SAN PEDRO

Primer Vicario de Cristo

SAN PEDRO Y EL PRIMER SIGLO

La tierra que amó Jesús

El mar de Galilea se mostraba como una minúscula mancha en el mapa militar del Imperio. Roma, con el orgullo de su dominio, lo consideraba como una mera gota en el ardiente horno de la provincia oriental. Con todo, sus aguas estaban llenas de pequeñas y activas embarcaciones, en sus costas abundaban las poblaciones, muelles y factorías. Por los caminos, muy bien construidos, que bordeaban sus costas, se encaminaban las legiones que iban a relevar a las guarniciones de las ciudades provinciales y a mantener la Paz Romana por medio del temido estandarte S. P. Q. R. (Senatus populusque romanus). Todos los judíos patriotas sufrían profundamente por la presencia de aquel emblema de opresión, y, aunque encadenados por el extranjero dentro de sus puertas, soñaban con el día en que su nación sojuzgada reconquistaría su vida y su libertad. Entre aquellas gentes amantes de la independencia se contaron Andrés y Simón, vigorosos hijos de Joná, el Galileo. Nacidos en Betsaida, educados por sus excelentes padres en el espíritu de la Ley, crecieron por amar su playa nativa y dedicarse a la trabajosa existencia de pescadores. El mayor, Andrés, era fuerte y capaz; Simón, osado, vehemente, impetuoso. Las traidoras aguas no atemorizaban a aquellos intrépidos marinos cuya barca pescadora cruzaba el tranquilo azul del Genesaret y que parecían haber adquirido también algo del carácter de sus volcánicas profundidades. Diariamente se aventuraban en el hondo Tiberíade para arrojar sus pesadas redes y recoger su pesca. Pero ponían a medias sus corazones en la ruda tarea, porque alentaban en la silenciosa esperanza del Mesías que, estaban seguros, llegaría un día para quebrantar el odiado yugo de roma.

Un día del año 26 llegaron a oídos de aquellos leales galileos extraordinarias nuevas. ¡Juan el Bautista, un gran profeta, predicaba la salvación! Sobre el borde meridional del desierto, a unos cien kilómetros de distancia, podían encontrarlo, "voz que clama en el desierto, que apareja el camino del Señor". Todo lo que podían informar los sobreexcitados mensajeros respecto de aquel extraño asceta era que aparecía inesperadamente en sitios diversos entre las rocas para proclamar la venida del Reino. Tan pronto como las caravanas llevaron la nueva de los impetuosos ataques del Bautista, numerosos grupos salieron de Jerusalén para oír directamente su mensaje de esperanza y arrepentimiento. Y no bien se expandió el rumor, muchos escribas y fariseos empezaron a sopesar sus atrevidas palabras: "Ya la segur está puesta a la raíz de los árboles: así, pues, todo árbol que no da buen fruto será cortado y arrojado al fuego" (LUCAS, III, 9). Andrés y Simón convinieron en que no era tiempo de demorarse más con sus enredadas redes, porque, en verdad, todos reconocían que el "Esperado de las Naciones" podía muy bien encontrarse ya entre ellos. Y agitados sus corazones con sus sueños, los dos hermanos se encaminaron hacia el desierto del Jordán. Pudieron al fin contemplar con sus propios ojos al gran asceta: el hombre de una obra, de una palabra, de un amor, fiel al Cristo hasta la muerte. Pero llegó e bendito momento en que Andrés oyó decir al Bautista:"He aquí el Cordero de Dios!", y pudo contemplar a Jesús de Nazaret que andaba por allí. Y el pescador galileo preguntó al Maestro: "¿Dónde moras?" "Venid y lo veréis", fue s amable respuesta, y vieron dónde moraba; y quedáronse con él aquel día; porque era como la hora décima. Andrés halló primero a su hermano Simón y le dijo la gozosa palabra: "¡Hemos hallado al Mesías!", y lo trajo a Jesús. Y mirándole Jesús dijo: "Tú eres Simón hijo de Joná: tú serás llamado Cefas, que quiere decir piedra" (JUAN, I, 38-42). ¡Qué destino esperaba a aquella Piedra, a Simón Pedro!

