las opiniones de Juan XXII en la controversia de la pobreza y sobre la visto beatifica (§ 65).

 

c) La separación radical entre Dios y criatura, fe y ciencia, se traduce también análogamente en una separación de Iglesia y mundo: la Iglesia no tiene ninguna clase de poder directo sobre lo temporal; lo que la caracteriza es más bien lo espiritual, la libertad interna y la pobreza. Por otra parte, la Iglesia no es el clero. A ella pertenece el pueblo eclesial de los laicos, que es independiente y tiene el derecho de elegir sus representantes eclesiásticos. Con esto el pensamiento democrático se introdujo tan desabridamente en el concepto de Iglesia, que de ahí pudo deducirse la teoría conciliar.

 

Otra vez nos encontramos con una reacción a la falta de solución del problema fundamental de la alta Edad Media: dado que la diferenciación de ambos campos venía determinada por la relación de subordinación y conducía siempre de nuevo, y en medida creciente, a la mezcla de ambos, los elementos de este modo «violentados» tendían a separarse hostilmente.

 

d) Muchas discusiones teológicas y político-eclesiales de los siglos XIV y XV vivieron en gran medida de las ideas de Ockham. Como consecuencia de la condena del nominalismo en París (1339/40), no faltaron reacciones; se formó el complicadísimo ockhamismo o nominalismo del siglo XV, que fue más que nada un eclecticismo: Pedro d'Ailly († 1420; § 66), Juan Gerson († 1429; ibíd); Gregorio de Rímini (1358), Juan de Ripa (hacia 1350, maestro de París), Marsilio de Ighen († 1396), Enrique de Langenstein (1397). En Bolonia hubo una escuela ockhamista independiente.

 

Para la génesis de Lutero fueron esenciales Ockham y el ockhamismo de Gabriel Biel (y su escuela), naturalmente en un sentido polivalente. Lutero pudo así afirmar reiteradamente que pertenecía al «partido de Ockham», si bien en sus primeras disputationes había defendido expresamente varias tesis en contra de Ockham[39].

 

3. No toda la Escolástica, sin embargo, sucumbió al nominalismo. En muchas partes siguió todavía vigente la doctrina de santo Tomás. Incluso en el siglo XVI podían verse todavía dos escuelas, la «antigua» y la «moderna», en desigual lucha una junto a otra. La rica e intensísima vida que en esta época dominó en las universidades (especialmente París continuó siendo el centro espiritual del Occidente) demuestra la gran reserva de fuerzas intactas que aún estaban a disposición de la Iglesia. Los principales representantes de la mística «alemana» estaban profundamente arraigados en la antigua Escolástica. También en Italia, y mucho más en España, la antigua teología escolástica dominaba el campo sin discusión. En el siglo XVI encontraremos al cardenal Cayetano, un verdadero restaurador del tomismo (tiene también gran importancia para la exégesis y para la revitalización de la palabra de Dios en la teología). El agustinismo experimentó, por medio de los eremitas de san Agustín (Gil de Roma [† 1316], Tomás de Estrasburgo [† 1357], Tomás de Bradwardein [† 1349]), una resurrección de efectos históricos sumamente importantes en la Reforma y en la Contrarreforma católica del siglo XVI.

 

En la exégesis bíblica, ya a principios del siglo XIV, gracias al franciscano Nicolás de Lyra (hacia 1270-1349) se logró un importante progreso. Nicolás conocía el hebreo, pero no el griego. En sus Postilla al Antiguo y Nuevo Testamento, que son un testimonio de sus vastos conocimientos de los exegetas anteriores (incluidos los judíos), este eminente y polifacético teólogo exigió y ofreció una exégesis basada en el sentido literal[40]. Esto fue de la máxima importancia, porque las Postilla (junto con la Glossa ordinaria)[41] llegaron a ser el comentario bíblico más influyente en las postrimerías del Medievo. En general, y por desgracia, la importancia del estudio de la Biblia en las universidades decayó trágicamente.

 

§ 69. LA MÍSTICA «ALEMANA»

 

1. Las postrimerías de la Edad Media experimentaron, en el campo de la piedad, muchos y vigorosos impulsos positivos. Si no se piensa solamente en obras de importancia histórica, se puede decir que la riqueza de la literatura edificante y del arte cristiano fue inagotable. Pero cosas verdaderamente grandes y creativas se consiguieron, sobre todo, en el campo de la mística. Esta floreció en Alemania en el siglo XIV. Mientras el aparato administrativo del papado de Aviñón se perdía más y más en el cuidado de los bienes materiales, la piedad se refugió en las profundidades del alma y ascendió hasta la contemplación en Dios. También esta coexistencia de corrientes tan dispares dentro de la misma Iglesia es nuevamente una evidente demostración, aunque agobiante, de la invencible fuerza de la Iglesia católica.

 

Las principales figuras del movimiento fueron alemanes y, preferentemente, dominicos que escribieron y predicaron en alemán: Eckhart († hacia 1328), Taulero (1361), Susón († 1366). El movimiento tuvo también manifestaciones en los conventos de religiosas dominicas. De modo un tanto particular y a un nivel menos elevado (aunque a veces con una exuberante riqueza, aún no agotada en nuestros días), siguió teniendo fuerza en el siglo XV entre los hermanos de vida comunitaria. Se puede delimitar casi perfectamente el ámbito geográfico donde floreció el movimiento: Alemania occidental a lo largo del Rin, desde Constanza hasta Colonia y los Países Bajos.

