SEGUNDA ÉPOCA

LA PRIMERA EDAD MEDIA

 

Periodo primero

 

FLORECIMIENTO DE LA IGLESIA EN LA PRIMERA EDAD MEDIA EN EL IMPERIO CAROLINGIO Y SU DECADENCIA

 

Visión general

 

En el año 771 Carlomagno se convierte en soberano absoluto. A una con la conquista del reino de los longobardos (774) y la renovación de la promesa de la donación de Pipino al papa, emprende la conquista de los territorios de los sajones y su cristianización (772-804). En el año 778, expedición a España y fundación de la Marca Hispánica. En el año 781, Carlomagno confirma al papa la posesión del Exarcado y de la Pentápolis, pero la protección franca se convierte en dominio efectivo. En el año 782, matanza de Verden. En el 785, bautismo de Widukindo. En el 788, deposición de Tasilo de Baviera, esto es, eliminación del último ducado tribal. Del 795 al 796, aniquilamiento de los ávaros. En el 800, Carlos es coronado emperador en Roma. En el 813, designa coemperador y sucesor a su único hijo superviviente, Ludovico.

 

Ludovico Pío (814-840). Reforma monástica (Sínodo de Aquisgrán, 816/17) por obra de Benito Aniano († 821). En el 826, bautismo en Maguncia del rey danés Haraldo; san Ascario (865) le acompaña a Dinamarca. Desde el 830, luchas de los hijos de Ludovico con su padre por la propuesta (luego anulada) de dividir el Imperio. En el 833, derrota de Ludovico en el «campo de las mentiras» (Lügenfeld) de Colmar; el papa y otros partidarios de la unidad del imperio, así como el ejército de Ludovico, se ponen de parte de sus hijos. Deposición del emperador; no obstante, continúa las luchas. Mientras tanto, asaltos de los normandos al territorio del imperio (desde el 834).

 

Tras la muerte de Ludovico, nuevas luchas entre sus hijos en diversos frentes. En el 843, Tratado de Verdún, división del imperio en tres zonas. Pacto de Meersen (870): se reparte la zona central de Lorena entre el Imperio franco occidental y oriental.

 

Carlos el Gordo (876-887), Arnulfo de Kárnten (887-899), Ludovico el Niño (899-911).

 

Los carolingios francos: Carlos el Calvo (843-877); su hijo y sus nietos mueren jóvenes (877-885); les sucede (en el Imperio occidental) Carlos el Gordo, franco-oriental; tras su deposición, primeramente un capeto, Odón; luego, otra vez un carolingio.

Papas: el más importante es Nicolás I (§ 41).

 

§ 40. CARLOMAGNO. EL IMPERIO UNIVERSAL DE OCCIDENTE. CULTURA CAROLINGIA

 

Carlomagno (768-814) representa un cumplimiento y un inicio. Es el cumplimiento de la obra de Pipino y de san Bonifacio[1]; es el inicio del Imperio universal de Occidente y de la unidad cristiana occidental, de la civitas christiana de Occidente, y con ello también del futuro Imperio alemán de la Edad Media. Sin Carlos no hubiera habido ninguna unión de las tribus germánicas, que no cesaban de combatirse como extraños entre sí, y, por consiguiente, ningún «Imperio romano» (que más tarde llevó el sobrenombre de «nación alemana»); esto es, no hubiera existido su brillante imperio, con todos sus problemas histórico-eclesiásticos. La importancia de Carlomagno depende tanto de sus obras singulares, concernientes a todos los ámbitos de la vida, como de la poderosa impresión causada por la eminencia de toda su personalidad. Todo le interesaba y en todas partes daba sugerencias de larga y duradera eficacia.

 

El centro catalizador de la personalidad de Carlomagno y de su eminente obra histórica universal fue su ideal soberano, que supo aunar lo eclesiástico y lo secular. Donde primero se echa de ver la gran repercusión histórica de la realización de este ideal es en sus relaciones con el papa de Roma, que por su parte alcanzaron el punto culminante, tan decisivo para la historia universal, con su coronación como emperador en el año 800.

 

Por ello estudiaremos primeramente su gran obra misionera, importantísima para la historia de la Iglesia: la sumisión y cristianización de los sajones; luego sus otras obras religiosas, sociales y eclesiásticas, para preguntarnos después por las directrices espirituales del emperador.

 

I. LA CONVERSIÓN DE LOS SAJONES

 

1. Al comienzo de las contiendas guerreras de Carlos con los sajones quedaba muy poco, y ello, además, no era esencial, del trabajo misionero de los evangelizadores anglosajones (Suidberto, Evaldo, Bonifacio) y de la misión de los tiempos de Pipino, realizada con fines excesivamente políticos (especialmente en los territorios que se habían hecho y seguían siendo francos).

 

Si las primeras expediciones guerreras de Carlos contra los sajones tuvieron fines puramente políticos, como veremos, las posteriores estuvieron íntimamente ligadas a la misión. La problemática y hasta la misma tragedia de las guerras sajonas de Carlomagno no pueden ser juzgadas objetivamente si perdemos de vista el carácter puramente político del punto de partida y el carácter preferentemente político del objetivo final (unión de las tribus teutónico-germanas y seguridad contra los eslavos que presionaban detrás).

 

2. La conjunción de las consideraciones religiosos y políticas en orden a realizar la unidad del imperio se basa en la elemental «visión» ¿e que la religión es la fuerza más profunda de los hombres y de los pueblos; de que, en consecuencia, una auténtica y duradera unidad política sólo es posible cuando se fundamenta en la unidad de la religión. Esto es válido sobre todo para pueblos jóvenes[2]. A comienzos del Medievo era evidente para los príncipes cristianos que la cristianización debía seguir a toda conquista. Omitirla habría parecido algo enteramente falto de sentido; habría estado en contradicción con el concepto fundamental de los germanos cristianizados, para quienes la vida política y religiosa debía formar un todo, y en contradicción también con el sentido de la conversión de Clodoveo, con toda la historia posterior de los francos y, más tarde, con el sentido de la idea imperial; igualmente, en fin, habría estado en contradicción con la naturaleza exclusivista del cristianismo, basada en el mandato misionero de Jesús.

 

Por lo que se refiere a la misión sajona en particular, su realización revela claramente la intuición que Carlos tuvo de la necesidad histórica de la cristianización de la Germania, dado que por otra parte había que poner un contrapeso al Islam, que amenazaba. Europa (Ranke).

 

Tras varios tratados de paz con los sajones, en los que para nada se habló de conversión, bautismo y evangelización, la misión de los sajones se convirtió en «misión del rey» y, desgraciadamente, también en «misión de la espada», en un sentido perjudicial para la causa cristiana.

 

3. Para entender el desarrollo de la misión sajona es preciso recordar: a) Que los «sajones» no formaban un pueblo unitario, sino una agrupación no muy estrecha de diferentes tribus sajonas, que hasta cierto punto habían perdido su independencia en aras de una federación grupal. La consecuencia fue que la evangelización de las distintas tribus no discurrió de modo homogéneo. Más bien la diversidad de necesidades se exteriorizó en una desigualdad de actitudes tanto hacia el cristianismo como hacia el Imperio franco. Parte de los ostfalianos, por ejemplo, que eran vecinos de los eslavos paganos, abrazaron el cristianismo[3] antes que los westfalianos, cuyos vecinos inmediatos y contrarios eran los francos, cristianos pero políticamente muy peligrosos, b) Un segundo y decisivo factor: la rivalidad entre la nobleza y el pueblo. Preocupados por su propio poder, los señores se pusieron en seguida de parte de Carlomagno. La resistencia contra él, con todas sus largas luchas, fue llevada a cabo esencialmente por el pueblo, bajo la dirección del noble westfaliano Widukindo.

 

Ya en el primer año de luchas sangrientas (772) cayó la Irminsul, el santuario del árbol sacro nacional sajón. Por vez primera (por lo menos en la medida en que las fuentes nos permiten constatarlo con certeza), política y misión se mezclaron en el tratado de paz del año 776: los jefes sajones sometidos y su séquito se prestaron al bautismo. En el campo de la organización eclesiástica se llevó entonces a cabo un importante trabajo, tal vez demasiado rápido, de profundización y ulterior difusión del cristianismo entre los sajones, mediante la construcción de templos, la elección de sacerdotes idóneos y la cura de almas, todo ello con la participación directa, más aún, bajo la dirección de Carlomagno.

 

Por diversos motivos, entre los cuales fue sin duda el más importante el ansia de libertad de los sajones, hubo en los años siguientes repetidas sublevaciones bajo la dirección de Widukindo. Las incursiones vindicativas que se llevaron a cabo acarrearon efectivamente graves daños al cristianismo: tanto en su propio territorio, donde los sajones, sin ningún miramiento, trataron de aniquilarlo con todo tipo de medios violentos, como en las zonas del Imperio franco donde hacían sus incursiones. Pese a lo cual, tras la victoria de Carlomagno en el año 779, pudo reemprenderse el trabajo de evangelización: la misión hizo progresos considerables hasta el año infausto del 782.

 

En este año los sajones atacaron el ejército franco, que marchaba contra los eslavos serbios (victoria de los sajones en el Süntel). Se llegó a tal aniquilación de todo lo que era cristiano, que bien puede hablarse de una verdadera persecución cristiana. Se obligó a los bautizados a renegar de la nueva fe, y no faltaron muertes y asesinatos de cristianos seglares y sacerdotes.

 

Si las precedentes incursiones vindicativas de los sajones contra los francos, a pesar de suponer una ruptura de los solemnes compromisos de paz contraídos, pudieron tal vez ser absueltos del baldón de deslealtad, ahora eso ya no era posible: la apuesta del juego era demasiado alta. Prescindiendo de que Widukindo no actuaba ya en nombre de todos los sajones, sino como jefe de una facción, y como tal organizó un levantamiento contra sus mismos compañeros de tribu, lo principal fue lo siguiente: Carlomagno se encontró combatiendo contra los eslavos para defender el territorio franco-teutónico. En esta lucha, decisiva para toda la obra de Carlos (y para la suerte de Europa), los sajones, quebrantando otra vez la palabra empeñada, le atacaron por la retaguardia. La terrible respuesta que en el colmo de la exasperación se dio a esta grave forma de infidelidad política fue el horripilante día de Verdún del año 782. Era el castigo reservado a los insurrectos y asesinos. Hablar aquí de mártires de la fe es del todo contrario a la objetividad del caso.

 

No obstante, cuando Carlomagno, tras una previa investigación, mandó ajusticiar en un solo día a los 4.500 (?) sajones entregados por sus propios compañeros de tribu, cometió una acción ignominiosa, inexcusable e indigna de un cristiano y, mucho más, de un príncipe cristiano. Cometió una crueldad que hasta hoy mancilla su nombre. Además perjudicó al cristianismo. Porque la respuesta a Verdún fue, como no podía ser de otro modo, el estallido de una ciega insurrección, esta vez en todo el territorio; de nuevo bajo la dirección de Widukindo tuvieron lugar los más sangrientos levantamientos de toda la guerra, que duraron desde el año 783 hasta la victoria de los francos en el 785.

 

La acción de Carlos en Verdún, que no fue aprobada ni entre sus más allegados (Alcuino) ni por el papa[4], quedó moralmente compensada en parte por su reconciliación con Widukindo, que estrechó la mano del gran rey de los francos y se hizo bautizar en el 785. Carlomagno fue su padrino. En las luchas posteriores que siguieron hasta el año 804, y que también fueron harto desastrosas para la misión, Widukindo no volvió a tomar parte.

 

El bautismo de Widukindo, naturalmente, fue para la misión de los sajones un acontecimiento capital; con él quedó asegurada (aunque no completa) su conversión definitiva. La conversión de los sajones fue asimismo un suceso importantísimo para la historia universal, porque los sajones, que al aceptar el cristianismo lo hicieron creativamente, fueron luego los protagonistas del futuro político-eclesiástico: mediante el nuevo Imperio teutón, que llegaría cien años después.

 

De lo dicho se deduce que la misión sajona, en su esencia, únicamente pudo afianzarse gracias a la sangrienta victoria de Carlomagno. En este sentido, la conversión de los sajones se efectuó en buena parte bajo graves presiones (no faltaron frecuentes deportaciones forzosas). El punto culminante de esta «misión de la espada» se alcanzó con la promulgación de una ley general de Carlomagno, que debía regular y proteger la evangelización en la Sajonia franca y, entre otras cosas, establecía la pena de muerte para quienes rechazasen el bautismo[5] (también para quienes quebrantasen el ayuno, incinerasen los cadáveres y cometiesen robos sacrilegos[6]). Si bien esta ley supone que el cristianismo ya se había impuesto en general y, por tanto, sólo pretendía en sustancia proteger su existencia, ejerció, no obstante, sobre las conciencias una coacción de todo punto inadmisible. Desgraciadamente la Iglesia franca como tal, a excepción de algunos reproches de algunos obispos, no hizo en el fondo absolutamente nada contra esta «misión de la espada».

 

Junto a todo esto, sin embargo, no hay que olvidar lo siguiente: 1) por lo que respecta a Carlos, las susodichas medidas no debían servir exclusivamente a sus fines políticos; en ellas se manifestaba también en parte el deber de conciencia cristiano-eclesiástica de un creyente a la par que corresponsable de la difusión del cristianismo. La predicación de la fe cristiana era para él una cuestión de conciencia; 2) gran parte de los sajones fue ganada para el cristianismo por la vía pacífica, sin métodos violentos, y 3) el resultado en su conjunto fue una verdadera conversión interna. La magnitud de la insurrección, a la postre inútil, pero agudizada en su desarrollo precisamente por las tensiones políticas entre francos y sajones y no tanto por motivos de conciencia, y, en fin, el saberse sometidos después de una insurrección sin precedentes, en la que habían apostado todo a la carta de la victoria, aumentaron proporcionalmente también la vivencia de la magnitud de la fuerza cristiana triunfante. La larga oposición y la dura lucha contra la nueva fe retrasaron su reconocimiento; pero, cuando éste llegó, lo hicieron mucho más profundo y duradero.

 

Con la victoria sobre los longobardos (774/787), con la erección de la Marca hispánica (795), con la victoriosa guerra de los ávaros (791/796) y con la sumisión de los sajones, el Imperio franco alcanzó una extensión imponente; la mayor parte del Occidente continental quedaba unida bajo una sola mano, y este imperio era cristiano. Pero es preciso estudiar un poco más a fondo este término «cristiano» en relación con la personalidad de Carlomagno y su obra eclesiástica.

 

II. OBRA ECLESIÁSTICA, RELIGIOSA Y SOCIAL DE CARLOMAGNO

 

Carlomagno reconoció la múltiple potencia social, espiritual y reli­giosa de la Iglesia y del cristianismo; supo emplearla con soberana maestría en la construcción de su obra.

 

1. Inmediatamente organizó los nuevos territorios conquistados. El territorio sajón fue primeramente asignado como zona de misión a varios antiguos obispados o monasterios; luego tuvo una serie de obispados propios: Bremen, Minden, Verdún, Paderborn, Münster, Halberstadt. Tanto aquí como en otras zonas Carlos actuó como señor de la Iglesia; su voluntad era acatada como una orden incluso en el ámbito eclesial.

 

En las antiguas zonas del imperio demostró Carlos el mismo interés por una administración eclesiástica regular, esto es, supo ver la enorme importancia de la «ley de la forma» para toda estructura política y espiritual, si se quiere que ésta sea duradera y válida para las grandes masas. Todas las iglesias, incluso las iglesias privadas, debían estar sometidas a un obispo, y los obispados por su parte unificados en una sede metropolitana. Entonces Colonia, Tréveris y Maguncia fueron elevados a la categoría de arzobispados y a Salzburgo se le confió la evangelización de las nuevas regiones ganadas por la victoria sobre los ávaros. (En el año 831, bajo Ludovico Pío, se añadirá Hamburgo-Bremen y en el año 968, bajo Otón el Grande, Magdeburgo. Estos seis arzobispados de Alemania existieron durante toda la Edad Media. De ellos dependieron en Alemania unos cuarenta obispados).

 

Los concilios que Carlomagno convocó y dirigió, y en cuyas discusiones tanto prácticas como teológicas él mismo intervenía a menudo, determinaron el marco ambiente de toda la vida cristiano-eclesiástica, prescribiendo su contenido y creando un contacto más estrecho entre cada uno de los obispados (fomentando así la unidad del espacio vital).

 

A los obispados se les devolvieron los bienes eclesiásticos que les había arrebatado el Estado bajo los predecesores de Carlomagno o se les ofreció una compensación. Además, Carlomagno se cuidó de que la Iglesia tuviera otros ingresos; para las necesidades de culto, por ejemplo, se instituyeron los diezmos.

 

2. Desde la Antigüedad cristiana hubo donaciones a iglesias y monasterios en distintas formas. Pero en el Medievo germánico, preferentemente agrario, ejercieron tal influencia en la vida eclesiástica y en su desarrollo, que podemos calificarlas no sólo de económicamente importantes, sino de religiosamente decisivas para el Medievo cristiano.

 

a) El que Carlomagno y, después de él, los reyes alemanes y emperadores romanos fueran llamados tutores o protectores de la Iglesia significó, también bajo este aspecto, algo más que un mero título honorífico: ¡este título fue expresión de un dominio real sobre las iglesias, abadías, etc., fundadas por el soberano que lo llevaba o por sus predecesores, y no menos sobre el Estado de la Iglesia e incluso sobre el propio papado (hasta Gregorio VII)!

 

Dentro de este marco organizativo debía florecer, tal era la voluntad de Carlomagno, una exuberante vida religiosa, eclesial e intelectual. Nadie hubo más insatisfecho que él con la letra de los acuerdos. Personalmente se preocupó de llevarlos a la práctica, y todo ello dentro de un plan determinado, del que también formaba parte imprescindible el control mediante visitadores. La mejor ilustración de esta actividad nos la ofrece la institución de los missi, que Carlos erigió en institución permanente. De ordinario, estos «mensajeros» reales aparecían de dos en dos: un conde y un obispo o abad (expresión del poder secular y espiritual del emperador). Su competencia no se limitaba a una vigilancia: administraban la justicia y restablecían el orden dondequiera que estuviera perturbado. Se interesaban de igual manera por la vida privada de los obispos y sacerdotes que por la administración regular de la justicia o la exactitud de los pesos y medidas. Examinaban a los seglares de su conocimiento del Credo y del Padrenuestro e investigaban su moral tributaria.

 

b) Carlos se cuidó de que los estímulos dados fuesen duraderos y se transmitiesen a la posteridad; por eso creó también escuelas. En todas las catedrales e iglesias conventuales tuvo que erigirse una. La mayoría de ellas debían enseñar únicamente cosas elementales. Pero otras tuvieron metas más elevadas; constituyeron una especie de academia o seminario para las nuevas generaciones de clérigos y laicos[7]. Las más importantes fueron las escuelas palatinas de Aquisgrán, Fulda San Galo, Corbeya y Tours.

 

c) Carlos tenía un personal interés por la cultura. Como es natural, sus colaboradores tuvo que buscarlos primeramente fuera del país. Los dos más importantes se los trajo de Italia: Paulo el diácono, el historiador de los longobardos, y Alcuino († 804), su «ministro de instrucción», a quien encontró en Parma. Este anglosajón trajo a la corte carolingia toda la cultura de la época, que había alcanzado gran altura precisamente en la Iglesia inglesa. Aunque Alcuino no fue un espíritu creativo, se cuidó esforzadamente de conservar para los siglos posteriores, tanto en el campo de la dogmática, de la exégesis y de la liturgia como de otras ciencias, una gran cantidad de conocimientos (brindando así grandes posibilidades de continuidad). Sus dos alumnos más aventajados fueron Eginardo[8] y Rabano Mauro († 856). Alcuino murió en Tours, uno de los más importantes centros de su actividad.

 

d) Carlomagno también hizo que los monasterios se incorporasen a este proceso de renacimiento espiritual. Incluso es preciso decir que según él los monasterios debían ser no tanto planteles de vida religiosa como focos de cultura económica, científica y artística. Ante todo reactivó fuertemente el trabajo de transcripción de manuscritos, una tarea modesta, sí, pero de inconmensurable alcance y de inapreciable influencia durante toda la Edad Media. Sin Carlomagno muchos documentos de la literatura clásica se hubieran perdido irremisiblemente para la humanidad. Sin aquel trabajo de transcripción apenas hubiera podido desarrollarse entonces y en los siglos posteriores el contacto vivo y la fecundación espiritual recíproca de los distintos monasterios y las diversas sedes episcopales, de la vida teológica al uno y al otro lado de los Alpes.

