SAN BONIFACIO

Domador de tribus

SAN BONIFACIO Y EL SIGLO OCTAVO

Luz sobre Gran Bretaña

El siglo séptimo, en el Norte, fue un período de derramamiento de lágrimas, y el siglo octavo, de rica cosecha para la fe y las letras. Monjes irlandeses partieron de su santa tierra para plantar la simiente del Evangelio en Gran Bretaña; Iona, fundad el año 563 por Columba, primer desterrado del Eire, prestó gloriosos servicios como gran centro misionero para Escocia y el norte de Inglaterra. La luz se expandió cuando Agustín llegó a Kent, el año 596, con sus cuarenta monjes que se dedicaron a predicar por los grandes caminos; el romano Paulino bautizó al rey Edwin de Northumbria el año 627; y una sede metropolitana se estableció en la antigua ciudad romana de York. Menos de una década después, Aidano, discípulo de Columba, fundó el muy nombrado Lindesfarre, uno de cuyos famosos hijos, Wilfredo, llegó a ser arzobispo de Canterbury, y por muchos años guió a la Iglesia inglesa a través de crisis. Cuatro grandes benedictinos sobresalieron en aquellos días. Benito Biscop (628-690), verdadero patriarca de monjes, que introdujo el rito romano en vez de los usos célticos en el norte de Inglaterra; Wilfredo (634), que estableció allí la Regla delos monjes negros; Aldelmo (709), el primero en cultivar conexito el saber clásico, y el Venerable Beda (672-735), sin disputa el más notable sabio de aquella edad. Pronto muchos monjes anglosajones se dirigieron hacia las Galias, algunos llegaron hasta Roma, retornando en compañía de hábiles arquitectos, artesanos y músicos, enriqueciendo las abadías -Ripon, Hexham, Wearmouth, Jarrow -con libros, cuadros y ornamentos. Hacia la mitad del siglo Gran Bretaña poseía ya una cuantiosa riqueza artística y literaria que derivó claramente de dos principales fuentes: el monaquismo irlandés y la tradición benedictina. Floreció en las escuelas monásticas un sistema de educación en el que imperaron la poesía clásica, la historia de la Iglesia, el derecho canónico y los concilios; en los conventos de monjas se desarrollaron serios estudios paralelamente con la música, escritura, caligrafía y costura. Tan grande fue la multiplicación de las casas religiosas, que el mismo Venerable Beda consideró francamente que ello debilitaba excesivamente los recursos militares del Estado. "Desde el punto de vista material -manifiesta un competente historiador- la civilización anglosajona fue un fracaso; sus principales industrias parecen haberse reducido a la manufactura y exportación de santos."

Pero aquellos mismos santos, como la verdadera historia lo muestra, llegaron a ser los verdaderos creadores de la nueva Europa por la evangelización de Escandinavia, Bélgica y Alemania durante los siglos séptimo, octavo y noveno. Uno de ellos merece particular atención, porque no fue tan sólo sabio y estadista sino también, en todo sentido, el misionero más notable de aquel siglo. ¿Su nombre? Bonifacio de Crediton, el más completo de los ingleses cristianos, nacido el año 675, de padres anglosajones, en el Devonshire. La preparación y cumplimiento de la gran tarea de promotor de este gran benedictino resalta muy bien sobre la perspectiva del siglo octavo, durante el cual se obtuvieron los más prodigiosos resultados de su inmensa tarea. Su existencia y sus obras en aquel mundo tan turbado por la guerra y en cuyo curso iba él a influir considerablemente, lo revelan como incomparable modelo de perfecto sentido común, de gravedad, de reserva, de persistencia y de tenacidad en la justicia. De niño, Bonifacio gozó de la influencia de monjes negros que visitaron su lugar de nacimiento, y muy pronto él mismo se decidió a abrazar la vida religiosa. En Exeter, bajo la dirección del abad Wolfhard, estudió historia, retórica, gramática y poesía, además de las Sagradas Escrituras. Al crecer en edad anheló vivir como perfecto misionero, la imagen del cual la llevaba impresa en su alma intuitiva. Siempre, hombre incomparable, Bonifacio tuvo la cualidad de la conciencia espiritual, encarando sabiamente todos los acontecimientos a la luz de Dios, y así resolvió enfrentar a los hombres y a las cosas indefectiblemente desde el punto de vista del Evangelio. Después de un severo noviciado en Notshalling. El sabio en cierne fue puesto al frente de la escuela monástica en la que su reputación dio elevadas promesas de perfeccionamiento civil y eclesiásticos. Para tales cosas, sin embargo, aquel maestro anglosajón no sentía propensión muy honda, prefiriendo seguir el Camino y la Verdad en tierras propicias para la siembra. Bonifacio no era monje para permanecer ocioso, con una actitud indiferente respecto de las misiones lejanas, sino un aspirante a apóstol deseoso de conquistar almas. En su corazón ardía profundamente el deseo de llevar la palabra del Evangelio a sus extraviados parientes, los antiguos sajones de Germania. ¡Qué incontenible alegría cuando el paciente monje recibió del abad asentimiento a su repetida demanda para partir a enseñar el Evangelio en tierras lejanas! Dejó el dosel, abandonó las clases y se encaminó con modesta valentía a abordar la enigmática tierra que se extiende del otro lado de Gran Bretaña.