 

2. Escolástica y mística. Los grandes escolásticos Tomás de Aquino y Buenaventura fueron una expresión viviente de la unión de un claro pensamiento especulativo y una ferviente piedad. Esta unión de «Escolástica» y «mística» fue también típica de la mística «alemana». Desde el punto de vista espiritual e histórico, surgió directamente de la Escolástica (tomista) y utilizó el mismo material intelectual.

 

No obstante desplazó el centro de gravedad. En primer lugar, los elementos «místicos» de la teología (por ejemplo, el neoplatonismo de Agustín) pasaron a primer plano; y, en segundo lugar, los temas se limitaron a lo edificante, tanto por la inclinación personal como por la misión específica de los predicadores de conventos de monjas. Es preciso decir, sin embargo, que la predicación mística en los conventos de monjas también se interesó grandemente por la especulación, por el saber espiritual de los misterios de Dios. Perduraba todavía el mismo espíritu del que vivieron y escribieron las grandes místicas alemanas del siglo XIII (Matilde de Magdeburgo [† 1283], Matilde de Hackeborn [† 1299], Gertrudis la Grande [† 1302], las tres benedictinas de Helfta).

 

Por lo demás, en las postrimerías de la Edad Media hubo también místicas importantes en Italia (las tres santas Catalina: la de Siena [† 1380], la de Bolonia [† 1463], la de Génova [† 1510]; la bienaventurada Angela de Foligno [† 1309]), y en Suecia la prodigiosa santa Brígida († 1373, en Roma). Pero en ninguna otra parte fue su influencia tan honda, aun en el mundo seglar, como en Alemania.

 

3. El místico alemán más eminente fue el genial y piadoso maestro Eckhart (hacia 1260-1328; maestro en Estrasburgo y en Colonia). En sus predicaciones retornaba siempre a determinados conceptos fundamentales: «Cuantas veces predico, acostumbro hablar del recogimiento y de que el hombre debe desligarse de sí mismo y de todas las cosas. En segundo lugar, que hay que aprender a vivir del único bien, que es Dios. En tercer lugar, que hay que recordar la gran nobleza que Dios puso en el alma, para que el hombre pueda así llegar a la maravillosa vida de Dios. En cuarto lugar, hablo de la pureza de la naturaleza divina: qué es la claridad de la naturaleza divina, esto es inexpresable».

 

a) Eckhart depende grandemente del neoplatonismo. Por eso sus pensamientos sobre Dios presentan a veces rasgos panteístas; por eso fueron condenadas algunas de sus afirmaciones. Resulta difícil tomar una postura al respecto, dado el carácter especial de la teología de Eckhart: como «maestro del sí y no», unas veces acentúa una cosa, otras veces otra, en confrontación dialéctica. Su postura sólo se puede identificar exactamente, en su verdadero sentido, a la luz de la posición contraria. La condena de Eckhart se debió, en parte, a la envidia y también a la insuficiente comprensión de sus contrarios, generalmente escotistas. Pero no disminuyó el valor de su ardiente amor a Dios, de su profunda dedicación a la cura de almas (exhortaba a sus penitentes a la comunión frecuente) y de su adhesión a la Iglesia. En particular, Eckhart no quería saber nada de un entusiasmo puramente interior. Sino que, como todos los verdaderos místicos, exigía que la interioridad fructificara en obras de amor: «Es preciso salir del hermoso ocio del abismamiento en Dios y correr presuroso hacia el pobre que implora la sopa».

 

Para la historia del espíritu es de importancia especial su concepto de la nobleza del alma humana. También en el humanismo lo encontraremos como motivo central («la dignidad del hombre»), pero desarrollado más bien en el sentido antropológico, no extraído directamente de la revelación.

 

b) La misma unión de la vida interior y exterior exigieron los dos discípulos de Eckhart: los dominicos Juan Taulero en Estrasburgo († 1361; penetrantes sermones llenos de fe y de moderación, fervoroso pastor de almas) y Enrique Susón († 1366) de Constanza. Susón es un pariente espiritual de san Bernardo y de san Francisco. Está lleno de intimidad y delicadeza, de poesía y amor; es un poeta de desbordantes sentimientos. Y sus sentimientos son auténticos; probados y templados en muchas mortificaciones, en las que él imitó a la letra al Salvador sufriente. Susón fue también un eminente representante de la cura de almas individual.

 

c) Los místicos alemanes cultivaron un activo intercambio entre sí, como «amigos de Dios». El jefe de un círculo de este tipo en el bajo Rin, desde donde se fomentaron vivas relaciones con los círculos del sur de Alemania, fue Juan Ruysbroquio (Ruysbroeck [† 1381], quien escribió sobre las bodas espirituales), influido por Eckhart, amigo y maestro de Geert Groot (§ 70).

 

Con rasgos tan característicos, esta mística se diferencia notablemente (pese a ciertas afinidades) de la latino-«francesa» de los siglos XII y XIII (Bernardo y los Victorianos) y de la del siglo XVII.

