SAN IGNACIO DE LOYOLA

Campeón de la Iglesia

SAN IGNACIO Y EL SIGLO DECIMOSEXTO


A punto de cambio

Diez años antes de empezar el siglo nació en el hermoso país vasco un niño de maravilloso destino, Ignacio de Loyola. Todavía se puede ver la casa, de dos pisos, de gruesas paredes, con las armas heráldicas de la familia sobre la puerta de entrada. Era una arrogante casa en el orgullosa España, que había derrotado a los moros en el Sur. El Rey, Fernando el Católico, acrecido su poder por la alianza de Castilla y Aragón, empezó a descollar entre los mandatarios de las grandes naciones. Su ejército y su armado se contaban entre los primeros de toda Europa; Nápoles era una dependencia de España, y Fernando pudo decir, después de las tierras que le había entregado el descubrimiento de Colón, que el suyo era el más grande imperio marítimo del mundo. Juan Velázquez, gran tesorero de Fernando, tomó bajo su protección a Ignacio, y los ojos del vehemente muchacho vasco se abrieron a la gloria de España. El sorprendente Las Casas, amigo de Velázquez, debió impresionar la juvenil imaginación de Ignacio. El muchacho vasco tenía tan sólo doce años cuando aquel antiguo abogado y explorador, cuyo padre había acompañado a Colón en su primer viaje, se embarcó en dirección a la Hispaniola. Allí fue ordenado el primer sacerdote del Nuevo Mundo, iniciando así una carrera que iba a ser tan larga como llena de tropiezos. Sin dudad alguna, Ignacio, durante su adolescencia, oyó hablar mucho de aquel extraordinario sacerdote, "que cruzó el océano no menos de doce veces, atravesó todas las regiones conocidas de América y todas las islas, y viajó de España a Flandes y a Alemania para ver al Emperador, y llevó a cabo trabajos literarios que habrían resultado extraordinarios aun salidos de la pluma de un sabio que nunca hubiera abandonado su habitación de trabajo". Pero Ignacio, enamorado de la vida cortesana, no se interesaba, por entonces, al menos, en misiones. Estaba todo él lleno de espíritu de la caballería, noble de corazón y fuerte en su fe, y deseaba servir a su país. Después de la muerte de Velázquez, ingresó en el ejército del virrey de Navarra, resultando excelente soldado; animoso, pronto en la pelea, generosos compañero y liberal en el juego, y muy enamorado de las mujeres.

Mientras Ignacio llevaba la existencia ruda y tosca del cuartel, vivía en Alemania un individuo extraordinario destinado a ser el adversario de Ignacio durante toda la vida. Era Martín Lutero, ocho años mayor que Ignacio e hijo de un simple minero de Eisleben. El muchacho campesino, formado en un ambiente duro y en ideas vulgares, decidió adquirir su educación en Magdeburgo. Como estudiante, pagó su educación y sus libros con los que ganaba cantando de puerta en puerta, y después de completar sus estudios le fueron suficientes, y abandonó esa carrera, contra la voluntad de su padre, para ingresar en un monasterio agustino. Tomó esta resolución en cumplimiento del repentino voto que hizo a Santa Ana en un momento de terror durante una tormenta. El año 1508, era ya predicador popular en Wittenberg y profesor, con numeroso auditorio, en la universidad. Grande estatura, afable, generoso, estuvo sometido a ataques de melancolía y de terror religioso, así como a extrañas ideas de santidad, que aumentaron a medida que avanzaba en el estudio de las Santas Escrituras. El intento de sus hermanos monjes de poner al escrupuloso hombre en la buena senda de su salvación fracasó por completo, y el único consuelo lo halló Lutero en la lectura de las Epístolas de San Pablo a los Romanos y a los gálatas. La verdad de las palabras del apóstol: "El justo vivirá por la fe", dominó su mente con exclusión de toda otra verdad, hasta de la verdad de la Epístola de Santiago: "Así también la fe, si no tuviere obras, es muerta en sí misma". Encontró gran consuelo en la idea de la "fe sola", que lo dominó como la única cosa necesaria. Se dedicó con entusiasmo a enseñar en toda oportunidad esta verdad a medias. No deben sorprendernos, por lo tanto, que aquel sombrío y meditabundo monje se hiciera arrogante y entrada en seguida en discusiones con los dominicos. Orador muy elocuente, así como buen escritor, inspiró fidelidad fanática a sus adeptos, y en 1517 empezó su lucha contra Juan Tetzel, que predicaba "indulgencias" en la vecindad de Wittenberg. Prontamente el problema se transformó en una cuestión grave, acusando Lutero al dominicano de vender mercaderías espirituales para pagar la edificación de San Pedro de Roma. El Papa León X, ante aquellos anuncios todavía imprecisos de posibles cambios en la situación de la Iglesia, se limitó a decir que no se trataba de otra cosa que de una "simple querella de frailes". Pero el emperador Maximiliano, cuyos planes políticos habían sido contrariados por la Santa Sede, manifestó al elector Federico: "Que se proteja bien al monje de Wittenberg; quizás un día lo necesitamos". Lutero no se detuvo. Después de su querella sobre las "indulgencias", negó el valor de las obras de la voluntad humana; sostuvo que nada importa lo que los hombres puedan hacer, pues lo que importa es su fe en la pasión y muerte de Cristo. Y en cuando a las "indulgencias", ¡no son más que una mera invención papal para hacerse de dinero! La discusión se intensificó y se hizo día a día más enconada y general, hasta que el truculento y arrogante monje atacó al sacerdocio, a toda la jerarquía y al mismo Papa, mereciendo así, en consecuencia, su excomunión. Cuando se publicó la bula, el 15 de junio de 1520, Lutero, en un ímpetu de furia, calificó al decreto papal como "execrable bula del Anticristo", y públicamente quemó el documento en las puertas de Wittenberg, en presencia de doctores, estudiantes y ciudadanos. ¡La llamada Reforma acababa de manifestarse!

