II. EL CULTO DE DIOS Y EL RESPETO A SU SANTO NOMBRE

1. Significado religioso del nombre de Dios

a) El nombre manifiesta la esencia del que lo lleva
o sus cualidades predominantes

Para los pueblos antiguos, sobre todo para los israelitas, el nombre no debía ser arbitrario, sino expresar algo esencial. HOMERO considera un signo de la limitación humana el que los nombres que imponen los hambres no expresen perfectamente las cosas. Por eso había cosas que para los dioses tenían distinto nombre que para los hombres. PLATÓN hace la misma reflexión refiriéndose especialmente a los nombres de los dioses: sólo los dioses mismos pueden conocer su verdadero nombre, porque sólo ellos conocen su verdadera esencia. "Los verdaderos nombres de los dioses son aquellos con que ellos mismos se designan. Pero no pudiendo el hombre conocerlos, tiene que contentarse con aquellos con que acostumbra invocarlos en la oración". Al revelarnos Dios su nombre, nos revela el verdadero, el que nos manifiesta algo de su misma esencia y de sus propiedades.

La revelación del nombre de Dios "Yahveh", es un momento solemne de la historia de la salvación (Ex 3, 13 ss). Al revelar Dios su nombre a Moisés y manifestarse como "el Dios de vuestros padres..." se revela con toda claridad como el Dios de la historia sagrada y como el Señor de los tiempos. Al revelar su nombre de Yahveh garantiza que es el "poderoso auxiliador". Los nombres con que fue anunciado el Mesías : Emmanuel (Is 7, 14); consejero, Dios fuerte, Padre por la eternidad, Príncipe de la paz (Is 9, 5), Jesús (Mt 1, 21), hacen resaltar sus propiedades características y sus obras principales.

b) El nombre establece una relación de dependencia
y protección

Cuando, según el Génesis (2, 19 s), Adán impuso su nombre a todos los animales, manifestó con ello que comprendía perfectamente la esencia de las cosas, pero también realizaba el encargo que Dios le había dado de "dominar a los animales". Para significar que un pueblo o una nación quedaba subyugada, o bajo una protección especial, se le imponía ordinariamente un nuevo nombre (cf. 2 Reg 12. 28; Ps 49, 12). En tiempos calamitosos, las mujeres abandonadas buscan la protección de un hombre, cuyo nombre invocarán y cuya propiedad serán (Is 4, 1).

Yahveh impone su nombre a Israel y así establece su derecho especial para que éste le pertenezca por el amor y la fidelidad (Is 43, 1). Asimismo se invocaba el nombre de Yahveh sobre Israel para significar que le pertenecía y que estaba colocado bajo su especial protección (Is 63, 19; 2 Par 7, 14). Se invocaba el nombre de Yahveh sobre el templo (Ier 7, 10), sobre el arca santa (2 Reg 6, 2) y sobre Jerusalén (Ier 25, 29; Dan 9, 18). Y así eran "santos" para Dios. Al mismo tiempo, se manifiesta con ello la confianza en una especial protección de Dios (cf. Ier 14, 9: "Tu nombre ha sido invocado sobre nosotros", que se lee en el Completorio). "El que invocare el nombre del Señor", esto es, el que colocare bajo el dominio y protección de Dios, "ése se salvará" (Act 2, 17-21; cf. Rom 10, 13).

En la "nueva creación ", los "vencedores" llevarán un "nuevo nombre", el "nuevo nombre del Cordero" (Apoc 3, 12 ; cf. 14, 1; 22, 4). Todo esto significa la inauguración de un nuevo orden. Recibir de Dios un nuevo nombre significa nada menos que entrar en nuevas relaciones con Él. El hacerse bautizar en el nombre del Dios trino y uno, en el nombre de Cristo (Mt 28, 18; Act 2, 38; 8, 16; 19, 5), establece una relación completamente nueva de dependencia, de protectorado, de íntima asimilación.