Misión en el Sur

Las tierra que rodean al mar del Norte y al Báltico vivían sumergidas en las tinieblas paganas. Hasta en Friesland, escenario del primer intento de Bonifacio, donde sus propios hermanos habían predicado antes que él, los habitantes habían perdido la fe a tal extremo que las condiciones políticas compelieron al joven misionero a retornar a Gran Bretaña. Aquel retorno a su patria debió resultar desesperante para quien había consagrado su corazón a los pobres paganos, de modo que cuando se le quiso designar abad declinó el honor con toda firmeza. Dos años más tarde volvió a partir otra vez, pero ahora con destino a Roma, determinado a entrevistarse con el Papa para que le concediera las facultades necesarias para su tarea evangélica. Es interesante recordar que Bonifacio se encaminó a la Ciudad de los Papas provisto de una carta abierta de recomendación para varios sacerdotes, príncipes, abades y obispos que visitaría durante el camino, y, lo más importante, una carta privada para Gregorio II. Es posible imaginar la entrevista del misionero con el más grande los Papas de aquel siglo. Grandes hombres ambos, indudablemente grandes también en sus ideales, en sus planes y en la fuerza de sus almas. Sin duda que el monje anglosajón encontró tener mucos en común con el Papa italiano, quien, como el propio Bonifacio, había recibido excelente educación artística y científica además de asistir a la Schola Cantorum fundada por San Benito. En aquellos agitados días de guerra, el Papa tenía que afrontar peligros de todos lados: del este, los agresivos iconoclastas; desde el sur y el occidente las hordas musulmanas. ¡Por el momento, los lombardos y bizantinos se mantenían expectantes! Gregorio, como secretario del Papa Sergio, en su visita a Constantinopla, recogió indelebles impresiones de los bizantinos, y conocía igualmente a algunos lombardos muy intrigantes. Por su parte, Bonifacio, al cruzar aquellas regiones, se percató bien del peligro que latía en el norte; era evidente que los longobardos ambicionaban las tierras del Exarca alrededor de Ravena? ¿Reclamaría León el Isáurico, jurisdicción sobre el Occidente? Que tratara de imponer su jurisdicción sobre el nuevo reino bárbaro de los longobardos y comprobaría luego, a su pesar, cuán limitada era, en realidad, la autoridad de que disponía. El emperador de Oriente trataba de proscribir todas las imágenes de las iglesias cristianas, pero sus medidas provocaron tan general tumulto entre el pueblo que el marrullero bizantino retrocedió declarando ignominiosamente: "No he querido disponer que las imágenes sean totalmente retiradas sino que he ordenado que sean colocadas en una situación más alta para evitar que sean besadas y tratadas así con falta de respeto cuando son dignas de tanto honor". Agregad a esas pruebas del Papado, la proximidad peligrosa de los musulmanes a la navegación hasta sobre las mismas costas de Italia.

Grandes tareas y obligaciones se imponían, viniera la amenaza por parte de los bizantinos, de los lombardos o de los sarracenos. Gregorio, en consecuencia, concedió a Bonifacio plena autoridad para evangelizar a los germanos del este del Rin, pero el benedictino quiso reconocer primero el campo de su futra acción, retornar luego con sus colabores y mantenerse en contacto con la Santa Sede. Así procedió Bonifacio, en efecto. Encontró a las Iglesias bávara y alemana en floreciente estado, pero la Turingia, considerada por Roma como distrito cristiano, estaba muy lejos de ser católica, a pesar de los heroicos trabajos de San Kiliano (686-689). Los turingios, vueltos a sus bárbaras costumbres, asesinaron a muchos conversos de Kilianok y celosos sacerdotes enfrentaron tiempos muy difíciles rodeados de paganos por todas partes. De manera que el enviado del Papa pasó algún tiempo predicando y convirtiendo a multitudes en Turingia así como en Hesse, donde abrió centros para la educación del clero nativo. En su camino hacia la corte de Carlos Martel, Bonifacio decidió exponer el problema completo ante el rey franco con el objeto de obtener ayudas y aliento para la gran empresa misionera que el Papa le había encomendado. Perola actitud de Carlos resultó dudosa, el terco guerrero era suspicaz y desconfiado respecto de la ingerencia eclesiástica. Era la constante, la vieja oposición de lo temporal, siempre dispuesto a regir lo espiritual, del Estado afirmándose contra la Iglesia. Hacia este tiempo, Bonifacio remitió una carta al Papa describiendo la situación al este y al oeste del Rin. El Papa contestó pidiendo a Bonifacio que retornase a Roma, donde consagró al monje "obispo regional" con autoridad sobre Turingia y Hesse. Y además, Gregorio obtuvo la ayuda de Carlos, cuyas proezas eran envidiadas y temidas por los paganos.