 

3. La evolución discurrió orgánicamente, pues recogió y aprovechó lo más valioso de los tiempos precedentes gracias a la intuición y la fuerza de voluntad de la figura genial de Carlomagno. Lo que Dehio nos dice de las sugerencias de Carlomagno en el campo del arte tiene valor general: «Carlomagno, obligando a su pueblo franco a la recepción de lo antiguo, no sólo sacó de su punto muerto todo el arte teutónico, sino todo el arte occidental. Su nombre es el primer nombre individual que hay que consignar en la historia del arte alemán, y a juzgar por los efectos que de él dimanaron, el mayor. Ningún artista ha alcanzado la altura de este no-artista en ese sentido».

 

Naturalmente, como no podía por menos de ser en esta primera época, el resultado no superó los límites del grado elemental. En efecto, Carlomagno no creó una cultura popular verdaderamente profunda, sino el «renacimiento carolingio». Además, su obra se basó en exceso en la sola y exclusiva personalidad individual del emperador. Para muchas de sus creaciones su muerte significó la pérdida de casi toda posibilidad de vida. Y, sin embargo, ¡cuántas semillas preciosas —que producirían su fruto en un futuro lejano— germinaron de esta siembra a lo largo del siglo que siguió a este renacimiento de la cultura latina fecundada por el espíritu germánico! Una vez muerto Carlomagno, se originó una especie de contienda sobre la necesidad o utilidad de una formación accesible a todos. Mientras que el partido más fuerte quería reservar esta posibilidad sólo para los clérigos y monjes, por la otra parte se impusieron, de una forma cuando menos pasable, las llamadas «escuelas externas».

 

Pero lo que ante todo hizo perdurar lo sustancial al menos de los admirables estímulos de Carlos, fue la verdad cristiana regularmente predicada y su presentación en la liturgia, así como la teología de los monasterios y las escuelas. En aquella reacción no debemos pasar por alto la fuerza de interiorización monástico-espiritual de aquí emanada.

 

Carlos se preocupó también de la vida directamente religiosa tanto en los conventos como en las parroquias.

 

Fueron de gran importancia sus esfuerzos por introducir la Regla de san Benito. Mandó preparar una colección de sermones modélicos para los párrocos, para que la predicación fuese más fructífera. Hizo traer de Roma libros litúrgicos. Alcuino reelaboró el Rituale Romanorum, que, a su vez, fue aceptado por Roma, y aún hoy, en buena parte, está en vigor. La celebración litúrgica, un medio excelente, tal vez el más importante para la educación del pueblo inculto, durante toda la Edad Media, fue embellecida con el canto. Se renovó la penitencia pública por delitos graves, se recomendó encarecidamente la confesión. Para las transgresiones de determinados mandamientos de la Iglesia (por ejemplo, la prohibición de la carne en los días de abstinencia) se estableció incluso la pena de muerte. A los seglares se les exigía un mínimo de formación religiosa. La caridad se organizó de forma más fija (las leyes de Carlomagno prescriben taxativamente que una parte de los bienes de la Iglesia se ha de emplear para los pobres).

 

4. Para estas diversas actividades fueron de suma importancia los cinco viajes que Carlos hizo a Italia, cuatro de los cuales le llevaron a Roma, que continuaba siendo, pese a los saqueos de los godos y longobardos, la ciudad, rodeada de un esplendor único desde el punto de vista artístico, litúrgico-religioso y hasta político. Aún se mantenían en pie muchos templos, palacios y otras magníficas creaciones del arte antiguo en mármol y bronce. Rávena mostraba la sublime fascinación de sus mosaicos, en los que podía admirarse a la vez una parte de la excelsa y sagrada dignidad imperial de la Roma oriental. En los templos de estas ciudades la liturgia desplegaba una magnificencia y solemnidad diferente de los del Norte rural. Para el capacitadísimo soberano, que procedía de las cortes de Austrasia, hubo de ser como el contacto con una nueva vida. Sin estas visitas, en las cuales sin duda el plasmador del naciente Occidente también se vio impresionado por la avanzada cultura del Oriente (¡Rávena!), no hubiera surgido la catedral de Aquisgrán, que había de ser, como la de Santa Sofía de Bizancio, la Iglesia palatina y estatal de Carlos (modelo inmediato: San Vital de Rávena). Tampoco hay que infravalorar la impresión que estos viajes producirían en el séquito de Carlomagno.

 

a) No es preciso insistir en los muchos «beneficios» que las ya indicadas disposiciones del emperador proporcionaron a la Iglesia. Los altos títulos religiosos que se le concedieron y de los que volveremos a hablar son también una muestra de reconocimiento por este aspecto de su obra.

 

Mas ya en el reino merovingio, desde Clodoveo, se había establecido un cierto derecho de intervención en los asuntos eclesiásticos. Los reyes francos, desde su bautismo, figuraron como los paladines natos de la fe católica. Cuando los obispos francos y luego el mismo papa Esteban ungieron a Pipino, aquel encargo se convirtió, más allá de los convenios jurídicos estipulados, en un «derecho» objetivamente sagrado.

 

Carlos entendió su obra también en este sentido; más aún, como un mandato especial e inmediato de Dios de dirigir al pueblo cristiano. Y en este aspecto, como ya hemos dicho, no sólo fue servidor de la Iglesia, sino también su señor, y a veces de modo violento.

 

b) Sin embargo, esta obstinada inclusión de la Iglesia en el programa general de Carlos estuvo plenamente justificada desde el punto de vista histórico. Con su idea del reino universal (occidental) por la gracia de Dios, Carlos dio por vez primera configuración universal a uno de los objetivos principales de la Iglesia del Medievo (crear la unidad cristiana occidental). Esto resultó luego tan importante, más aún, tan imprescindible para la actuación de la Iglesia medieval, que a su lado las injustificadas intrusiones de Carlos apenas tienen relevancia histórica. Más aún: desde su concepto de monarquía universal, la completa división de poderes entre lo espiritual y lo político hubo de parecerle absolutamente inviable.

 

Además, entre los papas de aquel tiempo no hubo ninguna personalidad capaz de llevar a cabo la tan gigantesca como inaplazable tarea acometida por Carlomagno, aparte de que el papado carecía de los medios políticos y económicos necesarios para ello.

 

c) Esta justificación general de fondo debe ser aún delimitada con algunas consideraciones. Carlos confirió por sí mismo, soberanamente, casi todas las sedes episcopales y abadías (incluso a seglares). Es cierto que era muy exigente con los candidatos (a quienes sometía a severos y repetidos exámenes), pero lo que ante todo exigía de los investidos era el servicio al Estado (alistamiento en el ejército; participación personal en la guerra; hospitalidad al rey en sus viajes).

 

Pero, a pesar de todo, Carlos no fue un representante del cesaro­papismo (§ 21). No pretendió suprimir los derechos de la Iglesia, sino subordinarlos totalmente al Estado en beneficio de toda la comunidad. Basándose en san Agustín, deseaba que la Iglesia y el mundo pudieran hallarse en la unidad de la civitas Dei, en la cual corresponde a lo espiritual el primado sobre lo secular. Aquí encontramos notables afinidades con la concepción papal. Posteriormente, con Gregorio VII, este concepto dará un giro a favor de la hierocracia papal.

 

En este período de fundamentación, y aún bajo el reinado de Carlos, tales tendencias no significaban todavía un peligro especialmente grave. Pero cuanto en el régimen unitario universal de Carlos fue inevitable históricamente, con el tiempo tenía que resultar sumamente peligroso: fatalmente tenía que obstaculizar el libre desarrollo de la vida eclesial, es decir, con la mezcla de ambas esferas no se podían satisfacer las exigencias de la vida de la Iglesia. La futura diferenciación de las dos partes habría de demostrar cuán perjudiciales podían o debían resultar luego los principios establecidos por Carlos para bien de la Iglesia.

 

Esto trasciende, bajo otro aspecto, la participación de Carlos en el desarrollo histórico: también la jerarquía, por su parte, vivía en función de una idea de unidad universal. Así como el soberano Carlos la puso al servicio de lo cultural y político, así también el papado, siguiendo su propio programa (de dirigir directamente toda la realidad), sucumbía a la secularización, pese a haber alcanzado ya la libertad.

 

d) En un orden de cosas más fundamental, aún fue más grave que Carlos decidiera por sí mismo en las disputas dogmáticas. Ya hemos dicho que intervenía personalmente en los debates de los concilios imperiales por él convocados y dirigidos; pero esto era ya de derecho usual desde mucho tiempo atrás en el Imperio franco.

 

Más complicado es el caso de la lucha contra las imágenes, donde Carlos trató de imponer su criterio equivocado al papa Adriano I (772-795). El séptimo Concilio general de Nicea (787), en el cual el papa se hallaba representado por dos legados, se había pronunciado a favor de la veneración de las imágenes. En los llamados Libri carolini (790-792) y luego en el Concilio de Francfort (794), en el cual el papa también participó mediante dos legados, Carlos rechazó esta doctrina. Por cierto que la decisión estuvo basada en una insuficiente traducción del texto griego de las decisiones del Concilio de Nicea. Además no se debe pasar por alto el contexto político-eclesiástico: el concilio, según la antigua tradición, había invitado al papa, patriarca de Occidente, pero premeditadamente había dejado a un lado al rey, señor efectivo del imperio en Occidente. Carlos se sintió herido en sus derechos, que la propia Iglesia romana no negaba al emperador romano oriental.

 

Además, Carlos se presentaba como protector de la fe ortodoxa. Por aquel entonces había atravesado los Pirineos la herejía de Félix de Urgel, una especie del conocido adopcionismo de los primitivos tiempos cristianos (§ 16). En Roma no se prestó ninguna atención a la herejía. Carlos, entre tanto, ordenó a Alcuino que la refutase y la hizo condenar en diversos concilios franco-imperiales, incluso en el de Francfort (794).

 

e) El punto más peligroso de la postura político-eclesial de Carlos fue la exagerada orientación cultural que imprimió a la vida eclesiástica.

 

Se produjo así un «cierto encubrimiento de las tareas propias de la Iglesia, porque la Iglesia fue considerada más bien como una institución cultural, a la que en primer término se pedía el fomento de la ciencia, el arte y la economía, dejando atrás sus tareas puramente religiosas» (Schnürer). ¡Un primer memento, una premonición de la triste caída que habría de venir más tarde! Porque aquí (a pesar de una notable sobriedad espiritual) se exageraron tanto ciertas concepciones materialistas de lo religioso y lo cristiano (que estaban profundamente arraigadas en el pensamiento germánico y siempre constituyeron una tentación para el pueblo rudo tanto de la primera como de la alta Edad Media), que fácilmente se pudo caer en una unilateralidad canonista y pelagianizante.

 

Es preciso subrayar otra vez la inevitable fatalidad de este desarrollo. Difícilmente puede uno imaginarse un desarrollo distinto en lo fun­damental. La función cultural y la función eclesiástica aún no estaban separadas; la concepción de base era común al emperador y a la Iglesia, y eso fue lo que hizo que por ambas partes (no obstante la gran diferencia de su naturaleza interna, como veremos) aumentase la confusión y la amenaza recíproca.

 

III. CARLOMAGNO EMPERADOR

 

1. Cuando Carlomagno subió al trono aún no estaba el poder político del soberano franco tan firme como para que en todo caso pudiera obrar con independencia en el mismo entorno inmediato del papa, en el Estado de la Iglesia. Todavía estaban allí, como competidores del poderío franco, los longobardos, peligrosos vecinos del papa. La solución dependía de la postura que el protector franco adoptase respecto a ellos, esto es, si seguiría fiel a la alianza de Pipino, o si volvería a la política favorable a los longobardos, adoptada por Carlos Martel. Y esto es precisamente lo primero que hizo Carlomagno. Ni las ásperas palabras del papa Esteban[9] ni su amenaza de anatema pudieron impedir su boda con la hija de Desiderio, rey de los longobardos. Con todo esto, sin embargo, no se daba por terminada la aguda rivalidad existente entre los dos poderes político-germánicos en Roma: bajo el débil pontificado de Esteban IV (768-772) se libraron allí sangrientos combates entre partidarios de los francos y de los longobardos.

 

Esta situación cambió de golpe con la repentina muerte de Carlomán, hermano mayor de Carlos, en el año 771. Carlos, convertido en soberano absoluto, mudó su política. Después de un año de matrimonio con la princesa longobarda, la hizo volver a Pavía.

 

El nuevo papa, el insigne Adriano I, modelo de piedad y prudencia, percibió el imperativo del momento y cautamente viró hacia la anterior política de alianza de Esteban II. La viuda de Carlomán se había refugiado con sus hijos en la corte de Desiderio. A los longobardos se les ofreció la ocasión propicia para perturbar a un mismo tiempo la peligrosa unidad de los francos y su alianza con Roma. Pero el papa rehusó, negándose a legitimar con la unción la pretensión política de los hijos de Carlomán y elevarlos a la dignidad real.

 

Cuando finalmente Desiderio marchó con su ejército contra Roma y todas las negociaciones resultaron vanas, el papa decidió llamar en su ayuda a Carlomagno, rey de los francos y patricius romanorum. Lo primero que hizo Carlomagno fue enviar a sus embajadores a comprobar in situ las quejas del papa y luego trató de mover a Desiderio por vía pacífica —incluso ofreciéndole como indemnización una elevada suma de dinero— a reparar los daños causados. Mas estos intentos fracasaron y Carlomagno optó por la guerra.

 

Mientras era asediada Pavía, se dirigió inopinadamente a Roma para celebrar la fiesta de la Pascua en la ciudad eterna (774). El miércoles de Pascua renovó allí la promesa de su padre (la llamada «donación de Pipino», § 39).

 

Desde los tiempos de Pipino habían cambiado mucho las circunstancias. El carolingio, que se había comprometido bajo juramento a defender la sede de san Pedro contra los longobardos y a devolverle las regiones que le habían sido arrebatadas, llegó pocos meses después —tras la caída de Pavía (junio del año 774)— a poner sobre su propia cabeza la corona de hierro de los longobardos, sin cuidarse lo más mínimo del sentir del papa. Y, curiosamente, también depuso su actitud de recelo, claramente demostrada hasta entonces, ante los títulos romanos (el de patricius romanorum, junto a los del rey franco y longobar-do). Y, a la postre, se guardó muy mucho de «restituir» todos los territorios reclamados por el papa. El nuevo patricio era más que un simple portador de un poder delegado; al maleable título de patricio le dio un nuevo contenido: la soberanía de protección se convirtió en supremacía política.

 

2. La verdadera importancia de todo esto, su decisiva trascendencia histórica (no obstante la complejidad de las fuerzas que entraban en juego) no aparecerá con suficiente claridad hasta que estudiemos la idea básica que Carlos tenía de su condición de soberano, de la cual idea se puede deducir más o menos todo lo demás: el ideal imperial de Carlos.

 

a) La idea del Imperio romano no había desaparecido totalmente en Occidente (§ 34). Por muy inconcretas y poco «romanas» que fueran algunas representaciones de tal imperio, ciertamente todavía existían y ejercían múltiple influencia, incluso revestían cierta tipificación jurídica. En el reino de los francos existía ya la idea imperial en sentido cristiano bajo la fórmula Imperium christianum. Ahora se había formado un ámbito de soberanía con un especial carácter imperial, precisamente porque su enorme extensión abarcaba más de un «país» (territorios de Italia, de España, de Avaria). Así, el propio Carlos se consideró a sí mismo como portador de un poder universal en Occidente, Roma incluida. El término «universal» no debe entenderse en sentido antiguo y tampoco en sentido bizantino, pues en ambos sólo se reconoce un único soberano universal. El concepto indica más bien la unidad de dominio de los territorios que llamamos más o menos Occidente. Bizancio y su radio de acción fueron reconocidos expresamente (problema de los dos emperadores).

 

b) Este imperio del soberano franco estaba unido con y en la Iglesia romana, que a su vez estaba en estrecha unidad con el Imperio franco. Ahora, con Carlos, el elemento religioso, perteneciente al reino franco desde siempre, pero mucho más tras la unción papal, experimentó un poderoso incremento. Fue el fruto histórico natural de aquellas formas ya preparadas por el sistema de la Iglesia territorial franca. Siguiendo el modelo de estas Iglesias territoriales, Carlos había establecido sus relaciones con el papa como jefe supremo de la Iglesia. Como muy bien sabemos desde Bonifacio, quien guía (el jefe) es el príncipe. Sólo que ahora, con el acrecido poderío de Carlos y su extraordinaria personalidad, la problemática implícita en la relación príncipe-sacerdote, Estado-Iglesia, cobró una dimensión nueva, totalmente diferente.

 

c) Que el rey franco ascendiera de patricius romanorum a «empe­rador romano» fue un proceso natural, expresión clara de la efectiva distribución de fuerzas. Esta elevación fue de suma importancia para la Iglesia. Cuando en la Navidad del año 800 el papa León III coronó a Carlomagno, ataviado con las tradicionales vestiduras imperiales, y éste fue aclamado emperador[10] y en los años sucesivos ostentó oficialmente, cada vez más a menudo, el título imperial (la inscripción del sello real rezaba así: Renovatio Imperii Romani), esto no fue sino un paso más hacia la realización de la unidad externa de la Iglesia, huyendo de la multiplicidad de las Iglesias territoriales.

 

3. El significado inmediato y concreto de la coronación del empe­rador en el día de Navidad del año 800, visto desde la perspectiva del papa, se infiere simple y llanamente del modo como se realizó. La situación personal del papa era precaria. Después de su elección por unanimidad (795), se comportó con Carlos de la misma manera que lo habían hecho sus predecesores con los emperadores bizantinos o sus exarcas. Remitió al gran rey franco no sólo los protocolos de la elección, sino también la llave del sepulcro de san Pedro y el estandarte de la ciudad de Roma. Fechó sus decretos según los años del reinado de Carlos (como se hacía antes según los años de gobierno del emperador bizantino).

 

a) Pero en Roma existía un fuerte grupo de enemigos personales del papa que intentaba su abdicación (incluso por medios brutales). El papa necesitaba la mano protectora del príncipe franco. En el año 799 consiguió huir a Paderborn para ver a Carlos, a quien según la antigua costumbre «adoró». Carlos le hizo acompañar de sus grandes en su regreso a Roma. Como las acusaciones contra él (perjurio e impudicia) no quedaron suficientemente rebatidas por la investigación, el papa se purificó prestando un juramento, a raíz del cual Carlos —que mientras tanto había llegado a Roma— castigó a los enemigos del papa como reos de lesa majestad. Dos días después tuvo lugar la coronación. Y cualesquiera que fueran los puntos oscuros en el concepto imperial de Carlos, es cierto que él ante el papa se sintió absolutamente superior, y ello tanto en el usufructo continuado de los pasados derechos sobre la Iglesia territorial como en la adopción o imitación del modelo bizantino. Sin embargo, para León, tras la exaltación de Carlos a la dignidad imperial, el único lugar que quedó fue el del Moisés orante.

 

b) En concreto, la interpretación de la coronación imperial de Carlos tropieza con considerables dificultades.

 

Es difícil presuponer ya tendencias «papalistas» en el papa, cuyo predecesor, muy poco antes, había estado en peligro inmediato de convertirse en súbdito y obispo de corte del rey longobardo; el papa, además, podía ahora residir en su propia ciudad precisamente gracias a la protección de Carlos. No obstante, la exaltación del príncipe de los francos a la dignidad imperial tenía que conducir, con el tiempo, a la liberación del papado de la opresión eclesiástica y estatal de la Roma oriental, esto es, tenía que llevar a término la línea iniciada por Esteban, que en el año 753 había abandonado a los legados de Oriente y a la corte longobarda en Pavía, para dirigirse a Pipino y concertar con él la alianza con los francos.

 

Por otra parte, la conjunción de los dos poderes y la coronación del emperador no significaban en absoluto que Carlos y León tuvieran el mismo concepto de emperador y de imperio.

 

El concepto de Carlos tendía a la plena inclusión del ámbito eclesiástico en su esfera de poder imperial (exceptuado lo sacramental). Necesariamente, pues, el programa del papa y de la Iglesia no podía a la postre coincidir plenamente con el del emperador. Lo cual significa que la unión que se estaba fraguando fue desde un principio hondamente tensa y contradictoria.