 

4. El libro por antonomasia de la mística, el más importante por su influjo, fue escrito en latín, en un convento de los Países Bajos: la Imitación de Cristo[42] de Tomás Hemerken de Kempis (aprox. 1370-1471). Tomás procedía del círculo de Hermanos de la vida común, o sea, de los Canónigos reformados de san Agustín. Algunos atribuyen el libro a Geert Groot. Tal vez corresponda a éste, que había tratado de hacer fecunda para su fundación la experiencia mística de Dios, la paternidad espiritual de gran parte de la Imitación. El libro es una extraordinaria muestra de una integral interiorización bíblico-evangélica y sacramental, aún viva —aquí y allá— en la vida eclesiástica de entonces. Forma parte de un amplio círculo de escritos edificantes de parecido estilo. En él no se encuentra nada de lo que podía llamarse piedad operativa (piedad de las obras). De las obras piadosas, por ejemplo, las peregrinaciones, se hace un aprecio más bien sobrio, con evidente reserva. El principio pelagiano: «si el hombre hace lo que está en sus fuerzas, Dios no le niega la gracia», está copiado a la letra, pero interpretado al revés, completamente en loor de la gracia. El cuarto libro se centra en el Señor Sacramentado. Se ha dicho, y no sin razón, que el libro enseña cómo debe uno sumergirse siempre y totalmente en Cristo. Reviste importancia especial el hecho de que el autor recomiende con tanta insistencia la frecuente y sencilla lectura del evangelio. El supremo estudio debe ser abismarse en la vida de Jesús y conformar la propia vida según la suya.

 

Sin embargo, este magnífico libro también es una muestra de la mengua de valores objetivos, y ello en un ámbito muy importante: la fidelidad a la Iglesia está evidentemente y por entero intacta. Pero la función de la Iglesia en la piedad pasa peligrosamente a segundo término. Se predica una espiritualidad absolutamente privada, la piedad del pequeño círculo de los «igual-pensantes». Esto se aplica también a la adoración del Santísimo Sacramento. Uno encuentra también muy poco de la celebración comunitaria de la eucaristía como conmemoración de la última Cena y como actualización del sacrificio de Cristo en la cruz. La vinculación con la teología, presente en los grandes maestros de la mística alemana, se ha perdido; conscientemente, incluso, se hace poco aprecio de ella, lo cual representa un peligro tanto para la mística como para la Escolástica (en trance de petrificación).

 

5. El florecimiento de la mística y su desaparición es, bajo muchos aspectos, señal de tiempos nuevos. A la vista está ya la orientación (no siempre peligrosa) hacia lo personal e individual de la vida religiosa. Ya hemos hablado de la especialmente intensa participación femenina y de las importantes tendencias nacionales. Los grandes guías del movimiento estaban arraigados en la clara especulación de la Escolástica universal latina. Pero el cuadro del proceso espiritual también estaba en extremo cambiado: como el movimiento se limitó a la propia nación alemana, la cual en particular brindó una gran naturalidad y gran profundidad de sentimientos, y empleó también el idioma alemán (enriquecido por esto con creatividad), tanto los escritos como la predicación adquirieron una intimidad única, plena de sentimiento, que debía influir, muy en especial, en el modo de ser alemán. La forma no escolástica de una obra mística del siglo XV, el Frankforter («Una teología alemana»), fue también lo que sedujo tan poderosamente a Lutero, que creyó hallar en ella una oposición a la Escolástica (él fue también quien la publicó por vez primera en 1516 y 1518). La gran fuerza de atracción que tiene la Imitación de Cristo también demuestra, por otra parte, que la plegaria cristiana orientada a la moral privada, si está enraizada en el evangelio, tiene de suyo valor universal.

 

§ 70. CONGREGACIONES RELIGIOSAS Y PIEDAD SECULAR

 

1. Las antiguas órdenes (incluidos los canónigos regulares), con excepción de los cartujos, habían decaído no poco en su nivel de piedad, disciplina y ciencia. Los monasterios de benedictinos se habían enriquecido excesivamente (muchas veces eran simples asilos para la nobleza, y también encomiendas), con propiedades privadas que se repartían, según principios fijos, entre el abad y el monasterio; entre los franciscanos, la lamentable e intensa lucha entre los rigurosos y los moderados y las discrepancias con el clero secular, en las que las más de las veces sólo se trataba de asuntos económicos, habían paralizado muchas fuerzas.

 

a) No obstante, en los siglos XIV y XV también hubo toda una serie de intentos de mejoramiento, que por cierto no pudieron transformar radicalmente el conjunto. Los principales impulsores de la reforma fueron, en todas partes, los observantes, esto es, aquellos religiosos o conventos que vivían según el primitivo rigor de la regla (en la orden franciscana, en el fatídico año de 1517, León X reconoció definitivamente la separación entre conventuales y observantes). En el siglo XV, la orden benedictina, agrupándose en congregaciones, participó con notable éxito en la reconstrucción en Italia, España (éxito completo) y en Alemania (Melk y Bursfeld); aquí se mantuvo la disciplina monástica de san Matías en Tréveris; a Bursfeld se unieron también los en otro tiempo activos centros reformistas de Hirsau y Alpirsbach.

