HISTORIA DE LA IGLESIA

 

EN LA PERSPECTIVA DE LA

HISTORIA DEL PENSAMIENTO

 

Por J O S E P H L O R T Z

 

 

 

TOMO II

 

EDAD MODERNA


Y


CONTEMPORÁNEA

 

 

Traducción de la edición 23, publicada por

ASCHENDORFF VERLAG, Münster 1965

 

con el título

 

GESCHICHTE DER KIRCHE IN IDEENGESCHICHTLICHER BETRACHTUNG

*

Tradujo al castellano este tomo II

J. REY MARCOS

 

Revisó y unificó toda la obra

 

JOSE M.a BRAVO NAVALPOTRO

 

 

 

 

EDAD MODERNA

 

LA IGLESIA FRENTE A LA CULTURA AUTÓNOMA

 

 

§ 73. CARACTERES GENERALES DE LA EDAD MODERNA

 

I. EL ESCENARIO

 

1. Los grandes descubrimientos geográficos de finales del siglo XV (América, circunvalación del mundo) marcan un firme punto de partida para el comienzo de la Edad Moderna. Gracias a ellos se amplió esencialmente el campo de visión y, con ello, la conciencia del hombre occidental. Surgió una nueva imagen de la tierra. En el transcurso de los siglos siguientes, África y Asia se hicieron mucho más accesibles a los europeos; más tarde, también Australia penetró en su perspectiva (1770, James Cook). El cristianismo siguió a estos descubrimientos. Incluso contribuyó en gran medida al establecimiento de relaciones con los distintos pueblos de esos continentes gracias a sus misioneros. Las misiones de ultramar, con la vida eclesial católica organizada en sus respectivos lugares, constituyeron, a partir del segundo siglo de la Edad Moderna, parte esencial de la vida de la Iglesia.

 

2. A pesar de esto, el escenario propio de la historia de la Iglesia durante la Edad Moderna siguió siendo el mismo que durante la baja Edad Media: el Occidente. En efecto, desde el punto de vista de la historia de la Iglesia, los territorios recién descubiertos en América del Norte, en Centroamérica y en Sudamérica pertenecieron en un primer momento a Europa. La razón de ello estriba en que, hasta bien entrado el siglo XIX, la vida cristiana en las misiones fue, con escasas excepciones, una mera irradiación de Occidente. Durante la Edad Moderna, los pueblos de las misiones fueron, casi sin excepción, simples destinatarios de una educación impartida por la Iglesia occidental. Hasta la época más reciente, los elementos característicos de la vida católica han tenido en el mundo entero un claro signo occidental. No ha habido una verdadera teología católica india, china, japonesa o africana, ni órdenes religiosas indígenas, ni una jerarquía nativa influyente, como tampoco una religiosidad popular católica propia de esas regiones.

 

3. Ha sido en nuestros mismos días cuando ha comenzado a registrarse un cambio notable gracias a la creación de un clero nativo, a la consagración de obispos de color y al nombramiento de cardenales indígenas (en China en 1946, en la India en 1952, en África en 1959). En la Antigüedad, las tres grandes culturas (el judaísmo, el helenismo y Roma; § 5) imprimieron su sello al cristianismo y al pensamiento cristiano; es posible que, de manera semejante, el lejano Oriente o alguna de las restantes culturas de los pueblos no europeos aporten algún día algo nuevo al cristianismo católico, que a pesar de su continuo crecimiento no ha sufrido modificación. Pues la Iglesia, ciertamente, está vinculada al pontificado, pero no a la vida espiritual de Occidente, y mucho menos a ideas específicamente italianas o romanas.

 

La época marcadamente europea de la historia de la Iglesia —vigente como quien dice hasta «ayer»— está llegando a su fin, cosa que sucede también en la historia general de la humanidad. Por el momento, la Iglesia sigue, y con toda razón, el único camino histórico y orgánicamente posible: defender el regazo cultural de su vida regalado por la providencia, el Occidente, pero permitiendo al mismo tiempo que las otras culturas vayan ejerciendo, según su grado de madurez, una influencia en el modo de predicar el mensaje de la fe y en la forma de configurar la vida cristiana. No obstante, hoy parece menos probable que nunca que, en ese ulterior desarrollo, el Lejano Oriente y las primitivas culturas africanas lleguen a ejercer un papel influyente en plazo previsible: el comunismo de China, la conciencia nacional de la India y la fuerte oleada del Islam y, en parte, del comunismo en África han quebrantado gravemente al cristianismo y a la jerarquía eclesiástica o han creado una situación en la que al cristianismo, poniendo en juego todos los recursos — los recursos de una Europa tan vergonzosamente debilitada desde el punto de vista cristiano—, sólo le queda la posibilidad de mantener sus posiciones y consolidarlas (hablando en general) dentro de unos modestos límites.

 

Por otra parte, tan estrechas posiciones podrán ser reformadas con tanto mayor sentido y seguridad de futuro cuanto más respondan a las ideas heredadas de los propios nativos. La incipiente «federalización» de la Iglesia, en firme comunión con el pontificado, podría brindar aquí posibilidades insospechadas si tanto en la creación como en el desarrollo de esas Iglesias se pusiera valientemente en práctica la idea de que es la totalidad de los creyentes en unión con los obispos y los presbíteros la que forma la Iglesia; no sólo el clero.

 

4. Dentro de Europa, el escenario de la historia de la Iglesia católica se redujo considerablemente a consecuencia de la Reforma protestante. Con la Contrarreforma, la Iglesia reconquistó una parte del terreno perdido; gracias al progreso de sus misiones internas, también fueron objeto de su actividad los territorios recién convertidos a la fe, a los que ya nunca ha dejado de prestar atención y cuidado. Y, viceversa, también en seguida se manifestó con diversa intensidad el ímpetu misionero de las nuevas Iglesias protestantes, tanto en Europa como en Norteamérica (aquí con notable fuerza) y en los clásicos países de misión.

 

5. Pero, de otro lado, este escenario tan reducido tuvo en la Edad Moderna mayor significación que en la Edad Media: el número y la intensidad de los acontecimientos fue incomparablemente mayor. Uno de los hechos fundamentales de la Edad Moderna fue la multiplicación —sin parangón hasta entonces— de las personas o elementos influyentes en la vida de la Iglesia, bien como agentes, participantes, receptores o enemigos. Ello no fue más que el resultado: a) de un insólito crecimiento de la población occidental; b) de una difusión sin precedentes de la cultura (por desgracia, sólo intelectual); y c) de la técnica moderna, que multiplicó de tal forma los medios de transmitir todos los resultados, conocimientos o simples comunicaciones, que en los últimos tiempos ha llegado a sobrecargar la capacidad psíquica y espiritual del hombre y, con ello, a poner en peligro su salud mental.

 

6. Los principales agentes de la evolución fueron los mismos países que en la Edad Media, sólo que, ya desde la baja Edad Media, junto al papel de Italia, Francia, Inglaterra y Alemania, también fue codeterminante el papel de España. El predominio de cada uno de estos países sufrió grandes cambios a lo largo de la Edad Moderna. Durante la baja Edad Media, Alemania perdió su posición predominante dentro de la Iglesia, adelantándose Francia a ocupar el primer plano. Al comienzo de la Edad Moderna pasó a primera línea Italia, en cuanto país de origen del Humanismo y del Renacimiento. Pero, con el humanismo de Erasmo y luego aún más con la Reforma, fue otra vez Alemania la que desempeñó un papel decisivo en la historia de la Iglesia. Y al mismo tiempo España, cuna de la reforma católica interna y de la Contrarreforma, se situó en el punto central del acontecer histórico-eclesiástico. Luego volvió al primer plano Francia, siendo la potencia rectora de la historia de la Iglesia durante el siglo XVII. Con el barroco, las fuerzas cristianas crearon una nueva cultura pan-europea: si exceptuamos el campo de la música (donde destacaron poderosas figuras en los círculos luteranos) y la personalidad sobresaliente de Shakespeare, fueron casi exclusivamente las fuerzas de la Iglesia católica las que dominaron el cuadro. En el siglo XVIII se impuso nuevamente una actitud espiritual que volvió a dar una impronta unitaria a toda Europa, pero en ella la revelación cristiana se vio claramente desplazada de su anterior posición de primacía: se trata de la Ilustración. Partiendo de Inglaterra, la Ilustración tuvo sus repercusiones más radicales en Francia, pero abarcó casi en la misma medida a todos los países. A lo largo del siglo XIX, la evolución fue adquiriendo dimensiones más y más universales; y proporcionalmente, en el acontecer global de la humanidad, la vida de la Iglesia fue perdiendo importancia. En el ámbito de la historia de la Iglesia no hubo ya ningún país destacado sobre los demás, pues se hizo indiscutible la hegemonía absoluta del punto central: Roma.

 

7. En paralelo con estas oscilaciones que tuvieron lugar en Europa se desarrolló, con gran lentitud durante los dos primeros siglos, la influencia de las respectivas potencias rectoras en los países recién descubiertos y,  aún con mayor lentitud, una cierta reacción de las culturas de esos países, así como de las Iglesias establecidas en ellos, contra Occidente. Ambos fenómenos, como en general toda la historia de la Iglesia desde el siglo XVI, no se sustrajeron al influjo de la Reforma y sus consecuencias.

 

II. FUNDAMENTOS ESPIRITUALES

 

A. La Edad Moderna como desintegración de la unidad anterior

 

1. Como toda la historia en general, también la Edad Media fue el resultado de un cúmulo de vivas e imprevisibles peculiaridades. No obstante, desde sus orígenes estuvo dominada por la Iglesia (cf. la síntesis en el § 5) mediante sus grandes instituciones legales y legítimos poderes (universalismo en sus diversas manifestaciones en la Iglesia, el «Imperio» y las ciencias, § 34, IV); gracias a ello, la Edad Media gozó de una gran continuidad interna, que se mantuvo de forma asombrosa aun en los momentos de cambio de la situación. Las características fundamentales y las grandes líneas del desarrollo resaltan claramente sobre el cúmulo de datos o detalles particulares.

 

En la Edad Moderna, por el contrario, no existieron, fuera de la Iglesia, tales fuerzas universales; más bien, como hemos de ver, la época estuvo esencialmente dominada por la particularización, por el individualismo y el subjetivismo. Ambas cosas fueron expresión no solamente de pluralidad y cambio, sino también de falta de regularidad general en el sentido de legalidad o normalidad constructiva. Como primera consecuencia de esta situación básica, el curso de los acontecimientos también se caracterizó por una mayor anormalidad. Por ello (y por el cúmulo incomparablemente mayor de acontecimientos, que ya hemos mencionado antes), la caracterización general de la Edad Moderna es más difícil y complicada (y, por tanto, también más amplia) que la del Medievo. De ahí que en ella debamos reducirnos, aún más que en la caracterización general de la Antigüedad y del Medievo, a poner de relieve lo más esencial. De antemano hay que tener en cuenta que los puntos que en seguida vamos a indicar solamente comprenden una parte de la totalidad de los acontecimientos de la Edad Moderna. La realidad completa fue mucho más rica; tanto que, en ocasiones, incluso se desvió por derroteros opuestos a las líneas indicadas. Al mismo tiempo, el llegar a obtener un conocimiento exacto de tal realidad depende, en mayor medida que para épocas anteriores, de que se tenga plenamente en cuenta el país al cual se ha de aplicar la caracterización propuesta. En efecto, cada uno de los distintos escenarios en que se desarrolló la vida de la Iglesia tuvo una especificidad y, con ello, una capacidad de reacción más marcada que antes.

