SAN COLUMBANO

Vagabundo de los cielos

SAN COLUMBANO Y EL SIGLO SÉPTIMO

Esperanza en la oscuridad

Nunca pareció la Edad Media más sumida en las tinieblas que durante este siglo. Italia yacía aún bajo el yugo lombardo, Suabia era una oscura tierra interior, las regiones de los francos y de los visigodos se agitaban en espantosos crímenes, mientras Gran Bretaña era todavía, en su mayor parte, un país semibárbaro. ¡Qué terrible cuadro ofrece el Occidente: herido por la guerra y dividido por la herejía; las vías romanas destruidas, arrasados los antiguos castillos, las tierras convulsionadas; agradables ríos, gloriosas montañas, alternando con marismas y ciénagas inhabitables; francos, visigodos, borgoñes y lombardos semisalvajes; campesinos semidesnudos, bergantes reales, clérigos mundanos y, por sus partes, profunda ignorancia! En Oriente, en medio del desorden moral, luchaban con encarnizamiento credos rivales, y parecía como si la Iglesia fuera a entrar en un eclipse total. El jardín del África del Norte, ya pisoteado por los bárbaros, ardía bajo la ferocidad de los musulmanes cuyo yugo cruel agostaba la vida de aquella región. No hay por qué sorprenderse, por lo tanto, si aquella edad de tan sangriento drama político se nos presenta estéril de todo pensamiento teológico y carente de todo saber secular. Con la disolución del lenguaje, contados fueron los escritores de nota, porque la gramática y el pensamiento se habían hecho tan toscos y tan bárbaros como las mismas gentes. Sin embargo, la hora más oscura es a menudo la más cercana al alba, y se percibieron rayos de esperanza en medio de la tenebrosa desesperación. Toda la inmensa labor de la Iglesia en los campos del mundo no pudo ser en vano, aunque la cizaña amenazaba ahogar al trigo tierno que luchaba por surgir. Las naciones bárbaras, firmemente arraigadas, originarán muchas terribles espinas en los años venideros, sin impedir en lo más mínimo que la Iglesia continúe en su obra de arar, sembrar y regar.

Mientras la oscuridad se diluye lentamente en la aurora, puede verse a un leal y robusto abad empeñado en medio de la lucha por la causa de Dios. Fue aquel misionero que tanto viajó, aquel gigante humano que pasó la mayor parte de su vida en el siglo sexto, aunque la más fecunda parte de su labor se desarrolló en el siglo séptimo. Hubo, es indiscutible, otros grandes trabajadores en otros campos; ninguno, sin embargo, se acercó a su altura, ni ningún otro causó tan tremenda impresión sobre su época. San Isidoro de Sevilla (560-636) descuella nítidamente como sabio erudito; San Kiliano (686) fue grande como asceta; San Wilfredo (684-709), arzobispo de Canterbury, sobresalió por su habilidad administrativa. Sin embargo, Columbano fue misionero incomparable, el mayor poeta de su edad así como el sabio más respetado de los tiempos merovingios. Su fe en la Iglesia de Dios fue indestructible; su vehemente celo sólo podía compararse con su energía sin límites. En esto fue una celta entre los celtas, apasionado, obstinado, porfiado en la disciplina, gobernante imperioso, no puede ser negado. Como todos los seres humanos tuvo sus defectos, porque este tenaz promotor se manifestó tan impetuoso como impávido, tan apasionado como vigoroso y a más de todo eso "santo, muy casto, muy abnegado, hombre con más dulces propósitos, con más tierno corazón que Columbano nunca había nacido en la Isla de los Santos". Nadie negará que ese abad irlandés fue ciertamente una ardiente antorcha que irradió fe y esperanza a través de toda Europa. Los monasterios que fundó se convirtieron en faros en aquel turbulento mar de lucha; los monjes que lo llamaron padre fueron los más experimentados misioneros de su época. Y la Regla que Columbano estableció, Regla de hierro, prevaleció por mas de cincuenta años en las casas célticas de Europa, y en cierto momento pareció rivalizar, si no sobrepasar, la Regla de San Benito.