De regreso a su ruda tarea, los hijos de Jonás volvieron a arrojar en el profundo Tiberíade sus remendadas redes; pero estaban ahora extrañamente desasosegados; con sus corazones llenos de esperanza contaban los días desde su estada en la región del Jordán. Todo ese tiempo -recordadlo- sus propósitos estuvieron divinamente orientados, ellos mismos interiormente sometidos a poderosas lealtades. Y llegó la hora en que Jesús se les apareció, y haciéndoles señas, díjoles: "Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres". Ellos lo habían estado esperando, de modo que "dejando al instante las redes, lo siguieron" (MATEO, IV, 19 y 20). No fue el suyo un entusiasmo ocasional y pasajero, sino un acto que nacía dela fe viviente y del amor. Consagrados ahora al servicio activo, iban a convertirse en íntimos del Maestro, pues su resolución fue no alejarse de El jamás. Y siguiendo por la costa marina de Galilea, llamó Jesús a otros: Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, y Felipe y Natanael. El pequeño grupo quedó estrechamente unido en el espíritu de una simple y profunda devoción. Y una mañana acompañaron a Jesús y María a una fiesta de bodas en Caná de Galilea. Y sus leales corazones se colmaron de profundo amor cuando vieron al Maestro realizar su primer milagro público al convertir el agua clara de seis tinajuelas en rico vino. "Después de esto pasó a Cafarnaum, con su madre, sus hermanos y sus discípulos; y estuvieron allí no muchos días" (JUAN, II, 12).

El público ministerio

Al fin empezó la predicación del Reino, y muchos siguieron a Jesús, creyendo que era el tan esperado Mesías. Doce hombres, todos galileos con excepción de Judas de Iscario, de Judea, se contaron en la privilegiada condición de discípulos. Meditad sobre su privilegio: diariamente vivieron en la imitad de Nuestro Señor, hora tras hora presenciaron sus actos, oyeron sus palabras, recibieron de ellas luz y poder. Pero la multitud estaría con Él o no serían más que amigos de días de bonanza. "El que no está por mí, contra mí está; y el que conmigo se recoge, desparrama" (LUCAS, XI, 23). No se hizo esperar la prueba ; llegó el día en que Jesús multiplicó los panes y los peces para alimentar a cinco mil personas. Y tras esto pronunció un gran discurso en que El mismo se declaró ser el Pan Vivo que ha descendido del cielo: "En verdad, en verdad os digo que si no comiereis la carne del Hijo del Hombre, y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros" (JUAN, VI, 54). Estas palabras parecieron tomar a todos por sorpresa. Muchos, en verdad, se disgustaron, y muchos más murmuraron; ¡ay!, desgraciadamente, muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban más con Él. Entristecido en su corazón, Jesús dijo a los Doce: "¿Queréis vosotros iros también?". Simón Pedro respondió entonces en un ímpetu de estática lealtad: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes las palabras de vida eterna. Y nosotros creemos y conocemos, que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (JUAN, VI, 68-69). ¡Confianza plena, fe vital, inmortal esperanza, amante entusiasmo! El primer discípulo pudo vacilar, sí vaciló bajo golpes repentinos de la prueba, pero jamás hubo duda respecto de su perdurable lealtad.

La historia del mundo fue divinamente transformándose en aquellos días en que descendió a él Jesús para mezclarse entre los hombres. Marte y Eros dominaban todavía, mientras Tiberio, desde el trono de César avizoraba los caminos en espera de sus legados que le aportaban informes sobre los acontecimientos políticos y militares. Sagaces agentes le traían a diario noticias de Bretaña, España, Galia, Egipto; llegaban también muchos mensajes desde el Oriente. En Palestina, un Poncio Pilatos peroraba como gobernador romano de Judea; Herodes, el tetrarca, arrancaba odiados tributos de Galilea; Iturea y Abilina eran gobernadores por Felipe y Lisanio. De tanto en tanto los discípulos oían al Maestro referirse a la situación política existente: "Ya sabéis que los príncipes de los gentiles se enseñorean sobre ellos; y los que son grandes ejercen sobre ellos potestad" (MATEO, XX, 25). "Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios, lo que es de Dios" (MATEO, XXII, 21). "El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en redención de muchos" (MATEO, XX, 28). Así habló el Señor del mundo, pero la masa del pueblo judío tenía todavía sus dudad, porque en lo íntimo de sus corazones eran cobardes morales. Ni por un instante pudo imaginarse el Emperador que en aquel oscuro rincón de su dominio oriental se había iniciado una revolución divina, un reino destinado a sobrevivir al Imperio mismo, un "reino de Dios" en los corazones de los hombres.

¡Tres años divinos anunciando el Reino! A lo largo de los caminos de Judea y de Samaria, por los pueblos y ciudades de Galilea dirigieron sus sagrados pasos los discípulos. Vieron al Maestro curar, bendecir y orar; se maravillaron de la manera como alentaba a las almas humanas y las llenaba de felicidad.

¡Cuan hermosos son sobre los montes
los pies del que trae alegres nuevas,
del que predica la paz, del que trae nuevas del bien,
del que dice a Sión: Tu Dios reinará!
(ISAÍAS, LII, 7).

