IV

EL DÍA DEL SEÑOR


Por su sacerdocio,
debe el hombre convertir toda su vida, los días de trabajo como los de descanso, la vida privada como la pública, en servicio divino, en acto de religión. Éste es un deber nunca realizado a la plena perfección. El estado en que sí se realizará está aún por venir. "La nueva Jerusalén" que aquí edificamos ahora, pero que sólo podrá ser perfecta cuando baje del cielo, será la "santa ciudad de Dios", en la que ya no será necesario ningún templo, porque "el Dios omnipotente y el Cordero será su templo". "La ciudad no ha menester de sol ni de luna que la iluminen. Su lumbrera es el Cordero" (Apoc 21, 22 s). Será el estado de la perfección en que el eterno servicio del templo, la eterna adoración, la pompa impecable del amor lo llenará todo. "Allí no hay noche" (Apoc 21, 26; 22, 4). Allá no hay quien cometa mentira ni crimen, ni quien pronuncie maldición (Apoc 21, 27; 22, 3).

Pero ahora, mientras vivirnos en el tiempo, sí existe lo profano y lo contaminado por el pecado. Aún el cristiano está en continuo peligro de sumergirse en lo profano — o sea, en lo que no se ordena al culto, en lo que no está animado por la virtud de religión — y en lo pecaminoso. Por eso en el ritmo de su existencia deben girar también horas y días santos. El cristiano tiene que hacer de todas sus obras y trabajos un ejercicio de religión; pero este ideal será del todo irrealizable si no hay tiempos sagrados y santas festividades y días de descanso cultual que encuadren y penetren esa existencia.

En su estado actual, mucho le falta al mundo para ser "santo", para estar totalmente orientado a la gloria de Dios, la cual, sin embargo, constituye su último fin. Hay que empezar por introducirlo en el culto divino, estableciendo los lugares sagrados (casas de Dios), que no han de considerarse solamente como "santos retiros", sino, sobre todo, como puntos de convergencia o de partida, o como puertas por las que se irrumpe a la conquista del mundo para gloria de Dios. Cuando las viviendas y cortijos, los pueblos y las ciudades no se agrupan en torno a la casa de Dios y no se han integrado en la parroquia, carecen de un punto de gravedad santo, y giran en torno a lo profano. Apuntando al cielo, las torres asocian las viviendas que a su sombra se cobijan al sursum corda de la divina alabanza.

Dios abraza el tiempo en su totalidad, desde el momento en que principió su continua sucesión y desde que Cristo apareció en la "plenitud de los tiempos". Todas las épocas de la historia han de orientarse hacia "el fin de los tiempos", cuando volverá Cristo a recoger todo lo que en el tiempo ha fijado sus ojos en Él. La finalidad del domingo y el año eclesiástico no es otra que la de transformar todos los tiempos desde el punto de vista de estas verdades angulares, introduciendo en ellos la levadura sagrada. Aquí tratamos el día del Señor ante todo como la continuación del misterio pascual, la vía dolorosa recorrida por el Señor hasta su resurrección. En la medida en que este misterio se nos haga realidad domingo tras domingo, nuestra existencia estará presidida por la gozosa expectación del nuevo advenimiento de Cristo.

El punto central de todos los lugares es el Gólgota con su cruz, y el altar, donde el Gólgota se reactualiza; y la cumbre de la religión y de la santificación del mundo es el sacrificio de la cruz y su perpetua renovación en la santa misa. Es de aquí de donde irradia toda santidad sobre los tiempos y sobre la sociedad, es aquí donde pueden asociarse al canto de adoración a Dios. Los santos sacramentos y los sacramentales de la Iglesia, como también los usos sagrados que son como la continuación de aquéllos, son irradiaciones del sacrificio de la cruz — y de la misa que llevan por el camino de la santificación a cada hombre, a cada sociedad, y aun a cada criatura.

El domingo, con la celebración y audición de la santa misa es, ante todo, la inmersión del cristiano, con todos sus padecimientos y trabajos, en la pasión y muerte de Cristo, es asimismo el descanso de todo trabajo, en la gloria de Cristo, de la que participamos ya y que se debe mostrar en nosotros también en compensación de nuestras labores y sufrimientos.

1. Origen y sentido del día del Señor

El domingo cristiano es algo esencialmente distinto del bado judío, aunque en él se perfeccione todo lo que el sábado anunciaba. El domingo no es, en primera línea, un día de descanso, aunque nos libere en medida aún mayor que el sábado de todo "trabajo servil", es decir, del pecado y de la peligrosa implicación en lo terreno, y venga a ofrecernos un anticipo de la eterna participación en el venturoso descanso del Señor, participación que podemos esperar con plena confianza. Lo que hace del domingo el día del Señor es la eucaristía, la presencia entre nosotros del Resucitado en la conmemoración de su muerte. El domingo, el "día después del sábado", ha quedado marcado para siempre por la resurrección de Cristo (Mc 16, 9; Mt 28, 1).

Desde el tiempo de los apóstoles los cristianos se reunían "el primer día. de la semana", "para la fracción del pan" (Act 20, 7) y para celebrar el día en la comunión de caridad, en el banquete del amor (cf. 1 Cor 16, 2). La conmemoración de la muerte del Señor la celebraban ya las primeras comunidades cristianas, no el jueves, o sea el día señalado por la institución de la eucaristía, sino el' domingo, "el día del Señor"; pues en la celebración eucarística de su muerte el Resucitado está entre nosotros, "hasta que Él venga" (1 Cor 11, 26). La eucaristía es "el banquete del Señor" (1 Cor 11, 20). Cuando san Pablo dice "Señor", se refiere siempre al que resplandece en la gloria de su resurrección y está sentado a la diestra del Padre.

No es natural que los apóstoles, recordando que el Señor después de su resurrección se manifestó "a nosotros, que comimos y bebimos con Él" (Act 10, 4 1; cf. 1, 4; Mc 16, 14; Lc 24, 42), celebraran el misterio pascual de la muerte y de la resurrección "en el primer (lía de la semana"? El evangelista san Juan destaca expresamente que Jesús se apareció a los apóstoles el día. de la resurrección, "el primer día de la semana" (Iob 20, 19). Una semana más tarde (Ioh 20, 26) se les volvió a aparecer en aquel mismo día, en presencia también de Tomás. Diríase, pues, que el propio Jesús ha fijado, o al menos insinuado, el ritmo de su reaparición dominical para la celebración de su resurrección.

El Espíritu Santo descendió también en domingo. Entonces se cumplió la promesa del jueves santo. "No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros... Vosotros me veréis... El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo" (Ioh 14, 18-26). Aquel domingo de Pentecostés comprendieron los apóstoles, como nunca lo habían comprendido, lo que la resurrección del Señor significaba para el mundo, y cómo Él, en el tiempo que mediara hasta su retorno, está presente entre nosotros. Entonces se acordaron de las palabras que el Señor había dicho al hacerles la promesa de la eucaristía : "¿ Pues qué sería si vierais al Hijo del Hombre subir allí donde estaba antes? El espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha para nada" (Ioh 6, 62 s).

Por el tiempo en que san Juan escribía el Apocalipsis, la celebración del "día del Señor" estaba ya definitivamente implantada. Dice san Juan : "Fui arrebatado en espíritu el día del Señor" (Apoc 1, 10). Apareciósele el Resucitado en todo el esplendor de su gloria y le dijo: "No temas, yo soy el primero y el último, el viviente, que fui muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos" (Apoc 1, 18). Esta aparición viene a ser como una confirmación de la elección del domingo hecha por los apóstoles. El domingo quedará para siempre como el día en que se celebra con el Resucitado su inmolación y su victoria, "hasta que vuelva", y en el que le invocamos con anhelo : ¡ Ven, Señor Jesús!" (1 Cor 16, 22; Apoc 22, 20).

En la Iglesia .primitiva aparecía muy claramente destacado el carácter que tiene el domingo de ser el día de la resurrección. TERTULIANO le llama simplemente "el día de la resurrección del Señor" 216. Los padres griegos usan este mismo término, "día de la resurrección" (anastasimos), para designar tanto la Pascua como el domingo. San JERÓNIMO dice, siguiendo una tradición que no fue interrumpida desde el tiempo apostólico : "Todos los días fueron creados por el Señor, pero los demás días pueden pertenecer a los judíos, a los herejes y hasta a los gentiles. Nuestro día es el domingo, el día de la resurrección. Se le llama día del Señor, porque en este día el Señor volvió triunfante" 217. Análogamente dice SAN AGUSTÍN: "El día del Señor no fue revelado a los judíos, sino a los cristianos, por medio de la resurrección de Cristo. Por esto lo celebramos" 218.

Siendo, de suyo, el domingo una celebración de la resurrección de Cristo y de nuestra participación en ella a través del bautismo, su rasgo característico y fundamental es la alegría. "Pasamos en alegría el día octavo, aquel en que resucitó el Señor" 219. "Peca quien en este día está triste" 220. Para subrayar el carácter gozoso del domingo, la antigua Iglesia había prohibido, que en este día los fieles se arrodillaran en sus oraciones. "Celebramos el día del Señor como un día de alegría, pues en este día resucitó Cristo; y así se nos ha enseñado que este día no debemos arrodillarnos" 221.

Aunque la designación usual del domingo en los padres griegos era "día de la resurrección" o "día del Señor", y aunque los padres de la Iglesia latina usaban normalmente esta última denominación, dominica dies, que es la que se ha perpetuado en las lenguas romances, también

216 TERTULIANO, De oratione 23, PL, 1, 1191.
217
SAN JERÓNIMO, De die dom. paschae, Analecta Mared. III, pág. 418.
218
SAN AGUSTIN, Epist. ad Ianuarium, PL,
33, 215.
219 Carta de Bernabé 15, 9.
220
Didascalia 21.
221 PEDRO DE ALEJANDRÍA, Epist. canonica, PG 18,
508.

se encuentra a veces en los padres el nombre, corriente entre los paganos, de "día del Sol" (de donde viene el nombre que se le da en las lenguas germánicas, Sonntag, sunday, etc.), para asociar con él el recuerdo de la resurrección. Así dice, por ejemplo, MÁXIMO DE TURÍN: "El domingo merece respeto y celebración; pues en este día nuestro Redentor se remontó brillando como el sol en el resplandor de la resurrección, después de haber ahuyentado las tinieblas del infierno. De ahí que entre los hijos de este mundo dicho día lleve el nombre de día del sol ; pues lo ilumina Cristo, el Resucitado, el sol de la justicia" 222

SANTO TOMÁS resume en breves palabras la tradición: "La Iglesia ha señalado este día; pues quería que conserváramos fielmente el recuerdo de la resurrección de Cristo, a la cual debemos conformar nuestra vida" 223

Los cristianos no celebran el domingo como una simple conmemoración de un suceso pasado. Para ellos la resurrección es, en la celebración común de la misa, un acontecimiento salvífico presente. En la misa, donde muy especialmente nos percatamos de la unidad del cuerpo de Cristo, el Resucitado está entre nosotros. Cristo no sólo ha glorificado en la resurrección su cuerpo que sacrificó por nuestra causa, sino que ha aceptado a la Iglesia como cuerpo suyo, y como a tal la conduce a la grande y solemne asamblea de la Jerusalén celeste. La Iglesia glorifica a Cristo en su día, sobre todo, dando testimonio de su unidad. Ya los Hechos de los Apóstoles dicen (20, 6) que en el primer día de la semana los cristianos se reunían para la fracción del pan. Los padres de la Iglesia, empezando por SAN IGNACIO, el discípulo del apóstol san Juan, no se cansaban de exhortar a los fieles a la unidad y a reunirse regularmente. La Didakhé ordena : "Reunidos cada día del Señor, romped el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro" 224. La Didascalia da gran relieve a este precepto : "Ordena y exhorta al pueblo a que se reúna fielmente, para que nadie menoscabe la unidad de la Iglesia, para que nadie se abstenga y prive así al cuerpo de Cristo de uno de sus miembros" 225. Por la renuncia al pecado y por la unidad y comunión en la celebración de la muerte de Cristo participamos en el gozo del Resucitado y esperamos confiadamente en la resurrección de los muertos y en la vida del siglo futuro (Credo).