Odisea irlandesa

Columbano, nacido en Leinster el año 543, fue un verdadero hijo del renacimiento irlandés, esa gran fuente de piedad y saber que duró más de trescientos años. Joven talentoso, hermosos, de gran estatura, no conoció paz en sus días de colegio a causa de las provocaciones de doncellas disolutas que constantemente trataban de atraerle con dulces seducciones. Las palabras de la Santa Escritura le sostuvieron: "Alejan tu faz de la mujer engalanada y no fijes tu mirada sobre la belleza de otra, porque muchos han perecido por la belleza de una mujer, porque la concupiscencia se enciende como el fuego". Columbano vio que tan sólo quedaba un camino seguro y agradable a Dios: no debía dar el poder de su alma a ninguna mujer. Que aquellas tentadoras le dirigieran sus seductoras miradas cuantas veces quisieran, porque para él era mejor tener la mentalidad de un monje que la de un esclavo del pecado. Un día presentó su problema a una ermitaña que le dijo sin rodeos que abandonara el campo de la lucha. "Durante quince años no he tenido hogar en la vía de mi peregrinación más verdadera, cruzando el mar. ¿Y tú, animado con el fuego de la juventud, permanecerás aquí en tu tierra nativa con afeminados y con mujeres? ¡Recuerda a Eva, a Dalila y a Betsabé y a las tentadoras de Salomón! ¡Ve, joven, anda adelante y evita el camino que lleva a la ruina y al infierno!" Fue suficiente para aquel joven de diecisiete años. Columbano comunicó su decisión a sus padres, que hicieron los mayores esfuerzos por desviar a su hijo de su determinación. Se produjo una escena muy dramática cuando su angustiada madre se arrojó sobre el umbral de la casa para impedir la partida del hijo. Pedro el decidido joven, de ningún modo desanimado, saltó sobre el cuerpo de la madre, y, por doloroso que ello le resultara, abandonó para siempre su hogar y a sus amadores padres.

Atravesando cenegales y ríos, Columbano se dirigió hacia el Oeste hasta que llegó a Lough Erne, sitio de la famosa escuela Cluain-Inis. Allí fue su maestro el gran Sinnel, ermitaño renombrado en toda Irlanda por su saber en las ciencias sagradas y profanas. El vigoroso joven resultó un alumno tan brillante, para alegría de su anciano maestro, que no sólo compuso versos en el estilo de Horacio y Virgilio, sino que también escribió un Comentario sobre los Salmos. Dos años más tarde, Columbano cruzó penosamente la mitad de la isla para encaminarse a County Down, con objeto de sentarse a los pies de otro famoso maestro, Comgall. Este ferviente discípulo de San Kieran había fundado su propia escuela en Bangor, famosa morada de santos y sabios, ampliamente conocida. Fue él quien inculcó a Columbano la disciplina monástica, y más tarde visitó al aspirante con el hábito de monje. El lema del joven novicio: "No lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres", le imponía rígida obediencia a su abad. Cumplió estrictamente con la vida del claustro. La comunidad se levantaba a medianoche para orar, luego otra vez al alba, y después de cumplir las tareas del día, se retiraba a la puesta del sol. Siete veces oraban públicamente según el ejemplo de David que dijo: "¡Siete veces por día te alabo, oh, Dios!" Había ayuno siempre hasta la tarde en que los monjes participaban de una frugal comida; la Regla consideraba el ayuno tan importante como el estudio, el trabajo y la oración. "Quien quisiera hollar el mundo -aconsejaba el abad- debe hollarse a sí mismo. Pensad no lo que sois, sino lo que seréis. No estéis seguros delas cosas que parecen e inseguros de las mejores cosas que perdurarán". Columbano siguió rigurosamente dichos consejos, perfeccionándose en saber y piedad, hasta que un día, inspirado por la visión de una empresa misionera, rogó a Comgall que lo enviara a tierras extrañas donde pudiera dedicarse a la causa de Cristo. El anciano maestro accedió a su pedido con una bendición, y Columbano se dispuso a enfrentar el caos trágico del mundo bárbaro.

En campos lejanos

En el año 589, el monje, ya en edad madura, emprendió la marcha hacia su gran empresa misionera. El pequeño grupo de doce monjes se embarcó en el mar irlandés y alcanzó la costa de Gran Bretaña, navegando sin duda bajo la protección del gran marinero San Brendano. No se ha puesto en claro por qué fue tan breve su estada en la isla, pero muy pronto los bravos viajeros, arrostrando las traidoras aguas del mar y del canal, zarparon hacia la costa bretona. No bien desembarcados en aquel desconocido país empezaron a predicar la palabra de Dios a gentes hambrientas del pan de vida. Y mientras cumplían su tarea entre peligros y azares, debieron reflexionar más de una vez sobre la advertencia de lo que podía esperarles después de dejar la santa Irlanda. Recordemos lo que era la tierra de los francos en aquellos días. Tan sólo diez años después de la muerte de Patricio (492), Clodoveo, el feroz guerrero, se convirtió al cristianismo; con el andar del tiempo, sus cuatro hijos (mer-wigs todos ellos, es decir, grandes guerreros) dieron repetidas pruebas de espíritu combativo. Como animales de presa se lanzaban ala acción, y atacaron a Segismundo, rey de Borgoña, y el año 523 lo asesinaron cruelmente junto con toda su familia. Luego conquistaron toda la Borgoña (524), más tarde la Baviera (535) y, por último, la Provenza (536). El reino franco quedó, en el siglo séptimo, dividido en tres partes: Austrasia, Neustria y Borgoña, cada una de ellas con sus pequeños reyes merovingios y sus propios alcaldes de palacio. Aquellos cuatro hermanos provocaron en el reino enorme confusión, acrecentada aún por su personal avaricia, sus ansias de poder y de mujeres y por sus enconadas rivalidades. En los Estados que ellos gobernaban nada estaba seguro, cosas ni personas; los asesinatos, conspiraciones, intrigas, venganzas, traiciones, estaban a la orden del día. El campo de actividad de Columbano fue, pues, una terrible arena bajo la sombra de un poder atroz que se extendía desde el Canal al Gran Mar, desde el Rin al Océano. A decir verdad, los monjes irlandeses encontraron a los francos occidentales perfectamente unidos, pero existían entre ellos interminables querellas y aguda división con las dos ramas del este; los francos neustrianos, sobre el litoral del Canal, conservaban sus costumbres romanas, mientras que los francos austrasianos, a lo largo de las orillas del Rin, se aferraban a su código salvaje. Mucho peor que la actividad belicosa de esos semibárbaros, fueron los bajos ideales de su relajado clero, lo que explica la ausencia de normas cristianas entre los reyes francos y sus cortesanos, así también como entre las masas.

