IV

LA TEMPLANZA


"La prudencia se vuelve hacia la realidad objetiva en general, la justicia hacia los demás; la fortaleza, imponiendo el . olvido de sí mismo, sacrifica los bienes y la vida. La templanza,
por el contrario, mira directamente al sujeto. Pero hay dos modos de volver sobre sí : el uno desinteresado, el otro egoísta ; el primero conserva, el segundo destruye. La templanza es propia conservación desinteresada; la lascivia es propia destrucción, por la degeneración egoísta de las energías que tienen por fin la propia conservación"

El instinto que nos lleva a buscar el alimento y la bebida tiene por fin la conservación de la propia vida corporal, mientras que el instinto sexual tiene como finalidad la conservación de la especie humana.

Estos dos instintos se convierten en fuerzas destructoras tanto de la vida corporal del individuo y de la especie como, sobre todo, de las energías espirituales, y comprometen gravemente la salvación eterna si se tuerce su finalidad, si se les quita su ordenación hacia el bien total de la persona, si la satisfacción de los instintos se convierte en fin en sí mismo.

El sentido de la virtud de la templanza significa regulación de estos instintos radicales del hombre, ordenándolos a la conservación propia y de la especie, mirando 'la finalidad total del hombre y no el simple fin inmediato de los instintos.

Tomada en un sentido más amplio tiene la templanza por finalidad mantener en equilibrio todos los afectos y toda la vida del alma.

Para ello no basta poner simplemente en orden sus aspiraciones objetivas; precisa la vigilancia directa e inmediata de las facultades del alma y de su actividad ; en una palabra, se requiere la atención y el dominio de sí mismo.

La templanza como virtud especial es necesaria, dado que por el pecado original entró el desorden en el hombre. "Desde el pecado original está el hombre inclinado a amarse más a sí mismo que a Dios, su creador, y esto contra su propia naturaleza" Y en la medida en que el hombre se ama a sí mismo más que a Dios, en esa misma se ama desordenadamente, y cae en desorden. Por eso el primer requisito para obtener la templanza es contemplar a Dios y trabajar en la reforma de sí mismo con la vista puesta en Dios, como en el objeto más digno de amor. "Por eso la templanza no es realizable si se persigue egoístamente la propia conservación, o sea, con la mira puesta únicamente sobre sí mismo".

Para adquirir la virtud de templanza necesita el hombre manchado por el pecado original una cuidadosa atención sobre sí mismo, junto con el vencimiento propio y la mortificación. Mas lo que persigue la mortificación no es la destrucción del instinto mismo (el deseo natural (le comida y bebida, de la propia conservación, el apetito natural por la ciencia, el honor, la diversión, el instinto sexual, etc.), sino sólo la de sus desordenados movimientos, hasta desarraigarlos completamente. La insensibilidad y la falta de instinto es tan opuesta a la templanza como la indisciplina del instinto.

2. Importancia de la virtud de la templanza

La templanza ocupa el cuarto lugar entre las virtudes cardinales, lo que no quiere decir que sea de poca importancia. Precisamente porque el apetito por la comida y bebida y por los placeres sexuales arraiga en un inextinguible instinto humano (el de la propia conservación), cuando degenera, "aventaja a todas las demás potencias del hombre en empuje devastador". La intemperancia (incontinencia, lujuria) no sólo destruye la hermosura y la felicidad de la armonía interior entre el espíritu y el cuerpo, sino que causa también directamente el desorden en la parte espiritual del ser humano. La intemperancia vuelve imprudente, y como consecuencia de la imprudencia, injusto. Fuera del odio y de la envidia, acaso nada obscurece tanto el juicio de la prudencia como la intemperancia. "Los estragos demoledores (le la lujuria — no sólo los de ésta, sino los de toda intemperancia — consisten en que esclaviza al hombre, con la agravante de hacerle imposible distinguir la realidad. El lujurioso — en general el intemperante — está cautivado por un interés insubstancial". La intemperancia obscurece la mirada para los valores espirituales. La afeminación y el descarrío de los instintos rompe la fuerza de la voluntad para querer libremente.

La intemperancia es, además, lo opuesto del amor : ella imposibilita el verdadero amor. El amor empuja a la donación sin pretender pago ni recompensa; el amor guarda respetuosamente las distancias; el amor tiende esencialmente a elevar al amado. La intemperancia, por el contrario, se paga a sí misma con el disfrute egoísta del placer (lo contrario de la entrega), abusa (lo contrario del respeto), envilece y lleva al pecado (lo contrario de la fuerza ennoblecedora del amor).

