§ 124. CARACTERES Y VALORES PECULIARES DE LA ORTODOXIA

 

 

I. ASPECTOS FUNDAMENTALES

 

1. Entre el catolicismo romano y el cristianismo ortodoxo existe no sólo múltiple afinidad, sino una comunión esencial. Ambas Iglesias mantienen el credo común cristiano de Nicea y Constantinopla y, en sus puntos fundamentales, lo interpretan de la misma manera: las Iglesias orientales sostienen que las fuentes de la revelación son la Sagrada Escritura y la tradición viva. La Iglesia es también para ellos la gran realidad salvífica: es la mediadora, la continuadora de la redención en la santificación de la humanidad. Las Iglesias orientales poseen la jerarquía estructurada en el sacerdocio sacramental y basada en la sucesión apostólica. Celebran la liturgia de la misa como sacrificio y viven de ella. Creen también en los siete sacramentos católicos. El culto de la Virgen María y de los santos constituye una parte esencial de su piedad. El monacato es para ellos una expresión muy importante de la vida cristiana en la Iglesia.

 

2. No obstante, las diferencias son muy considerables. Mencionemos las de mayor entidad: a) rechazo del filioque (cf. vol. I, §§ 26 y 45) y del primado del papa; b) la llamada «controversia de los ácimos» (utilización en la eucaristía de pan sin levadura por la Iglesia occidental desde el siglo VIII), que carece hoy de importancia.

 

a) En el Concilio unionista de Ferrara-Florencia mostró Roma que por parte latina el filioque no tenía tanta importancia como para constituir un factor de separación. Roma estaba dispuesta a reconocer la comunión eclesial con los griegos sin que éstos se vieran obligados a incluir en el Credo esa fórmula. Por otra parte, estaba esto en consonancia con el credo grabado en letras de plata por el papa León III en la antigua basílica de San Pedro en griego y latín, en el cual no figura el filioque[1]. La sabiduría de la Iglesia latina también procede de la plenitud del Espíritu Santo, al que se invoca en los momentos más importantes de la celebración eucarística y en la fórmula conclusiva de la mayor parte de las plegarias. Pero en la Iglesia oriental su eficacia salvífica destaca, por así decirlo, con un valor peculiar. Las Iglesias orientales acentúan el papel del Espíritu Santo, que es el principio vital de la Iglesia.

 

Por ello el problema de determinar si el Espíritu Santo procede también del Hijo tiene para la Iglesia oriental una carga significativa completamente distinta de la que cristianos occidentales estamos inclinados a admitir en un primer momento. Confesar que el Espíritu procede exclusivamente del Padre ha sido hasta ahora en las oraciones de la Iglesia oriental la expresión de un culto particularmente arraigado y completo hacia la tercera persona de la Santísima Trinidad.

 

Este aspecto se manifiesta claramente en la «epiclesis» de la misa y en la confirmación, entendida como complemento del bautismo. Las palabras de la institución eucarística de la Cena forman en la misa una unidad con la epiclesis que sigue y que las completa. Esta epiclesis invoca al Espíritu Santo sobre las santas ofrendas: «Envía tu Santo Espíritu sobre nosotros y sobre los dones presentes..., haz que este pan se convierta en el precioso cuerpo de tu Cristo». El renacimiento que se opera en el bautismo sólo se consuma mediante la consagración con el óleo santo[2], consagrado a su vez por el obispo. Esta consagración del bautizado con el óleo sigue inmediatamente al bautismo. Mediante ella el Espíritu Santo desciende sobre el bautizado, como descendió en el bautismo de Jesús. En esto radica la confirmación.

 

b) Los siete sacramentos[3] son concebidos, por su parte, como actos concretos en que se transmite la gracia, pero toda la acción sacramental se sitúa en una atmósfera global saturada del misterio de la redención.

 

Este mundo sacral del misterio redentor impregna también, aparte de la esfera sacramental en sentido estricto, la vida entera del creyente, como el culto a los santos y a los iconos y hasta a los ayunos bendecidos por la Iglesia. La realidad de la redención es precisamente un proceso completo a través del cual el creyente va penetrando constante y progresivamente en la divinización, que constituye el único objetivo de la redención. Este proceso se desarrolla a través del Espíritu Santo. De la celebración eucarística, como centro, irradia este contacto con lo divino a toda la vida cotidiana. La gracia fluye constantemente en el redimido al ser éste miembro del cuerpo de la Iglesia, del cuerpo del Señor; el cuerpo de la Iglesia es la continuación del proceso redentor en su obra santificadora[4].

 

c) Por lo que se refiere a la confesión, la Iglesia oriental subraya, es verdad, la intercesión y el aspecto declarativo con más énfasis que su autoridad judicial. Sin embargo, la concepción fundamental sigue siendo católica y común. El confesor pronuncia la siguiente frase: «... confiesa, para que recibas la absolución y quedes libre de las ataduras del pecado, puro y santo... por la gracia de Dios». «Escucha a través de la palabra del perdón que te ha sido dada por mí, hombre pecador[5]: ... Por eso, al quedar limpio no peques más».

 

d) La doctrina sobre los novísimos admite un estado intermedio anterior al último juicio universal; pero no menciona un lugar de sufrimiento. La Iglesia oriental rechaza, por ello, la doctrina sobre el purgatorio. Creen los orientales que quienes se han despedido de este mundo como creyentes quedan guardados en la cercanía de Dios, el cual puede ensalzarlos y elevar su vida. En este sentido, la Iglesia oriental reza por los difuntos y celebra la misa por los santos.

 

La bienaventuranza completa en el reino de Dios que ha de venir sólo se concederá a todos después del último día, celebrado el juicio universal. Por eso no tiene una doctrina sobre las indulgencias. No interviene con su poder de atar y desatar ni tampoco con su poder de intercesión en el estado que cada uno ha alcanzado en el más allá. Hay también diferencias por lo que respecta al sacramento del matrimonio. Se permite el divorcio por adulterio (Mt 5,32).

 

3. Peculiaridad formal. Lo que acabamos de decir nos indica que la diferencia entre las Iglesias orientales y las de Occidente radica más en una actitud básica formal que en artículos concretos del dogma. La diversidad verdadera y específica radica en el distinto carácter que tiene la Iglesia.

 

a) Reservándonos una posterior matización de los asertos, podemos formular ahora lo peculiar de las concepciones orientales en materia de redención, Iglesia, jerarquía y piedad de la siguiente manera: lo estrictamente jurídico les interesa poco y hasta les resulta extraño[6], demostrando menos interés por la definición conceptual de la teología y por su articulación precisa en un sistema. La realidad y la acción sacramentales no son objeto de un análisis minucioso y se conciben, como ya hemos indicado, dentro de un organismo de santificación y vinculados al correspondiente proceso salvífico. Su piedad y su concepción teológica tienen una dimensión orgánica, algo que los entrelaza y que expresa la unidad en la pluralidad: el sobórnost, la realidad colectiva de la redención (cf. § 124, II, 2).

 

En la conciencia de la Iglesia oriental no aparece tanto el individuo, pecador o santo, cuanto la humanidad redimida como un todo.

 

Puede decirse además que en la Iglesia oriental falta la afirmación abstracta. Al igual que su liturgia, también su confesión de fe tiene esa concreción religiosa, que constituye una de las peculiaridades de la palabra bíblica, que es religioso-profética, pneumático-carismática. Es todo un mundo de simbolismo, pero de tal forma que este simbolismo[7] no queda difuminado en el pensamiento, sino que, como ocurre con lo «sacramental», alcanza a la esfera de la realidad, es decir, al misterio mismo. Es, como dice Pabel, un realismo espiritual.

 

b) Supuesto previo de este tipo de pensamiento religioso es la falta del elemento jurídico como forma fundamental. Falta en la relación fundamental entre Dios y el hombre, en la doctrina de la redención y la reconciliación y, por lo mismo, también en la concepción de la autoridad de la Iglesia. El motivo general no es, como en Occidente, el problema de la justificación[8]. La relación Dios-hombre se funda en que éste ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y por la gracia es elevado a la santidad, a una divinización. El pecado original ha disminuido esta santidad, pero no la ha destruido. La purificación del pecado no es, pues, tanto una equiparación justificativa cuanto la restauración de la santidad. Dios es amor que regala más que justicia que exige[9].

 

Este pensamiento es central y prevalece sobre cualquier otra idea. El efecto del amor de Dios es la redención.

 

El señor del amor se expresa también bellamente en el perdón entre los hombres (el «domingo de la reconciliación», que se celebra antes de comenzar la Cuaresma). Este perdón se convierte en una realidad bendecida por la fe de la Iglesia y tiene una importancia superior a cualquier otra cosa parecida de la Iglesia occidental. La recíproca intercesión que borra los pecados y con ella el sufrimiento expiatorio de unos hombres por otros adquieren toda su eficacia con la fuerza de la comunidad de todos los que creen en Cristo y están dentro de la Iglesia mediante la liturgia, es decir, mediante el Señor resucitado qué viene a los suyos.

 

c) La autoridad del obispo sobre su grey o del patriarca sobre su Iglesia o sobre cualquier otra comunidad que le pertenezca muestra este mismo tinte de lo no jurídico. Naturalmente, el obispo tiene el poder y el deber de dirigir. Pero también este poder tiene sus raíces únicamente en el amor y ha de quedar limitado por el amor.

 

d) Bajo la impresión de estos aspectos se ha calificado al cristianismo oriental como «Iglesia joanea». Si esta designación queda aislada, encierra el peligro de una simplificación parcial o, más bien, oculta un aspecto esencial, ya que también en la Iglesia oriental hay elementos jurídicos. El confesor absuelve de los pecados en nombre de la Iglesia; la Iglesia habla con autoridad y separa de su cuerpo a los herejes. Y, sin embargo, este calificativo de «joanea», si lo entendemos como un distintivo de la Iglesia oriental, da en un núcleo justo. Realmente, esa Iglesia vive del amor, del esplendor y de la luz que emanan de ese amor, y de la realidad sacramental completa que enseña Juan en su evangelio y en sus cartas. La Iglesia oriental alaba esta realidad sacramental y confiesa que supone la divinización del hombre, de la humanidad y del cosmos, en el que penetra la Iglesia con Cristo.

 

e) La atmósfera de la Iglesia oriental se caracteriza también por el reflejo del esplendor divino, traído al mundo por la revelación y la redención. Su atmósfera es festiva. Su punto central no es la pasión del Señor (y por ello tampoco la tristeza), sino su resurrección y su confianza victoriosa en la alegría del banquete eucarístico, que se celebra constantemente y que festeja la comunidad terrena unida al Resucitado y a su Iglesia ya transfigurada. Vive una fuerte sensación de verse redimida graciosamente, y esta sensación le hace consciente de la victoria total de la humanidad aun en medio de las amenazas de Satán.

 

Por ello la oración es, sobre todo, adoración. Pero quien rinde ado­ración es el hombre, imagen y semejanza de Dios. Es una oración que, obediente al mandato del Señor, eleva también peticiones (¡y con qué perseverancia y fuerza conmovedora!); pero es mucho más aún oración de alabanza.

 

f) Cuanto acabamos de decir muestra que la espiritualidad y la teología de las Iglesias orientales y la concepción de la Iglesia que en ellas va implicada se caracterizan fundamentalmente por una idea de totalidad.

 

En la liturgia, en la celebración de la eucaristía, el Señor se encuentra corporalmente entre los suyos; sobre todo, es él quien viene a los suyos. Por ello la liturgia está esencialmente ligada a la concelebración de la comunidad. No en el sentido de que sea toda la comunidad la que efectúe la consagración. Los únicos liturgos imprescindibles son el obispo consagrado o un sacerdote ordenado en quien el obispo delega. Pero el sentido de la celebración exige por sí mismo la concelebración. Por ello la eucaristía no es objeto de culto fuera de la liturgia[10].

 

Así, pues, la diferencia entre los fieles consagrados y los no consagrados no supone una separación constitutiva. Son muchos los seglares que han participado y participan en la elaboración o, más bien, en la exposición de la teología[11]. Bajo la forma del monacato ha tenido el laicado una participación de primera fila en la vida espiritual de la Iglesia, sobre todo mediante personalidades carismáticas y dotadas de especiales cualidades para la dirección de almas, los «padres espirituales», a cuya dirección uno se puede confiar.

 

La actividad eclesial del pueblo en unión con la jerarquía no se realiza únicamente en la liturgia, sino también en la elección del obispo o en el concilio, «cuyas definiciones sólo adquieren carácter obligatorio cuando han sido refrendadas por el consensus del pueblo fiel»[12].

 

Concebida, pues, la Palabra de un modo tan fuertemente sacramental, no se da separación alguna entre sacramento y palabra, ni tampoco entre piedad, teología y liturgia.

 

Esta universalidad comprehensiva de la unidad explica también por qué, a pesar de la multitud de iglesias nacionales y de diferentes lenguas litúrgicas, la disgregación de las iglesias, de que tantas veces hemos hablado, no haya llegado a convertirse en una ruina total.

 

La universalidad se manifiesta también en la unidad de la Iglesia terrestre con la celeste y con la de los difuntos, los que «se durmieron».

 

La fidelidad a la antigua tradición, que tiene un carácter rigurosamente vinculante, va unida a una gran libertad y elasticidad de pensamiento teológico; la certeza de que existe en la vida de la Iglesia una «economía» dirigida por Dios hace que, por ejemplo, se mantenga de una manera estricta el canon de las Escrituras y que, no obstante, se maneje con una cierta libertad.

 

4. Para toda Iglesia cristiana son elementos constitutivos de su fe la encarnación, la muerte y la resurrección del Señor. Dentro de estos elementos comunes es característico de la Iglesia oriental su concepción de que la plena realidad del Señor resucitado domina todo el cuadro de la fe y se convierte en su punto central. Se puede decir que vive de la resurrección y enseña a sus fieles a nutrirse de ella. Ahora bien, la gloria y el poder del Resucitado no son propiamente más que la manifestación visible de la realidad que da a la encarnación su capacidad de acción. La redención es el contacto con el Logos divino. Si el creyente puede ser redimido, se debe eso a que en la encarnación la humanidad ha quedado santificada por la divinidad. La encarnación es «el fermento de la transfiguración del mundo» (Arseniev). El clima espiritual de la Iglesia oriental aparece con frecuencia a los ojos occidentales como teñido de colorido «monofisita»[13]. Es evidente que los ortodoxos rechazan esta característica y que, por su parte, tienden a calificar de «nestoriano» el clima de la Iglesia de Occidente. La divinidad del Redentor se impone de una manera tan victoriosa que lo humano queda superado: nosotros somos redimidos.

 

a) Todo ello está en lógica relación con la idea de la creación: el mundo, en cuanto creado por Dios, es una realidad «divina» por razón de su origen. En un sentido más particular, el hombre, que proviene «de Dios», es imagen, semejanza, trasunto de Dios. Esa imagen fue oscurecida por el pecado, pero, como ya hemos dicho, no quedó destruida por él. La liturgia alaba incansablemente el carácter divino del hombre y del mundo, carácter que ha sido restaurado por la encarnación. A cada hombre se le aplica la transfiguración a través del Espíritu Santo, enviado por el Resucitado; pero se le aplica en la Iglesia, que es el cuerpo místico del Señor resucitado y obra del Espíritu Santo. «La obra está consumada; ahora es el Espíritu Santo quien debe proseguirla» (Lossky).

