LAS HEREJÍAS
La fe
Cristiana no se manifestó al mundo para instalarse cómodamente transformándolo,
como por arte de magia, en un suave manto pleno de simplicidad y paz. Muy por el
contrario lo hizo incomodándolo, revelando su carácter laberíntico y
contradictorio, con sus claroscuros, cumbres y abismos. En ese ámbito, ‘rebelde
a Dios’, se desarrolló la Fe Cristiana, sin confundirse ‘con’ el mundo,
pero convirtiéndose por obra de su fundador N.S. Jesucristo, en el punto de
encuentro entre Dios y el Hombre, entre el Creador y la criatura.
A lo largo de los más de dos mil años de la
progresiva vida de la Iglesia de Cristo, innumerables fueron las tensiones y
desafíos que debió padecer (y que aún padecerá), motivadas por las
diversas desviaciones de las enseñanzas dejadas por el Divino Maestro, sin lugar
a dudas promovidas por ‘el padre de la mentira’ y sus lacayos.
Aquellos que persiguen la destrucción del cristianismo (y cuyas asechanzas continuarán hasta el final de los tiempos), siempre inician su labor por el mismo lugar, cual es, pervirtiendo la conciencia de los hombres y llevándolos a desconocer el principio de ‘autoridad’, principio del que la Iglesia está legítimamente revestida.
En esa encrucijada de la historia es cuando surgen las herejías, las
pasadas y las presentes, como fiel producto ‘del mundo’. Al encontrarse
su espíritu marcado por aquella ‘rebeldía a Dios’, puede afirmarse que su
exteriorización no es sino una reacción pesimista y desesperanzada, un
contra-mensaje al revelado por Cristo, reacción que a veces se ha manifestado
con rostro brutal e inhumano y otras con apariencia benévola y humana.
En general, y dada sus fallas de origen, las herejías históricas inevitablemente han desaparecido, perdiéndose en el baúl de la historia. Sin embargo, sus ideas no siempre corrieron la misma suerte siendo estas, una y otra vez, retomadas por quienes quizás consideraron valederas tales especulaciones, pero que en realidad estaban imbuidos (o mejor, tentados) por aquél espíritu de ‘rebeldía’, y que a nuestro entender, no hizo (y hace) mas que demostrar palmariamente, cuan hay de cierto en aquello de las perniciosas consecuencias que ha impreso en el corazón del hombre su primer acto de rebeldía, el primordial pecado de Adán.
Es por ello que la Iglesia, como indiscutible
depositaria de la Verdad Revelada, tuvo que salir al encuentro de una amenaza
que muchas veces, por su magnitud y beligerancia, hizo que muchos cristianos
creyeran estar viviendo el final de los tiempos anunciados en las Sagradas
Escrituras.
Tal réplica no sólo permitió liquidarlas al arrancarlas de raíz,
sino que –y he aquí la trascendencia de las herejías- provocó la construcción de
ese noble y monumental obra que constituyó la definición dogmática de las
Verdades depositadas a su cuidado, y cuya formulación permitió la consolidación
de un sistema, de un todo al que llamamos Cristianismo.
En otras palabras, con la debida asistencia del Espíritu Santo, la
Iglesia pudo construir el necesario cimiento en el que los cristianos lograron
depositar y velar por la ortodoxia de aquellas Verdades y sin el cual, como ha
acontecido a lo largo de la historia, fácil e inexorablemente el Hombre hubiera
caído en el absurdo, en el desatino propio a la que está condenada toda
especulación meramente humana (dada su inclinación a la infidelidad o mejor aún
a la ‘rebeldía’), y que por ello se encuentra fatalmente condenada a no penetrar
en lo propio de Dios.
Mucho mejor lo expresa el cardenal Ratzinger cuando afirma: “Voy a hacer una observación. Quien estudió en los tratados de teología (.....), verá un cementerio de tumbas de herejías en las que la teología muestra los trofeos de las victorias ganadas. Tal visión no presenta las cosas como son, ya que todos esos intentos que se han ido excluyendo a lo largo de la historia, como aporías o herejías, no son simples monumentos sepulcrales de la vana búsqueda humana; no son tumbas a las que en visión retrospectiva con cierta curiosidad, inútil, al fin; cada herejía es más bien la clave de una verdad que permanece y que nosotros podemos ahora juntarle a otras expresiones también válidas; en cambio, si las separamos, nos formamos una idea falsa. Con otras palabras: esas expresiones no son monumentos sepulcrales, sino piedras de catedral; serán útiles sino permanecen sueltas, si alguien las integra en el edificio; lo mismo pasa con las formulas positivas: sólo son válidas sin son conscientes de su insuficiencia. El jansenista, Saint-Cyran, pronunció una vez estas hermosas palabras: “La fe esta constituida por una serie de contrarios unidos por la Gracia” (cfme. Introducción al Cristianismo, pág. 142 y ss., Ed. Planeta-DeAgostini, Madrid, 1995).