Este del Rin

Por sí mismo, e investido de autoridad, el flamante obispo se encaminó otra vez lleno de fe hacia aquellas regiones difíciles y peligrosas. En Turingia y Hesse, corazón de Germania, tuvo que atravesar profundos pantanos, cruzar casi impenetrables marañas, aventurarse a través de oscuros bosques. Terminada la tarea del día -jornada de predicación y de bautismos-, su silla de descanso era una piedra sobre la dura tierra; su alimento lo constituían frutas silvestres y se lavaba en las aguas del arroyo. Se dedicó a las tribus que encontró en regiones donde no había ciudades, y donde los nativos vivían en selvas y collados. Aquellos salvajes teutones eran muy lentos en adoptar las nuevas costumbres y muy difíciles de manejar. Bravos, feroces en la batalla y muy leales a la causa, en tiempo de paz les gustaba dedicarse a holgazanear, tan perezosos como sus perros, bebían cerveza de cebada con gran exceso y jugaban locamente como ladrones. Los jóvenes consagrados a la guerra, se mantenían cerca de sus jefes hasta el último momento, jactándose de su valor, entreteniéndose en las danzas de la espada, entre hojas afiladas y erectas. Sus mujeres, jóvenes y ancianas, eran consideradas como bienes muebles; los contratos de matrimonio eran simples ventas; cuando una joven se hacía un rodete con su cabello trenzado o anudado significaba que esta sometida por completo al tiránico amo que la había adquirido. Es de imaginar los sufrimientos que experimentaría Bonifacio al compartir las costumbres teutónicas que no chocaban con las cristianas, pero pensemos en la ardiente fe y la profunda devoción, en el valor y en la entereza requeridas para sembrar la simiente del Evangelio entre aquellos guerreros; sin embargo, fue tan grande el poder y decisión de aquel hombre de Dios, que convirtió tribu tras tribu, tarea mucho más estupenda cuando se considera también la energía y comprensión psicológica que debe haber exigido. Las mayores dificultades las encontró Bonifacio en Hesse. Muchos conversos desaparecieron durante su ausencia, para retornar a las marismas y practicar allí sus ritos paganos. Un antiguo roble consagrado al nombre de Tor, rey del turno. Era el más grande obstáculo que se oponía ala acción de los misioneros. A pesar de todas las exhortaciones, el pueblo continuaba reverenciando con terror a aquel árbol y congregándose a su alrededor, de manera que el obispo decidió resolver el problema de una vez por todas. Tan sólo su energía y el poder de la gracia pudieron ayudarlo en aquella extrema crisis. ¿Fracasaría o renunciaría? No, mientras estuviera vivo. Cursó la selva y penetró en el bosque primaveral, determinado a mostrar a los paganos cuán totalmente desprovisto de poder era el reverenciado árbol. Y cuando alcanzó el profano lugar, hacha en mano, Bonifacio a la cabeza de sus monjes, se abrió paso entre la multitud y, ante el asombro de todos ellos, empezó a hachar el sagrado roble. Los teutones esperaban nerviosos, impacientes, aterrorizados, ver caer de un momento a otro aniquilado en el lugar al intrépido blasfemo. A decir verdad, estaba más allá de los límites de su creencia suponer que semejante acto pudiera quedar sin castigo, por parte de Dios. Pero nada ocurrió, sólo vieron a un hombre que no experimentaba el más mínimo temor ante el gran dios que ellos adoraban. Se puede comprender ahora cómo aquel gesto de Bonifacio facilitó la prédica del Evangelio. Con la madera sacada del roble de Tor, Bonifacio construyó una capilla que la dedicó a San Pedro, Príncipe de los apóstoles. Después de eso, edificó una iglesia a orillas de Werra, destruyó otro ídolo en Eschwego y luego encaminó sus pasos hacia Turingia. Tan valientes esfuerzos, seguidos por una acción misionera organizada, empezaron a producir ricos frutos. Se levantaron abadías en sitios en otros tiempos sangrientos: Buraburgo, Ammonaburgo, Fulda; con la llegada de monjas anglosajonas a las escuelas, abiertas para los jóvenes teutones, se expandió profusamente la luz de la verdad, que convertiría a la Germania en un miembro viviente de la sociedad europea.