En las guerras

El mismo año en que el apasionado y sensacional Lutero iniciaba su lucha religiosa en Alemania, Ignacio, brioso caballero, servía a España bajo las banderas del duque de Nájera. En Pamplona, donde sus soldados defendían la fortaleza contra los franceses, fue herido de una pierna por una bala de cañón. Sus compañeros de armas trataron de asegurarle la pierna, pero fue rota otra vez; mas sufrió la dolorosísima operación con la valentía de un buen soldado. Transportado a su casa de Loyola, el impaciente y sensible caballero pidió libros novelescos para entretener su larga convalecencia. Como en la casa no había libro alguno de esa clase, le proporcionaron otros: Vidas de santos y una Vida de Cristo, en español. Ignacio leyó con gran atención esos libros, pero siguió soñando, aunque con distinto temperamento, en proezas de valor n honor de alguna hermosa dama. Llegó el día, sin embargo, en que los ejemplos de los santos héroes de Dios echaron raíces de su alma. "¿Si aquellos santos pudieron hacer todo aquello, por qué no he de poder hacerlo yo? -se preguntó-. ¿Por qué no he de repetir las hazañas de Santo Domingo o de San Francisco?" ¡Tal era exactamente para lo que Ignacio había sido elegido por la Divina Providencia! Y dominado por sus pensamientos religiosos, Ignacio de Loyola se resolvió a abandonar el mundo y convertirse en caballero de Dios. La devoción que sentía por la Madre de Jesús intensificó su resolución y, repuesto de su enfermedad, visitó su capilla en Cataluña. La noche de la Anunciación se mantuvo de vigilia ante el cuadro milagroso de Nuestra Señora, que se halla en la iglesia de Montserrat. Cubierto con un tosco sayal de penitente, pues había dado sus ropas de caballero a un mendigo, colgó su espada y su daga cerca del altar, y se consagró al servicio de Dios. Se abría ante el soldado español de Cristo una gran senda que recorrer. Un día, unos veinte años después, aplicaría su genio del orden, de la disciplina y de la unidad, reorganizando sus fuerzas leales contra un enemigo terrible, y ofreciendo así el más acabado ejemplo de caballería dentro de la cristiandad.

Lo que nos interesa en este momento es el sorprendente contrasta entre las personalidades de Ignacio de Loyola y Martín Lutero. El español y el germano se encontraban en los antípodas uno respecto del otro. Sus opiniones sobre la vida, así como sus conductas, fueron radicalmente opuestas. Mientras Loyola se fortalecía en su guerra silenciosa contra sí mismo, Lutero, el agitador, no se preocupó más que de provocar una conmoción general en Alemania. El caballero español llevó una vida ascética, practicando la autodisciplina, mendigando su pan, asistiendo diariamente a misa y pasando sus horas de rodillas en oración. El profesor de Wittenberg, teutón hasta la médula de sus huesos, levantó su voz en la plaza del mercado, cada vez más audaz y más agresivo; con apasionada furia atacó la misa, la ordenación sacerdotal, las peregrinaciones, los ayunos y hasta la vida monástica. Gran inspiración cayó de lo alto sobre el humilde Ignacio, a quien Dios trató "exactamente como un maestro de escuela trata a un niño a quien está educando". Pero el arrogante Lutero se convirtió en desesperado perturbador, lleno de odio hacia la autoridad y víctima de constantes accesos de remordimiento. Un estudio de sus respectivos actos en ese tiempo revelan los opuestos temperamentos de los dos hombres: "Por sus frutos los conocerás". Ignacio, haciéndose cada vez más experto en la santidad y en el discernimiento de los espíritus, ofreció al pueblo de Manresa "ejercicios espirituales" que pudieran enseñarles más de lo que los sabios podían ofrecerles. Con espíritu de humildad y con corazón contrito encaró todas sus pruebas íntimas, hasta que conquistó la paz. Lutero, por el contrario, en amargo conflicto suscitó una furia de oposición hacia la Iglesia. Sus amigos humanistas, siempre opositores de Roma, aceptaron sus exégesis bíblicas, aplaudieron sus insensatas tiradas. "Ha pecado -dijo el cínico Erasmo a Federico- en dos puntos. Ha tirado contra la corona del Papa y contra el vientre de los frailes". Todo ello es suficiente para mostrar sus diferencias mentales, así como las de las sendas por donde avanzaban los dos hombres, y que aun se apartaría más una dela otra con el andar del tiempo.