De aquí deriva la costumbre cristiana de cambiar el nombre en el bautismo, y a veces también en la profesión religiosa, como expresión de la nueva pertenencia.

c) Dios, al revelarnos su nombre, proclama su amor

Todos los nombres con que Dios se manifiesta en el AT nos hacen comprender que el hombre es objeto de sus cuidados y de su amor. El punto culminante de la revelación del nombre de Dios es la revelación de su nombre de Padre: "Padre, les he manifestado tu nombre" (Ioh 17, 5 ; cf. Ioh 12, 28). Y lo que afianza muy especialmente nuestra confianza en la oración, es que Dios mismo nos reveló su nombre y nos enseñó cómo debíamos llamarlo.

El conocer y llamar a alguien por su nombre es signo de intimidad. Jesús, el buen pastor, conoce y llama "por su nombre" a sus ovejas (Ioh 10, 3). Pues el signo de las íntimas relaciones en que la gracia nos establece con Dios, es el que podemos llamarlo "por su nombre". En el nombre de Padre se nos ofrece el don insuperable de la divina intimidad, por él llegamos hasta la intimidad de la vida divina.

d) El nombre Shent designa muchas veces
al mismo Dios en persona

Donde está su nombre está Dios mismo; su nombre confirma su presencia y ayuda : "He aquí que envío mi ángel delante de ti. Mi nombre está con él" (Ex 23, 31).

e) El nombre de Dios designa también la gloria de Dios

"Mi nombre (mi gloria) será grande entre las gentes" (Mal 1, 11). En la primera petición del padrenuestro: "Santificado sea tu nombre" nombre significa más o menos lo mismo que gloria, aunque expresa algo más por añadidura, sobre todo la idea de la voluntad amorosa de Dios.' En Malaquías (1, 11) se muestra claramente que el culto de Dios y de su nombre son correlativos : "En todo lugar se ofrece a ini nombre un sacrificio de incienso". Lo que corresponde bien a las otras dos ideas correlativas: gloria de Dios y culto.

Ya el impío Demócrito decía que los nombres de los dioses eran "imágenes que hablan" (phoneenta) 179. Los nombres con que Dios mismo se ha revelado son imágenes cultuales, que nos hablan con claridad y fuerza insuperables. El invocar a Dios con el nombre con que quiso revelar su esencia y su acción, es adorar su bondad, su presencia, su poder y su gloria divinas. Por eso el nombrarlo con respeto es un acto significativo de culto.

Obrar "en el nombre de Dios" (beshem Yahveh) significa muchas veces invocar o proclamar solemnemente el nombre de Dios, para indicar que dicha acción se hace para gloria de Dios, por misión de Dios o con la ayuda de Dios. Obrar "en nombre" de alguien quiere decir en representación de su persona. Los apóstoles predican y curan "en nombre de Dios", "en nombre de Cristo" : quiere decir en representación y por la fuerza y poder de quien les ha dado la misión.

El nombre de Dios, el que lo designa esencialmente en sus relaciones con la humanidad, como Dios de la revelación y de la comunión amorosa con el hombre, se relaciona muy de cerca con la idea de la gloria (doxa) de Dios. Esto aparece sobre todo en el evangelio de san Juan 18°. "Padre, glorifica tu nombre... Lo glorifiqué y lo he de glorificar (doxazein) (loh 12, 28). Dios Padre glorificó su nombre por la revelación de su amor paterno mediante Cristo, y sobre todo por la pasión y resurrección del Señor. Dios nos mostró su gloria por la revelación de su nombre de Padre. Por eso el nombrar respetuosamente el nombre de Dios es tributarle los homenajes debidos a su gloria. La suprema revelación del nombre de Dios es la revelación de su nombre de Padre; así pues, para nombrar y honrar como conviene ese nombre — y todos los demás nombres que nos revelan su gloria y su amor, sobre todo los de cruz y sacramento — preciso es hacerlo con los sentimientos que corresponden al divino nombre de Padre, esto es, con amor y respeto.