Triple amenaza al Papado

Muerto su hábil protector, Gregorio II, Bonifacio escribió al nuevo Papa, Gregorio III, que era sirio, pidiéndole más ayuda, porque el cambo de su actividad era ahora casi sin límites. El nuevo Pontífice, que había heredado las angustias y preocupaciones de su predecesor, se dispuso a resolver el problema de Bonifacio, pero no pudo hacerlo por el momento; pues mientras Bonifacio conquistaba a Germania para la fe, el Papado se encontró en terribles extremos. En Oriente, León el Isáurico en vez de unir sus esfuerzos con los de Roma, para asegurar un mundo mejor, había hecho mayor abuso de sus ardides. Gregorio II tuvo sus dificultades con aquel astuto emperador, que, bajo influencias judeomusulmanas, había publicado un edicto contra las imágenes, seguido por la orden de demoler las estatuas de Cristo y quemar las imágenes de María y de los Santos. Germano, patriarca de Constantinopla, protestó sin resultado, ante lo cual el pueblo se levantó con tal furia que el Emperador se vio obligado a acceder, al menos por el momento. Pero el taimado maquinador tuvo su desquite: terminó por asesinar al anciano y valiente patriarca, el año 726 quemó la gran biblioteca del Colegio Imperial, y el rector y doce profesores encontraron su muerte entre las llamas que consumieron trescientos tres mil valiosísimos volúmenes. Y cuando León ordenó la remoción de la estatua de Cristo que se encontraba en la Puerta de Bronce de Constantinopla, el pueblo arrojó al agente imperial escaleras abajo y mató a los oficiales. La revuelta ocasionada por este acontecimiento fue contenida por la fuerza de la espada. El siguiente paso de León fue urgir a Gregorio II a que reuniera un concilio: "Nos habéis pedido -replicó el Papa- la convocatoria de un concilio general. Todo eso nos parece innecesario. Sois un perseguidor de las imágenes, un contumaz enemigo y un destructor. ¡Basta, y dadnos vuestro silencio! Mientras las iglesias de Dios, están en paz os levantáis y provocáis el odio y el escándalo. Deteneos y manteneos quieto, y no habrá entonces necesidad de sínodo". En respuesta, el Emperador envió emisarios a Roma con orden de apoderarse del Papa y destruir la estatua de San Pedro. "Si enviáis tropas para la destrucción de la estatua de San Pedro -advirtió Gregorio- ¡tened cuidado! Si nos insultáis y conspiráis contra nosotros... el Romano Pontífice se irá a la Campania y tendréis que venir contra viento y marea". El año 730 se reunió un sínodo, no en Oriente sino en Roma, en que los iconoclastas fueron condenados y León el Isáurico, excomulgado. La divergencia se hizo más profunda entre Roma y el Oriente, no muy distante ahora del rompimiento definitivo. El Papa Gregorio II murió aquel mismo año, y Gregorio III se encontró en medio de la batalla con los derechos tanto humanos como divinos.

Los lombardos, como siempre, volvieron a amenazar al Papa. Desde el primer día que penetraron en Italia, aquellas tribus de asaltantes y ladrones habían significado una profunda preocupación para el Papado. Hasta después de haber agrazado el cristianismo les siguió animando su viejo espíritu guerrero. Cuando Gregorio II se vio envuelto con León en las querellas de las imágenes, los lombardos vieron en ello la oportunidad de provocar nuevas perturbaciones; astutamente marcharon sobre Ravena y capturaron la que parecía imbatible fortaleza. El desatinado emperador fue derrotado en otra ocasión, cuando trató de urdir con Luitprando una intriga para humillar a Gregorio II. El lombardo sostendría al exarca, quien a su vez entregaría dos ducados que tenía en su poder. Pero la infame intriga cayó por sí misma, pues Luitprando, por mucho que odiara el poder de Roma, no se atrevió a traicionar a su gran Papa, cuya caridad, paciencia, tolerancia y magnética personalidad, admiraba grandemente. Es del caso que todo pastor debe necesariamente mirar hacia delante, y así, Gregorio III se puso a construir las fortificaciones de la Ciudad Eterna, desde que los enemigos del Norte podían, en cualquier momento, levantarse en armas. Así ocurrió, en efecto, el año 739, el octavo del pontificado de Gregorio III. El Papa, sintiendo el inminente peligro, recurrió a la ayuda de los francos y, muy sabiamente, envió a Carlos Martel las llaves de la tumba de los apóstoles, señalando al enérgico e imperioso rey franco el doble peligro del Norte y del Oriente. Sí; tanto los lombardos como los iconoclastas eran no sólo enemigos traidores, sino también una amenaza terrible e inminente tanto para Italia como para toda la cristiandad.