Los "dos estandartes"

Alemania se encontró en una disyuntiva ante el movimiento que crecía contra Roma. El elector Federico se hizo cada vez más despótico, imponiendo tasas y e impuestos más allá de toda razón a los empobrecidos campesinos. Los príncipes querellaron entre sí y ala vez con los obispos, mientras el Emperador trató en vano de poner fin a sus feudos privados. Lutero, más temerario que nunca, se convirtió en una figura nacional, con sus audaces doctrinas revolucionarias o de reforma, su odio a Roma, su adhesión a la causa germana; con su primer Deutschland ubre Alles. El emperador Carlos V, grandemente alarmado, reunió una Dieta en Worms el año 1521, ante la cual, el monje de Wittenberg fue instado a contestar por sí mismo. Y durante todo su viaje los campesinos acudían para saludarlo con entusiasmo; y cuando un consejero le advirtió del destino de Huss, el reformador replicó: "Seguiré adelante aunque se me opusieran tantos demonios como tejas tiene el techo". Una vez en la sala de la Dieta, ante el Emperador y los nobles, pareció algo aturdido, pero se serenó rápidamente, reanimado por los consejos que recibió. Invitado a retractarse del contenido de sus horribles libros, pidió tiempo para contestar; al día siguiente declaró que no se retractaría de nada de lo que había escrito, a menos que se le probara que ello era contrario a las Escrituras o a la recta razón. Muchos opinaron en la Dieta que el Emperador debía ordenar al instante el arresto del rebelde; pero los príncipes germanos se opusieron a la medida, amenazando con vengarse si se atentaba contra su ídolo. El 28 de abril de 1521, de vuelta en Wittenberg, se lo llevaron rápidamente los soldados del Elector a un lugar seguro, fuera de todo peligro. Refugiado en el castillo de Wartburgo, comió y bebió en abundancia, llevó espada, salió a cazar ciervos; se entretuvo además traduciendo el Nuevo Testamento a la lengua alemana. Pero apenas se había disuelto la Dieta, Roma publicó un edicto separando al reformador del seno de la Iglesia; y despertó en Wartburgo para saber que era un proscrito ante los ojos de la Iglesia y del Imperio.

Por ese mismo tiempo, Ignacio, completamente ganado por la causa de Dios, buscaba el mejor medio de servirle. Hombre de acción, necesitaba retornar al mundo y prepararse para lo que el cielo esperaba de él. Se embarcó en Barcelona, cruzó el gran mar y llegó a Gaeta, entrando en Roma el año 1523 El peregrino tuvo suficiente tiempo para "observar en su alma ya una cosa, ya otra, encontrándolo de provecho; luego -pensó- ello podría resultar también de utilidad a los demás". Así el Libro de Ejercicios empezado en Manresa, creció poco a poco, año tras año. Después de recibir la bendición del Papa Adriano VI, el pobre soldado español mendigó su pan hasta llegar a Venecia, donde se embarcó hacia la tierra en la que había vivido. ¿Fue en la tierra Santa donde esas maravillosas composiciones de lugar se grabaron en su incandescente corazón, y la meditación sobre los "dos estandartes" se convirtió en tan intensa realidad espiritual? En Jerusalén, su alma floreció con consuelos celestiales y estuvo muy cerca de convertirse en un misionero entre los mahometanos. No ocurrió así, porque el provincial franciscano apareció en escena, citó los decretos papales y ordenó a Ignacio, bajo pena de censura, retornar a España. No quedaba otra cosa que obedecer. El peregrino se inclinó ante la voluntad de Dios, recogió su zurrón y su cayado y empezó el desalentador camión de retorno a Barcelona. Este solo episodio nos da una vislumbre del alma de un compañero de Dios, para quien obedecer a la Iglesia era lo primordial; y de quien también la historia diría ampliamente que "¡el hombre obediente cantará victoria!" ¡Qué modos de vida diametralmente opuestos muestran Ignacio y Lutero en este momento de sus carreras! Uno, el humilde y obediente peregrino, buscando más luz en la voluntad de Dios; el otro, soberbio, vengativo y presuntuoso, causando nada más que daño a la Iglesia.