Al llegar a Borgoña fueron recibidos por el rey Guntran, que les urgió a permanecer en el reino u predicar el evangelio. Aceptada la invitación, Columbano encontró una fortaleza romana medio en ruinas que le pareció apropiada para sus menesteres religiosos, encajada en un región salvaje y montañosa de los Vosgos. Su primer medida fue asegurar un refugio, de manera que, a su orden, sus monjes se dieron a la tarea de edificar un monasterio : Annegray. Como se comprenderá, la obra avanzó con lentitud, pues experimentaron muchos inconvenientes y retrasos en los primeros días. Aunque el rey le había ofrecido protección, como correspondía, estuvieron a punto de perecer de hambre, alimentándose con moras, hiervas silvestres y cortezas de lo árboles. Bestias salvajes rondaban por el lugar, sufrían asaltos de bandoleros, pero sabían enfrentar todos los peligros y mantenerse unidos. No gozaban de un momento de pausa, de tregua, de descanso, y el abad, firme, tesonero, intrépido, daba a los demás la pauta con honda sabiduría. Y para ellos como para cada uno en particular su Regla les resultó providencial : "Nunca te rebeles en tu corazón; nunca digas lo que quisieras; no vayas a ninguna parte por tu cuenta". ¡oh, sí!, la lección la habían aprendido bien en Bangor, y fue una lección que los sostuvo en muchos terribles aprietos. Una vez firmemente establecidos en Annegray, se sostuvieron con la más simple alimentación : pan duro, verduras y harina mezclada con agua; bebían tan solo cerveza de hierbas, se cubrían con los más toscos hábitos y se calzaban con pieles de lobos que cazaban. Un buen día, Columbano encontró un lagunajo, otro día, uno mayor, y desde entonces sus monjes tuvieron pescados en abundancia, porque el abad sabia indicarles infaliblemente dónde podían pescar los mejores. Así llevaron una existencia de duro sacrificio aunque vivieron en perfecta unidad, formando, en realidad, una familia feliz en la que el bienestar de cada uno era la preocupación de todos.

 

Sal de la tierra

La presencia de aquel excelente abad y su pequeña comunidad no podía dejar de inspirar respeto por todos los alrededores. Las puertas de su monasterio estaban siempre abiertas a los necesitados, y los campesinos andariegos empezaron a entrar en relación con aquellos monjes para maravillarse simplemente ante las proezas físicas y la fuerza espiritual de aquella comunidad religiosa. Como podía esperarse, acudieron a Annegray gente enferma del alma y del cuerpo; los pobres encontraron en los monjes sus mejores amigos; los cansados del mundo, ganados por la humildad, la dureza y la mutua caridad, trataron de ingresar en el monasterio donde, con jubilo, se sometieron a la dura Regla de hierro. No sólo se convirtieron en sus amigos los rústicos de la vecindad, sino que aun los nobles galorromanos que acudían en son de escarnio, permanecían para rezar. Cuanto más frecuentaban a los monjes irlandeses más los admiraban, y la fama de Annegray-en-el-desierto se expandió por todas partes. Amante apasionado de la soledad, la afluencia constante de numerosas personas obligó a Columbano a buscar un retiro personal en una cueva a varios kilómetros de distancia. Pero consiguió mantenerse en contacto con la comunidad gracias a un mensajero cuyos informes no pudieron ser más que números, números y números. Muy pronto vieron que se hacía necesario limpiar, cavar y empedrar las viñas, tan imperiosa era ya la necesidad de otro monasterio. En el año 590 pusieron manos a la obra en un nuevo sitio, en un lugar salvaje rodeado de pinos, a ocho millas de distancia, y utilizaron como cimientos de piedra las ruinas de Luxovio (Luxeuil) , viejo castillo galorromano. Fuentes termales, imágenes de piedra, ciénagas rituales que databan de los antiguos tiempos paganos daban al distrito desolado aspecto. Búhos, lobos y osos frecuentaban las viejas ruinas, llenas de vida salvaje, haciendo al lugar aun más misterioso. No obstante esos peligros, los monjes irlandeses pronto convirtieron el triste lugar en verde oasis con "fuentes de agua viva" adonde las multitudes acudieron en busca de confrontación y dirección. El Rey, con sus nobles, acostumbraban a visitar al anciano abad en Luxeuil, y Agustín, con sus monjes negros de Roma, en su camino hacia los anglos de Gran Bretaña, se detuvo en el monasterio. A tal extremo llegaron la animación y el bullicio que se creó alrededor del lugar, que por segunda vez Columbano se vio obligado a huir de las alborotadora multitud : ¡silencio era alabanza de Dios y su propia fuente de energía! Sobre el lado de la montaña encontró una cueva, y un pozo cercano le proveyó de agua; pero lo mejor fue que desde aquella altura podía ver a lo lejos su amado monasterio.