 

b) Descollaron muchos e importantes predicadores de penitencia. Su colosal trabajo se acomodó muy bien al cuadro que presentaba la Iglesia, con tantos abusos que clamaban por la reforma y hacían pensar en una violenta catástrofe final (de ahí el frecuente motivo del anticristo). Con una energía extraordinaria, sentimental pero también enardecida, estos predicadores calaron hondo en el alma desorientada del pueblo: por ejemplo, el irresistible dominico español Vicente Ferrer († 1419), quien recorrió gran parte de Europa predicando contra los husitas y en favor de la cruzada, consiguiendo extraordinarias conversiones aun en lugares donde no entendían su idioma; el franciscano Bernardino de Siena († 1444), creador y difusor de la devoción al nombre de Jesús, apasionado predicador popular y pacificador en las destructivas luchas intestinas de las ciudades italianas; su discípulo, el gran Juan de Capistrano († 1456), visitador general de la provincia francesa de los observantes y desde 1451 legado pontificio en Alemania. Como tal recorrió todo el imperio; y centenares de miles de personas escucharon sus sermones entre lágrimas y sollozos, aunque sus palabras tenían que ser traducidas previamente. Se produjeron innumerables conversiones. Cuando los turcos sitiaron Belgrado en 1456, con sus encendidos sermones contribuyó de manera decisiva — especialmente en Hungría— a la victoria de los cristianos en el mismo año. También el dominico Juan Nider († 1438), profesor (en Viena), predicador (en Italia y Alemania, contra los husitas) y escritor polifacético, realizó la reforma de su orden en la provincia superior de Alemania.

 

2. Entre las nuevas fundaciones destaca como la más importante de todas la congregación de los Hermanos (luego también hermanas) de la vida común, una fundación que fue y continuó siendo preferentemente una comunidad de seglares.

 

a) Su fundador fue el docto Geert Groot de Deventer († 1384). Renunciando a sus prebendas, dejó la vida del mundo y se dedicó a predicar la penitencia. No se hizo sacerdote: el espíritu laico obliga a elaborar sus propias formas de piedad. No podían faltar las tensiones ni los antagonismos; muy pronto su obispo le prohibió la predicación de la penitencia.

 

Su anhelo más íntimo le llamó a una piedad personal, fervorosa y mística (se la llamó piedad «moderna»: devotio moderna), que él cultivó, junto con el estudio, en Deventer, en el seno de un pequeño círculo, en íntimos coloquios. A medida que aumentaron los compañeros la ocupación principal de la congregación, además de la misión popular, fue el cuidado de la juventud (practicando y propagando un noble humanismo).

 

De ella nació la congregación reformada de Canónigos de san Agustín. Punto de partida fue Wiendesheim (cerca de Zwolle [1387]), que con sorprendente fuerza de irradiación reformó treinta y siete conventos en menos de medio siglo. Discípulos eminentes de estos Hermanos de vida común fueron: Tomás de Kempis en Agnetenberg en Zwolle; Gabriel Biel, Nicolás de Cusa, Wessel Gansfort; Adriano VI; Erasmo; Lutero; Muciano; Juan Sturm; muy probablemente también Copérnico.

 

b) Otra serie de nuevas fundaciones, equiparadas a órdenes, demuestra que el impulso hacia una vida de perfección cristiana no se había apagado en absoluto. El sinnúmero de las formas de piedad y del servicio al prójimo surgido espontáneamente de la fe, que apareció en muchas regiones de Europa, es impresionante. Comparado con la tibieza de la cristiandad de entonces y de ahora, cada uno de los nombres que mencionamos a continuación encierra un extraordinario testimonio de vida cristiana.

 

En todo esto es muy significativa la fuerte impronta laical. Hermandades que se dedicaban al cuidado de pobres y enfermos y al entierro de los muertos (¡en épocas de peste!): Alexianos, Olivetanos, Jesuados (en Italia), Anunciatos, Jeronimitas (en España, ermitaños; ¡ya en el siglo XIV!). Algo más tarde los Somascos se dedicaron a la caridad, los Bernabitas recorrieron todo el país como misioneros populares. Aquí no se trataba sólo de la interioridad de pequeños grupos: emergieron originarios impulsos pastorales, con carácter laical.

 

Suecia debe a santa Brígida († 1373) una de las últimas y más importantes creaciones, anteriores a la Reforma: Vadstena[43].

 

Y aun cuando, como hemos dicho, estas nuevas fundaciones no consiguieron la radical transformación religiosa de su época, una sola fundación como la de los «Mínimos» (1474) de san Francisco de Paula († 1507) en el sur de Italia nos previene a nosotros, hombres de hoy, de una subestimación apresurada: ¡esta fundación se regía por una regla franciscana muy rigurosa, y, no obstante, a principios del siglo XVI tenía establecidas unas cuatrocientas cincuenta casas: una obra colosal!

 

3. A la educación religiosa del pueblo siempre se le dedicó mucha atención. Naturalmente, es muy difícil hacer una descripción adecuada y objetiva: demasiadas cosas quedaron en el anonimato. Los testimonios literarios son, comparativamente, raros; los usos y costumbres religiosas, variadísimos.

 

a) No obstante, se puede decir que el resultado fue en general satisfactorio: el sentido cristiano y la práctica religiosa entre el pueblo eran, a finales de la Edad Media, tan puros como abundantes. Dentro de la fuerte exteriorización en la que a veces, de modo tremendamente parcial, se presentaba la confusión medieval de lo espiritual y lo terreno, y de la que aún volveremos a hablar, la figura del Crucificado fue en verdad el centro y el consuelo para la vida como para la muerte.