El pequeño grupo, unido por el amor y la devoción, caminaba al lado de Jesús. Casi siempre fue Pedro, sobre todos los otros, el que manifestó el ardor de su fe inmortal. Durante la última jornada que todos juntos hicieron hacia Jerusalén, el Maestro formuló dos preguntas: "¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? ¿Y vosotros quién decís que soy?". Pedro contestó: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo". Entonces, respondiendo, Jesús le dijo: "Bienaventurado eres, Simón Bar Jona, porque no te ha revelado eso carne ni sangre, sino mi Padre que está en los Cielos" (MATEO XVI, 13-17). Obsérvese que con la sola excepción del Bautista, ésta fue la única vez que Nuestro Señor pronunció una bienaventuranza sobre un individuo. Puede verse plenamente que Pedro fue colocado aparte de los otros, destinado divinamente a convertirse en guía y jefe de ellos.

La Piedra - ¡Cefas!

¿Qué especie de hombre fue éste que el Cristo eligió para ser la Piedra, la piedra fundamental de su Iglesia? Jefe por naturaleza, Pedro fue hombre afectuoso pero de temperamento impulsivo: un tanto irascible, valiente -sin embargo, a veces vacilante-, rudo pero eficaz, no menos sincero, ojo sano, corazón leal. Heredero de un pasado con toda su aspereza y brusquedad, sus defectos de calidad tuvieron que ser corregidos. Para su bien, pedro tuvo un Divino Maestro que le pudo enseñar a obedecer, domó su espíritu impetuoso, le exigió que se sometiera humildemente al yugo. En verdad, ningún otro discípulo recibió más frecuentes reprimendas que el hombre-piedra sobre el cual Jesús se propuso edificar su Iglesia. Es, pues, muy importante estudiar la formación de este vocero de los Doce; como es instructivo ver en qué forma Cristo reprimió los prominentes defectos de su apóstol durante su paso por el mundo. Ocurrió en uno de los primeros días del público ministerio que los discípulos, a bordo de la barca de Pedro, se encontraron en el más extremo peligro a la ventura en medio de una tormenta en el mar de Galilea. Y he ahí que el Maestro fue a ellos andando sobre las aguas, y Pedro dijo: "Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas". Y descendiendo Pedro de la nave para ir hacia Jesús, y comenzando a hundirse dio voces, diciendo: "Señor, sálvame", y Jesús, extendiendo la mano, trabó de él y le dijo: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?" (MATEO, XIV, 31). Otra vez el Maestro habla de sus próximos padecimientos y de su muerte, y el ingenuo discípulo protesta: "Señor, ten compasión de ti: en ninguna manera esto te acontezca". Y esta vez recibió el más grave reproche: "Quítate de delante de mí, satanás; escándalo me eres; porque no entiendes lo que es de Dios, sino lo que es de los hombres" (MATEO, XVI, 22-23).

¡Cuán a menudo Pedro dejó que su corazón se apartara de su cabeza! ¡Con cuánta frecuencia luchó duramente contra su "yo" y sufrió por el conflicto que sea agitaba en su pecho! Se muestra como totalmente incapaz de entender las más grandes cosas del espíritu y tiene que ser encaminado con firmeza ante sus continuas recaídas. Rápido en formular juicios ligeros, en sacar conclusiones apresuradas, se apega a sus conceptos equivocados. No un sino muchas veces interroga al Cristo sobre el significado práctico de sus palabras: "Señor, ¿dices esa parábola a nosotros o también a todos?" (LUCAS, XII, 41). "Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que pecare contra mí?, ¿hasta siete?" (MATEO, XVIII, 21). "He aquí, Señor, nosotros hemos dejado todo, y te hemos seguido, ¿qué, pues, tendremos?" (MATEO, XIX, 27). Con gran temeridad comprometió a su Maestro a pagar la tasa del Templo, y mientras Nuestro Señor aceptaba la obligación dio a su impetuoso discípulo una oportuna lección (MATEO, XVII, 24). El elemental vigor del hombre, su acomodaticia firmeza, o más bien dicho su discutible habilidad, aparecen con creciente fuerza. Se desearía que quedara borrado su desaire de la Última Cena; su patética incapacidad para vigilar una hora en Getsemaní; su rápido desenvainar dela espada ante la multitud furiosa, y, lo más triste de todo, su triple negación. No hay que admirarse de que Pedro huyera del patio de Caifás arrastrado por vergonzoso pánico y ardiendo con la fiebre del alma atormentada. Lágrimas, amargas lágrimas prueban que el abatido discípulo se enfrentó con su propia, desnuda y pobre realidad. Pero el arrepentimiento se despierta en su alma, arrepentimiento que es seguido del divino perdón. La misericordia que resplandeció en los ojos del cautivo Salvador llenó de claridad el corazón de su discípulo, ahora más fuerte, más seguro mientras avanzaba en su pena, aunque viviendo en su luz a través de la cual percibía las demás luces...