La unión del nombre, la gloria y el culto de Dios viene expresada plásticamente en la sagrada Escritura cuando dice ésta que "el nombre de Yahveh habitaba en el templo" (cf. 3 Reg. 8, 14 ss). Mientras Dios moraba en su inefable gloria de los cielos, hacía que su nombre habitara en el templo, en el lugar del culto. Esto designa una presencia real de Dios, pero claramente distinta de la manera como está presente en el cielo, y en correlación con el culto que le tributan los hombres. Al decir que "el nombre de Dios" habitaba en el templo, se quiere significar que estaba Dios allí presente por su gracia, para ser adorado e invocado, que allí escuchaba más benévolamente las súplicas humanas.

Esta "habitación del nombre de Dios" en el templo se realiza de un modo mucho más maravilloso en el sacrificio eucarístico y en la presencia permanente de nuestro Salvador sacramentado en, nuestros altares. Éste es el lugar en donde podemos adorar dignamente a Dios y tratar con Él de tú a tú.

2. Diversas maneras de honrar el nombre de Dios

a) La invocación del nombre de Dios

Al explicar el significado del nombre de Dios ya se insinuaron las diversas maneras de honrarlo : apelando a su nombre y a su misión; declarándose por Él y llamándose con su nombre, o con el de Cristo (cristianos), con lo cual se reconocen y se honran, sus derechos de amo y su amor paternal; sobre todo, invocando su nombre en la oración, pues lo más importante en la revelación del nombre de Dios es el que se deje nombrar y llamar. La veneración sincera del nombre de Dios exige una oración que salga de lo íntimo del corazón; porque la revelación de ese nombre nos impone el deber de portarnos con Él con respeto, sí, pero sobre todo con el cariño y la confianza de verdaderos amigos que se tutean. Así pues, toda invocación a Dios con el nombre de su amor es un acto especial de veneración, un panegírico al Santo de los santos, que nos permite que le demos el nombre de Padre y que se digna llamarnos hijos. Una invocación particularmente expresiva del nombre de Dios consiste en "conjurarlo" (adjuratio) "por su santo nombre".

Puesto que el nombre de Dios revela y encierra su gloria y su voluntad de ayudarnos, la invocación solemne de su nombre de Padre (o de cualquiera de los que nos revelan su amor) es una de las oraciones más eficaces. Al orar "en el nombre de Jesús" conjuramos a Dios por todo lo que encierra ese nombre divino y por todas las obras realizadas en fuerza del amor que nos profesa.

Otra manera de invocar solemne y confiadamente el nombre de Dios es bendecir en su nombre.

Huelga decir que esta deprecación o "conjuro" cultual nada tiene que ver con los conjuros mágicos, pues con ella nos dirigimos personalmente a Dios, invocando su santo nombre.

A la bendición con el nombre de Dios se contrapone la maldición de su enemigo y su expulsión por el exorcismo, invocando la fuerza del nombre divino.

b) El juramento

Dios refuerza sus promesas y amenazas invocando su nombre "Yahveh es su nombre" (Is 47, 4; 51, 15; 54, 5; Ier 46, 18; 48, 15), de modo que ese santo nombre viene a ser como la firma y el solemne ¡amén! a su palabra. También el hombre puede reforzar sus palabras y sus promesas, en ciertos momentos solemnes, nombrando e invocando solemnemente el nombre de Dios. En el juramento honramos la verdad y la fidelidad de Dios inclusas en su santo nombre, puesto que lo usamos como prenda o fianza de nuestra propia veracidad y fidelidad.

En la declaración jurada invocamos a Dios como testigo de nuestra veracidad; en la promesa jurada ponemos a Dios por fiador de la obligación de cumplir lo prometido.

No hay juramento sino cuando se refiere uno expresamente a la veracidad o fidelidad de Dios, o sea, a su santo nombre como símbolo de esas divinas propiedades. El jurar "bajo palabra de honor" es, sin duda, una grave aseveración expresa de veracidad, pero no es ningún juramento, pues no se pretende hacer ningún acto de religión.

Del significado del juramento se deduce que puede ser un acto loable de religión, pero también que no debe hacerse a cada momento, ni por cosas baladíes. Para hacerlo es preciso tener clara conciencia de la verdad, haber medido prudentemente la conveniencia de hacerlo, según las circunstancias y según las posibilidades de cumplir con lo que se promete, y salvaguardar absolutamente la justicia. ",Jurarás sólo con verdad; derecho y justicia" (Ier 4, 2).