 

c) En cualquier caso es cierto que entonces, en la Navidad del año 800, como ya había sucedido con la unción y coronación de Pipino por el papa, el supremo poder eclesiástico volvió a robustecer, legitimándolo, el poder secular. De aquí podía deducirse con relativa facilidad, por la parte romana, la idea de una translatio del imperium al soberano franco. De hecho, ya los papas de finales del siglo IX «elevan» a «sus» emperadores por privilegio apostólico.

 

Pero aún hay otro aspecto: los reparos de Carlos ante la coronación. No es fácil darles una explicación satisfactoria. Pues él ya estaba enterado de su próxima exaltación y la había aceptado. ¿Qué es lo que de ella le disgustaba? ¿En qué punto los deseos del papa y de los romanos excedían sus propios deseos? ¿En el hecho en sí mismo? ¿O acaso su elevación a emperador le parecía demasiado hipotecada en comparación con Bizancio?

 

En todo caso, después de la caída de la emperatriz Irene, Carlos se preocupó de ser reconocido por Bizancio; el reconocimiento lo obtuvo el año 812. Pero lo único que esto significó, o poco más, fue que Bizancio, obligado por la necesidad, renunció en la práctica a la tesis de que sólo podía haber un imperio. En su fuero interno los romanos orientales no renunciaron a sus pretensiones. Los emperadores occidentales siempre fueron para ellos unos usurpadores (§ 45); rechazaron la teoría de los dos emperadores.

 

4. El factor más decisivo para toda la evolución posterior fue el carácter sagrado de la dignidad imperial (nada claro, por cierto). La Iglesia lo transmitía a los emperadores medievales por medio de ceremonias y oraciones especiales (el emperador, más tarde, actuó de diácono en la misa de la coronación; la liturgia de la coronación era en algunas cosas similar a la de la consagración episcopal; el emperador, después de la unción, era nombrado clérigo de san Pedro); la misma Iglesia, en fin, se lo reconocía expresamente[11] (de formas muy diversas y difícilmente comprensibles desde el punto de vista jurídico).

 

a) En el caso de Carlomagno el elemento sacral fue constitutivo de su idea imperial, como luego veremos. Tiempo atrás ya le había sido ampliamente confirmado por la cristiandad y por la Iglesia.

 

En el homenaje que se le rindió tras la victoria sobre los longobardos (775), el sacerdote Catulfo se dirigió a él «como representante de Dios», el que haciendo sus veces tiene que vigilar y dirigir «a todos los miembros»; el papa, en cambio, como sólo representa a Cristo, quedaba en segundo término.

 

La misma conciencia se expresa en los títulos con los que Carlos se hacía tratar sobre todo por los clérigos de su corte: «predicador», «secretario de Dios», «Vicarius Dei» o «David», en los que claramente se expresa el motivo del rey-sacerdote. A esto corresponde un sinnúmero de fórmulas aplicadas a Carlos tanto antes como después del año 800: «guía del pueblo cristiano», «señor y padre, rey y sacerdote, soberano de todos los cristianos». Para Alcuino fue el verdadero jefe de la civitas Dei, a quien le había sido confiada la dirección de la ecclesia universalis de todos los cristianos latinos y en cuyas manos estaban puestas las «dos espadas» (!); Esmaragdo († hacia el 830), maestro de la escuela monástica de Castelliou, y algunos otros le vieron incluso como representante de Cristo, y los obispos del Concilio de Maguncia (813) le alabaron como «juez de la verdadera religión». Visto desde esta perspectiva, la única función del papa era la de metropolitano o patriarca de la Iglesia imperial franca. Tales denominaciones no eran títulos hueros; concretaban en un nombre la relación efectiva de Carlos con la Iglesia, así como su grandioso programa de gobierno, que como Imperium christianum atendía ambos campos, el secular y el eclesiástico, como una unidad compacta bajo su dirección.

 

Los paralelos con el Constantino histórico se hacen aún más patentes si consideramos que Carlomagno, al disponer la instalación de su residencia de Aquisgrán, copió casi por completo el modelo de la metrópoli bizantina, hasta en el ceremonial de la corte y en el simbolismo estatal. Las fuentes francas de estos importantes decenios de finales de siglo nos dicen incluso que en Aquisgrán, al lado de la catedral y del sacrum palatium del rey, estaba previsto un tercer edificio con el significativo nombre de «Laterano» (Eginardo, dada la finalidad del edificio, lo llama expresamente «Casa del Pontífice»). La réplica de la «Nueva Roma», pretendida por Carlos y sus francos, denota claramente una tendencia de imitación competitiva (Ullmann). Incluso se trasluce un cierto deseo de «trasladar» la «Antigua Roma» a Aquisgrán, cuando los escritores francos celebran la residencia real como la ventura o secunda Roma.

 

Este es el trasfondo, aún un tanto oscuro, del acto memorable de la coronación imperial de Carlomagno.

 

La erección de este nuevo imperio fue, sin duda, un hecho de gran importancia para la historia universal, y fundamental para toda la Edad Media siguiente. Ahí estaba ya junto a, delante de y a una con el papado, la segunda gran potencia del Occidente medieval, el Imperio romano cristiano-universal de Occidente.

 

b) Con todo, este nuevo imperio aún tenía que comenzar a poner en práctica el contenido de su «idea». Tanto por esta idea como por las circunstancias de su renovación hubo desde un principio, como ya se ha dicho, una unión estrechísima entre imperio e Iglesia, que en el fondo ya encerraba tendencias de fuerte rivalidad: el emperador debía proteger la Iglesia. Carlomagno, «el más sublime de los emperadores coronados por Dios», fue plenamente consciente de esta extraordinaria dignidad, que estimó como un deber, pero sobre todo como un derecho. Esta concepción tuvo su expresión más simbólica en el derecho del emperador de confirmar la elección del papa; el papa elegido debía prestar, antes de su consagración, juramento de fidelidad al emperador (aquí estaba implícito el derecho imperial de la suprema jurisdicción y del control de la administración papal). A esto correspondía por parte del papa el derecho de coronar al emperador y de conferirle así realmente la dignidad imperial, con lo que el papa tenía a su vez la posibilidad de emitir juicio sobre la dignidad del que iba a ser coronado, de concederle el supremo poder político o de negárselo. Los intentos de los emperadores de desligar su dignidad de este lazo jurídico con el papado ya se iniciaron en tiempos de Carlomagno, cuando éste hizo coronar a su hijo en Aquisgrán sin la intervención del papa. Pero no consiguieron su objetivo. La unión del imperio con el papado, en el sentido de una verdadera interdependencia, estuvo fuertemente arraigada, tanto desde su preparación (Bonifacio-Pipino-Zacarías-Esteban) como desde su Primera realización en el año 800. Siguiendo esta misma línea, también Ludovico se hizo coronar otra vez por el papa en el año 816.

 

5. Sin embargo, como muy pronto se demostró, el Imperio de Occidente, que aglutinaba tantos elementos estatales y eclesiásticos, es decir, la unión del papado y el imperio en el sentido indicado, gravó con una pesada hipoteca el desarrollo posterior, tanto en el ámbito eclesial como estatal. Se encontraron enfrentadas dos fuerzas, ambas con los mismos intereses recíprocos, ambas dependientes la una de la otra, sin una delimitación exacta de las respectivas competencias: por fuerza tuvieron que surgir las desavenencias. El concepto fundamental de la dignidad sagrada del emperador fue muy pronto interpretado por ambas partes de forma esencialmente distinta: «coronado por Dios» significaba a los ojos del emperador una misión directamente emanada de Dios, mientras que la curia veía en ello la función del defensor de la Iglesia, función que el mismo papa confiaba y vigilaba en su ejercicio.

 

Pero, una vez más, en esta misma rivalidad se ponía de manifiesto el elemento común de fondo. Todo estaba fundamentado en una unidad de tensiones encontradas. La conjunción de ambos poderes, imperium y sacerdotium no era un añadido artificial y externo. Era la expresión de un lógico crecimiento bajo el signo de la unidad básica de la fe cristiana de la Iglesia latina y de los pueblos por ella y en ella cristianizados. Bajo el signo de esta unidad se hizo el Occidente cristiano; su vigor radicó en la fuerza vital y en la colaboración de ambos componentes. Una vez que esta conjunción esencial se vio seriamente amenazada (ya desde el siglo XIII), los fundamentos del Medievo no volvieron a estar en orden; no se evidenció un simple trastorno funcional pasajero, sino un desorden de las bases.

 

Con lo que se demuestra una vez más que aquella separación omniamenazante no sobrevino por acaso ni simplemente por malicia o miopía de los respectivos portadores del poder pontificio y del poder imperial. Más bien nos encontramos aquí, sencillamente, en un momento especialmente decisivo y trágico de la conjunción de lo eclesiástico y lo temporal, típico de la Edad Media. El hecho de que ambos poderes trabajaran conjuntamente en la formación del Occidente cristiano fue lo que lo llevó a su unidad y a su apogeo. Pero como desde el principio los elementos comunes no estuvieron claramente delimitados (tal vez no pudieron estarlo) y, debido a los mutuos ataques o intentos de expansión de ambas partes, cada vez lo estuvieron menos (puesto que no se consiguió o no se pudo conseguir una clara unidad de coordinación dentro del único organismo cristiano), el genuino desarrollo de ambas esferas se vio más y más obstaculizado por una y otra parte. La grandiosa unidad medieval, amalgamada como fue, llevó en sí desde el primer momento los gérmenes de la separación y de la futura lucha entre imperio y sacerdocio.

 

Los gérmenes fueron desarrollados por parte pontificia en aquel concepto de Iglesia e imperio que ya había sido preparado bajo otro aspecto por León I, Gelasio e Isidoro de Sevilla: el ministerio sacerdotal es superior, y la potestas imperial no sólo es inferior, está incluso sometida al primero. La elevación del emperador se verifica en este sentido «por voluntad (nutu) de Dios y de Pedro, el portador de las llaves».

 

La evolución posterior estuvo en correspondencia con el acto de la coronación realizado en Roma en el año 800. El nuevo imperio no fue, como el antiguo, una realidad autónoma, sino que permaneció vinculado al papado. Muy pronto los papas entendieron la coronación como una translatio imperii y de ello dedujeron nuevos derechos.

 

6. Todavía nos queda por dilucidar una falsa interpretación moderna, y afirmamos que el poder imperial sobre la Iglesia, su soberanía sobre la jerarquía, su intromisión en la promulgación dogmática de los concilios, todo ello no tuvo nada que ver con una oposición al magisterio docente del supremo pontífice.

 

Carlomagno, en efecto, reconoció como evidente la total y absoluta primacía de la Iglesia romana en el plano doctrinal: esta supremacía, según los libri carolini —que dan instrucciones al papa sobre la cuestión del culto a las imágenes—, no se basa en decisiones conciliares, sino en el mismo Cristo; únicamente los santos Padres aceptados por la Iglesia de Roma deben ser considerados normativos, porque su consejo es vinculante para todos los fieles. En el proceso contra León, Alcuino recordó a Carlomagno que el papa no puede ser juzgado por nadie[12].

 

Este concepto se complementa con la alta estima que demostró Carlos por las tradiciones romanas (introducción de la liturgia romana, del rito bautismal romano; la vestimenta y la conducta de vida de los sacerdotes romanos se hicieron norma obligatoria para la Iglesia franca).

 

7. Carlos fue un verdadero cristiano, lo dicho lo confirma. Pero ni siquiera en él hallaron expresión suficiente las concepciones morales del cristianismo. Una fuerte sensualidad y, especialmente, una demoníaca crueldad para con sus enemigos enturbian como manchas oscuras el luminoso cuadro de su carácter.

 

Mas no hay que olvidar que fue generalmente alabado por su dulzura y su sentido de la justicia. A pesar de esos defectos no deja de ser el magno «el ejecutor de la historia universal» (Ranke), sin el cual no hubiera existido un Occidente cristiano. «Su grandeza reside en que sus acciones como sus omisiones siempre estuvieron presididas por el bien de la comunidad» (Hauck).

 

En el año 1165 Barbarroja mandó exhumar solemnemente los restos de Carlomagno, lo que entonces equivalía a una canonización. Pascual III (1164-68), el antipapa nombrado por el emperador, autorizó su culto, pero posteriormente la Iglesia lo redujo (más bien lo toleró) a la veneración de beato, puramente local (en Aquisgrán).

 

§ 41. REFLORECIMIENTO Y DECADENCIA DE LA CULTURA DE LA PRIMERA EDAD MEDIA. EL PAPADO EN EL SIGLO IX

 

I. LA VIDA CULTURAL

 

1. Las más importantes obras culturales del vasto Imperio carolingio no fueron autóctonas en su mayor parte (§ 40). Esta cultura no tuvo el vigor de lo que crece en el propio país. Decayó en cuanto se quebró el marco protector de la organización creada por Carlos. Es importante comprender que este marco tenía que desmoronarse rápidamente, por cierta lógica interna. Su construcción fue más que nada una obra sobrehumana, personal del emperador, realizada además a marchas forzadas. En el fondo, lo exigido al mundo en torno, el mundo franco de entonces, fue demasiado; los conceptos de los francos sobre el Estado, la autoridad y la administración, por ejemplo, no estaban aún maduros para asimilar los conceptos universales heredados de Roma y de Bonifacio, que Carlos había plasmado en su obra. Con inesperada rapidez se demostró que la fuerza interna del nuevo imperio y su idea no era tanta como había parecido bajo el reinado de Carlomagno.

 

El mismo Carlos no tuvo sus ideas muy claras, porque de lo contrario no hubiera reconocido, como lo hizo con la «división del imperio» en el año 806, el derecho de sucesión de los francos. En cambio, su sucesor Ludovico Pío, con su «ordenación del imperio» (ordinatio imperii) del año 817, trató por su parte de asegurar en lo posible la unidad. Pero fue una medida insuficiente (Lotario como emperador y soberano de los reinos de sus hermanos); además, Ludovico la volvió a modificar poco después (824). Se llegó así a las desdichadas guerras de sucesión entre el padre y los hijos. El simple hecho de la deposición de Ludovico tras la traición de sus hijos y del ejército («campo de la mentira» de Colmar [833]), revela claramente la íntima vulnerabilidad del imperio (y la poca claridad de los conceptos básicos).

 

Hasta en la conciencia de sus contemporáneos significó una disminución de su prestigio. La concepción papal, en cambio, se atuvo firmemente (y por su propio interés) a la unidad del imperio. Pero el arbi­traje del papa puso otra vez de manifiesto la desunión de las fuerzas francas, por ejemplo, en el episcopado: los obispos de mentalidad «imperial» se pusieron de parte del emperador; los de mentalidad «papal», a una con Gregorio IV (827-844), de parte de los hijos.

 

El imperio de Carlos, como su obra en general, no obstante su incalculable trascendencia histórica, fue sólo un episodio. También esta vez el grano de trigo tuvo que morir. Todo volvió a ser puesto en tela de juicio, hasta la vinculación de la Iglesia con el Occidente: Juan VIII se dirigió al emperador romano oriental en petición de ayuda y dio su aprobación al sínodo del 879-880, que confirmó a Focio, como veremos.

 

Sólo tras la confusión del saeculum obscurum pudo lograrse, esta vez bajo el reinado de los emperadores sajones y de una forma nueva, la definitiva conformación universal del Occidente (¡y nuevamente tras largas, peligrosas e interminables luchas!).

 

Pero antes volvió a producirse el caos de los tiempos merovingios. Esto acaeció cuando los sucesores de Carlos, epígonos sin suficiente poder político, se pelearon por la herencia en vez de conservar la unidad del imperio. El concepto jurídico-privado de la ley de sucesión franco-germana demostró ser más fuerte que el concepto jurídico-público del pensamiento del «imperio». Así, el Imperio franco oriental y el occidental se separaron abiertamente y, por último, el conjunto se fraccionó en toda una serie de minúsculos reinos independientes. Por otra parte, la egoísta lucha de las pequeñas potencias franco-italianas por el patrimonio de Pedro, a una con la invasión de normandos y sarracenos, se dirigió contra Roma, contra el papado y contra toda Italia.

 

Hay que tener presente que, desde este punto de vista, asistimos a una auténtica desintegración, no solamente a una transformación que pudiera dar pie al nacimiento de nuevas fuerzas organizadoras. Y puesto que la desintegración se expresa precisamente en el avance y la contraposición de múltiples fuerzas menores disidentes, falta el sello unitario de las grandes directrices. Por tanto, es imposible bosquejar su desarrollo en pocos trazos. El desorden y los trastornos que origina necesitan para su análisis de un examen mucho más prolijo[13].

 

2. En estas comprobaciones no olvidemos que los órganos establecidos y las fuerzas agrupadas bajo el reinado de Carlos fueron precisamente extraordinarios. Después, al principio, siguieron siendo efectivos. Así, bajo el reinado del débil Ludovico Pío y su hijo Carlos el Calvo (840-877) hubo un breve florecimiento. En el ámbito propiamente religioso se llegó incluso a una notable profundización, dependiente en buena parte de la reforma de los cenobios llevada a cabo por el principal colaborador de Ludovico Pío, el abad Benito (hacia el 750-821), del monasterio de Aniano en la Francia meridional. Pero en el fondo ya no alentaba una concepción cultural de la vida monástica, esto es, una concepción «formadora del mundo» (como con Carlomagno), sino una concepción religioso-ascética, esto es, de «huida del mundo»[14]. Encontramos, además —a diferencia de lo que sucedía con Carlos—, una acrecida tendencia a la fundación de nuevas abadías: por ejemplo, Corbeya (822), Herford (trasladado a Herford en el año 819, por haberse iniciado antes), ambos en la Sajonia recién convertida. El mismo impulso religioso llevó a implantar la vida comunitaria de los clérigos en las iglesias catedrales (según la Regla de san Crodegango [† 766], parecida a la de san Benito).

 

También la vida teológica de este tiempo, pese a su modesto nivel, cobró en los monasterios del continente[15] nuevos impulsos y orientaciones que acarrearon consecuencias históricas importantes. Encontramos un estudio, admirable para su tiempo, sobre los escritos de san Agustín (aunque también encontramos apuntes de doctrinas falsas).

 

En la Francia oriental los monasterios se mantuvieron firmes en las tradiciones de Bonifacio y Carlomagno. Fulda conoció su apogeo con un discípulo de Alcuino, Rabano Mauro († 856), arzobispo de Maguncia, eminente compilador exegético. En un mundo que durante muchos siglos no había conocido una instrucción organizada de los sacerdotes, adquirió gran importancia su libro sobre los deberes del estado sacerdotal. El título honorífico de Praeceptor Germaniae, que le concedió la historia, resume exactamente su gran labor pedagógica como iniciador de una educación espiritual del pueblo. Desde el punto de vista político-eclesiástico hay que destacar que él no colaboró con el papa en la oposición del episcopado franco occidental contra Ludovico Pío; caballerosamente pidió para el viejo y desposeído emperador el respeto y la obediencia debida al soberano.

 

El maestro más célebre de la abadía de Reichenau (fundada en el año 724) fue Walfrido Estrabón († 849). ¡Su Glossa ordinaria fue el manual exegético de la Edad Media durante más de cinco siglos! También tuvo gran importancia su intervención en las discusiones político-eclesiásticas: a diferencia de los concilios y obispos coetáneos, de tendencia más bien episcopalista, él estableció la jerarquía de los ministerios y sus atribuciones partiendo del Summus Pontifex (en analogía con el escalafón de los funcionarios seculares, que parte del emperador).

 

Entre los últimos representantes de la vida cultural de este período tenemos a Regino de Prüm († 915) por su Crónica, que alcanza desde el nacimiento de Cristo hasta el año 906.