Tuvieron así los irlandeses dos florecientes comunidades, Annegray y Luxeuil, donde coro tras coro, relevándose cada hora, daban gozosas gracias a Dios. Hacia este tiempo, el abad escribió su propia Regla para los monjes que corporizaban las costumbres de Bangor, e inspirada en la tradición ascética de San Patricio. Y fueron tantos los nuevos adeptos que abrazaron su Regla, que aquellas dos instituciones se convirtieron en el milagro de aquellos días, imponiéndose a la admiración de las gentes con la gloria que le era propia : Annegray, asilo de caridad; Luxeuil, la fortaleza más importante de la fe de todas las Galias. Aun más, Columbano abrió nuevas escuelas según el modelo irlandés, escuelas que realizaron maravillas con los jóvenes francos, en un principio tan cerriles e indómitos. Los grandes talentos del abad como maestro y disciplinario encontraron amplio campo en que ejercerse en aquellas escuelas-claustros. Como educador verdaderamente cristiano, apreciaba más la educación que la instrucción, la disciplina moral por encima de la cultura mental, se esforzó inspiradamente en despertar en aquellos jóvenes semibárbaros el sentido del deber impuesto por Dios. A cualquier falta a la caridad, a la indulgencia o a la urbanidad impuesta, se aplicaba la disciplina correspondiente; a los perezosos, mentirosos u obstinados se les sometía a un ayuno de pan y agua. Si un jovencito era amedrentado o mal aconsejado por otro mayor e inducido a faltar a la Regla, su contestación debía ser : "Sabes que no me está permitido hacer eso"; y si el mayor insistía, el muchacho debía decir : "Haré como me ordenes". El joven se libraba así con su acto de desobediencia, pero su instigador era prontamente castigado con tres "ayunos" y tres "silencios" durante las horas de recreo. Con todos esos nuevos métodos y recursos consiguieron mejorar a aquellos rústicos francos los monjes irlandeses; las costumbres y los modos de vida de los mismos monjes eran como un gran libro abierto cuyas enseñanzas se expandieron por todas las Galias. Era también inevitable que sus vigorosos métodos provocaran los celos y el encono de los relajados y la hostilidad de los indisciplinados.

En lo más duro de la prueba

Tampoco falto la oposición clerical. Aunque los obispos se volvían hacia Columbano en demanda de dirección e inspiración, así como los nobles poderosos confiaban sus hijos a su cuidado, las masa del clero miraba con ceño sus implacables reformas, y él mismo escribió una vez : "El amor de la mortificación es muy difícil hallarlo en estos sitios". La firme adhesión de sus monjes a la tradición sentada por San Patricio provocó renovadas dificultades. Tanto hombres como mujeres tuvieron que ser excluidos de los claustros; las fiesta de la iglesia, especialmente la Pascua Florida, caían en días diferentes. En cambio la disciplina monástica irlandesa en su tierra natal había producido los más ricos frutos de todo el cristianismo; además, la fecha de Pascua había sido señalada a San Patricio por el Papa en persona. Sin embargo, molestaba los orgullosos francos el ser contrariados en sus usos y costumbres por extranjeros dentro de su reino. Es era una píldora demasiado amarga para ser tragada por el poder imperante. El año 602, los obispos se reunieron en concilio para imponer su autoridad sobre las comunidades religiosas y juzgar aquellas reglas de los monjes irlandeses que contrariaban las leyes de la iglesia gálica. Temeroso de perder su ecuanimidad y de caer en "disputa de palabra", Columbano no asistió a aquellas asambleas, pero dirigió a los obispos una carta como nunca habían leído otra igual. "En cuanto a la Pascua irlandesa-declaró-, yo no soy autor de la divergencia. Llegué a estas regiones como pobre extranjero en bien de la causa de Cristo, Nuestro Salvador; y una cosa os pido, muy santos padres, permitidme vivir en silencio en estas selvas, cerca de los huesos de diecisiete de mis hermanos con los que pronto me reuniré". Cuando los obispos francos persistieron, Columbano apeló ante el Papa Gregorio que por entonces se encontraba enfermo, de manera que no llego su respuesta a Luxeuil. Otra carta fue remitida a Bonifacio IV, poco después, pero entre tanto el deplorable curso de los acontecimientos cambio los planes del abad y de sus monjes.