Todos los signos indicaron la rápida propagación de la rebelión religiosa por Alemania; así, Rodolfo Bolestein Carlstadt se apoyó en una página de Lutero para atacar los ritos de la Iglesia, y otros fanáticos profetizaron un gran levantamiento social. Lutero, tenaz como nunca, salió de su asilo para Wittenberg, donde continuó predicando, enseñando y escribiendo contra la Iglesia. La paz parecía tan difícil de obtener como el orden, pero se siguió pregonando la unidad nacional y la necesidad de una gran reforma. En 1524, el legado del Papa trató de calmar la tormenta en la Dieta de Nuremberg, dando seguridades de que los necesarios cambios serían establecidos; pero los señores germánicos se resolvieron por las medidas de guerra para solucionar sus propias dificultades. Pareció que Alemania, tan exigente de reformas a través de los Alpes no pudiera siquiera establecer la paz dentro de sus propias fronteras. La Guerra de los Caballeros fue muy pronto seguida por la Rebelión de los Campesinos, que estalló en 1524 y se expandió rápidamente por todo el país. Aquellos pobres campesinos, confundidos por las doctrinas de Lutero referentes a la libertad cristiana, se vieron afectados por pruritos de rebeldía, y muy pronto atacaron a ciegas, recurriendo a la rapiña y al asalto, sólo para hallar que su supuesto benefactor, Lutero, resultó ser su peor enemigo, pues instó a los príncipes a terminar con la revuelta campesina a sangre y fuego. Los nobles, envalentonados por las palabras del ex monje, no trepidaron en hacerlo, pasando a cuchillo a los pobres campesinos y ejecutando a sus jefes. Antes de ser sofocada la rebelión murió el elector Federico; le sucedió su hermano Juan el Constante, que fue un acérrimo defensor de Lutero. Nada muestra más claramente cuán bajo había caído Lutero, que su matrimonio con Catalina de Bora, una ex monja cisterciense. Pero esta decisión del arrebatado reformador le enajenó la voluntad de sus mejores amigos. El infeliz y torturado rebelde buscó un hogar en el que, lejos de la excitación de su existencia febril, pudiera gozar de la música y del canto y de las inocentes travesuras de los niños. Su mujer se convirtió en "Misia Kate", en la "Doctora Lutero", en las cartas que escribió, en medio de sus días llenos de trabajos literarios, prédicas, discusiones con enemigos que surgían por todos lados. Y en cuanto a sus días de hogar, los ásperos y vulgares "Temas de sobremesa", sólo revelan el alma de un hombre totalmente dejado de la gracia. No pasaría mucho tiempo antes de que aconsejara a Enrique VIII casarse con su segunda mujer sin repudiar a la primera; y así quiso ganarse la voluntad de la realeza, sosteniendo vergonzosamente que tenía el derecho de practicar la poligamia.

Volvamos ahora nuestra observación a Ignacio y reconoceremos enseguida la diferencia, la diametral oposición entre esas dos preeminentes personalidades del siglo decimosexto. A su retorno de Tierra Santa, el peregrino pensó ingresar en una orden religiosa, pero comprendió su necesidad de adquirir primero más sólida educación. Lo vemos a la edad de treinta años estudiar latín en una escuela de muchachos, en Barcelona. Durante siete años trabajó incesantemente en mejorar su propio pensamiento, sin pensar en la via mirabilis por laque le iba conduciendo Dios. En las horas libres de la escuela, esta maravilla de humildad dirigía sus "ejercicios espirituales", visitaba pobres y enfermos, daba consuelo a miles de almas extraviadas; llevó la misma conducta en Alcalá y en Salamanca, en cuyas universidades estudió. Nada tiene de extraño que en esos tres lugares se formara una pequeña compañía alrededor de Ignacio, y se hiciera popular entre los pobres por su tosco sayal como por su devoción a las obras de caridad. A pesar de ello, el joven santo, considerado como un fanático por las autoridades, tuvo que pasar cuarenta y dos días en la cárcel de Alcalá y veintidós en la de Salamanca. El año 1528, Ignacio partió para París e ingresó en la Sorbona, centro del saber europeo, donde también halló inquisidores que lo persiguieron. En vez de encarcelarlo, sin embargo, le extendieron un claro testimonio de ortodoxia, y hasta le solicitaron un ejemplar o copia de su Libro de Ejercicios.