 

En la evolución hubo, además, otro elemento determinante, completamente nuevo: la creciente aceleración del ritmo de vida, que trajo como consecuencia rápidos cambios en la disposición de las fuerzas. Y esto es aplicable no sólo al siglo XIX, sino a los siglos anteriores, esto es, a los «siglos del coche de posta», pues gracias a la imprenta las relaciones espirituales entre los hombres, incluso los muy alejados entre sí, se multiplicaron de una forma extraordinaria. Posteriormente, la máquina de vapor y el telégrafo aceleraron todavía más el ritmo de la evolución. En época más reciente, el «tempo» de las transformaciones (inorgánicas muchas veces, por haber sido introducidas de fuera) y de sus efectos, que afectan simultáneamente a todos los hombres del globo, han alcanzado grados alarmantes, hasta el punto de constituir una seria amenaza para el espíritu. Sí; en la actualidad hemos de decir que la existencia espiritual está absolutamente amenazada por esta evolución. Cuando hagamos la caracterización de la época más reciente, volveremos sobre las posibilidades positivas que contrarrestan esa amenaza.

 

2. Si prescindimos de los grandes descubrimientos geográficos, la Edad Moderna no se destacó del Medievo por ningún otro acontecimiento externo espectacular. Su diferencia con el Medievo estribó más bien en la profunda transformación de la vida cultural de Occidente. Esta transformación se realizó en un lento proceso de crecimiento.

 

a) Comenzó, como ya hemos visto, en la alta Edad Media. La época de su preparación inmediata fue la baja Edad Media. De ella nació la Edad Moderna. La Edad Moderna empezó a existir en el momento en que las tendencias disgregadoras de la baja Edad Media, es decir, los conatos de las nuevas actitudes, prosperaron hasta el punto de constituirse en los fundamentos universales de la vida occidental (§ 61, 3).

 

b) Así, pues, lo peculiar de la Edad Moderna se echa de ver primeramente en su diferenciación con respecto a la época anterior, la Edad Media, y esto se concreta en las tendencias disgregadoras: subjetivismo e individualismo, nacionalismo, laicismo y secularización. Su curso está caracterizado por el desarrollo de las posibilidades encerradas en estos factores.

 

Ahora bien, la expresión «tendencias disgregadoras» no debe entenderse exclusivamente en relación con lo específicamente medieval; tiene la validez de una determinación esencial, en cuanto que la Edad Moderna, tomada en su conjunto, ya no tuvo un centro católico, ni cristiano, ni siquiera religioso. Naturalmente, la Edad Moderna también mostró una serie de nuevos movimientos positivos y produjo una asombrosa cantidad de elementos valiosos, por ejemplo, en el campo de la reflexión filosófica y espiritual y, sobre todo, en el de las ciencias exactas y sus aplicaciones. Pero respecto a ese valor, pata recobrar el cual el hombre nada puede dar (Mt 16,26), la Edad Moderna, a pesar de los valores religiosos, cristianos, eclesiales y humano-culturales que hallamos en sus cuatro o cinco siglos, supuso esencialmente una pérdida del centro.

 

3. En el ámbito propio de la historia de la Iglesia, esas actitudes fundamentales disgregadoras no fueron más que la continuación de aquellas peligrosas fisuras que desde el siglo XII se abrieron en el organismo unitario medieval, como ya hemos constatado, y que más tarde desembocaron en el gran movimiento antipontificio de la baja Edad Media. Nota característica fue también su crítica a la Iglesia medieval y su reacción contra ella. Con otras palabras: la Edad Moderna, en lo que atañe fundamentalmente a la historia de la Iglesia, constituyó un movimiento de apartamiento de la Iglesia; fue un ataque contra la Iglesia, resultando así una época de vida espiritual autónoma.

 

a) La misión del Medievo eclesiástico consistió en cristianizar a los pueblos de Occidente, para formar con ellos un organismo cristiano. A un mismo tiempo, la Iglesia condujo a tales pueblos y ellos fueron desarrollándose hasta alcanzar su autonomía espiritual. Pero en el ámbito de la Iglesia, esta autonomía sólo cabe dentro de una sumisión esencial a la autoridad establecida por Dios. Esto quiere decir que mientras los pueblos iban haciéndose libres e independientes interiormente, debían a la vez permanecer dentro de la Iglesia en un estado de «sumisión» religiosa, estado que habían aceptado cuando carecían de autonomía espiritual. El peligro de conflicto era evidente. Para salvarlo no había más que un camino: intentar con audacia, y partiendo de la libertad interior de la fe, transformar la relación de los pueblos con la Iglesia, haciéndolos pasar del sometimiento de hecho a una «sumisión» voluntaria y consciente, espiritualmente adulta, y a una fiel colaboración, como lo entraña y exige la esencia del mensaje del Redentor.

 

b) Pero esto ni se intentó en la medida suficiente ni se consiguió en la amplitud deseada. Ante los movimientos antieclesiásticos, las autoridades de la Iglesia, en vez de poner el acento en la sumisión independiente y en la colaboración responsable, insistieron en el conservadurismo y en la obediencia pasiva. De hecho, se llegó a que amplios sectores de la humanidad occidental se separasen, y en actitud hostil, de la Iglesia. Quienes habían sido educados por la Iglesia y en la cultura por ella misma creada se convirtieron en gran parte en sus enemigos. En el seno de la propia Iglesia, a lo largo de todo el ancien régime, la superación del clericalismo medieval fue a todas luces insuficiente. En la práctica, con harta frecuencia acababa imponiéndose la idea de que la Iglesia es el clero, es decir, la jerarquía. El pueblo eclesial nunca dejó de ser, a la hora de la verdad, simple objeto de la pastoral, en vez de convertirse en sujeto de la Iglesia como tal.

 

4. Esta caracterización de la Edad Moderna podría parecer exagerada. Sin embargo, corresponde a los hechos. Naturalmente, damos por supuesto que la reflexión sobre la historia de la Iglesia no debe elevarse a un plano teológico espiritualista, como si la vida de la Iglesia discurriera en el espacio vacío. Ciertamente veremos (por aducir aquí un ejemplo) que la reforma católica del siglo XVI brotó mucho más de sus propias raíces y fue motivada mucho menos por el ataque protestante de lo que frecuentemente se dice. De todas formas, lo que caracteriza a la época en su conjunto (no a la vida de la Iglesia en particular) sigue siendo la Reforma, no el Concilio de Trento. Y aun cuando la Reforma, en sus valores religiosos nucleares, constituyó al comienzo un proceso de crecimiento enteramente positivo, no cabe duda de que luego se convirtió en un ataque realmente amenazador, e incluso en muchos aspectos consciente, contra la Iglesia. O dicho de otra manera: esencial para determinar lo característico de la historia de la Iglesia del siglo XVII no es el cúmulo de los grandes santos de este siglo, sino la Iglesia estatal (en sí misma menos valiosa); y en el siglo XVIII no lo es el contenido católico de la vida, contenido que aún subsiste y es muchas veces consoladoramente intenso, sino el racio­nalismo de la Ilustración. Y en el ámbito de la historia de la Iglesia protestante, los elementos secularizados cobran una significación todavía mayor.

 

5. Con este ataque se correspondió el nacimiento de una cultura autónoma, independiente de la Iglesia. Para la Iglesia, esto significó en cierto modo la repetición de la situación que tiempo atrás había encontrado al penetrar en el mundo romano-pagano. También entonces la Iglesia había tenido frente a sí una cultura hostil. Y, como entonces, también en la Edad Moderna esta cultura hostil ocupó (y en medida creciente) gran parte de la vida, mientras el acontecer eclesial y cristiano (completamente al revés que en la Edad Media) sólo abarcó y conformó un pequeño sector.

 

En lo que atañe a la Edad Moderna, hemos de añadir que tal cultura fue una cultura apóstata. En su animosidad contra la Iglesia hay una buena dosis de odio, el odio propio del renegado, que ha impreso hasta el fondo sus peculiares huellas en toda la historia de la Edad Moderna, hasta la España de la Guerra Civil, el México moderno y la Rusia actual. En México (y de manera significativa también en Francia) la situación ha mejorado recientemente. Pero en conjunto sigue vigente la característica indicada: en la Edad Moderna, el cristianismo y la Iglesia abarcan solamente un sector de la vida humana que se hace cada día más pequeño.

 

El ámbito eclesiástico se ha reducido terriblemente ante la cultura (o, mejor dicho, civilización) autónoma, que se yergue como un nuevo Prometeo. La Iglesia hoy no solamente ha llegado a sentirse en buena parte como un forastero sobre la tierra (lo cual sería legítimo), sino que también es tratada por la mayor parte de la humanidad moderna como un forastero molesto. (Sobre el indudable giro de los últimos cincuenta años y su contraste en Rusia con el avance del materialismo ateo, véase § 126). De este modo, el ataque directo pierde ciertamente dureza, pero a menudo la causa estriba en que los hombres se han vuelto apáticos ante lo religioso. Con el avance de la Edad Moderna, la «incapacidad para creer» ha ido convirtiéndose progresivamente en uno de sus rasgos más acusados.

 

6. Tanto desde el ángulo de la historia del espíritu como de la Iglesia, el resultado más importante de esta evolución se cifra en la destrucción de la unidad, que hasta ahora había sostenido la totalidad de la vida. En efecto: 1) se ha quebrantado la validez universal y la intangibilidad, obvias para la Edad Media, de los órdenes vigentes en el campo de la fe, la moralidad y el pensamiento, y para ello 2) se ha proclamado de hecho y de derecho la mutabilidad de lo existente en sus fundamentos más importantes, y las revoluciones espirituales y religiosas de la Edad Moderna se han encargado de llevarla a cabo. En la vida real coexisten ahora diversos tipos de fe, de cristianismo, de Iglesia, sin que ninguno tenga menos justificación que los otros desde la perspectiva del derecho público[1].

 

a) Para nosotros esto es hoy una cosa evidente. Pero en los siglos XV y XVI supuso una transformación radical que, lenta pero irresistiblemente, fue penetrando en la conciencia. Y desembocó en una variopinta y desconcertante relativización práctica de la verdad, la cual fue socavada y minada progresivamente por un relativismo teórico. Esta transformación y reorientación se completó en el siglo XIX. Todo ello, no obstante, también condujo entre otras cosas al conocimiento de una verdad realmente decisiva, por la cual la cristiandad había luchado desde la guerra de las investiduras (§ 48): se aprendió a distinguir correctamente entre lo religioso y lo profano, entre lo eclesiástico y lo estatal.

