SAN ANTONIO

Fundador del Estado Monástico

SAN ANTONIO Y EL TERCER SIGLO

Luces y sombras

El Africa del Norte era, en aquella edad, el jardín oculto de la Iglesia regado con la sangre de los mártires y destinado a fructificar después de largo período de trabajo romano. A lo largo de sus florecientes costas se levantaban grandes ciudades, ampliamente conocidas por sus magníficas bibliotecas y sus espléndidas escuelas. La literatura cristiana latina floreció en tales centros, especialmente en Alejandría y Cartago, cuyos renombrados maestros se acreditaron como los más grandes escritores de aquella época. Nombres como el de Clemente, Padre de la Iglesia, y su brillante pero errático discípulo Orígenes, Cipriano y Dionisio el Grande, expandieron la gloria de su fe a través de todo el Imperio. Obispos hábiles, catequistas apostólicos, impávidos cristianos, ejemplificaron la verdad de las palabras de San Pablo: "Sabemos también que todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios, de aquellos, digo, que Él ha llamado según su decreto..." ¡Qué maravillosos cristianos! ¡Qué privilegio debe haber sido escucharlos y conocerlos! ¡Qué emocionante ver a la Iglesia de Dios crecer en santidad, rehusando todo compromiso con el imperialismo o con el error! Todo eso es verdad, pero hubo otra faz del cuadro que muestra las duras líneas de la herejía, las negras sombras de la persecución. Al expandir sus herjías por todas partes, Plotino desde Egipto y Roma, Montano, rigorista en Frigia, Novaciano en Italia, amenazaron la paz y la unidad de la Iglesia. Desde principios de siglo, el emperador Septimio Severo lanzó terrible campaña de exterminación; envió magistrados para vigilar a todos sus súbditos, prohibió todas las conversaciones, emitió edictos para aniquilar a la nueva raligión. En Cartago, dos tiernas mujeres, Perpetua y Felícitas desplegaron tan magnífico espíritu de mártires que su ejemplo fue seguido por una larga línea de héroes a través de los años. "No faltan vírgenes entre el número de los santos. Y hasta entre los muchachos existe una virtud más grande que su edad, que excede a sus años en la gloria de su confesión", así escribió San Cipriano.

A través del Gran Mar, el Imperio, dominado por la multitud, parecía haberse vuelto todo loco, y el asesinato estaba a la orden del día. Los emperadores de cuartel gobernaban por la voluntad o el capricho del ejército, muchos de ellos aclamados por la voluntad o el capricho del ejército, muchos de ellos aclamados e impuestos en Galia, España, Bretaña, Siria y hasta en Persia. Y si bien algunos dieron muestras de tolerancia, varios, de baja extracción y de costumbres extranjeras, se manifestaron salvajes e intransigentes. El primero de ellos, Caracalla, que prefirió el largo manto galo a la toga romana, se opuso cruelmente a la Iglesia. Seis años después, el sirio Heliogábalo (218.22) ocupó la silla imperial y, aunque parezca sorprendente, se mostró amistoso con los cristianos, porque reconoció el poder su fe. El "Emperador Loco", como le llamaban los romanos, fue sucedido en 222 por Alejandro, gobernante excelente y devoto, que llegó hasta colocar la imagen de Jesús entre los dioses de su casa. El siguiente emperador, Maximino Traciano (235-238), no bien tuvo en sus manos la rienda del gobierno incitó a la multitud a sangrienta violencia contra sus súbditos cristianos, provocando nada más que desórdenes y derramamientos de sangre. Gordiano (238-244) favoreció a los adeptos de Cristo, como así ocurrió también con su sucesor Felipe el Árabe (244-249). Casi nada es conocido de la conversión de este último, aunque ha sido llamado el "primer emperador cristiano"; lo cierto es, sin embargo, que también alcanzó y perdió el poder imperial por violencia.