 

b) La predicación de los místicos, de los Hermanos de la vida común y de los grandes predicadores de penitencia, los Observantes, no fue en vano. Esto se verá otra vez al principio de la Edad Moderna, cuando la palabra impresa acuda en ayuda de la predicación.

 

El rezo del rosario se convirtió, progresivamente, en una de las devociones preferidas. Santo Domingo no llegó a conocerlo[44], pero fueron los dominicos y los cistercienses los primeros que lo propagaron. Cesáreo de Heisterbach († 1240) y Jacobo de Vorágine († 1298) figuran entre sus promotores. En su forma actual pertenece a las postrimerías de la Edad Media.

 

c) A pesar de toda esta riqueza en detalle, parece que no fue posible prestar atención suficiente a la pastoral de la totalidad de la población ciudadana, que aumentaba, y de la población campesina, que progresaba. Algunas expresiones de la piedad dan cierto tono de convulsión y violencia.

 

Joaquín de Fiore había anunciado para el año 1260 el comienzo de la «Era del Espíritu Santo»: la fiebre religiosa de ese año se descargó en Perusa en procesiones de flagelantes, que con rapidez se extendieron por Europa; en 1296 estas procesiones fueron muy numerosas, de manera especial en Estrasburgo y en 1334 en Italia. Otra vigorosa oleada (1348/49) estuvo íntimamente relacionada con la peste, a la que se quería atajar mediante prácticas penitenciales. Aunque los grandes predicadores de la penitencia (entre otros, Vicente Ferrer) trataron de encauzar tales procesiones, éstas no estuvieron exentas de un deseo de novedad insano. También en ellas se hizo notar la influencia herética. Así es como Clemente VII, en 1349, y definitivamente el Concilio de Constanza, prohibieron — aunque en vano— las procesiones de flagelantes. Algunas comunidades de flagelantes continuaron viviendo como hermandades hasta el siglo XVI.

 

Muchos, en este tiempo, buscaban la salvación en la cantidad (por ejemplo, de misas, peregrinaciones y reliquias). Esto también es testimonio de la falta de una pastoral bien ponderada, encaminada a un crecimiento saludable.

 

§ 71. BASES DE LA NUEVA ÉPOCA: EL HUMANISMO Y EL RENACIMIENTO

 

1. El despertar general de los pueblos de Occidente, alimentado por diversas fuentes, fue especialmente acelerado en Italia en los siglos XIV y XV por circunstancias particulares, llegando a resultados muy radicales.

 

Debido al largo alejamiento de los papas de Roma, a la presión de mercenarios extraños sobre la población del Estado pontificio y también a la descomposición del reino de Nápoles (que ahora ya no representaba ningún estorbo), se robusteció la conciencia de la singularidad étnica y nacional, en principio en el norte, y luego en el Estado pontificio y en Roma. Surgió una serie de poderosas ciudades-repúblicas y un gran número de nuevas familias principescas. En primer lugar hay que aludir a Venecia, ya independiente desde hacía mucho tiempo; luego, Génova, Pisa, Florencia; y, entre las estirpes, los Visconti, los Gonzaga, Colonna, Orsini, Este, Malatesta.

 

2. Este despertar de la «conciencia nacional» halló su expresión en la reflexión espiritual sobre los valores singulares de la lengua popular. Aquí, en los principios de este movimiento, encontramos curiosamente a Dante Alighieri (1265-1321), el cantor del Medievo, el defensor de la monarquía universal de Occidente, el seguidor entusiasta del emperador alemán Enrique VII. Sus obras más importantes no las escribió en latín, sino en lengua vulgar.

 

3. Las mejores fuerzas de los pueblos de Italia estaban en su historia: Roma y el Imperio romano universal, la antigua cultura. El recuerdo de tal historia no había desaparecido completamente en el Medievo. Desde que, ya en el siglo IV, se había anhelado un nuevo florecimiento (renacimiento) de la literatura latina, hubo en el Medievo nada menos que cinco importantes intentos de despertar esta cultura nuevamente a la vida: el renacimiento anglosajón (que culmina con Beda el Venerable), el carolingio, el otónico, el renacimiento del derecho romano (desde fines del siglo XI) y el de Federico II. El Renacimiento clásico de los siglos XIV-XVI, que introdujo a la Edad Moderna, no fue, pues, algo impreparado; más bien fue surgiendo paulatinamente de las entrañas del propio Medievo.

 

En el curso del siglo XIV, como ya hemos visto, el ansia de renovación eclesiástica y civil había prendido en una gran parte de la población occidental. Con ello podía también resultar fecunda, en general, la mirada retrospectiva a su gran pasado. Un sinnúmero de movimientos de la más diversa procedencia que se entrecruzaban, se combatían, se disolvían y siempre buscaban algo nuevo en todos los campos de la política, del saber, de la economía y del arte, inundó el Occidente o sus estamentos directivos con la maravilla de una primavera que habría de transformar el mundo mediante todo tipo de fuerzas, alzándolo a nuevas alturas y conduciéndolo por peligrosos abismos. De todos los factores, que en estos principios aún oscuros podemos conocer exactamente, los más influyentes son el nacional y el laical. El terreno para una nueva cultura y, por tanto, para una nueva época parece abonado. Un mundo completamente diferente, y esta vez absolutamente autónomo o en trance de serlo, estará muy pronto ante la puerta de la Iglesia y anunciará sus reivindicaciones. Considerado desde el punto de vista cristiano-religioso, tal vez lo más importante para el futuro fue que, como hemos visto, los síntomas de disolución dentro de la Iglesia estaban ya muy extendidos. De ahí que lo nuevo no se diera sólo dentro de la Iglesia, sino también en contra de ella. Grandes y espinosas tareas esperaban a la Iglesia. Estaba madurándose una definitiva prueba de fuego. Todo dependía de la mucha o poca creatividad religiosa que la Iglesia tuviera para superarla.