 

Vista la mayoría de edad alcanzada por los pueblos en el ámbito político y cultural, la valoración positiva del orden de la creación y de la actividad política que ahí se manifiesta fue tan ineludible como valiosa en sí misma. Es lamentable que frecuentemente, incluso preferentemente, tuviera que llevarse a cabo contra la Iglesia, pero no resultó fácil evitarlo. El revestimiento histórico de la vida y la fe cristianas, sujeto siempre a los condicionamientos de la época, había estado, sin embargo, para muchos, y durante demasiado tiempo, prácticamente identificado con la esencia de la fe. Partiendo de esa confusión, bastantes cristianos no ilustrados intentaron (¡y con harta frecuencia!) una defensa indiferenciada de lo tradicional, incluso en aspectos accidentales. Por eso no es legítimo recusar simplemente la acusación de que con los católicos, en la práctica, se tuvo que porfiar en algunos puntos para obtener de ellos el pago, ya vencido, de la nueva mentalidad. (La supresión de la Inquisición y las torturas llegó con la Ilustración; en el campo de la ciencia bíblica y de la historia eclesiástica, los documentos se amontonan hasta la época más reciente).

 

b) Todo esto ha cobrado mayor importancia gracias a la progresiva y recíproca mezcolanza de confesiones y cosmovisiones en todos los países a lo largo de la Edad Moderna (libertad de residencia, transportes, prensa, publicidad, radio; tras la Segunda Guerra Mundial, violenta expulsión de la población evangélica y católica del este de Alemania al reducido espacio de la República Federal; algo similar: el problema de los refugiados en Asia y África). El continuado e íntimo contacto diario entre católicos y no católicos, entre creyentes y no creyentes, la experiencia elemental de un mismo resultado global «hombre» en las distintas creencias no ha sido una cuestión accesoria para la vida cristiana y, en especial, para la vida católica de la Edad Moderna, sino precisamente una de sus realidades fundamentales. La importancia de esta realidad se hace mayor por el hecho de que el factor propiamente dominante de la vida en los últimos estadios de la Edad Moderna no ha sido ni lo católico ni lo cristiano, sino una cultura a veces puramente centrada en el más acá.

 

c) En concreto, esto significa que la Iglesia se ha visto desplazada de la situación de privilegio que ocupaba en la vida y que teóricamente cualquier visión del mundo, incluso cualquier error, tiene tantas posibilidades de existir como ella. Hasta entonces, la Iglesia había dominado tanto por su prestigio religioso-moral como por el apoyo del brazo secular. De ahí que, hasta que se impuso la Reforma y, en los países que siguieron siendo católicos, hasta la Revolución francesa y las grandes secularizaciones de comienzos del siglo XIX, la Iglesia se hallase en situación no sólo de declarar falsas, mediante su magisterio, las concepciones que se opusieron a su doctrina, sino también de reprimirlas por la fuerza mediante sus propios tribunales (espirituales) y mediante el poder del Estado. En el transcurso de la Edad Moderna esta posibilidad llegó a desaparecer por completo.

 

Como hemos podido descubrir sobradamente en la historia de la Iglesia medieval, este hecho no debía suponer una desventaja, sino todo lo contrario. Pero la transformación fue muy profunda. Como supuesto para sobreponerse a ella por entero y en el momento oportuno se necesitaba una revolución extraordinariamente audaz de valores y de métodos, cosa que no cabe esperar de ninguna estructura sociológica. Cierto que las especiales fuerzas y promesas de que dispone la Iglesia habrían podido muy bien proporcionarle la capacidad de decisión necesaria para emprender esta revolución positiva en germen a que nos referimos. La Iglesia histórica ha sido fundada por el Señor para transmitir la redención; por eso forma parte de su cometido, viviendo dentro de la historia, el estar por encima de ella.

 

B. Peculiaridades de la cultura moderna

 

¿Cuáles son los rasgos peculiares de la cultura autónoma que surge a raíz de esa desvinculación y repercute en la vida eclesiástica?

 

1. La característica más general puede muy bien cifrarse en el aprecio y cultivo unilateral del intelecto, que dio como resultado el típico realismo positivista, esto es, la reducción del concepto de «ciencia» a los datos exactos de las ciencias naturales[2]. Esto vale también para la ciencia histórica y para la crítica histórico-filológica en el campo de la teología (especialmente la no católica): lo que debe conducirnos a la comprensión de lo real es la observación y la investigación exacta, no la especulación del espíritu. La aceptación creyente de la revelación divina experimentó un fortísimo retroceso. Este realismo se ha visto fomentado por los grandes descubrimientos geográficos, científico-naturales, históricos y psicológicos característicos de la Edad Moderna, que se han ido acumulando cada vez en mayor número y con mayor celeridad en el transcurso de los siglos.

 

2. La consecuencia inmediata de este realismo, o sea, de los descubrimientos indicados, fue, en primer lugar, un aumento asombroso del saber, y después, el tránsito de la orientación lógica a la orientación psicológica. Ambas cosas llevaron a su vez a) a una filosofía crítica y escéptica y b) al relativismo, que propende a tomarlo todo por verdadero en algún sentido o, al menos, por justificado. Su expresión más frecuente es el escepticismo, que a menudo desemboca en el agnosticismo. En el siglo XIX, el siglo de la ciencia histórica, adoptó tanto la forma del historicismo como la del relativismo teórico. En la esfera de la vida práctica, el relativismo dio como resultado el liberalismo, con sus muchas formas y significados.

 

3. Dentro de estas actitudes espirituales básicas, el individualismo y el subjetivismo se introdujeron poco a poco en la totalidad de la vida de la Edad Moderna, dominando no sólo la filosofía, sino también la vida social, política y económica. Lo más importante desde la perspectiva de la historia de la Iglesia es que también impregnaron bajo diversas formas la vida religiosa. Todos los siglos de la Edad Moderna (cada uno en distinta medida) están marcados por ellos (apartado 4).

 

Precisamente por la trascendencia de esta tesis es necesario también indicar sus límites: la línea aquí señalada marca la orientación última y más profunda de los giros y tendencias decisivos, pero no desconoce que también existieron otras corrientes que, junto a ella, por debajo de ella o en contra de ella, impulsaron el flujo de la vida. El gran complemento del subjetivismo es la permanente reacción del elemento sano del hombre, que muy difícilmente se deja remover de las costumbres objetivas y normales de la vida. La vida corriente suele permanecer, y permaneció a menudo, aunque no siempre, a la zaga de la teoría disolvente. Los totalitarismos del siglo XX, sin embargo, han destruido esa saludable inhibición, y bien radicalmente por cierto.

 

4. La penetración del subjetivismo en el terreno religioso se realizó a lo largo de cuatro etapas importantes, a saber: a) la distensión dentro de la Iglesia (humanismo y diversos movimientos de la baja Edad Media, § 66-69); b) la lucha contra la Iglesia católica (protestantismo); c) la lucha contra la religión revelada (la Ilustración del siglo XVIII); d) la lucha contra la religión como tal (materialismo y socialismo en el siglo XIX y comunismo en el siglo XX). Los dos últimos siglos han impreso a la vida espiritual de la Edad Moderna una nueva y doble peculiaridad, muy distinta de la del tiempo de la Ilustración: el pensamiento y gran parte de la vida moderna son desde entonces acusadamente a-eclesiales y antisobrenaturalistas.

 

5. Al nacimiento de esta cultura autónoma también contribuyó decisivamente la fuerza más poderosa del movimiento antipontificio de la baja Edad Media: el particularismo nacional. El nacionalismo se convirtió en el siglo XIX en la herejía moderna por antonomasia. Los estados se alejaron cada vez más de los vínculos eclesiásticos, confesionales y, finalmente, religiosos. Se convirtieron en estructuras más o menos profanas, de este mundo, atentas exclusivamente a servir al «ego» nacional y su poder. El resultado fue una especie de divinización del Estado. Las etapas están marcadas por: a) la formación de estados protestantes anticatólicos (en parte junto con el episcopado de los príncipes) y las Iglesias nacionales católicas; b) la secularización (Revolución francesa y secularización alemana); c) separación hostil del Estado y la Iglesia, de manera parcial en Italia (1780-1929) y España (1837-1851), y extrema en Francia (desde 1905). Nótese que esta separación es radicalmente distinta de la separación puramente objetiva (y enormemente importante) de la Iglesia y el Estado en los Estados Unidos de Norteamérica (§ 125).

 

6. Como resultado de los descubrimientos en el campo de las ciencias de la naturaleza y de su aplicación en la técnica moderna por medio de la general industrialización, durante el siglo XIX hubo nuevas situaciones críticas que revolucionaron profundamente la vida, y así, una vez más, modificaron sustancialmente las condiciones en que debía desarrollarse la actividad religioso-eclesiástica. La tendencia fundamental repercutió en el ámbito religioso-moral, y ello como mera consecuencia última del desarrollo de anteriores procesos de disolución en especial interdependencia con el moderno desarrollo económico.

 

a) Gracias a los nuevos medios de comunicación espiritual y material, el mundo se hizo escenario de la historia; la gran masa fue participando cada vez más en las discusiones, hasta alcanzar en algunos aspectos, al menos indirectamente, una influencia decisiva; el proceso de desarrollo se trasladó de los anteriores centros de la actividad espiritual a los sindicatos, al parlamento democrático y al periódico, incluso a la vida cotidiana de la calle, la fábrica y la vivienda, y la influencia secularizante no cesó ni de día ni de noche. Las masas humanas y la cantidad en cuanto tal pasaron a ser factores determinantes. b) En el cambio social y político fue característico el triunfo definitivo del pensamiento democrático. De todas las actitudes espirituales básicas a que aspiraba la baja Edad Media, tan sólo la idea socialista-democrática fue reprimida durante siglos (represión de los levantamientos de los campesinos). La Edad Moderna fue, hasta fines del siglo XVIII, la época del absolutismo de los príncipes. El surgimiento victorioso de la idea democrática, dentro del tercer estado con la Revolución francesa y, luego, dentro del cuarto estado (el proletariado), con el socialismo y últimamente con el comunismo, ha provocado una acumulación de fuerzas completamente nuevas, que, al ser acentuada, ha supuesto una carga para la vida pública de los siglos XIX y XX: en vez de igualdad liberadora, igualitarismo destructor. (Para una descripción más detallada de las fuerzas impulsoras de los siglos XIX y XX, cf. infra, § 108).

 

7. Ciertamente, en todo esto el hombre ha logrado conquistar algo a cambio de lo cual ningún precio puede ser excesivo: la libertad. Lástima que en los últimos tiempos, tanto en el liberalismo como en las creaciones totalitarias, se haya abusado vergonzosamente de ella o se la haya falseado en su fuerza creadora. Desde el ángulo de la actividad general del espíritu, el resultado es, en más de un aspecto, el siguiente: los hombres han conquistado múltiples libertades, pero han perdido (nuevamente) la libertad.