Las disputas que Columbano sostuvo con parientes muy envanecidos de sus riquezas y con obispos intransigentes, nada fueron en comparación con la guerra que llevó contra la realeza corrompida de entonces. Thierry, el rey franco, aunque el hombre de mala vida, sintió el más profundo respeto por el abad cuya impetuosidad imponía, y cuya sorprendente fuerza intelectual y moral era evidente. Indiferente a la calidad de las persona, Columbano increpó, amonestó, amenazó al indomable rey cuantas veces acudió a visitar el monasterio de Luxeuil. Y, cosa en verdad sorprendente, todo lo acepto Thierry, porque realmente amaba a su austero crítico y amigo. Se enfureció los desaforados francos al enterarse de que Columbano, llamando a juicio a su rey, le había obligado a renunciar a sus amantes y aceptar el santo matrimonio como correspondía aun verdadero cristiano. La ira de los jefes nada fue en comparación con el furor de la madre de Thierry, Brunilda, que concentro toda su malignidad contra Columbano. Un día, la anciana reina se presentó en el monasterio con dos de los hijos ilegítimos de Thierry, exigiendo airadamente del abad que bendijera a ambos. "¿Qué es lo que deseáis -preguntó el abad-. "¡Son los hijos del Rey!-gritó salvajemente la Reina-; protegedlos con vuestra bendición". "De ningún modo -replicó imperiosamente el anciano-; podéis estar segura de que jamás recibirán el cetro real". Aquel golpe inferido a apasionado orgullo de Brunilda nunca fue olvidado. El enojo mordió aquel corazón viejo y despótico y ella, sutilmente, trató de librarse del anciano abad. Bien loco tenía que se el monje que creyera poder imponerse a ella. Si no podían retornar a través de los mares a su morada en la isla, que fueran liquidados; pero a esto no se atrevió la vieja intrigante. La hora de Brunilda llegó cuando Thierry fue coronado rey de Borgoña; al fin pudo ella azuzar a sus nobles y hasta a los obispos para conseguir que Columbano y todos sus misioneros extranjeros fueran obligados a salir de Luxeuil, donde había trabajado de todo corazón durante veinte años, soportando toda clase de sacrificios por la gloria de dios y el bienestar del reino franco. Cosas peores ocurrieron cuando aquellos tiranos del cuerpo como del alma recurrieron a acción armado y arrojaron a Columbano a una cárcel de Besanzón. Pero el valeroso prisionero consiguió escapar, retornó a su monasterio y con algunos monjes irlandeses se embarcó en el Loira hacia Nantes. El desterrado abad escribió a los monjes que quedaron en Luxeuil: "Vienen a decirme que el barco está pronto... Adiós, queridos corazones míos, rogad por mí para que pueda vivir en Dios..." El grupo de desterrados subió a un pequeño barco y zarparon una vez más hacia puertos distantes. ¡Pero había otros campos! Y los monjes estaban llenos de esperanza y valor, seguros de que, pasara lo que pasara, las huestes del infierno nunca prevalecerían contra la Iglesia de Dios. No había tiempo pues, para lamentos, reproches o amargos recuerdos, sino tan sólo para agradecer la solidez de los cimientos que se habían establecido en Luxeuil. Los francos habían dispuesto enviar a Irlanda a dos monjes negros, pero los cielos habían resuelto otra cosa; el barco en que iban los monjes expulsados zozobró al dejar el río para internarse en alta mar, y los náufragos pudieron, al fin, recalar sobre la costa de Neustria. Por fortuna, las cosas mejoraron en la tierra de los francos orientales, que se mostraron más amistosos. En Soissons, el rey Clotario dio la más cálida bienvenida al pequeño grupo de religiosos, rogándoles que permanecieran en sus tierras; pero el abad decidió pasar a la corte del rey austrasiano Teodoberto. Les dispensaron en Metz una gran recepción, y de allí partieron hacia Mainz, donde el Rin hace su entrada en las peligrosas tierras de los suevos y alamanes. Durante toda aquella azarosa marcha predicaron el Evangelio, realizaron todas las hachones buenas que pudieron en ciudades y montes alpinos hasta llegar a Zurcí. En aquella salvaje comarca, fueron grandes los peligros a que se vieron expuestos los monjes, hasta que llegaron a las cercanías del lago Constanza, donde persistían aún algunos restos de cristianismo. Allí edificó Columbano una iglesia sobre las ruinas de la abandonada capilla de Santa Aurelia, y allí predicó Galo a los nativos en su propia de Santa Aurelia, y allí predicó Galo a los nativos en su propia lengua. Con todo, no se vieron libres de persecuciones, y es de maravillarse que el abad, con indomable valor, desafiara a los paganos en el mismo acto del sacrificio, derramando por el suelo sus libaciones. El fiero entusiasmo del hombre, así como sus severas reglas del camino agotaron a más de un monje, de manera que no es sorprendente que Galo se sintiera enfermo justamente cuando decidieron encaminarse a otros campos de actividad, Una crisis se produjo desgraciadamente el día en que Columbano reprochó al agotado Galo su incapacidad para proseguir la marcha. Por último, el abad decidió abandonar allí al enfermo y encaminarse a Italia, pero antes impuso una terrible penitencia a su más notable misionero: le prohibió decir misa hasta que él, Columbano, abadonara este mundo. Así pues. Galo y un pequeño grupo de monjes permanecieron en Austrasia llevando vida de ermitaños mientras predicaban el Evangelio en medio de aquel pueblo salvaje. El cuadro tan conocido que presenta el santo teniendo a su lado un oso feroz, dice tan sólo parte de la verdad acerca de aquellos peligrosos días cuando los bravos misioneros irlandeses se mezclaban con las multitudes paganas, tan terribles como las bestias feroces, y sin ceder nunca en el combate que llevaron contra las supersticiones. Galo, entre muchos otros milagros, curó a la posesa hija de Cunzo, que estaba prometida a Segisberto. En prueba de gratitud, el rey franco concedió a los monjes irlandeses una propiedad rural en los alrededores de Albon, que ellos convirtieron en un monasterio destinado a ser el centro más importante de las artes, las letras y las ciencias de toda Suabia.