Hacia este tiempo se encontró tan pobre que visitó a Amberes, Brujas y hasta Londres pidiendo limosna para costearse los estudios de filosofía y teología. Sus primeros discípulos de España desaparecieron de la escena, pero en la Sorbona constituyó un pequeño grupo de adeptos que le juraron perpetua fidelidad. En total fueron nueve almas escogidas que se unieron para amar y servir a Cristo, y juraron seguir a su jefe español hasta los confines de la tierra. Animada por ese espíritu, la Compañía de Jesús empezó a adquirir cuerpo.

Pérdidas y ganancias

Los partidarios de Lutero, entre tanto, esparcían las semillas de la rebelión, y muy pronto la Reforma penetró en Suiza, llegando hasta Dinamarca en 1526. Tan violentamente se opusieron los heréticos a la antigua Iglesia, que todos los intentos de reconciliación fracasaron. En la Dieta de Spira, en 1526, los Estados del Imperio trataron de ordenar sus problemas religiosos como mejor lo entendieron. Pero el Emperador asistió a la Dieta de Augsburgo, en 1530, con la determinación de restaurar la unidad, mas no consiguió vencer la resistencia de los ya llamados protestantes. Todo plan contra un común enemigo y todo deseo de llegar a términos de paz encontraron la inquebrantable oposición de Lutero. El tratado de Samarcanda (1531) unió a ocho príncipes y once ciudades para luchar contra los turcos, pero sólo a condición de que el luteranismo tuviera libertad de predicación. Ese quid pro quo es claro indicio del temperamento de los reformadores intoxicados por el éxito de su movimiento que, expandiéndose como una inundación, amenazaba con ahogar a todo el Imperio. Su jefe supremo, el "Agitador del mundo", chocó con otros jefes enajenándose su apoyo por los excesos de sus invectivas. Los anabaptistas se mostraron cada vez más alejados; los sajones, bajo la dirección de Carlstadt, insistieron en su propaganda independiente; Zwinglio mantuvo en Suiza opiniones totalmente diferentes. Y lo peor fue que el inflexible Calvino fue, día a día, afirmándose como jefe independiente. Víctima de su incontrolable temperamento, Lutero, apasionado y hostil, siguió disputando con reformadores por toas pares, al extremo que la lucha pareció empeñada más bien con enemigos dentro de las propias murallas que contra la lejana Roma. En esos días, Alemania era como un gran bombardero cuyo piloto hubiera perdido el dominio de la máquina así como el sentido de la dirección. Cuando se reunió, en 1542 el Concilio de Trento, el ex monje Lutero, enfurecido como siempre, se negó a asistir; con el andar del tiempo el rebelde se hacía más insensato y a la vez más escurridizo y evasivo, satisfecho, al parecer, con su teoría de "sólo la fe". "Abrahán -declaró- tuvo fe; por lo tanto Abrahán fue un buen cristiano". A tan torpes y superficiales afirmaciones llevó su nueva teología al jactancioso reformador más grosero que nunca, estigmatizando al Papado como una de las invenciones del demonio. Sus últimos días fueron miserables e infelices; las antiguas tentaciones asaltaron su alma no menos que el desgarrador desencanto ante el estado de cosas en su patria como en el exterior. En 1546 murió, después de un ataque de apoplejía, dejando un grupo de jóvenes fanáticos que trataron de repetir sus errores originales así como siguieron propagando las semillas del odio y de la discordia. Nadie puede dudar de que la Iglesia había sufrido un rudísimo golpe: había sido herida la fe, quebrado la unidad, corrompida la cultura y la vida social, y serían necesario siglos para que la sociedad se recuperara de tantos y tan graves males.