 

C. Unidad formal del clima espiritual en la Edad Moderna

 

1. Las líneas fundamentales apuntadas valen (como anticipación en el tiempo) para el escenario global de la historia de la Edad Moderna. Es cierto que aún hemos de destacar algunas diferencias en casos particulares y es cierto que la destrucción de la unidad eclesiástica, religiosa y espiritual antes mencionada (pp. 21s) fue muy profunda; no obstante, también es cierto que el ámbito espiritual dentro del cual transcurrió la historia de la Edad Moderna, visto en su conjunto, constituyó una unidad. No, desde luego, una unidad de contenidos, pero sí una unidad de tendencias formales, de estilo espiritual, una tonalidad unitaria en la situación espiritual, esto es, en la actitud autónomo-subjetivista ya indicada (que en su contenido tiende al secularismo). Las profundas transformaciones experimentadas en la vida espiritual, características de la Edad Moderna frente a la Edad Media, fueron o se hicieron sin excepción movimientos paneuropeos, aunque en diferente proporción. En cada país, es cierto, presentaron diferencias importantes, y aun importantísimas (cf., por ejemplo, el Humanismo en Italia, en Alemania y en España). Pero sus elementos efectivos, los que influyeron en la historia universal y, con ello, en la historia de la Iglesia, los que crearon la nueva realidad, fueron fundamentalmente los mismos en toda Europa. Así ocurrió con el Humanismo, con la Reforma, con el Absolutismo (Iglesias nacionales), con la Ilustración, con el materialismo, el historicismo y el liberalismo: la disolución eclesiástica, luego la religiosa, después la ideológica y nuevamente la política dominaron la totalidad de la época.

 

2. Pero no se trata de una unidad rígida y estable. Al contrario, una de sus características fundamentales es que ella misma cambia, y lo hace de un modo mucho más profundo que en la Antigüedad o en el Medievo eclesiástico. La evolución real y la idea o la teoría de la evolución en el sentido de un evolucionismo no sujeto a normas objetivas (o sea, de nuevo, una forma de relativismo) dominaron la Edad Moderna: el clima espiritual del Occidente cambió con los siglos, así como, en consecuencia, los problemas planteados dentro de él. Tal cambio estructural interno del Occidente durante la Edad Moderna fue uno de los fundamentos de la vida en esa misma época. Y para las condiciones en que se desarrolló la actividad de la Iglesia, adquirió una importancia vital. La susodicha celeridad de la evolución hizo más hondo el problema y dificultó su solución. Las condiciones de vida de los hombres y la superestructura religioso-espiritual cambiaron profundamente, y ello a empellones (empellones espirituales revolucionarios casi incesantes). Esto creó sin duda una situación extraordinariamente difícil para la Iglesia conservadora, mas también fue un reto que la historia dirigió a esa misma Iglesia, para que demostrase que la tradición es la mejor forma de renovación continuada. Por desgracia, en la reacción faltó muchas veces la valentía y la creatividad para dar el improrrogable «salto adelante»[3].

 

3. La emancipación de la Edad Moderna respecto de la Iglesia, como se refleja en estos procesos, se realizó paulatinamente. Para comprenderla bien hay que tener en cuenta que tanto las grandes como las pequeñas formas de vida sobreviven a la idea que las creó. Solamente cuando se da una ruptura violenta que barre todas esas formas (como ocurrió con la invasión de los bárbaros), vemos aparecer a un tiempo nuevas actitudes espirituales básicas y nuevas formas de vida, que naturalmente aún son inmaduras y andan buscando a tientas la forma correcta[4]. En cambio, las transformaciones de índole preferentemente interna, como las que caracterizan el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna, necesitan largo tiempo para cambiar la totalidad de la vida y crear un nuevo orden externo de la existencia. En la Edad Moderna esto sólo lo alcanzó propiamente la Ilustración o, mejor dicho, su fruto más maduro: la Revolución francesa. Hasta entonces, lo mismo en las actitudes espirituales básicas que en el orden externo de la vida persistieron muchos elementos «medievales». En el ámbito de la vida interior, el más importante de ellos hasta el siglo XVIII fue (para la generalidad) el reconocimiento oficial de una religión revelada. En el ámbito de la vida exterior lo fue la unión de la Iglesia y el Estado, y hasta bien entrada la Revolución francesa, la situación social privilegiada del alto clero.

 

4. Tanto el ritmo como el alcance de la transformación han ido creciendo con el paso de los siglos. Por eso, los rasgos fundamentales indicados no son plenamente exactos hasta la época más reciente. Sobre todo desde 1850 (en números redondos), el desarrollo y el cambio han alcanzado tal grado de aceleración, que no hay comparación posible con ningún otro tiempo histórico. Y en la época más reciente, tras los trascendentales avances de la matemática y los grandes descubrimientos de la física, la aceleración parece incluso devorar el «presente». Este ritmo acelerado ha traído consigo, como último resultado del relativismo y como una de las actitudes fundamentales del presente, una modificación que sobrepasa igualmente todo lo conocido en la historia: es el apartamiento del hombre de hoy de la tradición, su radical «falta de presupuestos», que en todos los campos, incluido el espiritual, apenas conoce la palabra «imposible»: aun cuando esta actitud haya conducido al espíritu humano a alturas insospechadas, entraña un riesgo especialmente grave para lo anímico y, concretamente, para lo religioso.

 

5. La realización plena de este proceso de disolución, es decir, el agotamiento de todas las posibilidades del subjetivismo, liberado primero de la autoridad católica, cristiana y religiosa y, después, de todo tipo de autoridad, ha dado a su vez, en la actualidad, un fuerte impulso a los movimientos retrógrados. La dolorosa experiencia[5] de la esterilidad desesperanzadora de aquella actitud y el conocimiento (o presentimiento) de que el subjetivismo radical amenaza con llevarnos al caos, al hundimiento de todo lo estable, del Estado, de la cultura y de la sociedad, han despertado tendencias que se oponen a la desintegración. La desintegración, es cierto, partió en otro tiempo de arriba hacia abajo. Pues bien, hoy aún sigue extendiéndose «por abajo».

 

Otra cuestión no menos apremiante es si los gérmenes que comienzan a brotar en la vida superior tendrán suficiente fuerza para proscribir por completo la anarquía. Cuestión esta que los cristianos sólo podrán responder en el marco de la teología de la Cruz y de la esperanza de la Cruz.

 

Por descontado que, dentro de esta misma panorámica, es importante evitar toda orientación unilateral e incluso farisaica con respecto a la decadencia de la cultura moderna. No solamente son culpables de ella «los de fuera»; también lo somos nosotros, los de dentro de la Iglesia.

 

III. LÍNEAS BÁSICAS DE LA ACTIVIDAD DE LA IGLESIA

 

1. Como ya hemos apuntado, es del todo natural que estos movimientos tan profundos de la totalidad de la vida afectasen esencialmente la actividad de la Iglesia, esto es, las condiciones bajo las cuales ésta había de llevarse a cabo.

 

2. Por otra parte, la Iglesia que se enfrentó a estos movimientos no era ya la misma que en los comienzos de la Edad Media. A lo largo de una historia impresionante, la Iglesia había estructurado y robustecido su organización interna, sus fuerzas auxiliares y su experiencia de forma altamente significativa. No se trataba, pues, de una Iglesia naciente enfrentada a una cultura poderosa, como en la Antigüedad, ni tampoco de una Iglesia ya configurada en cierta medida, pero escasa y necesitada de cultura, como en la primitiva Edad Media. Se trataba más bien de una Iglesia firmemente organizada y con una tendencia unitaria cada vez mayor, enfrentada —en este nuevo estadio de su desarrollo, el tercero— a una cultura no cristiana y no eclesiástica, consciente de sí misma y en constante proceso de consolidación.

 

Es ahora, en la época más reciente, cuando esta Iglesia firmemente organizada ha comenzado a esforzarse seriamente por encontrar nuevos modos de expresar su vida. Precisamente para salvar la tradición (es decir, el mantenimiento vivo de lo tradicional), importantes movimientos espirituales intentan superar el mero tradicionalismo conservador.

 

3. El modo como la mayor parte de los factores fundamentales indicados influyó en la tarea de la Iglesia es suficientemente claro (en parte ya nos hemos referido a ello). Pero aún queda por caracterizar en síntesis las perspectivas de la predicación cristiana en medio de aquella cultura. Según lo dicho, debieron predominar forzosamente las desventajas.

 

a) El punto de partida para hacer una caracterización global de la situación de la Iglesia a comienzos de la Edad Moderna es la reforma — iniciada, pero no terminada— de la cabeza y los miembros. La importancia de este hecho no se agota con el recuento y la valoración de las deficiencias concretas. En el fondo, su importancia estriba en este otro aspecto: que fue de la no realización de la reforma debida de donde nació, precisamente, la peculiar situación de la historia de la Iglesia en la Edad Moderna. Esto facilitó la irrupción del espíritu del Renacimiento, preparó el terreno para la protesta de los reformadores y, en general, proporcionó cierta justificación y fuerza interna a las críticas y exigencias dirigidas a la Iglesia. Por su parte, las fuerzas desplegadas por la Iglesia, generalmente, no respondieron en la medida deseada a tales exigencias.

 

b) En la Edad Moderna, la fuerza de choque de la Iglesia se encontró sumamente debilitada. A pesar de la originaria base cristiana del Humanismo, en la predicación de la Iglesia penetraron juntamente con el categorías demasiado extrañas a la revelación. A consecuencia de la Reforma, el cristianismo quedó desgarrado en una multitud de Iglesias y en una pluralidad de sectas y movimientos. Así, el cristianismo no pudo, ni en Europa ni en las misiones, presentarse como en otros tiempos con la fuerza de la unidad. Los hombres tuvieron que plantearse la grave pregunta: ¿Cómo puede ser el cristianismo la única religión verdadera si está dividido en tantas y tan diferentes confesiones? ¿Cuál de ellas es la verdadera?

 

4. Las ventajas que esta situación reportó a la actividad de la Iglesia fueron muy escasas y, más que nada, como fenómenos secundarios.

 

a) El alejamiento de la Iglesia llevó también, entre otras cosas, a cierta falta de interés por ella y, más tarde, a una parcial, neutral separación de la Iglesia y el Estado; es decir, a la Iglesia se le otorgó aquí y allá la libertad de perseguir sus propios objetivos con arreglo a sus propios métodos. La Iglesia, ciertamente, no reconoció esta actitud como el ideal (pues todo lo creado, por tanto, también el Estado, está llamado a servir a Dios); pero esta actitud, gracias a la salvaguardia del orden público, gracias a la libertad de reunión, de expresión y de prensa, en los últimos siglos, ha llegado a ser a menudo una ventaja real para la Iglesia.