¡Cristo ha resucitado! Se multiplican las pruebas de su tierno amor por su penitente discípulo. Un ángel en el sepulcro ordena a las santas mujeres: "Id, decid a sus discípulos y a Pedro" (MARCOS, XVI, 7). El hecho de que el caudillo de los Doce fue el primero de ellos en contemplar al Señor está probado más allá de toda duda. Tampoco se ha podido negar que la importancia de Pedro fue progresivamente reconocida por su Maestro, que lo distinguió sobre manera entre los demás compañeros. Por su parte intentó retribuir en algo por todo lo que amaba y reverenciaba. La culminación de ese afecto contenido se produjo el día en que el Cristo se apareció sobre las orillas del Genesaret. "Empero, venida la mañana, Jesús se puso en la ribera... Dijo entonces aquel discípulo al cual amaba Jesús, a Pedro: ¡El Señor es! Entonces Simón Pedro, como oyó que era el Señor, ciñóse su ropa de pescador... y echóse a la mar. Y los otros discípulos vinieron con la barca..." (JUAN, XXI, 4-7). En esta ocasión, la devoción del impetuoso discípulo es nuevamente premiada: "Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Respóndele: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Dícele: Apacienta mis corderos... Apacienta mis ovejas" (JUAN, XXI, 15-16). Y ahora que Ceras fue exhortado a cuidar y apacentar las ovejas de Cristo, nunca abandonará su espíritu esa imagen pastoral, y hasta el fin quedará arraigada aquella tarea en su corazón (PEDRO, II, 25; V, 2).

La primitiva Iglesia

El Cristo glorioso ascendió a los cielos, habiendo prometido pena, aun en el recuerdo de la Pasión y de la Crucifixión. ¡Diez días durante los cuales los desamparados se hundieron en su pena, aun en el recuerdo de la Pasión y de la Crucifixión. ¡Diez largos días, hasta que el Espíritu Santo descendió misteriosamente a sus corazones en aquel apartado refugio de Jerusalén! He ahí que ocurrió algo que iba a cambiar al mundo, el cumplimiento de una promesa hecha por Jesús durante la Última Cena: "Y yo rogaré al Padre, el cual os dará otro consolador para que esté con vosotros para siempre... No os dejaré huérfanos: yo volveré a vosotros... Aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí, y yo en vosotros" (SAN JUAN, XIV, 16, 20). Fue Pentecostés, el nacimiento de la Iglesia Católica. Los apóstoles militantes se encaminaron hacia conquistas eternas, conquistar para la eternidad; ahora todos ellos eran santos, animados por el fuego, el amor y la luz que venían de lo alto. Fueron enfrentados por el mundo, la carne y el demonio; combatieron contra la estridencia de filosofías paganas, contra las discordancias de una literatura torpe e impúdica, contra espíritus del mal altamente colocados. Nada importó que fueran detenidos, encerrados, flagelados, impedidos de predicar: "Y los apóstoles daban testimonio de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo con gran valor... y una gran gracia resplandecía en todos los fieles" (HECHOS, IV, 33). Ved, San Pedro, el intrépido heraldo de Cristo, primero en sus filas como sen sus nóminas (MATEO, X, 2-4; HECHOS, I, 13; MATEO, XVI, 18; LUCAS XXII, 32; JUAN, XXI, 15-18). Se levanta en medio de ciento veinte discípulos, todos los cuales reconocen su autoridad (HECHOS, I, 15). Cruza sin temor alguno las calles de Jerusalén; no sólo realiza sorprendentes milagros; más que nunca se siente dominado por la autoridad divina que se le ha concedido. Como los conversos se multiplican, calabozo, pero es libertado por un ángel (HECHO, IV, XII). Ni intimado ni desalentado, sale para predicar y bautizar a lo largo de los viejos caminos familiares de Judea, a través de las arenas de Samaria. Una antigua tradición lo radica por bastante tiempo en Antioquia, como primer obispo de la gran ciudad; y más tarde lo muestra muy activo en el Ponto, en Galacia, en Capadocia, en Bitinia...