 

Por ello la piedad pascual es el núcleo de toda la piedad cristiana. Al mismo tiempo, el nuevo nacimiento divinizador borra los pecados. En los creyentes existe una santidad sacramental objetiva a través de la presencia del único Señor santo, que viene a nosotros y nos santifica. Esta transmisión de la divinización es la gracia, es decir, la «energía» divina que se revela inmediatamente en el hombre; es, por tanto, una divinización[14] (Seraphim).

 

De ahí procede esa actitud fundamental de alegría victoriosa, típica del cristianismo primitivo, alegría que se desborda en multitud de himnos litúrgicos. Ya nos hemos referido a ella[15]. Dentro de esta actitud fundamental entra también un sentimiento muy acusado de culpabilidad[16]. Es verdad que la Iglesia de Occidente también ruega y ora constantemente con alegría, y que también entona el Alleluia. Pero en Oriente esta alegría posee una intensidad extraordinaria[17].

 

b) La fe en el Resucitado empapa de tal manera la Iglesia ortodoxa, que la cruz del Señor y su sagrada pasión no tienen por sí solas la importancia poderosa y eficaz que poseen en la espiritualidad occidental.

 

La cruz sólo aparece formando una unidad con la resurrección. Lo mismo en la teología que en la liturgia, rara vez se habla de la ira de Dios y del juicio final aisladamente. Sólo algunos iconos muestran al Juez universal con su mirada de juicio y condena (Seraphim).

 

En las Iglesias orientales es muy fuerte la conciencia de la pecaminosidad del hombre y de la humanidad. Cabe, no obstante, preguntarse si se le da toda su importancia a la realidad del pecado, tal como la descubre la Escritura (en la última cena, en la cruz, en la misión de perdonar los pecados, confiada a los apóstoles). ¿No es verdad que la idea de la divinización del pecador por su participación en la eucaristía relega a un segundo plano la necesidad de la absolución? El abandono en la Iglesia oriental del sacramento de la penitencia durante la Edad Moderna (Heiler) podría estar relacionado con esta idea[18].

 

Sin embargo, de acuerdo con los pasajes escriturísticos que hablan de la reprobación y del fuego eterno (Mt 25,41.46; Mc 9,43s; 2 Tes 1,9; Ap 14,11), la Iglesia confiesa paladinamente la diferencia entre justos y condenados. La condena de la apocatástasis, teoría según la cual al final de los tiempos todas las cosas retornarán a Dios, forma parte de su doctrina (V Concilio de Constantinopla del año 553).

 

c) Indudablemente la doctrina de la Iglesia oriental sobre la redención como divinización lleva consigo un rasgo de cierta pasividad. Pero sería una interpretación errónea pensar que excluye la cooperación del hombre.

 

La cooperación en sentido estricto y la justicia de las obras no son lo mismo. La inmensa aportación ascética, la autocrucifixión y la abnegación exigida por la Biblia que muestran las Iglesias ortodoxas ponen ya de manifiesto la violencia que en ellas se ejerce para arrebatar el reino de Dios (Mt 11,12). El penitente combate en lucha ascética con el demonio en su morada, es decir, en la soledad del desierto; pero no es él quien combate en primer lugar, sino que el Señor en persona es quien dirige el combate, haciendo que el vencedor sea el hombre (Juan Damasceno).

 

La Iglesia oriental reza: «Mi fe ha de bastarme para todo» y confiesa que «de mis obras no viene la justificación», sino que viene del amor de Dios, al cual responde el amor del creyente. Pero esto excluye ciertamente, al igual que tantas plegarias oficiales de la liturgia latina, la autojustificación y la justificación por las obras, aunque no las obras, que evidentemente sólo pueden contribuir a la salvación en la gracia y mediante ella. La ascesis es cooperación, pero no puede hacer alarde de nada. La ascética se concibe como un ejercicio indispensable del amor (al prójimo y como participación en la pasión del Señor), como preparación alegre para la venida de este Señor en la liturgia, especialmente en la Vigilia pascual, en la constante reconciliación divinizadora, en esa reconciliación que anhela mostrarse digna de la gracia. Este «hacerse digno» ha de entenderse —por supuesto— en el antiguo sentido que tiene también en la liturgia latina, es decir, como una petición de recibir esa dignidad: «dígnate transformarme para que puedas venir».

 

5. De lo que acabamos de decir se desprende el escaso parentesco que existe entre la autocomprensión de la Iglesia oriental y el centro neurálgico de la Reforma con la doctrina del pecado y la justificación.

 

a) Este hecho explica el que hasta bien entrada la época más reciente la Iglesia oriental haya rechazado tan radicalmente la Reforma, a pesar de los tempranos esfuerzos de Melanchton y los teólogos de Tubinga por entablar contacto y a pesar de que la Reforma intentó utilizar el antagonismo existente entre Constantinopla y Roma. Se puede incluso aprobar el juicio según el cual en Oriente jamás se entendió correctamente el núcleo peculiar de la Reforma (Benz). La penetración de las concepciones reformadoras en la teología ortodoxa siguió siendo hasta época reciente muy superficial, o bien se llevó a cabo con clara pérdida de contenido ortodoxo. Este es, por ejemplo, el caso del patriarca Cirilo Lukaris († 1638), que, además, está lleno de contradicciones inexplicables hasta ahora[19]. En el fondo, la doctrina de la reconciliación del pecador en virtud de la divinización no se diferencia totalmente de la doctrina luterana de la justificación como restablecimiento completo del hombre pecador por Cristo; pero en Oriente la caída se interpreta de manera distinta a como la concebía Lutero.

 

Muchos ortodoxos transfirieron su rechazo y a veces su odio entre los latinos a la Reforma, que presentaba rasgos tan acusadamente occi­dentales. Tal es del caso del patriarca Dositeo II (1669-1717), quien se distanció de las opiniones calvinistas del patriarca Lukaris, pero a la vez combatió a los franciscanos del Santo Sepulcro de Jerusalén. Pero la actitud no fue uniforme. En la época terrible de la opresión otomana, en la que los patriarcas ecuménicos eran sustituidos tan rápidamente (a veces en pocos meses), al cambiar las personas cambiaban también las actitudes, unas veces frente a Roma y otras frente a las Iglesias de la Reforma[20].

 

b) Una penetración aislada, pero muy considerable, de la doctrina reformadora en territorios ortodoxos es la que se produce en la historia de Polonia y Lituania. En la Lituania del siglo XVI fue sobre todo la nobleza la portadora de las novedades protestantes, a las que salió al paso la Contrarreforma.

 

Durante el siglo XVII las ideas reformadoras ejercieron alguna influencia mediante su infiltración múltiple en la vida espiritual de la ortodoxia. Especial consideración merece la notable corriente de teólogos ortodoxos, entre ellos algunos seglares, que cursaron estudios en universidades protestantes de Alemania, Suiza e Inglaterra. En Rusia la penetración de influencias protestantes, especialmente pietistas, fue importante en algunas regiones[21].

 

A partir de Pedro el Grande y Catalina II penetraron en Rusia no sólo las ideas de la Reforma, sino también las de la Ilustración y del racionalismo. El hecho de que, a pesar de estas influencias, haya permanecido intacta la Iglesia ortodoxa es una prueba de su considerable solidez dogmática[22].

 

II. LA IGLESIA

 

1. La Iglesia es «el todo del cristianismo» (Florowsky), la presencia del misterio divino. Es misterio sin más. La salvación sólo se transmite al hombre en la Iglesia. En ella tiene lugar esa mediación comunitaria mediante la cual es redimido el individuo.

 

Por ser la Iglesia un misterio, también su jerarquía es misterio, y esto ante todo (Seraphim). La Iglesia se hace realidad en la jerarquía episcopal. No hay Iglesia ortodoxa sin el obispo consagrado[23], dentro de la sucesión apostólica, como portador de la tradición y, sobre todo, con la misión de celebrar la liturgia.

 

El «poder» del obispo es, pues, un poder sacerdotal sacramental; un poder que no debe injerirse en lo político. En el pensamiento de la Iglesia oriental no cabe una Iglesia en el sentido de la potestas occidental, una Iglesia poseedora de las «dos espadas». El obispo es el pastor.

 

Dentro de esta esfera el obispo debe prestar atención a la ley de Dios y especialmente frente al soberano, también representante de Dios, si llega a transgredir la ley santa[24].

 

2. La Iglesia, en cuanto cuerpo místico de Cristo, constituye una unidad. Por eso todos los sacramentos producen una gracia unificadora (Florowsky). La Iglesia es también una unidad en cuanto que el obispo-sacerdote forma una sola cosa con la comunidad, carga con sus pecados solidariamente, se confiesa y recibe juntamente con ella la nueva vida.

 

Una forma esencial de la unidad de la Iglesia es su catolicidad (y también la sobórnost; cf. § 124, I, 3), «la unidad de muchos, la plenitud de la comunión de todos los creyentes, la unidad del cuerpo de Cristo en muchos cristianos». La catolicidad es la unidad ecuménica y pneumática de la Iglesia a través del espacio y del tiempo, el «Dios todo en todos», tal como le ha sido transmitido.

 

La Iglesia es invisible y a la vez visible. En su forma visible, la Iglesia, a pesar de la existencia de la jerarquía episcopal, está informada por un principio democrático. Dentro de la nueva creación, que es la misma para todos, los miembros de la Iglesia son todos iguales. Los seglares, en su calidad de redimidos, están unidos por vía sacramental y orgánica con el episcopado, que es el que da forma y define, hasta tal punto que, por ejemplo, en opinión de numerosos teólogos, los obispos que consagran a un nuevo colega lo consagran como representantes de toda la Iglesia, incluidos los seglares.

 

La unidad de la Iglesia, como organismo divino y humano que es, sobrevive tras la muerte; es decir, se da una unidad entre la Iglesia terrena y la celeste, ya que el cuerpo místico de Cristo también está en el cielo (Seraphim).

 

3. La base sobre la que en la Iglesia se decide sobre la doctrina «justa» (=ortodoxa) y sobre la legitimidad del ser eclesial, es la apostolicidad. En la sucesión apostólica se legitima la autoridad eclesiástica. La Iglesia, junto con su tradición, en cuanto realidad del cuerpo místico del Señor, garantizada a partir de los apóstoles mediante la sucesión episcopal, es la realidad primaria. Lo primero es, pues, la Iglesia con su tradición, no la Escritura.

 

La fuente de la Iglesia es, pues, en primer lugar, ella misma, es decir, su tradición, de la que forma parte la Sagrada Escritura.

 

La Iglesia es infalible por ser el cuerpo de Cristo. Como quiera que la infalibilidad es obra suya, obra que todo lo abarca y lo unifica, según la concepción ortodoxa apenas puede una sola persona ser el portador de dicha infalibilidad o, al menos, no puede serlo sin la participación de la comunidad de cuantos forman parte de la misma vocación.

 

La Iglesia no tiene más que una cabeza: Cristo. A ningún otro debe aplicarse esta expresión. En su calidad de cabeza, Cristo reúne la Iglesia terrena y la celeste.

 

4. La doctrina fundamental que divide a los cristianos orientales separados de la Iglesia católica romana sigue siendo la doctrina del primado. Es verdad que se acepta el lugar único de Pedro como pastor del rebaño. Pero el primado de la Iglesia romana no puede ser más que un primado «en la caridad», es decir, un primado de carácter carismático, eucarístico.

 

No es difícil advertir que en esta teoría no se hace suficiente justicia a Roma[25], sede primacial de la caridad. En toda la Iglesia primitiva se reconocía, como una realidad auténtica, el primado de honor de la Iglesia

romana

 

5. Hasta ahora hemos acentuado tanto el aspecto místico y pneumático como corazón de la eclesiología ortodoxa, que estamos en disposición de pasar a la otra vertiente del problema sin correr el riesgo de caer en parcialidad. Es la siguiente: según la concepción ortodoxa, la autoridad de la Iglesia y, por tanto, la del obispo comprende también determinados elementos jurídicos.

 

El establecimiento de la Iglesia en Constantinopla y luego en Kiev y Moscú muestra la influencia que han tenido estos elementos jurídicos en la orientación de las Iglesias ortodoxas. Es verdad que en estos casos se trataba de fenómenos de la iglesia estatal, pero precisamente ese sistema de iglesia de Estado fue reconocido ampliamente por Constantinopla, Rusia y las Iglesias eslavas de los Balcanes. Y ¡con qué entusiasmo! La mera concepción sacral de la personalidad del emperador y de los zares vinculó a la Iglesia en este aspecto con unos vínculos auténticamente jurídicos. La concepción de una realidad eclesiástico-estatal, en cuyo centro, a pesar de la symphonia proclamada teóricamente entre emperador y patriarca, no estaba un sacerdote, sino el emperador, elegido por Dios, como un segundo Moisés o David[26], fue aceptada a partir de Constantinopla por la Iglesia aún no dividida.

 

Pero, además, se fue formando un derecho canónico propio. Como quiera que la Iglesia oriental confiesa conscientemente su carácter visible, tendríamos un craso desconocimiento de su ser y falsearíamos exageradamente su aspecto místico-pneumático si la despojáramos del concepto jurídico de Iglesia.

 

A partir de la caída de los zares, en 1917, la teología rusa busca con razón una nueva explicación de las relaciones entre Iglesia y Estado, es decir, una interpretación teológica en virtud de la cual los cristianos ortodoxos puedan encontrar una relación honorable con el nuevo Estado soviético.

 

III. LA PIEDAD

 

A) La liturgia

 

1. En época temprana hubo en Oriente, como ocurría también en Occidente (§ 19), pluralidad de liturgias, que carecían de un carácter rígido y se formaban a base de la improvisación carismática. En los países orientales, este fenómeno se siguió produciendo aun después de la unificación.

 

Originariamente existían dos prototipos: el alejandrino y el antioqueno. La evolución demostró que el elemento más progresivo desde el punto de vista litúrgico fue siempre el de lengua griega. Las nuevas fundaciones creadas en Oriente por el patriarca ecuménico eran más conservadoras, y las del Occidente latino eran todavía más rígidas, hasta llegar a un cierto anquilosamiento debido a su fuerte estilización. La evolución desarrollada en Oriente fue silenciosa y callada, y se prolongó hasta bien entrado el siglo XVI y aun hasta nuestros días (Baumstark).

 

2. La unificación litúrgica fue consecuencia de la instauración de la Iglesia imperial bizantina. A partir del siglo VI la liturgia de Constantinopla, la de Hagia Sophia, se desarrolló bajo los nombres de san Basilio el Grande y san Juan Crisóstomo. Esta liturgia desplazó a las demás, tanto en el Imperio bizantino como entre los pueblos eslavos (Seraphim); era la liturgia de la Iglesia «bizantina», es decir, de la Iglesia «griega», de las Iglesias de confesión calcedonense agrupadas en torno a Bizancio. Esta liturgia se difundió amplísimamente entre los griegos, melquitas, eslavos, húngaros en Rumania, en Georgia y Albania. Su forma definitiva procede del siglo XIV. En cada caso, la liturgia se tradujo a la lengua del país (eslavo, ucraniano, árabe)[27]; en época más reciente, la liturgia ha sido traducida también a las lenguas modernas, lo cual parece colegiar las Iglesias como algo internacional, cuando en realidad cada Iglesia local sigue siendo autónoma.