 

b) Todos los Estados modernos —los católicos no menos que los protestantes— desarrollaron un sistema de iglesias nacionales, que hizo uso y, muchas veces, abuso de la Iglesia. De esta manera pudo la Iglesia ir descubriendo los peligros e inconvenientes de una unión demasiado estrecha con el Estado. Y entonces, necesariamente, tuvo que recurrir a sus fuerzas internas y aplicar a las distintas cosas su concepción puramente religiosa. Hasta tal punto, que la pérdida de su poder político-eclesiástico (revolución, secularización) acabó reportando a la Iglesia también ventajas, que incluso poco a poco van acrecentándose. La liberación de la Iglesia del brazo secular es otra característica más de la historia eclesiástica en la Edad Moderna (cf. supra, ap. II, B). En la época más reciente ha crecido el número de concepciones profundamente creadoras que vuelven a realzar el valor positivo y hasta la necesidad de una «Iglesia de la agonía» (Reinhold Schneider) como consecuencia de la paradoja fundamental del cristianismo (ganancia mediante renuncia, Lc 9,24). El ejemplo de la «renovación católica» surgida en Francia a raíz de la separación de la Iglesia y el Estado, así como ciertas manifestaciones en los países subdesarrollados y algunas experiencias vividas en los sistemas totalitarios robustecen nuestro modo de entender estos puntos de vista.

 

Hasta el daño más grave sufrido por la Iglesia en la Edad Moderna, la apostasía de las iglesias reformadas, no dejó de serle profundamente útil. La competencia despertó grandes energías. De todas formas, la oportunidad de verse controlada por un adversario no siempre fue aprovechada con la apertura requerida. Últimamente, esta competencia y esta rivalidad han demostrado su positiva significación en el diálogo atento de los cristianos separados entre sí y en el progresivo descubrimiento de los elementos católicos que encierra la Reforma.

 

c) Prescindiendo de los períodos de gran florecimiento de la Iglesia en determinados países y determinadas épocas, no faltó una promoción activa de la Iglesia por parte del Estado, sobre todo en las misiones. En la doctrina y la disciplina eclesiásticas, así como en el trabajo de los misioneros, se vio una valiosa ayuda para la difusión de la propia cultura. Y así, por motivos nacionales, incluso estados hostiles a la Iglesia apoyaron a las misiones. Es cierto que en este caso la ventaja encerró también un serio inconveniente, funesto para la religión: la mezcolanza de la misma religión con la política, la cultura y la economía. Por eso es muy natural que la reciente reacción antieuropea de los nuevos pueblos que han nacido a la historia haya sido, por razones económico-nacionales, anticristiana[6].

 

d) La «ventaja» fundamental con que la Iglesia podía contar también en la Edad Moderna no fue una nota característica de esta o aquella situación histórica; fue más bien la fuerza proveniente de Dios, entonces potenciada hasta el máximo y de múltiples maneras por una lucha enta­blada a vida o muerte; fue el indestructible anhelo del corazón humano por la verdad; fue la inspiración rectora del Espíritu Santo, que a veces se manifiesta en forma sorprendente, como ha ocurrido bajo el pontificado de Juan XXIII y en el transcurso del Concilio Vaticano II.

 

5. La situación general de la época imponía a la Iglesia una triple tarea: a) el ataque exigía defensa; b) el distanciamiento de la cultura, su reconquista, y c) el debilitamiento interno de la Iglesia, la autorreforma.

 

A. Defensa

 

1. La defensa se imponía por razones obvias, pues constituía una necesidad vital. Pero no se debe olvidar que la defensa ha sido, hasta la época más reciente, la nota determinante de toda la actividad eclesial. La Iglesia medieval había vivido sobre todo de su propio centro; en todos los campos había llevado ella la iniciativa. Al defender su doctrina y su modo de vida (por ejemplo, Tomás de Aquino contra los averroístas o Gregorio VII contra la simonía), lo principal era la exposición positiva, y la defensa era un ataque. Las reacciones opuestas (por ejemplo, las herejías) eran únicamente factores secundarios, aunque también muy importantes, dentro del cuadro total. En la Edad Moderna, en cambio, la iniciativa pasó de tal manera a manos de los adversarios, que toda la labor de la Iglesia, y muchas veces incluso sus creaciones más sobresalientes y positivas, estuvo fuertemente determinada por la actitud defensiva. La amenaza mortal constante ha creado en la Iglesia la conciencia profunda y duradera de un peligro siempre inminente. Así, por ejemplo, la teología ha tenido hasta hace poco, en una medida sorprendente y hasta insana, un carácter primordialmente antiprotestante; su orientación ha sido fundamentalmente apologético-defensiva. Lo cual significa que la teología ha tenido que cargar con todos los graves inconvenientes que semejante método, por su propia naturaleza, reviste: el desarrollo espontáneo y creativo de sus propias fuerzas se ha perdido casi por completo (§ 87).

 

2. En la Edad Moderna, la Iglesia dispuso cada vez menos del brazo secular para rechazar los ataques, llegando a no disponer de él en absoluto. La lucha se centró, pues, saludablemente, en el ámbito y en las armas espirituales.

 

3. En todos los campos (y hasta en los más pequeños detalles) de la vida eclesiástica, de la doctrina, de la disciplina, de la liturgia, etc., la Edad Moderna se caracterizó por una progresiva centralización, con Roma como centro. Con ello la Iglesia se topó con un primer gran peligro, como el que se manifestó en el individualismo nacional, esto es, en las diversas formas modernas de iglesias territoriales, tanto católicas como heréticas, en la separación hostil de la Iglesia y el Estado y en el episcopalismo antipontificio. Esta tarea de concentración abarcó por igual toda la Edad Moderna. Su consumación en el Concilio Vaticano I (§ 114) marcó una de las grandes señales anunciadoras del fin de la Edad Moderna.

 

4. El segundo gran peligro para la Iglesia de la Edad Moderna radicó en el concepto espiritualista de Iglesia que se originó del múltiple subjetivismo religioso. La Iglesia reaccionó ante esto delimitando exactamente el contenido total del dogma y acentuando especialmente todo aquello que pudiera esclarecer el concepto de Iglesia como una comunidad visible, como una institución dotada de un sacerdocio especial, de jerarquía y sacramentos (Concilios de Trento y Vaticano I). En la época más reciente (subrayando, por ejemplo, el carácter de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo y promoviendo la vida sacramental[7]) se ha comenzado —también en este punto— a superar el peligro de la simple reacción.

 

5. La consecuencia última del subjetivismo antieclesiástico ha sido la conciencia plenamente autónoma, la conciencia moral sin Dios, la incredulidad. En su formulación fundamental[8], esta incredulidad se convirtió, con el relativismo de distintas procedencias, en el tercer gran peligro de la Iglesia de la Edad Moderna. La Iglesia reaccionó una vez más de forma defensiva, robusteciendo todo aquello que pudiera dejar sin base a la incredulidad filosófica. Se aseguraron los «fundamentos» y «preámbulos» de la fe, es decir, la objetividad de nuestro conocimiento, la posibilidad de asegurar científicamente la fe, el hecho de la revelación, la inmutabilidad de los dogmas dentro de una evolución viva (Vaticano I y lucha antimodernista).

 

B. Reconquista de la cultura

 

1. La primera manifestación compacta de la cultura moderna fue el Renacimiento. La Iglesia participó intensamente en su preparación y luego en su nacimiento (Joaquín de Fiore, san Francisco, Dante, Aviñón, los papas del Renacimiento, partes importantes de la teología humanista). Pero, en el fondo, esta cultura no fue un producto eclesiástico, sino un producto marcadamente, a veces esencialmente, mundano. A pesar de las excelentes creaciones religiosas, el resultado no fue una santificación de lo mundano, sino una mundanización de la Iglesia en muchos aspectos. En su conjunto, la cultura fue, al menos de hecho, contraria a la doctrina cristiana de la cruz y acabó siendo enemiga de la Iglesia y apartándose de ella.

 

El viraje hacia la cultura dado por la Iglesia en la Edad Media (§ 34, IV) no había sido en el fondo más que una expresión del más entrañable deseo misionero de la Iglesia de someter toda la realidad al señorío de Cristo. Este programa pertenece a la esencia de la Iglesia. Por eso, como este deseo siguió vigente, muy pronto se hizo, dentro del proceso de purificación, el gran intento de reconquistar la cultura para la Iglesia. El intento subsistió, bajo distintas formas, a lo largo de una gran parte de la Edad Moderna. Sus protagonistas fueron principalmente los estados latinos, las zonas austríaca y sur-alemana del Imperio, la teología extraescolástica y algunos papas. En este aspecto se puede decir que el barroco constituyó un gran éxito. En cambio, resultó relativamente mal el intento de dar plenitud cristiana a las tendencias fundamentales de los siglos XVIII y XIX (la Ilustración y la democracia).

 

No podemos pasar por alto el hecho de que la inflexible reacción eclesiástica frente a la incipiente ciencia moderna (por ejemplo, en el caso de Galileo, § 97, V) contribuyó a la separación de la Iglesia y la cultura. Fue a partir de León XIII (después de la preparación del romanticismo) cuando la reconquista de la cultura volvió a ser una de las grandes tareas de la Iglesia. Las causas de esto fueron: la generalización de la nueva manera de entender la Edad Media y el barroco y, por parte de la Iglesia, la progresiva comprensión de las leyes propias de la vida no religiosa. Recientemente, y por la parte no eclesiástica, debe señalarse como factor decisivo un cierto resurgir del interés por la religión. Y el más importante, otra vez por parte de la Iglesia: la comprensión más adecuada de sus propias fuerzas, conseguida a base de una seria reflexión, y la conciencia —de ahí resultante— de su dimensión religiosa.

 

2. Es menester advertir que este esfuerzo de reconquista de la cultura tuvo, conscientemente, una orientación distinta de la de finales de la Edad Media y del Renacimiento. El esfuerzo fue acompañado de una importantísima reacción. La solución se buscó (por ejemplo, en el caso de san Francisco de Sales) en la entrega al servicio de la tarea religiosa, de la teología de la cruz: «Buscad primero el reino de Dios, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33). El elemento religioso fue reconocido como el núcleo inviolable de la Iglesia, quedó claramente definido y como tal se mantuvo con plena conciencia de su valor. Esto quiere decir que la Iglesia recuperó la idea pura de sí misma, reconociéndose como una institución espiritual, o sea, no espiritualista, pero sí primordialmente religiosa. (Decimos esto en cuanto a los principios, pero naturalmente no intentamos atribuir la pureza religiosa a todo el conjunto).

 

C. Autorreforma

 

1. La profunda conciencia eclesiástica del peligro creado por el ataque y la consiguiente reacción negativa de la Iglesia durante la Edad Moderna deben ser completadas con la afirmación siguiente: la autorreforma de la Iglesia resultó sin duda valiosamente fecundada por el ataque, pero en lo esencial fue un movimiento autónomo, surgido del propio centro de la Iglesia.