La temperancia irradia la belleza del desprendimiento, del respeto y de la nobleza del amor.

Esto es verdad, tanto si se trata de la temperancia en la castidad matrimonial como si se trata de la castidad virginal. La temperancia, como virtud, se alimenta de amor y vive para el amor. La moderación en el comer y beber, la limitación moderada de la curiosidad, el enérgico señorío del ánimo por la dulzura y delicadeza adquieren los vistosos resplandores de la virtud sólo cuando están penetrados por el amor. Hay menos mérito en abstenerse de comer por conservar la salud que en comer con espíritu agradecido a Dios y teniendo la noble disposición de gustar los alimentos, o abstenerse de ellos en la medida en que lo exige el amor a Dios, a sí mismo o al prójimo. El amor a Dios encuentra cómo satisfacerse aun en el comer y beber y en la alegría del corazón; mas no persiguiendo placeres egoístas, sino más bien recibiendo todos aquellos beneficios con corazón agradecido al dador de ellos, y sirviéndose de ellos para prolongar las energías en servicio de Dios y del prójimo. Puesto que el amor a Dios es imposible sin la templanza, la misma urgencia que hay de amor a Dios la hay de esta virtud. Ya SAN AGUSTÍN apuntó el profundo significado e importancia de la templanza para el amor : "La templanza es aquel amor que conserva al hombre íntegro e incólume para Dios"". "La templanza no es el torrente sino la orilla, la represa cuya firmeza permite al torrente coger vuelo, empuje y rapidez".

3. Templanza inicial y templanza perfecta

Distingue santo TOMÁS entre simple continencia y perfecta templanza. Y según Pieper, la primera es un "bosquejo", mientras la segunda es una "perfecta realidad". La primera es menos perfecta que la segunda ; pues en la continencia, si la energía reguladora de la razón se ha impuesto a la voluntad, no ha conseguido aún penetrar las facultades apetitivas, mientras que en la templanza el "ordo rationis" queda impreso tanto en la voluntad como en los apetitos.

Aunque el acto meritorio de la templanza está en la libre determinación de la voluntad de guardar el orden en los apetitos, según santo Tomás la finalidad de la templanza no consiste únicamente en conseguir que la voluntad se plante resuelta contra los desordenados apetitos de los instintos. Cree el santo doctor que la firmeza y constante disposición de la voluntad puede ejercer una acción tan benéfica, reguladora y saludable sobre los apetitos, que éstos no apetezcan ya nada sino conforme a la razón. Cuando se trata del mérito, lo decisivo es el empleo que se hace del libre albedrío. El mérito es mayor cuanto es más elevado el acto de amor y más grave la dificultad 'que éste ha de superar. Mas cuando se trata de la hermosura y perfección de la virtud, hay que admitir que ésta es más perfecta cuando consigue no sólo dar firmeza a la voluntad, sino también establecer el orden en los mismos apetitos. También la virtud que consigue establecer el orden perfecto en un alma rica en pasiones violentas, es mayor que aquélla que sólo tiene que dominar débiles y apacibles movimientos. A la virtud de temperancia se opone el vicio de la intemperancia; a la continencia se opone la incontinencia, mas no como vicio perfecto, sino como defecto y mala disposición del alma. Esta diferencia es de suma importancia para la cura de almas en lo referente a la discreción de espíritus. Los pecados de intemperancia no son meros pecados de humana debilidad, sino de verdadera malicia humana; son pecados que proceden de una mala disposición permanente y de los que su autor no se arrepiente, sino que, al contrario, se alegra de haberlos cometido y de poder cometerlos nuevamente : el pecado se le ha hecho "cosa natural".

El intemperante se ha decidido en principio por la lujuria y persevera en tal disposición. El incontinente tiene por lo menos la voluntad de llegar a la continencia, y en sus actos pecaminosos no hace más que ceder más o menos a un movimiento desordenado (culpablemente, claro está). El incontinente se arrepiente luego de su pecado. Sus pecados no lo son de malicia sino de debilidad, lo que no excluye, sin embargo, la grave culpa que puede haber en cada uno de ellos.

La intemperancia como actitud básica aparece en su forma más corruptora en aquellos que no sólo practican el mal, sino que lo glorifican (cf. Rom 1, 32). Si tan difícil resulta a muchos el observar la virtud de la templanza, es sobre todo porque la opinión que prevalece en su medio ambiente no sólo rinde culto a los ídolos del "nivel de vida" y del afán de placeres, sino .que llega a presentar la lujuria y el adulterio como cosas normales. El medio más eficaz que tiene el incontinente para no hundirse en el vicio de la intemperancia, es la humilde confesión de sus pecados, unida a un sincero esfuerzo por corregir la opinión que a su alrededor prevalece.