"¡Por tanto id, enseñad a todas las naciones!". Concedido el mundo como un campo para la fe del Cristo, la semilla del evangelio ha de ser diseminada, la Iglesia, gracias a los trabajos apostólicos, expandida en una sociedad más amplia. Tal es la explicación satisfactoria por la cual Cefas no permaneció toda su vida en las provincias orientales o a lo más en la griega. El Imperio Romano, recordadlo, estaba dividido en muy vastos distritos: las provincias latinas ocupaban la cuenca occidental del Mediterráneo hasta el Adriático por el este, las Provincias griegas alcanzaban hasta el monte Tauro, donde imperaban las lenguas y costumbres griegas; más hacia el ese se extendían las provincias orientales con su gran confusión de lenguas y ritos antiguos. San Pedro estuvo destinado por el Cielo mismo a encaminarse hacia el César hacia Roma, capital de aquel vatísimo imperio. ¿No habitaba allí el César, araña obscena que atrapaba todo lo que estaba al alcance de su poder? Existían numerosos caminos, las célebres vías romanas, más de ochocientas, que conducían en todas direcciones hacia las más remotas provincias; arrancaban del dorado mojón del Forum para extender su esparcida red y sujetar a tres continentes. Ahora bien, puesto que todas las naciones habían sido incluidas en su "pastorado", San Pedro, natural y sobrenaturalmente, mucho necesitaba acudir al centro de ese imperio. De Cristo fue la orden, sin duda alguna, pero la inspirada respuesta correspondió a su vicario. Jamás hubo más firme resolución, ningún paso más determinado, ninguna aventura más divina que la decisión del pastor-jefe de visitar "obras ovejas", mostrarles la verdad, ganarlas para el verdadero redil. En ningún momento de su vida estuvo más seguro el gran apóstol de su deber de transmitir la verdad que poseía que el día en que encaminó sus pasos hacia los dos millones de paganos de la ciudad imperial. "¡Oh muy bendito apóstol Pedro, ésa era la ciudad a la cual no podías dejar de acudir. El apóstol Pablo, tu compañero de gloria, se había ya ocupado de fundar las iglesias, y tú penetraste solo en la selva de las bestias salvajes que rugían furiosamente; tú te aventuraste en aquel tormentoso océano con más valentía que cuando te arrojaste a las olas para llegas a Jesús!"

San Pedro en Roma

Por el año 42 de nuestra era llegó a la Porta Portese el Príncipe de los Apóstoles, después de haber realizado su viaje por tierra y por mar. Su llegada al corazón del mundo pagano señala un acontecimiento de extraordinaria importancia. Ya habitaba en el abarrotado ghetto, sobre la orilla del Tíber, un puñado de primeros conversos. Habían salido de Jerusalén cuando la primera persecución, para encaminarse hacia el puerto de roma. Judíos de la antigua Ley se habían establecido en la capital cincuenta años antes; pero Aquila y Priscilla, judíos sirios, fueron los primeros en constituir el núcleo de una comunidad cristiana. Con el andar de los días el nombre de Jesús fue pronunciado a través de los activos desembarcaderos; la fe, "como lámpara encendida en lóbrego antro", empezó a expandir sus rayos en aquellos barrios miserables. El emperador Claudio debe de haber estado muy lejos de imaginar que allí, al pie del Janículo, se echaban los fundamentos de un imperio que iba a sobrevivir a la Roma inmortal de los Césares. Sin embargo, así ocurrió. Si los romanos de las clases superiores se aventuraron por aquellos sitios donde se amontonaban los despreciados judíos pudieron muy bien codearse con el fundador del "Imperio de Cristo". Porque San pedro, confundido por su raída hopalanda entre sus pobres connacionales, andaba muy activo en los intereses de su Maestro. Día y noche, incesantemente, circulaba por entre las cabañas y cobertizos de la orilla del río; pasaba horas y horas junto a las pilas de fardos de los desembarcaderos; pero sus minutos más preciosos eran los que dedicaba a la celebración de la Eucaristía para su siempre creciente rebaño, e inducirlos a llegar a Cristo, y ser edificados sobre Él como piedras vivas sobre piedra angular (PEDRO, II, 5).

El rumor de todos estos hechos fue expandiéndose poco a poco hasta llegar a oídos de Claudio. Cerca del puerto, le informó su policía, se desarrollaban misteriosas actividades de una religión, de lo que había que informar cuanto antes al Senado. Se aseguró al César que ese culto de Crucificado era "una superstición extranjera" mucho más peligrosa que todas las fantásticas religiones que rivalizaban entre sí en la ciudad imperial. ¡Sorprendente, en toda verdad, eran el crecimiento y expansión de aquel culto secreto del Crucificado! Y Claudio debió alarmarse realmente al enterarse de la conversión de Filo y de Prudente, senadores romanos, y de sus dos propias y hermosas hijas Práxedes y Prudenciana, personajes distinguidos, y el de otras personas de elevada posición en la corte imperial, que podían penetrar libremente hasta la cámara del Emperador. Cuenta una leyenda que toda la ciudad quedó conmovida por el destino de un mago llamado Simón que, impotente para resucitar a un joven romano, quedó totalmente confundido al ver realizar el milagro a un judío recién llegado a la ciudad. Y cuando este mismo marrullero impostor quiso posteriormente engañar al pueblo sosteniendo que volaría hacia los cielos, tuvo el merecido fin porque, a ruego del escogido, los demonios abandonaron al mago, que halló terrible muerte. Esos y otros incidentes no menos milagrosos muestran ampliamente toda la actividad desplegada por el apóstol-jefe en la propagación de la simiente de la Iglesia.