El juramento puede ser necesario, o al menos muy útil, ya para el bien de la comunidad, ya para el individuo; en tales casos es lícito, y debe hacerse de modo que redunde en honra para Dios. Pero es lamentable que un cristiano no ajuste todas sus palabras a la veracidad y fidelidad de Dios, hasta el punto que ya por sí solas tengan la fuerza de un juramento (cf. Mt 5, 34).

Las solemnes promesas de Dios, que la sagrada Escritura llama juramentos suyos, se presentan en correlación con los juramentos de los hombres (Lc 1, 73; Act 2, 30). La Epístola a los Hebreos (6, 13-17) compara el " juramento" de Dios con los juramentos de los hombres, por los que "se pone fin a toda controversia". Así, el juramento aparece como un acto religioso a la vez que social. Cristo nuestro señor afirmó con la fuerza del juramento su divina filiación, cuando el sumo sacerdote lo conjuró a ello (Mt 26, 63 s). El perjurio y la promesa juramentada sin intención de cumplir constituyen uno de los más graves pecados contra la virtud de religión, y son graves "ex toto genere suo", o sea que no admiten parvedad de materia. El jurar inútil o inoportunamente es, generalmente, pecado venial. El juramento de algo verdadero, pero hecho para cometer un pecado (por ejemplo, para quitar la honra) es gravemente pecaminoso. El juramento promisorio y consciente de algo pecaminoso es pecado mortal, y evidentemente nulo.

El quebrantar los juramentos en cosas importantes es pecado sumamente grave ; si se trata de cosas insignificantes, no es, por lo común, sino pecado leve, con tal que con ello no se manifieste desprecio por el honor de Dios.

Cuando se ha hecho un juramento promisorio sin intención de cumplir, si se trata de cosas buenas, hay que cumplirlo por el honor de Dios. El juramento "arrancado" por la fuerza o por engaño claramente injusto, no obliga, por lo general.

3. El abuso de los nombres sagrados

Dejando a un lado la inculpable insuficiencia humana para tributar a los sagrados nombres de Dios los homenajes de amor y respeto que merecen, debemos notar que hay grados diversos de deshonrarlos, desde su simple empleo innecesario hasta el insulto diabólico.

a) El hablar de Dios y usar los nombres que nos manifiestan su amor y su soberanía como se habla de cosas profanas o de un extraño, va ciertamente contra el respeto y el amor que se le debe. Ya hemos dicho que el nombre de Dios nos revela su divino rostro, que se inclina amoroso hacia nosotros. Y no basta hablar con Dios; es necesario hablar de Dios. Proclamar su santo nombre es una manera especial de honrarlo. Pero al hablar de "Él" preciso es que resuene el acento del respeto, del júbilo, de la intimidad.

A los teólogos amenaza un peligro muy serio, y es el de acostumbrarse a tomar el nombre de Dios y los divinos misterios con una disposición interior y un tono muy semejantes a los del investigador científico que explora los secretos de la naturaleza. Contra este peligro sólo vale la vida interior y la oración; pues para nombrar a Dios como es debido, hay que hacerlo en un acto de adoración, en una actitud de profundo respeto y amor filial que valga por toda una plegaria. Al hablar de "ni" debe sentirse la intimidad amorosa del "tú".

b) Si el nombrar inútilmente a Dios va en contra del respeto que se debe a su nombre, mucho peor es pronunciarlo con ligereza e irreflexión para expresar movimientos y sentimientos que nada tienen de religiosos. Esto es propiamente "jurar el santo nombre de Dios en vano", expresamente prohibido por el segundo mandamiento (que evidentemente se aplica también a las demás formas graves de irreverencia).

Nombrar con ligereza el nombre de Dios es emplearlo como una simple interjección, o para manifestar sentimientos de admiración, de susto, de temor, de cólera, que acaso en sí nada tengan de malo, pero que tampoco se enderezan a Dios.

El nombrar a Dios en un movimiento inculpable de cólera equivale a nombrarlo con ligereza, pero hay que notar que esa explosión colérica de la voz subraya la improcedencia de la expresión.