 

En la antigüedad se formaron también las liturgias copta, etiópica y siro-oriental. La liturgia armenia sigue de cerca a la bizantina.

 

De esta manera, la liturgia venía a ser expresión de la nacionalidad y medio para robustecer la independencia política y eclesiástica, que, a su vez, obligaba al culto a expresarse en lenguaje del pueblo. De todas formas, la liturgia se vio obligada a conformarse al cambio de situación política. Ambas cosas aparecen claramente, por ejemplo, en la historia de los búlgaros, rumanos y servios.

 

3. Lo característico de la liturgia oriental radica en su carácter mistérico, que en parte se explica por la influencia que tuvieron en su formación los escritos del Pseudo-Areopagita (§ 33, 6). Podría decirse que el esfuerzo por reproducir de alguna manera la realidad divina, recibida en místico contacto, lleva consigo un lenguaje algo nebuloso (Stiglmair). Para los orientales la liturgia es «contemplación y comunión con lo divino»[28].

 

La liturgia es, como hemos dicho a menudo, el corazón de la Iglesia oriental y la que impregna el modo de ser de su cristianismo de manera mucho más acusada que en el caso del cristianismo occidental y su liturgia[29]. La diferencia se hizo aún más pronunciada a partir de la desunión en 1054. La liturgia sustituía a las definiciones dogmáticas, cuya fijación no era necesaria. La iglesia es el ámbito en el que se realiza la adoración de lo divino; su ser se manifiesta precisamente como adoración litúrgica del Dios que se ha revelado o se revela.

 

4. El centro y cumbre de la liturgia es la celebración de la sagrada eucaristía en un ambiente rodeado de iconos y lleno de simbolismo. La preside el obispo con el clero, revestidos todos ellos de ornamentos festivos, con ademanes y cantos solemnes, dentro de una atmósfera iluminada por los cirios e inundada de incienso. A pesar de su identidad esencial, la misa oriental difiere considerablemente de la occidental. La celebración eucarística en la Iglesia oriental es la venida real del Señor transfigurado en su palabra, y después en el banquete eucarístico concebido como sacrificio, su entrada o descenso rodeado de su corte celestial. La liturgia es la realidad celeste que nos invade, el contacto mistérico con lo divino. El memorial de la última Cena, «cuando el Señor se sentó a la mesa con sus discípulos» (Lc 13,29), es celebrado por los elegidos, los cuales participan en el banquete mesiánico, el banquete nupcial de los últimos tiempos. En la alegría de su participación, la liturgia reza así al Señor glorificado y presente: «Tú eres el oferente y la ofrenda».

 

Al ser la eucaristía la fuente y centro de la vida cristiana, su influencia se extiende también por todo el ámbito profano. Esto ocurre de manera especial en el caso de los monjes. La vida monástica se caracteriza por lo que podríamos llamar la prolongación de la liturgia en la refección diaria. Tras el banquete eucarístico, la propia refección forma parte del banquete del amor, del ágape, que se celebra en compañía del Señor y en alegría común con él. La refección —y la liturgia de la misa— sólo tocan a su fin cuando, entre plegarias y signos litúrgicos, se ha saboreado el antídoron consagrado en la liturgia.

 

5. Al lado de lo primordial, que es la liturgia, sigue siendo de primer orden la confesión de fe, el credo, la doctrina ortodoxa. La liturgia es en realidad su expresión, y no al revés. La liturgia constituye la raíz de la fe y en ella se refleja el carácter de la teología, cuya reflexión es en gran medida adoración; pero, con todo, es una realidad divina de segunda fila, con categoría inferior al dogma[30]. La liturgia manifiesta lo que enseña la fe, la victoria sobre la muerte, «que entre nosotros ha perdido sus horrores».

 

Otra realidad que, además de la liturgia, da sentido cristiano a la vida es la piedad popular. La oración, teñida de caracteres monacales, ha venido a ser un firme elemento de la vida de los creyentes. La prontitud con que esto se consiguió se debe a que las formas del modelo monástico adoptaron una modalidad sencilla y a que se concedió especial valor a la repetición devota de unas mismas plegarias sencillas y de unos ejercicios piadosos.

 

La oración aspira, en último término, con una actitud mística, a la visión (theoria) de la gloria de Dios, mediante la cual el propio orante y hasta su mismo rostro quedan glorificados y transfigurados. Al lado de la oración vocal se cultivan otras formas de piedad, como la adoración de la santa cruz, el culto a los santos (los iconos) y a las reliquias[31].

 

6. La liturgia es un medio particularmente eficaz para realizar la sobórnost, por ser en su totalidad celebración comunitaria. La utilización de la lengua vulgar, aunque ligeramente anticuada, es, evidentemente, una fuerte ayuda para esta celebración comunitaria. En ella se unen todos los concelebrantes como hermanos, especialmente en la liturgia pascual, en la que la unidad de la Iglesia se expresa en el perdón mutuo de los pecados de todos los hombres, simbolizado por el ósculo de paz del Resucitado.

 

B) El culto a los santos

 

1. Para la Iglesia oriental, el culto a los santos es consecuencia inmediata de su comprensión de la Iglesia, cuerpo místico del Señor en la tierra y en los cielos. Por ello la Iglesia aquí y allá se encuentra ontológicamente unida en la divinización operada por el Señor resucitado. El culto de los santos es expresión del artículo de la fe: «Creo en la comunión de los santos». Su culto no es el centro de la piedad de la Iglesia oriental, pero tampoco un mero apéndice de ella, por ser precisamente una derivación de su concepto de Iglesia como cuerpo místico del Señor, que une el más acá y el más allá. Los santos están vinculados a nosotros por el amor y oran por nosotros. Nosotros pedimos su intercesión. Esta unión con los santos es una vinculación real; se basa efectivamente en la divinización operada por el Espíritu. Es la comunión en Cristo. La Iglesia oriental habla de los combates de los santos por Cristo y con Cristo, pero apenas menciona sus méritos. Los santos son «testigos y vasos de la gracia» (Seraphim).

 

2. En el culto a la Virgen María, Madre de Dios (§ 27, I), la unión con el Señor como centro y con la encarnación como núcleo de nuestra redención adquiere una poderosa intensidad. Al tomar carne el Logos en las entrañas de María, divinizó el ser del hombre. María vino a ser y es la puerta de nuestra salvación. María es la que ha colaborado en nuestra ¡redención. Es evidente que se le debe una veneración especialísima.

 

En la evolución real el culto a la Virgen María fue anterior a los dogmas marianos. El culto, profundamente arraigado en el pueblo cristiano, fue lo que provocó la mariología, y no al revés, como ocurrió en Occidente en época muy próxima. El culto encontró pronto el camino que va de la liturgia a la devoción privada. Tanto en ésta como en aquélla, la «bendita entre las mujeres» es objeto de frecuentísimas alabanzas.

 

María es representante de la humanidad, con la que forma un todo, ante el Dios eterno, el Dios que tomó de ella su carne, la carne de la humanidad. De ahí la plegaria de alabanza que se repite constantemente: «Santísima Madre de Dios, ayúdanos». En los himnos se encuentran todas las alabanzas que conocemos por el culto mariano católico. En todas ellas destaca el entusiasmo ante el nacimiento de Jesús de la Virgen, en el parto y después del parto.

 

3. La especial veneración de la Madre de Dios se ha reflejado en los numerosos iconos marianos, sobre todo en Rusia y en el Monte Athos. Refiere la leyenda que con frecuencia, tras las apariciones de la Madre de Dios, quedaba el icono de María, una imagen «no hecha por mano alguna» (en griego, aquiropitos), es decir, una imagen milagrosa.

 

Al término de la consagración de los iconos se implora personalmente a María con una plegaria que también ha adoptado el culto mariano de Occidente: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa madre de Dios; no desprecies nuestras súplicas en las necesidades».

 

La diferencia entre María, criatura agraciada sobre todas las demás y el Dios infinito, Creador y Redentor, en modo alguno se olvida o se lesiona. A veces la plegaría se dirige incluso directamente a Dios, para que acoja las súplicas de su madre. Pero insistiendo siempre: «Tú, Redentor nuestro, redime al pueblo desesperado».

 

Mediante el culto a los santos y a la Virgen expresa la Iglesia oriental de manera vigorosa la idea neotestamentaria de los grados diferentes de la mediación salvífica.

 

C) Los iconos

 

1. A los europeos occidentales nos cuesta comprender en un primer momento el que el culto de las sagradas imágenes pudiera provocar una discusión tan enorme como la que provocó en la Iglesia oriental durante los siglos VIII y IX. La lucha en la que se quemaban las imágenes y sus defensores —especialmente los monjes, como ya sabemos— eran perseguidos, arrojados a los calabozos y quemados se desarrolló bajo el reinado de cuatro emperadores, desde León III (primer edicto en el año 730) hasta que, finalmente, en el 842, reinando la emperatriz Teodora, se pudo celebrar la victoria de las imágenes como «Fiesta de la ortodoxia». Pero precisamente el apasionamiento y el arrojo con que amplios sectores habían luchado contra los emperadores «ilustrados» (por influencia del Islam) en favor del culto de las imágenes, los creyentes que abrazaron esta lucha como algo seriamente unido a la confesión de su fe, indica que no se trataba de una cuestión secundaria.

 

De hecho, los iconos y su veneración eran algo estrechamente rela­cionado con el «sacramentalismo» peculiar de la piedad de la Iglesia oriental, como ya hemos visto. Las imágenes son una parte del misterio, empapado de sacramentalidad, que constituye la Iglesia. La función principal de los iconos es la irradiación del poder del Resucitado glori­ficado, y con ella el contacto del creyente con lo divino y su divinización. El mismo icono es un misterio (Seraphim). En el icono existe una realidad santa y santificante.

 

No pocos iconos tienen gran valor artístico. Pero éste es un punto de vista completamente accidental. El icono no es el producto de un artista o de varios al mismo tiempo, sino la obra de un hombre piadoso (por eso todos estos iconos son anónimos y sólo por casualidad o accidentalmente se ha podido conocer el nombre del autor). El pintor se prepara para su obra con santos ejercicios penitenciales y la realiza sirviéndose de colores bendecidos con arreglo a prescripciones precisas de un manual oficial de pintura y dentro de la forma tradicional. Luego la obra es bendecida por el sacerdote, como representante de la Iglesia[32]. El icono es una imagen sagrada.

 

2. El icono no es sólo un retrato o un símbolo. En la casa de Dios, al igual que en la habitación, el icono siempre está en relación con la sagrada liturgia, de la que recoge su luz gratificante irradiándola por todas partes.

 

Lo que en el icono se venera[33] no es la imagen, sino lo que esta representa. Del santo representado en el icono, pasa a su retrato algo real; la imagen es el retrato de un santo glorificado en el más allá, retrato «cuya veneración se eleva hasta el original» (san Basilio el Grande); quien contempla los iconos no sólo recibe algunos estímulos, sino que es «transformado» en virtud de una especie de acción sacramental.

 

Los iconos significan también para la Iglesia oriental una instrucción para los fieles de poca cultura[34], pero va más allá. El icono está lleno de significado teológico y, sobre todo, tiene estrecha relación con la encarnación, en la que el mismo Dios se hace «imagen» visible, «imagen del Dios invisible» (Col 1,15), y «resplandor de su gloria» (Heb 1,3). Al igual que el Dios encarnado, también los iconos son, de una manera más débil, pero real, el vínculo entre la tierra y el cielo o, más en concreto: el retrato del Cristo encarnado. Ahora bien, para que esto pudiera ser real, era necesario que todo hombre fuese creado a imagen de Dios y que esta imagen no fuera destruida por el pecado. Con todo, las imágenes no son más que imágenes, de igual manera que el Logos eterno quedó enajenado en la carne.

 

3. No se puede negar que en la práctica, debido sobre todo a la multiplicación casi excesiva y a menudo mecánica de signos externos del culto: caer de rodillas, hacer la señal de la cruz, ósculos, velas, se encontraba en peligro de caer en la cosificación y la superstición, como de hecho ocurrió. Numerosísimos relatos sobre la piedad popular de las Iglesias orientales nos impiden aquí confundir la teoría con la realidad. Dado que la incultura religiosa del pueblo, a veces tan lamentable, era desgraciadamente el espejo de la incultura del clero, no podían faltar la exteriorización burda y la ejecución puramente pasiva del culto externo (algo semejante ocurrió en la liturgia) en mezcla con concepciones mágicas[35].

 

A pesar de ello, cuanto acabamos de decir no va en contra de la concepción fundamental, que es de gran riqueza y pureza. El culto de los iconos, enmarcado dentro de esta concepción, no puede en absoluto reducir el honor exclusivo de Dios. Los iconos no son más que imágenes de Cristo, como lo proclama su fórmula de consagración; en los santos, aun después de muertos, está Dios mismo, o mejor, está Cristo, que realiza sus obras a través de ellos. Todo el culto de los iconos va dirigido a Cristo. Es verdad que el pensamiento de la Iglesia oriental, que tanto ha valorado la pureza dogmática, se ha expresado en el caso de los iconos con un pleonasmo sacral carente de rigor, pero sin que exista, en principio, el menor riesgo de caer en una idea calculadora de la eficacia del objeto sagrado sin las buenas obras.

 

Los iconos son para la conciencia cristiana y eclesiástica oriental algo de un valor inestimable. Desde que los grupos de monjes, después de tanto sufrimiento durante los siglos VIII y IX, consiguieron la victoria —su victoria— en la defensa del culto a las imágenes, ha habido toda una corriente de fe vigorosa que, a lo largo de las generaciones, se ha ido expresando ante los iconos en innumerables plegarias, lamentos y ofrendas. Los iconos siguen irradiando —por decirlo así— toda esa fuerza de fe creyente. Los iconos son también, por eso mismo, portadores de vida misteriosa, una vida que acompaña la existencia con sus numerosas y diferentes actividades y sufrimientos.

 

4. En el contexto global místico y sacral de la realidad creada y santificada por la redención se integran también las reliquias de los santos y el culto que se les debe. En esas reliquias está la fuerza de Dios, tal como se ha manifestado de manera inconmensurable en la resurrección de su Hijo y tal como se manifestará en la resurrección universal, en la cual aparecerá como «gracia infinita de los santos». ¡Cómo no van a ser las reliquias incorruptibles y milagrosas!

 

IV. EL CLERO Y LOS MONJES

 

La estructura del clero y su función dentro de la vida eclesial es algo tan básico para la Iglesia oriental como lo es en Occidente, pero con peculiaridades diferentes.

 

1. Oriente en su conjunto —con excepciones importantes— parece desconocer casi por completo hasta la Edad Moderna la pastoral regularizada en el sentido que caracteriza de alguna manera la historia religiosa del Occidente a partir de la alta Edad Media. De todas formas hemos de expresarnos con especiales reservas en este punto, ya que la cuestión de una pastoral fuera de los monasterios parece haber sido poco investigada todavía. Existía la predicación, pero ésta sufrió un fuerte retroceso. Hay que partir de que el eclesiástico es liturgo y la liturgia posee una riqueza tan inagotable que la Iglesia puede vivir sólo de ella.