Juventud de un ermitaño

La mitad de aquel turbulento siglo había pasado cuando Antonio de Egipto nació en Coma, en el Fayum. Sus padres, cristianos opulentos, de noble estirpe, apreciaron "mucho más que el oro y los rubíes" su herencia cristiana y se regocijaron en las glorias de la Iglesia africana. El año del nacimiento de Antonio, 250 de nuestra era, es bien digno de mención como el tiempo en que la Roma pagana trató de hacer su última oposición a las fuerzas de Cristo. Siendo niño, Antonio asistió a la escuela cristiana en la que el programa debía incluir, probablemente, gramática, retórica y lógica. Esos asuntos, sin embargo, le atraían mucho menos que los temas morales y espirituales, de manera que, en vez de buscar lo que comúnmente se llama una educación liberal, se preocupó por cuestiones mucho más elevadas. Desde la primera juventud se lo ve, pues, escoger "el camino más difícil", preocupándose por su autoeducación y por su propia disciplina. Llega de esa manera a la edad viril lleno de abnegación, muy respetuoso de sus padres y profundamente devoto de su santa religión. Su asistencia a misa, y su diaria lectura de las Santas Escrituras y el oficio divino lo acercaron más al Cristo, y se hizo fuerte, como su amado Maestro, en sabiduría y gracia ante Dios y los hombres. Al mismo tiempo, el adulto devoto no oía más que constantes referencias a crímenes paganos en el caótico mundo exterior. Pronto vio que la misma África era un imperio en pequeña escala, asentado contra un fondo de persecución. Cerca de su propia patria egipcia, Cipriano, el santo obispo de Cartago, y Dionisio, el gran obispo de Alejandría, se vieron en constantes dificultades con los sanguinarios agentes del Emperador. Esos atletas de Cristo fueron el orgullo y la gloria de la Iglesia africana; sus vívidas epístolas, leídas en todos los rincones de la tierra africana, contaron cómo su grey fue dispersada, algunos flagelados, otros arrojados en calabozos inmundos, otros condenados a trabajo forzado en lóbregos fosos mineros. El procónsul Paterno se había dirigido a Cipriano: "Los muy sagrados emperadores Valerio y Galiano se han dignado escribirme ordenando que quienes no sigan la religión romana deberán, al menos, admitir las ceremonias romanas". A Dionisio el perfecto, Emiliano declaró: "Serás enviado a la región libia... no se os permitirá realizar reuniones ni entrar en los lugares que llamáis cementerios". Pues bien, ambos obispos, conversos del paganismo, mantuvieron la fe y siguieron luchando por la buena causa hasta que terminaron su leal carrera. Cipriano ganó la corona del martirio el año 258 bajo Valeriano. Dionisio, dos veces desterrado, fue llamado en 261 por el mismo Emperador y murió tres años más tarde.

Antonio no pudo dejar de ver cuán urgente era la necesidad de un cambio fundamental en el Imperio, cambio de espíritu y de corazón, y que la necesidad de redención era impostergable. Toda la antigua austeridad, todas las viejas virtudes, especialmente la piedad, se habían desvanecido ante el empuje de los apetitos carnales y las costumbres sanguinarias de los hombres. Los orientales circulaban por todas partes. Los judíos se multiplicaban a pesar de las persecuciones y matanzas. Los bárbaros germanos invadían y dominaban las provincias. Roma, evidentemente, se encontraba al borde del abismo; sólo podía salvar al Imperio la religión de Cristo. Cuando las cosas parecieron empeorar, Dios inspiró a Antonio para que se preparara para una gigantesca aventura. La obra de su vida sería echar los fundamentos de la vida monástica y capacitar a la Iglesia para civilizar y cristianizar al decadente Imperio. Vivían por entonces en Egipto hombres santos, ermitaños, a varios de los cuales Antonio visitó en las cercanías de Coma. El joven, atraído por la existencia casi celestial de aquellos hombres, anheló participar de sus prácticas ascéticas, de sus oraciones mentales y de su severa penitencia. Y justamente cuanto más decidido estaba a entrar al servicio secreto de Dios, sus buenos padres murieron dejándole solo con su única hermana. Rico y joven, lo único que ansiaba era verse libre de su cuantiosa herencia y adelantar en el seguimiento de su bienamado Redentor. En el deseo de prepararse para la vida religiosa, buscó mayor reclusión para proseguir en sus meditaciones y dedicarse por entero a la vida del espíritu. Un día, durante la misa, escuchó atentamente el Evangelio: "Si quieres ser perfecto, anda y vende todo lo que posees". Estas sublimes palabras penetraron en su corazón y en él quedaron clavadas como un dardo. Seis meses más tarde, después de enajenar todo su patrimonio, proveyó lo necesario para la subsistencia de su hermana y el resto de su dinero lo repartió entre los pobres.