Junto a la gozosa celebración de la resurrección de Cristo y junto al misterio de la unidad y caridad expresado en la reunión festiva, la tradición destaca una y otra vez la orientación escatológica del domingo. En este sentido es típica la conocida frase de san AGUSTÍN : "La séptima edad es nuestro sábado, que no conoce noche sino el día del Señor, este eterno octavo día, santificado por la resurrección de Cristo y anticipo del eterno descanso del espíritu y del cuerpo. Allí seremos libres y amaremos y entonaremos nuestros cánticos de amor. Éste es el fin sin fin. Pues, ¿ qué otra cosa es nuestra meta y fin, sino alcanzar el reino que no conoce fin ?" 226

222 MÁXIMO DE TURÍN, Homilía prima Pentecost., Pl, 57, 371.
223 SANTO TOMÁS DE AQUINO, III
Sent. d. 37 q. 1 a. 5 sol. 3 ad 3.
224 Didakhé 14, 1.
225 Didascalia
13.
226 SAN AGUSTfN, De civitate Dei 22 cap. 30, 5 Pl, 41, 804.


 

2. Santificación de la vida entera por el sacrificio
de Cristo y de la Iglesia

a) Significación del sacrificio de la cruz
para la vida cristiana

El sacrificio es la más perfecta expresión de la virtud de religión, la más válida expresión del reconocimiento y la adoración de Dios como a supremo señor y creador. El hombre que, con plena conciencia del sentido de su acto, ofrece su sacrificio, descubre, como e1. un relámpago, el último sentido de su vida, que no es sino la adoración de Dios, la entrega de todo cuanto tiene, de cuanto hace y de cuanto es para glorificación de aquel que todo se lo dio.

El acto visible de la ofrenda tiene sentido y valor por cuanto expresa los sentimientos interiores de donación e inmolación de la persona misma.

En todos los pueblos primitivos existió originariamente la costumbre de ofrecer las primicias en sacrificio. Esta ofrenda de los primeros y mejores dones de Dios expresaba que tanto aquello que se ofrecía como todo lo demás era don suyo, y que, por lo mismo, todo se le debía devolver, ya en forma de sacrificio, ya en forma de agradecimiento. El don con que la criatura debía corresponder, tenía que ser la adoración y el amor.

Además, en los sacrificios de todos los pueblos, pero en especial en los del pueblo israelita, late el pensamiento de la reparación. El hombre que gime bajo el peso del pecado reconoce que, por su culpabilidad, sería merecedor de la misma muerte, de la que sólo se ve libre porque Dios, en atención a su sacrificio, a la humilde confesión de su falta y al deseo de reparar, lo mira con piedad y le otorga su perdón. Éste era el sentido de la ofrenda total de las víctimas, que entre los paganos podían ser incluso humanas.

Todos los sentimientos y deseos que impulsaban a los pueblos a ofrecer sacrificios, han encontrado su perfecta realización en el sacrificio que Cristo ofreció de sí mismo en la cruz. En él se apuran divinamente todas las posibilidades religiosas y morales de la criatura, en fuerza y razón de la divina "agape", de la divina caridad, porque "tanto amó Dios al mundo que fue hasta entregar a su Unigénito" (Ioh 3, 16). Aquí se ofrece al Padre celestial, por parte de la creación, el don más sublime del amor de Dios, la divina "agape" en la persona de su Hijo amadísimo. Ofrécese Cristo a sí mismo en representación de toda la humanidad, para presentar a Dios uno y trino el himno de la adoración agradecida, la condigna satisfacción por todos los pecados y la súplica más grata y poderosa en demanda de los dones sobrenaturales para la salvación del género humano y para que éste pueda nuevamente elevar un himno grato a su Creador y Padre.

Por el sacrificio de la cruz, Cristo ofrece y manda al mismo tiempo el amor ilimitado a Dios y al prójimo, aunque sea el último de los pecadores. En el sacrificio de Cristo en la cruz se muestra el amor nuevo, que es al mismo tiempo una manifestación del amor soberano de Dios y una respuesta del hombre. Aquí la "nueva ley" del amor ilimitado, al mismo tiempo que hace añicos la ley de la justicia meramente humana, establece la divina justicia por un acto de inaudita misericordia, de obediencia y de amor desbordante. El sacrificio de la cruz es el punto culminante de la vida de Cristo, porque es entonces cuando por amor y obediencia ofrece el sacrificio de su vida para gloria de Dios y salvación de sus hermanos.

Por este sacrificio se ofrece al hombre la posibilidad más radical de seguir a Cristo, pues por él queda redimido del estado de enemistad con Dios y galardonado con la filiación adoptiva, por él se le ofrece la fuerza del amor, que conquista todo corazón sensible, en él se le ofrece el ejemplo más elocuente del Maestro divino. En él está la fuente profunda que da al seguimiento de Cristo su ser, su fuerza y su valor.

El sacrificio de Cristo nos enseña cuáles son los sentimientos propios de su imitación y el camino que ha de seguirse: la vida cristiana consiste en seguir al Crucificado, en seguirlo con el trabajo, el sufrimiento y la humillación. "Quien quiera ser mi discípulo, abrace su cruz y sígame" (Mt 16, 24; cf. 10, 38). En el centro de la moralidad cristiana hay que colocar la seria y definitiva amistad con la cruz, en compañía de Cristo. Pero si la vida cristiana hunde sus raíces en el sacrificio de la cruz, es para florecer con el esplendor y dignidad sacerdotales: porque al incorporarnos al Crucificado, nos incorporamos asimismo a su sacerdocio, cuyo acto más solemne fue el sacrificio de la cruz. El requisito para seguir por el camino sacerdotal que lleva al Crucificado es inyectarse, por el santo bautismo, la grandeza y las energías y virtualidades de su sacrificio. El bautizado, al abrazar resueltamente su cruz cotidiana, tiene que compenetrarse de los sentimientos de sacrificio que agitaban el corazón del sumo sacerdote, Jesucristo, para poder realizar la misión sacerdotal que se desprende de su semejanza con Él (gracias especialmente al carácter que imprime el bautismo, la confirmación y el orden).

Quien participa del sacrificio de la cruz, renuncia radicalmente al pecado. Cristo murió para el pecado de una vez por todas; asimismo, quienes, por el bautismo, se asocian a esta gran realidad para tener nueva vida, tienen que decirle un "no" rotundo y definitivo al pecado (Rom 6).

Pero el seguimiento de Cristo, considerado a la luz del sacrificio de la cruz, se revela también como disposición a reparar no sólo los propios pecados, sino aún los de los demás, llevando por ellos la cruz cotidiana (cf. Col 1, 24). Ante el sacrificio de la cruz comprende el cristiano la tremenda gravedad del pecado y el imperio que ejerce sobre el mundo, y ve que sólo puede superarse muriendo con Cristo.

Seguir a Cristo y participar de su sacerdocio es sumergirse en el río de la divina justicia y en el torrente del divino amor (agape), para entregarse a la reparación y crecer continuamente en un amor que fructifique.

El seguimiento de Cristo es un camino sacerdotal, un camino de la cruz, un camino de amor ; pues el Maestro es el sumo sacerdote que oficia desde la cruz, es el amor crucificado.

Incorporarse cultualmente en Cristo significa ser sacerdote y víctima con Cristo, sumo sacerdote y cordero sacrificado, significa disponerse a sacrificarse como Cristo y a dejarse inmolar en testimonio de divina caridad por sus hermanos.

Siendo, pues, el sacrificio de la cruz el punto culminante de la vida de Cristo y la fuente profunda de donde brota la gracia para seguirlo, preciso es contemplar y organizar la vida cristiana toda entera en conformidad con él. Cristo dio comienzo a su vida con este introito al sacrificio de la cruz : "Me has preparado un cuerpo... Heme aquí que vengo, para hacer, oh Dios, tu voluntad" (Hebr 10, 5-9). El último aliento de su vida fue para hacer oblación de sí mismo. La vida del discípulo debe orientarse, pues, como la del Maestro: hacia la muerte, en constante disposición a sacrificarse a sí mismo, para vivir sólo para Dios y para sus hermanos.

Si se comprende y se vive la moralidad cristiana en conformidad con el sacrificio de Cristo, no será una moralidad de autoperfección, sino de autodonación, un culto a Dios, una glorificación de Dios. En el lenguaje simbólico del oferente nada hay que sepa a frío utilitarismo ; todo allí se eleva hacia Dios, todo es entrega de sí mismo, todo se postra en adoración y alabanza. Las mismas súplicas que acompañan el sacrificio expresan el an' elo de una vida santa, sostenida por el poder de Dios, vivida para gloria de Dios en unión con el Resucitado.

El sacrificio de su vida para gloria del Padre fue el camino que condujo a Cristo a la cumbre de su gloria; el cristiano no ha de buscar otro camino que el de la abnegación y la entrega; el cristiano vive con la mirada puesta en la muerte, pero sostenido por la radiante seguridad que da la esperanza, fundada en la muerte v resurrección de Cristo.

b) Relación entre la misa, renovación del sacrificio del Calvario, y el seguimiento de Cristo

El divino sacrificio de la cruz es no sólo el ejemplo que dicta las obligaciones del verdadero cristiano, sino también el hontanar de donde brota la fuerza para seguir a Cristo. Esa fuerza mana incesantemente de la santa misa y de los sacramentos. Son éstos como otros tantos focos luminosos que dan calor a la moralidad cristiana y puntos de convergencia de la misma. La santa misa es la fuente perenhe de la asimilación a Cristo. Sólo por su eficacia y por la participación viviente en su drama, penetra íntimamente el cristianó en la vida, muerte y resurrección de Cristo.

En el domingo, la celebración del misterio pascual del amor de Cristo, que se sacrifica y triunfa, nos revela en forma singular nuestra situación de itinerantes. Nuestra mirada alcanza desde el día de Pascua hasta el retorno de Cristo, pero siempre pasando por la "conmemoración" de la muerte de Cristo. Nuestro culto consiste en la ofrenda del viernes santo y en el júbilo del domingo de Pascua. De las fuerzas que este culto encierra sacamos nosotros nuestra prontitud al sacrificio y la confianza en la victoria de nuestra empresa, que es la de santificar todas las esferas de la vida llevándolas a la glorificación de Dios. Construimos sobre la base del Cristo victorioso, por cuanto entramos en el santuario de su muerte, nos bañamos en la sangre derramada en la cruz y decimos un "sí" adorante a los sacrificios que nos están reservados.