Hora crítica en Occidente

Mucho peor que los peligros que representaba la doble amenaza lombardiobizantina, fue la plaga de Islam. No es de sorprender que aquellos fieros hijos del desierto, que vivían para la violencia y la matanza, continuaran su rápido avance, blandiendo sus cimitarras y dominando todo a su paso. Atravesaron el estrecho de Gibraltar, penetraron en España y en Aquitania y llegaron hasta las Galias; dejando por doquier ruinas y desolación. En España, presa fácil a causa de sus disensiones domésticas, sólo resistieron algunas plazas fuertes del norte defendidas por valientes visigodos cristianos. ¿Podría el Occidente cristiano resistir como aquellos indomables del norte hispánico? El Mediterráneo se había convertido en un lago sarraceno, y horrible espanto agitaba a toda Roma como infernal pesadilla, y aun a toda Italia, que bullía con historias de invasión. En altamar, los buques mercantes al ver a lo lejos la media luna de los piratas musulmanes, huían desesperados al más próximo puerto de seguridad. En cada morada cristiana se repetía que las tribus fanáticas de Arabia habían obligado a los judíos a la apostasía, y una tribu judía, habiendo jurado fidelidad al Islam, fue eliminada, todos sus hombres asesinados y sus mujeres y niños convertidos en esclavos de los vencedores, sólo por haberse arrepentido de su juramento. León el Isáurico había conseguido, es verdad, alejarlos de Constantinopla en 717, pero su funesta influencia continuó corrompiendo a la Iglesia oriental. ¡Que Dios impidiese que llegaran a dominar el Occidente, como amenazaban conseguirlo! Si no eran contenidos, y cuanto antes posible, llegarían hasta el Tíber, y la "madre de la civilización" quedaría condenada a crueldades inimaginables. Las nubes de la guerra también se amontonaban sobre el Imperio franco, y los reflejos amenazadores dela cimitarra árabe se podían ver sobre el horizonte rojo de sangre. El hecho es que las fuerzas musulmanas, habiendo hecho pie en Galia, se encaminaron hacia Tours y, en poco tiempo, por tierra a la vez que por mar, podrían encontrarse a las puertas de Italia. Nadie mejor que el Papa Gregorio sabía que los francos constituían el único poder terrenal capaz de contener a los árabes. Por lo tanto, viendo a Roma en la línea de alcance de los invasores, apeló a Carlos Martel, que había prestado ya tan señalados servicios a la Iglesia contra los lombardos. Ningún otro poder, humanamente hablando, lograría defender a Roma, y al defender a Roma, salvar a Europa de aquellos criminales de guerra que tenían ya medio cercada a la cristiandad. Y, sin embargo, el Gobernante de las naciones que tiene en sus manos los hilos de todas las relaciones humanas, había prometido que la "roca de Pedro" jamás quedaría totalmente sumergida.

Estaba en la balanza del destino la civilización, tan duramente conquistada, de todo el Occidente cuando el violento y ceñudo Carlos convocó a sus austrasianos para llevarlos al combate. Que los musulmanes llegaran; los hombres de Carlos se encargarían de cumplir la sentencia ya fijada, porque los francos nada amaban más que el fragor de la guerra. Con increíble celeridad, Carlos dispuso su ejército deseoso de lucha, en una muralla de hierro para interceptar el paso al invasor. Se desencadenó terrible batalla que duró siete días. Al primer choque del ataque musulmán, la cimitarra se cruzó con la espada en una lucha a muerte. Pero los guerreros galos no habían hecho más que empezar; cargaron incesantemente contra el enemigo provocando en las filas musulmanas la más cruel y completa confusión. De nada valió que los jefes árabes trataran de reanimar a sus exhaustos fanáticos al grito de : "¡Guerra!, ¡Guerra!, ¡Paraíso, ¡Paraíso!" ¡Los indomables francos cargaron cruelmente contra el invasor, sin dar tregua ni cuartel, en cruel guerra a muerte! Al séptimo día, la marea se volvió contra los árabes, cuyas fuerzas, deshechas por los francos, cayeron en frenético desorden. La vanguardia musulmana quedó aniquilada; los últimos guerreros árabes se desbandaron. Sobre todos los caminos de la Provenza se veía a muchos paganos rezagados curándose la heridas; el resto de las huestes de la Media Luna atravesó penosamente los Pirineos, para no intentar nunca más cruzar sus armas con las de los cristianos de Occidente, porque supieron, y lo supieron los hijos de sus hijos, que habían dado con guerreros que eran algo más que sus iguales. La importancia trascendental de la victoria no podría ser nunca exagerada, y después de aquella batalla que iba a marcar una época, el rey vencedor fue llamado Martel, Martillo, y sus valientes francos inspiraron desde entonces respeto, por no decir temor, a todos sus vecinos.