Huellas en las arenas

Quedó libre al fin para obedecer a la sagrada instancia que por tanto tiempo había dominado su alma vehemente. No lejos de Coma había una vieja tumba abandonada, en ella se refugió para empezar a practicar el ascetismo. Redujo a lo mínimo sus frugales necesidades, tanto como para poder trabajar con sus manos, recordando la palabra de San Pablo "Que si alguno no quiere trabajar, tampoco coma". Por grados ocultos de oración llegó la luz a su alma, y se abrieron ante él secretas sendas hacia la santidad, de manera que parecía habitar en algún reino fantástico y feliz. Poco a poco, laboriosamente, el joven levantó los sólidos cimientos e su vida espiritual que con el correr de los días aumentó en estatura. El santo es simplemente un ser humano cuya beatitud personal le transforma en una individualidad que refleja el ser radiante de Nuestro Señor. Transportó su centro de atracción de "sí mismo" a dios, y a fuerza de gracia quiso ser tan sólo semejante a Cristo, reflejar al Amado. Desde que Antonio se retiró al desierto, no antes, vivió así sirviendo no a su propia voluntad, sino tan sólo a la voluntad de Dios, en todas las cosas; la íntima fuerza directriz de la gracia hizo lo demás, dotándole de aquel poder de dulzura e infatigable sacrificio que manifestó hacia los demás hombres. Nada tiene de sorprendente, pues, que en su pueblo se considerase a Antonio como un modelo de "refinadas maneras, de nobleza, de paciencia y mansedumbre, de persistencia en la oración, en largas vigilias y prolongados ayunos". Pero lo que más les impresionaba era su ardiente devoción personal hacia el Cristo y su indefectible amor hacia los hombres.

Antonio, "el amado de Dios", avanzó tan rápidamente en la vida superior que su alma anhelaba y sufría por más amplia aventura personal. En el año 286, salió en busca de una morada en la que estaba destinado por los cielos a pesar el resto de su larga vida. Curioso es que a la edad de treinta y cinco años el santo hombre abandonara el mundo romano moralmente arruinado, pero Antonio obró de esa manera ante el llamado de Dios. Cruzó el Nilo, se internó solo en el desierto, hasta alcanzar una montaña, Der el Memum, cerca de la orilla oriental del gran río. Encontró allí un antiguo fuerte abandonado, infestado de víboras, y se instaló en él, después de haberse provisto de pan para seis meses. Había un pozo en el fuerte, lo que permitió a Antonio encerrase en el lugar en el que vivió durante veinte años sin ver una fisonomía humana. Antiguos amigos lo buscaron, como antes, ansiosos de ver el ermitaño a quien todavía querían como a un hermano. Aunque permanecieron ala vista del tenebroso refugio, nunca pudieron verlo ni en un fugaz instante, pero oían ruidos y disputas y temieron por la vida del ermitaño amigo. Se preocupó más por ellos que por los malos espíritus, y apareciendo una vez en la entrada les ordenó alejarse y no temer; porque -dijo Antonio- "los demonios hacen todo eso fingidamente para alarmar a los tímidos. Persignaos, pues, y partid con confianza, dejadlos hacer el juego que le place".