 

a) Pero la realización de esta riqueza no podía quedar garantizada por la mera ejecución de la liturgia. Surge entonces el problema de la formación del clero «oriental». En época temprana de la Iglesia griega esta formación fue buena y hasta muy buena. Pero desde que la Iglesia vino a ser Iglesia imperial y entró en ella una poderosa corriente de masas ya no tan preparadas en lo fundamental (ya Orígenes se lamentaba en su tiempo de la decadencia del fervor religioso[36]), la Iglesia fue cayendo lentamente en una situación semejante a la que por aquel mismo siglo se daba en Occidente[37]. Hay que tener en cuenta que, pasada la época de los grandes teólogos, los obispos no constituyen una excepción en ese terreno. Y la situación que nosotros constatamos está naturalmente en relación con el desfallecimiento del vigor espiritual que se advierte en la teología ortodoxa medieval, de tan escaso empuje si la comparamos con épocas anteriores (cf. § 124, V, 11).

 

Pero esto no constituye un veredicto sobre el clero. El pueblo de las Iglesias orientales está dirigido generalmente por un clero no muy culto; sin embargo, en ese pueblo, a pesar de las críticas que necesariamente hemos de hacer a su exteriorización masiva, descubrimos gran piedad y hasta santidad. Es sorprendente el profundo arraigo que ha adquirido, por ejemplo, la piedad ascética en el pueblo a través de obras del estilo de las Filocalia[38].

 

b) Como es lógico, la situación y la evolución muestran muchas oscilaciones según las diferentes épocas y lugares. Siempre que se produce cierto ascenso en la formación, sigue la decadencia, y viceversa.

 

En general podemos decir que el nivel sube cuanto más estrecho va siendo en esta o en aquella iglesia, a partir de nuestra baja Edad Media, el contacto con el humanismo, la filosofía y la ciencia moderna que fue imponiendo la evolución. En la mayor parte de las Iglesias unidas a Roma y, por tanto, a Occidente, la situación es mejor que en las separadas; en Polonia es mejor que en Etiopía o en Asia Menor, Irak e Irán. En Polonia, a partir de la primera acogida del cristianismo, la evolución fue presionando continuamente hacia Occidente, lo mismo que en el siglo XI, al desaparecer ese cristianismo procedente de Occidente (Magdeburgo), fue preciso recrearlo de nuevo. Es verdad que también aquí influyó un monacato de estilo de los cistercienses. En el sur de Ucrania la situación cultural era muy precaria y se mantuvo siempre en un retraso considerable en comparación con el noroeste, más progresivo.

 

La posibilidad de que los clérigos y monjes se procuraran cierta formación superior solamente se dio durante largo tiempo en aquellos monasterios que poseían bibliotecas. Estos datos son válidos a partir del siglo XVII, especialmente por lo que se refiere a los monasterios idiorrítmicos (cf. § 124, IV, 4).

 

Desde el siglo XVIII hay también en el seno de la ortodoxia escuelas elementales y superiores. Una vez más este hecho está relacionado con la penetración de las ideas occidentales. Ya sabemos que las ideas liberales no sólo se fueron introduciendo a la vez, sino que en Rusia constituyeron el elemento impulsor (Pedro el Grande, la emperatriz Catalina). Los intelectuales ortodoxos trajeron a los países eslavos la «nueva» cultura de la Ilustración, al igual que los nuevos conocimientos en las disciplinas naturales y la matemática, así como los modos de pensar de las universidades occidentales. Rusia era el guía, lo mismo que en época más reciente la Turquía de Ataturk. La causa de la innegable inferioridad oriental en materia científica y filosófica estriba, según algunos, en la mentalidad religiosa tradicional. Sigue siendo muy instructivo advertir que los representantes de las nuevas orientaciones fueran en buena parte precisamente clérigos que habían estudiado en Italia, Francia y en las universidades protestantes de Alemania. Al igual que en Occidente, también en Oriente tuvo lugar una irrupción de las ideas de la Ilustración en el terreno eclesiástico.

 

c) Un deseo que el clero oriental ha reivindicado a menudo durante la Edad Moderna, podríamos decir que casi más allá de lo debido, se refiere al nuevo matrimonio de los sacerdotes viudos y, en época muy reciente, el problema del matrimonio de los obispos (cf. § 122, III, 4).

 

Las dos guerras mundiales, con su múltiple destrucción, han provocado también en el clero el despliegue o el despertar de tendencias radicales, por ejemplo, en Bulgaria, aunque los comienzos sean más antiguos (cf. § 122, III).

 

Estos fenómenos han de ser considerados en relación con el aumento de la penetración laicista[39]. Y, a su vez, dependen, por una parte, de los poderes políticos secularizados o ateos por conquistar influencia en la Iglesia y, por otra, se manifiesta también aquí la influencia de la Reforma protestante, resultado de los estudios realizados por clérigos ortodoxos en las facultades occidentales[40].

 

2. Ya tenemos noticias del nacimiento del monacato en la Iglesia antigua (§ 32) y de la sorpresa que produjo en los cristianos occidentales la información sobre estos nuevos luchadores contra el diablo, que, transmitida por Atanasio, Jerónimo y Rufino, sonaba a leyenda maravillosa. «Los incultos se levantan y arrebatan el reino de los cielos», exclamó san Agustín, quien, a su vez, vino a ser el padre del monacato en el norte de África.

 

a) El máximo impulsor de la vida monástica en Oriente fue Basilio el Grande, del cual depende también en buena medida la Regla de san Benito. San Basilio ha seguido siendo hasta nuestros días, en unión con san Pacomio, san Sabas y otros, el padre por antonomasia del monacato oriental. Los monasterios fundados conforme a su Regla (modificada después constantemente) fueron ya durante los siglos IV a VI una gran potencia. Durante la disputa sobre las imágenes, sus monjes fueron la tropa escogida para la defensa de los sagrados iconos. En esta disputa recibieron su bautismo de fuego, al que siguió una etapa de gran florecimiento.

 

Por aquel entonces, con ocasión de esa disputa, surgió una de las grandes figuras cuyo nombre ha sido siempre una especie de símbolo para los monjes y aun para todo el Oriente: el piadosísimo y doctísimo fundador y abad del monasterio de Studion, junto a Constantinopla, y, además, reformador del monacato y defensor acérrimo del primado de la Iglesia romana: Teodoro Estudita (789-826)[41].

 

b) El objetivo originario de la vida monástica, que radica en la propia santificación, se mantuvo durante más tiempo que Occidente libre de otros móviles, como pudieron ser la influencia en la cultura agraria, en la pastoral o en la ciencia[42]. La importancia religiosa de los monasterios de la Iglesia oriental se basaba, al igual que en Occidente, en que, separados de la familia y de la comunidad civil, constituían un lugar de elevado potencial religioso a través de los «consejos evangélicos», cuya fuerza purificadora irradió destellos de santidad por todo el mundo bizantino y eslavo. Los monasterios fueron centros de una ascética sumamente elevada que a veces nos sorprende. Siguiendo el consejo del Señor y la exhortación de san Pablo[43], los monjes formaban el estado de los que «pueden entender».

 

La costumbre de obligarse mediante un voto aparece muy temprana-mente. En virtud del voto los monjes quedan ciertamente separados del estado de simples seglares; pero esta «consagración monástica» no era un sacramento propiamente dicho, aunque algunos lo consideraban así.

 

Al principio y durante largo tiempo había pocos sacerdotes en los monasterios; hasta nuestros días la mayoría de los monjes orientales carecen del estado sacerdotal. El monacato es, pues, en Oriente un estado laico y jamás impuso, como el occidental, una clericalización en tan múltiples aspectos y con tantas consecuencias. No obstante, se trata de un verdadero estado eclesiástico en su sentido preciso, otorgado por los mencionados ritos litúrgicos de admisión y profesión, y se confirma en su hábito monástico especial, en la vida ordenada por la liturgia de la Iglesia, con el rezo comunitario de las horas, que culmina en la celebración eucarística.

 

La vigilancia sobre los monasterios era competencia de la Iglesia local o, más concretamente, del obispo local, lo cual no excluye que en ocasiones los monasterios —a veces en gran número— pretendieran librarse de la inspección episcopal, como pasó durante la época de los comnenos e incluso después[44].

 

3. Para conocer las peculiaridades del Oriente es preciso advertir que sus monasterios nunca llegaron a formar una congregación en sentido propio, aunque a veces había algún superior, el archimandrita (abad = hegumenos), a quien se reconoce cierta autoridad sobre un número de cenobios (en el Concilio de Efeso lo era el exarca de los monasterios de Dalmacia).

 

a) Esta unión de laicos adquirió un eminente influjo en la vida y en la dirección de la Iglesia, ya que desde muy pronto y regularmente a partir del Sínodo Trullano (VI Concilio ecuménico, 680-681), los obispos, que debían ser célibes, era preciso elegirlos de entre sus filas. Hay, con todo, algunas excepciones.

 

La profundidad con que los monjes habían marcado el carácter de la Iglesia oriental se manifiesta también en el hecho de haber sido ellos los principales impulsores de la resistencia contra Roma[45].

 

Con su victoria en la disputa sobre las imágenes, los monjes adquie­ren gran confianza en sí mismos. En el Imperio bizantino, al igual que después en Rusia, llegaron a convertirse en un poder económico; así tenían mayor fuerza en sus reivindicaciones ante el basileus y ante el patriarca ecuménico[46].

 

b) El carácter y la fuerza religiosa de los monjes orientales nos ha sido descrita en multitud de obras, desde las primeras vidas de monjes o los Diálogos de los Padres, de Casiano (un libro que leyó «asiduamente» santo Tomás de Aquino), o los escritos de Cirilo de Escitópolis (primera mitad del siglo VI). De todas formas, estos escritos cayeron muy pronto en un esquema literario rígido, de tal forma que las innumerables obras que se nos han conservado «se parecen como un huevo a otro huevo» (Albert Ehrhard).

 

En todo el monacato hay, desde sus orígenes (los desiertos de Egipto), una tendencia al eremitismo. En Oriente esta tendencia fue aún más pronunciada que en Occidente. En Rusia, como ya sabemos, el monacato, que tan variada y profundamente había de configurar su historia, tuvo su origen en las cuevas que excavaron en las montañas cercanas a Kiev los monjes que venían de Bizancio huyendo de la persecución durante la disputa sobre las imágenes. De estas cuevas arranca el famoso monasterio de las cuevas de Kiev, cargado de fama y de tradición.

 

Junto a los ermitaños propiamente dichos, había —mejor dicho, hay— en Oriente kellias o kathismata, casitas individuales solitarias en las que viven pequeñas comunidades monásticas.

 

c) Especial mención merece el recinto sagrado del Monte Athos, centro espiritual durante siglos, con sus monasterios de diferentes na­cionalidades. En él hay también una escuela de teología y filosofía, famosa desde la antigüedad, de la que proceden, por ejemplo, los compiladores de las Filocalia. Aquí se redactó también el «libro del pintor», un manual en el que se indica cuanto debe hacer el pintor de iconos. La pintura y la imaginería son todavía hoy asignaturas obligatorias en el Monte Athos.

 

La santa montaña es todavía en nuestros días un lugar favorito de peregrinación, aunque sólo es accesible a los varones; las mujeres tienen prohibida la entrada en la península. Casi todas las naciones ortodoxas tienen su propio monasterio. Junto a ellos y en un acantilado rocoso, difícilmente accesible, hay dieciséis albergues a modo de cuevas. Aquí la separación del mundo es completa; se consigue por medio de una escala de cuerda o ganchos metálicos clavados en las rocas.

 

4. El propósito del monje en el claustro fue desde el principio la ascesis, el desprendimiento del mundo, es decir, de la familia y de los bienes, consagrado a la plegaria y al rezo comunitario de las horas, con la celebración de la eucaristía como centro. Todo el acontecer del día, incluida la comida, discurría en torno a la sagrada liturgia. El desprendimiento de sí mismo es un largo proceso, para el que se necesita una gran energía. De ordinario este proceso exige también una dirección experimentada, que efectivamente en la historia del monacato oriental desempeña un papel importantísimo. En la dirección espiritual nos encontramos con modelos dotados de peculiares carismas.

 

a) El modo de vida monástico adquirió especial importancia en la forma de estarcismo, que se remonta al cristianismo primitivo, y experimentó gran desarrollo en el Monte Athos, y mucho más todavía en Rusia. El staretz es el «padre espiritual», el que dirige la vida religiosa en el camino hacia la altura, mediante el ejemplo y la instrucción. Es también el consolador y apoyo en los momentos de desolación espiritual. Vive en el monasterio o en sus proximidades, o como un solitario en el desierto. No todos ellos eran monjes; había también laicos con especiales carismas, que practicaban este tipo de pastoral individual. Hubo algunos que ejercían una vocación misionera. Muchos alcanzaron gran fama de santidad.

 

b) Como ejercicios de la vida religiosa se mencionan constantemente la vigilia, el ayuno, la oración y las lágrimas. A veces se encomian especialmente las lágrimas como la más alta manifestación de la virtud monástica, e incluso como la meta de su vida.

 

Característico del monje y del monasterio es la pobreza: «Vende cuanto tienes, ven y sígueme» (Mt 19,21). Pero la falta de bienes no es sólo una carencia meramente externa. Se trata de una desvinculación interior.

 

En una vida espiritual profunda, «agónica» o «angélica», la mortificación nos muestra fenómenos que nos resultan a veces extraños[47]; pero aun estos fenómenos no pueden rechazarse —salvo algunas excep­ciones— de manera simplista, como si se tratara siempre de fenómenos patológicos. Para el hombre ruso, por ejemplo, la mortificación ha sido secularmente un fenómeno congénito. Un tirano sanguinario como Iván IV el Terrible era capaz de vivir como un monje, y al final de su vida lo fue efectivamente.

 

c) El auténtico monje oriental que vive en el monasterio es «silencioso, su pensamiento es de una pureza infantil, es hospitalario con la libertad que brota de un corazón sencillo, es pobre, no tiene pretensiones, su religiosidad es simple y sin reservas» (R. Pabel).

 

Desde fines del siglo XIV, cuando remitió el fervor ascético y tam­bién la tendencia hacia la vida anacoreta, apareció una nueva forma de organización monástica, la idiorrítmica, que quiere decir que los monjes eran los que habían de dirigir su vida «según su propio ordenamiento». Cada monje se mantiene dentro de su propia celda. Para los días festivos hay un refectorio; la liturgia se celebra, como es lógico, en común (a veces sólo los domingos). Hubo épocas en que este tipo de vida monástica alcanzó una extraordinaria difusión[48]. Los abusos surgidos llevaron, con todo, a su reducción, a veces por métodos coactivos[49].

 

5. De la idea originaria del heroísmo eremítico (lucha contra Satanás en unión del Resucitado victorioso), se trató de destacar lo que era el constitutivo propio del monacato: la unión entre ascética y contemplación.

 

La plegaria debía durar realmente el día entero. Tuvo un gran papel el concepto de la luz divina (que tiene un puesto importante en el evangelio, en la liturgia y en el dogma[50]). El monje se esfuerza por verse inundado por esta luz en su oración silenciosa[51].

 

a) La importancia adquirida por el monacato en las Iglesias orien­tales es incalculable. Cualquier elogio se quedará corto. La falta de formación intelectual del clero y de los seglares fue sustituida, por así decirlo, por los monasterios, aunque no por su erudición, sino por la realidad ascético-mística de su existencia y de su ejemplo.

 

Su obra caritativa en favor de los pobres, los enfermos y los huérfanos fue enorme. Con todo, su atención cultural y pastoral fue escasa o, al menos, no la desarrolló en la magnitud y forma del monacato de Occidente, que contribuyó de manera decisiva a la creación de la civitas christiana occidental.