Retrocedamos algunos años para contemplar la escena de Roma. Cuando el Papa Adriano VI (1552-1523) sucedió a León X, Ignacio predicaba en Manresa, y Lutero gozaba de su seguridad en Wartburgo. Hombre de profundo saber y de vida devota, el nuevo Papa quiso reformar su corte, pero fue incapaz de hacer cambiar de actitud a Alemania respecto de Roma. La Iglesia, providencialmente, se vio reforzada con el surgimiento de nuevas congregaciones: los teatinos, los capuchinos, los barnabitas y los oratorianos. Fue fundador de la primera congregación, Juan Pablo Caraffa (luego Papa con el nombre de Paulo VI), que descubrió a Ignacio y a su pequeño grupo en Venecia. Habían estado primero en Roma, y el Papa, después de oírlos discutir con los doctores, les dio la bendición y les prestó ayuda para su viaje a Jerusalén. Mientras esperaba la oportunidad de embarcarse en Venecia, Caraffa, consciente de la necesidad y del aprieto en que la Iglesia se encontraba, les aconsejó retornar a Roma, donde su santo celo podría ser mejor empleado en combatir a los protestantes que en convertir a paganos. De vuelta en Roma, con el nombre de Jesús en su estandarte, el Papa aceptó muy de buena gana sus servicios: Ignacio propondría los "Ejercicios espirituales", y Fabro y Láinez darían conferencias teológicas. El 10 de mayo de 1538, cuando Lutero y sus llamados reformadores se hallaban empeñados en lo más recio de su campaña, diez miembros de la llamada Compañía de Jesús se reunieron n Roma, comprometiéndose a enfrentar, combatir y rechazar las fuerzas de la herejía. Sin descanso, diariamente predicaron y enseñaron por toda la ciudad, con gran sorpresa del pueblo que se divertía mucho al ver subir a los púlpitos a hombres sin trajes monásticos. "Creíamos que sólo los monjes tenían derecho a predicar", repetían las gentes. En poco tiempo aquellos sacerdotes "en traje común", ganaron al confianza del pueblo romano, y prometieron seriamente realizar grandes cosas en beneficio de la Iglesia. Armados y bien equipados en todo sentido se convirtieron en redactores de panfletos, confesores, predicadores, misioneros: una milicia de la Santa Sede cuyo propósito principal fue la restauración de la autoridad de la Iglesia. Al principio de su carrera los miembros de la Compañía de Jesús estuvieron a un paso de la tragedia, cuando apareció en Roma un agustino para expandir la simiente del luteranismo. La nueva orden lo atacó, refutó sus teorías y se ganó la ira de sus amigos. Se pueden adivinar los sentimientos de la pequeña Compañía al verse víctima de la calumnia. Se intentó una vez expulsarlos de Roma; pero Ignacio insistió, decidió apelar a todos los medios. Obtuvo del Papa Pablo III autorización para continuar en sus actividades hasta que la Compañía quedara limpia de toda sospecha. "Después de haber sido justificados -dijo Pedro Fabro- nos pusimos sin reservas a disposición de Pablo III". La situación de la Compañía mejoró grandemente, y empezó a trabajar con redoblado empeño en Italia, España y Portugal. Puso toda su fuerza en la educación de la juventud, y muy pronto se apoderó de las universidades de Colonia, Viena, Ingolstadt y Praga. Desde esos centros de estudios empezó a trabajar ahincadamente contra el protestantismo que amenazaba a los Estados católicos.

Medidas de Reforma

Las sombras de la Reforma empezaban a condenarse sobre Italia, la fuerza de los acontecimientos se hacía sentir en la misma Roma. Con todo, triste es recordarlo, el Papa Clemente (1523-1534) "no renunció a sus buenas intenciones de reformar la sociedad, pero propuso su iniciativa". Su sucesor, Pablo III (1534-1549), se enfrentó inmediatamente a los problemas del Papado, reuniendo un grupo de hombres capaces que estudiaran las medidas que habrían de tomarse. Por capaces que esos hombres fueran, a nada llegaron, pues otros poderosos dentro de la Iglesia, llenos de intransigencia, se negaron a suscribir las reformas propuestas. En 1538 se constituyó la Liga Católica, por consejo del archiduque de Austria. Los obispos y príncipes católicos aceptaron oponerse, unidos al advenimiento de cualquier peligro común y excluir la herejía de Wittenberg de sus dominios. Otra medida adoptada en Roma en 1542, fue la instalación del Santo Oficio para la Iglesia universal. Los Papas dominaban ahora a la Inquisición, que tuvo que entender con todas las opiniones o manifestaciones con algún tinte de la herejía luterana que se trataba de extirpar. La comisión del Santo Oficio, en Venecia, realizó mil quinientos juicios en aquel siglo sólo, pero las ejecuciones capitales sólo fueron comunes en Roma. No puede negarse que sus procedimientos eran en extremo crueles, y muchos escaparon a los juicios oficiales para ser golpeados o muertos en las calles. El brutal sistema continuó aplicándose durante todo el siglo, originando crímenes que manchan la historia de la Contrarreforma. Y sin embargo, en aquellos días, algunos de los más grandes santos de la Iglesia iluminaron los oscurecidos cielos espirituales, y mientras Juan de la Cruz y Teresa de Ávila enriquecían a la Iglesia con principios de verdadero misticismo, Shakespeare y Miguel Ángel donaban al mundo las obras prodigiosas de sus magnos ingenios.