 

La vida espiritual del Imperio franco occidental estuvo también ahora exclusivamente llevada por clérigos y monjes. La escuela palatina perdió prestigio; en su lugar aparecieron las escuelas monacales o conventuales (principalmente Tours y Corbeya). Notables intentos de un esfuerzo teológico propio (¡muchas veces fruto de san Agustín!) se advierten en Agobardo, arzobispo de Lyón († 840), espíritu adelantado a su tiempo en muchas cosas. Como a su insigne contemporáneo Jonás de Orleáns, también a él le preocupó la cuestión de cómo dentro de la Iglesia, del corpus christianum, es posible realizar la separación de ambos poderes (pero en el sentido de una subordinación del poder temporal al espiritual). Partiendo de aquí, hizo una crítica modelo del sistema de las iglesias privadas. Percibió claramente la contradicción implícita en una donación en la que se mantiene invariable el derecho de propiedad y fustigó los derechos de ella derivados como una intromisión sacrilega en el derecho de la jerarquía. La misión de los seglares es proteger las iglesias, pero no administrarlas, y mucho menos poseerlas. En consecuencia, Agobardo condenó también la posesión de iglesias privadas por parte de los obispos y abades. Su crítica se dirigió ante todo contra aquel abuso que dos siglos más tarde sería combatido como investidura de los laicos. Buena muestra de lo confuso de la situación es que al mismo tiempo un sínodo romano (826), por el contrario, autorizaba plenamente el sistema de las iglesias privadas.

 

Agobardo fue un hombre de iluminada espiritualidad. Exigió una fe razonable y trabajó con gran celo contra la superstición popular y la magia, aunque también contra los judíos (cf. § 72, II, 3).

 

Claudio, obispo de Turín († 827), combatió igualmente la superstición en la Iglesia, como también la exagerada veneración de santos, reliquias e imágenes. En su caso podemos muy bien hablar de espiritualismo, puesto que rechazó formalmente la veneración de las imágenes. Incluso mandó quitar las cruces de las iglesias. Por lo que tenemos entendido, fue el primero que en la Edad Media formuló el principio tantas veces aplicado más tarde contra la curia romana: sólo quien vive apostólicamente puede ser apostolicus (= papa).

 

De finales del siglo debemos mencionar una cabeza sobresaliente sobre todas las demás, que de manera significativa, a la par que funesta, anuncia la nueva especulación teológica que revivirá dos o tres siglos más tarde: Juan Escoto Eriúgena (Eriu = Irlanda [† 877]), director de la escuela palatina de Carlos el Calvo. Fue entonces y por mucho tiempo el mejor conocedor de la teología griega en Occidente. Tradujo el Pseudo-Dionisio (§ 34) al latín, transmitiendo así al Occidente una de sus principales fuentes teológicas. De este modo se introdujeron en la Edad Media ideas neoplatónicas de sabor panteísta (la autoevolución divina) con reminiscencias de Orígenes («a la postre todo retorna a Dios»). Su estudio de san Agustín, sin embargo, no le indujo a compartir las ideas del monje sajón Godescalco (§ 34), sino que combatió su doctrina de la predestinación.

 

3. Más allá de la teología y del monacato fueron de interés general algunos monumentos literarios, en los que se aprecia cómo los germanos, movidos por el mensaje cristiano, expresaron sus sentimientos religiosos. Retrocediendo un poco, lo primero que hallamos digno de mención es la «Oración de Wessobrunn» (Wessobrunner Gebet), del siglo VIII[16].

 

La obra más extraordinaria y sorprendente de la literatura germano-cristiana es el Heliand (hacia el 830), poema bíblico escrito en sajón antiguo, testimonio asombroso del rápido y dinámico arraigo del pensar cristiano en aquel mundo tan poco cristiano de los primeros tiempos. Se ha de añadir también la historia evangélica de Otfrido von Weissenburg (en Franconia [863/71]), escrita en «theótico». Otfrido utilizó el Poema Muspilli, que trata del fin del mundo y el juicio final (hacia el año 830).

 

Ludovico Pío también perfeccionó en su imperio la organización eclesiástica, erigiendo nuevas diócesis: Hamburgo, Hildesheim, Halberstadt. Este trabajo estuvo en parte relacionado con la ampliación de la misión de los paganos hacia Germania del Norte y los ostfalianos. La misión, no obstante, fracasó a consecuencia de la irrupción de los normandos (destrucción de Hamburgo [845]) y de los sarracenos, procedentes de diversos puntos, en el Imperio (y en el Estado de la Iglesia); excepción fueron los territorios atendidos desde Salzburgo y Passau.

 

Finalmente, sólo cuando consideremos en su conjunto los elementos de la piedad medieval podremos obtener una visión completa de la vigencia de las fuerzas religioso-eclesiásticas del tiempo siguiente a Carlomagno (y del alcance de su significado).

 

Pero lo que en el fondo de aquella constelación de fuerzas se estaba gestando para la futura Europa no se hace visible en este orden de acontecimientos. Donde se anuncia, no obstante, aquella disolución que hemos calificado de pura decadencia es más bien en la grandiosa reacción acaecida bajo Nicolás I, de la que hablaremos en el apartado siguiente. Nótese bien: en este período sólo se anuncia. La realización, la construcción de la societas christiana se llevó a efecto en virtud de múltiples fuerzas de carácter universal que operaban en el papado, en el imperio y en el episcopado y de esa enmarañada forma de conjunción y oposición inestable que tendremos la ocasión de conocer en especial hacia finales del siglo X.

 

II. NICOLÁS I

 

1. En medio de la progresiva descomposición político-estatal, después del saqueo de Roma por los sarracenos (846), antes de que el desmoronamiento alcanzase también a la Iglesia, sobrevino la vigorosa ascensión del papado a que aludíamos. Una tras otra se sucedieron en la sede de san Pedro tres figuras notables, la primera de las cuales fue, en cierto modo, la que caracterizó la época: Nicolás I (858-867), Adriano II (867-872), Juan VIII (872-882).

 

a) El descenso del prestigio del imperio elevó automáticamente la conciencia del poder pontificio. El lenguaje de los papas se hizo mucho más consciente de sí que en los tiempos de Carlos. Ya Gregorio IV había dado a entender a los representantes de la idea del Estado-Iglesia que el ministerio «pontifical» de la cura de almas era superior al «imperial» temporal[17]. Con el intachable e impávido Nicolás I, bien consciente de sus fines, tenemos ante nosotros un precursor espiritual de Gregorio VII (§ 48) y de Inocencio III (§ 53), no en el sentido de una evolución ininterrumpida, pero sí en el sentido de un anuncio complexivo de los derechos que dos siglos más tarde, articulados en un vasto programa, marcarán el apogeo de la Edad Media. Su pasajera aparición ahora, en medio del desmoronamiento, denota la existencia en la Iglesia de fuerzas de reserva ocultas, pero no agotadas. Paralelamente al contemporáneo partido franco de reforma de la Iglesia, la obra de Nicolás (y en cierto modo la de sus dos sucesores) marcó el comienzo de la transformación decisiva que luego habría de hacer del elemento religioso-eclesiástico, esto es, del elemento hasta entonces dominado por el poder político, la fuerza predominante en la realización de la civitas Dei o ecclesia universalis, que ambos poderes entendían obviamente como unidad de Iglesia y Estado. El «vicario de Dios» en lo sucesivo ya no será el emperador, sino el papa.

 

Nicolás I, como Bonifacio, como Carlomagno, como los grandes emperadores y papas de la alta Edad Medía, fue representante del universalismo eclesial[18] en contraposición con los múltiples particularismos de los metropolitanos occidentales de Rávena, Colonia, Tréveris[19] y Reims, de los patriarcas orientales (Focio) y de Lotario II, partidario de la Iglesia nacional.

 

b) Según la idea de Nicolás I, el papa está puesto directamente por Dios como administrador de la obra de la redención para toda la Iglesia de Occidente y de Oriente. Puede hacer venir a su presencia a cualquier clérigo de cualquier diócesis. «Si todo le ha sido entregado por el Señor, no hay nada que el Señor no le haya concedido». El juzga a todos, pero no puede ser juzgado por nadie, ni por el emperador; la potestad episcopal procede de la pontificia —aquí se echa de ver una fatal exageración—. El papa es la encarnación de la Iglesia, sus decretos tienen el valor de cánones, y los sínodos necesitan su aprobación. La Iglesia existe con plena independencia de todo poder civil. Se rechaza toda forma de Iglesia territorial y estatal en Occidente y en Oriente, incluso la iglesia privada o propia. Lo espiritual es más sublime que lo temporal.

 

Nicolás I combatió para que el papa fuera en la práctica lo que era en su concepto (Hauck). Completamente convencido de ser, como sucesor de san Pedro, juez de toda la Iglesia, también aceptó, por su parte, los deberes inherentes a tal condición. Fue de elevada moralidad personal y de fuerte sensibilidad jurídica. No se trata de una simple frase hecha, cuando un hombre como él, plenamente consciente de su ministerio, en carta dirigida al emperador Miguel III confiesa de forma convincente su propia fragilidad y se recuerda a sí mismo su arriesgada responsabilidad misionera por la salvación del alma del emperador[20], a quien él ahora ásperamente rechaza. Hay que tomarlo muy en serio, cuando se declara dispuesto al martirio, si fuese necesario para la defensa de la Iglesia romana.

 

Es preciso tener en cuenta que todo esto, por tanto también la divi­sión de poderes, se halla dentro de la línea general ya indicada de la superioridad del papa sobre el poder político. El mismo fue quien confirió a Luis II en su coronación el derecho de la espada (inicio de la teoría posterior de las dos espadas).

 

2. Nicolás I, personalmente, no pudo coronar con el éxito ninguna de las luchas en las que defendió estos principios. Las discusiones se prolongaron durante los pontificados siguientes, como una velada crisis, hasta la completa superación del saeculum obscurum. La importancia de este gran papa reside en haber anunciado y defendido durante toda su vida, de forma tan sugestiva como desinteresada, un ingente programa. También este grano de trigo tuvo que morir otra vez para poder dar abundante fruto a partir del siglo XI. En medio de un mundo en avanzado estado de decadencia, la figura de este gran papa es una expresión de la seguridad de la Iglesia.

 

a) No sin relación con aquella organización político-social de los poderes intermedios, que llamamos proceso de feudalización, algunos metropolitanos occidentales intentaron entonces ampliar su poder eclesiástico y acrecentar su independencia con un poder patriarcal. Durante toda su vida estuvo Nicolás I en continua lucha con ellos. A esto se añade, hasta su muerte, la discusión con el patriarca de Constantinopla, una lucha que propiamente jamás pudo ser del todo abandonada.

 

La primera discusión la tuvo que sostener Nicolás con Juan, arzobispo de Rávena, la antigua rival e impugnadora de Roma y, después de ésta, la sede metropolitana más importante. Juan, apoyado por su hermano (que allí ostentaba el poder civil) y ante todo por el emperador (de Italia) Luis II, pretendía nada menos que un propio Estado eclesiástico «ravenense», con independencia de Roma (y con detrimento político, económico y eclesiástico para la Iglesia romana). Ni la suspensión ni la excomunión por parte del papa pudieron lograr la completa clarificación de la contienda; los abusos prosiguieron durante todo el pontificado siguiente.

 

Para el fuero interno de la Iglesia fue de gran importancia que las exigencias representadas por Juan (y formuladas en un peligroso superlativismo por el voluble Anastasio; véase más adelante) llegaran a constituir un peligro para la independencia del ministerio episcopal y de la colegialidad.

 

b) Aún más importante e incluso más meritorio desde el punto de vista humano fue Hincmaro († 882), arzobispo de Reims. La polémica sostenida con él evidenció claramente las tendencias que cristalizaron en el Pseudo-Isidoro: los obispos querían verse libres de las intromisiones de los grandes, tanto seculares como eclesiásticos; con tal fin proclamaron al papa como supremo juez y protector de sus derechos: «Que los obispos busquen refugio en el papa, como en una madre, para que ahí, como siempre ha ocurrido, se encuentren protegidos, defendidos y liberados». Pero el arzobispo Hincmaro mostró a los obispos lo contrario: «Os convertiréis en siervos del obispo de Roma si no observáis la gradación divina de la jerarquía» (por reducción del poder metropolitano).

 

Uno de los sufragáneos de Hincmaro, Rotardo, obispo de Soissons, de los más ardientes defensores del ideal de reforma eclesiástica de los obispos, se opuso a la intromisión tanto del rey como de Hincmaro, su metropolitano. Al ser excluido de la comunidad de los obispos, apeló al papa. Nicolás reaccionó con aquella impávida energía que hemos podido comprobar en las palabras y hechos de todo su pontificado. Planteó a Hincmaro sus exigencias con toda claridad, le amenazó con la suspensión, le exigió la readmisión incondicional de Rotardo o la comparecencia ante su tribunal. Expresó su postura en un impresionante despliegue de cartas a Hincmaro, al rey, al clero y pueblo de Soissons y a los obispos francos occidentales. La conciencia del poder universal del papa se manifestó en toda su pujanza. Nicolás habló absolutamente como señor de la Iglesia franca y del metropolitano Hincmaro; quedaron abolidos los derechos de las iglesias territoriales y de los metropolitanos independientes: «todos los asuntos importantes son de incumbencia del papa».

 

Rotardo logró ir en persona a Roma, y allí, en la Navidad del año 864, Nicolás le confirmó en su dignidad episcopal, anuló la condena del sínodo imperial e hizo que un legado suyo (Arsenio) acompañase al obispo hasta Soissons.

 

Solucionado el caso Rotardo, surgió en seguida una segunda discusión, porque algunos sacerdotes, que habían sido depuestos y cuya ordenación también había sido anulada, apelaron igualmente a Roma. También en este caso venció la poderosa voluntad del papa contra la Iglesia franca occidental y sus metropolitanos.

 

3. En esta lucha entre los obispos (apenas acusada en los medios de la curia papal) surgió la importantísima Colección de Decretales del Pseudo-Isidoro. Junto con las piezas auténticas contiene más de cien inauténticas, entre ellas la falsificación de la «Promesa de Quiercy» de Pipino, la susodicha «Donación de Constantino». La finalidad de la colección fue sin duda un mejoramiento cristiano en la cabeza y en los miembros. Una determinada serie de ideas se vuelve contra el régimen de la Iglesia estatal. Lo que ante todo se pretende es la seguridad de los obispos frente a las intromisiones de los grandes del mundo y el creciente poder de los metropolitanos. Por eso se insiste en que el ministerio episcopal procede directamente de Dios: «Los obispos (sólo) pueden ser juzgados por Dios». Por eso sus asuntos deben tratarse en los sínodos, que, no obstante, únicamente tienen jurisdicción si son convocados por el papa. Para garantizar todo esto se ensalza el poder del primado papal. El papa es «cabeza de toda la Iglesia y a un tiempo cabeza de todo el mundo». Por eso sólo al papa competen los derechos, hasta ahora detentados por el rey, de convocar y confirmar los concilios; los obispos acusados pueden apelar a él como a juez supremo; todos los asuntos de mayor importancia están absolutamente reservados a su decisión; son inválidas las leyes civiles que se oponen a los cánones y decretales.

 

La misma finalidad persiguen las colecciones, probablemente un poco anteriores, pero igualmente falsificadas, de Benedicto Levita y los llamados Capitula Angilramni (de sus 1.721 capítulos, sólo una cuarta parte, aproximadamente, son auténticos)[21].

 

El acrecentamiento del poder papal que aquí se persigue corresponde más o menos a la postura de Nicolás I. La coincidencia del punto de vista del papa con el de las Decretales pseudo-isidorianas es tan manifiesta, que se puede sostener «con buen fundamento» (Seppelt) que la célebre falsificación llegó a Roma por conducto de Rotardo.

 

4. La misma firmeza y valentía demostró Nicolás I en el asunto, sin duda más espinoso, del matrimonio de Lotario II: éste y su amante Waldrada, de la que tenía tres hijos (entre ellos un varón, que podía figurar como heredero del trono), estaban contra la legítima esposa, Teuteberga, hija de un conde borgoñón, con la que Lotario se había casado por motivos políticos, pero que fue repudiada porque no le daba ningún heredero. (Dado que tampoco sus hermanos tenían descendencia masculina, el aspecto político del asunto —la extinción de la rama lotaringia de la dinastía carolingia— cobró mayor relieve. Hasta el hermano mayor de Lotario, el emperador Ludovico II, intervino en favor de la disolución del matrimonio). Tres sínodos en la residencia de Aquisgrán, bajo la influencia de los metropolitanos de Colonia y de Tréveris y del obispo de Metz, hicieron al rey un flaco servicio: obligaron a Teuteberga a confesar un delito de incesto, declararon nulo su matrimonio y, por tanto, lícitas las segundas nupcias del rey; la reina tuvo que entrar en un convento. En seguida se celebró la boda con Waldrada. (Hincmaro no tomó parte; sin miedo alguno denunció las intrigas).

 

El papa se atrevió en este caso a hacer lo que ninguno de sus predecesores hubiera osado: juzgar al rey (el reino) franco. Por medio de sus legados exigió un nuevo sínodo con nuevos obispos y se reservó la sentencia. Entonces, soberanamente, convocó a todo el episcopado franco oriental y occidental para emitir juicio sobre el rey. El nuevo sínodo, a todo esto, se pronunció a favor del rey. Pero el sínodo de Letran, convocado por el papa en el año 863, condenó el nuevo matrimonio del rey; sin proceso judicial fueron depuestos los arzobispos de Colonia y de Tréveris. El legado de Nicolás (esta vez el equívoco Arsenio[22]) llevo a Waldrada a Italia. Waldrada huyó a casa de su cuñado Ludovico, que devino perjuro. Pero el mismo papa no accedió a los deseos de la abatida Teuteberga, que quería renunciar. Condenó plenamente a los culpables, pero sin pronunciar contra ellos una excomunión formal. Así, pues, no se llegó a una clamorosa ruptura con la Iglesia franca, pues tampoco el papa podía tener especial interés en ello, dadas las graves discusiones eclesiásticas con el Oriente.

 

El papa murió antes de que la cuestión quedara completamente zanjada. Se continuó bajo su sucesor Adriano, pero sin consecuencias.

 

En todo este asunto se manifiesta a todas luces el cambio experimentado por las relaciones del papa con el Imperio franco y sus soberanos desde Bonifacio, Pipino y Carlomagno; lo nuevo en la postura del papa se advierte con especial claridad, si pensamos que también Carlomagno y hasta el piadoso Carlomán habían actuado objetivamente lo mismo que Lotario, sin haber llegado a ningún conflicto con el papado, para el cual entonces ni se planteaba siquiera la posibilidad de intervenir. Pero ahora, bajo Nicolás I, el anuncio del cambio futuro a favor del papado es inequívoco. De hecho, pues, con la ampliación de su jurisdicción político-eclesiástica, el papa se convierte de una vez en defensor de la moral cristiana y de la justicia.

 

5. El pontificado de Nicolás I supuso también un hiato en el trágico y progresivo alejamiento, profundo desde mucho tiempo atrás, de la Iglesia oriental y occidental. El defensor de los derechos particulares eclesiásticos en el Oriente era entonces (desde el año 858) el patriarca Focio. Fue el hombre más docto de su tiempo, un hombre que podía competir con Nicolás I en energía y consciencia de sí mismo, portador de la gran tradición de la Iglesia oriental y de su posición de poder (cuya defensa le incumbía por derecho), pero, desgraciadamente, también lleno de hipocresía. De secretario de Estado y comandante de la guardia imperial fue elevado a patriarca de Constantinopla, recibiendo todas las órdenes en el período de cinco días (en contra de los cánones). Su elevación estuvo en íntima relación con el alejamiento de la sede patriarcal de su predecesor Ignacio por obra del regente, que vivía en matrimonio inválido.

 

En este cisma Ignacio-Focio intervinieron reivindicaciones muy concretas del papa, políticas y eclesiásticas: el papa exigía la entrega del vicariato de Tesalónica, las provincias eclesiásticas y los patrimonios de Italia meridional y de Sicilia (posteriormente se sumó a esto la cuestión de Bulgaria).

 

Ni los hábiles subterfugios de Focio (que trató de conseguir la aprobación de Roma), ni (¡tampoco aquí!) la postura un tanto confusa de los legados del papa[23], ni la mutilación y falsificación del escrito pontificio, ni el apoyo que prestaron al caso los obispos de Colonia y de Tréveris en contra del papa, consiguieron que Nicolás se apartase ni un ápice de su línea: línea que se expresó en un escrito pontificio un tanto conciliador, luego en el sínodo lateranense (863) y, por fin, en un escrito del año 865. Esta era la resolución del papa: Ignacio había sido destituido injustamente, Focio no podía ser reconocido como patriarca, los discordantes conceptos jurídicos de la Iglesia oriental no podían ser tolerados; las prescripciones de la sede romana obligaban a todos. En todo caso (así se dice en el escrito del 865) podía pensarse en un nuevo proceso si Ignacio y Focio comparecían ante su juez en Roma.