Hemos sido bautizados en la muerte de Cristo, en su resurrección y también para la espera gozosa del gran día del Señor ; pero aún no exultamos en la anticipación del venturoso descanso : la resurrección de Cristo, nuestro bautismo, la celebración del domingo son para nosotros comienzo y prenda, si domingo tras domingo "predicamos la muerte del Señor" (1 Cor 11, 26) y en virtud de su muerte y de su resurrección día tras día morimos para el viejo Adán y anunciamos la suprema realeza de Dios y del Cordero.

En la celebración del domingo resuena el júbilo pascual de los bautizados, la esperanza de la cristiandad en la victoria, la esperanza anhelosa de la perfección postrera. Pero es también un gracioso mandato de Dios y el "" que la cristiandad da a configurar la vida sobre el patrón de estos salvíficos misterios.

La inagotable riqueza de los misterios salvíficos que celebramos en la santa misa, es expuesta ante nuestros ojos en los solemnes misterios del año eclesiástico. Todos los días señalados por Cristo, todas las fiestas de la Iglesia son una celebración del sacrificio de Cristo en la cruz, sacrificio que desemboca en la resurrección y en el gran día del Señor. El santo sacrificio de la misa encierra en sí la plenitud de todas las conmemoraciones, tanto las dolorosas como las gozosas. Todos los misterios quedan sumidos en el sacrificio que presta Cristo como sumo sacerdote, y que empieza con su oración en la encarnación: "He aquí que vengo para hacer tu voluntad" (Hebr 10, 9) y se consuma cuando todo lo entrega al Padre, para que Dios lo sea todo en todo. La significación del sábado veterotestamentario se extendía en un grandioso arco desde la mañana de la creación hasta el bienaventurado descanso en Dios, que al final debe cumplirse y en el sábado tiene su prenda; de un modo análogo, la celebración del sacrificio en cada domingo y siguiendo el ritmo del año eclesiástico, nos introduce de un modo no por misterioso menos real, en el proceso salvador en Cristo y la Iglesia, que ha de terminar con la revelación definitiva.

Pero partiendo del domingo, también el día laborable del cristiano debería llegar a ser más y más un día santo, una feria. La santificación del día laborable con la asistencia a la santa misa y la recepción de la eucaristía, es signo de una vida realmente entendida desde el punto de vista de la santificación. Pero, sea o no posible la asistencia a la misa en los días laborables, el domingo y su salvífica celebración del sacrificio debe constituir como el alma de nuestra cotidianidad con todas sus tareas.

Una y otra vez hemos insistido en cómo la nueva ley de la vida en Cristo se expresa de preferencia en los dones de la gracia y en el mandato de los sacramentos. Como sea que todos los sacramentos tienen su fuente en el sacrificio de la cruz y, por tanto, están centrados en torno a la misa, convendrá que, al menos en forma resu nida, mostremos cómo por medio de los sacramentos la vida entera del cristiano debe configurarse a partir de este centro.

El hombre sacramental, en su piedad y en la configuración de su vida, vive por entero de la santa misa y para la santa misa, puesto que ésta constituye el centro de todo sacramento y de toda acción sobrenatural.

La eucaristía nos muestra la caridad de la víctima que se entrega por nosotros, al tiempo que nos une íntimamente a los sentimientos sacerdotales de Cristo que se inmola por nuestro amor, y nos infunde la voluntad de entregarnos hasta morir con Él y de ponernos a discreción de esa "fuerza transformadora de Cristo", de suerte que por este sacramento se realice la palabra de san Pablo : "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gral 2, 20).

Jesucristo estableció el santo sacrificio de la misa para que fuese nuestro sacrificio, el de toda la Iglesia. Pero la santa misa sólo será realmente nuestra eucaristía (es decir, nuestro himno de alabanza, nuestra adoración, nuestra acción de gracias, nuestra reparación) si vive en nosotros el que es la Eucaristía misma.

En el bautismo, junto con su vida, nos imprimió Cristo la marca de su sacerdocio; en la confirmación, al corroborar esa vida, ahondó el carácter sacerdotal, comprometiéndonos a una decidida acción apostólica; en la mesa eucarística, al mismo tiempo que alimenta nuestra vida sobrenatural, nos inyecta su amor al sacrificio, para que, permaneciendo siempre unidos con Él, mostremos siempre que somos víctimas y sacerdotes. Es cierto que sólo el sacerdote consagrado, obrando en nombre y persona de Cristo, puede ofrecer el sacrificio, por la consagración de los dones del pueblo. Pero también todo el linaje sacerdotal que es el pueblo cristiano, "el sacerdocio santo", "el sacerdocio real", "la nación santa" (1 Petr 2, 5) está llamada a ofrecer en "sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo" (ibid.) y por una colaboración activa, no sólo los dones que han de consagrarse, sino también el Cordero de Dios, y, junto con Él, todo lo que es y tiene. Los bautizados, y más que ellos los confirmados, son los únicos que pueden coofrecer realmente en la santa misa el cáliz de la sangre de Cristo y por esta ofrenda todas sus buenas obras pueden alcanzar el valor de sacrificios espirituales".

Cuando la santa misa llegue realmente a ser el centro de la vida cristiana, podremos decir que el bautismo, la confirmación y el orden sagrado han alcanzado plenamente su finalidad; sólo entonces se tributará al santísimo sacramento de la eucaristía la gloria que merece y producirá ella todos sus frutos; sólo entonces nuestra vida y nuestra acción, levantándose por encima de la estrechez y pequeñez de nuestro yo, llegará a ser perfecta alabanza de Dios y santo sacrificio.

La misma enfermedad y la muerte cristianas sacarán entonces del sacramento de la extremaunción sus más profundas virtualidades y su más alto brillo ; la unción del Espíritu Santo, que consagra el sufrimiento y la muerte, los incorpora al tesoro sacerdotal de la muerte de Cristo.

El cristiano que lleva vida sacramental alimenta su piedad y toda su vida religiosa y moral con la santa misa, vive de ella, puesto que cada uno de los sacramentos y todo acto sobrenatural encuentra en ella realmente su centro.

Añadamos que no son únicamente los sacramentos que confieren una "consagración" los que han de considerarse en función del sacrificio; en iguales condiciones está la penitencia. Quien no mira el sacramento de la penitencia desde el punto de vista del sacrificio de la cruz y como ordenado a la santa misa, no puede comprender su conmovedora profundidad ni el gozo religioso que difunde. En la penitencia está la virtud reparadora del sacrificio cruento; y cuando el cristiano la recibe dignamente pronuncia el "no" rotundo al pecado y le declara una guerra tan seria como la de Cristo, que fue hasta morir para destruirlo; entonces sí se libera de toda iniquidad y puede ofrecer a Dios su vida sin ser rechazado, uniéndose al divino sacrificio.

"¡La misa, centro de la vida cristiana!": ideal que imprime a la vida el sello de la "Teología de la cruz" y lleva al cristiano a declarar al pecado una guerra sin cuartel ; pero al mismo tiempo irrumpe en su existencia el júbilo de la liturgia celestial, hacia el cual la cruz nos orienta y conduce.

Si la misa es el centro de la vida, ésta será vida con la Iglesia, pues el punto central de la vida de ésta es el sacrificio de la misa, que siendo sacrificio de Cristo es también sacrificio de su esposa. Para "sentire cum ecclesia" (pensar y trabajar con ella y para ella) es preciso beber del torrente vital que la alimenta: y ese torrente corre en la santa misa como por lecho propio.

La asistencia a la santa misa y la recepción de los sacramentos no se ordenan a una santificación meramente privada, a una "autosantificación", sino a una santificación por Dios y para Dios, a una santificación para la comunidad, pues por el bautismo adquiere la Iglesia un miembro santificado, por la confirmación un "apóstol seglar" y por el orden un liturgo oficial. Así como la santa misa es el sacrificio de la Iglesia, así también los sacramentos le han sido confiados para bien y provecho de la comunidad.

El matrimonio y la familia (la más pequeña, pero más importante comunidad) son santificados por un sacramento propio y elevados así al honor de albergar a Cristo en su seno y de ser dentro de la Iglesia como una "iglesia en pequeño". Y como la firmeza y santidad del matrimonio cristiano mana del sacrificio de Cristo en la cruz, también la familia ha de hacer de la santa misa el punto central de su vida, para poder consagrarla al servicio de la Iglesia y a la gloria de Dios, por Cristo.

c) Día de la fracción del pan en comunidad

No sin motivo celebramos el sacrificio del Señor en forma de un banquete, que es al propio tiempo símbolo de vida y de unidad.

Jesús se ofreció como hostia en la cruz "para reunir en uno todos los hijos de Dios, que están dispersos" (Ioh 11, 52). Se sacrificó para levantar las barreras del pecado, y resucitó para nuestra justificación (Rom 4, 25), para. reconciliarnos con el Padre, para reunirnos en una gran familia, "para hacer en sí mismo de los dos un solo hombre nuevo y estableciendo la paz" (Eph 2, 15 s). Esta unidad y comunión es obra del Espíritu Santo, que el Resucitado nos envía (Eph 2, 18 y 22). El banquete del sacrificio nos une con el cuerpo del Resucitado. De ahí que sea un principio esencial de la unidad, y el domingo es el día de la unidad y de la comunión. Es el día de la "comunión en la fracción del pan" (Act 2, 42; 20, 7).

La celebración de la misa, con el banquete en común, es el signo con que la Iglesia expresa y funda la comunión de sus miembros. "Al constituir la esencial reunión de la comunidad cristiana, la misa exige y perfecciona la unidad que Cristo ha querido y ha obtenido". "El pan, que partimos, no es la comunión del cuerpo de Cristo. Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de este único pan" (1 Cor 10, ,17). Así como la antigua alianza estaba fundada en la sangre de los sacrificios (Hebr 9, 18 s), también el sacrificio cruento de Cristo, el banquete eucarístico, es el verdadero lazo que une la santa comunión de la nueva alianza.

Los padres de la Iglesia y los grandes teólogos no se cansan de destacar esta gracia y este mandato de la fiesta eucarística. De ahí que esta fiesta haya venido a ser designada con el nombre de "comunión", o sea, comunidad. Citemos aquí sólo a los dos teólogos mayores. Qué dichosa experiencia de la fe y de una liturgia viva se expresa en las palabras de san AGUSTÍN : "i Oh misterio de la piedad ! ¡ Oh signo de la unidad !. No menos expresivo es santo TOMÁS DE AQUINO con su sobrio lenguaje teológico: "Lo que el sacramento significa y obra inmediatamente es la unidad del cuerpo místico... esto es el amor".

Los sacramentos significan lo que obran, y obran lo que significan. Pero, puesto que el fin inmediato y el simbolismo sacramental de la eucaristía no es otro que la unidad y comunidad del cuerpo de Cristo, o, como dicen otros teólogos, "la unidad del pueblo creyente", el primer cuidado debe ser celebrar la santa misa de modo que destaque en primer plano este don que ella aporta y este mandato que le es esencial. El que desee que se actualice en la vida la caridad cristiana y el espíritu de comunidad; el que desee que los cristianos constituyan una comunidad cerrada en el apostolado y en la común resistencia contra las fuerzas colectivas del antiespíritu; el que desee que la caridad y la comunidad no sean un seco e ineficaz imperativo, sino un mandato de la gracia entrañablemente sentido, éste debe empeñar todas sus energías y todo su saber en dar a la misa dominical toda su potencia expresiva como hecho salvífico de la comunidad, como gozosa fiesta de la "comunión de la fracción del pan".