4. Especies de la temperancia y virtudes afines

Las especies de la temperancia son : la templanza en el comer y beber y la castidad.

Un acto importante de templanza es el ayuno. La sobriedad en el beber es de especial importancia tratándose de bebidas alcohólicas.

La protectora de la castidad es la vergüenza. Cuando este sentimiento natural de vergüenza se cultiva en beneficio de la castidad, se llama pudor, virtud parcial de la castidad.

La más noble floración de la castidad es la virginidad, que no ha de confundirse con la simple soltería guardada por la mera repulsión natural por el otro sexo, o por miedo a las cargas del matrimonio.

A la virtud de la templanza pertenece también el mantener la medida en el tren de vida y en las diversiones. La producción en masa de nuestra era industrial, unida con una desatentada publicidad, induce al hombre que no sabe dominarse a consumir por consumir, desatentadamente y sin objeto. La actitud del cristiano frente a las conquistas de la técnica y de la cultura modernas, dice : usar, pero no dejarse esclavizar (cf. 1 Cor 6, 12).

Virtudes afines de la templanza: la clemencia, que mide los juicios, penas y castigos (opuesta a la crueldad y a la excesiva blandura) ; la mansedumbre (opuesta a .la iracundia y a la flemática indiferencia); la estudiosidad (opuesta a la curiosidad superficial y a la negligencia perezosa para la formación intelectual). La pasión del honor encuentra su justo medio en la humildad (opuesta a la soberbia, al orgullo y a la villanía). Sin embargo, parecería mejor no considerar la humildad y dulzura como una virtud parcial de la templanza, como hace santo Tomás, , sino niás bien como una actitud fundamental y una disposición aparte, que, junto con la reverencia, se encuentra a la base de toda virtud cristiana.

Respecto de la exterior compostura es afín de la templanza la modestia en las maneras, los "buenos modales" (opuesta a la afectación y a la rusticidad). El buen, humor (eutrapelia, jocosidad) está entre la bufonería y la insulsez y desabrimiento.

 

5. Perfección de la templanza por la abnegación y mortificación cristianas

a) Relación entre la 'templanza y la abnegación y mortificación exterior

El hombre, manchado por el pecado original, no puede adquirir ni conservar la templanza sino por la atención sobre sí mismo y por el trabajo de la propia reforma, o sea, por el ascetismo. Mas el desorden causado en el hombre es tan grande que, para llegar a la templanza, no basta ascetismo, o sea ejercicio ordenado de dominio sobre sí mismo; se requiere, además, el ejercicio de la abnegación, lo que quiére decir renuncia a ciertos placeres que estarían aún conformes con la templanza. Para alcanzar el justo medio de la templanza: el "equilibrio", necesita el hijo de Adán, inclinado a lo sensible, el "agere contra", o sea, las voluntarias privaciones aún de cosas permitidas, las voluntarias restricciones en, los gustos de los sentidos, etc. Esta acción consciente contra sí mismo, que no busca propiamente el justo medio exacto en el goce de los placeres, es en realidad un acto de la virtud de templanza, puesto que la finalidad es siempre ésta : colocar en su centro el péndulo agitado por fuertes oscilaciones pasionales. En el fondo se mantiene la decisión auténticamente cristiana de preferir abandonar el justo medio en el disfrute de los placeres sensibles — que viene a ser el "arrancarse el ojo" del Evangelio —, a poner en peligro su fin eterno (cf. Mt 18, 9).

La abnegación y la mortificación exceden con mucho la simple virtud de templanza: la abnegación se aplica tanto a lo espiritual como a lo psicofísico y a lo sensual.

El cristiano sabe lo que no sospecha el estoico orgulloso, a saber, que el desorden alcanza no sólo a la parte afectiva, sino también a la espiritual, y acaso a ésta en mayor grado. Por eso la abnegación principia por la voluntad, el entendimiento y la memoria.

La voluntad tiene que aprender a renunciar a su independencia. El gran medio para ello es la obediencia espiritual. El entendimiento y la memoria deben renunciar a ocuparse sólo de lo que les agrada. Por eso, abrazando la humildad y el verdadero renunciamiento, tienen que abrirse al claroscuro de las verdades .de la fe.

Luego viene la segunda zona : la mortificación de la fantasía, de los afectos del corazón y de los cinco sentidos, sin olvidar la renuncia a los bienes materiales.

La abnegación es la voluntad de renunciar a cuanto pueda ser obstáculo al perfecto amor a Dios y al prój imo.