El desierto florece

En aquellos años de vida en el desierto durante los cuales Antonio se preparó para su gran obra, el Imperio gozó de una comparativa paz, quizá la falsa paz del agotamiento. Valeriano, el perseguidor, en guerra con los persas, fue hecho prisionero el año 260, a consecuencia de lo cual su hijo, Galieno, se apoderó del trono e impartió órdenes para que cesara la persecución contra los cristianos. Su edicto, en que trató a los obispos como gobernadores de la Iglesia, proporcionó un período de quietud que se prolongó hasta el fin del siglo. Ese breve lapso, bien empleado por la Iglesia, fue aprovechado como época de siembra para la fe. Ya el Gran Sembrador había dado a Antonio buenas simientes que plantar en aquellos silenciosos años, simientes que él recogió por la oración, ayunos y meditaciones. Después de dos décadas de profunda soledad, se dispuso a enfrentar las multitudes, y las halló practicando la oración y la abnegación a imitación del asceta invisible. Antonio no mostró júbilo; las saludó y las incitó a prepararse para el Cielo a despecho del mundo. Imploraron al santo hombre que fuera su guía en la vida espiritual, e iniciaron así la colonia de ascetas del desierto africano. He ahí que la simiente sembrada empezó a hincharse y a germinar. Fue como la aurora en el Edén, y la profecía de Isaías iba a cumplirse:

La región desierta e intransitable se alegrará; y saltará de gozo la soledad, y florecerá como lirio. Fructificará copiosamente y se regocijará llena de alborozo, y entonará himnos...; ellos verán la gloria del Señor y la grandeza de nuestro Dios.

(ISAÍAS, XXXV, 1-2).

Con el andar del tiempo llegaron cada vez más visitantes a la remota montaña, extranjeros de todas partes, que acudían a desnudar sus almas y a hacer su paz con Dios. A todos ellos, Antonio demostró la más profunda simpatía; confortó a los agobiados por las penas, reconcilió a los enemigos, los exhortó a ser pacientes y a obrar de acuerdo con la voluntad de Dios. No sólo curó a los afligidos; ¡más de una vez con el signo de la cruz liberó a los posesos del poder del demonio!" "¿Por qué maravillarse? -exclamaba-. No lo hacemos nosotros, sino Cristo por intermedio de quienes creen en Él". Cuando la noticia de aquellos prodigios llegaron a mundo exterior, acudieron a famoso retiro del desierto paganos filósofos, curiosos e incrédulos. Imaginad su sorpresa al contemplar tal multitud viviendo junta, en el amor y en el mutuo socorro, reunida como para una súplica o para un himno de alabanza. Muchos de aquellos intelectuales, considerando a Antonio "como un viejo y respetable compañero", se mofaron grandemente de la ignorancia completa de ermitaño en lo concerniente a la literatura latino y griega, y en su petulante arrogancia pretendieron ridiculizarlo con estériles argucias, pero e benigno ermitaño que no habla griego sino tan sólo copto, desconcertó a sus contrincantes. Por otro lado, honestos indagadores dela verdad le hallaron hombre sin doblez, con la sabiduría de un vidente y la visión de un serafín. "Creed vosotros también -les aconsejó Antonio-, y veréis que nuestra religión se fundamenta no en ciencia alguna argumentativa sino en la fe, la que obra a través de las palabras de Jesucristo; y si vosotros la alcanzáis, no buscaréis ya más por demostraciones deducidas de argumentos, sino que consideraréis la fe en Cristo como plenamente suficiente".

Héroes de Cristo

¿Quién era, pues, ese hombre singularmente santo? ¿Cuál era la apariencia de ese ya anciano asceta? Antonio, siempre caballero de Dios, había crecido maravillosamente en sabiduría y santidad. Un retrato espiritual muestra al santo egipcio impulsado por Dios y habla elocuentemente de su vida interior y de sus virtudes. "Era -escribe su amigo Anastasio- el mismo que ellos habían conocido antes de su retiro, pobremente vestido, pero de buen porte, y sin mostrar esa marchitez del carácter que provocan los prolongados ayunos y los conflictos con los demonios. Su mente era serena, no encogida por la tristeza, ni debilitada por la indulgencia, ni excesivamente gozoso ni melancólico. El Señor le concedió donaire de palabra... y mientras platicaba con el pueblo exhortándolo a recordar la bienaventuranza futura y la bondad amante de Dios para con vosotros, que no rescató a su propio Hijo sino que lo entregó por todos nosotros, que no rescató a su propio Hijo sino que lo entregó por todos nosotros, indujo a muchos a que adoptaran la vida monástica. Ahora bien, lo sorprendente es que la obra de Antonio por las almas prosiguió año tras año durante un siglo entero. Sus contemporáneos reaccionaron tan profundamente al escuchar su palabra, que en compactas multitudes abandonaron sus pueblos y la existencia en las ciudades, y hasta los campos y sus bienes, y se apresuraron a reunirse con el santo. Muy pronto se convirtieron en monjes, alistándose en las filas del ermitaño para dedicarse a una existencia de mortificación, con el propósito de conquistar la ciudadanía celestial. Y, como por algún milagro de los Cielos, uno tras otro fueron surgiendo los monasterios en las soledades del desierto. Y sus moradores, habiendo hecho abandono de todo por amor de Cristo, hallaron gran regocijo en el quieto y silencioso servicio de Dios y gozaron de una paz interior que sobrepasa toda comprensión.