Evidentemente, ni las iniciativas políticas ni la Inquisición consiguieron los resultados que se obtuvieron después del Concilio de Trento. Esta gran asamblea (1545-1563) supo encarar con vigor e inspiración las disensiones que agitaban al cristianismo. Iniciada en 1545, sancionó varios decretos contra los protestantes y en pro de la tradición, insistió sobre la interpretación autoritativa de las Sagradas Escrituras y aprobó la Vulgata como el mejor texto latino de la Biblia. Por ese tiempo, el Papa Pablo III (1534-1549) empezó a tener dificultades con Enrique VIII, y sin embargo no concedió al Concilio más tiempo que el que acordó a su ambicioso pariente. En 1547, el Concilio pasó a Boloña, con disgusto del emperador Carlos V, a quien no agradó verlo funcionar dentro de los Estados papales. En 1551, el Concilio se reinstaló en Trento, donde intentó, aunque sin éxito, llegar a algún entendimiento con los protestantes. Uno de los príncipes heréticos, Mauricio de Sajonia, marchó sobre el Tirol, se apoderó de los obispos y cardenales reunidos, pero el Concilio se disolvió en 1552, después de haber sancionado sus decretos sobre los sacramentos. Se volvió a reunir en 1562 bajo Pío IV y se pronunció definitivamente sobre los tres puntos más atacados por los protestantes: la Misa, las Sagradas Ordenes y el Matrimonio. Sobre la indulgencia se estableció que en adelante tan sólo los obispos podrían concederlas o sancionarlas; y el perdonador con sus sacos de documentos de Roma fue definitivamente suprimido. El Concilio terminó en 1563, y el Papa Pío V (1559-1565), que cerró sus sesiones, se dispuso a cumplir con las reformas de Trento. Decretó su famoso Creador, publicó un Índice corregido de libros prohibidos y, al mismo tiempo, decidió que los protegidos de su predecesor, Pablo IV, fueran separados de las proficuas posiciones de dignidad, civil y eclesiástica, que usufructuaban en Roma.

Los mártires ingleses

La Reforma penetró en Inglaterra en las alforjas de los humanistas. Se propagó bajo la protección de Oxford y de Cambridge antes de que la ola de la rebelión llegara a las orillas de las isla. Verdad es que existían en Inglaterra brillantes sabios como Tomás Moro, Juan Colet y Juan Frith, parecieron influidos por las doctrinas de Walterio Lollard (1260-1322). "Si Dios me conserva la vida -decía Tyndale a un sacerdote- procrearé un hijo que hundirá el arado y conocerá más de las Escrituras de lo que vosotros sabéis". El mismo petulante sabio vivió luego en Amberes en un ambiente de reformistas, en compañía de jóvenes estudiantes ingleses, dispuestos a sembrar las enseñanzas de Lutero en su isla natal. Bien pronto consiguieron su propósito ayudados nada menos que por el rey en persona, Enrique VIII, que había sido antes uno de los más dispuestos defensores de la antigua fe. Enrique estaba casado con Catalina de Aragón, de la que había tenido varios hijos y de los que vivió tan sólo María Tudor. Enamorando locamente de Ana Bolena, decidió librarse de su esposa legal, y al no obtener su divorcio, empleó métodos sin conciencia para quebrantar la autoridad del Papa y del clero católico en Inglaterra. Un numeroso grupo de excelentes ciudadanos se opuso al pretendido divorcio del rey; contra ellos se levantaron algunos nobles ingleses amigos de Ana Bolena, celosos del poder del cardenal Wolsey, hijo de un carnicero de Ipswich. Desgraciadamente, este prelado fue un intrigante inescrupuloso que olvidó sus deberes hacia Dios con tal de servir la voluntad del Rey. Un atemorizado parlamento prohibió la entrada de las bulas papales en Inglaterra y autorizó a Enrique a suprimir todos los beneficios del Papado. Así empezó un período de enconada lucha entre la Iglesia y el Estado durante le cual el suelo de Inglaterra fue saturado con la sangre delos mártires. Dos grandes santos, Sir Tomás Moro y el obispo Fisher, canonizados en nuestros días, tuvieron la valentía de oponerse a los designios de Enrique VIII. Vieron con qué falta, casi total, de sabiduría era gobernado el mundo, y comprendieron el peligro de que el poder temporal dominara a lo espiritual. Poco importó al Rey de Moro -"la inteligencia más moderna y original de su tiempo" - y de Fisher, el santo obispo de Rochester, canciller de la universidad de Cambridge. Debían ser suprimidos, así como los intrépidos cartujos que se oponían a los propósitos de la voluntad real. De este modo, la Reforma dio sus primeros y sangrientos pasos en los dominios de Enrique. No fue el pueblo inglés el que decidió ponerse del lado de Lutero y de sus obras. Fue su incestuoso rey y sus cortesanos, codiciosos de poder y de riquezas, quienes desviaron al pueblo inglés de su tradicional religión. Tres cartujos fueron muertos con bárbara crueldad acusados de traición, creyéndose que ese acto sumario intimidaría al pueblo. Luego fue detenido Juan Fisher y encerrado en la Torre de Londres. El notable canciller de Cambridge, que se encontró solo entre los obispos ingleses, favoreció la supremacía real, pero tan sólo "en cuanto la ley divina lo permite". El Papa había anunciado su nombre para cardenal, pero Enrique fijo: "Enviaré su cabeza a Roma para que se le ponga el capelo". Un agente del Rey le intimó completa sumisión, a lo que el obispo se rehusó; y lleno de calma, más bien con buena voluntad, se encaminó a la horca. La siguiente víctima fue Sir Tomás Moro, el leal canciller de Enrique. No existió en aquellos días inglés más perfecto que el gran sabio y abogado católico que no transigió con la conducta ilegal del Rey. También él se encaminó al cadalso con un gesto de desprecio en sus labios y con una protesta de verdadera lealtad hacia su Dios y hacia su Rey. Enrique, habiendo cortado toda relación con el Papa y habiéndose librado de los más eminentes hombres del reino, procedió a la expulsión del país de todas las órdenes religiosas. Los monjes grises, hijos de San Francisco, y los monjes negros, hijos de Santo Domingo, debieron salir de Inglaterra. Todos los monasterios fueron asaltados, robados y destruidos. Todos los que no se sometían fueron cruelmente perseguidos, privados de sus bienes, condenados al patíbulo. El odio ciego de Enrique no terminó con ello; afrentó a toda Europa condenando al fuego las reliquias de Santo Tomás de Canterbury; ordenó la destrucción de estatuas, altares, templetes y otros objetos sagrados dignos de veneración; y con la furia de un loco provocó los mayores estragos por todos sus dominios.