 

b) En este punto juega también un papel el hecho de que el director supremo de la comunidad, el obispo, había pertenecido al estado monástico. No olvidamos que los obispos de la Iglesia oriental eran también hombres de carne y hueso y que preferían vivir en el emporio de cultura que era Constantinopla que en las provincias[52]. Sin embargo, el estilo de vida, preferentemente contemplativo del monasterio (a veces sumamente cómodo y tranquilo) no era muy buena escuela para la acti­vidad pastoral del monje que había sido elevado al episcopado.

 

c) A pesar de todo, el monacato desarrolló en Oriente una enorme tarea pastoral y misionera, y no sólo de un modo indirecto, a través de la sagrada liturgia, que significa una predicación inagotable, y a través del ejemplo vivo de amor heroico y seguimiento de la cruz, sino también mediante el servicio pastoral directo. Se ha dicho con razón (Benz) que no es lícito emitir un juicio partiendo del actual estado de las Iglesias orientales, ya que todas ellas han ido pagando a lo largo de los siglos un duro tributo de sangre hasta llegar a verse diezmadas, bien por los musulmanes árabes o por los mongoles, y después por la larga devastación que supone el dominio turco. Para conocer la fuerza que tenían hay que acudir a la rica documentación que nos ha dejado la historia de la Iglesia antigua, o al gigantesco movimiento misionero desplegado por los monjes rusos, que llegaron hasta Asia Central, así como a la cristianización de los pueblos eslavos[53]. Las principales fuerzas que actuaron en todas estas empresas procedían de monasterios. Los mismos ermitaños siguieron la llamada divina, como Serafín de Sarov, a quien la Madonna ordenó salir al mundo. El «peregrino» constituye uno de los tipos permanentes de piedad de la Iglesia oriental. Ocurre algo semejante a lo que veíamos anteriormente (§ 36, II) en el caso de los monjes celta-irlandeses, que se juzgaban «peregrinos hacia el Señor», y reproducían la condición «peregrina» de la Iglesia en este mundo. Muchos de estos peregrinos eran laicos, pero todos, tanto monjes como seglares, eran siempre misioneros, que no llevaban consigo más que la Sagrada Escritura y la Filocalia.

 

6. El monacato oriental nunca fue, pasada la época de los Padres, un tesoro de ciencia. Para los monjes la ciencia era más bien una vanidad superflua por tratar de problemas que rebasaban lo dispuesto para alcanzar la perfección, un peligro, y hasta algo opuesto a la fe y a la humildad. En el fondo, la actitud de los monjes se caracteriza por una hostilidad radical hacia la ciencia. Las creaciones individuales en materia de teología mística, liturgia o ascética fueron excepciones que se produjeron durante la época de esplendor del monacato bizantino. Por otra parte, durante siglos muchos monasterios contaban con bibliotecas que ofrecían la posibilidad de obtener una formación teológica y de perfeccionarla[54].

 

Esta situación se ha mantenido hasta el presente. En los monasterios no se da en general ningún tipo de formación permanente, si exceptuamos a algunos «monjes superiores»[55]. El material de lectura está constituido por historias de santos más que por los escritos de los Padres o la Sagrada Escritura. En cambio, en época reciente nos parece asistir a un importante giro en este aspecto. Se ha impulsado fuertemente la profundización en la tarea formativa, y para ello se han dado también oportunidades para la dedicación científica de una parte del clero y de los monjes.

 

En la valoración de conjunto del monacato oriental hay un aspecto que no conviene pasar por alto. Su riqueza ascética y mística merece una alta estima. Le faltan, en cambio, las poderosas innovaciones creadoras mediante formas completamente nuevas del ideal antiguo que caracterizan al de la Iglesia occidental ya desde san Benito, con los posteriores elementos en constante renovación de figuras como Bernardo, Francisco, Ignacio y otros. En este hecho se manifiesta una de las limitaciones cíe las Iglesias orientales, su tradicionalismo, cuyo peligro es el anquilosamiento.

 

Sólo en la actualidad aparecen intentos de crear congregaciones aptas para la pastoral moderna[56].

 

V. LA TEOLOGIA

 

1. Cuando los occidentales nos disponemos a hablar de la teología oriental[57] debemos pensar en primer lugar que la teología es un concepto con diversos significados. La teología no tiene sólo el sentido en que generalmente solemos emplearla en Occidente. Hay una teología que no consiste, al menos, en formulaciones conceptuales y rigurosamente sistematizadas. Gran parte de la teología monástica y mística desarrolla la exposición de la revelación de otra manera. Contienen, es verdad, especulaciones de alto nivel (Orígenes, Bernardo de Claraval), pero se sitúan sobre todo en regiones no pisadas por la concepción humana. La teología mística y monástica describe la redención y la justificación del hombre en términos de comunicación de lo divino[58].

 

La teología ortodoxa (con escasas excepciones del siglo XVII, véase después) puede catalogarse dentro de esta teología mística y monástica[59]. En la Iglesia oriental la teología y la piedad son inseparables. En ella no tiene cabida una teología, por así decirlo, aséptica, una teología que se ocupe de problemas «puramente científicos»[60]. En el Oriente cristiano la teología es siempre oración.

 

La teología ortodoxa forma en gran medida una unidad interna. Pero este hecho se debe también a otro poderoso motivo: tras al gran período creador de los antiguos Padres y de la temprana Edad Media, los orientales se contentaron, no exclusiva pero sí preferentemente, con prolongar la herencia tradicional. Por ello es una teología eminentemente tradicionalista.

 

Con todo, esta teología se mantuvo en una gran cercanía de los Padres griegos primitivos y a través de ellos en gran proximidad de la Escritura. La evolución que llevó al dogma formulado conceptualmente se mantuvo siempre en las fórmulas empleadas por los siete primeros concilios.

 

2. Las definiciones de estos concilios poseen una significación fundamental, manifestando hasta qué punto han buscado los orientales una formulación precisa del pensamiento teológico y de la fe. A ello habría que añadir la participación apasionada que tuvieron amplios sectores del clero, de monjes y seglares en las luchas que llevaron a su formulación.

 

Ahora bien, hemos de tener en cuenta algunos aspectos importantes:

 

a) esta elaboración dogmática está en estrecha relación con la oración y la vida litúrgica; queda limitada a cuestiones esenciales (y también a respuestas esenciales) del dogma, tal como efectivamente aparecen en la formulación dogmática, más o menos rudimentaria, de esa definición;

 

b) la teología de los Padres griegos, de Clemente, Orígenes, los Capadocios, Dionisio Areopagita y Juan Damasceno es todo lo contrario de un discurso escolástico. Esta teología evita casi todo lo que pueda tender a lo conceptualista, puntilloso, juridicista y legalista;

 

c) está profundamente marcada por el pensamiento simbólico. La pintura de los iconos, junto con su teología, son una muestra característica del modo poco abstracto, poco conceptual de la teología oriental;

 

d) el hecho de que el misterio, precisamente por ser misterio, no puede ser comprendido por la razón es para los escritores orientales el punto central de su postura, con un alcance muy distinto del que puede tener en santo Tomás, por ejemplo. Se manifiesta aquí también el rasgo «apofático» típico del pensamiento ortodoxo. Las fuerzas «racionales» del espíritu no entran propiamente en acción[61].

 

3. La defensa del culto de las imágenes, la lucha contra el filioque y en favor del hesicasmo descubrieron nuevas y más matizadas formas de defensa. Contra lo dicho sólo cabe señalar una excepción: el intento de los teólogos rusos de los siglos XVII y XVIII de batir al catolicismo con su propia escolástica. El intento fue continuado tras la muerte de Pedro el Grande bajo la influencia de la ortodoxia protestante, pero tropezó —como los intentos anteriores— lógicamente con las prevenciones dogmáticas de la jerarquía.

 

Las obras de pensadores rusos como Chomiakov, Solovjev, Berdiajev, Beliajev y Bulgakov, que tanta importancia han adquirido en la historia del espíritu durante la época más reciente, constituyen un movimiento contrario a esa teología estructurada sobre esquemas intelectualistas occidentales y tachada de racionalismo con excesiva y ligereza. Los pensadores mencionados intentan construir orgánicamente la doctrina de la salvación de una manera unitaria, partiendo de la «esencia del cristianismo», determinada de diversas maneras. El Patriarcado de Moscú ha expresado también sus reservas ante esta teología (la gnoseología de Bulgakov mereció el juicio de herejía)[62]. Dentro de un análisis general hemos de incluir también las obras literarias de Dostojewsky, Tolstoi[63] y otros, en las cuales los problemas teológicos juegan un papel importante. Son obras con una magnitud muy compleja. Muchas de ellas no pueden aspirar a conseguir un lugar en el seno de la Iglesia ortodoxa, que pretende mantener la herencia de los siete primeros concilios ecuménicos. No obstante, el valor de esta literatura sigue siendo, por muchos conceptos, de gran significación para la ortodoxia y en concreto para su revitalización espiritual mediante el obligado encuentro con el mundo moderno.

 

4. Estas características de la teología oriental se manifiestan claramente en la fuerte acentuación de la incomprehensibilidad de Dios, que, después de los Padres griegos, volvió a ser expuesta por Dionisio Areopagita y Juan Damasceno, fue objeto de discusión durante la disputa hesicasta (cf. § 124, V, 8) y quedó fijada en los concilios del siglo XIV (concilios de Constantinopla de 1351 y 1352). El hombre nada puede decir, ni positiva ni negativamente, sobre la esencia de Dios ni sobre sus «energías» (a través de las cuales él es inmanente al mundo y podemos «comprenderle»), ya que Dios todo lo trasciende. Ni siquiera se le puede aplicar el concepto de «ser». En Dios —dice Gregorio Palamás— habría que hablar de una «sobre-realidad». Esta teología, llamada «apofática»[64], aparece recientemente como un aspecto característico del pensamiento ortodoxo (Vladimir Lossky).

 

Así, pues, el conocimiento de Dios no es una acción del entendimiento, sino del corazón. El conocimiento de Dios presupone la purificación del pecado, la virtud y, sobre todo, el amor; es una realidad mística. «La virtud —dice Seraphim— es lo que hace al teólogo».

 

5. El hecho de que la teología oriental sea de esta manera, en su mejor parte, una teología mística responde a la peculiaridad de la concepción oriental de la mediación salvífica, de la «divinización» del hombre, de la que tantas veces hemos hablado.

 

En general se suele concebir la experiencia mística como la cumbre de la vivencia personal. En Oriente no ocurre lo mismo. Existe allí una mística comunitaria, es decir, una mística litúrgica, expresión de la vida de la Iglesia en cuanto cuerpo místico de Cristo. El trato con la revelación, la penetración en ella, su experiencia y también su «elaboración» teológica no es algo que acontece propiamente a través del individuo. Es más bien la Iglesia la que tiene esa experiencia, y en ella participa el individuo como miembro suyo.

 

En la medida en que el individuo es miembro y participa en la conciencia de la Iglesia, puede ser teólogo.

 

6. La conservación pura del patrimonio revelado no es obra de una institución o una persona dotada de plenos poderes jurídicos, sino de la conciencia global de la Iglesia. Fácil es advertir la imprecisión en que pueden caer ciertas afirmaciones dogmáticas y la inseguridad sobre su grado de vinculación. Pero precisamente estas características forman parte de la peculiaridad del pensamiento de la Iglesia oriental, según hemos indicado repetidas veces. Los orientales no sienten necesidad de contar con definiciones conceptualmente precisas.

 

En la configuración de este rasgo peculiar ha tenido gran importancia el hecho de que la teología oriental haya sido preferentemente obra de monjes y que haya permanecido en el ámbito sacro del monasterio. En Oriente la ciencia teológica no cayó, salvo raras excepciones, hasta época muy reciente en un ambiente de «libre pensamiento» como son las universidades, sino que permaneció en el recinto monacal. Esto explica el parentesco y afinidad entre la teología oriental y la teología monástica de Occidente.

 

7. El especial colorido, la peculiaridad estructural y la temática de la teología oriental están relacionados también con la extensión cósmica de la revelación y la redención. En ella se trata de reflejar el puesto de Cristo en el cosmos, anunciado por Pablo y por el Apocalipsis de Juan. Toda la creación gime por su redención. Toda la creación ha quedado santificada por la encarnación y la resurrección y tiene dentro de sí la posibilidad de ser transformada por la acción del Espíritu Santo. La creación ha de ser un nuevo cielo y una nueva tierra.

 

Este talante espiritual responde al plan salvífico de Dios, en cuanto que se remonta más allá del Antiguo Testamento y llega al mundo pagano. Por ello en la ortodoxia encontramos también la doctrina del Logos spermatikós; el libro del pintor del Monte Athos exige expresamente que, al exponer la «raíz de Jesé», se incluyan también entre los precursores de Cristo los pensadores griegos.

 

8. El místico más importante de la Iglesia oriental es el teólogo Simeón el Nuevo († 1022). El último teólogo místico de renombre fue un contemporáneo de Gregorio Palamás, aunque más joven que él, Nicolás Cabásilas († 1371), teórico y sistematizador de la mística de la Iglesia oriental. En el siglo XVII merece mención la escuela teológica de Kiev (Pedro de Moghila).

 

a) La configuración metódica de estos esfuerzos fue emprendida por Gregorio Palamás (1296-1359), que fue canonizado. Palamás intentaba explicar teológicamente la doctrina de la contemplación, que conduce a la visión de la luz del Tabor que envolvía a Cristo. Distinguía entre la «sobre-realidad» de Dios y las «energías» divinas que le pertenecen. Estas «energías» serían el resplandor, la gracia, la luz de Dios. La visión de la luz le será otorgada al orante a través de rigurosos ejercicios ascéticos de descanso y tranquilidad (= hesiquía), poniéndose en postura encorvada, fijando la mirada en el centro del cuerpo, regulando la respiración y repitiendo incesantemente la oración a Jesús[65]. Este hesicasmo, unido a la «oración a Jesús» (en la cual la invocación del nombre de Jesús, según la Escritura, ha de efectuar la presencia real del invocado), alcanzó una enorme significación en la piedad de la Iglesia oriental. A través de su exposición, Gregorio Palamás dejó al monacato una nueva base teológica que había de mostrar su extraordinaria fecundidad.

 

Con todo, sus ideas no llegaron a imponerse sin lucha. Se produjeron apasionados enfrentamientos teológicos, que conmovieron al mundo griego. El caudillo de la lucha contra el hesicasmo fue el monje Barlaam (nacido en Calabria hacia 1290 y muerto en 1350), cuyas concepciones, excesivamente escolásticas, chocaron desde el principio con una gran resistencia[66].

 

b) La literatura bizantina en su último período, es decir, entre 1330 y 1453, inmediatamente antes de la caída del Imperio romano de Oriente, tiene también importancia, y su repercusión en la política eclesiástica fue considerable. En la referida época había llegado Oriente a una difusión del saber teológico y filosófico que se manifiesta, entre otros, en la figura de Besarión, monje basiliano, cardenal y luego patriarca de Constantinopla (1401-1472). Besarión estaba abierto a los valores de Occidente, y fue un ferviente defensor de la unión con Roma, una figura auténticamente humanista, uno de los grandes introductores de Platón en Occidente y un gran conocedor de Aristóteles.