 

2. La autorreforma se manifestó en la eliminación del espíritu de secularización, imperante en la Iglesia sobre todo desde la época de Aviñón (§ 64), o, más concretamente, del espíritu del Renacimiento. Dado el fuerte arraigo de este espíritu en la jerarquía, el proceso de renovación duró mucho tiempo. A pesar de las enormes mejoras del siglo XVI, todo el ancien régime estuvo en buena parte caracterizado por dicho espíritu. No obstante, la autorreforma positiva de la Iglesia fue mucho más importante de lo que suele suponerse. La atmósfera religiosa, moral y espiritual de los siglos XVI y XVII estuvo fuertemente determinada, aparte algunos gravísimos síntomas de disgregación, por la vida, la obra, la oración y los escritos de Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Felipe Neri, Francisco de Sales, Vicente de Paúl: dos siglos de santos, verdaderamente. Que estas manifestaciones no fueron casos aislados y fortuitos, sino que tuvieron hondas y amplias raíces en la misma Iglesia, lo prueba el hecho de que la autorreforma de la Iglesia, tanto en el siglo XVIII como en el XIX y XX hasta nuestros días, no ha cesado de experimentar una consoladora continuidad.

 

3. En resumen, podemos afirmar lo siguiente: Bajo el aspecto religioso, moral y espiritual, la Edad Moderna ha estado presidida por una nueva imagen del mundo, surgida exclusivamente del hombre y, más en concreto, de la razón humana y construida sobre bases matemáticas y científico-naturales, una imagen del mundo cuyas verdades científicas fueron luego, durante el siglo XIX, consideradas con ingenua superficialidad por una generación aeclesiástica y antieclesiástica como la verdad completa. El hecho de que fueran pensadores creyentes (Descartes) quienes pusieran las bases de esta imagen del mundo no cambia nada en el punto fundamental y decisivo.

 

Sobre la Edad Moderna se cierne, pues, la pregunta: ¿Podrá subsistir la antigua fe en su confrontación con la ciencia exacta y su imagen «científica» del mundo? Es decir: ¿Podrá la vieja creencia ser no sólo salvaguardada a fuerza de una penosa defensa apologética, sino ser también integrada en una auténtica unidad interna con la creencia moderna? De hecho, la respuesta que el tiempo ha ido dando, sobre todo a partir del siglo XVIII, es negativa.

 

El desarrollo último de las ciencias de la naturaleza, que desde distintos puntos de partida ha originado transformaciones sin cuento, incomparables a las experimentadas por la humanidad en su historia anterior, y al mismo tiempo los nuevos conocimientos filosóficos e históricos abren nuevas posibilidades para la solución, con tal que se tengan en cuenta los cambios experimentados en la conciencia del hombre, tan traído y llevado por tremendas sacudidas y decepciones. La Iglesia, portadora y defensora de la verdad, tiene otra vez ante sí una vieja tarea, que solamente podrá resolver si encuentra un nuevo método y toma la firme decisión de aplicarlo. La tarea apela a la auténtica (y tantas veces olvidada) herencia de la Iglesia, que es sostener, con un mínimo de apoyo exterior y, a veces, contra corriente, una contienda puramente espiritual y eclesial en plena libertad y en plena liberalidad: ¡un aspecto auténticamente cristiano, por una parte opresivo, pero glorioso por otra!

 

IV. RESULTADOS CONCRETOS DE LA ACTIVIDAD ECLESIAL

 

1. Desde la perspectiva de la historia de la Iglesia, como ya hemos visto, el Occidente se caracteriza entre otras cosas por su preocupación por los problemas religiosos prácticos. Buena prueba de ello dio, por ejemplo, al final de la Antigüedad san Agustín o, más concretamente, su doctrina de la gracia y su lucha contra el maniqueísmo, el pelagianismo y el donatismo (§ 30, 5). También en la Edad Media los problemas discutidos surgieron ante todo en el ámbito de lo inmediatamente práctico-religioso. Las fuentes nos hablan de los esfuerzos hechos para establecer la constitución de la Iglesia desde el tiempo de las primitivas iglesias territoriales, pasando por el de las luchas por el poder supremo del pontificado, hasta el de las luchas por la constitución eclesiástica en la baja Edad Media. Como ilustración directa de esta tesis sirven, por ejemplo, san Bernardo (§ 50), san Francisco (S 53), los valdenses (§ 56), la controversia de la pobreza (§ 57), las sectas de la baja Edad Media. La Edad Moderna continuó en la misma línea. La intención principal de todos los reformadores estuvo siempre inserta en el marco del proceso salvífico. Todas sus preocupaciones se reducen al problema de cómo se debe entender correctamente la relación de Dios y el hombre en la obra de la salvación. Y el problema se divide en tres grupos de cuestiones: a) gracia y voluntad humana; b) concepto de Iglesia y constitución jerárquica; c) fe y saber.

 

2. La solución que el protestantismo aportó en todas las cuestiones radicó en una selección unilateral (herética). En cualquier caso, no tuvo suficientemente en cuenta la totalidad de la revelación: uno de los dos elementos, pese a estar ambos en íntima relación, fue eliminado o realizado insuficientemente. Lo sobrenatural fue entendido como algo aislado, sin ninguna relación esencial con la realidad humana, sea ésta la voluntad cooperante del hombre, el sacerdocio mediador (especialmente el pontificado) o los fundamentos de la razón. Karl Barth ha sido quien con mayor clarividencia ha visto este problema al reducir la diferencia esencial entre el protestantismo y el catolicismo a la afirmación (católica) o a la negación (protestante) de la analogia entis (entendiendo por tal una posibilidad legítima de vinculación del conocer o querer natural del hombre con el ámbito divino).

 

3. La teología católica de la Edad Moderna adoptó en parte estos planteamientos y, de acuerdo con las necesidades del mundo occidental, se preocupó preferentemente de los problemas religiosos prácticos. Esto está bien claro por lo que respecta al Concilio de Trento (si bien el Tridentino, en sus fundamentaciones decisivas, también va más allá [§ 66, 4]). En el siglo XVII, el problema que principalmente agitó el mundo de la teología fue el problema de la predestinación. El jansenismo y el quietismo, así como las corrientes de piedad que se produjeron en torno a san Francisco de Sales y san Vicente de Paúl, guardaron relación con este problema, como reacción y superación respectivamente. El concepto de Iglesia se vio notablemente oscurecido por los movimientos de las iglesias territoriales y del episcopalismo típicos del galicanismo y del febronianismo. A ellos dieron respuesta la teología (Móhler), la progresiva centralización fáctica en torno a Roma y la proclamación dogmática de la infalibilidad pontificia en el Vaticano I. La insistencia unilateral en la fe de parte de los reformadores significó la minusvaloración de una actitud típica del mundo occidental (como legado del pensamiento griego), actitud afirmada también en el evangelio, incluido san Pablo. La Iglesia dio a esta unilateralidad la complementación necesaria, recurriendo al primado del Logos y haciéndole hablar en la teología del siglo XIX (cuestiones de apologética, fundamentación de la religión, del cristianismo y de la Iglesia) y en el magisterio (Vaticano I, condena del modernismo). La Iglesia volvió a mostrarse una vez más como representante de la síntesis (§6).

 

4. La fuerza de choque más importante de la Iglesia durante la Edad Moderna fueron los jesuitas. Con su orientación casi total hacia lo útil y aprovechable, hacia lo político en sentido amplio y hacia lo pedagógico, los jesuitas fueron la expresión más representativa del ámbito occidental. San Ignacio nació en España, el país de la primera teología moral, en el que durante siglos no hubo tiempo para muchas preguntas ni largas especulaciones y que, por estar apostado como centinela entre los cristianos y los infieles, conoció una sola divisa: «¡En pie y a luchar!»

 

5. Los resultados obtenidos en los diferentes campos fueron muy variados. En general puede decirse que los valores positivos no alcanzaron nunca la monumentalidad, la absoluta firmeza y la inmediatez de las grandes creaciones del cristianismo primitivo o medieval. Los motivos son obvios. Toda la tarea fue emprendida en un típico período de transición, nació de una cultura no unitaria, desgarrada, fue obstaculizada por continuos ataques y, por lo mismo, tuvo siempre una orientación de cierto carácter apologético. Los ejecutores de esta tarea fueron, a su vez, hijos de la misma cultura y, por tanto, también ellos estuvieron marcados por el mismo desgarramiento o, al menos, por la misma falta de unidad. De hecho, por ejemplo, los grandes santos de la Edad Moderna no alcanzaron el reconocimiento universal de toda la humanidad, como san Bernardo, san Francisco, santo Tomás de Aquino (o también una personalidad no catalogable entre los santos, pero sí con clara impronta medieval y dogmática, como Dante), los cuales fueron y son considerados en muchos aspectos como propiedad común de todas las confesiones y hasta de los no creyentes. Que los santos modernos despertaran una admiración menos generalizada se debe también, entre otras cosas, a que ellos, al ser hijos del catolicismo posterior a la Reforma, tuvieron también que conllevar la contraposición existente entre las confesiones. Pero esta explicación no es suficiente. La causa más profunda es la siguiente: estas figuras, desde el punto de vista espiritual, no son tan elementales, no brotan tan armónicamente del centro íntimo del cristianismo como sus predecesores medievales. Nunca será excesivamente ponderada, por ejemplo, la importancia de san Ignacio para la renovación eclesiástica, para la defensa y la difusión de la Iglesia, para el desarrollo interno de la doctrina y la disciplina. Tal vez ningún santo pueda compararse a él en éxito tan inmediato. Sin embargo, Ignacio no tuvo ese rasgo original e inderivable que poseyeron sus grandes precursores medievales.

 

6. El pontificado siguió una complicada línea de evolución. Pero a pesar de las casi inimaginables taras causadas por el espíritu mundano del Renacimiento y de todas las dificultades provocadas por las Iglesias nacionales, el pontificado continuó manteniendo tenazmente un objetivo: la concentración de todo el poder eclesiástico en una sola mano.

 

7. Por lo que se refiere a la vida de las órdenes religiosas, podemos señalar las siguientes características: a) la realización de la observancia y la reforma de las órdenes medievales (principalmente santa Teresa de Avila con la reforma de carmelitas y capuchinos); b) los jesuitas: san Ignacio consiguió suprimir las múltiples prescripciones paralizadoras de las órdenes medievales y, sin embargo, aglutinar su Compañía con una firmeza incomparable; c) la forma más libre de las nuevas congregaciones (cf., por ejemplo, el Oratorio de Felipe Neri, § 92, II); estas congregaciones hicieron frente a las necesidades religiosas de determinadas situaciones y asumieron tareas especializadas de la pastoral y la caritas moderna; recientemente, fuerzas religiosas muy distintas, a veces heroicas, nacidas en muy apartados lugares y con un talante de servicio en el espíritu de la cruz, intentan prestar ayuda a los sectores sociales y espirituales más turbados y trastornados en su interior, incluso los radicalmente apartados de Dios, sectores todos ellos a los que ya no se puede llegar con los medios y métodos tradicionales; d) en general, las antiguas órdenes retrocedieron notablemente ante las nuevas congregaciones religiosas; sólo en los últimos tiempos han experimentado una revitalización.