 

El alcance de esta sentencia papal se hace más claro si pensamos en la situación general: como consecuencia de la invasión de los bárbaros Roma y Bizancio se habían distanciado profundamente en el plano cultural, y la separación se había agudizado por la penetración de elementos asiáticos en el Oriente; a raíz de la coronación del emperador en el año 800, a los ojos de los griegos el Occidente se había separado políticamente del Oriente; y ahora Nicolás, junto con su primado doctrinal, afirma más acusadamente su primado de jurisdicción y exige del Oriente, de forma inaudita, el mismo reconocimiento como supremo juez, reconocimiento que él acababa de imponer en el Occidente —¡y en su propio patriarcado!— gracias a una favorable disposición de fuerzas. Por muchos que fueran los fallos y culpas de Bizancio en estas tensiones y en la posterior separación, no podemos pasar por alto que los reparos internos de los ortodoxos frente a la más dinámica evolución del Occidente fueron del todo comprensibles y deben ser entendidos cristianamente.

 

El mencionado apoyo de los metropolitanos de Colonia y de Tréveris guarda cierta relación con el plan de Focio de reunir en contra del papa toda la oposición franca, incluida la del emperador Ludovico II, a fin de que se cumpliera la deposición pronunciada contra el papa (concilio del año 867, del que luego se hablará). Fue aquí donde se reveló, y a favor del papa, la profundidad a que había llegado el distanciamiento entre el Occidente y el Oriente. La apelación del papa a Hincmaro, a Liutperto de Maguncia y a todo el episcopado franco tuvo éxito. Habla en favor de la magnanimidad de Hincmaro el hecho de que habiendo sido poco antes tratado por el papa de «pérfido mentiroso» y «falsario», estando al frente del episcopado franco occidental, permaneciera fiel al papa.

 

6. Esta situación, ya tensa y peligrosa de por sí, fue envenenada luego por las disensiones en torno a la conversión de los búlgaros, quienes, preocupados por su independencia política, no acababan de decidirse por Bizancio o por Roma. Primero trataron de adherirse a la Iglesia oriental: Boris, zar de los búlgaros, se hizo bautizar el año 865 en Constantinopla; misioneros griegos comenzaron la obra de la conversión y Focio envió al príncipe de los búlgaros un extenso escrito doctrinal. Defraudado en sus aspiraciones de independencia eclesiástica, Boris se dirigió no obstante a Roma (866) para conseguir de Nicolás lo que Focio ásperamente había denegado. El papa tuvo la habilidad de eludir la solicitud de un patriarca propio, pero inmediatamente envió un grupo de misioneros, que emprendieron la tarea bajo la dirección de dos obispos conforme a las directrices expresamente redactadas por el papa. Los usos y costumbres bizantinos tuvieron que sufrir una acerba critica y fueron sustituidos por los romanos. Los misioneros griegos, como también los francos (que Boris poco antes le había pedido a Luis el Germánico), tuvieron que abandonar el país. ¡Inesperadamente, pues, el patriarcado romano se extendió mucho más allá del antiguo Vicariato de Tesalónica hasta las mismas puertas de Constantinopla![24].

 

Esto pareció insoportable a los griegos y permitió a Focio, a una con los demás patriarcas orientales, hacer causa común con todo el Oriente contra los «criminales» de Occidente, etiquetarlos como los enemigos más radicales y emplear los medios más expeditivos. Tanto si Focio impugnó básicamente el primado como si no (así lo afirma recientemente Dvornik), el caso es que un sínodo en Constantinopla (867) decretó en presencia de toda la corte la deposición (!) del papa y su excomunión como «hereje y devastador de la viña del Señor»; al mismo tiempo se llevó a cabo el intento antes mencionado de alzar al Imperio franco contra Nicolás.

 

En el punto culminante de la tragedia las figuras principales desaparecieron de escena. Nicolás murió antes de que le llegase la noticia del concilio del año 867; Focio escapó a la celda de un monasterio, porque mientras tanto una revolución palaciega había exaltado nuevamente a Ignacio a la sede patriarcal. El siguiente papa, Adriano II, decretó la excomunión de Focio. El VIII Concilio ecuménico de Constantinopla (869/70), bajo la presidencia de tres legados papales, confirmó esta sentencia contra el intruso y «nuevo Dióscuro» Focio; las ordenaciones administradas por él fueron anuladas.

 

En un nuevo sínodo de Constantinopla (879/80) los partidarios de Focio consiguieron que los legados romanos, desconocedores del griego, hiciesen algunas concesiones[25]. La doctrina del primado propuesta por Juan VIII fue traducida subrepticiamente. Focio fue nuevamente reconocido[26] incluso por la Iglesia de Roma.

 

Finalmente, el nuevo emperador, antiguo discípulo de Focio, mandó meterlo en un cenobio, donde diez años después murió (hacia el año 897/98).

 

7. La característica de esta lucha es ante todo la oposición político-nacional de los bizantinos contra los «bárbaros» y «herejes» occidentales. A la muerte de Focio la unión no estaba todavía rota, pero sí muy aflojada.

 

a) Nunca llegaremos a comprender del todo esta situación tan complicada ni su problemática si no nos preguntamos: ¿era realmente necesario llegar a este resultado negativo? Sin querer atribuir a Focio más apertura y disponibilidad de lo que permite apreciar su actuación, es preciso llamar la atención sobre el hecho de que sus numerosas apelaciones al obispo de Roma implican, efectivamente, un reconocimiento del ministerio de Pedro. Ahora bien, si en el dramático ir y venir de los contactos de entonces se aceleró el proceso de alejamiento, ¿no se debería todo ello a que no solamente la parte oriental (donde Focio y el emperador, respectivamente, trataban de que su partido saliera victorioso con la ayuda del papa), sino también la occidental pensaba demasiado en sus propios fines? ¿Acaso una actitud más desinteresada, entendida como una verdadera ayuda a la Iglesia oriental, tan rica en tradiciones, no habría representado con mayor éxito el ministerio de Pedro en el Oriente?

 

b) Nicolás I, en el camino que lleva de Gregorio I al apogeo de la Edad Media, es el grado previo, preparatorio del programa de Gregorio VII e Inocencio III. Lo que luego estos papas tendrían que decir y realizar como manifestación de la plenitud de poder de la Iglesia, específica de la Edad Media, ya está aquí presagiado, iniciado o hasta exigido.

 

En esta futura plenitud de poder papal desempeñará un papel muy importante la llamada «teoría de las dos espadas». Nicolás no la enseñó (como tampoco Gregorio VII); donde primeramente aparece con tal expresión es en las manifestaciones del místico Bernardo de Claraval (§ 50). Pero también en la teoría de las dos espadas nos enfrentamos con una directriz medieval sumamente compleja. Tal teoría sufrió un notable cambio de interpretación. No tuvo, ni mucho menos, el mismo significado en Bernardo que en Bonifacio VIII (§ 63), ni en los canonistas de la alta y de la baja Edad Media. Si nos fijamos en sus fundamentos conceptuales, vemos que ya en el mismo Nicolás existe la pretensión de que el papa, igual que san Pedro, dispone de las dos espadas. Sólo que el papa reclama este derecho no como un poder directo, sino sólo como un poder directivo (potestas directiva).

 

III. LOS SUCESORES DE NICOLÁS I

 

1. Las pretensiones de Nicolás I significaron un cambio radical en las relaciones del papado con el imperio, tal como éste había sido constituido por Carlomagno sobre la base de la Iglesia territorial y regulado por la constitución del emperador Lotario I en el año 824: el que antes estaba sometido, el papa, debía ahora ser el superior.

 

a) Pero Nicolás y sus sucesores tuvieron que experimentar que su programa aún no estaba realizado, aunque los representantes del decadente imperio no fueron capaces de oponer ninguna resistencia a sus pretensiones de dirección. No era suficiente que el papa, como representante de Dios, dispusiera libremente de la dignidad imperial; él, el papa, necesitaba a su vez del rey como colaborador dispuesto a recibir y a usar, obediente a la curia, lo que él tenía que aportar como presupuesto natural, a saber: la fuerza del poder ejecutivo secular de la espada. Pero faltaban ambas cosas.

 

De ahí que el nivel de poder ansiado por Nicolás I fuera entonces imposible de alcanzar y más aún de mantener. A pesar del partido eclesiástico reformista, la única fuerza verdaderamente eficiente fue la personalidad de Nicolás I. De ahí también que, después de sus dos inmediatos sucesores todavía competentes, Adriano II y Juan VIII, la tendencia general fuera descendente.

 

b) Ya durante el pontificado de Adriano II (867-872), que tanto tiempo se esforzó por conseguir la corona papal, se anunció un profundo e inquietante desorden. Las fuerzas disgregantes, que ya habían aparecido bajo Nicolás I en la persona y en la influencia de Anastasio Bibliotecario, se mostraron ahora mucho más groseras en su legado, el obispo Arsenio[27], hombre influyente y enriquecido en el cargo que ostentaba.

 

El hecho de que aquel Anastasio estuviera tan íntimamente ligado a la obra del papa Nicolás (por lo menos desde el 862) y que este Arsenio, en el difícil cargo de apocrisario pontificio ante el emperador franco, demostrara tanta capacidad de maniobra y mediación (al agudizarse los antagonismos al comienzo del pontificado de Adriano II) no quita al cuadro su carácter esencial de inestabilidad ni los peligrosos síntomas, que aquí ya se manifiestan, del ansia de un poder mayor, del poder supremo, por pura satisfacción personal[28].

 

2. Nicolás dejó a su sucesor una herencia enormemente pesada: el papado se vio obligado a defenderse a la vez por varios lados y a padecer una crítica agravación de todos aquellos problemas que Nicolás había resuelto autoritariamente, sí, pero de ninguna manera solucionado. La situación de Adriano fue tanto más difícil cuanto que intentó, y efectivamente logró, permanecer fiel a los principios de su predecesor. Es cierto que la revolución palaciega del emperador Basilio y la caída de Focio (tras intranquilos meses de espera, durante los cuales en Roma ni siquiera se tenía noticia de los acontecimientos) dio un giro inesperado a la discusión con el Oriente: Adriano tuvo la satisfacción de poder juzgar a Focio en un sínodo romano (869) y vengar la humillación sufrida por su antecesor. Más difícil fue mantener en pie las resoluciones de Nicolás frente al Occidente. Adriano fue presionado para que cancelara la sentencia emitida sobre Lotario y las consiguientes sanciones. De hecho, el papa permitió nuevamente a Ditgaudo, el depuesto arzobispo de Tréveris (supra, II, 1), el acceso a la comunión de los seglares; anuló la excomunión de Waldrada, e incluso recibió a Lotario II, cuya causa matrimonial dispuso que se revisara en un sínodo romano.

 

La muerte del rey, ciertamente, le preservó de nuevas complicaciones en tan espinosa cuestión, pero hizo que el problema sucesorio provocara una peligrosa crisis. Se manifestaron entonces las consecuencias políticas, ya previstas hacía mucho tiempo, de una decisión religiosa que como tal no podía ser de otro modo, pero que en sus efectos planteó al papa un problema que excedía sobradamente los límites del ámbito religioso. Las pretensiones hereditarias del emperador, quien por su lucha contra los sarracenos había merecido el apoyo unánime del Occidente, se vieron amenazadas (a pesar de estar por completo justificadas moralmente) por las ya conocidas intenciones de sus tíos, especialmente Carlos el Calvo. Todos los intentos de mediación y todas las exhortaciones de los papas, ahora sin duda menos resueltos que su proceder contra Lotario II, fracasaron. La amenaza de los más severos castigos llegó demasiado tarde. Cuando los legados llegaron a presencia de Carlos el Calvo, el pacto de Meerssen (870) ya había acarreado hechos consumados. Un sínodo de Reims y un escrito de Hincmaro rechazaron el proceder del papa como intromisión injustificada: Adriano no podía ser rey y obispo al mismo tiempo; la pertenencia al reino de Dios no depende de que se rechace al rey exigido por Roma. Los nobles francos manifestaron sin rodeos que la política se hace con la espada, no con pretensiones de poder religioso. Adriano tuvo la suficiente prudencia para plegarse a la realidad política. Ya en el año 872 se inclinó por la antigua línea y propuso a Carlos el Calvo, llegado el caso de la muerte de Ludovico II, la suprema dignidad del imperio, permaneciendo así del todo fiel a la concepción imperial de su antecesor.

 

3. La situación política en Italia estaba, desde hacía algún tiempo, seriamente amenazada por las incursiones sarracenas. Fue el emperador Ludovico II quien, a pesar de las continuas obstaculizaciones de sus tíos y del escaso apoyo de Nicolás I, había asumido la defensa según sus posibilidades. Con su muerte (875) la situación para el papa, ahora Juan VIII, se hizo mortalmente peligrosa[29].

 

Juan VIII (872-882) quiso, con firme voluntad, emular a Nicolás I. A la opresión causada por las continuas incursiones de los sarracenos (el papa tuvo que pagarles tributo) se sumó la de las escisiones internas en la misma Roma. Ya antes, en la lucha de los papas contra los longo-bardos y la Roma oriental, había habido en Roma, junto a aquellos que defendían los intereses del papa, un partido longobardo, otro griego (romano oriental), otro imperial y algunos otros partidos de la nobleza romana. «El veneno de la discordia no se alejaba de Roma» (Alcuino). En su política imperial Juan se mantuvo en la línea trazada por Nicolás y Adriano: contra la voluntad del difunto emperador, que había designado como sucesor suyo al carolingio franco oriental Carlomán, el papa se decidió por el franco occidental Carlos el Calvo, a quien corono en la Navidad del año 875.

 

Habían pasado los tiempos en que la corona imperial se transmitía por derecho de herencia. Ahora era el papa quien disponía, según su libre juicio, sobre la suprema dignidad de imperio. En un espacio de setenta y cinco años las circunstancias habían cambiado radicalmente. El nuevo emperador mostró su reconocimiento, no sólo aumentando considerablemente las donaciones de sus antepasados, sino también renunciando a sus más importantes derechos imperiales (presencia de enviados [missi] imperiales en Roma, confirmación de la elección del papa).

 

El papado queda por fin libre de la tutela imperial. Pero desgraciadamente también quedó sin protección, ya que el anciano emperador no estaba en condiciones de cumplir las obligaciones contraídas a título de honor. A la muerte de Carlos el Calvo (877), el perjudicado Carlomán pudo entrar pacíficamente en posesión de su herencia italiana. Juan, sin embargo, supo hábilmente rechazar sus pretensiones a la corona imperial. Y, naturalmente, volvió a quedar otra vez sin protección. Humillado de nuevo por los sarracenos, acosado por los príncipes italianos y más tarde apresado, se retiró al Imperio franco occidental: un paralelo lejano, anticipado, de la ulterior postura pro-francesa de los papas de la segunda mitad del siglo XIII, que les llevó a Aviñón. La desesperada situación en el imperio[30], la oposición del arzobispo de Milán, las mutuas hostilidades de los príncipes de la Italia meridional y otra vez el peligro de los sarracenos obligaron al papa a acercarse a la Roma oriental y aprobar las decisiones de aquel sínodo del año 879/80[31], que rehabilitó a Focio sin que se tuvieran siquiera mínimamente en cuenta las condiciones del papa.

 

Juan VIII murió, ya viejo, de muerte violenta: según los Anales de Fulda fue envenenado por sus parientes; luego le machacaron la cabeza con un martillo.

 

4. Con esta cruel visión podemos decir, con razón, que comienza el saeculum obscurum de la historia de la Iglesia. En este punto de la evolución, una somera ojeada general a la lista de papas ya nos descubre la inseguridad de la situación. Desde la muerte de Juan VIII en el año 882 hasta León IX en el año 1049 (§ 45) hubo cuarenta y cuatro papas y más de veinte durante los ochenta años que median hasta la intervención de Otón el Grande: como venían se iban.  

 

El cuadro externo siguió caracterizándose por las incursiones de los normandos, los sarracenos, los húngaros y (en Inglaterra) los daneses, con sus consabidas y enormes devastaciones, y por grandes desórdenes, tanto en la administración como en el campo de la moral y del derecho. Ante todo predominaba la fuerza bruta, naturalmente, y no en último término, contra los bienes de las iglesias y los monasterios, especialmente en Italia y en la actual Francia. Los obispados dejaron de existir o fueron ocupados por seglares (así como las abadías). Era natural que también en el clero se dieran síntomas de disolución: incultura, simonía, inmoralidad, bajo nivel social.

 

La peligrosa situación política de los papas, que ya no tenían apoyo alguno en los carolingios, los empujó formalmente a ponerse del lado de sus enemigos inmediatos, los duques francos de Espoleto, contra los cuales nuevamente se alzó el afán de poder de los duques francos de Friaul.

 

De este modo el papado, a causa de sus posesiones temporales, se convirtió en manzana de la discordia de codiciosas y salvajes luchas partidistas. Las familias nobles victoriosas emplearon en beneficio propio, sin consideración alguna, los ingresos y las posibilidades políticas del disminuido estado de la Iglesia. Sin atender a sus aptitudes, colocaron en el trono de Pedro a sus favoritos, miembros de la propia familia; unos papas desalojaron a otros papas encarcelándolos, viniendo a su vez a parar, también ellos, en prisión.

 

Y llegó el tristemente célebre año 896/97: Bonifacio VI, poco antes depuesto de su ministerio de sacerdote romano por su indignidad, gobernó quince días; Esteban VI (896/97), presionado por Lamberto, duque de Espoleto (¡a quien Esteban V había coronado emperador!), celebró el «sínodo del cadáver», donde hizo condenar a Formoso (891-896) después de haberlo exhumado y mandado traer a su presencia; él mismo fue metido en prisión.

 

Sergio III (904-911), hechura de los duques de Espoleto, hizo estrangular en la cárcel a sus dos predecesores. Otros pontificados carecieron por completo de importancia. De una planificación eclesiástico-universal no volvió a hablarse más.

 

5. De las luchas partidistas de las nobles familias romanas hubo una que se mantuvo en cabeza durante mucho tiempo, la de Teofilacto con su mujer, Teodora, y las hijas de esta última, Marocia y Teodora.

 

Bajo el reinado de Teofilacto comenzó aquel gobierno de las mujeres (ginecocracia), que no se arredró ni aun ante las funciones espirituales del obispo de Roma. No obstante, la fuente principal, las escandalosas crónicas de Luitprando († hacia el año 970) no deben ser aceptadas sin más (¡y mucho menos generalizadas!). Hubo también personalidades intachables y figuras edificantes. Bajo Juan X (914-928) se formó la Liga de los príncipes italianos del centro y del sur, incluidos los bizantinos, y se obtuvo la victoria (916) sobre los sarracenos. Pero Marocia y su segundo marido se encargaron de que el papa muriera en la cárcel. En el año 931 Marocia proclamó como Juan XI (931-935) a su hijo natural (¿fruto de sus relaciones con Sergio III, asesino del papa precedente?).

 

El cambio llegó con Alberico de Espoleto († 954), hijo de un ma­trimonio anterior de Marocia, el cual todavía conservaba un sentido de responsabilidad cristiana. Expatrió al tercer marido de su madre, el rey Hugo, encarceló a Marocia y a su hijo Juan y gobernó autocráticamente durante veintidós años. También los cuatro sucesores de Juan XI dependieron totalmente de él, pero fueron sacerdotes dignos, que (junto con Alberico) dieron entrada en Roma a la reforma cluniacense, asentando allí algunos monjes reformados.

 

Desgraciadamente, también en Alberico acabaron prevaleciendo los intereses familiares. En su lecho de muerte (954) dispuso que su hijo Octaviano (de diecisiete años) ocupara la sede pontificia en la próxima vacante; éste llegó a ser papa con el nombre de Juan XII[32] y llevó una vida ostensiblemente escandalosa e inmoral y sus intereses fueron la caza, los festines y las mujeres. Llegó incluso a conferir órdenes blasfemas. Brindaba en honor de Venus y de Apolo.