 

Durante el siglo XV se produjo también en Rusia una lucha contra los «judaizantes», que se desarrolló de manera puramente tradicionalista, bajo la apelación a los Padres.

 

9. A partir del siglo XVII la teología ortodoxa registra generalmente fuertes influencias tanto de las Iglesias católicas como de las protestantes.

 

a) En las últimas décadas del siglo XVI hemos de destacar el gran encuentro con el movimiento reformador que se produce en Polonia y Lituania y que lleva por una parte a la penetración del unitarismo y por otra a la unión de Brest, que se produce, en contra de notables resistencias, en 1596 (cf. § 123, II, 3). Después, en el siglo XVII, se produjo el intento magnánimo de un auténtico diálogo (colloquium charitatis) entre católicos y tres confesiones evangélicas (luteranos, calvinistas, hermanos moravos). Pero esto pertenece a la historia de la Iglesia occidental y no a la oriental.

 

b) Intentos posteriores, como el de Máximo Greco († 1556) o la formidable idea de fundar una auténtica academia erudita en el Monte Athos, chocaron con la reacción, más o menos justificada, de la Iglesia. En el caso de la academia del Monte Athos la resistencia vino del odio irreconciliable de los monjes contra esta «penetración del mundo en el santuario». El promotor de esta academia en 1753 fue Eugenio Bulgaris, personaje en el que se unía un entusiasmo casi renacentista por los sabios paganos de la Antigüedad y por la filosofía contemporánea de la Ilustración, que era la filosofía de Occidente. El lugar elegido para la creación de la academia fue Watopedi.

 

c) Pero el teólogo más fecundo de la Iglesia oriental, aunque no excesivamente creador, es Nicodemo Hagiorita (= por su procedencia del Monte Athos, muerto en 1809). Nicodemo es un escritor litúrgico, ascético y místico extraordinariamente trabajador. El fue quien elaboró y completó la famosa Filocalia, que tantísima importancia tuvo para la piedad oriental[67]; elaboró asimismo el Enquiridion de Macario de Corinto (Venecia 1783), en que se pronuncia a favor de la comunión frecuente. Nicodemo escribió, bajo el influjo directo del Libro de los Ejercicios de san Ignacio de Loyola, una obra sobre Ejercicios Espirituales (Venecia 1800), en la que desarrolla una metodología muy precisa de meditación y recogimiento interior cotidiano.

 

d) Nicodemo dedicó muchas horas de trabajo a preparar una nueva edición de las obras de Gregorio Palamás, que no llegó a aparecer. Una colección de cánones de la Iglesia griega descubre en la misma carta introductoria la fuerte animosidad que tenía Nicodemo contra las «suciedades de los latinos», entre las que cuenta su rito bautismal[68].

 

Nicodemo pretendía en parte mantener y en parte revitalizar el viejo patrimonio de fe de la Iglesia ortodoxa y sus viejos usos. En este aspecto hay un dato muy significativo que, además, nos permite valorar la importancia que la piedad ortodoxa concede a lo simbólico y a los «sacramentales»: Nicodemo entra fervorosamente en la discusión de si los llamados «colibos»[69] sólo pueden ser bendecidos en sábado, único día apto según la vieja costumbre, o si también se pueden bendecir un día cualquiera.

 

e) El debate sobre la validez del bautismo (los griegos lo hacen por inmersión y los latinos por infusión) fue especialmente movido. Se negó también (aunque no de una manera unitaria) la validez de los sacramentos de los latinos en general; el motivo formal de esta negación era la situación de herejía en que se encontraba la Iglesia latina; la razón material era la utilización de pan ácimo para la celebración de la sagrada eucaristía.

 

10. La polémica contra los latinos y sus rúbricas se reanudó incesantemente a lo largo de los siglos mediante gran cantidad de pequeños y, a veces, molestos libelos. Las manifestaciones teológicas posteriores a la caída del imperio en 1453 muestran un crecimiento de la hostilidad.

 

En el campo teológico se vive incluso sólo de ese complejo «anti», y hasta se tiene la idea de que la independencia eclesiástica de la Iglesia oriental está mejor garantizada bajo el dominio turco que bajo el primado del papa. Por ello se subraya todavía más la función nacional y oriental de la ortodoxia.

 

a) En Grecia se manifestó una posición media entre el respeto a la tradición y la necesidad de lograr una conexión con los brotes espirituales de la época. Esta posición iba unida al resurgimiento nacional (Adamatius Korais, muerto en 1833) y abarcó un círculo que llegó a la universidad.

 

b) En la actualidad se registra dentro de la teología ortodoxa un intento de liberarse radicalmente de influencias ajenas. Georgi Florowski y los que están bajo su influencia adoptan una postura tradicionalista radical, que no sólo acepta los elementos de la Iglesia primitiva, sino que querría volver a revivir el entorno de aquella época. Al mismo tiempo, la reflexión teológica, a partir de las raíces de la revelación, es una reflexión viva y poderosa. Han adquirido gran importancia los centros científicos teológicos de la emigración, como el Instituto de San Sergio de París, con Florowski, Kern y otros, y desde 1947 el centro ortodoxo-copto de El Cairo, o los esfuerzos de las facultades teológicas de Atenas, Tesalónica, Rumania y Belgrado, además de la escuela teológica de Calki (Estambul).

 

c) Al entrar las Iglesias orientales en una relación positiva con la Reforma puede advertirse un crecimiento de la actividad teológica. Es verdad que en seguida surge el dilema de la Reforma: cada teólogo puede efectuar modificaciones en la tradición recibida, que, sin embargo, es vinculante y no admite reservas. El caso extremo es el que nos presenta el patriarca Lukaris (cf. § 122, I, 5). De todas formas, el desafío de los reformadores (y de modo similar el de los contrarreformadores) provocó también el que la eclesiología ortodoxa lograra una formulación en cierta manera más determinada (Moghila, Dositeo).

 

Los teólogos, filósofos y literatos rusos interesados por la teología, de que ya hemos hablado (pertenecen al siglo XIX y son Chomiakov, Solovjev y Dostojewsky), acusan también la influencia de las ideas pro­testantes. Precisamente en la libertad con que tratan el dogma tradicional es donde más perceptible resulta esa influencia.

 

No es ajena a esta influencia del protestantismo la evolución que ha tenido en la teología especializada la discusión secular sobre qué es lo que obligatoriamente ha de considerarse como dogma en la Iglesia ortodoxa. El dogma, ¿es sólo lo definido por los siete primeros concilios? ¿Se elimina del dogma todo lo que no ha sido definido expresamente? ¿Qué significa el que lo definido sólo resulta infalible y es absolutamente obligatorio cuando es asumido por toda la ortodoxia? ¿En qué sentido, pues, son infalibles los concilios? ¿Pertenece también al contenido obligatorio del dogma lo que la conciencia general de la Iglesia considera como tal? Y entonces, ¿ha hecho la separación que la Iglesia occidental sea realmente una Iglesia herética a los ojos de la Iglesia oriental? ¿O se trata simplemente de un factum, cuyo alcance dogmático no está claro ni mucho menos? (Jungbauer).

 

d) En las Iglesias uniatas de la Edad Moderna la teología se toma preferentemente de la Iglesia latina. Pero como las aportaciones católicas más importantes (Sailer, Móhler, Newman) tardaron al principio en llegar a conocimiento de la misma Iglesia latina y formar parte de su patrimonio cultural, sus repercusiones fructíferas en Oriente no pudieron ser grandes.

 

11. Es un hecho que, en conjunto, la producción teológica de la Iglesia oriental ha sido muy escasa desde la época temprana. Nos interesa la explicación de este hecho.

 

Para las Iglesia eslavas el fenómeno se explica en buena parte por las características peculiares de su teología, que se mantiene alejada del núcleo dogmático. Adopta una actitud de cierta simplicidad de espíritu con el fin de obtener, mediante la adoración, una riqueza espiritual. Se contenta fundamentalmente con extender lo ya fijado.

 

a) Pero ¿cómo pudo este tipo de teología apoderarse del espíritu de la Iglesia griega? Continuamente se ha venido achacando esta situación a las discusiones cristológicas y a la controversia iconoclasta, que, en definitiva, no habrían sido más que discusiones «bizantinas». Pero esto nos llevaría a contestar la pregunta con esa misma pregunta. ¿A qué se debe esa debilidad del espíritu griego que dura desde hace un milenio? Tal vez fuera más objetivo atender a los rasgos característicos de la espiritualidad greco-bizantina. Esta espiritualidad no es ya un fruto del espíritu helénico, sino del espíritu bizantino-helénico, en el que influyó de manera determinante la forma no-helénica del neoplatonismo. La liturgia y la piedad de estos bizantinos tuvo escasa capacidad para comprender la teología dogmática; vino a ser y siguió siendo una teología preferentemente pneumática.

 

A todo ello hay que añadir, es cierto, la energía destructora del dominio islámico, con su riguroso monoteísmo, que tuvo efectos devas­tadores en el sentido literal de la palabra, y que incluso llegó a «atrofiar y esterilizar» la teología.

 

b) Esta actitud fundamental pneumática de la teología, con sus indudables imprecisiones, no trajo más que ventajas. Si es verdad que esta actitud significa que la teología bizantina no pretende atenerse de manera irrevocable a la doctrina de los siete primeros concilios, como insinúa Friedrich Schultze, esta desviación relativista y moderna estaría pura y simplemente en contradicción con el contenido de todas las declaraciones oficiales de la Iglesia ortodoxa. La tendencia a mantener con una mentalidad meramente tradicionalista la doctrina definida merece una consideración crítica. No cabe duda que la época medieval no es en modo alguno para la Iglesia oriental una época de estancamiento (lo demuestran claramente su obra misionera, su energía en el sufrimiento, la hagiografía y la iconografía); pero la producción teológica sigue siendo débil. Aquí parecen existir relaciones causales internas con la actitud fundamental indicada, que habrían incapacitado el avance del espíritu hacia nuevas riberas.

 

Por otra parte, hemos de guardarnos de una actitud de menosprecio que sería injusta. La piedad y la teología ortodoxas no son ni oleadas «místicas» informes ni tampoco una divinización sin consecuencias. Por lo que respecta especialmente a la teología, el conjunto de sus manifes­taciones es demasiado complejo como para sintetizarlo adecuadamente en la fórmula «mística contra pensamiento».

 

La misma obra de Dionisio Areopagita, fundamental para la vida espiritual de la Iglesia ortodoxa, no es en modo alguno una exposición informe. Junto a una parte neoplatónica, las categorías conceptuales tienen una importante función en sus especulaciones.

 

VI. CONCLUSIONES

 

1. Puntos débiles

 

a) Ante la concepción global tan intensamente sacramental de la realidad salvífica de la Iglesia de Oriente, concepción de la que forman parte de manera significativa tanto el monacato como el culto a los santos, a los iconos y a las reliquias, nos hemos preguntado algunas veces: todo esto, ¿no afectará a la pureza de la «mejor justicia interior»? Esa liturgia exuberante en exceso, ¿no sobrecarga de una manera puramente cuantitativa al clero celebrante y, consiguientemente, a los laicos? ¿No conduce todo ello a una situación espiritual que está especialmente expuesta a la superstición y la magia? La fe viva, ¿no se ve aquí amenazada por el formalismo litúrgico? ¿No se da aquí una credulidad fácil favorecida por la misma Iglesia, y una actividad religiosa puramente externa? ¿No se exagera el papel de la tradición hasta caer en el tradicionalismo? ¿No nos encontramos a menudo en esta teología del corazón con una penosa inexactitud?

 

Al observador occidental no le es fácil dar con una respuesta justa. La contraposición, excesivamente marcada, entre el hombre no-divino de Occidente y el Dios no-hombre de Oriente no nos permite ir más allá.

 

Pero antes de que nos pongamos a hacer seriamente una crítica negativa hemos de referirnos con el máximo interés (cf. vol. I, § 43, 2) al juicio que Jesús emite al advertir el gesto primario de la hemorroísa (Mt 9,20ss). En nuestras censuras a la Iglesia oriental debemos ser especialmente reservados, ya que, junto a los aspectos criticables, hay un torrente desbordante de fe pura que se realiza a lo largo de una historia llena de seguimiento de la cruz y con un sufrimiento incalculable. Y por encima de todo ello está la siguiente afirmación central: «La cristiandad oriental sabe orar, adorar y alabar en el sentido del cristianismo primitivo» (Heiler).

 

b) Sólo cuando estemos seguros de que nos vamos a librar de las falsas generalizaciones podemos y debemos referirnos, al menos de manera breve, a los peligros fundamentales que hemos indicado[70].

 

La Iglesia oriental, en comparación con la occidental, apenas se ha preocupado activamente por superar a través de los siglos la división de las Iglesias, a pesar de su incesante oración por la unidad. La tendencia antilatina indujo a juicios y actitudes claramente falsos que no pueden quedar justificados por todo lo que Occidente ha hecho al Oriente.

 

A la rica estructura de la liturgia y a los ejercicios ascéticos no corresponden suficientemente la formación moral y las preocupaciones sociales, a pesar del amor fraterno.

 

La disputa por el primado entre los dignatarios eclesiásticos fue un fenómeno destructor muy frecuente en la historia de la Iglesia oriental. Tales disputas, además de conculcar el mandamiento del amor, tienen especial importancia porque inciden de manera indirecta en la cuestión de la unidad del dogma y del magisterio.

 

La liturgia no permitió que la predicación de la palabra llegara a su necesario desarrollo, lo cual es tanto más grave cuanto que precisamente la predicación formaba parte de la herencia de los Padres griegos.

 

Ya hemos dicho que no estaba lejos el peligro de una exteriorización supersticiosa en el culto a los iconos, que se había convertido en un sacramental (cf. § 124, III, C 3).

 

La dispersión en tantas Iglesias locales lleva fácilmente a un cierto estrechamiento y encierra en sí el germen de una debilidad dogmática; muchas veces llega a plasmarse en un nacionalismo que es, en definitiva, anticristiano.

 

La dependencia de la Iglesia respecto del Estado en todos los países ortodoxos trajo necesariamente consigo un recortamiento de los derechos y poderes de la Iglesia en favor de los derechos de «este mundo». Precisamente es en este caso donde se advierte lo útil que hubiera sido para esta Iglesia estar bien agrupada, fuerte y valerosa bajo un poder eclesiástico central.

 

2. ¿Separación o unidad?

 

La historia y las características peculiares de la Iglesia oriental, ¿pueden servirnos de ayuda en nuestro intento de reunificar las Iglesias separadas de Oriente y Occidente?

 

a) La respuesta que hayamos de dar ahora habrá de dejar, desgraciadamente, muchos puntos en suspenso, ya que la realidad de amplios sectores de las Iglesias cristianas orientales no nos resulta conocida con precisión. Al otro lado del telón de acero estas Iglesias son en gran parte «iglesias del silencio». Tenemos una esperanza cierta, basada en la promesa del Señor y en paralelos históricos, de que la grandeza de su terrible martirio, anónimo muchas veces, habrá de contribuir al robustecimiento de todo el cuerpo eclesial. Pero esto es una esperanza, no un hecho.

 

De todas formas podemos ensayar una respuesta, ya que en esta exposición nuestra mirada se dirige sobre todo a algo que, a la luz de su historia, no parece la fuerza peculiar de estas Iglesias.