La mortificación renuncia a dichos bienes aun cuando hic et nunc no constituyan ningún obstáculo al divino amor. Dicha renuncia ejercita al alma para más difíciles circunstancias en que sí estará en peligro la virtud. La templanza y el autodominio son ante todo categorías éticas, mientras que la abnegación, la mortificación, la penitencia, el amor a la cruz encierran un contenido propiamente religioso. La perspectiva que éstas llevan no va en primera línea, como en la templanza, hacia el establecimiento de la armonía interior, hacia la propia conservación : ésta es sólo una finalidad secundaria. Su finalidad directa es la sumisión a Dios, la penitencia y la reparación ofrecida a Dios, y luego el atesorar más amor verdadero a sí mismo y a las demás criaturas, que también esto es amor a Dios y por Dios. El despojarse de los falsos amores, el renunciar dolorosamente a ellos no proviene de un irreligioso desprecio por la creación, sino que tiene precisamente como finalidad un amor más puro a las criaturas. Pero dicho amor sólo es posible cuando el hombre está dispuesto, por obra de la abnegación y la renuncia, a desasirse de todo aquello que le impide o podría impedirle la absoluta donación a Dios. Sólo el que es capaz de renunciar a todo por amor a Dios, puede usar rectamente de las criaturas. Amar el mundo y amarse a sí mismo en Dios sólo puede conseguirlo quien por amor a Dios se abraza con el dolor de la renuncia parcial a sí mismo y al Inundo. De hecho, tiene siempre el hombre la tendencia a amarse a sí mismo y a las criaturas independientemente o aun en contra de Dios: he ahí por qué en todos los grados de la vida espiritual es indispensable la abnegación, la voluntaria mortificación y renuncia. La abnegación, que impone renuncias no exigidas por la simple templanza, es siempre necesaria, por formar parte del seguimiento de Cristo (Cf. Dz 1258 s, 1275 s.)

b) La mortificación, camino de la alegría

Nada causa tantas penas al hombre como el amor desordenado a sí mismo y a las criaturas, como el vivir a caza de desordenados placeres. Pues bien, la mortificación es la que se opone directamente a la búsqueda de placeres. Con todo, el pensamiento de que la mortificación exterior y la penitencia proporciona una verdadera alegría del alma y dispone a la amistosa conversación con Dios ("mentem elevas" dice el prefacio de cuaresma), puede y debe ser un poderoso motivo para practicarla. Quien renuncia a la satisfacción de apetitos sensibles, aun en cosas lícitas, demuestra que sabe apreciar el gozo del espíritu.

El voluntario sufrimiento hace retroceder el predominio de los sentidos y abre más fácilmente el espíritu a los goces celestiales. No pretende el cristiano engañarse a sí mismo, negando el dolor, como lo hace el estoico; tampoco pretende estrangular los sentidos, sino sólo obligarlos a entrar en el orden que conviene al hombre celestial.

No consiste la abnegación y la voluntaria mortificación en el odio a sí mismo, ni en el propio aniquilamiento. El amor apasionado a la cruz está lejos de ser un sádico tormento de sí mismo. La cruz pesa siempre sobre las espaldas del hombre, de lo contrario ya no sería cruz; la mortificación lastima; mas en el fondo del alma se enciende un fuego nuevo, desconocido y de orden superior que basta para fortificarlo y hacerle abrazar voluntaria y animosamente los dolores y renunciamientos. Cuando Cristo nos amonesta a mostrar, los días de ayuno, un rostro alegre, ungido y sonriente (Mt 6, 16 ss), no es sólo para ocultar la penitencia ; con ello nos enseña que ésta no puede proceder sino de un amor vigoroso y beatificante, y que tiene por fin aumentarlo y perfeccionarlo. Con el ayuno, con la renuncia a los placeres sensibles, debe crecer tanto la alegría y felicidad interior, que venga a reflejarse hasta en el rostro.

El renunciamiento prepara el camino para encontrar en las criaturas una felicidad mucho más pura y profunda — como la de un san Francisco de Asís —, si bien es cierto que la primera finalidad es la felicidad de poseer el amor de Dios. Así, por ejemplo, el ayuno es una preparación para gustar las cosas del espíritu; y por añadidura dispone a usar los alimentos con alegre reconocimiento para con Dios (sin contar que el alimento sienta mejor al hombre sobrio).

c) La mortificación interior y exterior forman una sola

Indudablemente, la mortificación interior, la abnegación de la propia voluntad aventaja a la mortificación exterior de los sentidos. Mas, considerada la unidad del hombre, hay que admitir que sólo se puede combatir con buen resultado el desorden interior cuando se le combate en todos los frentes. Además, la mortificación interior necesita la exterior como expresión y como estímulo. Así como el desenfreno de los sentidos agobia el espíritu, así también, a la inversa, la mortificación exterior la fortifica; la voluntad empuja al renunciamiento de la mortificación y ésta enciende y refuerza la voluntad.