 

6. Y, sin embargo, fue este indigno papa quien llevó a cabo la acción de mayor trascendencia histórica para la Iglesia de entonces: obligado por la necesidad política (amenazado por Berengario, soberano de la Italia septentrional), en el año 960 llamó de Alemania a Otón I[33], que se sentía heredero de los derechos de los carolingios y pudo entrar en Roma con su esposa Adelaida para ser coronado (962). No obstante, el propio Otón se vio obligado al año siguiente a deponer en un sínodo romano a este mismo papa por traición y vida inmoral. El ex papa Juan XII murió el año 964, «después de haber pasado toda su vida en la lascivia y en la vanidad», como se dice en el Liber Pontificalis, la crónica pontifica oficial.

 

a) Esta situación del papado se refleja hasta cierto punto en la leyenda de la papisa Juana (supuestamente hacia el año 855), no histórica, pero generalmente creída hasta finales de la Edad Media[34]. La leyenda tiene también otras raíces, pero muy bien pudo ser expresión de la auténtica tradición de las mujeres que dominaron el papado en el siglo X.

 

La susodicha decadencia del papado sólo fue posible en tal proporción gracias a la decadencia del imperio; ambas corrieron en paralelo con los fenómenos de disolución social y cultural en toda Europa. Los fraccionamientos resultantes de los pactos de Verdún (843), Meerssen (870: subdivisión del reino lotaringio) y Tribur (887: división del reino en cinco partes: reino oriental, reino occidental, alta Burgundia, baja Burgundia, Italia) significaron para el papado un aparente aligeramiento, pero en realidad supusieron un perjuicio; porque tanto para sus tareas eclesiásticas como para su independencia política el papado necesitaba el apoyo de una potencia superior. Al faltar dicha potencia, surgieron por todas partes, y también en Italia, como hemos visto, otras pequeñas potencias, que siempre que pudieron mutilaron la independencia política y eclesiástica del papado. Una evolución distinta, sin embargo, podemos constatar, ya desde el principio del siglo X y cada vez más a menudo en los siglos siguientes, en los obispos alemanes, quienes siempre tuvieron en claro la interdependencia de la unidad del imperio y la acción eficiente de la Iglesia[35].

 

La debilidad política del imperio dio nuevo estímulo y ocasión favorable a la intromisión de otros poderes ávidos de conquista, que muy pronto demostraron su carácter devastador, lo que naturalmente volvió a acarrear un grave perjuicio para lo cristiano-eclesiástico y, en consecuencia, también para el obispo supremo[36].

 

b) Dentro del desorden general sólo podía imponerse el derecho del más fuerte. Cada cual estaba, por así decir, abandonado a sí mismo. Se formaron muchos pequeños señoríos con un castillo fortificado en el centro. El robo y la rapiña y la autodefensa sangrienta negaron a ser moneda comente. La infausta costumbre del desafío, que por su naturaleza fue tan contraproducente para la educación cristiana de los pueblos, tiene aquí sus orígenes, aunque su verdadero desarrollo vino un poco más tarde, cuando a partir de Conrado II, al hacerse hereditarios los pequeños feudos, estos castillos pasaron a ser propiedad de los caballeros.

 

Las consecuencias para la vida religiosa son fáciles de imaginar. Los monasterios, principales focos de la actividad religiosa, hacia el año 900 habían desaparecido en su mayor parte en el imperio occidental, o bien resultaban estériles. También los libros eran entonces una rara mercancía.

 

En este cuadro tan deprimente, con tan variados síntomas de disolución, hay, sin embargo, algo consolador que no podemos pasar por alto: la única cohesión que demostró cierta estabilidad procedió de la Iglesia. Y es sorprendente que en aquellas circunstancias y bajo la dirección de tales papas la Iglesia fuera capaz de continuar y aprovechar su propia tradición. Una figura tan dudosa como Sergio III reconstruyó la basílica de Letrán, su propia iglesia episcopal, que se había derrumbado en tiempos de Esteban VI. Hasta las pomposas palabras y las ampulosas exigencias de estos indignos papas fueron por lo menos «palabras que mantuvieron vivas grandes ideas» (Hauck). Y siempre se ha de tener presente que la idea de la incomparable dignidad espiritual del obispo de Roma, aunque a veces fue poco clara y, en casos aislados, incluso negada, jamás desapareció de la conciencia de la cristiandad. Algo de capital importancia fue, especialmente para el pensamiento simbólico de entonces, que a partir del siglo VIII el papa llevase, además de la mitra (que representaba su dignidad espiritual) una «corona» como signo de soberanía, y precisamente una cofia o bonete puntiagudo, reservado a él en exclusiva, mediante el cual quedaba ensalzado sobre todos, eclesiásticos y seglares. Estos hábitos simbólicos creaban autoridad, tenían efectos parecidos a los de la corona imperial para la idea imperial única (Percy E. Schram)[37].

 

7. El hecho de realzar los valores positivos precisamente en estos tiempos de decadencia de la Iglesia no debe enturbiar nuestros ojos de modo que no veamos la problematicidad interna, apuntada ya tiempo atrás, de la idea que entonces se tenía del papa (una idea ya específicamente medieval). Por su importancia (tan decisiva como trágica) para la historia universal, y especialmente para la historia de la Iglesia, tendremos que volver una y otra vez sobre ella. El problema como tal y su tragedia radican en la fusión del primado espiritual y del primado terreno universal, simbolizada en aquella «corona-regnum» de Constantino, como ya hemos visto, sobre la cabeza de los sucesores de Pedro, el pescador de hombres. Las consecuencias positivas de la fusión, apuntadas antes, no quitan para que al mismo tiempo la labor espiritual y pastoral propiamente dicha retrocediera peligrosamente. Es realmente impresionante que Flodoardo de Reims († 966) critique el pontificado de Juan XI —la única honrosa excepción, ya mencionada antes— precisamente porque «sin poder, exento de todo esplendor, se ocupó únicamente de cosas espirituales». La inevitable e incluso deseada mezcla de ambas esferas conduciría irremisiblemente a la implicación de lo espiritual en lo terreno.

 

8. La oposición más fuerte a la disolución pontificia italiana se dio en Alemania, justamente con el florecimiento de los príncipes sajones (919-1024).

 

Ya el rey Enrique (919-936) había pensado quizá en alcanzar la corona imperial; pero murió antes de poder realizar su plan. Su hijo Otón (936-973) habría de llevarlo a cabo. En su primer viaje a Italia, Otón recibió en Pavía, en el año 951, el homenaje de los grandes italianos como rey de los francos y de los longobardos, pero no pudo llegar a Roma, porque el papa Agapito y Alberico se opusieron. Todavía hubo de transcurrir un decenio hasta que el papa, heredero de Alberico, solicitara ayuda del mismo Otón.

 

Después de ser superada la situación de anarquía política en el imperio, mejoraron también las condiciones de la Iglesia. El episcopado se convirtió en un poderoso colaborador del nuevo reino. Y esta misma Alemania fue la salvadora del papado. Aparte de los obispos, también los nuevos centros y movimientos monásticos constituyeron un centro de renovación eclesiástica, del que luego hablaremos.

 

Con la intervención de Otón en Roma se preparó el gran cambio en la historia de la Iglesia, pero aún no se llevó a cabo. La evolución inmediatamente posterior del papado discurrió en medio de ininterrumpidas luchas contra la nobleza romana, luchas en las cuales nunca faltaron papas que murieron en la cárcel o incluso de muerte violenta. Hasta mediados del siglo XI, en los días de Sutri y Roma (1046), tres años antes de León IX (1049-1054), cuando Enrique III nombró y depuso papas (§ 45), no quedó el papado definitivamente ajeno a los indignos lazos de los intrigantes romanos[38]. Sólo con él quedó libre el camino para un papado reformado universal (§ 48).

 

9. Mientras en el Occidente cristiano rebrotaba la barbarie por todos lados, en la cercanísima España florecía una elevada cultura arábigo-musulmana, estimulada por el espíritu de los países islámicos: un hecho importantísimo en aquel momento, porque esta civilización comenzó a influir más allá de los límites del reino árabe, sembrando gérmenes extraños que habrían de dar frutos en parte provechosos y en parte subversivos (§ 59).

 

a) La situación de los cristianos en España bajo la dominación árabe no fue desfavorable; gozaron de libertad de religión, los obispos eran nombrados o confirmados por los árabes. Hasta hubo cristianos «arabizantes» y la superioridad de la cultura árabe hizo que muchos se pasasen al Islam.

 

En la España no árabe, ya desde principios del siglo IX, Santiago de Compostela se convirtió poco a poco en un centro de irradiación de piedad cristiana, de rasgos típicamente medievales.

 

b) Pero también en el mismo Occidente cristiano el siglo X presenta un aspecto muy diferente según los diversos países. En Inglaterra, ya antes del siglo X, hubo un período de florecimiento bajo el reinado de Alfredo el Grande (871-900); él mismo tradujo al inglés antiguo algunas partes de la Biblia y obras de filósofos latinos.

 

Cuando se restableció el orden en Alemania (bajo el reinado de Enrique I [919-936]), se emprendió celosamente la tarea de transcribir y recopilar libros, y no sólo allí, sino también en Francia, que comenzaba a abrirse a la reforma cluniacense (§ 47).

 

De fama especial gozó en aquel tiempo la escuela monástica de San Galo, donde sucesivamente enseñaron los tres Notkeros: Notkero Bálbulo († 912), Notkero Físico († 975) y Notkero Teutónico († 1022). Sobre todo el último es de suma importancia, como creador del lenguaje religioso alemán.

 

Además del mencionado Cluny (910), a finales del siglo X surgieron centros de auténtica piedad en el sur de Italia (renovación de los ermitaños con Nilo el Joven [† 1005] y Romualdo [† 1027] en la Val di Castro,en Grottaferrata), en Lorena (Gorze y Brogne) y en Inglaterra. Mediante la santificación personal, acciones concretas y escritos polémicos, estos monjes ofrecieron una resistencia eclesiástica contra toda actuación anticanónica y promovieron la vida apostólica de los pastores.

 

§ 42. EVANGELIZACIÓN DE LAS REGIONES LIMÍTROFES DEL NORTE, ESTE Y SUDESTE DEL OCCIDENTE

 

1. Es un hecho histórico muy significativo que la Iglesia, aun en épocas de decadencia, jamás se haya dado por satisfecha con defender simplemente su existencia, sino que más bien se haya esforzado siempre por ampliar su radio de acción con la evangelización de los paganos. Esta prueba de fuerza interior la dio la Iglesia también en la época poscarolingia.

 

a) Dado el escaso nivel cultural y el primitivismo naturalista de aquellos pueblos, en su proceso de evangelización desempeñó sin duda un papel muy importante e incluso decisivo el poder político, es decir, el ejemplo o el mandato y a veces hasta la coacción del príncipe converso. Si bien es cierto que en este tiempo el poderoso impulso propagandístico dado por Carlomagno a la Iglesia alemana aún seguía siendo uno de los grandes pilares de la actividad misionera, hemos de hacer hincapié en que después de su muerte faltó esa poderosa fuerza, esa figura única y sobresaliente, capaz de presentar a los caudillos y príncipes paganos la superioridad de lo cristiano de forma sugestiva (incluso desde el punto de vista político), de ofrecerles un incentivo material por su acercamiento al cristianismo y de preparar así el camino de los misioneros cristianos. La situación había cambiado mucho en contra del cristianismo. Así, la misión fue, o forzosamente tuvo que ser, un espejo de la disolución general.

 

El proceso no fue unitario. Las tendencias particularistas dentro de la Iglesia, como hemos visto, no estaban en el fondo del todo superadas. La estrecha unión de las iglesias particulares con las diversas partes del imperio trajo consigo que la rivalidad secesionista se extendiese también al campo de las misiones. Y no solamente paralizó las fuerzas misioneras como tales, sino que también condicionó las reacciones de los pueblos que entraban en contacto con la Iglesia, los cuales, al aceptar el cristianismo, no querían perder su libertad.

 

b) Como consecuencia de la tendencia, antes indicada, de exaltación del poder de los metropolitanos (§ 41, II), hubo lamentables desavenencias. Poderosos centros eclesiales alemanes (Bremen, Salzburgo) quisieron desconectar prácticamente a Roma de la evangelización de sus regiones limítrofes. Sería antihistórico condenar sin más estas tendencias (ciertamente no carentes de peligro) como antieclesiales. La autonomía de las iglesias particulares y de las distintas regiones eclesiásticas era entonces incomparablemente mayor que lo fue luego en el siglo XIII, en los tiempos de Aviñón, después del Concilio de Trento e incluso hoy; el proceso de centralización de las Iglesias en torno a Roma, a pesar de Bonifacio, Carlomagno y Nicolás I, todavía se hallaba en su fase inicial. Los siglos en que se asentaron las bases del Medievo, vistos en conjunto, deben su desarrollo al centro de Roma sólo en una mínima parte. Gregorio I no tuvo durante mucho tiempo un sucesor de su misma categoría, capaz de continuar su programa de Iglesia universal. Fue el Norte (por ejemplo, mediante Bonifacio) el que buscó al papado. Pero luego, en los siglos IX y X, el interés de los papas por una Iglesia universal, como ya sabemos, fue decididamente escaso (a pesar de algunas fórmulas de tonos universalistas, procedentes de los tiempos de Nicolás I). No obstante, aun en medio de esta extraordinaria disolución, podemos constatar en todo papa una sorprendente seguridad de ser el «centinela supremo».

 

En la evangelización de los pueblos orientales desempeñó un papel muy importante esa rivalidad que ya conocemos y que tanta trascendencia tuvo para la historia eclesiástica y civil: la lucha contra Roma de la Iglesia greco-bizantina bajo el eminente patriarca Focio (contra Nicolás y sus inmediatos sucesores). Esta lucha de competencias hizo que una parte de los eslavos (serbios, búlgaros, rusos) cayese bajo el influjo de la Iglesia griega (y con ello, más tarde, también en el cisma) y bajo el influjo de la cultura bizantina: un hecho de graves consecuencias políticas, culturales y religiosas para la historia de Occidente hasta hoy. Para emitir un juicio objetivo es preciso tener en cuenta que la idea de unidad del universalismo romano, de suyo, propendía fácilmente a la uniformidad y no siempre tuvo suficiente comprensión para valorar la pluralidad religiosa, teológica y cultural dentro de la unidad.

 

2. Como impulsor especialmente efectivo de la misión nórdica entre los daneses y suecos, fue célebre ya desde los primeros tiempos san Anscario († 865) de Corbeya, el «apóstol del Norte». También a el le dio el programa Gregorio IV (827-844); le consagró obispo (tras muchos años de actividad misionera) y le nombró legado papal para Suecia, Dinamarca y el país de los eslavos. Su trabajo se vio obstaculizado por las incursiones de los vikingos y las rivalidades de los pretendientes a la corona de Dinamarca. Nuevamente se confirmó la antigua experiencia de todas las misiones germanas: que una misión sin protección política no podía tener estabilidad alguna. En Dinamarca el cristianismo comenzó a difundirse bajo el reinado del rey Haraldo, quien tras una estancia en Ingelheim, en la corte de Ludovico Pío, había sido bautizado el año 826 en san Albano, cerca de Maguncia. Pero estos logros iniciales en Dinamarca y Suecia, pese a Anscario y sus enormes esfuerzos, volvieron a perderse hasta comienzos del siglo X. La definitiva cristianización también estuvo en este caso íntimamente relacionada con la ascensión política de Alemania y con el avance o estabilización de sus fronteras: nuevamente fue necesario el apoyo del poder político.

 

3. Los célebres hermanos Metodio († 885) y Cirilo († 869), provenientes de una distinguida familia de oficiales griegos, intentaron ganarse a todo el mundo eslavo para el cristianismo. Su obra (en Moravia) se vio acompañada y obstaculizada por la lucha de facciones nacionalistas orientales contra las pretensiones romanas y alemanas, y viceversa.

 

Los comienzos de su actividad misionera en Moravia se vieron afectados por la tensión este-oeste: dado que Radislavo, príncipe de Moravia, no quería saber nada de los misioneros francos orientales, se dirigió a Constantinopla en demanda de misioneros, y el patriarca Focio envió a Moravia en el año 863 a los dos hermanos. El papa Nicolás I, ya molesto por la incursión de los griegos en Bulgaria (cf. § 40), se opuso decididamente a la actuación de los misioneros griegos en una zona que indiscutiblemente pertenecía a la Iglesia occidental y exigió que Cirilo y Metodio acudieran a Roma a justificarse. Aunque eran amigos de Focio, obedecieron. La naturalidad con que esto sucedió puede estimarse como señal de que, a pesar del creciente distanciamiento, aún no había desaparecido en absoluto la conciencia de la unidad eclesial. Metodio, además, fue consagrado, por el papa Adriano, obispo y metropolitano de Sirmio en la Panonia. Aquí se enfrentó con la tenaz competencia de la Iglesia bávara: el metropolitano consagrado por el papa, no sin antes haber sido maltratado corporalmente, fue encerrado en un convento, del cual sólo pudo ser liberado después de muchos años por el papa Juan.

 

Estos apóstoles de los eslavos fundaron iglesias de marcado carácter nacional y crearon una liturgia eslava. Los romanos, pero mucho más los francos, se alzaron indignados contra esta «innovación» (la indignación duró largo tiempo): fuera de las tres lenguas consagradas por la inscripción de la cruz, latín, griego y hebreo, ninguna otra lengua es adecuada para la liturgia. Pero finalmente, tras superar graves dificultades, la lengua eslava fue reconocida como lengua apta para el culto.

 

Discípulos del desterrado Metodio llevaron la liturgia eslava a Bulgaria. El papa Adriano, con amplia visión, la aceptó con unas insignificantes modificaciones (la epístola y el evangelio debían leerse en eslavo y en latín). La conveniencia de este método de acomodación se demostró en la lucha con Bizancio por la sucesiva evangelización de los búlgaros: las zonas con liturgia eslava permanecieron fieles a Roma.

 

Los croatas, asentados entre el Drave y el Save hasta el Adriático, fueron evangelizados hasta el año 800 desde Salzburgo, como ya antes lo habían sido los eslovenos de Carintia, Carniola y Estiria. En contraposición con la misión de la espada en la zona nororiental, la cristianización de la zona sudoriental, a cargo de los bávaros, se hizo mediante penetración pacífica.

 

4. Con Otón el Grande (936-973) hubo una vigorosa reavivación de la idea misionera. El trabajo misionero de la Iglesia alemana fue llevado a cabo conforme a un plan: 1) hacia el norte: en la zona de Hamburgo, como ya vimos, ciudad erigida por Ludovico Pío, y luego tras su destrucción por los normandos, en Hamburgo-Bremen como punto de apoyo para la cristianización de los pueblos escandinavos; gran éxito alcanzó allí (aunque sólo más tarde, bajo León IX y Enrique IV) especialmente Adalberto I (hacia el 1000-1072), arzobispo de Hamburgo-Bremen, misionero de Mecklenburgo, Dinamarca, Escandinavia, Islandia y Groenlandia[39]. Su trabajo se vio obstaculizado en Escandinavia por diversas tendencias autonomistas eclesiásticas y en Mecklenburgo por la sublevación de los vendos paganos; 2) hacia el nordeste: la misión de los vendos (§ 50) entre el Elba, el Oder y el Saale; 3) hacia el este (Bohemia, Polonia); 4) hacia el sudeste (Hungría). De extraordinaria importancia para toda la futura historia de la Iglesia en Alemania fue la elevación de Magdeburgo a arzobispado, por obra de Otón. La erección de esta provincia eclesiástica hizo que el centro de gravedad se trasladase hacia el este, en perjuicio de Maguncia, hasta entonces rectora en el orden político-eclesiástico.

 

La práctica del trabajo misionero tuvo que sufrir en todas partes (relativamente poco entre los vendos, mucho más entre los escandinavos) los contraataques del paganismo, que demostró una sorprendente vitalidad entre estos pueblos incultos y que en algunas tribus llegó a alzarse temporalmente con la victoria. La reacción pagana estuvo en ocasiones (por motivos políticos) indirectamente apoyada por la parte cristiana: el piadoso Enrique II, el Santo, se alió con los paganos liuticios, pero entre ellos no fomentó la misión, sino que, al contrario, les permitió tomar parte en sus excursiones guerreras llevando sus propios ídolos; no deshizo su alianza con ellos hasta que se convirtieron abiertamente en perseguidores de los cristianos.