Una de las grandes catástrofes que han ocurrido en el reino de la fe, es que el domingo del cristiano haya descendido a ser el simple cumplimiento de un mandato : la asistencia a la misa. Y no evitaremos este mal si permitimos que la misa se entumezca en un muerto formalismo, o que la impregne un hálito de individualismo y de independencia, o si nos limitamos a "entretener" al pueblo con barrocos coros latinos. ' El domingo debe volver a ser el día de la "fracción del pan", hecha con un gozoso espíritu de comunidad.

Verdad es que toda misa, aun la que celebra en la soledad un sacerdote asistido por un solo ministro, posee por esencia un inalienable carácter de acto de comunidad. Es "comunión de los fieles con Cristo y de los cristianos entre sí". Pero está más de acuerdo con el carácter de la eucaristía, "que es una imagen verdaderamente viva y admirable de la unidad de la Iglesia", el que los fieles, unidos en súplicas y oraciones comunes, participen en la celebración con el sacerdote. En la celebración del banquete eucarístico la Iglesia "dirige a todos sus hijos la invitación de Cristo : Tomadlo y comed todos... Haced esto en memoria mía" (1 Cor 11, 24). De ahí que el concilio de Trento haya recomendado con gran insistencia que en todas las misas los fieles asistentes participen de la eucaristía, no sólo en el deseo, sino también por la recepción sacramental". Pío xii, lo mismo que BENEDICTO XIV, señala como ideal el que los fieles reciban las ofrendas que en la misa han sufrido la transustanciación, que "cocelebren" con el sacerdote. Aunque la Iglesia permite también que, habiendo motivos razonables y suficientes, la comunión se distribuya también fuera de la santa misa, recomienda, sin embargo, a los fieles a que, de no mediar un motivo serio y suficiente, "no desdeñen hacer realidad todo lo que contribuye a proclamar en el altar la unidad viviente del cuerpo de Cristo".

¿ Será necesario aún, después de estas vehementes e inequívocas declaraciones, decir que la comunidad cristiana tiene un positivo y sagrado derecho a que en el festín eucarístico no sólo se "parta" el pan, sino que le sea distribuido? ¿ Qué será de la "comunión de la fracción del pan", qué será del domingo, si los pastores de almas consideran que el distribuir la santa comunión viene a "perturbar" la misa parroquial?

Y si los fieles no exigieran la observancia de este su derecho, porque no les ha sido explicado, ni han hecho la experiencia de lo que significa este gran símbolo de la unidad y la comunidad, por no haberlo visto celebrar como se debe, entonces poseen otro derecho que viene a añadirse al primero: el de que se les instruya y conduzca con amor y paciencia.

Pero el sacerdote no se ha de contentar con distribuir los domingos el pan eucarístico, sino que ha de repartir asimismo el pan de la divina palabra (Act 20, 7). El Verbo de Dios en persona nos los dio ambos ; y si dijo que el hombre vive del pan eucarístico (Ioh 6, 51), dijo también que vivía de toda palabra que procede de la boca de Dios (Mt 4, 4). El oir en común la palabra de Dios crea un sentimiento de comunidad y forma parte de la recta preparación para participar activamente en el sacrificio de Cristo, que es la más viva profesión conjunta de la fe (y debe serlo también en la manera como se celebra la misa). La fe, que es el fundamento de la vida sobrenatural, viene a extinguirse si no se le da el alimento de la palabra de vida; pues "la fe viene por la predicación" (Rom 10, 17).

El domingo entero debe quedar señalado por la "comunidad en la fracción del pan", convirtiéndose en un día de amorosa comunión. San Pablo exhorta a los cristianos de Corinto a que "el primer día de la semana", o sea el día en que celebran en común la eucaristía, a que dejen un donativo para los necesitados (1 Cor 16, 2). En la antigua Iglesia, el día de la fracción del pan era también el día del agape de amor, en el que debían reunirse ricos y pobres. El amor cristiano ha visto siempre en el domingo un día destinado a la caridad, en el que debía practicarse la visita de enfermos y abandonados.

El domingo cristiano ha de servir, sobre todo, para fomentar y desarrollar el espíritu de familia. Las agradables reuniones familiares deben ser como una irradiación de la asistencia en común a la santa misa y de la común participación en el banquete del amor. Con esto nada decimos en contra de las comuniones colectivas, inspiradas en otro criterio; pues ellas pueden y deben conducir a la comunión familiar.

d) Delimitación del deber de oir misa los domingos

Lo que notamos acerca del descanso dominical, o sea que no se trata únicamente de un precepto eclesiástico, ha de repetirse con mayor énfasis respecto del precepto de oir la santa misa el

domingo. Aquí se trata de una práctica que nos ha de mantener un idos al centro vital y que ha de hacer cada día más íntima y manifiesta nuestra incorporación en Cristo, sumo sacerdote, y en la santa comunidad de la Iglesia. Se trata de la más honrosa invitación de nuestro amoroso Salvador y de la divina asamblea de la nueva Jerusalén. "El que es de Dios" oye esta invitación de amor (cf. Ioh 8, 46; 1 Ioh 4, 6). Quien, en este punto, se pone a examinar qué es lo estrictamente obligatorio para limitarse a ello, muestra ya con ello que "no oye" la invitación. Con todo, hay que proceder a determinar ese mínimum obligatorio:

1) Todo cristiano, cumplidos los siete años de edad, está obligado a oír misa entera todos los domingos y fiestas de guardar.

Esta obligación es grave "ex genere suo".

Según opinión común de los teólogos, peca gravemente quien por propia culpa omite alguna de las partes principales de la misa, como son el ofertorio, la consagración o la comunión. No están de acuerdo los autores para determinar si se quebranta gravemente el precepto omitiendo la antemisa con el evangelio y el credo inclusive. No hay duda que es una indigna irreverencia querer de propósito deliberado omitir aquellas oraciones e instrucciones que preparan al augusto misterio del altar. Si la omisión no es premeditada, sino que se debe a cierta negligencia, no parece justo tacharla de pecado grave.

Preciso es oir una misma misa y no partes de diversas misas. Sin embargo, quien asiste a la consagración y comunión en una misma misa y lo demás en otra no debe inquietarse, máxime si lo hace sólo por encontrarse en alguna dificultad.

Para cumplir con el precepto basta oir la santa misa, sea cual fuere el rito. El católico puede oir misa celebrada en rito oriental y recibir la santa comunión bajo ambas especies .

2) Por "asistencia" hay que entender la presencia corporal. Indudablemente que oír la misa por radio o por televisión podrá ser muy útil, sobre todo para los enfermos, pero así no se cumple el precepto de asistir a la santa misa, que requiere la presencia visible en torno al altar.

Podrá haber ocasiones en que se puede preferir escuchar un buen sermón por radio a una mediocre predicación en la iglesia, cuando ello puede hacerse sin escandalizar a nadie. Efectivamente, no hay precepto estricto de oír la predicación. Pero no se ha de olvidar que a la digna y perfecta celebración del domingo corresponde el anuncio y predicación litúrgicos de la palabra divina a toda la asamblea reunida.

Es evidente que los fieles que ostentosamente se quedan en el atrio de la iglesia y allí se distraen no pueden pretender a la presencia corporal, ni que asisten de veras a la celebración de la santa misa. Pero cuando, por alguna causa justificada, no puede uno entrar en la iglesia y desde fuera sigue la ceremonia con devoción, uniéndose a los movimientos de la asamblea, es ello suficiente para la asistencia.

Siendo la santa misa el oficio religioso del pueblo de Dios, es evidente que lo más conforme con este carácter comunitario sería la celebración en la que sacerdote y fieles se unieran al sumo sacerdote Jesucristo, mediante una cocelebración en la que todos los fieles oraran, cantaran y respondieran al unísono y en la que todos simultáneamente estuvieran de pie o de rodillas. Pero lo esencial es que todos alimenten en sus corazones idénticos sentimientos de amor recíproco y universal. "Todos vosotros no debéis formar sino un solo coro, para que la melodía del canto divino, resonando en perfecta unidad, adore al Padre en una sola voz, por Cristo Nuestro Señor" (SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA).

Los excomulgados — los separados de la comunidad—no tienen de por sí "ningún derecho" a asistir al gran misterio del amor y de la unidad, sino sólo a escuchar la palabra de Dios que los llama a penitencia. Con todo, si no se trata de excomulgadas vitandos, se puede tolerar su asistencia en la santa misa, especialmente cuando no se ha pronunciado aún ninguna sentencia contra ellos y son sólo excomulgados "ipso facto". Es un principio de derecho eclesiástico que los excomulgados no tienen ningún derecho de asistir a la celebración de la santa misa; pero de ahí no se sigue que no tengan ninguna obligación. El precepto de rendir culto a Dios, y muy especialmente el de asistir a la santa misa, los obliga más fuertemente a pedir cuanto antes el levantamiento de la excomunión.

3) El precepto de la asistencia a la santa misa y más aún la misión cultual esencial a todo bautizado, exigen una asistencia llena de piedad y devoción.

Todos los moralistas están de acuerdo en afirmar que no cumple el precepto positivo de la Iglesia de oir la santa misa quien no pone la debida atención exterior; esto es, quien no abandona toda ocupación exterior incompatible con el oficio religioso. como sería el estudio, la lectura de novelas, o el entregarse a la charla o al sueño.

Cuando los autores enseñan que, para cumplir con el precepto eclesiástico, basta la atención exterior, no se ha de entender esto como si la mera presencia corporal exteriormente recogida fuera suficiente para cumplir con el precepto divino y para rendir a Dios el "culto en espíritu y en verdad" (Ioh 4, 23), exigido por el carácter bautismal. El establecer una distinción precisa entre obligación legal y obligación moral y teológica, tiene justamente por finalidad hacer caer en la cuenta de esta última, que es la más esencial. Por eso mejor sería siempre considerar el asunto desde el punto de vista del amor pastoral de la Iglesia, que determina la obligación del precepto divino, y sobre todo hacer ver al cristiano lo que es la "nueva ley" y ponerle ante los ojos que la primera y principal obligación es la de rendir culto a Dios "en espíritu y en verdad" y sólo después pasar a señalar lo que la Iglesia ha determinado para que se cumpla con ese deber.

El cristiano, cuya norma de conducta debe ser "la gracia y no el régimen legal" (Rom 6, 14), debe saber que si sólo se limita a cumplir exteriormente las leyes pastorales de la Iglesia, se encontrará siempre expuesto al peligro de caer bajo el dominio mortífero de una ley que se le hace extraña. Quien se guía por las normas de la "gracia", percibe, en las determinaciones que del precepto divino hace la Iglesia, el mismo lenguaje de amor con que la gracia del Espíritu Santo, su "nueva ley", le habla en su interior. Siguiendo las mociones de este divino Espíritu, debe al menos esforzarse por captar bien el sentido del precepto eclesiástico.

El precepto eclesiástico se cumple por la verdadera buena voluntad de asistir atenta y devotamente, aun cuando esto no se logre a la perfección.