Poco hubiera podido imaginar Antonio, un cuarto de siglo antes, del destino que Dios tenía reservado a sus fieles prosélitos. ¡Ved!, un espectáculo de progreso celestial se manifiesta en las horas más oscuras de la Iglesia africana. El monacato echó raíces silenciosamente en Egipto; hombres de recio temple abrazaron una existencia de lento martirio para parecerse a Cristo y, a imitación de su Señor, expiar los pecados de los demás. Esos hombres no eran almas mediocres, no imágenes de yeso enlucido, sino seres humanos verdaderamente amantes y amables, santos, humildes y heroicos. En el Alto-Nilo, un discípulo de Antonio, Pacomio, reunió a muchos de tales hombres en una sociedad y estableció la primera regla cenobítica. Enterados de las disposiciones de esa regla y del carácter de los hombres que la seguían, nuevos grupos de jóvenes de las clases superiores renunciaron a las vanidades mundanas y sólo desearon ser admitidos en los monasterios africanos para entregarse a prácticas devotas y a la mortificación de sí mismos. Sus refugios en el desierto, entre tumbas, arenas y arbustos espinosos, se convirtieron en moradas de servicio espiritual, en semilleros del amor de Cristo. Sí, aquellos monjes, junto con los grandes obispos y mártires, plantaron la fe cada vez más profundamente en el suelo resecado, y la actividad de esos adeptos del Cristo terminaría por contrarrestar las fuerzas del mal. Constituyeron, sin la más mínima duda, un verdadero baluarte, formidable soporte en defensa de la Iglesia de Dios. Sus vidas se asemejan a pasionarias que florecieron en las arenas del desierto, sus virtudes incitaron a centenares de otros hombres a seguir la misma senda y los mismos consejos y empeñarse por todas partes en el servicio cristiano. El Norte de África, en efecto, se convirtió en el Jardín de la Iglesia. Quizá un jardín recluido y retirado, abundante en ermitas que exhalaban una fragancia celestial.

El enemigo en la casa

Muchas veces durante esos cincuenta años memorables que van de 250 a 300 "los reyes de la tierra se levantaron y los príncipes se les unieron contra el Señor y contra su Cristo". Si las persecuciones de los dos primeros siglos resultaron severas, a lo menos fueron espasmódicas, pero ahora se hicieron infernalmente sistemáticas. Decio (249-251), comportándose como un demonio, se empeñó en realizar un plan astutamente concebido para destruir a la Iglesia; condenó a muerte a muchos cristianos en todas partes del Imperio, hasta en la lejana Bretaña. En vano su sucesor Galo, igualmente despiadado ordenó a los fieles que sacrificaran a los dioses paganos haciéndolos responsables por la sequía, hambre y pestes que se propagaban por todo el Imperio. Valeriano (253-260), consciente de los fracasos de sus predecesores, empleó el astuto método de atacar al cristianismos como una sociedad, pero sus decretos fueron invalidados por su hijo Galieno (260-268), que llamó a los obispos del destierro y trató con tolerancia a los cristianos. Mientras la tiranía de los emperadores no pudo conmover los fundamentos de la Iglesia, la traición de su propio pueblo entristeció profundamente su corazón maternal. Su Divino Fundador había dicho: "los enemigos de un hombre son los de su propia casa", profecía que se cumplió a menudo en la historia de la Iglesia. En repetidas ocasiones la Iglesia ha sido injuriada y contrariada en su divina tarea por los réprobos de su propia comunión. ¿Hemos de sorprendernos, pues, de las crisis del tercer siglo, cuando su unidad quedó comprometida por enemigos internos, cuando su misma existencia estuvo amenazada por el paganismo externo? No, no debemos sorprendernos, porque bien conocemos que es inconmovible como la roca, indestructible, por habitar en ella el Espíritu de Cristo. Siempre fiel a la enseñanza divina, mantuvo sus principios y excluyó de la grey aun a aquellos descarriados fanáticos que pretendían ser adeptos de Cristo.