Indudablemente sería peligroso que el hombre, por la mortificación, sometiera los sentidos al imperio de la voluntad, si al mismo tiempo no cuidara de someter ésta a Dios mediante la santa humildad.

Todo ascetismo y toda mortificación que no considere el orgullo del espíritu como el principal enemigo del hombre religioso y que no lo combata como a tal, es peligroso. Mas la humilde sumisión del espíritu a Dios es también imposible sin el ejercicio de la sumisión del hombre sensual a la ley de Dios mediante el renunciamiento y la mortificación.

d) Mortificación voluntaria y mortificación providencial

La purificación radical del hombre sólo es posible en la escuela del sufrimiento enviado por la Providencia. Los sufrimientos enviados por Dios son mucho más preciosos, pues en ellos entra menos la propia voluntad, y así puede ejercitarse mejor la obediencia con una donación más pura.

Dios derrama su fuego purificador ya sobre el sentido con los sufrimientos corporales (purificación pasiva del sentido), ya sobre el espíritu (purificación pasiva del espíritu). El ardor de sus dones comunica a los sufrimientos por Él dispuestos una virtud purificadora y unitiva. Pero existe siempre el peligro de que no lleguemos a someternos a la acción purificadora de los sufrimientos que Dios nos manda, si no nos preparamos por la mortificación o purificación activa del sentido y del espíritu, mediante el dolor y el renunciamiento voluntarios. Dios es, con frecuencia, exigente en las pruebas que envía, y sólo se les puede hacer frente cuando a ellas se ha preparado uno por la mortificación voluntaria.

Los ejercicios de voluntaria mortificación sin los sufrimientos enviados por Dios degenerarían en actos de propia voluntad. A su vez, el limitarse a las mortificaciones que envía la Providencia, absteniéndose de sujetarse a voluntarios renunciamientos y trabajos, disminuirá el brío de la voluntad, si no se lo quita completamente.

e) La mortificación y el seguimiento de Cristo

"Decía a todos: si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y síganle" (Lc 9, 23). Cristo nos precedió en el camino de. la abnegación y del voluntario renunciamiento, habiendo abrazado los más duros sufrimientos. Sin duda que en su vida pública no se presentó Cristo como un hombre de extraordinaria mortificación exterior. En esto se distinguió de su precursor, el Bautista (Mt 11, 18). Con todo, fue Él quien dispuso que su precursor siguiera una auténtica vocación de penitencia; así, a las puertas de la nueva Alianza colocó la austeridad.

Y aunque a sus discípulos no les impone por de pronto otros ayunos que los prescritos por la ley, ayunos que también Él observa, les dice, sin embargo, que después de su partida deberán ayunar (Mt 9, 15) ; que el ayuno, unido a la oración, es un arma victoriosa contra los peores espíritus infernales (idem 17, 21).

Por otra parte, no hay que olvidar que al Salvador le faltaba el principal motivo para la mortificación exterior : no tenía que domar una naturaleza corrompida por el pecado original. Ni necesitaba el ejercicio de la voluntaria mortificación como entrenamiento para someterse a la suerte que le deparaba su Padre. Y con todo, desde el comienzo de su vida escogió voluntaria y libremente la pobreza, el destierro, la persecución, la vida penosa del trabajador, y luego la no menos fatigosa del viandante. Y con el riguroso ayuno de cuarenta días le dejó a la Iglesia su ejemplo. Y, en fin, para comprender a Cristo tenemos que mirarlo en el punto culminante de su vida, o sea en su pasión. Escribió san Pedro: "Cristo padeció por vosotros, dándoos ejemplo para que sigáis sus pisadas" (1 Petr 2, 21).

Los santos procuraron cumplir con esta recomendación no sólo tolerando pacientemente los dolores y persecuciones, sino aun abrazando voluntariamente .la austeridad. El amor a la cruz y la mortificación corporal de los santos es la mística de la pasión vivida. V. las explicaciones, p. ej., del beato E. Susó.

Así, v. gr., desde el s. x se introdujo el uso de la disciplina para conmemorar la flagelación de Cristo. Dice Feckes: "Los tiempos modernos apenas conocerán un santo canonizado que no la haya empleado". Sin embargo, la forma de la mortificación corporal cambia con los tiempos.