 

b) Una y otra, la oriental y la occidental, no sólo tienen en común el elemento central del cristianismo en la confesión de fe, sino también en su realización[71]. Por eso la diferencia en el distinto modo de concebir la realidad eclesial, tal como la hemos expuesto, no tiene por qué ser una diferencia que separe definitivamente, ya que si por ambas partes se procede a una profundización y renovación, aparecerá sin duda precisamente el elemento fundamental común. En este caso las actuales diferencias pueden estimarse como diferencias que no implican separación o incluso como elementos que pueden convertirse en factores directos de comunión.

 

Un entendimiento entre Iglesia católica e Iglesias ortodoxas plantea sobre todo el problema de la unidad en la pluralidad. El tipo de pensamiento de la oriental puede servirnos de ayuda precisamente para afrontar este delicado asunto. Cuanto menos abstractamente se conciba o se afirme la verdad concreta, más fácilmente se podrá conseguir un punto de vista común sobre lo esencial, sin que por ello se imagine uno que debajo de este núcleo esencial hay algo que está en contradicción con lo que entiende el interlocutor[72].

 

En concreto, el concepto pneumático y sacramental de Iglesia y, en particular, de la autoridad eclesiástica, tal como se mantiene en las Iglesias orientales, puede prestarnos un gran servicio. Si vinculamos este concepto al del ministerio sacerdotal de la Iglesia —entendido fundamentalmente como colegio de todos los obispos—, quedará abierto un camino que posibilitará a la Iglesia oriental el reconocimiento del primado pontificio y, al mismo tiempo, permitirá al papa reconocer una autocefalia mantenida dentro de la unidad del ministerio de Pedro. Las Iglesias orientales deben recordar la gran veneración que en otro tiempo sentían hacia la Roma apostólica considerada como la primera sede (Heiler).

 

Tampoco podemos pasar por alto que el término «primado de honor», en relación con ]n 21,15ss y con Ignacio de Antioquía, puede ser interpretado como «primado de caridad» en un sentido en el cual cabría perfectamente la idea de un pastor supremo. El motivo de la resistencia que suscita esta concepción es el siguiente: según la Iglesia oriental, el «primado de honor» se ha convertido no sólo en un primado de jurisdicción en el sentido de autoridad espiritual, sino en un poder universal que limita la libertad[73].

 

Y viceversa, hay ciertas peculiaridades de las Iglesias orientales que plantean especiales dificultades para llegar a un entendimiento. Una de ellas es su tendencia (que tiene también su aspecto benéfico) a afrontar las cuestiones dogmáticas con una interpretación poco precisa y, sobre todo, la inclinación a conceder un crédito excesivo a la interpretación de un solo obispo teólogo. Ya hemos mencionado (cf. § 124, V, 10) autoridades ortodoxas que ni siquiera juzgan definitivas las definiciones de los concilios, en el sentido de que excluyan toda revisión, sino que más bien la dirección permanente del Espíritu Santo puede conducir a nuevos conocimientos, de tal forma que las definiciones primitivas queden superadas en el sentido de la revisión.

 

3. Por lo que se refiere al problema del primado puede servirnos de ayuda la consideración histórica del proceso que culminó en la ruptura. Admitidas las implicaciones personales y políticas y, por parte de Roma, la falta de moderación, que había agudizado los problemas innecesariamente, la Iglesia oriental debería realizar una revisión de la figura de Focio, teniendo en cuenta que éste se oponía más al modo como desempeñaba su cargo el papa Nicolás que al primado en sí, siendo, por otra parte, una gran injusticia que Focio falsificara con interpolaciones la carta pontificia leída en el Sínodo del 879-880 (§ 41, II)[74].

 

Desde el punto de vista del derecho eclesiástico es importante —ya lo hemos dicho— que ninguno de los cismas entre las dos Iglesias, ni el de Focio, ni el de 1054, ni la denuncia de la unión de Ferrara-Florencia han sido ratificados nunca por un concilio ecuménico[75]. Para la interpretación correcta de la separación de 1054, la más drástica, es también importante advertir que, a pesar de las excomuniones mutuas y de la quema de la bula pontificia en el sínodo episcopal del 17 de julio de 1054, estos procedimientos, como dice Congar, no fueron considerados por los contemporáneos como una ruptura definitiva.

 

4. Durante mucho tiempo uno de los defectos hereditarios de Oc­cidente ha sido creer que en él radicaba la totalidad de la Iglesia. Y fue preciso que pasara mucho tiempo para que el cristianismo latino reco­nociese la significación religiosa y eclesiástica de las Iglesias orientales. A esto se debe que durante largos años la Iglesia católica tuviese poca consideración por la conciencia religiosa y eclesiástica de las Iglesias orientales. Esta es la raíz de muchos de los equivocados comportamientos. En época reciente Pío XI acusó a los católicos de haber lesionado de esta manera el amor fraterno. En cambio, el papa elogia los valores magníficos de Oriente, que «no sólo merecen una alta estima, sino todo el afecto» (cf. infra, § 124, VI, 5).

 

La conciencia de las Iglesias orientales puede, efectivamente, adju­dicarse muchísimas glorias. Oriente es el país originario, la patria del cristianismo y de la Iglesia. En Oriente vivió y enseñó Jesús; en él en­señaron primero y principalmente los apóstoles, fundando la Iglesia y estableciendo sus sucesores. La comunidad primitiva y las demás comunidades más antiguas surgieron en Oriente. Los dogmas fundamentales fueron proclamados en Oriente en los siete primeros concilios ecuménicos y, además, con una participación importante, aunque relativamente escasa, de la Iglesia occidental. En Oriente es donde se fue configurando la liturgia en la primera época y es ahí donde echó raíces el monacato, que luego influyó profundamente en todo el desarrollo monástico occidental.

 

Estas Iglesias llenaron un capítulo egregio de la historia de la Iglesia con la gigantesca obra de la misión en los pueblos eslavos, incluida Rusia. Luego han mantenido la doctrina y la existencia cristiana bajo devastadoras persecuciones y opresiones de persas, tártaros, árabes y turcos. Se han visto probadas y purificadas por inauditos sufrimientos, y no sólo en la Antigüedad, sino todavía hoy, en medio de nosotros, están padeciendo por toda la Iglesia, incluida la latina, dentro de la comunión sacramental del único cuerpo. Esto constituye una realidad sagrada.

 

Nos encontramos ante un pasado extraordinariamente rico, que se ha mantenido especialmente próximo a la Iglesia primitiva. Por todo ello la Iglesia oriental tiene derecho a ser escuchada, derecho a que se tenga en cuenta la conciencia que ella tiene de sí misma.

 

5. Los papas más recientes han hecho justicia a esta realidad con palabras a veces sorprendentes: León XIII suscitó el interés por la Iglesia oriental; Benedicto XV discutió explícitamente el valor único del elemento latino en la Iglesia (1927); Pío XI afirmó en 1931 que había que buscar la unidad en la variedad y creó una serie de centros de estudio para la investigación y la atención pastoral a los orientales de Roma[76]; Pío XII[77] subrayó precisamente la antigüedad de los valores mantenidos por la Iglesia oriental y rechazó la igualdad meramente externa, que únicamente debilita las fuerzas internas[78]; por último, Juan XXIII vivió durante veinte años en Oriente como nuncio pontificio y uno de sus principales deseos era llegar al entendimiento con la Iglesia oriental.

 

6. En conjunto hemos de partir de que la separación entre Oriente y Occidente sobrevino en una época en que ciertos dogmas que hoy son causa de división no habían sido aún definidos. Por lo que respecta a los de la Inmaculada Concepción y la Asunción podemos remitir a los ortodoxos a múltiples testimonios de su propia liturgia.

 

Dentro de este contexto puede mantenerse también la concepción fundamental ortodoxa de la Iglesia. En cuanto obra de Cristo, la Iglesia, ciertamente, ya está terminada; no hay lugar para una evolución posterior de los dogmas. Sin embargo, por razón del Espíritu, que le ha sido enviado para introducirla en toda verdad, la Iglesia es por su misma esencia una realidad que se está haciendo. En este ámbito tiene su misión y oportunidad la libertad del hombre. Pero este devenir de la Iglesia no consiste más que en esa divinización cuyo papel básico reconoce la Iglesia oriental.

 

Con razón se ha indicado que en Oriente no se niega una doctrina por el solo hecho de no afirmarla explícitamente. Tropezamos una vez más con el problema fundamental que nos hemos planteado ya en otras ocasiones[79]: cuándo puede decirse que una doctrina es obligatoria y absolutamente necesaria para la confesión de fe. Las Iglesias orientales no conocen el purgatorio, pero rezan por los difuntos. Incluso para la comprensión del primado romano pueden encontrarse importantes fundamentos ortodoxos en los pensadores rusos de los siglos XVII y XVIII, que escriben contra los «viejos creyentes».

 

Dada su proximidad al primitivo cristianismo, las formas orientales de piedad pueden, como ya hemos dicho, servir de auténtica interpelación tanto para católicos como para protestantes. Por ello pueden prestar un servicio nada desdeñable para el diálogo entre ambos. Muchos rasgos de la doctrina y piedad católicas que motivan la crítica protestante parecen llenos de valores cristianos en el conjunto de la piedad ortodoxa. La razón estriba en que en ella hay fenómenos que son fundamentalmente los mismos que en la católica, aunque en ellos aparezca menos el carácter legalista que tanto achacan a la Iglesia católica los protestantes. En todo caso, el protestante tiene aquí ocasión de aprender que lo que él piensa que debe rechazar de la fe católica y de su profesión puede ser purificado y reconocido legítimamente en forma evangélica. Tal vez a partir de esa Iglesia, frente a la cual no tienen animosidad alguna, aprenderían a comprender los protestantes, entre otras cosas, lo fundamental que es la tradición en cuanto fuente de fe, la riqueza cristiana del sacerdocio sacramental y la jerarquía con el sacrificio de la misa y la escasa contradicción con el primer mandamiento del culto a los santos, y sobre todo a la Panhagia, a la toda santa, a la Madre de Dios.

 

7. Hay muchas diferencias que no son contradicciones. En el pasado esta distinción tan importante no siempre fue tenida en cuenta. Por último, hay muchísimas cosas que se deben a que desde la alta Edad Media la hostilidad del Oriente eclesiástico contra Roma se basaba en razones de política eclesiástica; Oriente temía, efectivamente, el avance del Occidente latino en su esfera griega. La historia ha demostrado, como ya hemos visto, que este temor estuvo frecuentemente justificado. Sin ningún tipo de egoísmo, con toda la honradez del amor fraterno, debemos suprimir de raíz este temor de los orientales. Debemos poner coto a todo intento de latinización.

 

La salvación del mundo depende siempre de que el poder no se convierta en violencia. Excluir esta perversión del poder eclesiástico, pontificio y episcopal constituye evidentemente la tarea decisiva y ayuda máxima para la reunificación.

 


[1] El filioque no aparece en el Credo niceno-constantinopolitano. En los concilios de los años 381 y 431 la Iglesia anatematizó a los que se atrevieron a cambiar una sola palabra del Símbolo. El Concilio de Braga (675) ordenó la incorporación del filioque, después de haber sido introducida ya por un sínodo toledano celebrado en el 589 (cf. vol. I, § 26, 6). Carlomagno hizo que se cantara la añadidura. En Roma fue introducido probablemente bajo el pontificado de Nicolás I (§ 41, II). Diversas Iglesias orientales unidas a Roma no tienen en su Símbolo el filioque.

[2] Con las palabras: «Sello del don del Espíritu Santo».

[3] El número septenario fue adoptado por la Iglesia griega de manera definitiva en el Concilio unionista de Lyon en 1274.

[4] Todo cuanto describe por otros caminos como ascensión humana «mística» la moderna filosofía religiosa rusa, tan estimable, es de carácter protestante-liberal y panteísta, y no es legítimamente ortodoxo.

[5] Esta insistencia en la pecaminosidad del representante de la Iglesia es también característica de la liturgia oriental; aparece constantemente.

[6] Aun cuando la formulación general: «Cristo se ofrece al Padre por nosotros como sacrificio y rescate» también aparece, sin embargo, la idea dominante es que el diablo queda vencido y apresado, el hombre es redimido y liberado de su cautiverio (teología característica de la redención en los Padres orientales).

[7] El simbolismo llega hasta la interpretación de cada uno de los colores de los iconos, de la serie y ordenamiento de las imágenes, de la arquitectura de la iglesia, de la colocación y disposición de las diversas celdas del monasterio.

[8] Es verdad que Pablo representa un relevante papel Oriente, pero su doctrina de la justificación no ha quedado allí tan aislada como en Occidente y, por ello, no ha tenido unas consecuencias tan fecundas ni una interpretación tan peligrosamente parcial como en la Reforma.

[9] Consiguientemente, la redención rara vez se concibe según la teoría de la reparación de Anselmo de Canterbury. Sobre la confesión cf. & 124, I, 2.

[10] Los ejercicios de piedad privada que se hacen en la iglesia parte de la celebración litúrgica no se dirigen a las sagradas especies que allí se guardan, sino a los iconos.

[11] Entre ellos tiene un papel preferente, por ejemplo, una serie de emperadores bizantinos.

[12] Pero en este punto no se ha alcanzado todavía una concepción teológica unitaria.

[13] Cf. a este respecto § 124, V.

[14] Esta concepción podría facilitar a la teología evangélica —y también a la ortodoxa— el acceso a una comprensión objetiva de la doctrina católica de la «gracia infusa creada». Cf. § 124, V, 8 (Gregorio Palamás).

[15] El complemento negativo de esta actitud estriba en que no se ha elaborado una doctrina del pecado original. Pero con ello pierde su significado para la Iglesia oriental la cuestión de la Concepción Inmaculada de María, sin que quiera decir eso que tenga nada en contra de esa altísima dignidad de María (cf. sobre el culto mariano § 124, III, B2).

[16] «Yo soy la imagen de tu gloria inefable, aunque llevo la herida del pecado». «Que nadie tema la muerte, pues la muerte del Redentor nos ha liberado» (Juan Crisóstomo, Homilía en la fiesta de Pascua).

[17] Precisamente por esta razón Oriente echa en cara a Occidente la falta del Alleluia durante la Cuaresma y en la liturgia funeraria.

[18] En todo este gran conjunto se advierte también hasta qué punto son ajenas a la Iglesia oriental las ideas jurídicas.

[19] Según sus propias palabras, quería él vivir bajo la autoridad del papa Pablo V, pero al mismo tiempo que confesaba su fe ortodoxa, publicaba un Credo de carácter completamente calvinista (cf. el § 122, 5).

[20] La política de «rusificación» llevada a cabo por los zares rusos tras la Revolución francesa hizo que los ortodoxos rusos causaran graves sufrimientos lo mismo a los luteranos de los países bálticos que a los católicos de Polonia.

[21] Así tenemos, por ejemplo, las negociaciones de Zinzendorf con el patriarca Neófito, su viaje a Rusia, su aceptación de himnos y plegarias de la Iglesia oriental. Mencionemos también al zar Alejandro I (cf. §§ 121, I, 3, y 122, II, 8).

[22] Detalles de la influencia ejercida por la Reforma sobre la ortodoxia a través de la teología científica protestante o a través de las misiones ya nos han salido al paso al hacer nuestro recorrido histórico por Egipto, Irak (influencia inglesa), Persia y Grecia. En Letonia fue creada una sección ortodoxa en la facultad teológica evangélica de Riga por los años treinta.