El pronunciar con ligereza el nombre de Dios es de por sí pecado venial. Pero este benigno juicio de los teólogos sobre esta falta de respeto al nombre de Dios no ha de llevarnos a la conclusión de que importe poco el luchar contra ese pecado. Quien de veras "adora a Dios en espíritu y en verdad", el que le profesa íntimo y profundo respeto, tiene que rechazar todo abuso de su santo nombre.

c) Mas cuando se pronuncia el nombre de Dios para expresar sentimientos ya de por sí desordenados y culpables, v. gr. cíe impaciencia, de cólera desmedida o injusta, se comete una falta esencialmente mayor.

Conviene distinguir, sin embargo, entre proferir el santo nombre de Dios con ocasión de un movimiento o excitación culpable, pero irreflexivamente o cono por costumbre, y lanzarlo con advertencia precisamente para desahogar la excitación, dándole un indigno matiz sagrado.

El pronunciar irreflexivamente el santo nombre en un movimiento culpable, esto es, con ocasión de él, no será más que pecado venial ; aún podría contarse sólo como venial el pronunciarlo libre y conscientemente, con tal que no sea como el vehículo de un sentimiento culpable contra Dios. San ALFONSO dice que es de los más graves entre los veniales (inter venialia grave). Pero luego añade : "Aunque a causa del peligro de caer en pecado de blasfemia y porque será raro el no dar escándalo con ello y porque quienes oyen tales expresiones piensan que se quiere injuriar a Dios y a los santos, rara vez podrá excusarse" (entiéndase, excusarse de ser pecado mortal); con razón, pues, hay que alejar a los fieles de tales expresiones".

El escándalo es particularmente grave cuando son los padres quienes desfogan sus pasiones pronunciando tales palabras en presencia de sus hijos.

Objetivamente hablando, se ha de considerar como un desorden gravemente grosero, es decir, culpable, y como una irreverencia contra el honor de Dios el pronunciar los nombres sagrados en los movimientos culpables cuando se hace por costumbre, aunque los actos aislados, a causa de la imperfecta reflexión y libertad, puedan ser juzgados más benignamente. ANTONIO KOCH, moralista de la escuela de Tuhinga, dice: "Maldecir es dar curso a la cólera, usando irrespetuosamente los nombres de Dios u otros nombres sagrados. Como pecado de ira y de falta de respeto es, de por sí, pecado grave". Y saca de ello la inesquivable consecuencia de que cada cual está obligado, so pena de pecado grave, a luchar para apartar de sí esa costumbre, sea incipiente o inveterada.

Más o menos en los mismos términos se expresa F. LINSENMANN: "No es raro que la maldición no parezca ser más que una exclamación impensada y habitual, sin ninguna intención mala; en tales casos se aminora su carácter de culpabilidad, pero obliga a concluir que en tales sujetos existe mucha grosería interior, y no basta la costumbre para excusar de pecado, puesto que el mismo hábito tiene que considerarse ya como pecado grave" 184

Adviértase que cuando se acepta libre y conscientemente la costumbre de profanar los nombres sagrados en cualquier ocasión de ira o de impaciencia culpable, haya o no escándalo, cada acto de profanación lleva el carácter de premeditado. Es libre en su causa, y por tanto reúne los requisitos del pecado mortal. Ya el no combatir una mala costumbre de este género denota una falta grave de respeto para con las cosas sagradas, y constituye culpa grave cuando se ha advertido suficientemente la existencia de ese hábito y la obligación de combatirlo.

Cuando, por el contrario, se reprueba la mala costumbre y se hacen por lo menos algunos esfuerzos para contrarrestrarla, no se puede afirmar a priori que cada acto sea gravemente culpable.

Encuéntranse a veces cristianos de buena voluntad que, a causa de una costumbre inveterada o del ambiente, dejan escapar muy a pesar suyo palabras injuriosas a Dios o a los santos en movimientos desordenados de impaciencia; tales cristianos no han de ser obligados a confesión previa para la comunión frecuente; sólo se exigirá cuando los movimientos sean en sí gravemente culpables.