Cinco años de siembra

Recordemos brevemente los últimos trabajos de Columbano antes de su muerte. Tan sólo le quedaban cinco años de vida cuando, al frente de sus pocos compañeros, se encaminó a Italia; cinco años de constantes viajes, llenos de acción, destinados pronto a producir grandes cosas. Al llegar a la Lombardía, destrozada por la guerra, el abad, como de costumbre, se dirigió a cumplir su obra de evangelización entre los campesinos. Unos cuarenta años antes, bajo el reinado de Albuino, los lombardos había devastado toda aquella región, pero durante el reinado de Agilulfo, aquellos enemigos arrianos se habían calmado un tanto. Por salvajes que fueran, declaró Columbano, el Reino de los cielos había sido abierto para los lombardos así como para los francos, es decir, para todos los hombres. Dios le había enviado junto con sus monjes a este mundo enfermo para que las almas ayudadas por la gracia pudieran elevarse lentamente hacia la verdadera libertad y encaminarse hacia la vida eterna. En verdad, así lo hicieron muchos de ellos, hasta algunos jefes lombardos, que poco tiempo antes se habían comportado como fieras sedientas de sangre que se pasean dentro de una jaula. Fue un gran día cuando Columbano convirtió a Agilulfo y recibió de él una vieja iglesia arruinada, en Eborio, distrito completamente devastado. En medio de ladrillos y sermones, mientras levantaba su nuevo monasterio, a la vez que cumplía su agotadora obra misionera entre los lombardos, el infatigable abad irlandés halló tiempo para escribir un tratado Contra los arrianos. La iglesia en el norte de Italia estaba dividida por disensiones sobre los Tres capítulos, escritos, se ha dicho, a favor del nestorianismo El Papa Gregorio toleró a los defensores de la obra; no así Columbano que siempre se mostró adversario implacable de los heréticos. El abad de Eborio (Bobbio) escribió una sorprendente carta al Santo Padre. "Nosotros, irlandeses -dijo en ella-, aunque viviendo en el fin de más remoto de la tierra, somos todos discípulos de San Pedro y San Pablo. Nunca se vio entre vosotros los sucesores de los Apóstoles. Estamos ligados a la silla de Pedro, y aunque Roma es grande y renombrada, entre nosotros es consideraba grande e ilustre tan sólo en razón de esa misma silla..." Más tarde, el anciano abad bajó todavía de los Apeninos para llegar hasta Roma, donde fue gratamente recibido por Gregorio, que lo obsequió con muchas reliquias.

Una vez de vuelta en Bobbio, halló mucho que hacer todavía, tanto en los claustros como en la campaña, entre los semipaganos del distrito. Pequeños grupos salieron para combatir e fraude del "Maligno" y extirpar arraigados vicios de ignorancia y superstición. Aquellos monjes animados por el espíritu de San Patricio trabajaron diariamente en los desiertos lombardos, fortificando a extrañas gentes con el rocío de la virtud, en tanto que su genio, atractivo temperamento, simplicidad infantil, ganaban los corazones de sus oyentes. Fe y amor de Dios dieron pasos gigantes, en tanto que la Iglesia escuchaba más profundas raíces en las vidas cotidianas de una tribu considerada en otro tiempo como las más terrible de todos los bárbaros. Queda uno cavilando si Columbano, entre los lombardos, revivió sus pasados días entre los francos. ¿O tuvo conciencia de lo que había acontecido entre tanto? Conocemos lo que el anciano abad, en el destierro escribió desde Tours al rey Thierry, anunciándole que dentro de tres años él y sus hijos perecerían, terrible profecía que realmente se cumplió. Pero mucho más horrible fue el fin de la madre del Rey, Brunilda. Recogió la tempestad de los malos vientos que desató; la perversa mujer, responsable directa de tantos crímenes, recibió la recompensa de sus malas acciones. Los nobles borgoñeses y austrasianos, que en tiempo de peligro se alejaron del déspota, procedieron ahora a traicionarla. Perseguida como una tigre, Brunilda fue capturaba, llevada en cadenas a Reneve y condenada a muerte. Durante tres largos años la anciana reina soportó la tortura, luego la colocaron sobre un camello y la exhibieron a las obscenas chanzas de los campesinos; después de lo cual pusieron fin a su larga agonía atando a la pobre y deshecha criatura a un caballo salvaje que la arrastró hasta la muerte. Los mutilados restos, considerados no santos, corrompidos e indignos de sepultura cristiana, fueron quemados en el campo. Así terminó la agitada vida de aquella extraña mujer que en sus buenos días dio muchas limosnas, rescató prisioneros y hasta alentó a la religión, sin embargo, durante los cuarenta años que gobernó nunca cesó de intrigar, perseguir, envenenar y asesinar sin piedad a sus enemigos.