Príncipe de los Apóstoles

La siguiente impresión que tenemos de San Pedro es como obispo entre los obispos, pero superior a ellos, en el Consejo de Jerusalén, alrededor del año 50 de nuestra era, siempre en cumplimiento de la preeminencia que le fue divinamente concedida. Todos los apóstoles, después de haber predicado el Evangelio en el mundo, se reunieron en la Ciudad Santa; había que ordenar muchas cosas, dificultades que resolver, problemas que demandaban soluciones prácticas. Se presentó el grave problema de determinar si los gentiles conversos quedarían sometidos a la antigua Ley y si serían circuncidados. Fue debatido el punto ampliamente, y se expusieron todos los argumentos por ambas partes. Al fin se levantó San Pedro, habló extensamente y dio su considerado juicio:

"Hermanos míos, bien sabéis que mucho tiempo hace fui yo escogido por Dios entre nosotros para que los gentiles oyesen de mi boca la palabra de Evangelio y creyesen.

"Y Dios, que penetra los corazones, dio testimonio de esto, dándoles el Espíritu Santo a ellos también como a nosotros.

"Y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, habiendo purificado por la fe sus corazones.

"Pues, ¿por qué ahora tentáis a Dios poniendo un yugo sobre la cerviz de los discípulos, que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar?

"Antes, por la gracia del Señor Jesucristo, creemos que seremos salvos, como también ellos" (HECHOS, XV, 7-11) .

Después de esas palabras los otros apóstoles guardaron silencio hasta que San Pablo y San Bernabé aprobaron todo lo que la Cabeza de la Iglesia había dicho. Y después que hubieron callado, Santiago respondió diciendo: "Varones y hermanos: ¡Simón ha manifestado!... ¿Puede algo mostrar más claramente que esas palabras, que San pedro fue el reconocido "Vicario de Cristo"?...

Al abandonar la antigua ciudad de David, se le presentaba al apóstol todo un mundo de trabajo que realizar. Graves fueron, en verdad, las obligaciones que sobre él recayeron al confiársele el cuidado de alimentar a corderos y ovejas. Su rebaño, esparcido, desterrado de la celestial Jerusalén, incluía a cristianos asiáticos, africanos y occidentales. Y es probable que el vocero de Cristo haya visitado grandes comunidades de la dispersión, desde que se contaron entre sus oyentes, en la fiesta de Pentecostés, partos, medas, elamitas, y habitantes de la Mesopotamia. ¡Tratad, pues, de representaros a San Pedro en aquellas jornadas misioneras! Su antigua y fiera energía quedaría templada por el tono de la dignidad apostólica, dela que puedan hallarse repetidas pruebas por todo el Nuevo Testamento. Ninguna persona que vivió en aquellos tiempos puede alcanzar el plano tan elevado en que se mantuvo el intrépido Vicario de Cristo; ningún hecho de la historia de aquellos primeros días es más sublime que la inflexible constancia del Obispo de Roma. San Pedro, es verdad, destella a través de las últimas páginas de la Sagrada Escritura como un viajero que andara por entre los más elevados picos de las montañas. Lo veis por un instante, luego se desvanece de la línea del cielo, se pierde entre profundas sombras y silencios. A poco reaparece poderoso, infatigable, en la prosecución de su constante esfuerzo. Todo lo que podría servirnos como un programa o registro misionario, las dos Epístolas, carecen de referencias precisas a lugares o ciudades, y suministran sólo una historia fragmentaria de una intrépida aventura emprendida por amor de Cristo. A pesar de todo ello, puede verse entre líneas a un gran pastor, siempre despierto, previsor, curtido por el tiempo, cuidadoso de sus desparramadas ovejas, cada una de las cuales estaba bien cerca de su corazón.