Las distracciones voluntarias durante la santa misa son, por sí, faltas veniales, a no ser que conscientemente se extiendan a toda la misa o a alguna de sus partes principales. Quien "asiste" a la celebración de la santa misa sólo por el gusto de oír la música, o por cualquiera otra finalidad mundana o profana, sin atender propiamente a la oración, no puede decir realmente que ha cumplido con el deber sacerdotal que le impone su santo bautismo, ni con lo que le pide la Iglesia en nombre del Salvador.

Es claro que cumplen con su "deber de oír misa" quienes durante ella realizan algún servicio necesario para su celebración, como son los organistas, directores del coro, quienes preparan el fuego para el incensario, o colectan la limosna, etc., aun cuando por dicha ocupación les sea difícil conservar el recogimiento interior.

El confesarse durante la santa misa no es, evidentemente, la forma ideal de asistir a ella; pero si al menos se presta alguna atención a las partes esenciales, puede decirse que la humilde confesión de sus culpas es un himno de adoración rendido a la misericordia y justicia de Dios, que encaja perfectamente en su significado con lo que se realiza en el altar. Sobre todo para los fieles que fuera de este momento no tienen ocasión de confesarse, o les es muy difícil hacerlo, se ha de considerar lícito el confesarse durante la misa de obligación. Esto se desprende del elevado valor cultual que posee el sacramento de la penitencia.

Sólo quien está en gracia puede adorar a Dios "en espíritu y en verdad", por la digna participación y asistencia a la santa misa. Con esto se indica que el que, se encuentra en pecado mortal, si quiere cumplir perfectamente con sus santas obligaciones de culto, ha de procurar volver a la gracia antes de la santa misa o durante ella.

El oír la santa misa con verdadera devoción y provecho es mucho más que seguir simplemente su desarrollo en el altar, aun con la ayuda de un misal. Lo que verdaderamente importa es entrar por los sentimientos de Jesucristo víctima y sumo sacerdote, decidiéndose a conformar la vida con el sacrificio de Cristo en la cruz, a hacer de ella una santa misa.

4) En cuanto al lugar en que se ha de oír la santa misa, no existe hoy "presión parroquial", es decir, que no hay obligación de oírla en la iglesia parroquial. Esto no quita que el ideal sea asistir al oficio divino dominical en la parroquia o comunidad en la que se vive y trabaja, pues la santificación de la parroquia fluye del altar alrededor del cual se reúne la asamblea santa. Sobre todo la misa parroquial que se aplica por el pueblo debe llevarse las preferencias.

Así pues, se cumple el precepto asistiendo a la santa misa en cualquier iglesia u oratorio público o semipúblico, en las capillas privadas de los cementerios o al aire libre, mas no en otros oratorios privados, si la Santa Sede no ha concedido este privilegio. Esta última particularidad pone de manifiesto que, según la voluntad de la Iglesia, el servicio divino dominical debe aparecer aún exteriormente como es el lazo que une a "toda la comunidad cristiana". Claro está que cuando hay motivo proporcionado se puede válida y lícitamente oir la santa misa en un oratorio privado.

5) Exención de la obligación de oir misa dominical. a) Como de otros preceptos positivos, exime de éste cualquier grave dificultad, esto es, aquella que causa algún perjuicio superior a la habitual molestia o gravosidad implicadas en el. cumplimiento del precepto y que se consideran proporcionadas a la importancia del mismo.

Conviene notar, además, que lo que puede ser razón suficiente para eximirse una que otra vez, puede no serlo para una exención general o prolongada ; pues el precepto eclesiástico se funda sobre un precepto divino positivo y sobre el deber cultual, esencial al bautizado. Y cuando no se puede asistir al santo sacrificio, ha de hacerse todo lo posible para permanecer unido a él espiritualmente, ofreciendo personales y privados sacrificios.

Aquellos enfermos a quienes la asistencia corporal a la iglesia perjudica o que pueden temer seriamente que les perjudique, quedan exentos. Lo mismo en caso de duda, porque prevalece el precepto natural de conservar la vida. Sin embargo, cuando se advierte serio peligro de perder la fe o la unión vital con la comunidad de la Iglesia, debe uno arriesgarse a sufrir algún daño en la salud, a trueque de conservar el bien superior del alma.

La demasiada distancia exime por lo menos de la asistencia constante, mas no de toda asistencia.

Los autores estiman que el encontrarse a una distancia de una hora y cuarto es suficiente para dispensar de la asistencia continua. Pero hay otros considerandos, como son las relativas fuerzas corporales, el estado del tiempo, los vestidos que se llevan. Sería insensato atenerse a la distancia señalada por los antiguos moralistas allí donde existe la posibilidad de asistir a misa — aun viviendo a grandes distancias de la iglesia — gracias a los modernos medios de comunicación. Claro está que los pobres no están obligados a asistir cada domingo a misa, si para ello deben invertir sumas de dinero relativamente considerables.

Un viaje inaplazable o la visita de un pariente enfermo son también motivos que dispensan por una vez de la santa misa, si de veras hacen imposible oírla. Otro tanto se puede decir en ciertos casos de la falta de vestido conveniente.

b) También dispensan las obras de misericordia inaplazables: cuidado de enfermos, ayuda en una desgracia o en un peligro, evitar pecados o escándalos.

Los frecuentes y violentos accesos de asma, de tos y de otras dolencias por el estilo que pudieran incomodar a los demás fieles y perturbar notablemente el silencio y recogimiento de los divinos oficios, excusan en la medida en que la delicadeza que se ha de guardar con el prójimo impone mantenerse a distancia por algún tiempo.

c) Dispensan asimismo los servicios públicos u oficiales, las funciones o trabajos inaplazables en las fábricas, los turnos dominicales inevitables.

Cuando los trabajadores y sirvientes se ven privados alguna que otra vez de la santa misa.por sus patronos, pueden quedarse tranquilos; pero si tal injusticia se repite frecuente o regularmente, deben buscar trabajo lo más pronto posible con patronos que les dejen cumplir con sus deberes religiosos. Es conforme con la ley el que entre labradores y campesinos alguno se quede cuidando la casa, establos y demás. Lo mismo la madre que tiene que cuidar a los niños. Pero cuando hay varias misas deben hacer lo posible para que asistan unos a una misa y los demás a la otra. Y si ello no se puede, que unos vayan un domingo y los demás el siguiente.

d) Pueden presentarse otras razones que, de por sí, no bastarían, pero que han establecido una costumbre legítima. Así, en muchos lugares existe el hábito de que las mujeres que van a ser madres no salen de casa durante cierto tiempo ni antes ni después del alumbramiento, aunque no les sería imposible ir a la iglesia. Semejante es también la costumbre que tienen los que se han de casar de no asistir a la misa en que se corren sus amonestaciones.

e) Cuando los motivos no son suficientes para eximir automáticamente conforme a lo que venimos diciendo, existe siempre el recurso de la dispensa, para la que valen idénticas reglas que para dispensar del descanso dominical.

Así, una razón de dispensa algo frecuente en la agitada vida de las grandes ciudades sería una gran excursión en domingo que no dejara tiempo para oír misa. Y si sucede que personas generalmente cuidadosas en sus deberes se van de excursión sin pedir la dispensa correspondiente, puede haber circunstancias que aconsejen no objetar a su proceder, con tal que eso no suceda frecuentemente.

Es muy de aconsejar que cuando se ha tenido que omitir la santa misa dominical por alguna justa causa, o con dispensa, se oiga en compensación alguna misa durante la semana.

f) No existen ya sanciones eclesiásticas contra quienes quebrantan el precepto dominical, pero antiguamente la disciplina eclesiástica era bastante severa en este particular. El concilio de Elvira (hacia 305), por ejemplo, establecía excomunión temporal para quien hubiese omitido tres domingos seguidos la santa misa sin causa justa.

El confesor tiene motivo para dudar de la buena disposición de los penitentes que después de haber sido absueltos de sus omisiones voluntarias y culpables de la asistencia a la misa y de la promesa de enmendarse, recaen en la misma falta. En los casos más difíciles, si la prudencia pastoral lo aconseja, será bueno diferir la absolución hasta que se manifieste realmente la buena voluntad. No es regla, sin embargo, que pueda aplicarse mecánicamente.


3. Santificación del trabajo por el descanso y las celebraciones del culto

Por lo general, la mayor parte de la vida del cristiano está ocupada en el trabajo. Para la moral cristiana es, pues, de la mayor importancia destacar el verdadero sentido religioso y ético del trabajo.

El mejor acceso a la comprensión del significado cristiano del trabajo nos lo ofrece el descanso sabático, establecido por el propio Dios Creador, y la celebración, en cada domingo, de los trabajos, de la pasión y de la resurrección de Cristo en la santa misa. No es posible comprender el valor cristiano del trabajo, sino refiriéndolo a estas primordiales realidades religiosas. A su luz se distinguen, como el día de la noche, dos clases de trabajo: el trabajo santificado, que es el comprendido y aceptado en función del descanso y las fiestas cultuales, y el trabajo profano, que es el que no está animado por el amor a Dios ni se encamina a su servicio, sino que pretende encontrar todo su significado dentro de los simples valores mundanos y temporales.

Cuando seguidamente decimos que la observancia del domingo decide a qué alturas eleva el trabajo o a qué abismos precipita, no hacemos sino incluir bajo el concepto de santificación del domingo todo cuanto puede contribuir a santificar el trabajo y todo cuanto está implícito en el lema benedictino "ora et labora": la audición de la santa misa, el descanso cultual (vacare Deo), el vivir con la Iglesia por medio de los sacramentos y sacramentales, la motivación religiosa, la oración cotidiana. Todo esto encuentra en el "domingo" su expresión y su centro.

El domingo ha de poner, pues, en claro :

1) Si somos amos y señores de nuestro trabajo, como conviene a quien participa de la gloria de Dios creador, o si, por el contrario, al rechazar el culto, nos rebajamos a la condición de esclavos del trabajo y de la técnica.

2) Si el trabajo semanal nos abruma como yugo esclavizarte o nos resulta llevadero como "suave yugo de Cristo".

3) Si la fatiga del trabajo es para nosotros maldición del pecado que no produce nunca ningún fruto, o, por el contrario, es fatiga bendecida, porque vamos en seguimiento de Cristo trabajador y portador de su cruz.

a) Amo o esclavo

Dios estableció al hombre corno servidor y corno dueño : el hombre debe servir a Dios, dominando la creación. Al ejercer este dominio por el trabajo, muestra el hombre que es imagen de Dios: "Dijo entonces Dios: hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados... Entonces los bendijo Dios y les dijo: Henchid la tierra y sometéosla..." (Gen 1, 26, 28) "Tomó, pues, Yahvé Dios al hombre y le puso en el jardín de Edén, para que los cultivase y guardase" (Gen 2, 15). Así pues, aun estando en el paraíso el hombre debía trabajar. Trabajando, cultivando el jardín de Edén, para dominar la tierra, debía mostrar su semejanza con Dios.

Fabricando el mundo, mostró Dios su absoluto y soberano dominio. "Él lo llamó y existió". También el hombre, a su semejanza, aunque a una distancia inmensa, debe ejercitar una actividad creadora, trabajando y transformando el mundo. En la acción creadora del espíritu humano, en el trabajo del hombre resplandece un rayo de la continua acción creadora de Dios sobre el mundo.