Como ya lo hemos dicho, en la
misma medida que la Iglesia –bajo la guía del Espíritu Santo (Jn. 16,12-13)- fue
profundizando su comprensión de las enseñanzas contenidas en las Sagradas
Escrituras, surgieron aquellos que desconocieron su autoridad, arrogándose
–ilegítimamente- tales facultades interpretativas. Así, y en salvaguarda del
rebaño de Cristo, la Iglesia supo reaccionar (a veces intempestivamente, por
cierto) convocando Concilios, no sólo para condenar una determinada doctrina
herética sino para definir ‘solemnemente’ la ‘sana’ doctrina y que constituye el
fundamento de la profesión de Fe de los Cristianos.
A pesar de ello, nadie puede negar el largo y
trágico proceso de descristianización o de neo-paganización de los pueblos,
proceso cuyo inicio algunos estudiosos lo hacen retrotraer a los albores del
siglo XVI. Cualquiera sea la fecha de su origen, lo cierto es que la presencia
de aquél es perceptible en el ambiente en el que desarrollamos nuestra vida,
ambiente dominado por un ordenamiento de tipo iconoclasta o descreído, donde es
moneda corriente la promoción, bien organizada, de toda forma de vida
caracterizada por la ambición y la concupiscencia, lo cual no hace sino
profundizar en el hombre su ceguera y furia, su ‘rebeldía a Dios’.
Justo en este período de nuestra historia se ha puesto en boga los
cuestionamientos ‘progresistas’ (de afuera y de adentro) por el accionar de la
Iglesia en su itinerario histórico, acusándola (la mayoría de las veces sin
mayor profundidad) de haber violentado la originaria libertad del hombre.
Evidentemente estos críticos no se han percatado (o no quieren hacerlo) de la
violencia que ejercieron aquellos que se levantaron, con sus doctrinas y
acciones, contra la misma condición humana, creada por Dios, y que la Iglesia
tuvo (y tiene) la misión de salvaguardar
En ese marco, y sin pretender negar los abusos que sí existieron,
siguiendo a Belloc y Chesterton, nos preguntamos: ¿cuáles hubieran sido las
consecuencias para el hombre de haber prevalecido las herejías? ¿cuál sería el
mundo que nos hubiera tocado vivir?. Baste repasar las doctrinas arrianas, las
gnósticas o las albigenses, entre otras, para encontrar una contundente
respuesta.
El
Cristianismo o mejor, la Iglesia, a diferencia de las herejías, tuvo siempre la
misión de convocar a todos los hombres, sin distinción, ni excepción, a ser
participes en la historia de la salvación. Así lo enseña el Apóstol de los
gentiles, San Pablo, cuando afirma: “Todos, pues, sois hijos de Dios por la
fe en Cristo Jesús. Porque cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis
vestido de Cristo. No hay ya judío ni griego, no hay siervo o libre, no hay
varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Galatas, 3, 26-28).
¿Qué equivalencia podemos encontrar en los catharos, maniqueos,
ebionitas, pelagianos, montanistas y tantos otros, donde hacían de la exclusión
una regla?. La realidad de los hechos nos muestran que las grandes y pequeñas
herejías cumplieron (y seguirán cumpliendo) una misión, y no solo un ciclo, que
permitió a la Iglesia llegar a comprender con mayor profundidad las divinas
enseñanzas dejadas a su cuidado por N.S. Jesucristo, como así también
re-descubrir su propia misión, cual es la de la llevar dicho mensaje
de salvación hasta en los más recónditos lugares donde se encuentre el hombre,
sujeto central de la acción redentora de Jesucristo. He allí la cuestión
fundamental y objeto central de oposición de los enemigos de Dios.
Por último, una breve aclaración de conceptos. Es muy común
comprobar entre quienes no están muy familiarizados con estas cuestiones, el
tener por sinónimos dos términos bien diferentes, cuales son: Herejía y Cisma.
Por Herejía (del griego, háiresis), se entiende a ‘la acción de todo
aquel que habiendo recibido el bautismo cristiano, obstinadamente pone en duda o
propone doctrinas contrarias a la Verdad revelada’, es decir, un verdadero
acto de voluntaria infidelidad (ver 2Pe 2,1)
En cambio, un cisma (del griego, sjisma) implica un acto de
separación o rebelión que desgarra la Unidad del rebaño de Cristo (1 Cor
1,10; 11,18; 12,25). De allí que el cismático sea quien origina el cisma
como el que adhiere libremente, por convicción o de hecho. Así, un cisma puede
no estar motivada por una Herejía (vgr. Cisma de Oriente), en cambio una
Herejía, al cuestionar la ortodoxia dogmática, inevitablemente conlleva un acto
cismático.
Dicho
esto, y sin pretender abarcarlas a todas, expondremos algunas de las principales
herejías que se han dado a lo largo de los siglos, muchas de las cuales llegaron
hacer conmover los cimientos mismos de la Iglesia de Cristo.
“Yo no miro con aversión al hereje, sino a la herejía: al error es al que
aborrezco y no al hombre que yerra, supuesto que procuro sacarle de su error. No
declaro yo la guerra a la criatura, que es obra de Dios, sino que trabajo por
sanar un alma que el demonio ha corrompido”
San Juan Crisóstomo