En África, que fue el preciso ambiente del drama, se pudo ver a la Iglesia, penosamente agitada por la herejía y el cisma. Los peligros para la fe habían aumentado a medida que el cristianismo comprendió no solamente a los pobres y a los ignorantes sino también a hombres de todas las clases sociales. A principios del siglo, el rápido desenvolvimiento de la enseñanza cristiana en Alejandría había conquistado a las clases cultas, entre las cuales, desgraciadamente, se contaron muchos despreciables ambiciosos y vanos oportunistas. Estos no sufrieron como sus predecesores en la fe, ni su celo aumentó en lo más mínimo por las felices relaciones entre la Iglesia y el Estado. Católicos a medias, carecieron del valor de incurrir en riesgos por su religión y prefirieron más bien seguir las sendas de la dilación y agruparse alrededor de los maestros heréticos. Cuando se dictó la orden pena de que todos los sospechosos serían detenidos y obligados a ofrecer públicos sacrificios, muchos probaron ser tan cobardes como para renunciar a su religión cristiana con tal de salvar su pellejo. Se ha descubierto recientemente en papiros egipcios la mención de "certificados de sacrificio" concedidos a tales apóstatas. El mismo Antonio iba a experimentar el ataque de esos enemigos, porque vivió hasta muy entrado el siglo siguiente, pues murió a la edad de ciento cincuenta años. Dirijamos una última mirada con el propósito de aclarar nuestra visión del siglo tercero. La escena de los acontecimientos pasados es a la vez amplia y dramática. Las persecuciones terribles se han repetido con frecuencia, y, sin embargo, la Iglesia se mantuvo fuerte y vigorosa. Grandes maestros y sabios se agrupan en la escena; pero más grandes son los mártires que dieron sus vidas por Cristo. Veis a la Iglesia como una sociedad divina, católica, cosmopolita por encima de los sistemas provinciales e imperiales. Sin embargo subsiste como la humilde adepta de Jesús activamente empeñada en su divina aventura; apartada del mundo, da al César las cosas que son del César, pero siempre profesa una fidelidad infinitamente más elevada que pertenece a Dios solo. Más que nunca tiene conciencia de los cabritos y de las ovejas de su apacentadero, y está segura de las que pertenecen a sus filas y delas que están fuera de su verdadero rebaño. A medida que la unidad diócesis bien organizadas se agrupan alrededor de las sedes metropolitanas. Cartago se ha convertido en el centro para África, Numidia y Mauritania; Alejandría, para Egipto y Cirenaica, y todos miran hacia Roma donde el Papa gobierna en nombre de Jesús. En distantes lugares la simiente evangélica, largo tiempo sepultada en tierra obscura, rápidamente se desarrolla, florece más allá de los jardines monacales, esparciendo frescas simientes en todo sentido. Casas del culto divino pueden hallarse por doquiera levantadas por cristianos que desplegaron un magnífico esprit de corps. Y como las iglesias, a semejanza de los refugios ascéticos de la Tebaida, se multiplican sorprendentemente, estos centros de energía del Reino distribuyen su vigor derivado de Cristo a través de todo el mundo romano. Pero la guerra contra el mal está lejos de haber sido ganada, la mayor tarea, bajo Dios, corresponde a los papas y a los monjes. Sin embargo, el milagro del monaquismo, la proeza espiritual de los héroes de la fe, desafiarán a todas las fuerzas del paganismo y, finalmente, harán triunfar un mundo más valiente y mejor.

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