Trabajar significa "obrar con una finalidad y por propia determinación". Por el trabajo no sólo conserva el hombre su existencia física, sino que desarrolla sus energías corporales y espirituales. Jamás llegará el ser humano a ser "señor de sí mismo" si no es por un trabajo reglamentado. Por el trabajo cofporal y espiritual el hombre se realiza a sí mismo, poniendo siempre más de relieve su semejanza esencial con Dios.

Actuando sobre la creación, como agricultor, artesano o artista, imprime el hombre sobre las cosas el sello de su espíritu, a semejanza del Creador.

El trabajo es el título de propiedad más noble y primordial. Pero a su turno, la justa posesión de la propiedad es manifestación de la semejanza con Dios.

Mas hay que tener presente que el trabajo sólo ostenta y desarrolla la verdadera semejanza con Dios, si el hombre se somete conscientemente al dominio soberano de su Creador y Señor único. Deben, pues, alternar y combinarse en un ritmo sagrado, el trabajo dominador del mundo y el culto de reconocimiento a la soberanía de Dios.

Ya la natural economía de fuerzas impone una alternancia rítmica de trabajo y descanso, de día y de noche, y también la sucesión de una semana de trabajo y un día de descanso. Este ritmo se santifica si el día de reposo lo es de reposo cultual (un día festivo). Pero también el trabajo que entra en este ritmo queda santificado, si, tanto en el descanso como en el trabajo, se reconoce la soberanía de Dios.

Por el descanso cultual no solamente ofrece el hombre el homenaje de su trabajo a su único rey, señor y creador, sino que adquiere y ostenta un nuevo modo de semejanza con Dios, que rebasa con mucho a la que gana trabajando, y es su participación al descanso beatífico de Dios.

Porque lo más grande en Dios no es su acción en el mundo, sino su superioridad sobre el mundo, su absoluta independencia de él. Dios sería Dios y beatísimo en sí mismo aunque no hubiera creado el mundo, porque es el acto purísimo y la vida perfectísima precisamente en el seno de su dichosa quietud. Dios no pasa en sí mismo de posibilidades y realidades, de potencias a actos, porque no es una vida que luche por aumentarse o prolongarse, siendo como es la vida perfecta y jubilosa. De ahí se sigue que el eterno torrente de su vida es también el eterno descanso de la beatitud. Aun sin la creación, celebra por eternidades sin fin la celestial liturgia de su propio amor en el Espíritu santo. La creación no es más que un eco, libremente formado por Dios, de este eterno júbilo y este reposo eterno en la insuperable plenitud de su vida y de su amor.

El autor sagrado, al colocar junto al precepto del trabajo, el del sábado (Gen 1-2), motiva el sábado humano por el sábado divino, del mismo modo que presenta el trabajo humanó como remedo del trabajo divino.

Digno es de notar que a cada acto de la creación ("días") repite siempre: "y hubo tarde y hubo mañana..." Pero al séptimo día dice con sencillez lapidaria: "Descansó Dios el séptimo día de cuanto había hecho" (Gen 2, 2). La acción dé Dios es una acción en el tiempo, entre "mañana y tarde" (categoría de lo temporal). Pero su descanso no tiene ni principio ni fin, es un "día" sin mañana ni tarde. Con ello Moisés puso al Dios Creador muy por encima de los mitos de la creación vigentes entre los pueblos vecinos de Israel. Conforme al mito babilonio de la creación, tanto el mundo como los hombres resultan de un desdoblamiento, de una "decapitación" de los dioses, con lo que éstos quedan sometidos al perpetuo movimiento y desasosiego del mundo. Para ellos no hay "sábado sin mañana ni tarde", porque quedan absolutamente fundidos con la creación. Son los "dioses de la naturaleza". Y a tal dios, tal hombre. El hombre que no conoce más que los días de trabajo, sin descanso cultual, cae fatalmente en la agitación e infelicidad del laborar mundano : es un trasunto de los dioses babilonios Tiamat y Marduc, en vez de parecerse al Dios de la sagrada Escritura, que crea el mundo sin salir de su descanso dichoso. Por el contrario, el hombre que observa el "sábado", que considera el trabajo como una misión dada por Dios, y que, por lo mismo, le pide bendiga su acción para dominar el mundo, y aprovecha el momento de descanso para rendirle el tributo de adoración, domina la agitada lucha del trabajo y de los cuidados. Sin duda no ha llegado aún a la fiesta del eterno sábado, pero estando en el camino que allá conduce, comienza ya a participar de ella. "Bienaventurado... el hombre que guarde el sábado sin profanarlo" (Is 56, 2).

El sábado, y aún más claramente el domingo, tiene su nota escatológica : si no quiere el hombre que desde ahora se le convierta en juicio de condenación, debe orientar sus miradas hacia el destino final; el trabajo es camino y prueba, no término; para ser siempre digno del hombre, debe encaminarse a la participación del júbilo del eterno sábado, de la gloria de Cristo resucitado, que gozó de la plenitud del descanso después de haber cumplido su obra.

Al reconocer el hombre que sus derechos de amo sobre sus acciones son como un feudo recibido de Dios, y al postrarse en adoración ante Él, participa de una manera todavía más sublime de la gloria de Dios. Al observar el descanso dedicado al culto, se coloca el hombre sobre la naturaleza material. Si, por el contrario, le niega a Dios el tributo del séptimo día en agradecimiento por haber ennoblecido su trabajo, entonces este día se vuelve contra él: semejante al dios babilonio, quedará el hombre envuelto en la inestabilidad del mundo. El hombre que no tiene un día para el descanso sagrado, se hace esclavo del trabajo.

El "hombre robot" de nuestros tiempos considera que el orar y el celebrar fiestas sagradas es perder inútilmente el tiempo, que se emplearía mejor en el desarrollo de la cultura y en el dominio del mundo. La técnica lo ocupa sin descanso. De hecho ha conseguido hacer saltar la fuerza secreta de los elementos. Pero el descubrimiento de las fuerzas de la naturaleza no lo ha puesto de rodillas ante el Creador. De ahí que en la intimidad de su alma sea un desdichado. Y lo es precisamente por eso, porque en aras del trabajo y el progreso ha desechado la llave que lo había de conducir a una semejanza más íntima con el Creador y a una feliz participación de su dichoso descanso. Además, falseó e idolatró la semejanza que con Dios da todo trabajo.

El esclavo de la fe en el progreso se convirtió en imagen de la técnica, en máquina muerta.

El resultado más manifiesto de este proceso son las inmensas multitudes de trabajadores, arrastrados fuera de sus hogares, de sus cortijos y de sus familias, para edificar el paraíso de los "sin sábado", de los que trabajan sin descanso.

¡Cuán diversa puede ser la faz del trabajo! Puede ser un noble servicio a Dios y camino para llegar a la perfecta participación, iniciada ya en este mundo, del descanso sabático del Creador, que reina feliz sobre el mundo. Pero puede conducir también a la titánica presunción de ser el amo absoluto de la tierra, a la denegación del culto y a la esclavitud laboral.

b) El trabajo, carga insoportable o suave yugo de Cristo

El trabajo, aceptado en espíritu de adoración, conserva, aún después del pecado, el sello que asimila a Dios. Pero no hay para qué ocultar que tiene algo de oneroso, desde que Dios dijo al primer hombre: "Con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida... Con el sudor de tu frente comerás el pan" (Gen 3, 17 ss). Harto cuesta al hombre desde entonces arrancarle a la tierra el pan cotidiano; para muchos es un trabajo agotador, que apenas les da para sí y para su familia. Todo hombre está sometido a la ley del trabajo. No decimos que todos estén obligados a trabajar corporal o materialmente. Pero la ley del trabajo es ley individual", que obliga a cuantos no están impedidos por la edad o la enfermedad (que es el trabajo del sufrimiento).

Aquel a quien la necesidad no obliga a trabajar para alimentarse a sí mismo y a su familia (Cf. Prov. 6, 6-11), lo fuerza a ello la virtud de temperancia, de mortificación, de penitencia o de reparación. "El hombre nació para trabajar como el ave para volar" (Iob 5, 7 Vg.). "Que el que no quiera trabajar no coma" (2 Thes 3, 10). "Al trabajo manual o intelectual están obligados todos, sin exceptuar los hombres o mujeres dados a la vida contemplativa, y no sólo por la ley natural (Gen 2, 15 ; 3, 19; Iob 5, 7), sino también por penitencia y expiación (Gen 3, 19). El trabajo es, además, un medio universal para preservar el espíritu de los peligros y elevarlo a cosas superiores y un modo de contribuir, én el orden natural y sobrenatural, a la acción de la divina providencia, y de realizar obras de caridad fraternal".

Los efectos morales que produce la falta de trabajo han mostrado que éste inculca la disciplina, sin la cual el hombre caído no puede guardar el orden. Los sin trabajo están por ello obligados a ocuparse lo mejor que puedan. En tiempo de paro, los que tienen dinero superfluo tienen el deber moral de emplearlo en forma que asegure trabajo a los sin empleo.

El trabajo es un castigo impuesto por Dios, con cuyo peso, sin embargo, no quiere aplastarnos. Para el hombre manchado por el pecado original que gime bajo el trabajo, el descanso cultual recibe un segundo significado: hacerle más llevadera su pena. El precepto sabático entró en la legislación social de Dios en beneficio del hombre cargado con el sufrimiento y el trabajo. Para darle un respiro, le quita la carga por lo menos un día en la semana. Y mientras se rehacen las fuerzas corporales, deben también las del espíritu renovarse en las festividades del culto divino, para poder llevar mejor el peso del trabajo.

Lejos está el AT de desdeñar, como la sabiduría griega, el trabajo corporal (cf. Eccli 7, 15 : No aborrezcas la labor, por trabajosa, ni la agricultura, que es cosa del Altísimo) ; está, por el contrario, íntimamente penetrado de la idea de que el hombre tiene que doblegarse ante la pesada carga del trabajo. Es Dios mismo quien lo impone, aunque no sólo como pesada carga, y es Él quien quiere hacerlo llevadero, sobre todo para los que ocupan el escalón más bajo en la escala social, que son los más oprimidos. "Acuérdate del día sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás tus obras, pero el séptimo día es día cíe descanso, consagrado a Yahvé, tu Dios, y no harás en él trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el extranjero que esté dentro de tus puertas..." (Ex 20, 8-10).

El punto de vista social y humanitario está expresamente destacado en esta legislación del reposo sabático : "Descansarás el séptimo día para que... se recobre también el hijo de tu esclava y el extranjero" (Ex 23, 12). "Que tu siervo y tu sierva descansen, como descansas tú. Acuérdate de que siervo fuiste en la tierra de Egipto..." (Deut 5, 14 s). Este día de descanso humanitario ha de ser también día de agradecimiento por la liberación de la opresiva esclavitud.

La misma preocupación social ha llevado a la Iglesia a prohibir en domingo los trabajos serviles. La carga del trabajo no ha de aplastar a nadie, sobre todo no debe impedir a nadie el goce de concurrir a la "sagrada asamblea" (Lev 23, 3).