 

También en Bohemia la cristianización fue al principio una consecuencia de la situación política. La primera misión la había hecho posible Carlomagno al someter a su dominio una parte de este territorio (805). A finales del siglo (cuando Bohemia pasó a depender de Moravia), se emprendió desde allí una conversión más profunda de todo el país, especialmente promovida por san Wenceslao († 929). Pero la Iglesia de Bohemia no tuvo estabilidad hasta que, con la ayuda de Otón, surgió el obispado de Praga (973); precisamente aquí las costumbres paganas se opusieron obstinadamente al enraizamiento del mensaje cristiano. El segundo obispo de esta diócesis, importantísima para el futuro, fue san Adalberto, el posterior apóstol de los prusianos († 997).

 

Desde Bohemia el cristianismo llegó a Polonia: un soberano polaco (Miecislao o Mieszko I) se casó en el 966 con una princesa de Bohemia.

 

El pueblo secundó la conversión de su príncipe en un rapidísimo proceso de cristianización. En esta evangelización, no obstante, también intervino la violencia. Los polacos recibieron el cristianismo en su forma romana, integrándose con ello en el Occidente y en su cultura. La erección de un arzobispado polaco propio en Gniezno (Gnesen) por obra de Otón III acarreó la separación de Polonia de la Iglesia alemana. Ya hacia el año 1000 tributaron los polacos el óbolo de san Pedro.

 

Los húngaros paganos (un pueblo de jinetes que penetró en la antigua Panonia), que por largo tiempo constituyeron una grave tribulación para sus vecinos cristianos e incluso una amenaza para el Occidente cristiano, se mostraron más inclinados hacia el cristianismo tras la liberadora victoria de Otón I en Lechfeld (955)[40]. Su conversión, al fin, fue consecuencia de una misión regular (que partió principalmente de Passau). A pesar de todo, e incluso después de la enorme actividad del rey san Esteban († 1038), casado con la bienaventurada Gisela († hacia el 1060), hermana de Enrique II, todavía sobrevino un renacimiento del paganismo.

 

5. Fue indiscutible la actividad misionera de la Iglesia griega entre los rusos[41]. Es cierto que el trabajo de Focio y de Ignacio tuvo poco éxito. Pero desde el año 988 (conversión por razón de Estado, por mandato del gran príncipe Wladimiro [† 1015], y superficial al principio) los rusos comenzaron a depender eclesiásticamente de Constantinopla. En el tiempo que siguió, la Iglesia rusa estuvo estrechísimamente ligada al Estado (cesaropapismo, § 21); no obstante lo cual, durante siglos mantuvo una piedad muy profunda, netamente eslavo-mística; así ha logrado que la masa de sus fieles permaneciese preservada de la duda religiosa, hasta tal punto que no han sido pocos los que han resistido la prueba en las persecuciones y adversidades de la moderna Rusia bolchevique (véase también § 122, II).

 

La gran oleada de la misión de los paganos en la primera Edad Media, en buena parte promovida en su aspecto religioso por el papado (Gregorio I, II y III, Zacarías, Gregorio IV), pero prácticamente realizada en Alemania por Bonifacio y Carlomagno y revigorizada por Otón el Grande, comenzó a decrecer en los siglos XI/XII. La causa fue la lucha entre el emperador y el papa, lucha que absorbió todas las fuerzas disponibles. Además, por lo menos en las zonas periféricas del imperio, si bien la organización eclesiástica estaba en su mayor parte concluida, la cristianización interna, por el contrario, era todavía escasa.

 

Mas a una con la inminente recuperación del papado (el mismo Bernardo fue un ferviente promotor del pensamiento misionero[42]) se experimentó un nuevo impulso, más profundo y penetrante que el del primitivo Medievo, puesto que estuvo sostenido por un renacimiento religioso. Más tarde, dentro de una situación general política y cultural completamente distinta, las únicas fuerzas impulsoras fueron el papado y el monacato, y no el poder político. Y así, siendo ya Europa en cierto modo cristiana —«cristiana» con las debidas reservas, que ya resaltaremos—, las fuerzas religiosas pudieron volverse creativamente hacia el exterior.

 

§ 43. LA PIEDAD EN LA PRIMERA EDAD MEDIA

 

1. No sólo en los primitivos tiempos de la Iglesia, sino también, y más claramente, en los primeros tiempos del Medievo tratados hasta ahora hemos podido constatar un hecho: que la organización efectiva de la Iglesia ha sido un factor decisivo para toda misión. Unicamente ella ha garantizado una cura de almas duradera y regular.

 

No obstante esto, según el evangelio es preciso que ante todos estos intentos de misión tan distintos, tan dispersos en el tiempo y en el espacio e insertos en tan diferentes condiciones culturales, nos planteemos una pregunta decisiva: ¿qué profundidad alcanzó el cristianismo, como fe y como moral, en estos pueblos?

 

Por la misión de los daneses sabemos que el bautismo se administraba con sólo pedirlo, que muchas veces se hacían bautizar no por amor a Cristo, sino por ventajas terrenas (por ejemplo, para recibir la prometida vestidura bautismal). En general, de las misiones de la primera Edad Media nos consta que no se puede hablar absolutamente de una verdadera conversión interior al cristianismo entre los pueblos germanos y eslavos. Esto se deduce tanto de las descripciones de san Bonifacio como de lo que acabamos de exponer.

 

Del estado de cristianización de los germanos del norte en esta época nos dan algunos puntos de referencia las sagas islandesas. El sistema del duelo o desafío vindicativo (holmgang), que fácilmente llegaba al homicidio, así como un burdo concepto del honor, que valoraba sobre todo la fuerza física y el coraje, siguió en vigor después de su conversión y aun después de haber sido abolidas las prescripciones de los desafíos. El homicidio y el asesinato parecían la cosa más corriente del mundo[43]. La compensación o el pago con dinero por los delitos graves (incluido el homicidio) jugó un papel muy importante[44]. La nueva manera de pensar y sentir, característica del auténtico cristiano, es muy difícil de constatar, a no ser en el hecho, por ejemplo, de que se temía la cólera del arcángel san Miguel por trabajar en el campo el día de su fiesta (pero esto también podía combinarse con la extorsión y la venganza de sangre). El indomable instinto de venganza, incluso quebrantando la palabra empeñada, acababa imponiéndose siempre.

 

En resumidas cuentas, pues, el cristianismo fue penetrando muy lentamente. Aparte las numerosas excepciones, de todo este decurso histórico se puede deducir como regla general que el mensaje cristiano tanto más difícilmente se impuso y tanto más difícilmente se liberó de las tradicionales concepciones y supersticiones paganas cuanto más alejado estuvo el lugar de la misión del ámbito de la antigua civilización y de la antigua eclesialidad a ella inherente y, por eso, menos fecundado se vio por sus irradiaciones. (Con todo, naturalmente, no hay que olvidar las desventajas que aquella misma civilización implicaba para el cristianismo).

 

Desde el punto de vista de la historia de la Iglesia también late aquí una cuestión importante: la superstición germánica y eslava, ¿continuó existiendo después de la evangelización o fue superada por el mensaje de la fe cristiana? El problema aquí implícito o, más bien, su insuficiente solución pesó de múltiples formas sobre la piedad popular de toda la Edad Media.

 

2. Pero estas manifestaciones entre los germanos y eslavos no son las únicas que plantean problemas al observador. También los desórdenes típicos del saeculum obscurum en las iglesias de los territorios cristianos primitivos, y especialmente en el papado, nos fuerzan automáticamente a consideraciones parecidas. Si en el supremo sacerdocio pudieron darse semejantes situaciones durante tanto tiempo y tan a la luz pública, ¿hasta qué nivel de profundidad pudo penetrar el mensaje cristiano?

 

Si queremos evitar una contestación subjetiva y arbitraria, será preciso que nos preguntemos por las características de la piedad cristiana. En el Medievo se advierten sobre todo tres centros de interés: las peregrinaciones, la misa y la penitencia.

 

a) No es que, como generalmente se cree, el evangelio únicamente hable de una espiritualidad purísima, elevadísima, por ejemplo, de las exigencias del sermón de la montaña.

 

El evangelio deja traslucir más bien distintos niveles de piedad. Cristo predicó la justicia mejor, la justicia interior. Pero no redujo en absoluto esta interioridad a una espiritualidad pura. El hecho de que la hemorroísa quisiera, tocándole sus vestidos, robarle su fuerza, no fue en sí sino un acto de piedad primitiva y supersticiosa. Pero fue el Señor mismo quien lo reconoció como un acto de fe (Mt 9,20ss).

 

Este grado no debía ser naturalmente el punto final; a la jerarquía siempre le ha correspondido el deber de quebrantar este anquilosamiento mediante el fomento progresivo de la interioridad. La cuestión capital es si este deber se ha cumplido satisfactoriamente o no frente a los diversos pueblos y en las diferentes épocas.

 

b) El desarrollo de la historia de la Iglesia en los primeros siglos hace patente una cosa: que la exagerada espiritualización (esto es, la interioridad unilateral, supuestamente pura) fue estimada como un peligro para la pureza de la predicación. La lucha de la Iglesia contra la gnosis, la insistencia en la verdadera encarnación de Dios a una con la doctrina de las dos naturalezas (y, por tanto, de la plena naturaleza humana de Cristo), la forma de entender a los creyentes como vasos del Espíritu Santo (tal como se expresaba sobre todo en el concepto del martirio cruento), el reconocimiento del ministerio y de sus portadores y la doctrina de la fuerza objetiva de los sacramentos, todo ello apunta en ese sentido. Con la celebración del banquete eucarístico en los sepulcros de los mártires se había establecido una especie de unión sagrada entre Jesucristo, única víctima y único oferente, y las reliquias de los confesores. Espontáneamente, de la veneración de las reliquias se pasó a venerar el lugar donde reposaban y, especialmente, los lugares donde se celebraba la eucaristía. Con ello las iglesias —en plena línea de continuidad con las concepciones antiguas— se convirtieron en lugares sagrados y venerables, aun fuera de las celebraciones del culto.

 

Aquí, sin duda, se interfieren concepciones de diversa índole; la misma literatura cristiana tardó mucho en fijar unos conceptos teológicos claros y rigurosos. Al tratar de determinar, de forma muy general, la dirección en que se desenvolvió la piedad desde la Antigüedad, puede decirse que la interioridad neotestamentaria, fielmente conservada, fue buscando expresiones más concretas y palpables. Es cierto que las tendencias monofisitas más burdas o encubiertas constituyeron una importantísima contracorriente, pero no fueron capaces de ocultar ni de frenar la tendencia principal.

 

El problema revistió una importancia mucho mayor en el momento en que el cristianismo quedó libre y grandes masas afluyeron a la Iglesia, y su importancia creció aún más cuando llegaron las conversiones masivas de los germanos.

 

3. En la primera Edad Media germánica los problemas concernientes a la configuración de la piedad no se sintieron como básicos. Pero casi todas las dificultades que se manifestaron después ya tuvieron aquí su fundamento. Para ello fue decisiva la unión de los lugares y de las imágenes del culto con la veneración de las reliquias, y todo ello, a su vez, en los tiempos siguientes, dentro del marco de las peregrinaciones. Para su correcta interpretación teológico-cristiana es preciso distinguirlas de la peregrinación cristiana antigua y de la peregrinatio greco-eslava y rusa, así como de la peregrinación ascético-evangelizadora los monjes iro­escoceses. La peregrinación en el Occidente, no obstante haber inundado la Edad Media con auténticas oleadas de fe, tuvo su origen en un conjunto de ideas primitivas, cargadas de peligrosas tentaciones, especialmente para los pueblos germánicos, menos cultivados. A la inversa, el hombre moderno, «infectado de racionalismo», sucumbe con harta facilidad a la tentación de no ver en tales manifestaciones (peregrinaciones, lugares de peregrinación, veneración de los santos o de sus estatuas e imágenes, o de los relicarios y reliquias) más que formas externas, que rechaza de plano como contrarias al evangelio. A la vista del pasaje citado de Mt 9,20ss y de algunos indicios de determinadas formas de piedad de la Iglesia primitiva, es esto una exageración desacorde con los hechos. En efecto, desde el momento en que Dios se encarnó en un tiempo y en un lugar determinados, ya es lícito creer que Dios ha querido santificar un lugar más que cualquier otro. Por otra parte, sin embargo, no se puede negar que el ansia de conseguir la beatitud en un determinado lugar o mediante una determinada reliquia o estatua podía hacer peligrar gravemente la fe, que es la única que beatifica, o sea, que de hecho la salvación se entendió y se buscó de una forma excesivamente material. Pero, para no caer en un juicio farisaico, es preciso tener siempre presente lo mucho que a aquellos peregrinos les costó ser piadosos. Primeramente debemos admirar, un tanto avergonzados, sus esfuerzos y realizaciones, claras expresiones de gran fervor religioso. Mas luego también hemos de tener en cuenta otros aspectos. Sabemos de las múltiples advertencias que tradicionalmente, ya desde la primera Edad Media, prevenían contra los peligros morales de la peregrinación y que parecen aludir al espíritu de aventura (motivo frecuente entre los «peregrinos»); pero, sobre todo, y por desgracia, no podemos negar que las consiguientes formas de piedad groseras y abusivas que encontramos en las postrimerías del Medievo fueron fruto del desarrollo orgánico de las peregrinaciones de la primera y de la alta Edad Media: ¡incluida, entre otras, la combinación de la piedad con el beneficio económico y el dinero! Así es como los cluniacenses, por ejemplo, se hicieron cargo de la administración de los bienes de los peregrinos (aquí el beneficio fue para ambas partes), o recibieron pingües donativos por sus oraciones por un feliz retorno a la patria; erigieron grandes hospicios en los lugares de peregrinación, los cuales, a pesar de su manifiesto objetivo piadoso de caridad cristiana, representaron a menudo un «buen negocio». La lista de ejemplos se haría interminable.

 

4. Una forma fundamental de piedad medieval fue el culto de las «sagradas» imágenes. Influyó de diversas maneras en las formas mencionadas. Los juicios sobre su valor han variado en el transcurso de los siglos. Visto en su conjunto, el problema fue sentido en Oriente de distinta manera que en Occidente; es cierto que a este respecto hubo en Occidente algún enfrentamiento crítico (cf. § 40), pero nunca llegó a constituir un problema de verdad inquietante; el culto de las imágenes se impuso sencillamente, llegando incluso a constituir una vasta corriente de piedad. En Oriente, en cambio, se luchó violentamente para establecer su legitimidad.

 

a) Por lo que respecta al verdadero objeto de la discusión, hay que distinguir claramente dos cosas: 1) si está permitido representar en imágenes las personas santas, en especial la persona del Señor (la representación del Padre no es objeto de discusión); 2) si tales imágenes pueden ser veneradas.

 

En el Oriente se comenzó a hacer uso de imágenes en el siglo IV, a pesar del fuerte rechazo del obispo Epifanio de Salamina (finales del siglo IV); tal costumbre fue fundamentada por los tres doctos capadocios (Gregorio Nacianceno, Basilio de Cesarea y Gregorio Niceno). Con ello se dio aquella decisiva interpretación del uso de imágenes sagradas que poco después encontramos en Occidente con Gregorio I y que fue defendida durante toda la Edad Media hasta por santo Tomás de Aquino y por el Tridentino: la imagen piadosa es un medio de instrucción sobre el contenido de la predicación cristiana para aquellos que no saben leer; narran la historia sagrada, refuerzan la memoria, elevan la piedad (por ejemplo, en la difundida forma de la llamada «Biblia de los Pobres»). Es preciso distinguir claramente de todo esto la «adoración» de las imágenes.

 

b) Pero en Oriente, desde principios del siglo VI, el valor de la imagen sagrada, el icono, se entendió de modo más real, esto es, como imagen sensible de su modelo, en la cual está presente algo del original, sea un santo, sea Dios. Esta concepción de fondo no sólo responde a una idea platónica o neoplatónica, sino también a un modo de pensar sacramental, podríamos decir específicamente litúrgico, que en el Occidente por lo general no se llegó a tener, no obstante la enorme importancia que en este mismo contexto cobra el pensamiento simbólico típico del Medievo[45]. El gran papel desempeñado por las imágenes sagradas en el culto griego ortodoxo (el iconostasio, pared divisoria entre el coro y el lugar destinado a los seglares[46]) ilustra el carácter más concreto de esta concepción. En la controversia iconoclasta de los siglos VIII y IX, este mismo interés se manifestó de una manera muy significativa para la historia de la Iglesia.

 

c) Esta disputa en torno al culto de las imágenes duró, con interrupciones, más de un siglo. Fue provocada por un decreto del emperador León III en el año 730, que prohibía la veneración de las imágenes. El curso de la disputa llegó a conmover profundamente las capas más bajas de la población del Imperio bizantino y para nosotros constituye un enigma de difícil o poco menos que imposible solución histórica. Podemos enumerar algunas de las fuerzas iconoclastas que en mayor o menor grado tomaron parte en la contienda. Estas fueron: el Islam; los judíos, muy influyentes en las provincias asiáticas; las tendencias cesaropapistas del emperador, que se dirigían, en el marco de una ofensiva general, contra el influjo del monacato en la Iglesia, el Estado y la cultura; finalmente, una «cierta tendencia monofisita» (Campenhausen).

 

La batalla no se libró por razones meramente religiosas o teológicas. Una de sus más hondas causas fue la postura política y político-eclesiástica antirromana del emperador. Las medidas fiscales adoptadas globalmente contra las posesiones pontificias del sur de Italia y de Sicilia, equivalentes a una confiscación (721-732), y el sometimiento de la Iliria y del sur de Italia a la jurisdicción del patriarca de Constantinopla debieron obligar a los papas a transigir en la controversia iconoclasta.

 

Los más fervientes partidarios de las imágenes y, en consecuencia, las víctimas de la contienda fueron los monjes. La veneración de las imágenes fue propugnada principalmente por Juan Damasceno († hacia el año 754) y por el segundo Niceno (787). Este concilio, por lo demás, se manifestó de forma muy sobria (como más tarde, y en forma aún más reservada y clara, el Tridentino) sobre las imágenes de Jesús, de María, de los ángeles y de los santos: «Cuanto más a menudo son contempladas, más mueven a quienes las miran a la meditación y a la veneración; pero no está permitida una verdadera 'adoración' (latría), que únicamente corresponde a la naturaleza divina». «Porque el honor de la imagen va dirigido a quien ella representa, y quien venera una imagen, venera en realidad a quien en ella está figurado».

 

d) La decisión del segundo Niceno (787) a favor de la veneración de las imágenes dirimió la contienda únicamente en su aspecto dogmático fundamental; en la práctica transcurrieron aún algunos decenios hasta que sobrevino la tranquilidad. Y entonces la victoria de los defensores de las imágenes fue completa. Por desgracia, esta larga querella incrementó enormemente el distanciamiento entre Oriente y Occidente, como también entre la nueva Roma y su patriarca, de un lado, y la antigua Roma y el papa, de otro (también en este caso influyó la oposición de Carlomagno). Es cierto que entonces no se llegó a una separación definitiva, pero las bases quedaron ya asentadas, de modo que los disturbios motivados por Focio en el siglo siguiente encontraron un terreno ya abonado y, por lo mismo, la separación efectiva posterior por muy dolorosa que resulte— no fue más que una lógica consecuencia histórica.

 

5. En todos los tiempos la santa misa ha sido el centro del culto católico; pero su esencia y su valor no siempre se han visto tan claros corno se ven hoy.

 

a) En la primera Edad Media, como ya se ha dicho, aún no se celebraba a diario (la cristianización de la vida de trabajo cotidiano estaba entonces en sus comienzos). En la baja Edad Media y en la Edad Moderna, por el contrario, la excesiva multiplicación de las misas trajo consecuencias más funestas que la anterior abstinencia. Hay un dato importante, y es que precisamente en la devoción a la usa se advierte una fuerte (y peligrosa) dependencia de la veneración de las reliquias y de los santos. La presencia de Dios en sus santos taumaturgos pasó a hacer cierta competencia a la presencia de Cristo en la misa. A la inmediatez de la intervención divina en la veneración de los santos se contraponía el ocultamiento sacramental de Cristo bajo las especies del pan y del vino. Los santos y sus reliquias se convirtieron en auxiliadores para las necesidades y menesteres de la vida, mientras que la invisible eficacia de la misma se ordenaba al también invisible más allá; todo esto, naturalmente, dentro de un modo de ver las cosas muy «objetivo». La idea de la propia salvación y la salvación de todos los miembros de la familia fue durante siglos el motivo dominante de la devoción de la misa. La introducción de la fiesta de las ánimas o de todos los difuntos, propagada por obra sobre todo de los monjes cluniacenses, tomó base de estas ideas y les dio a su vez una enorme popularidad. El sugestivo pensamiento de la muerte hizo de la misa un medio solicitadísimo y fue a su vez motivo para fundar numerosos conventos e iglesias. El enterramiento en las mismas iglesias o en su inmediata cercanía se debió a idénticos motivos: se quería participar después de la propia muerte de los favores de la misa que allí mismo se dispensaban. A propósito de esto, en muchas partes se llegó a ásperas tensiones entre el clero secular y los monjes, por quienes el pueblo tenía preferencia para confiarles sus preocupaciones por el más allá.