Todo cristiano está llamado a imitar la voluntaria pasión de Cristo por el ejercicio voluntario de la abnegación y mortificación. Sin duda que la forma y medida en que cada uno debe realizar esa vocación de penitencia es muy variada.

Los santos sacramentos exigen la abnegación y la mortificación para asemejamos a Cristo:

1.° Especialmente en la Epístola a los Romanos presenta san Pablo con elocuencia el santo bautismo como una muerte junto con Cristo. La consecuencia es que para llegar a la gloria hemos de tomar el mismo camino que Cristo, o sea el camino de la pasión y de la muerte (Rom 6, 5 ; 8, 17).

El bautizado tiene que mortificar "las obras de la carne", o sea del hombre pecador (Rom 8, 13). "Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias" (Gal 5, 24). Y hablando de sí mismo afirma el Apóstol: "Llevamos siempre en el cuerpo la mortificación de Jesucristo" (2 Cor 4, 10). "Llevo en mi cuerpo las señales del Señor Jesús" (Gal 6, 17). "Castigo mi cuerpo y lo esclavizo... no sea que me pierda" (1 Cor 9, 27). Estando incorporados al cuerpo místico de Cristo, debemos realizar a nuestro turno v en la parte que nos corresponde, mediante el renunciamiento y la voluntaria mortificación, lo que hizo Cristo por toda la Iglesia en la cruz. "Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24). No significa esto que no fueran suficientes los sufrimientos de Cristo. Mas es una Iey del cuerpo místico, que para la aplicación de los frutos de la redención de Cristo vayan los miembros por el mismo camino que la cabeza, el camino de una pasión voluntaria por sí y por los demás. Todos hemos sido bautizados para formar un solo cuerpo, bautizados para participar de la muerte de Cristo. Esta muerte de Cristo sólo será completa en cierto modo cuando todos los que formarnos con Él un solo cuerpo realicemos permanentemente con Él el acto voluntario de la misma muerte.

2.° El sacramento de la confirmación se endereza también a fortalecer al cristiano para que pueda llevar varonilmente la cruz del sufrimiento, y para disponerlo a sostener hasta el fin el combate por el reino de Dios. San Pablo trae a colación el recuerdo de los atletas, quienes, para alcanzar una corona corruptible, "de todo se abstienen" (1 Cor 9, 24 ss). Hoy podríamos pensar en las esclavas de la moda, ¡a qué molestias no se someten por la ridícula vanidad! Por su parte. el cristiano ha de tener el ánimo dispuesto a los más duros combates de la vida. La fuerza que recibe no viene, sin embargo, como un don acabado, sino como una aptitud natural y sobrenatural que ha de ejercitar constantemente. Para los santos, el ayuno y las penitencias de toda especie fueron un ensayo de martirio. El afeminado y sensual no podrá hacer frente a las formas refinadas del martirio moderno. La gracia de la confirmación que exige del confirmado la disposición al martirio, es una ley que le impone el renunciamiento y la mortificación y da la gracia para ello.

3.° El sacramento de la penitencia exige esencialmente el ejercicio de la penitencia. Así se ha comprendido en toda la historia de la Iglesia y se ha practicado con ardor. El convertido tiene que ser un penitente, tiene que tener la voluntad dispuesta a tomar su parte de sufrimientos en agradecimiento a la gracia regeneradora que se le ha dado y que emana de la pasión de Cristo. Tal vez no sea exagerado afirmar que muchos no se convierten sino a medias, porque precisamente les faltan las disposiciones de verdaderos penitentes.

4.° La más alta expresión de renunciamiento y penitencia voluntaria por amor a Dios y al prójimo es la inmolación de Cristo. "Tanto amó Dios al mundo, que por él entregó a su Unigénito" (Ioh 3, 16). Antes de Cristo no encontraron los hombres mejor expresión de obediencia y amor a Dios que el sacrificio; también Dios escogió como manifestación de su amor el camino del sacrificio, y no de un sacrificio cualquiera, sino del supremo, el de la vida entre horribles dolores. "El cristiano que participa del sacrificio eucarístico tiene que aprender con ello a hacer de su vida un solemne sacrificio a Dios". Con premeditada intención impuso la Iglesia desde el principio importantes sacrificios que habían de acompañar la celebración del misterio eucarístico: oblación de ofrendas y ayuno eucarístico para la santa comunión, ayuno que era completo durante el día de vigilia o de estación.

En la constitución apostólica Christus Dominus de 6-1-53 se pueden notar dos principios relativos al ayuno eucarístico:

I)La santa Iglesia, como en el pasado, da gran importancia al ayuno eucarístico, fomentador del espíritu de sacrificio, correspondiente a la índole del sacramento y despertador del respeto y reverencia por el mismo.