 

4. Como es natural, el período de los siglos XIV y XV presenta en muchos aspectos un doble rostro. En él, de muchas maneras, aún pervive el Medievo, y el nuevo tiempo ya lucha por salir a la luz. Dante fue, muy en los principios, la mejor prueba de ello. Y para Alemania lo fue el gran místico, hijo del pueblo, teólogo reformista y reformador, misionero (entre los husitas, en los conventos, como predicador de jubileos), legado episcopal y pontificio (incluso en las gestiones de la unión de Constantinopla [1437]), filósofo, estadista, matemático, geógrafo astrónomo: el cardenal Nicolás Krebs de Cusa en el Mosela (1401-1464), obispo de Brixen (desde el 1450). Nicolás de Cusa pasó, en un sorprendente proceso evolutivo, de partidario de la teoría conciliar en Basilea a defensor del papado. Profundamente convencido de la indestructible fuerza de la Iglesia, precisamente él, que tan bien conocía las anomalías de la Iglesia, esperó con asombroso optimismo la inminente, perfectiva reorganización. De él procede un gran plan de reforma para eliminar los abusos eclesiásticos, en el que no hay sitio ni para la donatio Constantini, demostrada como falsa, ni para el afán de milagros al estilo del milagro de la sangre de Wilsnack. ¡Qué no hubiera podido suceder si la curia hubiera puesto en práctica estas propuestas de reforma, espiritualmente purificadas, de un alemán! ¡Cuánto más favorable no hubiera sido la posición de partida de la Iglesia en el siglo siguiente! Tal vez la Iglesia hubiera hecho posible una verdadera superación de la reforma alemana. Personalmente este hombre, en sus innumerables visitas, sermones, negociaciones y sínodos, hizo todo lo humanamente posible para la realización de sus planes.

 

Nicolás de Cusa poseyó todo el saber de su tiempo y una genuina piedad medieval y, no obstante, por todos lados se manifestó en él la actitud espiritual característica de los nuevos tiempos: el sujeto se convierte en punto de partida de la filosofía, el hombre es el espejo del mundo; el mismo mundo es conquistado por la observación exacta y, con ello, el campo del saber y la extensión de la conciencia se amplían incomparablemente. La multiplicidad de lo real en la naturaleza y en la historia, en el saber, en la cultura y en la religión, se presenta ante Nicolás con una intensidad muy diferente de sus antecesores. La multiplicidad ya no es un adorno casual del ser, los defectos de su armonía atañen a su propia esencia. A esta multiplicidad debe reconocérsele plenamente su derecho. Pero la cuestión principal es ésta: la multiplicidad debe estar englobada en la unidad. De ahí que, en su genial especulación, el Cusano se preocupe de elaborar la doctrina de la coincidentia oppositorum (la coincidencia de los contrarios) y, desde aquí, de establecer la nueva fundamentación y la reorganización de la unidad espiritual, eclesiástica y política del Occidente. Ni siquiera el error llega a destruir la unidad; es sólo una verdad imperfecta. La unidad de Dios absorbe todas las contradicciones. En su teología, influida por el neoplatonismo (Proclo y Eckhart), hay un cierto espiritualismo, como el que encontramos en peligrosa confusión en el humanismo de Pico della Mirandola (1463-1494); pero el del Cusano tiene un carácter particular, poderoso. Ni el coraje ni la fuerza de los sucesores han sido hasta ahora capaces de extraer de él todos sus frutos. La tarea es, naturalmente, muy difícil, entre otras cosas por el concepto de verdad que propugna el Cusano: el error es simplemente una verdad imperfecta, y en lo más hondo todas las religiones coinciden. De que él personalmente siempre fue un miembro fiel de la Iglesia católica, no cabe ninguna duda.

 

No sin razón este gran cardenal ha sido apellidado como el portero de la Edad Moderna (enseñó la rotación de la tierra sobre su eje). Y, ante todo, este gigante espiritual fue plenamente consciente de la limitación del conocimiento humano. Pero es precisamente este conocimiento del propio no conocimiento, de la propia ignorancia, cumplido en el amor y la contemplación, el que lleva a la esencia y corona de las cosas, a Dios.

 

5. Los nuevos elementos del mundo intelectual y espiritual, junto con la herencia del Medievo, se encuentran desde el siglo XV, siguiendo los caminos indicados, en un proceso de fermentación y descomposición enormemente rico, casi inabarcable en su multiplicidad y, a su vez, en un complicado proceso de reorganización: de ellos nacerá la Edad Moderna. Estos movimientos vamos a estudiarlos en seguida más detenidamente.