[23] Solo en los intentos mas recientes llevados a cabo por sectores radicales de los Balcanes bajo dominio comunista ha surgido una <doctrina> que pretende configurar la dirección de la Iglesia sin consagración episcopal, alegando que esta consagración no es una exigencia de la apostolicidad. Tales intentos han sido rechazados.

[24] Tres arzobispos moscovitas pagaron con la propia vida sus reprensiones al soberano. La Iglesia los ha canonizado.

[25] Recientemente el patriarca Atenágoras de Constantinopla ha reconocido expresamente el primado de honor de Roma, aunque alegando únicamente la razón de que Roma «fue la primera capital».

[26] Sobre el punto culminante de esta evolución (Josef de Wolokalamsk y Nikon), cf. § 122, II, 5.

[27] La imposición de la lengua y cultura árabes sigue a la invasión. Durante la Edad Moderna las misiones católicas dieron lugar a diversas formas mixtas. En los territorios checos se celebraba con rito latino, pero en lengua checa. La Iglesia rutena uniata se sirvió de un rito con elementos latinos, lo que no fue del agrado de Roma ni de los ortodoxos.

[28] Partiendo de esta concepción había en Oriente una auténtica «disciplina del arcano». El Areopagita la describe de esta manera: los catecúmenos no tienen todavía derecho a contemplar ni mucho ni poco las sagradas ceremonias, ya que aún no han sido hechos partícipes a través de la fuente donadora de la luz —el «nacimiento de Dios»—, aún carecen de la fuerza necesaria para contemplar lo santo.

[29] Al menos por lo que se refiere a la época actual, hay que recordar la extraordinaria insistencia con que también el papa Pío X designó a la celebración eucarística como corazón de la Iglesia católica y de la existencia cristiana. En este campo, ambas Iglesias —la católica y la ortodoxa— se acercan puramente a su genuino centro.

[30] Hasta ahora las Iglesias orientales han sido conscientes de esta jerarquía: La conferencia panortodoxa de Rodas, en la lista de tesis que propuso, no sitúa la liturgia en primer término, sino la fe y el dogma, y sólo posteriormente se refiere al culto. Siendo la liturgia en el sentido indicado tan importante para la vida de la Iglesia, también adquieren gran importancia los medios auxiliares de la liturgia, entre ellos el canto, de una rica significación teológica y mística.

[31] Al ser los iconos un fragmento de la realidad celeste, que representa a la Panhagia (María Santísima) o al Señor, y estar consagrados litúrgicamente, su culto constituye una continuación del ámbito sacral de la iglesia a la vida privada, como veremos en el apartado siguiente.

[32] En los colores van incrustados trocitos de reliquias. La plegaria que se recita al dar al pintor la bendición es la siguiente: «Santifica e ilumina el alna de tu siervo, guía su mano para que digna y perfectamente pueda presentar los santos iconos».

[33] La deficiente traducción latina de las declaraciones del séptimo concilio ecuménico del año 787 utilizaba el mismo término adorare por «venerar» y «adorar». De ahí la idea errónea que se hiciera Carlomagno y sus teólogos; por eso su condena del concilio «iconólatra» se basa en un malentendido. Por otro lado, en la liturgia romana se emplea frecuentemente hasta nuestros días el término adorare como equivalente a «venerar»; por ejemplo, la adoratio de la cruz en la liturgia del Viernes Santo y la secreta de la misa del 14 de septiembre (Exaltación de la santa cruz).

[34] Cf. vol. I, § 43, 4.

[35] Para explicar la sorprendente ruptura repentina de amplios estratos del pueblo, con un pasado creyente, y su paso al ateísmo bolchevique, no habría más remedio que introducir en el análisis con todo su peso esta situación de vacío interno en que durante siglos se han mantenido clero y pueblo. Y, por otra parte, hay que tener también en cuenta datos de publicaciones del partido comunista en que se lamentan de que hay «funcionarios» que tienen todavía iconos en el rincón de su alcoba.

[36] La disciplina del arcano, que tan estrictamente mantiene el Areopagita en el siglo VIII (cf. § 124, III), nos permite deducir que la Iglesia se resistió a aceptar esta situación.

[37] Cf., por ejemplo, la descripción de san Bonifacio, vol. I, § 38, II, 2. De todas formas hay que tener en cuenta una importante diferencia: en el Imperio bizantino no se dieron fenómenos migratorios de pueblos enteros que destruyeran el nexo con la tradición (las migraciones no rebasaron sus fronteras). Por eso en el alto clero la antigua cultura y el conocimiento tradicional de la Escritura se afianzó a lo largo del tiempo mucho más que en Occidente.

[38] Compilación de frases de diversos autores ascéticos. Su núcleo principal lo constituye un libro de cien capítulos del patriarca Calistos II (1397) y de su colega Ignacio, que es una especie de introducción a la conquista de la santidad. La piedad que enseña la Filocalia es de tendencia hesicasta (cf. § 124, V, 8).

[39] Cf. más arriba las correspondientes noticias sobre Bulgaria, Albania, Egipto e Iglesias rusas del extranjero.

[40] Por ejemplo, para Estonia (cf. § 122, III).

[41] Conocemos ya cifras sorprendentemente altas sobre fundaciones monásticas en fecha muy temprana. El año 518 había en Constantinopla 53 monasterios; en el 536 se elevan a 68, de los que una docena están en el campo. Nos faltan datos sobre los conventos de monjas, que no podían tomar parte en los sínodos. Durante todo el período que dura el Imperio bizantino se mencionan 300 monasterios en Constantinopla, sin contar los de rito latino. A la caída de Constantinopla había aún alrededor de 30 monasterios; casi todos ellos fueron confiscados, destruidos o utilizados por los derviches. Hoy se mantiene un solo monasterio.

[42] Aunque los primeros monasterios y órdenes religiosas —y muchos otros después— nada tuvieron que ver con la ciencia; hemos de tener en cuenta que el primer fundador de un monasterio, san Pacomio, autor de la primera Regla, exigía que quienes ingresaban supieran leer y escribir, con el fin de poder leer la Sagrada Escritura.

[43] «Pero si tú (además de lo que exige la ley) quieres ser perfecto» (Mt 19,21); «El que quiera seguirme, tome su cruz» (Mt 16,24); «Castigo mi cuerpo con sus concupiscencias» (1 Cor 9,27); «Sabéis que todos corren...» (1 Cor 9,24); elogia la virginidad (Mt 19,21s; 1 Cor 7,25ss).

[44] El número de residentes de un monasterio varía extraordinariamente, al igual que su extensión y el volumen de sus posesiones. Algunos monasterios contaban con varios centenares de monjes. La abadía de Studion, por ejemplo, era gigantesca. Por término medio cada monasterio tenía de 25 a 40 residentes.

[45] En los períodos de crisis hubo también en el Imperio bizantino frecuentes casos de monjes que estaban a favor de una intervención del papa; otros estaban absolutamente en contra. En el último período del imperio creció la resistencia contra Roma.

[46] Sobre las posesiones agrarias de los monasterios rusos nos da cifras Smolitsch; para el caso del Monte Athos tenemos datos ofrecidos por Pablo, monje de dicho monasterio. La situación económica de los monasterios fue muy distinta a lo largo de los siglos. Junto a posesiones señoriales de tipo feudal, que posibilitaban una vida desahogada y hacían inevitable la implicación en negocios seculares, hubo igualmente monasterios pobres y aun muy pobres. Siempre hubo monasterios de vida heroica en pobreza voluntaria.

[47] La misma duración, tan prolongada, de la liturgia significaba un considerable esfuerzo corporal, y eran rigurosos los castigos previstos para los que se dormían durante el culto. Entre los ejercicios ascéticos generalmente practicados están los ayunos habituales, de ordinario duros, y el inclinarse cien o varios cientos de veces en la celda delante de un icono. Las obras ascéticas especiales consistían en ayunos prolongados, flagelación con cadenas, cargar con pesadas cruces, etc. Una forma particular de ascesis es la de los santos estilitas.

[48] Parece que hacia finales del siglo XVIII todos los monasterios del Monte Atnos eran idiorrítmicos.

[49] En el Monte Athos el proceso se prolonga bajo la vigilancia moderadora del patriarca ecuménico y del gobierno, como ya hemos visto (cf. § 122, III, † 3).

[50] En la profesión de fe de Nicea en el 325 y de Constantinopla en el 381 aparece la imagen «luz de luz».

[51] La «luz del Tabor» de la teología de Palamás. Sobre la pintura de iconos realizada por los monjes, cf. § 124, III, C1.

[52] Cf. también la compra de oficios eclesiásticos, en su mayor parte sinecuras con algún quehacer litúrgico. Esta compra de puestos correspondía a la corrupción reinante en el Imperio otomano.

[53] Hoy su actividad misionera se desarrolla en Japón, Corea, África central y oriental y la India.

[54] Durante mucho tiempo, y en parte hasta hoy, las bibliotecas se han cultivado poco; muchos de sus fondos fueron dilapidados y hasta destruidos. En la actualidad, por ejemplo, en el Monte Athos hay algunos eruditos entre numerosos monjes incultos. En general, la producción científica se mantiene dentro de unos límites modestos.

[55] Así, por ejemplo, en el Monte Athos la escuela de Karias.

[56] Cf. § 122, III, 3.

[57] Como es lógico, mi intención no es la de esbozar una especie de historia de la teología ortodoxa. Este intento rebasaría tanto el campo de mis conocimientos como el de este libro. Tampoco pretendo ofrecer una exposición de los nuevos principios, muy importantes, de los sabios ortodoxos emigrados de Rusia o Atenas en el pasado más reciente o en la actualidad, ni presentar una panorámica de la obra teológica de la escuela teológica de Calki (Estambul), de la que dan fe, por ejemplo, los escritos del metropolitano Crisóstomos Konstantinidis y su obra en la preparación y desarrollo de la Conferencia Panortodoxa de Rodas de 1961. Todos ellos han hecho considerables esfuerzos para sacar la teología, y preferentemente la eclesiología, de su estadio «precientífico», construyendo sistemas más estructurados. Es de esperar que sepan escoger las categorías de estos sistemas partiendo exclusivamente de los escritos revelados y de la liturgia.

[58] Es verdad que en estos escritos en modo alguno se rechaza la ayuda de la filosofía; pero aprovechan sobre todo principios procedentes de un pensamiento explícitamente religioso, como el neoplatonismo, aunque éste siempre en relación con la base de afirmaciones neotestamentarias. Sobre el alcance histórico-salvífico e histórico-eclesiástico y la justificación teológica de este método, cf. vol. I, § 28.

[59] Con esta expresión me refiero a todo el conjunto de la teología oriental, incluyendo la de las Iglesias separadas. No hacemos aquí distinción entre la teología y la piedad Rusa y la Bizantina, de la que, por otra parte, procede la rusa.

[60] Una discusión como, por ejemplo, la de Ockham (& 68) a propósito de la potentia Dei absoluta, seria en oriente fundamentalmente absurda y hasta blasfema.

[61] Cf. a este respecto § 124, V, 4.

[62] Así pensaron también ciertos sínodos de Servia y otros.

[63] Tolstoi murió excomulgado.

[64] A diferencia de la teología de la Iglesia católica romana, que prefiere la teología catafática.

[65] «Jesucristo, Hijo de Dios, apiádate de mí, que soy un pecador». Esa oración, repetida de tantas maneras, se presenta con variantes escasas y de poca importancia y se remonta al Kyrie eleison bíblico (cf. Mt 15,22, entre otros).

[66] En 1342 Barlaam se hizo católico por influencia de su discípulo Petrarca, y murió en el exilio.

[67] Fue impreso en Venecia en 1782. El año 1794 apareció ya una traducción al tuso en San Petersburgo. La Filocalia es «el manual de la educación religiosa, del mundo ascético, la sabiduría del corazón del estarcismo» (Seraphim).

[68] Porque, al abandonar el rito de inmersión, ya no se garantiza todo el simbolismo bautismal.

[69] Un alimento dulce a base de harina, que se hace en el aniversario de algún fiel o algún santo y que se consume después de la liturgia (en el monasterio, en la comida que concluye la liturgia). El sábado es propiamente el día de recuerdo de los muertos, ya que nos recuerda el descanso de Cristo en el sepulcro.

[70] Nadie lo ha hecho mejor que el mismo Friedrich Heiler, que tanto se esforzó por ejercer una crítica ecuánime sobre la Iglesia oriental, que tanto admiraba.

[71] A todo lo que ya hemos dicho en diversos lugares podemos añadir lo siguiente: ambas Iglesias tienen las mismas fiestas antiguas del Señor, de la Virgen y de los santos. La Iglesia latina venera como suyos a un buen número de teólogos de la Iglesia oriental: Atanasio, Efrén, Cirilo de Jerusalén, Cirilo de Alejandría, Juan Damasceno. Por su parte, los orientales veneran a Ambrosio, Jerónimo, Agustín, León Magno, Benito de Nursia. Los «Improperios» de la liturgia de Viernes Santo son similares en ambas liturgias.

[72] Cf. a este propósito lo dicho por Pío XII, § 124, VI, 5.

[73] Hay un dato importante: en la actualidad los teólogos rusos conceden que la idea de autoridad entendida como potestas jurídica, como dominio, fue adoptada en primer lugar por Roma, pero después la hizo suya Constantinopla.

[74] Según recientes investigaciones, parece ser que Focio murió en comunión con Roma.

[75] Cf. supra § 123, nota 66.

[76] En 1938 Pío XI reprobaba los intentos exagerados de algunos que, «por desconocimiento del Oriente y de sus peculiaridades, querían modificar sus sagrados ritos o asimilarlos al latino... Los pontífices de Roma piensan, efectivamente, que la diferencia en cuestiones litúrgicas, fundada en las peculiaridades de los diversos pueblos, no contradice en modo alguno la fe y la unidad litúrgica, sino que más bien coloca en su recta luz esta unidad».

[77] Con ocasión del XV centenario de Calcedonia, Pío XII declaró que el contraste entre nestorianos y monofisitas se funda más en palabras que en la realidad. Prácticamente los modernos monofisitas tienen la misma fe que nosotros. Añadamos que esta declaración es importantísima, ya que nos muestra el camino para recuperar el papel de la teología en el diálogo unionista y en la búsqueda de la verdad, dejando sus pretensiones demasiado cerradas y volviendo a ejercer su valioso servicio en pro de la unión. No cabe duda que, según las palabras del papa, puede expresarse una misma fe con diferentes palabras en el credo.

[78] Estas ideas más juiciosas comienzan a imponerse también en la curia romana en contra de las antiguas usanzas. Como corresponde a los antiquísimos puntos de vista de las Iglesias bizantinas, después de la Segunda Guerra Mundial los ortodoxos griegos y los sacerdotes uniatas de la emigración han celebrado la liturgia en la lengua del país en que viven. El patriarca Máximos IV aprobó una traducción francesa de la liturgia bizantina, y cuando en 1960 prohibió el Santo Oficio esta traducción a los uniatas (que habían sido perseguidos y expulsados de Moscú en 1947), sin contar con el patriarca Máximos, competente en la materia, su protesta directa ante el papa consiguió que un nuevo decreto permitiese a los bizantinos, con ligeras modificaciones, su propia lengua (Clément).

[79] Cf. supra § 121, II, 6.