Días de posguerra

Carlos Martel se sintió desde entonces bien seguro en su trono y dueño indiscutido de todo lo que había caído bajo su influencia. El indomable soldado, no dándose cabal cuenta del servicio de la Iglesia, consideró el crecimiento se ésa como una intrusión o usurpación. Así cuando Bonifacio le solicitó autorización para reunir un sínodo, Carlos rehusó, aunque esa asamblea se había hecho muy necesaria en los días posteriores a la guerra. El rey de los francos administraba con mano muy abierta y nada le impidió recompensar a sus nobles con grandes propiedades de la Iglesia, concediendo abadías y hasta obispados a sus amigos. Respecto de ese tiempo de expoliación, el gran misionero escribió al Papa Zacarías: "La religión es pisoteada; se dan beneficios a laicos codiciosos o a clérigos relajados o escandaloso. Todos sus crímenes no les impiden obtener el sacerdocio... muchos de ellos son borrachines sin conducta o soldados que no se detienen en derramar sangre cristiana". No es extraño que la influencia del Papa y sus celosos sostenedores perdieran arraigo; en verdad, nada podía ser más imperativo que la restauración de la autoridad legítima, y la regulación de las relaciones entre los obispos y sus respectivos cleros. Los príncipes francos tenían sus capellanes de corte, los nobles capellanes en sus castillos, todos ellos propensos a no dar mucha importancia a la legislación de los obispos. Fue evidente y general una declinación de la inteligencia y del carácter en el sacerdocio, lo cual era debido, en parte, a que el bajo clero se reclutaba entre los siervos y además a que eran raras las oportunidades de verdadera educación. Muchos aspirantes ignorantes, incapaces de leer una homilía en latín o de predicar efectivamente en lengua vulgar, eran ordenados sacerdotes como el más fácil modo de ganar dinero por el ejercicio de sus funciones espirituales. La iglesia parroquial fue abandonada, acudía a ella sólo la gente más pobre, las diócesis crecieron con dificultad y fueron, en muchos casos, difíciles de manejar. Agréguese a todo ello la lamentable condición de las masas, esclavizadas por pequeños tiranuelos locales; pues es de recordar que aquel fue el tiempo de la formación del feudalismo, sistema en el cual la propiedad quedaba dividida entre pequeños señores que la recibían en usufructo por servicios prestados. Aquellas parcelas eran trabajadas por siervos, gobernados por la voluntad de un propietario que prestaba juramento de fidelidad a un señor más elevado o poderoso. Fácil es concebir cómo aquellas masas explotadas sucumbieron a toda clase de crueldades y supersticiones mientras sus insensibles amos los hundían cada vez más en la esclavitud más abyecta.

Espada del Espíritu

Carlos Martel murió el mismo año que el Papa Gregorio III, y le sucedieron sus hijos Carlomán y Pepino el Breve.

Por buena suerte, Bonifacio recibió una invitación para conferenciar con Carlomán, su antiguo discípulo. El enérgico obispo, como era su costumbre, unió la persistencia a la persuasión ante su real huésped, que había admirado siempre el firme y leal carácter de su maestro. ¿Con que resultado? Bonifacio anunció al Papa Zacarías que el muy católico rey deseaba la reunión de un sínodo. Evidentemente, Carlomán el Franco se caracterizaba por algo completamente extraño a sus antepasados: humildad y renunciamiento, porque más tarde, en el año 747, abdicó el trono a favor de Pepino e ingresó en un monasterio. Una vez que se presentó por sí mismo la tan esperada oportunidad de una reforma, Bonifacio no perdió tiempo en aprovecharla. Se reunió un sínodo, el primero de Alemania, que sancionó leyes para el clero, y la Regla benedictina se convirtió en la norma general para los religiosos. Siguieron otros sínodos, comisionados por la autoridad de Carlomán, y alentados por el celo de Bonifacio que esgrimía "la Espada del Espíritu que es la Palabra de Dios, y la Palabra de Diso es más penetrante que espada de dos filos". La Iglesia, como sostuvo el misionero, ha de dar por siempre testimonio de la Palabra, porque la Palabra no es sólo un juicio, sino una fuerza creativa que produce sus frutos cuando el hombre coopera con fe y obediencia espiritual. Gradualmente los francos aprendieron esa verdad, y no pasó mucho tiempo sin que la supremacía del Vicario de Cristo y del misionero de los obispos fuera ampliamente aceptada. El año 748, el Papa Zacarías consagró al anciano misionero primado de Germania y arzobispo de Mainz, así, cuando Bonifacio y Pepino se reunieron para conferenciar sobre el interés común, ambos estuvieron seguros uno del otro, igualmente conscientes del poder espiritual y de la preponderancia real que ocupaban los platillos de la balanza. Bajo el nuevo orden Bonifacio continuó estableciendo leyes que prohibían al clero cazar, llevar armas, pero no consiguió establecer instancias ante la Santa Sede de la resoluciones de los obispos locales, ni asegurar el derecho del Papa en la investidura de los obispos francos. El hecho es que Pepino, aunque deseoso de ayudar a la reforma, no quiso disminuir en lo más mínimo su control de la Iglesia franca. No obstante se produjo un mejoramiento de la unidad, cuando Pepino obtuvo de Roma la autoridad de anular definitivamente los derechos de la antigua casa real. No satisfecho meramente con gobernar a los francos, ambicionó la corona de la soberanía todavía retenida por insignificantes merovingios degenerados. En un día de noviembre del año 751 vio satisfecho el deseo de su corazón cuando Bonifacio, autorizado por el Papa Zacarías, le ungió rey de los francos empleando los solemnes ritos seguiros en la Inglaterra anglosajona y en la España visigoda. Una vez satisfecha plenamente la ambición política de Pepino, pudo éste dedicarse y rápidamente, consagrándose, desde luego, el monarca franco a la honrosa protección de la Santa Sede. Algunos años más tarde, en 754, el sucesor de Zacarías, el Papa Esteban II, hizo solemne visita a Pepino durante la cual el rey garantizó a la Iglesia todas las antiguas posesiones bizantinas en Italia y, en cambio, recibió la dignidad de Patriarca de los Romanos.