 


[1] De la monarquía de Hugo Capeto (987) hubo sucesión directa hasta 1328 y sucesión indirecta, por líneas colaterales, hasta 1848. A finales del siglo XV, todos los grandes principados limítrofes se habían incorporado al reino. En Alemania sucedió precisamente al revés: el poder centralizado de los otones y de los salios fue primero, y después, con la doble elección bajo el pontificado de Inocencio III, comenzó la disolución.

[2] De hecho se podría parangonar esta situación con la existente en tiempos de Enrique III, de aspiraciones asimismo universales. Sólo que ahora la Iglesia universal, estructurada constitucionalmente, estaba a punto de caer en la dependencia de un poder político claramente particular.

[3] Pero Gregorio IX (§ 57) intervino en favor de la obra de Joaquín.

[4] Aunque un profundo abismo separa a Ockham del escotismo.

[5] Aunque el tiempo de su realización ya había pasado y Bonifacio más bien había degradado este gran pensamiento con sus llamadas «cruzadas» contra Federico III de Aragón-Sicilia y los Colonna, debemos considerar lo que toda actitud verdaderamente universal significaba para el Occidente y para la Iglesia de entonces. Lo trágico es que el mismo Bonifacio hizo históricamente infecundo cuanto de bueno había en sus aspiraciones.

[6] ¡Cf. la oferta hecha a Federico III, que por su renuncia a Sicilia debería ser indemnizado con el Imperio romano de Oriente!

[7] Los Colonna eran una familia gibelina, esto es, partidaria del emperador.

[8] Por ejemplo, Pierre Dubois († después de 1321), que reclamaba para Francia el imperio (monarchia mundi).

[9] El dominico Jean Quidort († 1306). También Ockham y el Defensor Pacis §§ 65 y 68.

[10] Y además, entre otras cosas, un libelo con una grosera expresión dirigida al papa: Sciat maxima tua fatuitas: «Sepa tu suprema necedad» (¡dos siglos antes de Lutero!).

[11] En realidad no contiene ninguna idea nueva después de Bernardo de Claraval, Inocencio III, Hugo de San Víctor, Tomás de Aquino y Gil Colonna (cuyo De ecclesiae potestate se corresponde casi literalmente).

[12] Una explicación correcta de esta fórmula sólo es posible valiéndose de la doctrina del Logos spermatikós (§ 14), de la voluntad salvífica universal de Dios, de las viae extraordinariae gratiae y de la conciencia. Cf. Agustín, Multi intra qui extra videntur (muchos hay dentro de la Iglesia que parecen estar fuera).

[13] Doble elección de Adolfo de Nassau frente a Alberto de Austria, donde el contraste de la postura del papa respecto a la cuestión francesa es sumamente significativo para la situación y su valoración.

[14] Aquellas y las posteriores pretensiones curialistas, tan exaltadas, son muy poco representativas de la doctrina pura de la Iglesia; igualmente, la bula Unam sanctam, en su conjunto, no es una declaración dogmáticamente vinculante. Esto cuando menos ha demostrado Pío XI al renunciar al poder temporal de la Iglesia; pero, por lo demás, también lo ha demostrado el Codex Iuris Canonici, que no contiene nada de estas reivindicaciones, pero que al mismo tiempo establece explícitamente (c. 5) que los conceptos jurídicos anteriores de los que no se habla en el código han de considerarse abolidos. También Pío XII define aquellos conceptos como condicionados por la época medieval.

[15] Cf., por ejemplo, la primera capitulación electoral de los cardenales en la elección de Inocencio VI.

[16] Tras algunas tentativas en el siglo XIII con Inocencio III, más aún con Nicolás III y especialmente con Bonifacio VIII, en el siglo XIV se experimentó una aguda exasperación del nepotismo. Clemente V le rindió tributo de modo increíble, nombrando cardenales a cinco de sus parientes; en sus disposiciones testamentarias dejó a sus parientes un millón de florines de oro, que debían haber servido para una cruzada. También Juan XXII y especialmente Clemente VI se ensuciaron con el nepotismo. Y al último papa residente en Aviñón, Gregorio XI, santa Catalina también le echó en cara su nepotismo.

[17] Desde el siglo XIII, la Iglesia fue apropiándose cada vez más del derecho de confirmación. La última etapa de esta evolución medieval en perjuicio de los metropolitanos (véase ya la lucha de Hincmaro de Reims, § 41) llegará con el tercer período del Tridentino.

[18] Durante el cisma (§ 66) y durante el pontificado de los papas del Renacimiento las posibilidades se desarrollaron aún mediante las normas de la cancillería.

[19] Contra el cumulus se habían pronunciado ya algunos sínodos desde fines del siglo XI. Las prohibiciones aumentaron entonces hasta las postrimerías de la Edad Media: su reiteración indica cuán hondamente arraigado estaba el abuso. Pese a todas las lamentaciones y pese a todas las reformas, el cumulus continuará siendo el gran mal de la Iglesia, incluso después del Tridentino y hasta la secularización.