 

8. La piedad, en la medida en que no se limitó a mantener las mismas actitudes de la Edad Media, estuvo caracterizada por estas dos novedades:

 

a) En lo que se refiere al dogma, el Concilio de Trento proporcionó una base más amplia, más claramente delimitada y más fija. El círculo de las prescripciones de la Iglesia en la liturgia, en las fórmulas de oración, las devociones y las fiestas se amplió notablemente (por eso, simultáneamente desapareció toda una serie de abusos; por ejemplo, en materia de indulgencias).

 

b) En concreto, podemos señalar una cierta especialización de las devociones al reducirse el objeto del culto (Cristo, pasión de Cristo, cinco llagas, infancia de Jesús; cf., por ejemplo, la oración de san Ignacio: «Alma de Cristo, santifícame..., cuerpo..., sangre..., llagas...»); especialmente se cultivó la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y, como cosa nueva, a san José.

 

La época del barroco dio a la oración una formulación ampulosa y a menudo exagerada, que durante largo tiempo estuvo cargada de gran fuerza, pero que en los últimos tiempos se considera más bien como algo inauténtico.

 

c) En las órdenes religiosas, la piedad volvió a girar, como en la Edad Media, en torno a los dos polos de la vida religiosa: la vida contemplativa y la vida activa. Ambas corrientes nacieron en España y se desarrollaron simultáneamente en Italia. Por lo que se refiere a la orden más activa, los jesuitas, esto no necesita explicación; la Compañía de Jesús fue la gran maestra (de la enseñanza) en todos los países de Occidente (y en las misiones) y casi igualmente en todas las épocas. Pero junto a san Ignacio estuvo también santa Teresa, la mística. Su reforma del Carmelo llegó a Francia a comienzos del siglo XVII. Todas las importantes corrientes de piedad —tan diversas entre sí— del siglo clásico francés se nutrieron del espíritu místico (sobre san Ignacio y la mística, véase § 88).

 

9. La vocación más honda de la Iglesia (ser misionera) se puso de manifiesto sobre todo, aparte de la autorreforma, en las misiones de ultramar. En ellas la Iglesia acometió la tarea de conquistar y organizar religiosamente el mundo extraeuropeo de una manera nueva y total. Su obra se vio obstaculizada por duros contratiempos; los más graves de ellos fueron la prohibición de la acomodación (§ 91) y la supresión de los jesuitas. Y en épocas más recientes podemos señalar la brutal reacción del comunismo en China y Vietnam, que —en la medida en que el estado de cosas puede conocerse— equivale casi a una aniquilación total. (Para las misiones en la Edad Moderna, véase § 119).

 

10. En la base de toda la lucha desplegada contra la Iglesia desde el siglo XIII estaba la idea del Estado autónomo (§ 65). Así ocurrió a todo lo largo de la Edad Moderna, y no sólo en los estados protestantes, sino también en los católicos. La idea de lo que hemos de seguir llamando sistema de las iglesias territoriales modernas, es decir, la tendencia de los soberanos a adueñarse en lo posible de la Iglesia y de los cargos eclesiásticos del propio país, es una de las raíces de todo el desarrollo de la Edad Moderna. Es cierto que el aprovechamiento de esta idea durante la Contrarreforma procuró a la Iglesia notables beneficios. Pero tanto en la Iglesia estatal de España como en el galicanismo de Francia y en el absolutismo ilustrado del siglo XVIII, la Iglesia tuvo inmensas pérdidas en cuanto a libertad de movimiento, hasta que, finalmente, la agudización de esta tendencia desembocó de manera consecuente en la separación hostil de la Iglesia y el Estado. Esta separación estuvo precedida por la destrucción de los estados espirituales. La desaparición de esas estructuras modificó radicalmente las condiciones de vida de la Iglesia en el centro de Europa, al serle retiradas casi en su totalidad las ayudas económicas destinadas a financiar sus propias obras culturales (construcción de iglesias y monasterios, academias, formación de las vocaciones sacerdotales, fundaciones universitarias) y serle también denegados los medios de coacción externa. Pero esto llevó a la Iglesia a replegarse en sus energías morales (véase anteriormente, pp. 33s) e incluso, para asombro del mundo, a tener un nuevo florecimiento. De esta manera, la evolución de la historia de la Iglesia desembocó, bajo un aspecto importante, en una comprensión más profunda de la idea de la Iglesia. Lo específicamente medieval y, en concreto, el poder político de la Iglesia, sobre todo de los papas, se consideró como algo condicionado por la historia de la época, es decir, no perteneciente a la esencia de la Iglesia.

 

Al término de esta evolución se registró una intensa actividad concordataria de la Iglesia de gran alcance. Con todo, no se puede olvidar que las más de las veces el repliegue de la Iglesia al ámbito espiritual tuvo que ser obtenido mediante una porfía en toda regla. El fin de la era constantiniana sobrevino propiamente contra la voluntad de la Iglesia, aunque luego redundara en su provecho.

 

Con ciertas restricciones podemos afirmar lo siguiente: en los últimos, ultimísimos tiempos, los papas, por fin, han aprendido y hasta enseñado lo que quiere decir la vida autónoma de la política: León XI, con su política de ralliement frente a Francia[9] (la Iglesia se declara no interesada en la forma política de los Estados) y con su doctrina general sobre el Estado, y Pío XI, que en los Pactos Lateranenses de 1929 renunció a los Estados de la Iglesia en su sentido tradicional (la «derrota victoriosa»).

 

11. Debido a la concentración en torno a Roma antes mencionada (p. 36), es cierto que desapareció una serie de valiosos derechos y peculiaridades de las iglesias particulares. También es cierto que la lucha entre individuo y comunidad en el seno de la Iglesia (prescindiendo de casos particulares) nunca se había manifestado en la historia eclesiástica en formas tan dolorosas como en la Edad Moderna[10]. Hubo también algunas asperezas que pudieron ser evitadas; no deben tomarse a la ligera, pues provocaron muchas situaciones anímicas penosas. Pero aquí se encierra probablemente uno de esos puntos misteriosos en los que se cumple la crucifixión de la Iglesia con Cristo frente a la sinrazón de la miopía humana (o, mejor dicho, eclesiástico-humana). Vistas desde la alta atalaya de la historia, estas asperezas no tuvieron en sí ninguna justificación, pero cumplieron una función importante dentro del desarrollo total.

 

a) La progresiva concentración de las energías de la Iglesia no fue otra cosa que la realización, conseguida al fin, del sentido profundo del programa de la Iglesia en la Antigüedad y la Edad Media. Fue una prueba manifiesta y grandiosa de la seguridad de la marcha de la Iglesia, guiada por Dios a través de los tiempos: dicho en términos históricos y humanos, sin tal concentración en torno al papado la Iglesia se habría desintegrado ya en la tempestad de la Reforma, durante los siglos XVIII y XIX habría estado en peligro de perder la conciencia de sus contenidos sobrenaturales y hoy, sin duda, ya no poseería la fuerza de choque, la flexibilidad y la capacidad de autoconservación necesarias para salir al encuentro de innumerables gentes de Asia, Africa, América y Australia, carentes todas ellas de tradición cristiana, pero inmensamente receptivas y abiertas al cristianismo, y para enfrentarse con el bolchevismo y el comunismo en Rusia y sus países satélites, en Yugoslavia y China, donde se han dado persecuciones contra la Iglesia que hacen palidecer las persecuciones de los cristianos en la Antigüedad.

 

b) El motivo que impulsó a realizar esta concentración (siempre sobre la base firme de la roca establecida por el Señor y como continuación natural de principios que se remontan a Gregorio I [§ 35] y del perfeccionamiento de la plenitudo potestatis de la Edad Media) fue el susodicho ataque multilateral y persistente contra la Iglesia. La superación de este ataque, verdaderamente tremendo y de varios siglos de duración, constituye una prueba extraordinaria de la fuerza intrínseca de la Iglesia. Difícilmente se encontrará otra apología de la Iglesia mayor o mejor que ésta: haber conseguido escapar del lodazal de la secularización pagana (Renacimiento), que había salpicado hasta lo más santo; haber superado el ímpetu arrollador de la Reforma, de carácter eminentemente religioso, coronando su acción con el siglo de los santos; haber sobrevivido a la mundanización de toda la cultura, obra de la escéptica Ilustración, y más tarde a la materialización de la vida y al consiguiente debilitamiento de la fe y a la falta de visión de sus propios hijos y dirigentes, y, en fin, después de todo ello, en estos momentos en que el mundo se organiza más y más en contra de Dios (Rusia), seguir manteniéndose ostensiblemente en pleno avance, siendo a la vez la meta anhelada de muchas gentes que hasta hace poco nada querían saber de ella. La lucha contra la Iglesia nunca había sido tan gigantesca; su trabajo perseverante, nunca tan admirable.

 

c) El papa Juan XXIII, sorprendentemente, orientó este esfuerzo de concentración por el camino de la renovación interior en el Vaticano II. Tras un largo período de exclusiva centralización, se está ahora abriendo paso una cierta descentralización gracias a una más fuerte acentuación de la autoridad divina inmediata de los obispos, ya reconocida también por el Vaticano I en 1870[11]. La unidad de la Iglesia dentro de la pluralidad de sus sujetos (establecidos por el mismo Espíritu Santo), el primado del papa dentro de la colegialidad de los obispos y en unión con ellos, el carácter comunitario de la Iglesia, la comunidad litúrgica activa de todos los creyentes bajo la totalidad de los obispos y en unión con ellos, haciendo hincapié en el sacerdocio universal: todos ellos son aspectos fundamentales nuevos que se están manifestando y, con ellos, la posibilidad de expresar de tal manera lo nuclear del catolicismo, que se pueda ver mejor su dimensión cristiana común y tal vez así se consiga acercar a nuestros hermanos separados.

 

V. LIMITES Y DIVISIÓN

 

A. Límites

 

1. No carece de sentido señalar la Reforma como el comienzo de la Edad Moderna, pues la Reforma fue un fenómeno nuevo de mayor hondura que cualquier otro suceso de los siglos posteriores a la Edad Media.

 

a) A pesar de ello, este punto de vista no se corresponde exactamente con los datos históricos. La Edad Moderna no comenzó con la Reforma, sino con el Humanismo. El Humanismo puso de manifiesto la nueva situación de la totalidad de la vida espiritual de Europa, aunque sólo fuese en sus inicios. Sin el general individualismo del espíritu asentado, posibilitado y prefigurado por el Humanismo, habría podido aparecer Lutero, pero no habría podido triunfar la Reforma[12].

 

b) Para determinar el final de la Edad Media debemos recurrir al concepto de zona-límite (parte I, § 3, 4; 20, 3c) y de la interferencia recíproca de las diversas épocas. Mucho antes de que el modo de vida general de la Edad Media hubiese alcanzado su cenit y, por supuesto, mucho antes de que lo hubiese sobrepasado, ya empezaron a manifestarse algunas características esenciales y actitudes fundamentales de la Edad Moderna. Lo hemos constatado más de una vez al describir la alta y baja Edad Media. Esto significa que la Edad Moderna surgió de la misma Edad Media, como desarrollo lógico de ciertos elementos medievales.