A medida que se prolongaban sus años, Bonifacio reconocía más que antes las graves tareas que quedaban por realizar al oeste como al este del Rin. Alentado e instigado por Pepino, extendió la causa de Cristo, y surgió una Galia mejor a medida que la religión se desarrollaba aceleradamente en la vida civil con paz y unidad. Los misioneros enviados desde Inglaterra a su pedido, Lull, Burchard, Witta, Willabald, Wunibald, Tecla y otros, se mostraron apóstoles sinceramente nobles. El corazón de su jefe estaba aún animado con sueños de fe germana, y así sería hasta su fin. Para prestar su ayuda a la gran obra, visitó a sus monjes con regularidad, permaneció por algún tiempo en sus monasterios, regocijándose enormemente con los progresos del reino. Sintió profundo afecto por Fulda; bajo Sturm, su devoto sucesor, ese lejano oasis en la más salvaje de los regiones se convirtió a la vez en un hogar de las letras y en centro de vida religiosa para todo el distrito. El infatigable pastor se había impuesto el deber de llegar todos los años hasta Fulda, pasar algún tiempo en oración y vigilando la educación de los hijos de San Benito. Pero como la carga de la obra se hacía con los años demasiado pesada, en 752 renunció al arzobispado de Mainz y pasó sus tareas al abad Lull. Su viejo corazón se oprimía al pensar que los frisios, sus parientes sajones, vivían aún en medio de las tinieblas paganas, y el anhelo de evangelizarlos nunca le abandonó. En vano el abad de Utrecht le instó a aceptar el honroso puesto y terminar sus días en la quietud benedictina.

Al año siguiente, el anciano apóstol, que había alcanzado ya sus ochenta años de edad, se encaminó a Zuyder Zee, escenario de su primera misión. No bien llegado a la costa oriental tuvo que enfrentar una vez más la desagradable realidad delos enemigos hostiles; sin embargo, trabajó como siempre días tras día instruyendo, bautizando y fortificando a nuevos conversos en la fe. Tan sólo una vez -la última- retornó a ver sus monjes, entonces consagrados plenamente a la conquista de las almas. Un día del año 754, habiendo reunido a sus conversos para administrarles la confirmación, los paganos del río Borne cayeron sobre el pequeño grupo y los pasaron a degüello. Sonó y la sangre de los mártires se perdió en las orillas del río. Cuando retornaron al lugar de los cristianos que habían conseguido huir hallaron el cuerpo de su bienamado Bonifacio; a su lado se encontró un ensangrentado ejemplar del gran tratado de San Ambrosio, La ventaja de la muerte. Llevaron el apuñaleado cuerpo a Utrecht, luego fue enterrado en Mainz, y finalmente encontró su último lugar de descanso en Fulda. Ocurrió todo como él lo había deseado; hasta en la última morada de reposo donde por tanto tiempo su vivo corazón había latido con amor, el corazón de un santo que, como lo había dicho el historiador Chris Dawson, "tuvo más profunda influencia sobre la historia de Europa que ningún otro inglés que haya vivido".