Prueba por el fuego y la espada

Días de amarga prueba para la Iglesia naciente se suceden casi sin cesar. Nerón, el último de la familia de César, ascendió a trono el año 54 de nuestra era; y débese calificar de bestial su reinado que duró más de diez años. Por la monstruosa forma en que vivió, colocose más allá de los límites del amor y de la piedad, en realidad más allá de toda humanidad. En uno de sus negros arranques exclamó una vez: "¡Príamo fue muy afortunado por haber podido contemplar la destrucción de Troya!"; y cuando se le dijo que Gayo acostumbraba repetir la frase: "cuanto esté muerto sumerge el mundo en llamas", el salvaje emperador mostró toda la negrura de su alma exclamando: "¡De ningún modo, sino ahora que vivo!". Enloquecido, puso fuego a la gran ciudad, y luego, para ocultar su culpa, achacó el crimen a los cristianos, contra los que su prostituída consorte, la emperatriz Popea, había azuzado su personal rencor. Nerón fue poseído por un frenesí de destrucción, amontonado en su alma perversa todo el odio de que eran capaces los paganos. Non licet Cristianos esse! fue la orden infame que salió de la cámara del Trono. Una orgía de persecución sucedió a otra, un ataque tras otro, azuzada de la enloquecida plebe y sostenida por el mismo emperador. He aquí cómo describe las espantosas escenas un historiador romano: "Una enorme multitud -escribe Tácito- fue culpada no tanto de haber causado el incendio, sino de odiar al género humano. Y al ser condenados a muerte fueron convertidos en objetos de diversión, cubiertos con pieles de animales salvajes, acosados por perros, o crucificados, o quemados vivos, y cuando declinaba el día sus cuerpos que ardían servían de luces nocturnas. Nerón abrió sus propios jardines a semejante exhibición, y ordenó además juegos del circo mezclándose a veces entre la multitud vestido de auriga o ya manteniéndose en su propio carro" (1). Así un tirano brutal selló su poder en la infamia y Roma fue llamada la ciudad "ebria con la sangre de los santos y con la sangre de los mártires de Jesús" (2).

Imaginad a San Pedro durante aquellos días terribles, viviendo en medio de la espantosa prueba, tratando de fortalecer a su rebaño; ¡El mismo Vicario de Cristo estaba destinado también a "dar testimonio" y a convertirse en una víctima del horripilante festival! Su Divino Maestro lo había señalado con suficiente claridad: "De cierto, de cierto te digo, que cuando eras más mozo te ceñías e ibas adonde querías; más cuando ya fueres viejo, extenderás tus manos, y otro te ceñirá y te llevará adonde no querrías" (JUAN, XXI, 18). Una antigua tradición describe las terribles peripecias por las que Pedro pasó, el foso de peligros que se abría a sus pies. El pequeño y atribulado rebaño de roma, temeroso de que su Santo Padre pudiera ser detenido y quedara la Iglesia decapitada, se agrupó a su alrededor para protegerlo a toda costa. ¿Por qué, ¡oh!, debía de ser asesinado el pastor y dispersadas sus ovejas? ¿Ese era el plan de dios? Torturado entre su sed de martirio y su hambre por el bienestar de su rebaño, al fin Pedro se sometió al más hondo deseo de sus fieles y huyó de la ciudad imperial. Pero, ¡ved, un poco más allá de la Porta Capena, el fugitivo apóstol se encontró con Jesús que llevaba su cruz! "Señor, ¿adónde vas Tú?", preguntó Pedro. Y su Salvador contestó: "Voy a Roma para ser crucificado otra vez, por ti". A lo cual San Pedro, tocado en lo más vivo, retornó a la ciudad, fue tomado preso poco después y arrojado al Tullanum.

Cautivo voluntario por Cristo, convirtió al carcelero, a quien bautizó con las aguas de una fuente milagrosa que surgió del suelo seco de la prisión. Por fin, en julio del año 64 de nuestra era, llegó el día, el día que testificaría la culminación de su fe, de su esperanza y de su amor, el acto más intenso de su larga vida. Simón Bar Jona, el hombre que había sido probado otra vez, marchó ahora rectamente y sin temor para conquistar la victoria final desde la cruz. Conducido hacia la cima del Janículo, pidió a sus verdugos que lo crucificaran cabeza abajo, sintiéndose indigno de morir en la misma postura que su Maestro. Una inscripción en la sacristía de la catedral de San pedro indica el sitio donde el Príncipe de los Apóstoles terminó su existencia en espantosa agonía, mientras la multitud insensata vociferaba y escarnecía a su víctima, y las palabras pronunciadas tan a menudo por sus labios fueron estrictamente cumplidas: "Porque para eso fuisteis llamados, pues que también Cristo padeció por nosotros, dejándonos un modelo, para que vosotros sigáis sus pisadas." (I PEDRO, II, 21).