Últimos días del abad

Sí, en el drama de la austera y siempre amenazada existencia de Columbano se produjeron escenas sorprendentes y misteriosas. Persecuciones crueles, gritos de odio, convulsiones monásticas, francos brillantes y terribles, momentos de casos que él pudo haber evocado en su memoria. Por otra parte, qué alegrías en el servicio religioso, qué esperanzas para lo futuro, qué amor y lealtad por parte de los hermanos en Cristo. Pero como el tiempo pasa veloz, las luces del mundo se hacían cada vez más confusas, y el anciano abad, abrumado por las cargas de medio siglo, caía en las enfermedades de la vejez. Su cuerpo, en otro tiempo poderoso, era ahora encorvado y anémico, pero su fisonomía nada había perdido de su belleza espiritual. Acostumbrado como estaba a la soledad, encontró el monasterio demasiado confortable, de modo que se encaminó el monasterio demasiado confortable, de modo que se encaminó otra vez a la montaña para pasar sus últimos días en una cueva, y así poder mantener los "collados eternos" siempre presentes; y mientras miraba hacia abajo, en dirección a su amado Bobbio, los ojos de su alma tendían más allá, a través de medio siglo, hacia Annegray y Lauxeuil. Sí, y aun más allá todavía, a través de los mares, hacia la patria bienamada siempre fija en su memoria, que le había permitido seguir a Cristo. Cerca de su cueva existía un indefectible recordatorio de Irlanda, la capilla dedicada a Nuestra Señora: ¡Su vida, su dulzura, su esperanza! Allí paso muchas horas viviendo como en un sueño, en oración por la salvación de su alma y rogando por los seres amados. Muy pronto llegaron mensajeros desde el mundo occidental enviados por Segisberto, rey delos francos, que exhortaron al abad irlandés a volver a Luxeuil. Todos sus enemigos habían muerto, le aseguraron los mensajeros, y los viejos monjes anhelaban su presencia. Ya era demasiado tarde, un heraldo mucho más importante estaba ya en camino, uno para el cual Columbano se había preparado con gran anticipación. Poco después llegó el emplazamiento y la rotura del alba eterna. Fue su día y el Día de su Señor, el 23 de noviembre del año 615.

De vuelta en Suabia, Galo tuvo una visión de la muerte de su anciano maestro. Los monjes acababan de terminar los maitines del domingo cuando la paz de la hora fue alterada por la llegada de un mensajero enviado por el abad. Apenas pudieron creer lo que oían cuando el hermano les anunció que Galo quería ofrecer el Santo Sacrificio. "Después del oficio de la noche -explicó Galo-, me fue revelado que mi maestro Columbano se ha dormido en el Señor!" Terminada la misa, despachó inmediatamente un rápido mensajero a través de los Alpes. "Corre hacia Italia, hijo mío, al monasterio de Bobbio; entérate de todo lo que haya podido ocurrirle a mi Padre; anota el día y la hora de su muerte, y vuelve sin demora. Ve sin temor, Dios guiará tus pasos". El monje retornó muchos días después con la noticia de que el anciano abad había muerte "a la misma hora". Trajo para Galo el cambutt (el cayado) de Columbano y una carta delos monjes de Bobbio. "Antes de su muerte -decía la carta-, nuestro maestro nos dijo que enviásemos su báculo a Galo en prueba de perdón". Después de todo ello, Galo continuó gobernando a sus monjes de Albon hasta que, a la edad de noventa y cinco años, siguió a su jefe, leal hasta el último suspiro. Se erigió una iglesia en el lugar de refugio del viejo ermitaño. Ecclesia Sancti Galluni, y alrededor de su recinto creció el gran monasterio de San Galo. Al siguiente siglo contó ya con famosas escuelas, la mejor biblioteca de Europa y los maestros más capaces de la cristiandad. Brillantes estudiosos de Occidente se atrevieron a cruzar los Alpes para aprender en el nuevo monasterio las artes, las letras o las ciencias, mientras los monjes irlandeses y anglosajones cruzaban Europa en todos los sentidos para copiar manuscritos para su propia biblioteca.