El constructor del Imperio

La gran obra iniciada por Bonifacio y Pepino sólo se vio cumplida a fines del siglo. Porque Bonifacio realizó la alianza de los francos con la Iglesia además de unir la iniciativa teutónica con el orden latino. Y fue el hijo de Pepino, Carlomagno, el que reorganizó la cristiandad forjando lazos todavía más sólidos entre la monarquía y la Iglesia. Gobernante único de todos los francos -entonces en sus treinta años de edad, casi dos metros de estatura, con ensortijados cabellos rubios-, Carlos se manifestó en un sentido muy real como el más grande constructor del Imperio entre todos los carolingios. Su instinto heredado de extender el poder franco y de quebrar toda oposición, no tardó mucho en manifestarse de manera imperiosa. Siempre preocupado por extender sus dominios, siguió una política tan amplia como idealista, una política que, como veremos, le ganó un Imperio encerrado dentro del Elba, el Mediterráneo, y el Bajo Danubio. No bien el Para Adriano se vio en dificultades con los lombardos solicitó ayuda del rey franco. Carlos reunió sus ejércitos, cruzó los Alpes, deshizo la monarquía lombarda y estableció el gobierno franco en su lugar. Luego se encaminó a Roma para entrevistarse con el Pontífice, llegando a la Ciudad Eterna el Domingo de Pascua del año 774. Al encontrarse el Pontífice y el monarca se abrazaron. Adriano condujo al Rey a la tumba delos Apóstoles, y cruzaron la nave tomados ambos de las manos. En la misma semana Carlos accedió a garantizar las grandes concesiones territoriales que deseaba la Iglesia: fue la famosa "donación de Carlomagno", sobre la cual todavía discuten los historiadores. Después de partir de la Ciudad Eterna, los guerreros francos de Carlos lucharon brevemente en Pavía, después delo cual Carlos fue coronado como rey de Lombardía. De allí partió para el Rin donde empezó su lucha contra los sajones: los riegos fueron grandes, muy elevado el costo y la lucha iba a durar treinta y dos años. La siguiente empresa del conquistador, después de aniquilar los restos musulmanes que permanecían en el sur de Galia, fue penetrar en España, donde los moros ejercían un dominio absoluto. El año 778 cruzó los Pirineos en una marcha triunfal que fue coronada con la batalla de Roncesvalles. Al cruzar de vuelta las montañas, su retaguardia fue atacada por los vascos, y éstos fueron arrojados sobre la Galia. Tan infatigable y febril fue la energía de este edificador del Imperio, que el año 791 también se propuso someter al extraño pueblo pagano que habitaba en el territorio de la actual Hungría, entre los Cárpatos y el Danubio: se trataba de una nación que vivía en colonias o caseríos rodeados de empalizadas que les servían como ciudades. El cronista de Carlos da como razones de esa conquista los dos años que los ejércitos habían tenido de ociosidad y descanso, la malevolencia de los ávaros hacia la Iglesia, y su imposibilidad de contener los asaltos y robos cometidos en territorios francos. El año 725, algunas tribus ávaras ofrecieron sumisión enviando a uno de sus príncipes como rehén; el príncipe fue bautizado y retornó al seno de su pueblo para realizar la conversión de su tribu.

León III, que ascendió al trono papal el año 795, dio algunos pasos que iban a tener enorme influencia sobre el futro de Europa. Durante demasiado tiempo Roma había sido el blanco de los ataques lombardos, e Italia, presa sangrienta de los maquinadores bizantinos. Sin pérdida de tiempo remitió a Carlos las llaves de la tumba de San Pedro y el confalón de la ciudad de Roma como pruebas de sumisión política. "Nos corresponde -manifestó el rey delos francos en su respuesta- defender externamente a la Iglesia, e internamente fortificarla por el conocimiento de la fe católica, os corresponde, en cambio, rogar por la victoria de la cristiandad y por la grandeza del nombre de Cristo". Poco después cayeron sobre León días sumamente difíciles; el año 799, durante una procesión fue atacado por nobles enfurecidos que internaron al Pontífice herido y casi ciego en un monasterio. Escapó, sin embargo, refugiándose en San Pedro, donde su vista fue restaurada milagrosamente. Luego, para procurarse ayuda, cruzó los Alpes y apeló en persona ante el Rey, en Padeborn. Al siguiente año, encontrándose Carlos en Ravena, organizándose para bajar hasta Roma, León le preparó una recepción magnificente como al gobernante más importante de toda la cristianda. Durante muchos días se vio al extraordinario viajero cruzar las calles de Roma en vestimenta, túnica y calzado de corte. El día culminante de su visita fue el de Navidad del año 800, cuando el rey franco atravesó entre la multitud que había acudido a misa, para arrodillarse ante el altar de San Pedro. Durante el servicio, el Papa, actuando como representante de su pueblo, se levantó de su silla y se aproximó al Rey arrodillado, y colocó sobre su cabeza la corona de oro, mientras la congregación cantaba sus alabanzas. ¡Los romanos se habían dado otra vez un Emperador! Y, como lo cuenta un cronista, "cuando el pueblo terminó de cantar las Laudes, el Rey fue adorado por el Papa a la manera como fueron adorados los antiguos emperadores". Recordemos que el Imperio Romano, aunque durante trescientos años no fue más que un nombre, tenía influencia poderosa sobre las mentes de millones de personas que lo consideraron como una contraparte necesaria de la Iglesia. Desde aquel instante, el Reino de Dios y el Imperio se presentaron a los pueblos como una unidad con dos ramas, con dos poderes coordinados, el espiritual y el temporal; y desde aquel día, Carlos, coronado por el Papa, adquirió nueva dignidad ala vez que aumentó su responsabilidad. Al fin quedó instaurado el Sacro Imperio Romano; un ideal, desde luego, hacia el cual iban a tender las futuras edades, y, sin embargo, también, una gran realidad que duró siglos y contribuyó a la seguridad, a la paz y al progreso papales.

Cortesía de www.multimedios.org para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL