Sección segunda

LA VIDA CORPORAL Y LA SALUD
ANTE LA CARIDAD CRISTIANA


La vida corporal es uno de los más preciosos bienes de que disfruta el hombre sobre la tierra. Y para protegerlo infundió Dios al hombre el instinto de conservación. Por su parte, a la teología moral le corresponde mostrar cómo debe el cristiano establecer el reino de la divina caridad en el cuerpo y en cuanto dice relación con la vida corporal. Para el cristiano, el cuerpo es templo del Espíritu Santo. La unción del Espíritu Santo
consagra el cuerpo a la adoración de Dios, a la ininterrumpida correalización de Cristo para gloria de Dios y provecho y salud del prójimo. La vida y la salud son valores muy altos, y como tales confiados a la tutela del amor sobrenatural de sí mismo y del prójimo. Pero con esto no se ha de pasar por alto lo más importante, a saber : que si el amor sobrenatural protege la vida corporal, ésta debe estar siempre al servicio de aquél.

I. EL CRISTIANO Y EL CUERPO

El concepto que del cuerpo se tenga es decisivo para apreciar la vida corporal y la salud. En este respecto, la concepción cristiana equidista de dos extremos opuestos: la pura hostilidad espiritualista contra el cuerpo y su divinización materialista; el optimismo simplista, que ignora el pecado original, y el oscuro pesimismo, que no ve ni en la creación ni en la redención ni siquiera un rayito de gloria que caiga sobre el cuerpo.

El cuerpo no es un ser extraño al hombre, porque nuestro ser es cuerpo y alma. Ese ser, resultante' de alma y cuerpo, es imagen de Dios (cf. Gen 1, 27). Para seguir a Cristo no basta grabar la imagen de Dios en el alma ; hay que empeñarse en que esa imagen se refleje también en el cuerpo; así el día de la resurrección brillará en él, con todo su esplendor, la gloria de Dios.

Aun después de la caída original, el cuerpo sigue siendo una obra maestra del creador. No fue propiamente el cuerpo sólo la sede del pecado original; tampoco el espíritu permaneció en orden ; la caída los privó a ambos, cuerpo y alma, de la gloria de Dios. La sarx (carne) paulina no debe entenderse en el sentido de que el cuerpo sea el principio hostil a Dios y no redimido, y el alma se halle perfectamente en orden ; sino que pecado original y redención afectaron por igual a cuerpo y alma, a la sarx y al pneuma.

El pneuma, participación a la vida del Espíritu divino, debe regenerar el cuerpo y el alma. Sin duda que no es el cuerpo, sino el alma, la sede inmediata de la gracia santificante; pero tampoco es el alma sola, sino el alma habitante del cuerpo.

La raíz primera del pecado, la soberbia, reside en el espíritu. Pero san Pablo nos enseña que es muy triste la experiencia que tiene de la sarx, de la carne : la oposición al espíritu y a la ley de Dios procede sensiblemente del cuerpo sensual; el mal encuentra en él muchas puertas para entrar. Lo que hace decir al apóstol (haciendo eco a la palabra del Señor : "el espíritu está pronto, pero la carne es flaca") : "Castigo mi cuerpo y lo reduzco a esclavitud" (1 Cor 9, 27). A la misma experiencia obedece aquella recomendación universal, de que llevemos siempre en nuestro cuerpo la mortificación de Jesucristo (2 Cor 4, 10) ; aunque no sólo en el cuerpo, porque también hay que plantar la cruz en la voluntad, inclinada al desorden; para que "la vida de Cristo se manifieste también en nuestro cuerpo".

La sagrada Escritura, y sobre todo san Pablo, nos presentan, pues, el cuerpo como puerta por donde se introduce el pecado; pero ello no es razón para que dejemos en la sombra otros aspectos fundamentales del cuerpo, por los que se nos presenta con una auténtica grandeza, mirado a la luz del cristianismo. Para descubrirla, basta considerarlo a la luz de la encarnación del Hijo de Dios, a la luz de los santos sacramentos, que se aplican también al cuerpo, a la luz de la inhabitación del Espíritu Santo, a la luz de su destino, que es la glorificación de Dios

Como respuesta al docetismo, que afectaba desprecio por el cuerpo, proclamó san Juan, con todo énfasis: "El Verbo se hizo carne (sarx)" (Ioh 1, 14), se hizo visible a los ojos y palpable a las manos (1 Ioh 1, 1 ss). El cuerpo humano en toda su realidad fue, pues, asumido en la unión hipostática; es, pues, nuestro cuerpo el que participa también de la gloria de Cristo. Sí: nuestros cuerpos son "miembros de Cristo" (1 Cor 6, 15).

Nuestro Señor redimió no sólo nuestra alma, sino también nuestro cuerpo al encarnarse, al tomar un cuerpo animado y al ofrecer ese mismo cuerpo en sacrificio en el altar de la cruz. Por eso está escrito: "El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo; y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros" (1 Cor 6, 13 s). "¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que habita en vosotros?" (1 Cor 6, 19). De todo lo cual saca san Pablo la consecuencia: "Habéis sido comprados a gran precio: Glorificad a Dios en vuestro cuerpo" (1 Cor 6, 20).

¿Y cómo ha de glorificar a Dios el cuerpo? Ante todo por la castidad; y tratándose de personas especialmente llamadas, por la virginidad, suprema realización de la castidad (1 Cor 6. 18; 7. 1-40).

El cuerpo es el instrumento de toda obra buena. "Que no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, obedeciendo a sus concupiscencias; ni deis vuestros miembros como armas de iniquidad al pecado, sino ofreceos más bien a Dios, como quienes muertos han vuelto a la vida, y dad vuestros miembros a Dios, como instrumento de justicia" (Rom 6, 12 s).

El bautismo deposita en nuestro cuerpo mortal algo de la realidad de la muerte de Cristo y de la gloria de su resurrección (Rom 6). No es, pues, indiferente lo que podamos hacer con nuestro cuerpo, como pretende cierto espiritualismo libertino. Precisamente en el cuerpo y con el cuerpo hemos de realizar nuestra misión terrenal para glorificar a Dios y así participar de su gloria (de su dora) y de la de Cristo nuestro Señor.

Con la oblación de su propio cuerpo ofrendó Cristo su sacrificio de sumo sacerdote: "Me has preparado un cuerpo... Heme aquí que vengo... para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad" (Hebr 10, 6 s). Con razón nos amonesta san Pablo a que cumplamos nuestra misión sacerdotal con Cristo, precisamente en el cuerpo y con el cuerpo: "Os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios" (Rom 12, 1).

Por la asistencia corporal a la celebración de la santa misa, y mucho más por la recepción de los santos sacramentos, en especial de los que incluyen unción; y Por el, contacto con el cuerpo y sangre del sacrificio eucarístico de Cristo, contrae nuestro mismo cuerpo una maravillosa unión e intimidad con el sacrificio de Cristo y de la Iglesia.

Esa oblación de nuestro cuerpo ha de tener su repercusión religiosa y moral en el esfuerzo por configurarnos con Cristo crucificado, en el soportar, con espíritu de inmolación, los dolores, la enfermedad y la muerte, en el adiestramiento animoso del cuerpo para toda obra buena a gloria de Dios, en la irradiación de la gracia que se va adueñando más y más del mismo cuerpo, en prenda de la futura resurrección con Cristo.

La moderna educación física debe apreciarse conforme a estas ideas. La cultura y educación física bien ordenada "obedece al respeto que se debe a la obra de Dios, y es, por lo mismo, acción que el cristiano debe a su cuerpo, en atención a Dios" 82. Si el hombre puede encontrar gusto en las formas estéticas, mayor lo debe encontrar en la bella configuración de un cuerpo vivo, animado y espiritualizado, que sea expresión de la hermosura interior, obra de la sabiduría de Dios.

Porque la hermosura y perfección del hombre no está en lo acabado de las líneas corporales, sino en la espiritualización del cuerpo y en la corporización del espíritu. Pero aquí sobre todo ha de observarse la jerarquía de los valores . El cuerpo no ha de independizarse nunca del alma y del espíritu; la hermosura corporal no puede conseguirse nunca a costa de la hermosura anímica; faltando ésta, no puede haber más que afeites y apariencia exterior.

Todo hombre, venido al mundo con el pecado original, aunque haya adquirido la, gracia y viva a los resplandores del culto divino, nunca debe tener una confianza simplista en su propio cuerpo. "Los hombres de hoy no saben ya que su cuerpo es, no sólo el instrumento de su alma y el campo que ella debe labrar, su configuración viviente y su habitación, sino también una fuerza tremenda, que lo amenaza siempre, que lo envuelve en una malhadada esclavitud y lo ata al yugo de pasiones y apetitos demoníacos".

El cristiano debe mirar la cultura física y el cultivo de la belleza a la luz no sólo de la resurrección, sino también de la cruz de Cristo, debe sentirse siempre en relación con la pasión y la gloria del cuerpo de Cristo, acordándose del pecado original y de que Dios ha introducido al creyente en el reino de la gracia. Separar estos dos aspectos y disolver su fructífera tensión, significa exacerbar los peligros que por el lado del cuerpo amenazan siempre al cristiano.

II. EL CRISTIANO ANTE LA VIDA CORPORAL

El cristiano considera la vida corporal como un bien inmenso. El tiempo de esta vida es el tiempo de la prueba, el tiempo de trabajar para la eternidad. Hay que trabajar mientras es de día (Ioh 9, 4). "Cada uno recibirá lo que hubiere hecho por el cuerpo, bueno o malo" (2 Cor 5, 10).

La vida larga es un don, una bendición de Dios: "Honra a tu padre y a tu madre para que vivas largos años" (Ex 20, 12; Eph 6, 2). "Le saciaré de días" (Ps 90, 16). "El temor de Yahveh 'alarga la vida, mas los años del impío serán abreviados" (Prov 10, 27). Aunque lo más importante no son los muchos años de vida, sino el hacerlos fructíferos para la eternidad. Por eso la sagrada Escritura alaba al que, a pesar de sus pocos años, llegó a la madurez (Sap 4, 13).

La vida es un feudo que se nos ha confiado; no nos pertenece a nosotros, sino a quien nos lo confió. "Ninguno de nosotros para sí mismo vive..., pues si vivimos, para el. Señor vivimos" (Rom 14, 7 s). Nuestra vida está toda en manos de Dios. A cada momento puede llamarnos. ¡Estemos siempre dispuestos a recibir su llamada !

El hombre gime ante la fragilidad de la vida terrena. "Toda carne es como hierba... Sécase la hierba, marchítase la flor, cuando sobre ellas pasa el soplo de Yahveh" (Is 40, 6 ss; 1 Petr 1, 24 s). La consecuencia es que hemos de aprovechar el breve tiempo de nuestra vida terrena, puesto que de él depende toda la eternidad. "La momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable" (2 Cor 4, 17; cf. 1 Cor 7, 29).

Pero la vida corporal no es el bien supremo, y sólo alcanza su verdadero valor cuando es empleada en servicio de Dios, cuando el hombre está dispuesto a sacrificarla en su servicio, para alcanzar la vida eterna. "Quien quiera salvar su vida la perderá" (Mc 8, 35 s; Lc 9, 24; 17, 33; Ioh 12, 25). El que coloca su vida terrena sobre todo lo demás y sólo se cuida de su conservación, no alcanzará a comprender su auténtico valor y perderá la verdadera vida, que es la vida en Cristo. Por lo mismo, el cristiano no ha de tratar únicamente de "pasar la vida", sino de "vivirla realmente", es decir, gastarla en conseguir la vida eterna. Y puesto que sólo el amor divino puede darla, por ser él la misma vida eterna, tenemos que colocar a su servicio esta vida terrena. Jesucristo mismo nos enseña a no poner la vida sobre todos los demás valores, cuando nos dice : "Quien viene a Mí y no odia hasta su misma vida, no puede ser mi discípulo" (Lc 14, 26). Si, pues, la vida, o sea el apego a la vida terrena, es un impedimento para seguir a Cristo, será preciso odiarla, esto es, sacrificarla al servicio del amor.

Por nosotros sacrificó Cristo su vida temporal. "El buen Pastor da la vida por sus ovejas" (Ioh 10, 11). Para probar nuestro amor tenemos que estar también nosotros listos a dar nuestra vida por Cristo y por nuestros hermanos. "En esto hemos conocido la caridad, en que Él dio su vida por nosotros; y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos" (1 Ioh 3, 16). El acto supremo del amor es dar la vida. "Nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos" (Ioh 15, 13). Todos tenemos que sacrificar nuestra vida en aras del amor, sea sacrificándola en algún acto heroico, sea en un prolongado servicio de amor. San Juan ha compendiado en el término "zoe" = vida, los valores que encierra la vida corporal y sus grandes posibilidades, porque ese término expresa el propio ser soberano de Dios y nuestra participación en su vida divina. Nuestra vida corporal debe, pues, ser imagen de la vida celestial ; así será camino para llegar a la verdadera vida y el precio que por ella pagaremos.

III. EL CRISTIANO ANTE LA MUERTE

La muerte pone de manifiesto no sólo la absoluta fragilidad de la existencia humana, sino también su verdadero valor. Para apreciar en su verdadero significado la muerte del cristiano y su misma vida, hay que considerarla a la luz de la vida y de la muerte de Cristo.

La muerte es la interrupción de la vida terrena, y al propio tiempo su punto culminante, en el que se decide su valor eterno. La muerte puede ser el hundimiento estrepitoso de una vida malograda y perversa, cuando debiera ser el día de cosechar los frutos de una vida en sazón. La muerte puede ser el último acto de desobediencia y obstinación, cuando aun en ella el hombre se rebela contra la voluntad de Dios, o cuando arroja su vida en el suicidio; y, sin embargo, en la muerte debería el hombre elevarse, a ejemplo de Cristo, al acto más sublime de obediencia. pronunciando el sí de amorosa oblación del sacrificio de su vida.

La muerte del hombre es amarga por el pecado de Adán. Cristo, por su parte, quiso saborear hasta lo más amargo de la muerte, "soldada del pecado" (Rom 6, 23). Y precisamente esa muerte de Cristo envuelve en divinas esperanzas la muerte del cristiano. San Pablo no se ha cansado de rememorar estos dos aspectos de la muerte. El pensamiento de tener que "despojarse de este cuerpo" (2 Cor 5, 4) le resulta amargo, pero considera  luego que la vida terrena es un peregrinar lejos del Señor; por la muerte, en cambio, vuelve a casa de Dios, dando cumplimiento a sus esperanzas. La muerte, con su aspecto doloroso, nos echa del lado del pecado de Adán, pero recibida en espíritu de obediencia, de esperanza y de amor, nos coloca de lleno bajo la gracia de Cristo, bajo la bendición de la cruz. El cristiano tiene que hacer frente a la vida y cargar con su responsabilidad, y al mismo tiempo estar pronto a sacrificarla, con la mirada fija en la muerte de Cristo y en la suya propia. De ese modo cada renunciamiento, cada mortificación, cada inmolación de la vida en servicio de Dios y del prójimo, se convertirá en participación a la muerte de Cristo y en camino hacia la resurrección con Él.

La sentencia pronunciada contra Adán entregó el hombre como víctima a la muerte ; mas su participación en el carácter sacerdotal de Cristo lo consagró para su muerte. El bautismo no es la simple inmersión en la muerte de Cristo; es, además, una consagración para morir constantemente con Él, sobre todo para recibir con sumisión la muerte como participación al sacrificio de nuestro Señor. La confirmación y el orden sagrado, la devota asistencia a la santa misa, en la que nos unimos al sacrificio de Cristo, deben también entenderse como una consagración a la muerte, como una fuerza que nos inicia en una vida que es toda ella preparación a nuestra hora suprema, a la buena muerte. Como hijo de Adán, el cristiano tiene que padecer la muerte; y como miembro de Cristo, debe abrazarla sumiso y obediente. El cristiano que esto considera, convierte toda su existencia en ejercicio preparatorio para el acto supremo y decisivo de decir "sí" a la muerte, cualquiera que sea la forma y el momento en que Dios quiera enviársela. Y no hay cosa que debamos desear y pedir con mayor asiduidad que la gracia de la perseverancia, o sea, la de la buena muerte.

En la unción de los enfermos se pone en particular relieve la misión cultual de la enfermedad y de la muerte; con ella queda el enfermo ungido y consagrado para morir, o para sufrir asociado a la pasión de Cristo. Por ella se obra la expiación de cuanto de pecaminoso hizo el hombre con su cuerpo y los sentidos. La expiación es el prerrequisito para la consagración, expresada en la aplicación de los santos óleos.

La calidad sacerdotal del cristiano encuentra su expresión más perfecta y llega a su plena madurez en virtud de este sacramento, recibido con vistas a la muerte, es decir, al hecho que más nos asemeja al sacrificio de Cristo en la Cruz.

Todos los sacramentos están en íntima y mutua correlación. Así, la extremaunción se relaciona con el bautismo y la penitencia, y viene a ser como la renovación de la muerte al pecado y de la sepultura con Cristo. En la última enfermedad y frente a la muerte debe encontrar todo esto plena y perfecta realización. Y así como el confirmado no participa en el culto por sí solo sino como un miembro que actúa y lucha para la comunidad entera, así también el que recibe la santa unción queda consagrado para morir con Cristo por todos sus hermanos en la fe. Es, pues, muy loable que los moribundos ofrezcan su muerte por sus allegados y por la conversión de los pecadores.

Es significativo que la extremaunción acostumbró administrarse ora antes, ora después de la recepción del santo viático. Y esto porque la extremaunción puede considerarse ora como remate de la unión con el cuerpo inmolado del Salvador en la eucaristía, ora como disposición al santo viático, por ser éste memoria del sacrificio de Cristo, al que asocia, y prenda de la unión con el Salvador resucitado. Pero su sentido es quizá más pleno cuando se recibe antes del viático. La recepción de la sagrada eucaristía, fruto del sacrificio de Cristo y prenda de la futura gloria, después de la extremaunción, pone bellamente de manifiesto el profundo sentido y la asombrosa fecundidad de la muerte cristiana.

El enfermo que recibe los últimos sacramentos no sabe, por lo general, si esa unción de su cuerpo le traerá la salud (cf. Iac 5. 15) o será su embalsamamiento para el sepulcro y la consagración para la futura resurrección; pero es siempre unción, es decir, divina virtud curativa y divino llamamiento a morir con Cristo, a revestirse de su muerte, abrazando ora la muerte, ora la enfermedad, ora la salud. La unción de los enfermos es sacramento que alcanza siempre el divino socorro, cuando se recibe fructuosamente; consigue entonces la curación, sea devolviendo la salud temporal, para vivir y sufrir con Cristo en esta vida, sea dando la salud eterna. Recibiéndola bien cura de los pecados y de los castigos por ellos merecidos, y cura también del peligroso apego a la vida terrena.

La unción de los enfermos es, en sí, sacramento de vivos, esto es, exige el estado de gracia, y, por consiguiente, en caso de pecado mortal presupone la recepción del sacramento de penitencia. Accidentalmente puede obrar como sacramento de muertos, y es cuando el enfermo no puede confesarse y se encuentra interiormente desprendido de todo pecado grave, al menos por atrición, o cuando lo recibe creyendo de buena fe que está en gracia, aunque en realidad esté en pecado grave, con tal que tenga un verdadero arrepentimiento universal (al menos atrición sobrenatural) de todos sus pecados graves.

Cuando un enfermo está ya privado de conocimiento y tiene pecados graves aún no remitidos, todavía le puede aprovechar la extremaunción, con tal que después del último pecado haya hecho un acto de dolor, por lo menos imperfecto, y haya tenido en general la intención de vivir y morir como cristiano (o sea, de recibir los sacramentos de la Iglesia). Por aquí se echa de ver cuán importante es repetir diariamente el acto de contrición.

Cuanto mayor sea la buena disposición y la cooperación con la gracia al recibir los santos sacramentos, mayores serán también sus frutos. Por eso hay que recomendar vivamente a los enfermos y a, sus allegados que llamen al sacerdote cuando hay tiempo todavía. La unción de los enfermos, que santifica la muerte, pide que, en lo posible, quien la recibe, pronuncie su sí de aceptación de la muerte con pleno conocimiento y en unión con el sacrificio del Salvador. Pero, para pronunciar este sí final, es preciso que la vida discurra como preparación a él. Entonces este sacramento hará de nuestra muerte un acto de perfecta oblación ".

IV. PECADOS CONTRA LA VIDA HUMANA

Los pecados más graves contra la vida humana son el suicidio, acto de quitarse arbitrariamente la vida, y el homicidio, la supresión inmotivada de la vida ajena; y viene luego el imprudente descuido y negligencia que pone en peligro la vida propia o ajena, y cuya gravedad se medirá por el grado de imprudencia.

I. El suicidio

El suicidio es una aberración que aun naturalmente causa horror, puesto que obedece a la perversión del más fuerte de los instintos naturales, el de la propia conservación. Ante la religión es la suprema arbitrariedad, orgullo y desesperación. DOSTOIEVSKI, en su novela Los demonios, pinta al suicida como al hombre que se cree Dios y que, buscando una expresión adecuada de su soberanía, la encuentra finalmente en el suicidio. Pretende ser dueño y señor de la vida y de la muerte. El suicida peca así contra la majestad y el derecho soberano de Dios sobre nuestra existencia (cf. Deut 32, 39; "Soy yo el que doy la vida, yo el que doy la muerte"). El suicida no quiere servir ni sufrir conforme a la voluntad de Dios; por eso le arroja a Dios la vida despectivamente.

El motivo inmediato del suicidio es generalmente la desesperación. El suicida no descubre ya ningún sentido a la vida ni al sufrimiento. Quiere entonces superar definitivamente la desesperación por una muerte impenitente. En el mejor de los casos, el suicida es un desertor cobarde, que huye ante las pruebas de la vida.

Sobre la culpabilidad subjetiva y personal de un determinado suicida, ni podemos ni debemos pronunciarnos. En muchos casos los suicidas obran bajo un acceso de perturbación mental. Es lo que hay que suponer cuando se trata de personas que habían vivido piadosamente, pero que se sentían inclinadas a la melancolía u obsesionadas por ideas fijas.

La Iglesia no puede conceder el honor de la sepultura eclesiástica al suicida que, según todos los indicios, obró libre y conscientemente. Cuando se duda de si hubo responsabilidad, no sólo lo más humano y cristiano, sino acaso también lo más acertado será optar por la clemencia, concediendo la sepultura.

El acentuado aumento del número de suicidios es síntoma de la pérdida de sentido que para muchos ha sufrido la vida, un síntoma de desesperación, de falta de respeto a la muerte, de cobardía ante el dolor y, por último, de rebeldía contra Dios.

Se discute sobre si constituye suicidio el ejecutarse a sí mismo, como Sócrates, en virtud de sentencia legal. Si la autoridad diera esa bárbara orden, me parece lícito el cumplirla, con tal ele no dar la impresión ele un suicidio arbitrario. Así pues, el juicio sobre cada caso particular dependerá de si hay que hablar de suicidio o de cumplimiento de una sentencia.

2. El homicidio

Quitar a otro la vida por odio, venganza o vil codicia .es un quebrantamietno insolente de los derechos soberanos de Dios y uno de los pecados más graves contra la caridad fraterna. En efecto, con el homicidio no sólo se priva al prójimo, junto con la vida, de todo cuanto tenía en este mundo, sino que se le quita toda posibilidad de adelantar en el amor a Dios. A veces es aún mayor el mal que se le causa, cuando se le lanza en el infierno eterno, al causarle una muerte inesperada y violenta que lo sorprende en estado de desgracia ante Dios. La Iglesia considera siempre el homicidio cono un crimen capital, que sólo puede expiarse por una penitencia grave. El Estado, por su parte, debe aplicar a los asesinos responsables y concientes las más severas penas (por lo regular, la de muerte), para proteger así la vida de las ciudadanos.

Del homicido doloso o asesinato hay que distinguir el homicidio pasional, que se produce por efecto de una incontenida oleada momentánea de pasión. Faltando aquí las notas de premeditación y alevosía, el pecado subjetivo es menos grave, y también la pena suele ser más benigna.

3. La muerte del injusto agresor

El inocente posee sobre el injusto agresor la ventaja moral de poder emplear cuantos medios sean adecuados, necesarios y proporcionados para defenderse a sí mismo y a los suyos y evitar graves males.

Pero con el injusto agresor también se ha de guardar la moderación en la legítima defensa. La legítima defensa no ha de degenerar en actos de venganza o en daños injustificados. Cuando uno puede defender la propia vida o los bienes necesarios para la misma sin causar la muerte del injusto agresor, es absolutamente ilícito el darle muerte. En la duda de si el matar al agresor es el medio único o por lo menos el más seguro para escapar, el agredido tiene ciertamente el derecho de hacerlo. Así pues, en la duda de si sólo un golpe mortal lo puede salvar, no tiene por qué exponerse a grave peligro. Pero el que puede defender la vida huyendo u ocultándose por algún tiempo, o hiriendo levemente, no tiene derecho a matar; pues ya no podría alegar la legítima defensa.

Se puede también dar muerte al injusto agresor cuando se trata de defender otros bienes que la vida, como la libertad personal, la integridad corporal (castidad) y los bienes indispensables para vivir; siempre en el supuesto de que no haya otro medio de defenderlos.

Tratándose de bienes materiales secundarios para la vida o de la simple defensa del honor, es ilícito dar muerte al agresor injusto, porque no hay proporción ninguna entre el daño temido y el daño causado, y porque el honor ni se defiende ni se restablece de semejante manera (Dz 1180).

El duelo, esto es, la lucha singular y con armas mortales, convenida entre dos personas, no puede en modo alguno escudarse en la legítima defensa. Es sencillamente un asesinato premeditado con fines de venganza. De ordinario, sin embargo, el duelo no obedece tanto al deseo de vengarse como a una falsa idea del honor, a la soberbia, al espíritu pendenciero y a la poca estima de la vida humana.

Repetidas veces se ha pronunciado la Iglesia contra los principios que propugnan el duelo, ya como tesis absoluta, ya en ciertas circunstancias (Dz 1491-1495; Dz 1102). Contra los duelistas, incluso los cooperadores secundarios, ha establecido también la pena de excomunión, simplemente reservada a la Santa Sede, amén de otras graves penas. También cae bajo las penas eclesiásticas el duelo practicado en ciertas asociaciones de estudiantes alemanes, llamado comúnmente Mensur, por incluir una aprobación del duelo, para el cual sirve de preparación, y porque no carece de peligros para la vida.

Lo que se permite en defensa de la propia vida, de la libertad y de los bienes vitales, se autoriza igualmente en pro del prójimo injustamente atacado, hasta el punto de poder ir hasta la muerte del injusto agresor.

Pero si el derecho de defenderse a sí mismo y al prójimo llega hasta poder dar muerte al agresor, cabe preguntar hasta dónde va la obligación de usar ese derecho. La vida es un bien que Dios nos ha confiado; no podemos, pues, dejárnoslo arrebatar, ni por indiferencia ni por miedo. Pero no estaría prohibido el que, por un motivo de cristiana caridad con el prójimo, al que no se quisiera lanzar en el extremo peligroso de condenarse, o por un horror invencible a derramar sangre y a las consecuencias que ello trae, sacrificase uno su propia vida. Con todo, sería menos lícito si con ello se faltase a graves deberes con la propia familia o con una sociedad, por la que se tuviera que velar.

La caridad fraterna obliga ciertamente a socorrer al prójimo cuando se encuentra amenazado por un injusto agresor; pero dicha obligación no fuerza a herir de muerte ni a exponer la propia vida; a no ser que se trate de defender al cónyuge, a los hijos, a los padres, a una autoridad especialmente calificada, o en cumplimiento de un deber contraído por contrato, como el de los guardias y policías.

No puede uno tampoco anticiparse al injusto agresor, atacándolo sin necesidad; pero cuando no hay otro medio de defenderse a sí mismo o a los suyos de un ataque seguro, por parte del agresor, es lícito adelantársele.

Cuando uno se ve atacado a muerte por un demente o un ebrio, puede defenderse como en cualquiera otra circunstancia; porque no es el pecado subjetivo del atacante, sino la acción objetiva injusta la que da derecho a la legítima defensa, aunque sea matando. Añaden, sin embargo, los autores que no puede uno defenderse dando muerte al agresor ebrio, cuando le consta moralmente que está en pecado mortal, mientras que uno está en gracia de Dios. En tal caso pide la caridad cristiana que uno sacrifique la propia vida temporal, a trueque de que no se condene el otro eternamente, por morir en pecado mortal 69.

 

4. Ejecución del reo inocente

Una forma especial de homicidio es el ajusticiamiento del reo inocente, por el que se sentencia y ajusticia un acusado cuya inocencia es o segura o muy probable.

El asesinato legal es un crimen más clamoroso aún que el homicidio vulgar, pues se comete en nombre de la justicia y precisamente por quienes están obligados a velar con más celo por la defensa del derecho. Se hacen reos de dicho crimen no sólo el juez y el déspota que lo manda, sino también los testigos y acusadores, en la medida en que, obrando contra su leal saber y entender, sentencian, acusan o declaran. No habrá propiamente asesinato legal sino sólo ajusticiamiento imprudente, cuando no se ha obrado directamente contra la propia convicción, sino con precipitación e imprudencia. Huelga decir que el ejecutar una sentencia injusta, dándose cuenta de que lo es, entraña corresponsabilidad en el crimen de asesinato legal.

5. El infanticidio

Así como el asesinato legal es un homicidio calificado, así lo es el infanticidio perpetrado por la madre.

Este crimen, al par que el parricidio, es tan contrario a los lazos naturales anudados por la sangre, que su sola idea nos causa horror. Parece, sin embargo, que un fuerte arrebato o una "alteración psíquica en el parto", puede reducir extraordinariamente la reflexión y la libertad y dejar libre curso a la repugnancia hasta ese momento inconscientemente reprimida hacia una criatura, sobre todo cuando ésta nace fuera de matrimonio, lo que en cierto modo explicaría el crimen de la madre. Tal vez estas consideraciones psicológicas justifican, hasta cierto punto, la benignidad con que el derecho penal alemán castiga el infanticidio perpetrado por una madre célibe en el mismo parto o inmediatamente después de él.

6. El aborto

a) Noción del aborto. Su historia

El aborto es el crimen que pone de manifiesto, como ningún otro, el bajo nivel de la moral del mundo contemporáneo. Aborto es la eyección, o expulsión voluntaria del feto inmaturo y aún incapaz de vivir, del vientre materno, o la acción de darle muerte dentro del vientre materno (feticidio).

Del aborto culpable y voluntario hay que distinguir el aborto natural. que se produce por causas independientes de la voluntad, o por procederes indelicados de la madre o de otras personas, pero sin que hubiera precedido voluntad de causarlo. Sin duda que también en este caso puede haber culpabilidad de negligencia. El feto es prematuro desde el séptimo mes (desde la semana 28) hasta el noveno: puede vivir fuera del útero materno, aunque no ha alcanzado perfecto desarrollo. Se llama embrión desde el momento de la concepción hasta el quinto mes de gestación.

Pensaba ARISTÓTELES que el alma espiritual sólo se infundía en el embrión masculino después de los 40 días, y en el femenino después de los 80 de su concepción. Muchísimos escolásticos abrazaron tal opinión sin ningún reparo. Hoy piensan generalmente los médicos, y sobre todo los teólogos, entre los cuales reina casi unanimidad, que la animación por el alma espiritual se efectúa en el momento mismo de la concepción. El riguroso finalismo con que el cuerpo humano se desarrolla dentro del útero materno hasta hacerse órgano del espíritu, difícilmente se explicaría aun filosóficamente, si no se admitiera que, ya desde el primer momento, el alma espiritual es su principio formal.

Los escolásticos de la opinión de Aristóteles jamás dedujeron que un aborto realizado antes de los 40 u 80 días respectivamente no constituía un crimen. Sin embargo, esta opinión suavizó a veces el rigor de las penas eclesiásticas. Si la opinión de Aristóteles fuera cierta, no se podría decir que el aborto practicado antes de la animación por el alma espiritual constituyese realmente asesinato de un hombre perfecto; pero sí habría que decir que era un ataque antinatural contra una vida que estaba destinada por Dios a recibir el alma espiritual. Sería, pues, un verdadero crimen. Aun cuando esa anticuada opinión de Aristóteles pudiese tener alguna probabilidad — a mí me parece del todo insostenible —, todavía habría que afirmar que todo aborto constituiría un verdadero asesinato desde el punto de vista moral; pues el destruir una vida que probablemente es ya vida humana, delata sentimientos homicidas.

b) Las "indicaciones"

El mundo moderno, enemigo del niño, ha compendiado en el término "indicaciones" las razones por las que juzga aconsejable. "indicado", interrumpir el embarazo por el aborto.

1) La indicación eugenésica considera "indicado" aniquilar en el seno de la madre la vida de la criatura que ha de venir al mundo con una carga hereditaria de taras y enfermedades. La actitud es la misma que con la eutanasia (la supresión de las existencias inútiles y sin valor desde el punto de vista de la raza, de la economía y de la política). Semejante idea, además de implicar un profundo desconocimiento del valor de la vida humana, tiene que conducir a un número ilimitado de asesinatos en masa.

2) La indicación ética considera oportuno suprimir cuanto antes, por medio de un aborto secreto, toda criatura que deba su existencia a un adulterio o a una violación. Las razones son: que una persona no debe sufrir torturas "morales" por la presencia de un hijo indeseable y la vergüenza consiguiente; que es preciso evitar que se rompa un matrimonio por causa del adulterio, cuya prueba será el hijo; que la persona no debe perder su reputación. De ahí su nombre de indicación "ética". Es una ética burguesa que cree que hay que dejar tranquilo al asesino que da muerte a un hijo inocente y que ignora por qué no es deseado. Pero esto es muy explicable : para los autores de este sistema, hace tiempo que se derrumbaron los auténticos principios de una ética.

3) La indicación social considera justificado el aborto cuando el niño ha de ser para su familia o su madre un peso social o económico demasiado grande. Muchas veces se señalan los límites de esta "indicación" con miras muy amplias. Pero es claro que la fijación de dichos límites es dejada al arbitrio personal, toda vez que se cree "indicado" que la madre asesine a su hijo cuando la existencia de éste no cuadra con las ideas de ella sobre las exigencias sociales y el tipo de vida que debe llevar.

Aún hay médicos que hoy predican abiertamente esa concepción, al declarar que el reconocimiento de la "indicación social" es requisito inexcusable para la general admisión de la "indicación médica". W. KÜTEMEYER propone paladinamente ampliar la teoría de las "indicaciones" en una matanza sistemática en gran escala. "Si no hubiera indicaciones psíquicas y sociales, nunca se podría interrumpir la preñez por indicaciones médicas". Y este "filántropo" nos aconseja que no "apartemos la vista ante un sacrificio que es condición de la vida". Esto es asestar un golpe directo a la idea religiosa y cristiana del sacrificio. Habría derecho para aniquilar "metódicamente" la vida ajena, la vida de los propios hijos, a trueque de conservar la propia, o simplemente de asegurarse una vida más cómoda y más holgada ! El cristianismo exige, por el contrario, el sacrificio hasta de sí mismo en pro de la vida ajena.

Mas, para tener la conciencia tranquila, no basta condenar severamente el aborto, practicado bajo el acicate de necesidades económicas y sociales; preciso es hacer algo para aliviar el estado de miseria y para reducir las tentaciones de tal crimen.

De todos modos, las causas profundas de estas teorías no deben propiamente buscarse en las necesidades económicas, sino en el lamentable estado moral de la sociedad. Porque es cosa averiguada que en las clases más pudientes es donde mayor es el número de abortos. Pero no negamos que la miseria contribuye a aumentar el peligro.

4) La indicación médica, tal como generalmente es entendida, considera "indicado" el aborto directo cada vez que se presenta grave peligro directo e inmediato para la vida de la madre (indicación vital), o cuando ese peligro se ha de presentar más tarde (indicación profiláctica o terapéutica).

Es evidente que todo médico responsable ha de rechazar cualquier indicación terapéutica; pues ¿ con qué derecho pretenderá el médico aniquilar una vida indefensa e inocente, con la sola finalidad de evitar un futuro peligro para la vida de la madre? No han faltado médicos para reprochar a la Iglesia el que haya rechazado la indicación "vital". En realidad, ello fue un provechoso apremio a los médicos para que se preocuparan por perfeccionarse en los menesteres de su profesión ; tanto que, en la actualidad, hasta los casos más difíciles se pueden remediar, salvando la vida de la madre y de la criatura. Las principales prácticas de la "indicación vital" son : la embriotomía, en la que se se despedaza la criatura en el seno materno; la craneotomía, por la que se perfora el cráneo y se le extrae la masa encefálica; la evisceración, en la que se le extraen las vísceras; operaciones todas que se practican generalmente a causa de la estrechez pélvica materna.

Pues bien,'la "indicación médica", que afirma que en determinados casos la vida de la madre sólo puede salvarse con el feticidio directo, mediante las antedichas operaciones, ha quedado repudiada casi absolutamente por los investigadores serios, que han considerado el asunto desde el punto de vista médico, y lo repudian porque hay medios suficientes para atender a la madre y a la criatura, recurriendo, sobre todo, a. la operación cesárea, hoy día practicada sin mayor riesgo.

Pero, cualquiera que fuera el criterio de la ciencia médica, la Iglesia se mantiene fiel al principio de que nunca es lícito atentar directamente contra la vida de un niño inocente, que vive en el seno materno.

Sus razones son las siguientes:

1) Sólo Dios tiene derecho sobre la vida y la muerte; ningún médico puede pronunciar ni ejecutar la sentencia de muerte contra un inocente; al médico sólo le corresponde hacer todo lo que esté en su mano para salvar tanto la vida de la madre como la del hijo. Y si después de haber puesto por obra cuanto su pericia y práctica le sugiere no lo consigue, deje que Dios haga de esas vidas lo que a bien tuviere.

2) Si en el código moral de la maternidad se admitiese como principio que, al presentarse algún peligro para su propia vida, podía la madre, para salvarse, "sacrificar" la de su hijo, la maternidad, en vez de ser acto de entrega y sacrificio, se convertiría en ejercicio de egoísmo. Es esencial a la verdadera maternidad el que la madre esté dispuesta a sacrificar su propia vida, antes que intentar algo contra la vida de su hijo, ordenando, por ejemplo, a un médico que mate a éste para salvarla a ella.

3) Por último, si consideramos el asunto desde el punto de vista médico, es cosa averiguada — y lo atestiguan ginecólogos de gran prestigio y experiencia — que es mayor el número de madres que han muerto o han quedado con achaques a consecuencia de un aborto que parecía "indicado" médicamente, que aquellas que han padecido idénticas consecuencias por haber rechazado decididamente todo aborto y feticidio directo 78. Es incalculable el número de madres sacrificadas por el aborto practicado por médicos y, sobre todo, por curanderos. Y muchas mujeres han quedado achacosas para toda la vida o por lo menos estériles.

Pero mayores son aún los estragos morales causados en las madres. Aun desde el punto de vista médico es un error atribuir mayor valor a la simple vida corporal de la madre que a su vida espiritual, que a las ideas y sentimientos que han de germinar en su auténtico ser de madre y que a la vida de su hijo; sin contar que si el médico fuera más perito en su oficio podría atender mejor a la misma vida de la madre por procedimientos que excluyeran el aborto. La Iglesia rechaza todas estas pretendidas indicaciones, y juzga que conforme a la ley de Dios no sólo es "indicado" sino absolutamente obligatorio el abstenerse de todo lo que directamente puede causar la muerte de un ser humano inocente e indefenso, y, al contrario, poner toda vida humana bajo el amparo de la caridad. Esto vale muy particularmente para la madre, a cuyos cuidados confió Dios la vida de su hijo, y para el médico, llamado, por vocación, a ser el protector de la vida.

Y es deber santísimo y gravísimo del Estado el dictar leyes que protejan eficazmente la vida de los débiles y de los inocentes, como son los niños todavía no nacidos. El Papa Pío ?gil recordó proféticamente a los Estados que olvidan este deber de protección, que "Dios es el juez y el vengador de la sangre inocente que clama desde la tierra al cielo" (Gen 4, 10

Las leyes penales vigentes en la mayoría de los Estados, sobre todo en Alemania, son demasiado benignas contra un crimen tan horrible y contrario al bien común. Y lo que agrava el mal es la interpretación y aplicación tan laxa que de dichas leyes se hace. Hay Estados (Suecia, por ejemplo) donde la ley autoriza una aplicación ilimitada de la "indicación eugenésica y social". Tal vez en ninguna parte se castiga el aborto practicado por el médico en razón de una "indicación vital o aun terapéutica". Si por lo menos la indicación se limitara estrictamente a la "indicación vital", con serias garantías de que no se había de aplicar abusivamente y fuera de determinados casos, entonces, en ciertas circunstancias, podría aceptarse sin demasiadas objeciones dicha inmunidad, teniendo presente que "el no castigar una acción no significa autorizarla legalmente" ; y lo que la ley de Dios prohibe no lo puede autorizar la ley del Estado. Pero sí puede abstenerse de castigar ciertas acciones, cuando se dan casos especialmente difíciles; sobre todo si las afirmaciones de la "ciencia" son tan contradictorias como en nuestro caso.

La Iglesia consideró siempre el aborto como un asesinato especialmente horrible. Los más antiguos documentos de la tradición cristiana hablan de este crimen auténticamente pagano con profunda repulsión 79. Ya los concilios de Elvira (306), de Ancira (314) y de Trullo (692) decretaron la excomunión contra los que practican el aborto, y en caso de arrepentimiento, la aplicación de graves penas canónicas durante largos años. El derecho canónico actual inflige la excomunión contra quienes concurren positivamente a la comisión de este crimen, sin exceptuar a la madre. La absolución de la censura se reserva al obispo.

c) Operaciones permitidas

Cuando la criatura no puede nacer naturalmente (sobre todo a causa de la estrechez pélvica materna o por interrupción o cesación de las contracciones), se practican diversas formas de operación cesárea. Actualmente esta operación puede practicarse hasta dos y tres veces a una madre y salvar la vida de su hijo, sin que ella corra mayor peligro. En otros casos, raros en verdad, se remedia la estrechez por la separación de los huesos innominados (o sínfisis).

Cuando sólo una de dichas operaciones puede asegurar a la criatura la vida y sobre todo el bautismo, está la madre obligada a someterse a ella. Y si la vida de la criatura corre extremo peligro, tiene el médico el deber de practicar la operación, aun cuando la madre no consienta en ella, pues tiene que ayudar al niño que se encuentra en extrema necesidad. Con la operación cesárea puede a veces salvarse la vida de una criatura, aun después de muerta la madre, si se practica inmediatamente. Y es obligación practicarla en el cadáver de la madre cuando hay esperanza de que la criatura reciba aún el bautismo.

En un embarazo fuera del útero es siempre necesaria una intervención quirúrgica (como la laparotomía), para que la criatura pueda venir al mundo.

Las operaciones que acabamos de señalar tienen por objeto primero salvar la vida de la criatura, aunque con cierto peligro para la madre. Hay otras que tienen por fin inmediato salvar a la madre, con cierto peligro para la vida de la criatura.

Pues bien, son ciertamente lícitas todas las operaciones y tratamientos médicos que parezcan necesarios para curar cualquier grave enfermedad que pudiera poner en peligro la vida de la futura madre, aun cuando tuvieran como consecuencia indirecta e involuntaria poner en peligro probable o aun seguro la existencia de la criatura. Pero hay que suponer siempre que no se encuentra otro medio de salvar ni la vida de la madre ni la del feto. Por lo mismo, antes de proceder a una operación es preciso asegurarse de que no se puede diferir hasta el 7.° mes de embarazo, porque entonces el feto es viable, aun con el parto prematuro. Otra condición indispensable es que nunca, por ningún caso, se le infiera la muerte directa a la criatura, sino que si viene a morir sea como simple efecto involuntario de una intervención médica lícita y necesaria. Por último, se ha de obrar de manera que por lo menos la criatura pueda ser bautizada.

Si se observan estrictamente dichas condiciones, pueden declararse lícitas las operaciones siguientes : la extracción del carcinoma que afecta el útero de la mujer encinta; la extracción de un tumor que pone la vida de la madre en inmediato peligro a consecuencia de una concepción extrauterina realizada o en los ovarios, o en el oviducto, o en la cavidad abdominal, aun cuando dentro del tumor se encontrase el feto vivo 81.

Pero la sola concepción extrauterina no hace lícita la extracción directa del feto. Sólo es lícita cuando los síntomas revelan que está enfermo el órgano donde se ha verificado la concepción y cuando, por lo mismo, se hace necesaria la intervención médica; y es lícita aun cuando la enfermedad (inflamación, tumor, etcétera) haya sido provocada por la concepción ; se puede entonces tratar la enfermedad, pero no inferir directamente la muerte del feto. Por lo demás, ha habido casos de concepción extrauterina en los que se ha podido salvar la vida de la criatura. Es, pues, necesario que el ginecólogo haga cuanto pueda para conseguir el mismo resultado en casos semejantes.

Es claro que cuando se presentan síntomas moralmente seguros de que la criatura está ya sin vida, es necesaria la intervención quirúrgica para retirarla. "En caso de concepción extrauterina, cualquier hemorragia puede considerarse como señal de que el feto ha muerto"

7. La eutanasia

La palabra "eutanasia", con la que primitivamente se designó una muerte buena y honrosa, ha pasado ahora a significar "la operación de facilitar la muerte y liberarla de todo dolor, gracias a la intervención del médico". Estaba reservado al siglo xx el emplear este amable vocablo para designar una "amplia ayuda a bien morir", es decir, a matar, a. petición, al enfermo desahuciado. Desde CARLOS BINDING y' ALFREDO HOCHE, y desde el nacionalsocialismo se entiende por "eutanasia" la sistemática ejecución de los dementes e inválidos, impuesta oficialmente. Este extraño "ayudar a bien morir" encuentra partidarios aun hoy día casi en todos los países.

En principio, nada hay que objetar a un método que ayude a morir sin dolor, o casi, con tal que no tienda directamente a acortar la vida, aunque pueda eventualmente acortarla de modo fortuito e indirecto. Pero con dos condiciones: que el cristiano no pretenda rechazar por principio y a toda costa el dolor, sino que busque simplemente cómo disminuir en forma razonable los dolores que destruyen su salud, o que rebasan demasiado sus energías; y luego, que los sedantes no le quiten la posibilidad de prepararse a la muerte con plena lucidez de espíritu.

El alivio del dolor es, por principio, una obra de caridad de la medicina, pero no es ésta la primordial misión del médico, sino la de curar y conservar la vida. Pero cuando la muerte es irremediable, el deber del médico es poner su arte al servicio de una santificación cristiana del dolor y la muerte. El procurar acortar directa y conscientemente la vida es un homicidio, y si se hace a petición del moribundo, es cooperación al suicidio.

Finalmente; en cuanto a la supresión de las vidas "sin valor", no hay que ver en ello más que la desmedida insolencia y arbitrariedad de un Estado brutal que se atreve a disponer de vidas inocentes, midiéndolas según cánones ' puramente biológicos y utilitarios. Para esos ambiciosos de poder, la vida y la salud sólo tienen valor cuando sirven al Estado para conseguir sus fines, cualquiera que éstos sean.

Toda vida humana es valiosa mientras el Señor Dios la conserva. Aun la vida más miserable del último cretino posee un alto sentido, porque puede despertar la caridad de los prójimos y servir de advertencia contra el pecado, cuyos efectos se pagan a veces con ese estado.

Y si el Estado llegase a dar la orden de suprimir a estos pobres inocentes, sería preciso resistir con denuedo y hacer todo lo humanamente posible para librarlos de la muerte y para impedir al prójimo que sobre ellos cometa un homicidio.

8. El arriesgar la vida

La vida corporal está al amparo de la caridad cristiana. No se puede, pues, exponer inútilmente al peligro ni la vida propia ni la ajena.

Esta prohibición afecta tanto al .individuo como a la comunidad. El Estado tiene el deber de velar por la seguridad y de reducir en lo posible los accidentes de tránsito, dictando las leyes y reglamentos pertinentes. Cada uno debe evitar en lo posible los accidentes, aplicando atención, moderación en la velocidad y observación de las normas del tráfico. Igualmente, los patronos y empresarios deben tornar providencias para no arriesgar en sus fábricas la vida de los trabajadores. Ante todo, no puede el Estado seguir una política que implique la posibilidad de una guerra y con ella el peligro para la vida de los ciudadanos. Sí puede, por el contrario, exponer la vida de sus soldados, cuando el caso lo requiera, en una guerra justa. Puede el Estado y aun los particulares emprender trabajos necesarios o muy útiles para el bien común, aunque la vida de los trabajadores esté allí expuesta a algún peligro.

Lo que no se justifica es que el Estado emprenda la realización de planes imperialistas, en sentido político o económico, calculando de antemano los millones de vidas humanas que será necesario sacrificar.

El cristiano no sólo debe consumir lentamente su vida al servicio de la caridad, sino que a veces la caridad puede exigirle que exponga su vida a un peligro inmediato; Y puede darse el caso de que esté obligado a ello por razón de su cargo.

Pero ni los deportes ni los juegos espectaculares (equilibristas, etc.) son razón suficiente para exponer la vida a un peligro serio. Tampoco se justifica el alpinismo a través de parajes impracticables y sin trochas, sobre todo si lo intentan personas sin conocimiento ni práctica suficientes. También hay que condenar el pugilato o boxeo, convenido hasta el k. o.,, porque es cosa averiguada y comprobada por la estadística que compromete grandemente la salud y aun la vida, sin contar el embrutecimiento a que llegan los púgiles de profesión y los espectadores, quienes, con sus apuestas y gritos, excitan a los contenclientes a golpes mortales. Claro es que esta sentencia condenatoria no alcanza al pugilato de aficionados, que excluye los procederes brutales y peligrosos para la vida.

Quien expone inútilmente a un peligro mortal la vida propia o la ajena comete pecado grave, ex genere suo.

Cuando la imprudencia tiene por resultado la muerte real, se dice que hay homicidio por imprudencia. Pero conviene notar que las consecuencias fortuitas no aumentan la culpabilidad moral, sino que sólo la ponen más vivamente ante la conciencia, despertando a menudo un sentimiento exagerado de culpa. Hay que considerar emparentado con el homicidio por imprudencia, y aún con el asesinato, el sentimiento de envidia o egoísmo que lleva a desear la muerte del prójimo. Lo peor es cuando se mortifica a otros, acaso a los ancianos padres, tan despiadadamente que vayan hasta consumirse de pena. VICTOR VON WEIZSACKER, con muchos otros médicos, asegura que no pocas enfermedades que acaban por producir la muerte tienen su causa decisiva en las desiluciones amorosas o en otras tristes experiencias personales. Así se ve cuánto puede la dureza de corazón perjudicar aun la salud y la vida ajenas.

Quien pudiendo socorrer a un miserable con lo que le sobra, lo deja morir de hambre o lo abandona al peligro de muerte o de graves padecimientos físicos, se hace reo de pecado grave contra el quinto mandamiento.

V. SALUD Y ENFERMEDAD, Y SU SENTIDO
PARA EL SEGUIMIENTO DE CRISTO

La salud como la enfermedad tienen, respecto de la moralidad y la santificación, mayor importancia de la que les pudiera atribuir una consideración superficial. No basta entender que la salud es un don que Dios nos ha confiado y que hay que custodiar con diligencia; mucho más importante es comprender que hay que emplearla en forma realmente provechosa, y que cuando ello es preciso, hay que gastarla y consumirla en aras de la caridad y en el esfuerzo por santificarse.

 

1. Concepto de la salud

Ante todo conviene responder a esta pregunta: ¿Qué cosa es la salud? Es restringir demasiado el concepto de salud el limitarlo a "poder trabajar" o a "poder entregarse a cualquier ocupación". Es también insuficiente, además de peligroso, el definirla por el aspecto simplemente biológico, diciendo, por ejemplo, que es el estar libre de dolores y rebosante de fuerza vital. Porque, efectivamente, pueden presentarse casos en que, disfrutando de la salud así descrita, existan graves desmedros que pongan en tela de juicio la salud del hombre como ser integrado de cuerpo y espíritu. La salud no puede definirse atendiendo sólo al cuerpo; hay que tomar en consideración al hombre entero. Ahora bien, el hombre completo sólo puede definirse teniendo en cuenta su último fin; por consiguiente, para definir su salud, es preciso hacer entrar en ella su destino final.

La salud del hombre puede definirse corno la perfecta armonía entre las diversas fuerzas que le son propias : la mayor espiritualización posible del cuerpo y la mayor corporización posible del espíritu; pero mirando a su fin, diremos que el hombre goza de verdadera salud cuando todo su ser vital y corporal está al servicio del espíritu en su esfuerzo por conseguir su destino eterno.

Así, la rozagante vitalidad corporal que agobia al espíritu, tiene que contarse entre las enfermedades humanas, con mayor razón que la debilidad física que no impide al espíritu su vuelo hacia Dios. Y al decir esto no estamos adoptando una actitud hostil a la vitalidad, al vigor y a la alegría de vivir; sólo queremos oponernos a las pretensiones de quienes sólo hacen valer la vitalidad física, como si la espiritual no fuera la auténtica vitalidad humana. Más valioso es el vigor y ductilidad del cuerpo cuando sirve de expresión e instrumento al espíritu.

Cuando todos los órganos y todas las energías corporales funcionan sin tropiezo, goza el hombre de un gran beneficio que Dios confía a su responsabilidad. Pero no ha de creer entonces que la salud — sobre todo entendida como simple bienestar biológico — constituya el supremo y absoluto valor humano. Por tanto, debe aceptar ora la salud, ora la enfermedad, en la medida querida por Dios, es decir, en la medida en que contribuyen al amor divino y a la santificación.

El goce de la salud puede ser un inmenso peligro para la santificación, mientras que exponerla y sacrificarla puede ser un gran paso en el camino de la santidad.

De mayor importancia que la salud corporal es la salud psíquica y espiritual y el normal funcionamiento de las facultades del espíritu, sin negar, de todos modos, que éste depende en gran parte de la integridad y buen estado de los órganos corporales.

 

2. Salud y santificación

Aquella sentencia "mens sana in corpore sano ", tantas veces usada sin ton ni son, expresa en sí misma una aspiración. Es abusar de ella hacerle decir que la buena salud psíquica depende de la simple vitalidad biológica. "¡Cuán numerosas son las almas sanas que viven en un cuerpo enfermo, y cuán numerosas las almas enfermas que viven en un cuerpo sano!". J. BERNHART cita estas palabras de TAULERO, o mejor, de santa HILDEGARDA: "No suele Dios fijar su morada en un cuerpo sano, o como dijo san Pablo : la virtud se perfecciona con la debilidad. Pero esta debilidad no proviene de los ejercicios ascéticos, exteriores, sino del desbordamiento impetuoso, de la efusión de la Divinidad, que invade de tal manera al hombre que su frágil cuerpo no puede soportarla"

El combate por la salvación y la santificación, el constante seguimiento de Cristo, tienen por necesidad que "quebrantar y triturar", por más que sea una verdad incontestable que el seguimiento de Cristo produce la salud más profunda".

Los místicos dan continuo testimonio de la afirmación de la Escritura: "Nadie puede ver a Dios y seguir viviendo". San JUAN DE LA CRUZ piensa que si la íntima experiencia mística de Dios viniese de un golpe sobre un alma aun no purificada, le produciría un choque, mortal en cierto modo. Ya la purificación mística, obrada por Dios paso a paso, y el lento familiarizarse con la compañía de Dios, produce, junto con la "bienaventuranza", algo muy doloroso y que quebranta frecuentemente la salud ; aunque al mismo tiempo la creciente unión con Él y la armonía interior que se va estableciendo producen un estado de salud mucho mejor.

A buen seguro que jamás se santificará quien, para seguir a Cristo, no esté dispuesto a sacrificar la salud, aunque sólo en la medida de lo lícito. Porque, quien disipa desatinadamente la salud, malgastándola fuera del servicio del verdadero amor y de su acrecentamiento, y aunque fuera entregándose a un falso ascetismo o a un ejercicio antinatural de recogimiento y oración, arriesga la salud y la santidad. El camino de la santidad es, también en este aspecto, profundamente humano; porque hay que cuidar la salud, aun estando dispuesto a abrazarse con la enfermedad. Y cuando ésta llega, hay que saber abrazarla como una situación realmente ventajosa, que en vez de paralizar empuja hacia el destino eterno, con tal que se la reciba como venida de Dios.

"También el estar enfermo cae dentro de la manera de ser del hombre". Si el hombre es "un ser para la muerte", tiene que abrirse su camino hacia su destino eterno, no sólo a través de la muerte, sino también a través de la enfermedad. La enfermedad hace palpar la caducidad y fragilidad del existir terreno, pero a su trasluz puede contemplarse la vida imperecedera; por eso ofrece un tema de profunda reflexión. Nuestro deber es, pues, "considerar realmente la enfermedad como un peligro para el hombre, pero también como el camino por el que ha de llegar a su destino". La enfermedad desempeña un papel importante en el camino que nos conduce a la imitación de nuestro Salvador en su pasión y muerte.

3. La enfermedad y el pecado

La enfermedad señala siempre una culpa, aunque no necesariamente personal. En nuestros dolores está obrando la culpa de nuestros primeros padres y de nuestros antepasados. Muchos son los que en sus enfermedades están padeciendo las consecuencias de los pecados que sus padres cometieron en el momento de concebirlos o en el tiempo de educarlos. Otros padecen en sus enfermedades la culpa de la sociedad, que les negó las condiciones materiales y espirituales para la buena salud. No es raro que la enfermedad sea consecuencia y testimonio de los propios pecados. Y a este respecto no pensemos solamente en las consecuencias de la intemperancia y deshonestidad, que ejercen sus estragos vengadores con una rapidez y evidencia pasmosas. Todo pecado es una acometida a la salud, pues el hombre no puede conservar su armonía interior, elemento de la salud, si está en enemistad con Dios (cf. Eccli 38, 15 ; Prov 17, 22). El pecado recae con todo su peso sobre el alma, y de allí sobre el ser anímico y corporal, especialmente cuando no se aplica luego el remedio espiritual del arrepentimiento. VICTOR VON WEIZSÁCKER no se cansa de advertir a los médicos que para explicar la enfermedad no bastan las ciencias puramente físicas y naturales: "La enfermedad nos ha impuesto como una crítica de la vida humana y de la sociedad, y no podemos menos que analizar con ella, como con una piedra de toque, el comportamiento humano". "A juzgar por nuestra experiencia, sabemos que, por ejemplo, la aparición y desarrollo de ciertas enfermedades infecciosas guarda íntima relación con la situación moral de la persona, mientras que su actividad cultural no tiene que ver casi nada con ello. Muchas otras enfermedades, como las que afectan a la circulación y el metabolismo, tienen una relación vital evidente con las crisis eróticas o morales, crisis que pueden ser permanentes". Con frecuencia se ha observado la aparición y desarrollo de la tuberculosis en conexión con graves desilusiones amorosas, con tragedias familiares u otras dolorosas experiencias, fruto de faltas, propias o ajenas, en el orden moral.

4. Faltas en el orden moral y neurosis

Donde más frecuente y manifiesta es la conexión que hay entre las faltas de orden moral y la enfermedad, es en lo que llamamos neurosis. "Por neurosis entendemos el esfuerzo frustrado por superar su dificultad de la vida". "Por tanto, la neurosis es efecto de una asimilación defectuosa de la experiencia". "La neurosis es, en último análisis, una enfermedad del alma que no ha descubierto el sentido de sí misma". La neurosis colinda con la conciencia, cuyas violaciones hieren a la persona en su más íntimo ser. Con frecuencia es la neurosis la irradiación de una conciencia enferma sobre el campo psicofísico. Decimos esto sin querer generalizar. "La enfermedad de la mala conciencia no sólo ha marcado el ejército de los neurópatas — los hombres típicos de nuestra época —, sino que se ha hecho la enfermedad por antonomasia de la civilización moderna".

"Cae enfermo" el hombre que no sabe asimilar, esto es, solucionar o sobrellevar una pérdida, una deficiencia o una angustia interior. Aunque no hemos de negar que la neurosis es, en gran parte, efecto del ambiente, como quiera que ni nuestra vida ni nuestras deficiencias descansan sobre el vacío.

"Es característica notable de la neurosis el proceder del inconsciente. No hay neurosis que se desarrolle a la luz de una conciencia lúcida y plena". La neurosis, y con ella muchas de las enfermedades que se clasifican como mentales, se explican cono resultado de una "represión.", o sea, el paso del campo consciente al subconsciente, de alguna idea o acontecimiento no asimilado. Contrae una neurosis el hombre que se siente ante un conflicto insoluble e inconscientemente se refugia en un cambio espiritual. Ya se comprende que, en ciertos casos, es preferible caer en una neurosis que verse reducido a un embotamiento infrahumano y ser el juguete de fuerzas incontrolables. El neurótico resuelve las cuestiones espirituales en un plano más reducido que aquel en que se plantean... Mucho importa a este respecto saber que la aparición de la enfermedad es una manera de ser del hombre, que el hombre no sólo cae enfermo, sino que causa su enfermedad y que ésta algo tiene que ver con la verdad de su vida, con su existencia. Ya se ha visto cómo de una mentira puede originarse una enfermedad.

No es de admirar que precisamente entre los sacerdotes se encuentren casos bastante frecuentes de neuróticos, lo cual no significa que sean ellos quienes con mayor frecuencia quebrantan el orden moral, sino que ello más bien prueba que, por su vocación, han sido llamados a vivir en las profundidades del espíritu y a mantener vivos los postulados religiosos, sin que puedan mantenerse siempre en esas profundidades. Además hay que tener en cuenta que deben conllevar las cargas de otros. No se encuentran fácilmente neuróticos entre personas de baja moralidad y de conciencia adormecida ; es gente que nada tiene que "reprimir". La neurosis, cuando se presenta como declive insensible hacia la enfermedad, es síntoma grave de que el individuo cometió faltas en cosas esenciales, pero al propio tiempo puede denotar un carácter noble y de elevadas posibilidades.

C. G. JUNG dice : "Me parece como si, con el descenso de la vida religiosa, hubiesen aumentado paralelamente y en forma considerable los neuróticos". JUNG, para explicar la neurosis en sus profundas raíces, se remonta a la intensa disposición religiosa que el hombre tiene por naturaleza y que se venga cuando es descuidada. Si el hombre cae en la neurosis por falta de religión, es porque en lo más íntimo de su ser siente el llamamiento a la religión y, al desoírlo, se desgarra a sí mismo en lo más profundo. Una humanidad completamente embotada tendría, sin duda, un aspecto menos neurótico, pero su salud sería simplemente como la buena salud de un lobo. "Por lo que a la salud toca, puede a veces demostrarse que tras ella se oculta un abismo de miseria espiritual y que es salud que no alcanza hasta las profundidades". Con todos sus peligros, la neurosis y demás enfermedades que tienen una causa anímica no dejan de tener su utilidad. Aunque sean, en cierto modo, una maldición y representen una quiebra de la personalidad, van siempre acompañadas del sentimiento inconsciente del deber, el cual, a través de la misma enfermedad, puede volver a elevarse hasta el dominio de la conciencia. Estas enfermedades revelan la realidad de la vida e incluyen un llamamiento a vivirla tal como es.

5. El médico y el sacerdote ante la enfermedad

Suma atención merece el psicoanálisis y la psicoterapia cuando, en forma respetuosa y digna, se empeñan en 'descubrir las raíces anímicas de la neurosis, en hacer luz sobre lo inconsciente y reprimido, en elevarlo de nuevo al campo de la libertad y de las decisiones conscientes, campo que queda ampliado gracias a una explicación e interpretación adecuadas. Pero el psicoanálisis, aun el patrocinado por C. G. JUNG, presenta un gran peligro, y es el de pretender explicarlo todo a base del inconsciente (o subconsciente), subestimando el campo de la libertad y la conciencia y explicando como simple complejo psicológico todos los deslices y faltas morales, con lo cual obstruye al enfermo la salida auténticamente humana de su enfermedad, que es emprender el camino de su pleno destino como hombre. Y es así como los enfermos van a buscar la "absolución del psiquiatra", para el que no existen pecados que necesiten ser perdonados, ya que, según él, no hay libertad que pueda rebelarse contra Dios ; v así sólo se llega a "aquella paz espantosa de que viven millares de hombres, cuya enfermedad no es otra que haber rechazado la paz de Dios".

Por su parte, el sacerdote no ha de creer que los casos agudos de neurosis puedan remediarse con simples motivos e imposiciones morales. Antes de poder apelar a la libertad, es preciso que intervenga el "médico del alma", el psiquiatra, que libere el inconsciente. En estos casos, el sacerdote y el psiquiatra deberían trabajar conjuntamente. Ningún sacerdote debería ignorar completamente esta materia.

El confesor debe, sobre todo, aprender del psiquiatra a adaptarse perfectamente a la situación del enfermo. No basta que el tratamiento pastoral observe los principios morales y religiosos; preciso es que se ajuste psicológicamente a la índole de cada enfermo y a sus especiales necesidades. Por último, conviene tener presente que, sobre todo el pecador consuetudinario, es casi siempre, en cierto sentido, un "enfermo".

VICTOR VON WEIZSÁCKER previene contra la tendencia a dar prioridad al tratamiento médico, trátese de la enfermedad que sea, aun de aquellas que tienen una raíz mental y moral. Para que la cura dé buenos resultados deben aplicarse simultáneamente aquellos remedios que enfoquen toda la persona.

Puesto que la enfermedad no es sólo un impedimento para la libertad moral y la santidad, pues es también una tarea y un camino que a ellas conduce, debe desde un principio ser abrazada y asimilada en sentido religioso y moral; de otro modo, sólo será un peligro.

6. El "" a la dolencia, "" a la vida eterna

Diversas son las causas, como diversos los significados que presenta la enfermedad ; también son variados los deberes que impone. Lo que menos comprenden ciertos enfermos es el por qué de la enfermedad. Es de suma importancia que el enfermo se disponga bien a realizar la misión que Dios le confía, al enviarle la enfermedad; debe, sobre todo, aceptarla con ánimo esforzado. La enfermedad es consecuencia y marca de la culpa. Pues bien, si se ha de eliminar con decisión el pecado, causa de la enfermedad, se ha de abrazar ésta en espíritu de arrepentimiento y penitencia. No se extingue por esto la obligación de emplear los remedios apropiados; mas adviértase que poner la curación en el primer plano de sus preocupaciones, descuidando lo principal, esto es, el arrepentimiento sincero, puede venir a ser como "una curación contra la voluntad de Dios".

Ahora bien, si la enfermedad no tuvo por causa pecados personales, puede muy bien recibirse en penitencia por los pecados pasados y muy particularmente en reparación de los pecados ajenos. Porque no hay que olvidar que toda enfermedad viene a ponernos ante los ojos la culpabilidad colectiva de la humanidad pecadora, que a todos y a cada uno pide reparación, a la que nos obliga el amor reparador con que Cristo, cordero inmaculado, llevó sobre sí todas nuestras culpas, por haberse hecho libremente responsable de ellas.

Pero no ha de colocarse la enfermedad únicamente bajo el signo de la culpa. La gloria de Dios irradia sobre ella maravillosamente, en virtud del poder y de la gloria de Cristo resucitado.

Toda enfermedad, débase o no a culpas propias o ajenas, ha de aceptarse con amor y soportarse como fuego purificador; de este modo sirve "para la gloria de Dios" (cf. Ioh 11, 4).

La enfermedad coloca al hombre en una situación moral de especial importancia (WEIZSACKER va hasta llamarla "acto creador"). Por lo mismo, es preciso que el cuidado de los enfermos ocupe un lugar privilegiado en las preocupaciones pastorales del sacerdote; lo que quiere decir que no sólo ha de preparar bien a los moribundos para la hora suprema, sino que ha de llegarse siempre al lecho del enfermo con suma caridad, ayudándole a "conseguir su transformación por medio de la enfermedad", enseñándole caritativamente a abrazarse con la enfermedad como un medio de arrepentimiento y conversión, un medio de íntima unión con Cristo en su pasión y en su triunfo.

Pero no abogamos con esto por la adopción de una actitud apocada, que abraza la enfermedad por no querer hacer frente a las responsabilidades de la vida. El cristiano abraza el dolor porque es hombre de aguante : acepta aún las enfermedades incurables, pero no deja de emplear los medios espirituales y medicinales que pueden devolverle la salud. El "" con que el cristiano acepta la enfermedad es, en realidad, un "" a la vida o a la muerte; es sobre todo un "" lleno de alegría y de esperanza ante la vida eterna, a cuya consecución se endereza toda enfermedad, cuando se acepta en unión con Cristo muerto y resucitado.

Advierte Tomás de Kempis, en su Imitación de Cristo, que son raros los que se hacen mejores con la enfermedad. Tal afirmación, por lo demás insostenible con esta generalidad, no es otra cosa que un reproche a la práctica corriente de la cura de almas, que no ve ni aprovecha "las potencialidades salvadoras implícitas en la enfermedad".

Y sea éste el momento apropiado para señalar la gran misión que desempeñan las órdenes dedicadas al cuidado de los enfermos. Es deber de todos favorecerlos en toda forma y suscitarles vocaciones numerosas.

7. Deontología médica

La recta noción cristiana de la salud y de la enfermedad dicta la moral médica. No han faltado médicos cristianos para esbozarla magníficamente. Son discípulos de Cristo, el médico divino, y ponen su ciencia y su conocimiento de las raíces espirituales de la enfermedad al servicio de la salud, pero con vistas a la vida eterna. Así declara VICTOR VON WEIZSÁCKER: "Hemos comprendido que la finalidad de la medicina no es simplemente curar al enfermo; la terapéutica no es más que una parte de su misión, que consiste en prestar la mano al hombre en su viaje hacia su último destino, y la enfermedad es un medio al mismo tiempo que una ocasión para conseguirlo".

El médico cristiano ha de adquirir y hacer valer los conocimientos científicos, pero debe contar más con el alma del enfermo, con sus energías y con su intrínseca tendencia hacia Dios.

No está el médico llamado a desempeñar una misión estrictamente pastoral o sacerdotal con los enfermos; pero si ejerce como debe su actividad profesional, prestará una contribución valiosísima al bien espiritual de las almas. El médico cristiano no ha de olvidar que junto al lecho del enfermo tiene una misión apostólica. Con ciertos enfermos a veces puede más el médico que el sacerdote : le corresponde, pues, hacerles ver la voluntad de Dios y llamarlos a conversión.

El médico concienzudo sabe que ni la ciencia, ni la consideración de la enfermedad en su aspecto anímico autorizan la "mentira médica". La enfermedad coloca al hombre ante lo trascendente y esencial. Sin duda que el médico tiene que saber que la verdad sólo es íntegra y de buena ley en la caridad y por la caridad; no ha de manifestarla, pues, a destiempo, no ha de cultivar fanáticamente "la verdad por la verdad", sino la verdad para la edificación. "El médico tiene que desilusionar al enfermo, en forma amable y delicada, pero eficaz... mostrándole lo irremediable de la insuficiencia humana" los

Para poder realizar este ideal, tiene el médico que ingeniarse por trabar relaciones cordiales con el enfermo; lo conseguirá si toma su profesión como un servicio de amor a sus hermanos en Cristo.

Amigo y padre : he ahí las características del buen médico. La verdad dicha por él consigue más, aun desde el punto de vista curativo, que la ocultación de la verdad, cosa impropia e indigna de una persona, y más que la mentira descarada. A los neuróticos es particularmente importante que les descubra caritativamente la verdad. El poner de manifiesto la verdad reprimida es precisamente el punto básico de la psicoterapia seria.

En caso de enfermedad mortal está el médico obligado a manifestar al enfermo la gravedad de su situación, ora por medio de sus familiares, ora por el sacerdote, ora directamente si ha podido ganarse toda la confianza del enfermo.

VI. LA INTERVENCIÓN QUIRÚRGICA

El médico se encuentra muy a menudo ante la necesidad de intervenir a fondo y con operaciones arriesgadas. Antes de intervenir debe el médico cerciorarse de que la operación es realmente indicada, esto es, que, todo bien considerado, es mayor la esperanza de alcanzar un mejoramiento de la salud y de la actividad humana que el peligro de empeoramiento o de muerte.

Es justificada toda intervención quirúrgica que redunda en beneficio de toda la persona, en beneficio de la salud bien entendida, o sea, en cuanto está ordenada al verdadero destino del hombre.

Todo paciente está obligado en conciencia a someterse a las operaciones ordinarias, cuando son indispensables para la conservación de la salud o la vida.

Los antiguos moralistas sostenían que nadie estaba obligado a someterse a operaciones graves, como sería una amputación. Esto pudo sostenerse entonces, cuando la falta de analgésicos convertía una operación en tortura irresistible y la ausencia de asepsia ofrecía pocas posibilidades de éxito. Tampoco hoy día puede decirse que los pacientes estén obligados a someterse a operaciones demasiado dolorosas y problemáticas.

Los progresos de la medicina suscitan continuamente nuevos problemas, como el de "trasplante de órganos". Conforme a nuestro principio fundamental de "la salud al servicio de la caridad", tal trasplante nos parece absolutamente lícito. Todos admiten que uno puede sacrificar su vida por el prójimo; con mayor razón uno de los órganos, habiendo motivo serio; mas no por razón de lucro. Debe, además, existir seria probabilidad de feliz resultado.

Hay algunas prácticas y operaciones que merecen especial atención del moralista. Tales son :

1. La narcosis

La narcosis es una útil invención para vencer el dolor mediante la supresión de la conciencia o conocimiento. Cuando basta la anestesia local, la narcosis completa es contraindicada. Si, por el contrario, está indicada desde el punto de vista médico, la moral nada tiene que objetar. Y si amenaza serio peligro de muerte, antes de proceder a privar al enfermo del conocimiento, es preciso darle tiempo de prepararse a la muerte. Además, la privación o disminución del conocimiento no puede tener cono finalidad directa el acortar la vida, ni debe provocarse por la simple razón de que uno no quiere, por principio, someterse a ningún dolor, ni a los razonablemente soportables..

2. Trasplante de órganos

El trasplante de tejidos animales capaces de vida sobre seres humanos está permitido en tanto no actúe en el sentido de producir una alteración de la personalidad. Así, habría que rechazar como inmoral, por ejemplo, el trasplante a un ser humano de glándulas sexuales.

Cada vez se aplica con mayor frecuencia la "celuloterapia", en la que se quitan células vivas a un organismo no humano para transferirlas a un organismo humano en el que prosiguen su función vital. A ello la moral no tiene nada que objetar.

En miles de casos se ha logrado con éxito trasplantar a un ojo hasta entonces ciego la córnea de una persona que acababa de morir. Progreso éste realmente maravilloso de la medicina. Aun cuando es evidente que el médico no puede disponer arbitrariamente de los órganos de un difunto, ni siquiera después de cerciorarse por completo de que la vida ha cesado totalmente, sin embargo, sería muy de desear que todo el mundo estuviera dispuesto a consentir aun más allá de la muerte en un acto tal de amor al prójimo y de que sus deudos dieran a su vez la correspondiente autorización.

La cuestión fundamental de si el trasplante de un órgano de un ser humano vivo a otro está permitida desde el punto de vista moral y si incluso es digna de alabanza, contituye la piedra de toque para el alcance de nuestro principio fundamental de "la salud y la vida al servicio del amor". Sería erróneo creer, como ya subraya Pío XII en una alocución del 14 de mayo de 1956, que "la humanidad" en uno de sus miembros que sufren pudiera exigir de uno sano el sacrificio de un órgano, algo así como la conservación del individuo puede hacer que en ocasiones se precise la amputación de uno de sus miembros. A nadie le está permitido atentar contra la integridad física del individuo. También sería equivocado hablar precipitadamente de un deber del amor frente al prójimo que sufre.

En mi opinión, no es sólo una señal de tener unos sentimientos excepcionales, sino que incluso en ciertas circunstancias puede considerarse como algo objetivamente normal el que una persona por graves motivos sacrifique al prójimo un órgano que para él no sea imprescindiblemente vital. Se ha objetado a esto que aquí se trataría de una automutilación y que por ello nunca es correcto objetivamente. Pero éste es un punto de vista demasiado aislado, el cual, si hubiéramos de ser consecuentes, también nos daría argumentos para combatir las transfusiones de sangre, generalmente admitidas, y finalmente también contra la amputación prescrita facultativamente. Tal acción ha de considerarse en su conjunto como algo análogo a la plena y libre entrega de sí mismo por parte de Cristo. Cuando uno se mata directamente, es esto una acción — nunca permitida moralmente — cerrada en sí misma, la cual, sólo en un aspecto más externo o acaso por el motivo que la ha impulsado, puede tener relación con la situación de apuro o con la salvación de otra persona. Sin embargo, en el trasplante no se destruye ningún ,órgano, sino que se transfiere al prójimo como órgano vivo para que pueda vencer un grave peligro de su vida o una desgracia de orden psíquico.

Hay que convenir con los teólogos que adoptan una postura fundamentalmente negativa, en que, por ejemplo, no se puede responder del resultado de un trasplante de un riñón sano de una persona viva, en el estado actual de la medicina, puesto que, debido a la inseguridad, ni los mismos médicos la recomiendan. En cambio, el sacrificio de la córnea de un ojo sano tiene muchas probabilidades de éxito desde el punto de vista médico. Pero comoquiera que se obtiene casi idéntico buen resultado con la córnea de una persona que acaba de morir, no hay suficiente motivo para que haya de realizarse el sacrificio del ojo de un viviente. Con todo, no debe ponerse obstáculos a la medicina por medio de un "no" categórico a su práctica de trasplante de órganos.

3. Experiencias en seres humanos

Hay que condenar enérgicamente los experimentos de remedios u operaciones que se practican en personas sanas o enfermas sin expreso consentimiento suyo y con peligro serio para su salud. Se trata, pues, de simples ensayos de inventos recientes, no de la aplicación de remedios cuya eficacia está ya reconocida. Los experimentos practicados a la fuerza en prisioneros de guerra, o en personas de raza juzgada inferior, se clasifican con justicia entre los crímenes contra la humanidad. Ni las autoridades humanas ni ninguna otra persona tiene derecho alguno a intervenir en la integridad física o psíquica del individuo.

Para su necesario progreso, la medicina necesita en cierta medida experimentar en el hombre vivo métodos y remedios terapéuticos cuya eficacia no ha sido todavía demostrada. Sin embargo, incluso contando con la autorización de la persona interesada, tales experimentos no han de ser extendidos a discreción. Claro está que en enfermos graves en los que dentro de las posibilidades humanas no ofrece perspectiva alguna de salvación y curación ninguno de los procedimientos corrientemente usados, puede el facultativo, con autorización expresa o tácita del paciente, echar mano de medicinas y métodos hasta entonces no probados, siempre que de ellos espere algún resultado satisfactorio. También están permitidos todos aquellos experimentos que no acarrean consigo considerable peligro para la vida y la salud. Discutida es, por el contrario, la cuestión de si un médico puede experimentar con peligro de la salud o de la vida, en sí mismo o en personas que se dispongan voluntariamente a ello, métodos de los que se espere felices resultados en bien de la humanidad paciente, una vez se hayan agotado totalmente todas las otras maneras más inofensivas de hacer la experiencia de tal medicina o método de tratamiento. Pío xii, en términos generales, y aunque reconociendo completamente el noble motivo que en tales peligrosos experimentos se encierra, se ha pronunciado en sentido negativo en cuanto a su licitud objetiva. Con todo, sus palabras se dirigen especialmente contra un pretendido derecho de la sociedad a exigir o autorizar tales experimentos. En ello no debe quedar el menor lugar a dudas, especialmente siendo así que recientemente hemos presenciado el horrible abuso que se ha cometido con los experimentos en seres humanos vivos.

Es un problema del abnegado amor cristiano, de la inteligencia y humilde reconocimiento de la superioridad de Dios sobre nuestras vidas, el saber hasta qué punto puede el individuo poner en peligro la salud y la vida propias cuando se trata de ayudar al prójimo a salir de un grande o grave riesgo. Debe recusarse, sin embargo, como inmoral en cualesquiera circunstancias, toda experimentación a discreción que pueda entrañar un peligro para la salud, tanto si se ejerce sobre uno mismo o sobre otros, del mismo modo que debe rechazarse aquel egoísmo que sólo se preocupa de la propia salud. Se trata de encontrar el justo medio.

Los ensayos médicos en animales deben realizarse evitando toda crueldad innecesaria, aunque, por lo demás, hay que rechazar como sentimentalismo misantrópico la pretensión de las sociedades protectoras de animales de prohibir toda clase de experimentos en animales vivos.

4. Castración y esterilización

La castración y la esterilización producen consecuencias de gran alcance. Tanto la remoción de las glándulas sexuales del hombre y de la mujer (castración, ovariotomía) cono la interrupción de su actividad, que tiene como consecuencia la infecundidad (esterilización), sólo pueden realizarse en las condiciones de cualquiera otra operación, o sea si aparecen como indispensables medicinalmente. Esto significa que son lícitas moralmente si se juzgan necesarias para la conservación y buena salud de todo el organismo. El motivo para proceder a estas intervenciones quirúrgicas debe guardar relación con las profundas consecuencias que suelen producir para el desarrollo físico, psíquico y social de la persona.

La castración realizada en la niñez o juventud priva al cuerpo de hormonas indispensables, cuya falta perjudica gravemente el mismo desarrollo psíquico.

Por la importancia de los órganos sexuales y por el respeto que debe rodearlos, deben considerarse la castración y la esterilización como mutilación grave. Por eso, realizarlas en forma arbitraria, y sin que sean necesarias para la salud, es pecado grave.

Practicábase en tiempos pasados, con bastante frecuencia, la castración de los niños cantores, para que conservasen su linda voz infantil: era un grave pecado contra la naturaleza y una gran injusticia contra los niños, porque se ponía trabas a su desarrollo físico y psíquico y se los hacía inhábiles para contraer matrimonio. Y el hecho de que los niños dieran su consentimiento no disminuía la injusticia, porque, en el caso, la persuasión que sobre ellos se ejercía equivalía a una seducción.

También se ha de condenar enérgicamente la castración realizada para verse dispensado de los esfuerzos morales normalmente necesarios para dominar el instinto sexual, pues éste entra en la misión que Dios asignó al hombre. Todavía es más reprobable el realizar la castración, ovariotomía o esterilización con el fin de entregarse más desenfrenadamente y sin consecuencias al placer sexual.

Los motivos eugenésicos no justifican nunca la esterilización. Quien cree que no puede hacerse responsable de transmitir una herencia cargada, debe escoger valientemente el camino de la continencia.

Son lícitas cuantas operaciones sean necesarias para la curación de alguna enfermedad, aunque vuelvan inhábil para concebir. Pero es requisito indispensable que la finalidad directamente perseguida sea la. curación, y que, por tanto, si se produce la infecundidad, sea como simple efecto tolerado, no directamente buscado por sí mismo.

Así es lícito tratar a una mujer que sufre de flujo de sangre continuo con rayos radioactivos sobre los ovarios, aunque dicho tratamiento cause probable d aun seguramente la esterilidad.

Es probable la opinión que sostiene la licitud de tratar con rayos X los testículos humanos, si con ello se espera conseguir la curación de una psicopatía originada en la actividad excesiva y morbosa de los mismos. Contra la reducción terapéutica de la actividad de las glándulas sexuales a su grado normal, nada hay que objetar, aunque haya cierto peligro, no grave, de esterilización. Sin embargo, como la ciencia médica contemporánea ofrece tratamientos más aptos para moderar la actividad del instinto sexual, en la práctica no se presenta ya la cuestión de si es lícito un tratamiento que expone a la esterilidad. La teología moral y pastoral rinden gustosas tributo a los adelantos médicos en este particular.

De suma gravedad es la cuestión de si está permitido al Estado imponer la castración o la esterilización por motivos eugenésicos, esto es, para impedir la transmisión de taras hereditarias, poniendo un obstáculo insalvable al nacimiento de criaturas biológicamente inferiores.

La Iglesia, saliendo en defensa de la libertad y dignidad humanas, se ha opuesto claramente a que el Estado tome semejantes decisiones; así, por ejemplo, Pío xi, en la encíclica Casti connubii y el Santo Oficio en diferentes decretos. No tiene el Estado el poder de interferir tan profundamente el derecho fundamental del individuo a la integridad de su cuerpo y al matrimonio. No puede, sobre todo, imponer una operación que produzca la transformación de la personalidad o la rebaje ante la sociedad, como es la alteración de las funciones de las glándulas sexuales. Añádase que los principios eugenésicos en que acaso pretenderían apoyarse semejantes medidas son muy discutibles y obscuros.

Son, por lo demás, muy laudables los esfuerzos que haga el Estado para mejorar la salud del pueblo, con tal que respete. los inalienables derechos de la persona y de la familia. Son moralmente desaconsejables, y en los casos más graves, del todo inadmisibles los matrimonios entre personas cargadas de taras hereditarias; mucho más cuando por ambas partes existen esos defectos atávicos. Tiene, sin embargo, el Estado el derecho de impedir (v. gr., con la reclusión) la unión de las personas mentalmente irresponsables, inhábiles para el matrimonio, precisamente en razón de su irresponsabilidad. Las medidas que el Estado está obligado a dictar para la defensa de la salud pública son las que por una parte reprimen el desenfreno sexual, las enfermedades venéreas, el abuso del alcohol y de la nicotina, y por otra fomentan la higiene y protegen la juventud y las familias de atavismo sano.

5. La psicoterapia por el psicoanálisis y el narcoanálisis

El psicoanálisis es una especie de intervención psicológica de la psicoterapia moderna. Los métodos de la psicoterapia moderna dan al médico psicólogo la posibilidad de internarse muy profundamente en la vida psíquica de los pacientes. El método psicoanalítico iniciado por Sigmund Freud y desarrollado y purificado por Alfred Adler y Karl Gustav Jung, puede producir bénéficos resultados en manos de un médico concienzudo y experimentado. Por el contrario, en manos de un curandero que pretenda ser psicoanalista, puede producir efectos desastrosos. Mientras el método psicoanalista siga uncido al pansexualismo y panmaterialismo originario, será siempre peligroso, desde el punto de vista religioso y moral, someterse al tratamiento de un psicoanalista fiel a los postulados filosóficos de S. Freud. Nunca deja de ser peligroso el entregarse a disposición de un psicoanalista para el que nada significa el cristianismo, y que no cree en la libertad moral ni en la responsabilidad humana.

Toda intervención psicoanalítica intenta una explicación del pasado psíquico, y por ese aspecto implica un influjo y una acción sobre el futuro desarrollo interior. Pero si el médico psicólogo pretende ayudar a "conseguir el verdadero sentido de la vida", no puede en modo alguno prescindir del sentido último y definitivo de ésta. He ahí el por qué el tratamiento por un psicoanalista arreligioso incluye casi necesariamente la repudiación del último fin eterno, con lo cual el paciente se obstinará en dar a la vida un sentido simplemente temporal, sobre todo cuando, en el curso del tratamiento, abandona su libertad a discreción del psicoanalista. Este peligro crece cuando el médico echa mano del hipnotismo para el examen del subconsciente. Acaso hoy no se requiera siempre la hipnosis completa; pero el estado en que se coloca el paciente respecto del psicoanalista es más o menos el del hipnotizado, es decir, un estado que se presta admirablemente a falsas interpretaciones y a la abdicación psíquica, con todos los peligros que implica.

Últimamente se ha encontrado en el narcoanálisis un sistema auxiliar del psicoanálisis. Mediante la administración de narcóticos cuidadosamente dosificados se coloca al paciente en un estado medio entre la vigilia y el sueño. Con ello pierde el control sobre el curso de sus pensamientos y expresiones, al interrumpirse las tendencias voluntarias que las mantenían en cohesión. Disminuye entonces la aptitud para juzgar las imágenes que suben del subconsciente, a medida que aumenta la facilidad para caer bajo la sugestión del psicoanalista, con lo que este estado viene a asimilarse íntimamente con el hipnótico. Se ha hablado sin motivo de un "suero de la verdad". En realidad "no es la droga la que gobierna los temores y esperanzas del psicoanalizado, sino los pensamientos del psicoanalista". Sin duda queda todavía alguna posibilidad de despistar y callar. Si son numerosos los peligros que se encierran en el psicoanálisis, en razón de las ideas fundamentales que consciente o inconscientemente lo dominan, o por causa de las interpretaciones arbitrarias del psicoanalista, no son menores las que ofrece el sistema del narcoanálisis. Son muy serias las garantías de moralidad, religión y competencia que ha de ofrecer el psiquiatra que cree deber emplear el narcoanálisis; mucho mayores que las exigidas al que renuncia, por principio, a reducir la conciencia del paciente mediante el empleo de narcóticos.

Así pues, gran desconfianza merece el tratamiento médico por el narcoanálisis si se trata de un médico falto de escrúpulos, imprudente e inexperto. Pero si este "suero de la verdad" viniera a emplearse en los tribunales, para arrancar confesiones verdaderas o falsas, habría que estigmatizarlo como un inaudito ataque a la libertad, peor que las mismas torturas. El summum de la barbarie sería que el Estado aplicara dicho "suero de la verdad" con otras drogas y métodos para disociar y arruinar la personalidad 119

6. La psicocirugía

La psicocirugía (lobotomía, leucotomía) es un nuevo método quirúrgico de la psicoterapia.

Apóyase en el supuesto, aún no admitido por todos, de que cada una de las operaciones psíquicas tienen su sede en el cerebro y son, por tanto, localizables ; lo cual permite poner coto a ciertas perturbaciones psíquicas operando la película frontal del tálamo. Desde 1936, cuando por primera vez fue hecha por el portugués Moniz, se ha practicado dicha operación miles de veces con resultados diversos.

A esta operación suele .seguir un profundo tratamiento psicoanalítico ; hay que aplicar, pues, aquí también, pero con severidad aun mayor, lo que señalamos a propósito de la castración y el psicoanálisis respecto de la transformación de la personalidad. Si es cierto, por una parte, que la lobotomía produce en el paciente una mayor adaptación social y mayor facilidad de trato, también lo es, por otra, que causa cierta "disminución de la personalidad", por cuanto disminuye el empuje y el interés personal.

La operación debe considerarse como lícita, con tal de que el cirujano tenga la pericia requerida y de que se trate de un paciente incapaz de tomar ninguna resolución personal ni ninguna responsabilidad moral; así, la operación no causará trastorno alguno en la personalidad, sino, a lo sumo, la transferencia de unas deficiencias psíquicas a una esfera en que son menos fatales.

Según el estado actual de la experiencia, debe considerarse como moralmente ilícito el practicar la psicocirugía únicamente para quitar agudos dolores; un profundo menoscabo de la fuerza moral en una persona hasta entonces capaz de decisiones morales es un mal mucho mayor que los más agudos dolores, los cuales, por lo demás, pueden lenificarse por otros medios.

VII. PROBLEMAS DE LA HIGIENE

El recto cultivo de la higiene constituye un deber moral. Faltar a él, sea por exceso, cuando degenera en hipocondría, o por defecto, es un desorden moral.

Para proteger eficazmente la salud hay que guardar la templanza en el comer y beber, en el descanso y el trabajo; además, la castidad es una fuente de buena salud corporal y psíquica.

La actitud cristiana ante el cuerpo impone el deber de la limpieza y la higiene.

La vivienda y el vestido deben ser sanos y humanamente dignos. En ellos se refleja la imagen interior del hombre, a la vez que actúan en la formación de su imagen total. También la moda ha de tener en cuenta la higiene, aunque no se rija exclusivamente por ella. Muchas personas enfermas son víctimas de las modas irracionales.

Frente a las tendencias nudistas, la actitud del cristianismo es resueltamente negativa, por mucho que pueda discutirse sobre sus aspectos higiénicos. Con la pérdida de la inocencia original no puede decirse ya que la desnudez sea inofensiva (cf. Gen 2, 25), y las manifestaciones nudistas en la moda y en el arte, en las diversiones y los deportes, en los cines y en los bailes son todo lo contrario de inofensivas. El desnudo seduce; el desnudo es la idolatría del cuerpo; el desnudo rebaja, al echar. por tierra la vergüenza y la verdadera hermosura irradiada por el espíritu.

Por otra parte, tampoco hay que caer en la mojigatería. Lo primero que debe adquirir una persona normal y psíquicamente sana es la ingenuidad natural respecto de su propio cuerpo. Nada hay que objetar a los baños al aire libre, con tal que se guarde la decencia. Lo esencial es la vigilancia interior y la delicadeza con el prójimo. Las costumbres y las circunstancias indicarán en particular lo que ha de tenerse por decente y permitido.

La moral cristiana acepta decididamente el juego y el deporte. Pero también aquí hay que observar el justo medio. Nunca el deporte ha de ser un fin en sí mismo. En contra del deporte profesional se levantan razones serias. Las obras de arte antiguas y modernas muestran elocuentemente cómo la exageración del deporte conduce a una deformación de la figura ideal humana : se cultiva la "musculatura" a expensas de la espiritualidad.

Laudable es la acción de las ligas antialcohólicas, sobre todo porque muchos de sus adherentes se abstienen completamente del alcohol, en espíritu de reparación y de caridad, y para convencer con el ejemplo. Para la mayor parte de los alcohólicos sólo hay un camino de salvación : abstenerse por completo del alcohol. Pero es preciso no exagerar, condenando el placer moderado de las bebidas alcohólicas. La sagrada Escritura condena el exceso y alaba la templanza; pero también ensalza el vino, como un don de Dios (Eccl 9, 7; cf. 10, 19; Prov 31, 6 s). El abstemio que exalta el espíritu de la verdadera libertad y está animado de caridad apostólica hacia sus hermanos en peligro, merece las mismas alabanzas de san Pablo, que decía estar dispuesto a renunciar para siempre al vino para no dar ocasión cíe ruina a algún hermano (Rom 14, 21 ; cf. 1 Cor 8, 13).

Nada hay que reprochar tampoco al vegetarianismo práctico, que se abstiene completamente de alimentos de carne. Muchas órdenes religiosas abrazaron libremente esta renuncia.

Pero el vegetarianismo moderno se ha convertido en una filosofía, o mejor en un sucedáneo de la religión, en el que entran elementos gnósticos, maniqueos y budistas; pretende "salvar" al hombre por una sana alimentación y el arte de respirar. Su reprobación contra todos los gustos de la carne, aún moderados, es contrario al espíritu de la libertad cristiana.

Una dieta variada es lo que más conviene al hombre. No hay duda de que se hace un uso inmoderado de la carne, lo que no deja de provocar, junto con los perjuicios en la salud, serios desórdenes morales. El vegetarianismo es una protesta contra ese abuso. Para muchos enfermos, sobre todo los de las glándulas, la curación está acaso en él.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO II
Herder - Barcelona 1961
Págs. 208-260