 

b) El clero, naturalmente, no se contentó con esta valoración popular de la misa. Sobre todo en la última época de los carolingios intentó poner de relieve por medio de explicaciones alegóricas la relación existente entre la pasión de Cristo y la misa. No obstante, este procedimiento, sumamente peligroso por su artificioso simbolismo, no alcanzó la finalidad anhelada: los textos y las ceremonias de la misa no fueron (no pueden ser) del todo «comprendidos». Así no se evita ni el ritualismo ni la mixtificación. De capital importancia para la evolución futura fue el hecho de que no se llegara ni a comprender suficientemente el carácter sacramental de la eucaristía ni a descubrírselo a la comprensión general. De este modo el interés se centró en la cuestión de la eficacia de la misma (que encontró una solución bastante cuestionable en la doctrina de los «frutos de la misa») y de la presencia real de Cristo (que al ser exageradamente acentuada oscureció un tanto la indisoluble unidad de banquete sacrificial y sacramento del altar).

 

c) En el intento de definir con mayor precisión la presencia real se enfrentaron dos concepciones, cuyos orígenes se remontan hasta la Antigüedad cristiana. Pues ya Ambrosio y Agustín habían ensayado soluciones de distinto tipo, aunque no contradictorias entre sí. Mientras el gran obispo de Milán se fijó más en el resultado de la consagración, el obispo de Hipona prestó más atención, en el sentido de Jn 6,48ss, al carácter dinámico-espiritual del proceso consecratorio y de la forma de presencia sacramental de Cristo.

 

En la simplificación medieval, esta misma cuestión provocó, hacia mediados del siglo IX, una discusión entre el monje Pascasio Radberto († hacia el 856) y Ratramno de Corbeya († 868). El primero, siguiendo la línea de san Ambrosio, llegó a identificar el Cristo eucarístico con el Cristo histórico; el segundo, en cambio, acentuó tanto el carácter espiritual y simbólico de la presencia sacramental, que hasta pareció negar la realidad de la transustanciación.

 

La controversia tuvo su continuación en el siglo XI entre Lanfranco de Bec y Berengario de Tours († 1088), quien negó la presencia real de Cristo en el sacramento. Pero en esta ocasión también se hizo de nuevo patente que la corriente realista no estaba del todo libre de peligrosos parcialismos. El peligro radica en su concepto de realidad, que era burdamente sensible (material), como se expresa en la fórmula de confesión propuesta a Berengario (1059) por el cardenal Humberto[47].

 

A raíz de esta controversia se introdujo la costumbre de elevar la hostia y el cáliz después de la consagración. Paralelamente se incrementó también la adoración del sacramento del altar; y, para la consagración y comunión, la antigua postura cristiana («de pie») fue sustituida por la genuflexión («de rodillas»).

 

Así, en la liturgia de la misa el rito romano fue imponiéndose cada vez más, mientras que los particularismos nacionales fueron poco a poco desapareciendo.

 

d) Una forma más intensa de culto eucarístico surgirá otra vez en el siglo XIII (§ 67). Esto no significa, sin embargo, que la piedad medieval (a pesar de Francisco y de Tomás de Aquino) llegara a ser verdaderamente sacramental en el propio sentido de la palabra. La baja Edad Media y luego la Reforma pondrán ante nuestros ojos este hecho con reiterada y opresiva insistencia.

 

6. La piedad medieval, en fin, estuvo decididamente caracterizada por la penitencia. El sistema penitencial se halló en íntima relación con la peregrinación y la misa. Y merece la máxima atención, puesto que fue precisamente la joven cristianidad celta y germánica la que provocó su transformación específicamente medieval. Como ya se ha dicho, fueron los iro-escoceses y a continuación los anglosajones quienes osadamente adaptaron la institución de la penitencia de la primitiva Iglesia a las necesidades del nuevo campo de las misiones. La acomodación fue inevitable porque la penitencia canónica del viejo estilo se había tornado prácticamente inaplicable debido a la excesiva acentuación de las exigencias que ella acarreaba para la vida de los cristianos. Ante todo era preciso abandonar el antiguo principio de la poenitentia una, esto es, de la irrepetibilidad de la penitencia una vez concedida, así como de las graves consecuencias del ingreso en el estado de penitente público. La antigua penitencia de la Iglesia se había acercado a la «meta utópica» (Poschmann) de convertir la resolución de hacer penitencia en una especie de renuncia monástica al mundo: el penitente se obligaba —fuera del tiempo propio de la penitencia— a renunciar a las relaciones matrimoniales (o al enlace matrimonial) y a no ocupar cargos públicos (oficial, juez, etc.).

 

La estructura canónica, así circunscrita, de la antigua penitencia, se vio resueltamente modificada por la práctica de los libros penitenciales (sobre la base de antiguas formas céltico-insulares aparecidas desde el siglo VIII en el continente). La supresión de aquella forma de penitencia con sus secuelas para toda la vida trajo consigo también la abolición del carácter público del estado de penitente; la entrada en este estado dejó de ser equivalente a la excomunión y la reconciliación final adquirió otro sentido. En lo sucesivo los cristianos, siempre que pecaban, confesaban sus faltas al sacerdote o al obispo, aceptaban la penitencia que jurídicamente se les imponía y, una vez cumplida ésta, en un acto particular de reconciliación secreta se les permitía tomar parte en la eucaristía. Si la penitencia se prolongaba durante un tiempo más largo, la reconciliación solía tener lugar antes de su total cumplimiento.

 

La penitencia pública y la penitencia privada siguieron existiendo juntas, pero la privada fue imponiéndose cada vez más.

 

Esta modificación hizo que en adelante pasase a primer plano la confesión. La confessio, anteriormente, sólo había consistido en confesar los pecados antes de ser admitido en el estado de penitente público, pero a partir del siglo VIII pasó a significar la penitencia eclesiástica en general. El proceso acabó haciendo desaparecer la distinción, firmemente mantenida al principio, entre confessio y reconciliatio, de modo que aproximadamente desde el año 1000 confesión y absolución se redujeron a un solo acto.

 

En cuanto a la necesidad de la penitencia, siguió vigente el principio de la Iglesia antigua de que todo «pecado mortal» debía ser confesado. En seguida, sin embargo, la Iglesia impuso a todos los cristianos la obligación de confesarse en plazos regulares (Crodegango de Metz, en su zona de influencia directa, la exigía dos veces al año, y, según noticias, en diversas partes de la Galia, ya hacia el año 900, se obligaba tres veces).

 

El proceso culminó en las decisiones del Concilio Lateranense IV (1215), que prescribió para toda la Iglesia la confesión anual. Una prueba de la aparición de la confesión frecuente la tenemos en los confesores de los príncipes, que vemos ya desde el siglo VIII.

 

El tipo de penitencia que alienta en el fondo de los libros penitenciales ha sido definido como «penitencia tarifaria». El objetivo principal de la nueva praxis, en efecto, consistía en lograr, aplicando un determinado grado de castigo, la máxima correspondencia entre el pecado y los actos de penitencia, para lo cual se procuraba tener en cuenta hasta las mínimas circunstancias. A la vista están los peligros de semejante concepto de penitencia: el pecado quedó cosificado y perdió seriedad, y otro tanto ocurrió con los actos de penitencia, generalmente muy duros; la moralidad discurrió por los cauces de un moralismo legalista que puso en serio peligro el desarrollo de la interioridad y de la vida de gracia. Todo esto acabó provocando una desviación de conciencia, por lo cual la penitencia llegó a identificarse con la reparación y la satisfacción, cosa que habría de acarrear un notable oscurecimiento del perdón sacramental y su carácter de gratuidad.

 

Todos estos peligros se agudizaron porque en seguida la tarifa comenzó a proliferar desmesuradamente en su aspecto cuantitativo. No obstante cierta relativa mitigación, las tasas penitenciales para cada uno de los pecados (por ejemplo, el ayuno, la oración, la limosna, el destierro temporal o vitalicio, la prohibición de llevar armas, el castigo corporal, etc.) eran tan graves que, acumuladas, se hacían sencillamente insoportables. Entonces se creyó que esto se podía remediar sustituyendo las penitencias largas por actos de penitencia más rigurosos, pero más breves. Siguiendo sus propias leyes, sin embargo, lo cuantitativo degeneró en alambicados sistemas de redención, aterradores ya por el simple juego de las cifras.

 

Aún más grave fue el hecho de que con el tiempo se pasase a sustituir o, respectivamente, reducir los actos personales de penitencia por penitencias de terceros y por fundaciones de misas o por estipendios. Según el orden penitencial del rey Edgardo de Inglaterra (959-975), un magnate podía reducir su penitencia de siete años a sólo tres días si primeramente ayunaban por él doce hombres, y luego siete veces ciento veinte hombres durante tres días[48].

 

Así, pues, la reacción contra los libros penitenciales de la era carolingia estuvo justificada. Mas su abolición no se logró hasta Gregorio VII Desgraciadamente, sin embargo, la supresión externa no pudo eliminar los principios de fondo, que durante mucho tiempo siguieron alentando en la práctica de la confesión.

 

7. En el primer milenio se asentaron buenas bases para una doctrina general de los sacramentos mediante afirmaciones sobre algunos sacramentos en particular: bautismo y eucaristía. Pero el propio significado de la palabra sacramentum, en sí misma impreciso, pues se aplicaba a todos los misterios de la fe cristiana, no pudo dar paso a una doctrina más exacta. Su delimitación como «signo eficiente de la gracia» no apareció hasta la primera Escolástica, primeramente por obra de Hugo de San Víctor († 1141) y Pedro Lombardo († hacia el 1160).

 

Hasta entonces se hablaba no sólo de siete, sino de muchos sacramentos (por ejemplo, la consagración de los religiosos o el lavatorio de pies). La reducción al número de siete se impuso también en el Oriente (especialmente desde Lyón [1245]), incluso entre los nestorianos y monofisitas[49].

 


[1] Ambos nombres resumen en cierto modo el conjunto de las fuerzas constructivas; sin olvidar, desde luego, la importancia de la misión iro-escocesa.

[2] Las civilizaciones envejecidas tratan eventualmente de buscar un sustitutivo de la religión.

[3] Conversión de Hessi, jefe de los ostfalos, diez años antes del bautismo de Widukindo. Murió monje en el año 804.

[4] Las funciones religiosas en acción de gracias por la victoria, ordenadas a toda la cristiandad, no implican la aprobación de aquel hecho.

[5] Pero es significativo que no fuera esta decisión, sino la exigencia de los diezmos para la Iglesia entre los sajones (como en un primer tiempo entre todos los germanos) la que diera lugar a la más violenta oposición.

[6] La valoración de un castigo tan severo no debe hacerse partiendo de nuestra mentalidad moderna. También los sajones infligían la pena capital con suma facilidad por transgresiones políticas o del culto.

[7] La Schola palatina de Aquisgrán estaba destinada preferentemente a la instrucción de los funcionarios. Tours tenía una orientación teológica. Ambas sirvieron de modelo para otras escuelas. También adquirieron gran importancia, aparte de la nombradas en el texto, por ejemplo, Reichenau y Corbeya.

[8] Autor de la Vita Caroli, escrita entre el 817 y el 830.

[9] «La noble estirpe de los francos se vende a los hediondos longobardos».

[10] Esto representa un acto ordenado de reconocimiento jurídico.

[11] Incluso cuando el poderío imperial ya hacía tiempo que había desaparecido, en la alta Edad Media, emperadores como Carlos IV (1346-1378) y Segismundo (1410-1437) concedieron gran importancia al derecho de leer el evangelio en la misa de la Nochebuena.

[12] El famoso principio: papa (o sedes romana) a nemine iudicatur.

[13] la mayor extensión y detalles de este párrafo trata de tener en cuenta todo eso

[14] Supresión de la escuela monástica externa, mayor endurecimiento de la ascética y del trabajo manual, prolongación de la liturgia. Para las relaciones entre esta reforma y la de Cluny, cf. § 47,3.

[15] Para las Islas Británicas (Beda el Venerable), cf. § 26.

[16] Fragmento de un poema sobre la creación del mundo, hallado en un códice de la abadía de Wessobrunn (alta Baviera), el más antiguo monumento literario cristiano en lengua alemana.

[17] En la evolución posterior «lo imperial» fue también a menudo sobrevalorado por parte de la Iglesia. Por eso es importante saber que el punto de partida de la evolución fue religioso.

[18] No es necesario subrayar expresamente que este universalismo encierra en si diferencias decisivas, por ejemplo, en Nicolás y en Carlomagno.

[19] Reprocharon al papa haberse erigido en «emperador» (!) del mundo entero.

[20] El emperador de Oriente había pretendido «ser la cabeza»; los romanos serían sólo «los miembros».

[21] Con respecto al problema de las falsificaciones medievales, véase § 39.

[22] Al mismo tiempo fue el hombre de confianza del emperador Ludovico; se valió de su legación para enriquecerse personalmente. Nos preguntamos si fue completamente ajeno a la fuga de Waldrada. La figura de Arsenio ilustra muy bien lo sumamente complicado de la situación.

[23] Abusando de sus plenos poderes, declararon correcta la deposición de Ignacio, pero no declararon el reconocimiento de Focio.

[24] Desgraciadamente la poco clarividente política personalista de los romanos empujó nuevamente a los búlgaros a ponerse del lado de Constantinopla (cf. § 42). La política de independencia del zar búlgaro, al adoptar la liturgia eslava, condujo a la erección de un patriarcado propio dentro de la Iglesia griega.

[25] Cf. apartado III,3.

[26] La moderna investigación niega que Juan VIII condenase nuevamente a Focio.

[27] Pertenecía al partido de Anastasio, su sobrino, y había contribuido a que éste fuese nombrado antipapa. Ayudó a su hijo Eleuterio a raptar a la hija del papa (que antes había estado casado), la cual fue luego asesinada por Eleuterio, junto con su madre.

[28] Los reproches contra Anastasio durante la sede vacante tras la muerte de Nicolás no son del todo explicables.

[29] La victoria conseguida por su pequeña flota, gobernada por él personalmente» cerca del cabo de Circe, no cambió para nada la persistente amenaza.

[30] El hijo de Carlos, Ludovico el Tartamudo, murió en el año 879; el franco-oriental Carlomán estaba paralítico e incapacitado para gobernar; finalmente, el papa hubo de arreglarse con el carolingio oriental Carlos de Suabia (hermano del paralítico Carlomán, sin conseguir de él una verdadera ayuda.

[31] El sínodo había equiparado el patriarcado de Constantinopla con el de Roma; al papa sólo lo había reconocido como patriarca de Occidente. Pero Juan había notificado su reserva definitiva: debían quedar excluidas eventuales derogaciones de las prescripciones apostólicas.

[32] Fue el primero que al ser nombrado papa cambió de nombre, lo que poco a poco se convirtió en costumbre.

[33] Su primera expedición a Italia en el año 951, a causa de la petición de ayuda de la reina viuda Adelaida, únicamente había podido reorganizar la Italia septentrional.

[34] Este hecho es, por lo demás, una prueba de la conciencia que el papado tenía de sí mismo: no se avergonzaba de confesar sus propias debilidades.

[35] Cf. el primer caso de todos: la solícita intervención de los obispos en favor del rey Conrado en el sínodo de Hohenaltheim (917) en el nombre «de toda la Iglesia católica», contra las miras egoístas de varios príncipes.

[36] Los normandos ya estaban en movimiento desde el siglo VIII; al comienzo del siglo X en Normandía; en el año 1016 en la Italia meridional, y en el año 1053 victoria sobre el papa León IX. Los sarracenos ocuparon (desde el año 827) la Sicilia perteneciente al Imperio romano de Oriente y realizaron ofensivas por toda Italia; en el año 846, saqueo de Roma; a finales del sigloIX, incursiones en Gaeta, en el Gran San Bernardo, en Coira y San Galo; las ciudades de Nápoles, Amalfi y Gaeta se vieron incluso obligadas a firmar una alianza con ellos. Los daneses irrumpieron en Schleswig (934), recién cristianizada, aunque no del todo libremente: temporal recaída en el paganismo.

[37] La «diadema» papal o phrygium también se llamó regnum. Su uso y significado están intimamente relacionados con la donación de Constantino. Sin embargo, parece ser que la terminología no se empleaba correctamente, porque el phrygium-regnum era llamado también «mitra». En el transcurso del tiempo, la «mitra» romana también fue concedida a otros prelados y hasta príncipes y se olvidó su relación con la donación de Constantino. Durante la reforma gregoriana, la mitra recibió un añadido de otras dos coronas superpuestas, formándose así el «trirregno», indumentaria que expresaba de modo inequívoco la posición única del papa.

[38] Es evidente que esta «liberación definitiva» no eliminó completamente la con­siderable influencia de los partidos de la nobleza romana en la elección del papa. Tal influencia no sólo siguió vigente hasta Bonifacio VIII (1294-1303), sino que volvió a aparecer con una nueva forma en el Renacimiento. Pero aquella servidumbre de la sede pontificia, que caracteriza la situación eclesiástica en Roma desde finales del siglo IX, fue definitivamente eliminada por Enrique III. Desde el siglo XII y en los siglos sucesivos, frente a los barones romanos había un papado de una potencia completamente distinta, íntimamente superior y autónoma.

[39] De él hay que distinguir los posteriormente mencionados Adalberto de Magdeburgo († 981) y Adalberto de Praga († 997), ambos misioneros.

[40] La heroica defensa de Augsburgo, sostenida por el obispo Ulrico de Augsburgo († 973), hizo posible esta victoria. Ulrico es el primer santo que fue elevado a los altares en un proceso formal; esto sucedió por obra del papa Juan XV durante un sínodo lateranense en el año 993 (o sea, naturalmente antes de las severas prescripciones, sólo válidas a partir del año 1634).

[41] Una tentativa de Otón el Grande (960ss) de enviar a Rusia misioneros (el benedictino Adalberto, nombrado obispo de la nueva diócesis de Magdeburgo por Otón I) no tuvo éxito alguno.

[42] También se pueden formular reservas contra Bernardo por la cuestionable «misión» religiosa de las cruzadas; lo mismo vale para la aplicación de este método en la misión entre esclavos por parte de los caballeros teutónicos.

[43] Esto se presenta muy claramente en la «Saga de Njals», donde al lado del cristianismo están la venganza de sangre, la acción incendiaria y el suicidio, sin que se advierta ningún contrasentido (Islandia, siglo XI).

[44] Esta reflexión debe tener muy presente que el oro en aquel tiempo representaba algo diferente, «más auténtico» que en la economía posterior.

[45] Cf. las visiones de santa Hildegarda (§ 50). El primer ejemplo de este tipo procede de la Antigüedad cristiana: la interpretación cristológica de la serpiente de bronce erigida por Moisés. Como símbolo del crucificado no estaba en contradicción con el primer mandamiento.

[46] Se encuentra por vez primera en la Hagia Sophia (563).

[47] «El verdadero cuerpo del Señor es tocado y fraccionado sensiblemente no sólo sacramentalmente, sino también realmente, por las manos del sacerdote y desmenuzado por los dientes de los fieles» (atteri).

[48] Las «redenciones» fueron muy populares, especialmente entre los anglosajones. Encontramos ejemplos en Beda († 736) y en los libros penitenciales atribuidos en el pasado exclusivamente a san Egberto de York († 766). Este último dice, por ejemplo: un día de ayuno a pan y agua se sustituye por cincuenta salmos recitados de rodillas o setenta de pie, o también por doscientas genuflexiones, un denario o tres limosnas a los pobres, o por cincuenta vergazos en invierno, cien en otoño y primavera y ciento cincuenta en verano.

[49] Mas para el Oriente siempre fue de extraordinaria importancia la fe en la cruz dispensadora de la vida.