II) La inobservancia del ayuno eucarístico no ha de imposibilitar, sin embargo, al cristiano la recepción frecuente y aun cotidiana de la sagrada comunión, cuando no tiene posibilidades de guardar un ayuno completo para comulgar, a pesar de su buena voluntad de mortificarse.

La mitigación del ayuno eucarístico, como expresamente lo nota la constitución apostólica, quiere despertar más profundos sentimientos de reparación y de espíritu de sacrificio. La santa eucaristía debe excitar siempre más vigorosamente la voluntad de reparar el honor del Padre celestial en unión de Cristo, y de imponerse voluntarios sufrimientos y mortificaciones por la salvación de los pobres pecadores.

Las órdenes sagradas imponen al ministro del altar la santa y apremiante obligación de hacer de toda su vida junto con Cristo un perfecto holocausto.

El sacramento del matrimonio, como los demás sacramentos, señala necesariamente la cruz de Cristo como fuente de la gracia y de la obligación al sacrificio. Cristo conquistó la Iglesia en la cruz ; la Iglesia, a su vez, tiene que llevar la cruz hasta el día del retorno de Cristo, honrando siempre la fuerza victoriosa que en ella se encierra. El matrimonio cristiano, que debe representar en el orden de la gracia esté gran misterio, no puede existir sin sacrificio ni renunciamiento. El amor matrimonial exigido y santificado por este sacramente, vive mediante la voluntaria disposición al sacrificio mutuo.

El sacramento de la extremaunción, que "consagra para la muerte", da la fuerza para morir alegre y gustosamente, y al mismo tiempo invita a ofrecer la muerte como un sacrificio en unión con el de Cristo.

Para recibir bien dicho sacramento y para sufrir y morir santamente se requiere una preparación; y es precisamente el ejercicio de toda la vida, ensayándose a sufrir y a morir mediante una continua inmolación.

Ya el bautismo consagra al cristiano para la muerte. A la extremaunción. a esa "consagración para la muerte", se le dio gran importancia en la Edad Media, cuando su recepción imponía una perpetua continencia en el matrimonio, la renuncia a muchos alimentos, en fin, una vida de penitencia. El que había sido "consagrado con Cristo para la muerte" no debía ya buscar en este mundo sino la cruz de Cristo. Esta práctica tuvo un lado oscuro: la austeridad que imponía condujo al abandono de dicho sacramento.

f) ¿En qué grado obliga la mortificación exterior?

Inocencio xr, al condenar a Molinos, enseñó que la voluntaria mortificación es provechosa y saludable y que, por lo tanto, no se la puede rechazar 75. Y el sínodo de Issy explicó contra Mme. Guyón : "La mortificación pertenece a todos los estados y frecuentemente es necesaria. El apartar de ella a los fieles so pretexto de piedad es tanto como condenar a san Pablo y supone una doctrina errónea y herética" 76

75 Dz 1258 s. 76 Dict. Theol. C. v, 2147.

BENEDICTO XIV 77 habla de la necesidad de las obras de penitencia para la conservación de la perfección cristiana. Distingue, sin embargo, varios grados, pues hay la mortificación exigida a todos, y hay la mortificación heroica que Dios pide a algunos santos.

Santo Tomás DE AQUINO, hablando en particular del ayuno, asegura que no es sólo un precepto positivo de la Iglesia, sino un precepto divino natural. El precepto de la Iglesia no es una mera precisión de algo supererogatorio, sino la determinación de algo que ya estaba preceptuado en forma general 78. San Francisco de Sales dice que la mortificación exterior es el pienso que se da al asno para que corra niás ligero. Y dice del ayuno: "El enemigo malo nos cobra más miedo cuando sabe que nos determinamos a ayunar"79. El padre Meschler, S. I. escribe: "Sin una adecuada mortificación apenas se puede llegar a ser hombre verdaderamente interior. El abandono de la mortificación externa significa generalmente pereza, debilitamiento del espíritu, prepotencia de la sensualidad... El amor y la práctica de la mortificación exterior es con razón una de las notas características del espíritu católico frente a los novadores que la rechazan; es aún el natural instinto ele un penitente sincero : esto lo comprende él de por sí. La mortificación pertenece al ABC de la vida espiritual" 80.