Quien, por la ley del descanso sagrado, se deja quitar por Dios la carga del trabajo un día de la semana, recibirá de nuevo animosamente el peso de la semana siguiente como una misión que Dios le confiere desde el altar del sacrificio, como una porción de la carga que lleva Cristo, como un yugo suave, como una carga ligera (cf. Mt 11, 29 s). Todo esto se consigue por el amor a Cristo, por la gracia de Cristo, que cargó también con el peso del trabajo y lo santificó por su pasión y muerte. De ahí que la participación en el sacrificio de la santa misa sea también una santificación del trabajo.

Las repercusiones sociales de la observancia o quebrantamiento del precepto cultual se palpan hoy con la mano, porque estamos presenciando cómo, junto con el domingo, se sacrifica sin miramiento alguno al hombre en aras del lucro, de la locura produccionista y de la carrera de los armamentos.

Tanto el trabajo como el santo descanso constituyen un precepto social de Dios: sólo cuando cada uno está dispuesto a llevar el peso de su propio trabajo y aun el del prójimo, sólo cuando los más fuertes no buscan cómo echar sobre los hombros de los socialmente más débiles su propia parte de trabajo, sino que los hábiles procuran más bien llevar parte del peso de los que lo son menos, para sostenerlos así y en ellos ayudar a Cristo sólo entonces estará el hombre en condición de realizar su cometido de dominar el mundo sin ir al fracaso, sólo entonces se conseguirá que el trabajo no sea causa de división entre los hombres, como por desgracia se ha visto en el curso de la historia, sino más bien causa de unión, por considerarlo como yugo de Cristo, que debe pesar igualmente sobre todos y que se ha de llevar con igual amor.

La maldición que en el Antiguo Testamento amenaza al transgresor del sábado cae particularmente sobre quien abusa de las fuerzas de los débiles y les quita el día de descanso establecido por el mismo Dios en el que celebramos el sacrificio de Cristo.

Es evidente que estos sentimientos cristianamente humanitarios y la correspondiente legislación sobre el trabajo y el descanso, sólo son posibles cuando trabajo y descanso se ordenan a Dios como a último fin, cuando el día del trabajo es santificado por el día del descanso sagrado.

c) El trabajo, maldición por el pecado o imitación de Cristo
crucificado que fructifica para la eternidad

El pecado hizo del hombre no sólo un yugo pesado, aunque saludable, sino también una maldición : "Maldita sea la tierra por tu causa... Espinas y abrojos te producirá" (Gen 3, 18).

Cierto es que Cristo, por su trabajo y por su muerte, redimió en principio la tierra y el trabajo de dicha maldición. Con todo, el individuo, como los pueblos, se enfrenta con la siguiente alternativa: o un trabajo eternamente bendecido, por realizarse en unión con el Crucificado, o la maldición que recae sobre un trabajo autónomo, egoísta o cumplido a disgusto.

Maldito es el esfuerzo y el trabajo que no conoce domingo de descanso, que es fin en sí mismo y sólo sirve al egoísmo. El hombre que sólo piensa en trabajar, está en continuo peligro de no pensar más que en sí mismo, haciéndose duro para los demás, y convirtiendo su alma en un yermo. En cambio, el hombre fiel a la observancia del domingo ofrece en el santo sacrificio de la misa, para gloria de Dios y sin miras egoístas, el pan y el vino, ungidos con el sudor de su trabajo. Ya el renunciar a la ganancia del trabajo para dedicarse al culto de Dios, tiene el significado de una ofrenda. Cuando el hombre rehúsa ofrecer a la gloria de Dios las primicias de su trabajo, o sea el primer día con sus dones, principia a obrar la maldición que acompaña los sentimientos puramente terrenales : la discordia en el campo del trabajo y la nulidad de muchos esfuerzos.

La más funesta maldición del trabajo sería que éste condujese al olvido de Dios. El trabajo de quien no guarda el domingo se convierte en cadena que no le permite encontrar descanso, porque, en realidad, no le dejará aspirar al descanso en Dios. Sin embargo, el trabajo, que se soporta como un yugo que hace gemir, no es tan maldito como el fanatismo capitalista del trabajo, que, ofuscado por la fe ciega en el progreso y por la divinización pagana de la técnica, no puede reconocer ni el valor del culto divino ni el valor del trabajo humano; tanto, que Pío xl tuvo que exclamar: "Así el trabajo corporal que estaba destinado por Dios, aun después del pecado original, a labrar el bienestar material y espiritual del hombre se convierte a cada paso en instrumento de perversión ; la materia inerte sale de la fábrica ennoblecida, mientras el hombre en ella se corrompe y degrada"

"En definitiva, en el trabajo no tiene el hombre sino dos alternativas: trabajar o para Dios o para la criatura. Si trabaja para la criatura, está perdido; si para Dios, salvado. El trabajo puramente materialista (el de la concepción del capitalismo) es esencialmente arreligioso y asocial... Si el hombre sucumbe ante el ansia de poseer, queda poseído a su turno y en la misma medida por el diablo del trabajo" 253. ¡Honor a los pueblos laboriosos! Pero sépase que cuando, en aras del trabajo, se desprecia el domingo y no se respeta el descanso sagrado, se pierde toda virtud. MAX SCHELZR considera que si el fanatismo por el trabajo que distingue a los alemanes los ha colocado en primera fila en el mundo, también ha trastornado su equilibrio y les ha merecido el odio de los demás pueblos.

En nuestro siglo se ha revelado en términos terribles cuán infructuoso, o mejor cuán maldito es el trabajo de una humanidad que no busca en Dios su centro por medio del descanso cultual. Inflaciones, multitudes de desocupados, guerras ferozmente destructoras que, en acelerada sucesión, aniquilan los frutos de un trabajo puramente mundano. "¡ Vanidad de vanidades !" ¡ Cuán bien se aplica esto al trabajo sin descanso sabático!

En la parábola del rico hacendado (Lc 12, 15 ss) mostró nuestro Señor la tremenda esterilidad del trabajo convertido en fin de sí mismo (en ídolo). "¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde el alma?" (Mt 16, 26). El ¡ay! que el Señor lanza contra los ricos cae sobre los que están dominados por el ansia de poseer, pero también sobre los que están poseídos por la fiebre del trabajo, y que por ello no encuentran tiempo para rezar, ni para el descanso dominical.

El cristiano suspira bajo el trabajo y bajo la inutilidad terrena de muchas fatigas. Pero, detrás de todos los posibles fracasos temporales, está la bendición de la cruz de Cristo, con sus frutos para la eternidad, con tal que procure siempre estar unido al Crucificado. La santificación del domingo, la asistencia a la santa misa cambia en bendición de Cristo la maldición del trabajo. Entonces sí abraza el cristiano el trabajo como una obra de penitencia y reparación, como una escuela en que día tras día se va transformando en imagen de Cristo; y a ello contribuyen también las mismas fatigas y los fracasos en el trabajo.

Pero el domingo sólo confiere valor al trabajo cuando es un descanso santificado en Dios, cuando se aprovecha en "vacar para Dios" (vacare Deo). El simple abandono del trabajo para ir a la caza de distracciones y placeres no quita al trabajo su maldición, ni desencoge los nervios del hombre esclavizado, sino que lo conduce a mayor cansancio. Algún médico habla precisamente de la "neurosis dominical" como de una forma de la huida de Dios y de sí mismo para aturdirse en las diversiones. Un domingo pasado en diversiones puede acaso levantar un tanto las fuerzas físicas, pero no "restablecer el equilibrio del alma, ni conservar la salud espiritual" 255

Cuando, por el contrario, el domingo se celebra auténticamente, el trabajo es aceptado como una verdadera vocación en sentido religioso; esto es, el trabajo es recibido de manos de Dios para ir en pos de Cristo crucificado y glorificar a Dios, es aceptado como un don ungido en el misterio de la redención; en una palabra, el trabajo queda santificado y convertido en fuente fecunda para el reino de Dios y la salvación del alma. Y así como Cristo no abrazó el sufrimiento solamente para sí, sino para todos los hombres, también el trabajo que se abraza como una vocación (la de imitar a Cristo) exige una intención social. La misma palabra "vocación" entendida en sentido religioso impone este requisito. La auténtica profesión (munus, of ficium) consagra al servicio de la comunidad, en virtud de una misión y llamamiento divino.

Fue indudablemente Lutero quien introdujo una teología de la vocación profana, al mismo tiempo que rechazó expresamente la existencia de vocaciones especiales a una vida conforme a los consejos evangélicos. Los calvinistas desarrollaron y transformaron esa doctrina en forma que influyó sobremanera en la economía subsiguiente. Pero tampoco se puede negar que la Iglesia católica fomentó desde sus orígenes el aprecio por el trabajo profesional como contribución al bienestar de la sociedad y como acto de glorificación de Dios, conforme a los planes de la divina providencia. Sin embargo, siempre manifestó su predilección por la vocación religiosa o clerical en aras del Reino de Dios, asegurando con ella el equilibrio y la religiosidad.

El trabajo es, pues, para el cristiano una vocación y no un simple quehacer, porque es un mandato divino que a todos afecta, porque es expresión y manifestación de la semejanza con Dios, porque tiene que ser imitación de Cristo trabajador y paciente, y porque el cristiano considera que su trabajo le ha sido especialmente señalado a él en razón de las necesidades de la sociedad y de los dones particulares (indicios de vocación) que Dios le concede para realizarlo.

La celebración del séptimo día traía sobre todo el pensamiento de que al fin de cada semana y, por último, al fin de una vida laboriosa, Dios daría al trabajador su parte de descanso y felicidad; ahora, la celebración del domingo, como primer día de la semana, pone de relieve que el culto ha de pasar antes que el trabajo. El domingo es, ante todo, la fiesta de la resurrección de Cristo, del día de Pascua. Nuestra mirada debe dirigirse entonces también sobre nuestra futura resurrección. Pero no olvidemos que si el domingo celebrarnos la resurrección, el santo sacrificio de la misa de ese mismo día coloca en primer término la pasión y muerte de Cristo corno camino para llegar a la resurrección y ascensión a los cielos; por donde entendemos que la celebración del domingo no ha de ocultar al cristiano el carácter penoso que lleva todo trabajo. Celebrando el domingo con la asistencia a la santa misa, pronuncia el cristiano su sí de aceptación santa de lo penoso del trabajo, entendiendo que es por allí por donde ha de llegar a la gloria junto con Cristo nuestro Señor.

El domingo es el "octavo día", conclusión y coronamiento de la semana sabática, signo precursor del gran día del porvenir, v al mismo tiempo "primer día", comienzo de la victoria de Cristo sobre el pecado, la muerte y los padecimientos.

El trabajo del cristiano queda santificado por el bautismo, pues por él se une íntimamente a los dolores y a la muerte de Cristo. Esto no obstante, ha de empeñarse siempre por dar testimonio de su incorporación a Cristo y por robustecerla, pues, de lo contrario, el peso del mundo perverso le apartaría fácilmente del gran ideal de la "vocación" y de la imitación de Cristo, y lo empujaría por las vías de la independencia y del egoísmo. Por la celebración constante del domingo, el cristiano se entrega a las fuerzas vencedoras del divino Rey, cuya pasión y resurrección es una constante amonestación y orientación para su existencia. Así, la maldición del trabajo y el fracaso de muchos esfuerzos se truecan en santo servicio de amor y en camino bendito que conduce a las eternas liturgias del cielo.

d) Delimitación del precepto divino y eclesiástico
sobre el descanso cultual

Las relaciones naturales y sobrenaturales del hombre con Dios exigen algún tiempo de reposo y descanso cultual. Una ley positiva imponía en el Antiguo Testamento la santificación del séptimo día. La primera comunidad cristiana guardó también el reposo sabático. Pero muy pronto, ya en los tiempos apostólicos, el día del descanso cultual, en que se celebraba la muerte y resurrección de Cristo, el "día del Señor" '(Apoc 1, 10), el "día de la fracción del pan" y de la predicación, fue el "primer día" (Act 20, 7). Ya san Pablo proclama que la ley sabática no obliga a los cristianos (Col 2, 16).