[20] La crítica de Walter von der Vogelweide estaba condicionada por su apasionada toma de posición política. Su observación respecto a la donación de Constantino (con ella se vertió veneno en la cristiandad) tiene paralelos en Dante (¡Oh Constantino, retira / lo que le diste al papa. / Entonces descendió / la maldición a la cristiandad! [Inferno, 19] y el áspero reproche en el Paradiso [cantos 11 y 12]). La misma idea se observa en Freidank (la red romana recibe oro, plata, ciudades, países), en algunas crónicas (como, por ejemplo, en una francesa: el papa es el más insaciable de los mortales) y en el Evangelium Pasquilli secundum marcas argenti de los Carmina Burana, que reapareció en la época de los Concilios de Basilea y de Constanza con otras groseras burlas de las compras y ventas romanas.

[21] Para Francia, cf. la evolución descrita en la época de Felipe IV y de Aviñón. La Iglesia inglesa en la segunda mitad del siglo XIV pasó a depender enteramente del rey y su unión con Roma era muy débil, poco más que un símbolo.

[22] Ya anteriormente, en el año 1281, el canónigo de Colonia, Alejandro de Roes, había exigido que el papa tuviera en cuenta las nuevas reivindicaciones nacionales.

[23] Con una desmedida posesión de sí mismo, había anunciado repetidas veces: «Quiero purificar la Iglesia y la purificaré». También él es un ejemplo elocuente del abuso de los castigos espirituales (cf. la escena del asedio de Nocera, donde el todos los días, asomado a una ventana del castillo, con volteo de campanas y cirios encendidos, lanzaba la excomunión sobre el ejército sitiador).

[24] La primera fuente a la que se recurre en la literatura polémica es siempre Bernardo de Claraval, con su De consideratione. San Vicente Ferrer echó directamente en cara a los romanos su innato instinto hacia el mal.

[25] Especialmente con Benedicto XIII (Pedro de Luna, 1394-1417), en sus negociaciones con Roma; también con el papa romano Gregorio XII (1406-1415), a quien su capitulación electoral le obligaba a reconstituir la unidad.

[26] Con ello se esperaba prestar un servicio a la causa de la reunificación con la Iglesia griega.

[27] Este Juan no figura entre los papas legítimos.

[28] La vida de este hombre insigne es un buen índice de la fragilidad de las condiciones eclesiásticas de entonces, pero también de las posibilidades reales que todavía existían en ellas; primeramente trabajó por el Concilio de Basilea; luego estuvo al servicio del antipapa Félix V; desde 1442 estuvo en la cancillería imperial y trabajó para el papa legítimo. Finalmente, con el nombre de Pío II (1458-1464), fue el mejor de los papas del Renacimiento.

[29] Lutero se refiere en 1539 a él, «que en Erfurt dirigió la escuela superior con sus libros, con ayuda de los cuales yo mismo me convertí allí en maestro».

[30] Hus, entonces todavía animado por su obispo, atacó abiertamente el culto supersticioso de las falsas reliquias de la sangre y el milagro de la sangre y la pere­grinación a Wilsnack (§70).

[31] La desconfianza ante el papa «francés» también desempeñó entonces un papel importante. Con ello Aviñon preparó también en Inglaterra el terreno para la Reforma.

[32] Mas los «lolardos» continuaron hasta el siglo XVI contribuyendo a la rápida victoria de la Reforma.

[33] Sabemos lo muy difundidos que estaban sus escritos en Praga por el hecho de que más tarde el arzobispo, en su lucha contra Hus, mandó quemar nada menos que doscientos manuscritos de sus obras.

[34] Al entonces «papa del Concilio» (1410-1415).

[35] El papado no es necesario; su poder oficial depende de su santidad personal: «Nadie es señor terreno, nadie es prelado, nadie es obispo mientras esté en pecado mortal» (Wiclef).

[36] La comunión bajo las dos especies fue usual hasta el siglo XII, luego desapareció poco a poco.

[37] Los lolardos ingleses, son en cierto modo, los precursores; sin embargo, este movimiento no alcanzó dimensiones capaces de intranquilizar la conciencia occidental.

[38] Pero en Ockham no hallamos la frase, usual entre los ockhamistas del siglo XV: «Si el hombre hace lo que puede, Dios no le niega su gracia». Su opinión es ésta: es indiferente que el hombre logre la salvación por medio de la gracia o por medio de sus fuerzas naturales; el hecho de que la logre es puramente el resultado de la libre y voluntaria disposición de Dios.

[39] Su expresión más fuerte: «Sea lo que fuere lo que otros hayan encontrado allí, yo allí he perdido a Cristo».

[40] Otro comentario con interpretación alegórica de la Sagrada Escritura completa la obra principal: «postilla» significa explicación de «aquéllas», esto es, de las palabras de la Biblia recién mencionadas (post illa verba textus).

[41] Escrita siguiendo la rica tradición griega y latina de compilar en forma de léxicos las explicaciones de cada una de las palabras bíblicas (al igual que las llamadas «cadenas») como Comentario a la Biblia por Anselmo de Laón (§ 59).

[42] Después de la Biblia, el libro más difundido de la literatura mundial.

[43] A la vez, el último intento de un «monasterio doble», es decir, de un monasterio de religiosas, el cual, bajo la dirección de la abadesa, iba anejo otro de religiosos.

[44] En efecto, rezar por medio de un cordón con un número de cuentas para contar los padrenuestros y las avemarias no es todavía rezar el rosario, que consiste esencialmente en rezar un determinado número de padrenuestros y de avemarias contemplando los «misterios».