Muerte de la vieja Europa

Contemplamos el espectáculo de la segunda mitad del siglo. El antiguo mundo, como lo vimos en el pasado, ya no existía. La Reforma, movimiento de origen germánico, se había transformador rápidamente en un movimiento europeo, y la nación se había convertido en una nación religiosa. Había desaparecido el Sacro Imperio Romano, que se apoyó en el Papa y en el Emperador, cuya raison d'etre (1) era sostener y defender la Iglesia, no pudo hallar destino en medio de tanta división religiosa. Tan sólo en España, donde la Iglesia y el Estado se mantuvieron perfectamente unidos, pudo Felipe II ejercer poder universal. En Inglaterra, María Tudor trató de convertir al catolicismo a su país; su sucesora, Isabel en cambio, lo hizo otra vez protestante. Las ciudades de Suiza siguieron a Zwinglio, la campaña siguió siendo católica, pero las ciudades cayeron en manos de las autoridades civiles. Gran parte de Francia lo mismo que de Escocia se sometieron a Calvino "el más audaz déspota religioso que haya sufrido Europa desde la aurora del cristianismo". El visionario organizador no trató de establecer una nueva Iglesia, sino de crear un nuevo mundo. En verdad, parecía como "si en un poderoso torbellino de guerra y de rebelión el cristianismo mismo fuera a desaparecer". Y hubo que reprochar esta tragedia, fundamentalmente, a los llamados reformadores.

Tal era la situación general de Europa: brutal, sangrienta, violenta, en esa terrible edad de persecución. El número general de víctimas en las guerras de religión excede en mucho al número de mártires de los siglos tercero y cuarto. "DE los cristianos comunes en conjunto -dice Erasmo- has de pensar que nunca hubo hombres más corrompidos, ni aun entre los paganos, en sus nociones de moral". Juicio patético, en verdad, de cuán bajo había caído el viejo Imperio; de cuán poco había realizado Lutero por la causa del cristianismo. La llamada Reforma hay que admitirlo, llevó a cabo dos grandes males: secularizó la vida y cayó en manos del codicioso Estado. A tales resultados, el amor de cambio y el recelo hacia la autoridad condujeron los supuestos reformadores religiosos a sus "iglesias" que se habían convertido en establecimientos nacionales sometidos al gobierno civil. Desde aquel momento, el Estado se haría día a día más poderoso y más tiránico al extremo de que la terrible imagen de Macchiavello se convirtió en efectiva realidad. Hasta hoy los Estados en su orgullo de poder, han ocasionado más largas guerras y más terribles opresiones que los antiguos conflictos religiosos. El derecho del hombre y la ley natural no tiene cabida en el nuevo sistema político de las cosas. En su anhelo universal de poder actualmente "todo debe estar dentro del Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado". En cuanto a la Iglesia Católica, ¿por qué ha de someter sus títulos y derechos a la autoridad civil?... NO puede ser y no ha de ser así... ¡No! Resistirá con encarnizamiento a tal usurpada autoridad, lo resiste cuando esa absurda pretensión se manifiesta bajo la horrible forma del "derecho divino de los reyes".
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Notas

1. En francés en el original. N. del T. [Regresar]

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