Mayor es la culpabilidad cuando se emplean los sagrados nombres precisamente para expresar mejor por ellos la reacción violenta de la pasión. Entre maldecir en esta forma y blasfemar hay apenas un paso. Hay, en realidad, blasfemia cuando la maldición por medio de los sagrados nombres se dirige directamente contra las cosas sagradas. El que tiene la costumbre de maldecir está en continuo peligro de convertirse. en blasfemo, no sólo a causa de sus sentimientos sino porque puede llegar realmente a expresiones blasfemas. Lo cual confirma la necesidad de luchar seriamente contra la costumbre de emplear los sagrados nombres en momentos de ira, y esto so pena de pecado grave. Para juzgar rectamente de la gravedad teológica de la maldición es importante conocer la actitud psicológica que supone. "Originariamente hay en esta costumbre algo de blasfemo, o por lo menos una idea pagana e indigna sobre la esencia de la divinidad. Efectivamente, entre los pueblos paganos de baja cultura no sólo se adoraban los ídolos y se les pedía auxilio, sino que también se les insultaba y golpeaba cuando no concedían lo solicitado. De esta actitud psicológica proviene la inclinación a proferir nombres sagrados con ira, cada vez que se presenta cualquier dificultad en el trabajo diario... Una vez contraída la costumbre lleva tan lejos, que por cualquier nonada, sin tomar tiempo para reflexionar, y casi sin darse cuenta, se está ya abusando de los sagrados nombres. Pero la culpabilidad depende aquí de la manera como se ha contraído y como se tolera este hábito".

Los autores, al menos a primera vista, no parecen estar muy de acuerdo en esta difícil cuestión. Examinándolo bien, se advierte que algunos que califican de simple pecado venial el uso de los nombres santos en un movimiento de ira, son en realidad más severos que otros que establecen múltiples distinciones. Muchos autores "moderados" cuentan tales "juramentos" como verdaderas blasfemias. Hay que admitir sin disputa que recurrir conscientemente a los sagrados nombres para expresar sus bajos sentimientos es psicológicamente abrir la puerta a la blasfemia. Pero considerada la cortedad y limitación humana y la celeridad extraordinaria con que se pronuncian las maldiciones, no llegan éstas al grado de rebelión directamente injuriosa contra Dios.

d) El servirse de los nombres sagrados para maldecir al prójimo, por odio y resentimiento, es particularmente opuesto al amor y benevolencia de Dios que se nos revelan en sus santísimos nombres. El que así desea a sus prójimos algún mal temporal o eterno, invocando en su contra los nombres sagrados, constituye a Dios, en cierto modo, como ejecutor de la maldad y hostilidad humanas. El maldecir al prójimo invocando el nombre de Dios o el del demonio, por ser el enemigo de Dios, es pecado grave contra la caridad fraterna y contra la religión. Y es el acto más opuesto a la plegaria intercesora.

Incluso maldecir a los seres irracionales es, de por sí, pecado grave. Pero la falta de reflexión y de atención excusa muchos actos particulares, aunque no la costumbre culpable no combatida.

"La idea de que la oración es todopoderosa ha inducido a mucha gente ignorante a igualar prácticamente la maldición con la oración intercesora... Han venido, pues, a imaginarse que, así como Dios escucha las súplicas, así también deberá realizar las maldiciones; especialmente se reconocía al oprimido y desvaldo el derecho a la maldición como medio de defensa". Es ciertamente muy indigna la idea de que Dios oye las maldiciones lo mismo que las plegarias ; sin embargo, cuando los inocentes son tan injustamente oprimidos, o los padres tan heridos en su amor paterno que llegan al borde de la locura y tienen que clamar al cielo en demanda de justicia, no hay duda de que los culpables deben temer, pues sus pecados claman venganza ante Dios.

La caridad cristiana prohíbe la maldición en toda circunstancia. Jamás se puede maldecir a otra persona, aun cuando a veces sea lícito desearle un mal temporal, para que se enmiende de su maldad. Sólo se debiera maldecir el mal y al malo en persona, que es el demonio, nunca al pobre pecador.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 819-830