 

c) Para comprender y valorar esto correctamente es necesario no caer en el error de creer que el Renacimiento en Italia fue, poco menos que exclusivamente, un acontecimiento artístico. El Renacimiento fue a todas luces un acontecimiento político y «nacional». Político, en el antiguo sentido de la democracia ciudadana, y «nacional», en el sentido del anhelo de liberar a cada uno de los señoríos que entonces formaban la «Italia» de las fuerzas extranjeras, «bárbaras». A este respecto fue Inocencio III quien inició ya la línea «nacional» con su tenaz oposición a la unión del sur de Italia con Alemania (si bien el concepto de lo «nacional» aún no es aplicable a la época del mencionado papa).

 

d) Los comienzos de la Edad Moderna, por tanto, deben ser vistos y entendidos en estrecha unión con la Edad Media. El Renacimiento y el Humanismo, que fueron las bases de la Edad Moderna, coincidieron cronológicamente en parte con la baja Edad Media. Sin embargo, en la historia de la Iglesia comenzaron a resaltar algo más tarde, de forma que aquí cabe trazar una línea divisoria más nítida. Nosotros tomamos como fecha aproximada el 1450.

 

2. La otra línea de separación puede muy bien situarse en los Pactos Lateranenses de 1929 entre el Vaticano e Italia. Aun cuando estos pactos reconocen un hecho, consumado sin participación de la Iglesia o, mejor dicho, en contra de ella, su significación desde el punto de vista histórico y eclesiástico estriba en la renuncia del papado a su protesta y a sus aspiraciones. La renuncia a los Estados de la Iglesia en el sentido tradicional, expresada en los mencionados pactos, constituyó un paso de enorme trascendencia. Con ella llegó a su término una grandiosa evolución que había comenzado con Constantino el Grande y sobre la cual se había basado fundamentalmente la Edad Media, en especial la eclesiástica. La renuncia a los Estados de la Iglesia coincidió también con el final de una evolución interna de la Iglesia, la cual había encontrado su expresión más completa en la proclamación de la infalibilidad del papa por el Concilio Vaticano I y en la publicación del nuevo Código de derecho canónico pontificio de 1917. Dicha evolución de la Iglesia se ha visto acompañada de un movimiento de renovación espiritual intraeclesial de dimensiones universales y de una enorme transformación social y espiritual tanto en los territorios industrializados de Europa y América del Norte como en las antiguas colonias, ahora inmersas en un lento proceso de crecimiento (también en lo eclesiástico) y de autonomía.

 

3. Por eso parece que, tras la Antigüedad, la Edad Media y la Moderna, se anuncia hoy una nueva época, para la que aún no disponemos de nombre. De hecho, estos indicios coinciden con una brusca transformación de la vida de la humanidad entera, transformación tan inmensa que aquellos indicios resultan notablemente confirmados: es la época de las modernas masas (¿también, por tanto, del hombre-masa?) dentro de un progreso evolutivo que afecta casi simultáneamente a todo el globo y que además, por vez primera, emprende con éxito la conquista del espacio. Todo ello condicionado, una vez más, por nuevos conocimientos y descubrimientos físico-matemáticos y por sus aplicaciones técnicas, que a gran velocidad están cambiando la faz de la tierra, así como los tipos y las posibilidades de la vida humana, y que incluso encierran la posibilidad de que la humanidad se destruya a sí misma y su morada. El hombre ha acrecentado tanto su saber, el mal se ha alzado en forma de orgullo, placer y odio con tan amenazante intensidad y extensión, que las visiones y fenómenos apocalípticos pueden parecer, incluso en un juicio desapasionado, más justificados y cercanos que en cualquier otro momento de la historia de la humanidad.

 

Por otra parte, la sustancia del hombre, siempre intacta y en constante regeneración, así como las promesas de Dios, nos dan pie para un optimismo realista. Vislumbramos la posibilidad de llegar, mediante la plegaria y la fe, más cerca del Dios creador que cualquier otra generación anterior.

 

B. División

 

1. Señalar períodos fijos dentro de la Edad Moderna es extraordinariamente difícil. Cronológicamente, el desarrollo de esta época (en consonancia con su inmensa variedad) es tan complejo, que los movimientos particulares se entrecruzan sin cesar y casi nunca coinciden en sus puntos culminantes o finales. Un ejemplo especialmente ilustrativo nos lo ofrece el siglo XVII. Para la mayor parte de Alemania este siglo fue, en su primera mitad, un tiempo de extraordinaria depresión; únicamente destacaron las figuras de Abrahán de Santa Clara y Ángelus Silesius († 1677). En cambio, para Francia fue el siglo clásico, el siglo de sus grandes, exuberantes figuras nacionales, literarias, políticas y religiosas.

 

2. La razón más profunda de tal dificultad estriba en que, a pesar de la «unidad» formal del ámbito espiritual, es decir, de sus tendencias, el escenario de la historia (eclesiástica) occidental se repartió en mayor número de centros particulares que durante la Edad Media. Ya no estaban frente a frente la Iglesia universal, esto es, el papado, y el Imperio universal, dentro de cuyo marco las nuevas fuerzas, acciones y corrientes particulares pudieran disponer, a pesar de sus diferencias nacionales, de un espacio común. La Iglesia católica se vio más bien acosada por las iglesias heréticas y, aun dentro de la misma Iglesia, la vida católica intentó independizarse en muchos lugares de forma más o menos intensa. Pero tales centros no intervinieron siempre al mismo tiempo y con la misma intensidad. Quiere esto decir que es preciso guardarse de creer que la tendencia centralista pontificia del Concilio de Trento fue ya real y efectiva en los siglos XVII y XVIII, equiparando sin más el catolicismo posterior al Vaticano I con el catolicismo precedente. Las posibilidades y realizaciones de figuras particulares independientes dentro de la Iglesia católica han sido esencialmente mayores antes de 1870 que después, hasta el final del pontificado de Pío XII (§ 125).

 

2. Es cierto que las fechas de 1648 (Paz de Westfalia) y 1789 (Revolución francesa) fueron muy importantes. Especial trascendencia revistió sobre todo la Revolución francesa. Pero en los dos casos la importancia no fue la misma. Es fácil advertirlo por lo que respecta a la fecha de 1648. Ese año fue de decisiva importancia para Alemania, pero no afectó en la misma medida al resto de Europa. A su vez, la importancia de la fecha de 1789 disminuye, si se considera que la Revolución francesa fue legítimo resultado de la desintegración precedente, causada por la Ilustración. En realidad, pues, el nuevo período comenzó con la Ilustración, es decir, con el siglo XVIII.

 

De lo dicho se deduce la conveniencia de establecer para estos siglos una división que se corresponda no tanto con las épocas cronológicas como con el contenido de las corrientes espirituales. De esta forma, el sentido de la evolución aparecerá más claro, sin que el cuadro cronológico se vuelva por ello más confuso.

 

3. La Ilustración representa —como ya hemos insinuado— una censura que divide la Edad Moderna en dos partes; en la primera el Occidente, considerado en conjunto y en sus fundamentos espirituales generales, todavía creía en la revelación (esto es fundamentalmente válido también para el Renacimiento); en la segunda comenzó, con la Ilustración, una época hostil a la revelación. En sus rasgos esenciales esta caracterización es también válida para la época más reciente a partir de la Primera Guerra Mundial. Es cierto que la Iglesia acusa hoy cierto robustecimiento interno consolador; también es cierto que el eco de la vida pública mundial ya no lleva la impronta tan exclusivista e intransigente de la Ilustración y el liberalismo; pero en la cultura del mundo actual, a pesar de sus contenidos religiosos e incluso cristianos, pesa más el elemento ateo (sin Dios).

 

La división restante se hace rápidamente, en cuanto se toma en cuenta la significación especial del siglo XVII como siglo de Francia y de la Iglesia francesa.

 

4. Si ahora recordamos la caracterización general que hemos hecho de la Edad Moderna de la Iglesia (ataque, defensa, desarrollo de la cultura fuera de la Iglesia y en contra de ella), podemos resumir toda la Edad Moderna histórico-eclesiástica con este título: «La Iglesia frente a la cultura autónoma», y establecer el esquema siguiente:

 

I. Fidelidad a la revelación.

 

Período primero: Renacimiento y Humanismo.

 

Período segundo: Reforma protestante y Reforma católica.

 

Período tercero: el siglo de la Iglesia galicana.

 

II. Hostilidad a la revelación.

 

Período primero: la Ilustración.

 

Período segundo: los siglos XIX y XX. La Iglesia centralizada en lucha contra la cultura moderna incrédula.

 

 

Debido a la libertad de movimientos en que se asienta la nueva época, la cultura eclesiástica vive una vida mucho menos aislada que antes. De ahí que sea necesario incluir en la exposición, de una manera más relevante, la historia de las iglesias evangélicas y orientales.

 

En el tratamiento de la época más reciente es preciso considerar que, en su conjunto, supone un cambio mucho más drástico que cualquier otra época conocida. Como vivimos en ella, todo juicio debe ser emitido con una prudente reserva.

 


[1] Muy distinta fue todavía en el siglo XV la situación de los husitas, separados de la unidad. Su vinculación interna a la común tradición dogmática y eclesiástica estuvo en clara oposición con su ruptura revolucionaria, lo cual no deja de ser bastante sorprendente.

[2] Cf. el uso de la palabra science en francés e inglés para las ciencias naturales

[3] Juan XXIII empleó esta expresión para designar el cometido del Concilio Vaticano II.

[4] Algo semejante es lo que están llevando a cabo en época muy reciente el bolchevismo y el comunismo en Rusia, en China, en una parte de los países árabes y en África. En estos casos (en principio) se trata, no obstante, de una asunción de los resultados ya conseguidos en Europa tanto en el orden de la ideología como en el de la industrialización y la tecnificación.

[5] Suficientemente amplia es la base de esta experiencia: el vacío espiritual en la literatura y la filosofía de fin de siglo (ambiente fin du siécle), las dos guerras mundiales y, especialmente, la destrucción de lo humano durante y después de ellas. Ultimamente, la angustia existencial bajo la amenaza de la bomba atómica, la expansión gigantesca, poderosa y propiamente misionera del bolchevismo ateo.

[6] Cf. en el § 19 detalles sobre estas cuestiones.

[7] Sobre la nueva acentuación de la autonomía del ministerio episcopal en cada Iglesia, cf. § 126.

[8] Según los principios de época de los humanistas (condena de la negación de la inmortalidad del alma en el Concilio Lateranense del año 1511).

[9] El hecho de que en la práctica no tuviera éxito no quiere decir que la idea en sí careciera de importancia.

[10] Cf. a este respecto en el § 117 la inclusión en el «índice» de los libros de Schell. Poco faltó para que también Newmann fuera contado entre las víctimas (§ 118).

[11] Cap. III de la Constitución De ecclesia Christi; § 114.

[12] Cf. igualmente el § 61.