Por lo que se refiere a la celebración del culto el primer día de la semana, preciso es admitir un precepto apostólico y aun tal vez uno positivo divino; pues los apóstoles que así lo determinaron, son, junto con Cristo y subordinados a Él, "órganos de la revelación".

No ignoramos los problemas que plantea el concebir la determinación apostólica como una ley divina con carácter definitivamente obligatorio. No se puede afirmar que la celebración del primer día de una posible semana de ocho días sea del todo inconciliable con la disposición apostólica.

Incumbe a !a Iglesia determinar positivamente los días festivos y lo que se ha de observar en ellos en cuanto a descanso cultual y a actos litúrgicos, ya que el precepto divino no lo precisa. Al interpretar el alcance del precepto positivo de la Iglesia, se ha de cuidar sobre todo de no menoscabar el alcance del precepto positivo divino, ni del deber que Dios impuso al hombre, al crearlo, de rendirle culto. Los principios generales que dispensan de una ley puramente eclesiástica pueden aplicarse al precepto dominical, con tal, sin embargo, que quede a salvo la sustancia del precepto cultual dado por Dios. Puesto que la Iglesia sólo ha intervenido para precisar el precepto divino, los motivos para eximir del cumplimiento del descanso y de los actos cultuales han de ser más urgentes y poderosos que si se tratara de leyes positivas puramente eclesiásticas. Pero la exención en un caso particular no afecta directamente al precepto divino, y no requiere, por lo mismo, motivos tan graves como si se tratara de una dispensa de larga duración.

La ley del descanso dominical no estaba, en los primeros siglos de la Iglesia, tan claramente determinada como hoy. La pequeña comunidad perseguida no podía urgir demasiado un precepto tan íntimamente ligado con las posibilidades sociales y económicas de sus miembros. Se abandonaba el trabajo cuanto era preciso para vacar a los actos del culto; éste fue, en principio, el descanso dominical. Pero como la celebración del culto, que caía en domingo, exigía necesariamente el descanso cultual, la práctica se fue desarrollando más o menos de por si. Ya Constantino ordenó que en todo el Imperio se guardase el domingo como día de descanso obligatorio.

La Iglesia ha .establecido otras fiestas, cuyo número ha variado en el correr de los tiempos, equiparadas al domingo en cuanto al descanso sagrado y la audición de la santa misa.

El precepto del descanso cultual obliga gravemente.

Piensan los moralistas que un trabajo material prohibido por el precepto no sería más que pecado venial, si no pasa de dos horas y no perturba el reposo cultual público ni ocasiona escándalo grave.

1) Dias festivos obligatorios según el Derecho canónico

Cinco fiestas del Señor: Navidad, Circuncisión del Señor, Epifanía, Ascensión, Corpus; dos fiestas de la santísima Virgen María: Inmaculada Concepción y Asunción a los cielos; y tres fiestas de santos: san José, santos Pedro y Pablo y Todos los Santos.

Según el Derecho canónico (can. 1247 § 3), lo establecido por esta ley universal no altera lo que habían establecido los derechos particulares antes de 1918. Así, en el occidente de Alemania rige aún el derecho francés allí establecido desde los tiempos de Napoleón, en lo referente a los días festivos, con menor número de fiestas obligatorias.

Una legislación civil que estuviera en contradicción con la ley eclesiástica sobre días festivos, no exime, por sí misma, de la obligación de guardarlos. Lo que sí puede eximir es la imposibilidad moral en que coloca muchas veces dicha legislación.

2) Trabajos prohibidos el domingo y los días festivos

En tales días prohíbe la ley eclesiástica las obras serviles, los negocios judiciales y también los mercados públicos, las ferias y, en general, todas las compras y ventas públicas, a no ser que las autorice alguna legítima costumbre o algún indulto particular.

Así pues, la ley positiva eclesiástica sólo prohibe las obras serviles, no las "artes liberales". Para determinar qué cosa son obras serviles, es preciso tener en cuenta diversos puntos de vista :

  1. Según el criterio histórico y social, son trabajos serviles aquellos que, por lo general, eran desempeñados antiguamente por siervos o esclavos, esto es, los trabajos típicamente corporales; pero este criterio no es suficiente;

  2. en la misma categoría hay que colocar los trabajos por los que se gana el sustento, los "trabajos asalariados";

  3. desde el punto de vista de lo que pretende la ley, es decisivo determinar si el trabajo perturba el descanso público o cultual. Al descanso dominical se opone toda función que perturbe el culto.

A las "artes liberales", no prohibidas por este mandamiento, pertenece todo trabajo intelectual, encaminado más al cultivo del espíritu y a la cultura intelectual que al fomento de los valores materiales. Dígase otro tanto del trabajo. artístico, realizado sin esfuerzo típicamente corporal, del deporte y de todo cuanto tiene por fin principal el esparcimiento.

Pero ni el deporte, ni los ejercicios intelectuales pueden ser tales que impidan el fin del descanso dominical, o sea, el estar libre para vacar a Dios.

Por esta razón el deporte bullicioso durante los actos religiosos va contra el precepto dominical, sobre todo cuando se desarrolla en las inmediaciones del recinto sagrado, o induce a faltar a ellos, aunque el derecho canónico no lo prohiba expresamente.

Para no caer en el rigorismo, en la interpretación del precepto que prohíbe las obras serviles, preciso es tener presente la palabra del Maestro: "El sábado se hizo para el hombre, no el hombre para el sábado" (Mc 2, 27). La ley del descanso dominical no tiene, de por sí, gran importancia; la tiene sólo porque está destinada a salvaguardar el destino esencial del hombre, que es rendir culto a Dios.

Las costumbres locales y la práctica de los cristianos concienzudos proporcionan una buena interpretación del precepto, aceptada por la Iglesia. No es dable, por lo mismo, establecer una casuística que entre en todos los pormenores y sea aplicable en todas las regiones y circunstancias. La conducta que observó nuestro Señor respecto al sábado y a la interpretación de los fariseos, nos enseña que no viene al caso una casuística minuciosa. Tal proceder no consigue más que provocar ansiedades y oscurecer el sentido del precepto.

Pongamos por ejemplo lo que traen notables manuales de teología moral. Distinguen sus autores con admirable sutileza entre bordar y hacer calceta. Lo primero lo consideran permitido, por ser obra artística, mientras que lo segundo sería obra prohibida. Pues bien, pese a esta distinción y siguiendo precisamente las opiniones de quienes la formulan, nada podemos objetar a la costumbre que tienen las señoras de estar haciendo punto aun en domingo en sus reuniones sociales. De seguro que el pueblo no alcanza a comprender tan sutiles distinciones.

Lo que sí importa es comprender rectamente el sentido del descanso dominical y la formación de los buenos sentimientos correspondientes, que a veces prohibirán lo que tolera el texto de la ley.

3) Trabajos corporales permitidos

a) Todos los trabajos domésticos y de corral realmente necesarios están permitidos.

Lavar, remendar, coser son cosas permitidas, si no ha habido tiempo de hacerlas durante la semana. Siempre lo son los pequeños quehaceres domésticos de cualquier clase que sean. El obrero que tiene que trabajar toda la semana fuera de casa, puede limpiar su jardincito aún el domingo, si puede. hacerlo sin escandalizar. En cambio, será difícil aprobar la costumbre de segar, cosechar o acarrear el forraje por la mañana del domingo.

b) Una necesidad o un peligro inminente de grave perjuicio excusa siempre.

Tienen, pues, una legítima excusa para trabajar en domingo los pobres que no podrían vivir, ni alimentar a su familia, sin el trabajo dominical, los empleadcs a quienes se obliga a trabajar y no pueden romper el contrato sin grave perjuicio, los que trabajan en fábricas o servicios que no pueden cerrar sin grave perjuicio, como ferrocarriles, altos hornos. Para que no se pierdan o dañen los frutos del campo, pueden los labradores entrar la cosecha o regar las plantas que están para marchitarse.

c) No sólo la necesidad propia, sino _también la ajena y urgente es a menudo razón que no sólo permite el trabajo dominical, sino que lo hace obligatorio.

Los médicos, enfermeros, boticarios deben estar listos a servir aún los domingos.. Hasta el rigorismo farisaico había comprendido que se podía auxiliar no sólo a las personas, sino aun a los animales, en cualquier accidente (Cf. Mt 12, 11). También es generalmente permitido reparar los vehículos para un viaje necesario o ya principiado, como también la hechúra o compostura de una prenda de vestir urgente, ya para sí, ya para otra persona. Mas no está permitido a los artesanos el aceptar tantos encargos que se vean luego en la necesidad de trabajar aún el día festivo, cuando tal vez otros están sin trabajo.

d) Una costumbre legítima puede autorizar en domingo no sólo los mercados públicos, las compras y ventas públicas sino también otros trabajos serviles. Pero es evidente que nunca deben absorber tanto que no deje tiempo para los actos religiosos y el descanso cultual.

En caso de duda acerca de la licitud de un trabajo o de la existencia de motivos suficientes para eximirse del precepto, queda siempre el recurso de la dispensa, con tal que asistan motivos plausibles.

No se necesita dispensa cuando es evidente la legitimidad de la costumbre, la necesidad o el peligro de grave perjuicio. Cuando se duda de si los motivos son suficientes, puede obtenerse la dispensa, no sólo del descanso dominical, sino aun de la audición de la santa misa. Pero cuanto más frecuente sea la dispensa, mayores deben ser las razones para no hacer peligrar la esencia del precepto.

Los ordinarios de los lugares y los párrocos pueden dispensar del precepto dominical a sus súbditos, y no sólo a los individuos en particular, sino a toda una familia, y, dentro de su territorio, aun a los extraños. Los superiores religiosos tienen la misma autoridad que los párrocos para dispensar a sus súbditos, entre los cuales hay que contar a todos los que habitan en las casas religiosas. Pero los susodichos no tienen poder para dispensar a toda una comunidad, a una parroquia o a una diócesis.

En los casos de necesidad que afectase a toda una parroquia, habría, por lo regular, razón suficiente para que toda ella quedase automáticamente liberada de la obligación del descanso dominical. En tales casos no hay propiamente lugar a dispensa, sino, a lo sumo, a declarar la exención para tranquilidad de las conciencias. Por su parte, el párroco no tendría derecho entonces a supeditara su decisión la licitud del trabajo, ni a obligar a cada uno a solicitarle licencia. Hay que creer que el cristiano, ya consciente de sus obligaciones y derechos, es capaz de dar por sí mismo con la solución acertada en los casos particulares, tanto más que en las necesidades que afectan a su existencia, está mejor informado que el mismo párroco. Así, por ejemplo, el labrador conoce mucho mejor que un párroco letrado los tiempos propicios y los trabajos inaplazables.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 844-887