Simiente de la Iglesia

Respecto de las actividades de los otros apóstoles, basta decir que también obedecieron la orden del Maestro y llevaron el Evangelio a distantes razas paganas. Contemplad cualquier mapa de Viejo Mundo si queréis ver las indelebles pruebas de aquellos heraldos de Cristo. San Pablo fue decapitado en Roma, muy probablemente el mismo día que San Pedro fue crucificado. San Andrés murió sobre la cruz en Patrás, en Acalla, en tanto que Santiago, obispo de Jerusalén fue asesinado por soldados de Herodes. San Felipe predicó en Samaria y dio cruento testimonio de su Maestro en Hierópolis; San Bartolomé (Nataniel) fue desollado vivo en Albanópolis, en Armenia; Santo Tomás, el apóstol de la Indica, después de derramar su sangre por la fe, fue enterrado en Edeso; De Santiago el Menor se dice que fue crucificado cuando predicaba el Evangelio en el Bajo Egipto; San Simón Zelote, creen unos que fue crucificado en Babilonia, otros en las islas Británicas. San Judas, enviado por Santo Tomás al rey de Edeso, abrazó el martirio en Berito; y San Mateo, que predicó en Partia y en Etiopía, encontró su muerte en Naddaber, en el último de esos países. Todos, con excepción de San Juan, dieron sus vidas por el Cristo; sin embargo, la larga vida del bienamado apóstol no fue más que un lento martirio. Todos ellos dieron testimonio de Dios siguiendo las huellas de Aquel que dijo: "He aquí, yo os envío como a ovejas en medio de lobos. El discípulo no es más que su maestro, ni el siervo más que su señor: Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros. Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me aborrecía antes que a vosotros. Empero, no os regocijéis de esto, de que los espíritus se os sujeten; más antes bien regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos." (MATEO, X, 24; XV, 20, 18; LUCAS, X, 20).

Una vista a vuelo de pájaro mostrará cómo el Reino de Cristo creció como la semilla de mostaza de la parábola del Maestro. Sabido es que a principios del reinado de Nerón era un crimen ser cristiano; en verdad, desde Nerón a Galerio los fieles fueron considerados como criminales, y, a pesar de ello, su número aumentó constantemente. Los cristianos de Roma, lo recuerda Tácito, constituyeron una gran multitud, y en Tesalónica se decía a gritos que los apóstoles habían puesto el mundo en confusión. Antiguos centros históricos como Antioquía, Atenas, Corinto, Filipo, Efeso, Cesarea, eran animados por la fe, colmados de seguidores de Cristo. En verdad el mundo entero parecía despertar al llamado de Dios, mientras la Iglesia, respondiendo a las necesidades de los tiempos, crecía y adelantaba con gran vigor creativo. No tardó mucho hasta que la nueva religión, reclutando sus adeptos de entre todos los rangos, contó con personas que pertenecían a la casa imperial. Desde luego que todo ello ocurrió contra la más terrible oposición, pero ni aun las "puertas del infierno" pudieron prevalecer. Nerón, el suicida, fue seguido por otros emperadores infernalmente brutales que trataron, mediante el fuego y la espada, de desarraigar el cristianismo. No hubo una década durante la cual la Iglesia naciente se viera libre de una persecución efectiva o de la amenaza de persecución. La perversidad en las altas esferas era demasiado evidente, y horrible fue el poder de los hijos del "padre de la mentira". Si hubieran sido abiertos sus corazones, ¡cómo se hubieran expandido en todas direcciones tantas ideas negras, odios amargos, propósitos crueles, instintos bestiales! Los judíos repudiaban a los adeptos de Cristo, los jueces romanos los calificaban de execrable secta, espías a sueldo los acusaban de los crímenes más espantosos, mientras la canalla difundía viles caricaturas en un intento de denigrar su sagrada religión.

Ante esos hechos de virulenta persecución, Lino sucedió a Pedro como Obispo de Roma, y fue seguido por Anacleto, y luego Clemente estableció un orden más profundo y mejor disciplina en la Iglesia entera. Todos los verdaderos adeptos de Cristo consideraron a su Vicario como el Obispo universal plenamente fieles fueron sometidos a nuevas pruebas bajo el tirano Domiciano, quien, a su vez, recibió la muerte de manos de un asesino. Nerva, al ascender al trono, condenó a muerte al Papa Clemente por haberse negado a obedecer una orden imperial que le mandaba ofrecer sacrificio a los dioses de Roma. El año 97, Evaristo sucedió a Clemente y dirigió la Iglesia naciente durante ocho años. San Juan vivía todavía, la fe se propagaba con gran rapidez, y los devotos cristianos contemplaban la próxima celebración del centenario del Nacimiento de Cristo. Así como lo predijo el Divino Maestro la "piedra" de Pedro se mantenía firme, hasta cuando la furia de la solas la batían con más encono. Como una simple cuestión de historia, los primeros veinticinco pontífices forman una línea ininterrumpida de mártires, y hasta el Papa San Dionisio, que murió el año 272, no hubo un solo Obispo de Roma que dejase de seguir las huellas de su doliente Salvador. Pero Dios escribe el drama de las edades, y los hombres, hasta los hombres anticristianos, son sus actores. Hubo persecución, llegó la prosperidad, y el vigor de la Iglesia de Cristo, como el poder de su Fundador, nunca envejeció, y veremos enseguida cómo la sangre de los mártires fue la rica simiente de una cosecha mundial para los cielos.
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Notas

1. Anales, XV, 44. [Regresar]

2. Apoc., XVII, 6. [Regresar]

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