La Cruz y la Media Luna

Cuando Columbano partió de Luxeuil, las simientes habían sido ya plantadas y daban sus primeras flores sobre el duro suelo del Imperio franco. Las raíces fueron las de Columbano, sus invisibles e íntimas fibras fueron fibras célticas. Y al crecer Luxeuil, sus escuelas se hicieron famosas en toda Europa por su piedad y saber. Por una ironía del cielo, los obispos gálicos, que contribuyeron a la expulsión de Columbano y sus monjes, tuvieron que ceder sus puestos a los discípulos de aquellos heroicos desterrados. Nuevas y mejores manos empuñaron ahora el timón y dirigieron la nave de manera que fuera con ella la Verdad y la Justicia. Antes de la mitad del siglo, la Iglesia de Galia llegó a ser la gloria del cristianismo; sus obispos fueron con mucho los más santos, los más distinguidos por su saber y doctrina. Existieron grandes escuelas episcopales en París, Lión, Chartes, Brujas, Le Mans, Vienne, Chalons, Ulrech, Maestricht, Trier. El episcopado galo fue tan altamente estimado durante aquel tenebroso siglo de ignorancia y barbarie que el Papa rogó al rey Segisberto que le enviase algunos de sus obispos a Roma para que pudieran partir de la Ciudad Eterna como misioneros hacia la decadente Iglesia oriental. A despecho de los bárbaros, Luxeuil prosiguió con la gran obra de Columbano y de San Galo, cuyos monjes fueron el orgullo de Suabia. El mismo Galo rehusó dos veces el obispado de Constanza, así como la dignidad abacial de Luxeuil que se le ofreció a la muerte de Eustacio, sucesor de Columbano. Su propia morada se convirtió más tarde en un gran centro, gobernado por San Otmar, a quien Carlos Martel confió las reliquias del santo fundador. Y como ocurrió con Bobbio, la última fundación de Columbano llegó a ser poderoso baluarte contra los arrianos; los monjes vivían en paz entre libros que su gran abad había traído de Irlanda y tratados que él mismo había compuesto; y no pasó mucho tiempo antes de que su biblioteca se hiciera la más célebre de toda Italia. Para su bien, la Iglesia pudo contar con tan infatigables sabios y misioneros, porque le estaban reservadas nuevas pruebas; nuevos enemigos, más salvajes que los antiguos, se habían puesto ya en marcha para atacarla y destruirla.

El islamismo se mantenía sobre la puerta de entrada del Occidente, dispuesto a blandir su sangrienta cimitarra contra la espada del Espíritu. En la lejana Arabia, la rabia de los fieles se había amontonado y expandido. Su horrendo animador, Mahoma, nació el año 570, fue un fanático árabe, un epiléptico y un visionario que pretendió haber recibido una "revelación" de San Gabriel. Sin embargo, este reformista de fiero aspecto no fue más que un sensualista, taimado y servil que se enamoró de la hermosa mujer de Zeid, que tomó para sí, estableciendo luego que cualquier hombre que lo quisiera podría divorciarse. Cuando Mahoma inició su misión de limpiar su tierra de costumbres bestiales y de grosera idolatría, las tribus árabes se levantaron contra él, y el que así mismo se llamaba "profeta", tuvo que huir a la ciudad de Medina para poder salvar su vida. La fecha de su huída (héjira) en 622 señala el principio del calendario mahometano, así como I A.D. (Anno Domini, Año del Señor) es el principio del calendario cristiano. El año 630 retornó a La Meca en forma triunfal y murió tres años más tarde, después de haber conseguido reemplazar el politeísmo por el teísmo y una muy baja moral por otra más elevada. Fue todo lo que realizó, a pesar de su fanático intento de aclimatar el judaísmo en Arabia. En un principio, Mahoma no contempló la necesidad de los árabes que su religión era una fe combatiente que había de ser propagada por la espada. Sus adeptos se propusieron poner en práctica tal creencia, con una salvaje frenesí de conquista; sus armas fueron "la fría doctrina, el tajante acero y la destructiva llama". Porque Mahoma se reveló como un apóstol de lujuria, de violencia y de matanza, en tanto que la fe árabe cree que la muerte en la batalla abre las puertas de la eterna felicidad. El Oriente, sumergido en la podredumbre de la herejía, del cisma y de la corrupción, resultó fácil presa para aquel pueblo feroz del desierto, compuesto por sanguinarios fanáticos que se juraron borrar de la faz de la tierra la Iglesia de Cristo. El año 637, los ejércitos árabes conquistaron a Damasco y Jerusalén; invadieron del África, luego la Persia participó del mismo destino de Siria y de África. Antes que terminara el siglo séptimo, la Medina Luma musulmana había sitiado casi pro completo a la amenazada cristiandad. Nada hubo en toda la historia que se asemeje a esa "peste parda" que rápidamente, en 711, se expandió por toda España y hasta cruzó los Pirineos antes de poder ser detenida. La terrible embestida musulmana fracasó ante los contraataques delos pueblos unidos después de un siglo de labor por los monjes de Occidente. A no ser por lo Benitos, hijos espirituales, Europa habría sucumbido al mahometismo. Evidentemente "las huestes del infierno no prevalecerán..."

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