El grado en que obliga la mortificación exterior, y en especial el ayuno, varía mucho según la propia constitución, condición de vida y vocación. El que lleva una vida dura, llena de privaciones, y sobre todo el que es enfermizo, no está generalmente obligado a nuevas mortificaciones exteriores, y aún fuera ilícito cargarse entonces con muchas penitencias físicas. Los religiosos, que están de manera especial obligados a tender a la perfección, están también más obligados a la mortificación que los seglares. El que está más predispuesto a la sensualidad está ordinariamente más obligado a la mortificación corporal que aquel a quien Dios concedió por naturaleza mayor ponderación y equilibrio.

g) Mortificación pecaminosa

I) La práctica de la mortificación deja de ser virtud cuando excede el justo medio, pues en toda circunstancia debe ser un acto de la templanza. El austero san Jerónimo amonesta: "No impongamos ayunos violentos y desmedidos, pues tales ayunos arruinan la salud de los débiles, y así antes que echar el fundamento

77 De servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione, lib. III, c. 28 s.
78 II-II q. 147, a. 3 ad 1.
79 Filotea 3, 23.
80 M. MESCHLER, Das Exerzitienbuch des Hl. Ignatius von Loyola, Friburgo de Brisgovia 1925, I pág. 150 s.

de la santidad causa enfermedades" 81. Santo Tomás trae una sentencia atribuida a san Jerónimo: "No hay diferencia entre matarse en largo o en corto tiempo. Se comete una rapiña en vez de hacer una ofrenda cuando se extenúa inmoderadamente el cuerpo por la demasiada escasez de alimento o el poco tiempo concedido al sueño" 82.

El exagerar en las mortificaciones exteriores puede perjudicar gravemente la salud y conducir a graves dificultades en el campo moral.

II) Ya san Pablo tuvo que combatir los motivos erróneos en que algunos apoyaban el ayuno y en general la mortificación. Los gnósticos, y en especial los maniqueos, consideraban el mundo corporal y algunos determinados alimentos en particular, como impuros y contrarios a Dios. Aun las prescripciones judías relativas a los alimentos fueron mal comprendidas por no pocos. Contra ellos escribe san Pablo : "Yo sé y confío en el Señor Jesús que nada hay de suyo impuro" (Rom 14, 14). "¿Por qué dejaros subyugar por éstas o parecidas sentencias: no cojas, no gustes...? Todas éstas no son sino enseñanzas y preceptos humanos..." (Col 2, 21 s). "Toda criatura de Dios es buena y nada hay reprobable tomado con hacimiento de gracias, pues con la palabra de Dios y la oración queda santificado" (1 Tim 4, 3-5).

Son falsas, por lo tanto, las afirmaciones de no pocas asociaciones vegetarianas de nuestros días de que la carne es la sede del mal. Esas sectas resucitan los errores de los antiguos gnósticos y maniqueos. Las prohibiciones que traen las religiones indias de matar animales y comer su carne se funda principalmente en la falsa doctrina de la transmigración de las almas. Otras asociaciones vegetarianas mazdeístas prohiben el comer la carne fundándose en los falsos principios dualistas persas. Tales sistemas, que esperan la redención del hombre de la higiene sexual, de la sana alimentación y del arte de respirar, colocan la virtud de templanza en el primer puesto. Quien sigue tales sistemas ignora o desconoce absolutamente el peligro del orgullo y la fuerza y virtud ele la divina caridad.

Distinta es la cuestión de si ciertos alimentos y bebidas no provocan la sensualidad. Así, SANTO TOMÁS dice 83 que el precepto de la abstinencia

81 SAN JERÓNIMO, Ep. 130 PL, 22, 1116.
82 ST II
-II, q. 147 a. 1 ad 2.
83
ST II-II, q. 147 a. 8.

que impone la Iglesia se apoya, hasta cierto punto, en el hecho de que la carne y, en general, los productos alimenticios zoóticos (en especial los huevos) ejercen un influjo duradero sobre la sexualidad. Claro está que con ello no quiere decir santo Tomás que el comer carne sea en sí pecado o conduzca necesariamente al pecado contra el sexto mandamiento; sólo quiere indicar que el uso excesivo de carne, huevos, etc., tiene un influjo fisiológico desfavorable en la vida sexual y que por ello se impone una estricta limitación y de vez en cuando la completa abstinencia. Se trata, en fin, de un hecho admitido por la medicina moderna.

III) La mortificación exterior es pecaminosa sobre todo cuando obedece a motivos torcidos. Por eso reprobó el Señor el ayuno de los fariseos, quienes ayunaban "para ser vistos por los hombres'' (Mt 6, 16).

No alcanzará la altura de la virtud cristiana el cristiano que al mortificarse no tuviera en vista sino un dominio sobre sí mismo de orden puramente natural y no se guiara por el pensamiento de la religión, de la penitencia, de la reparación v del seguimiento del crucificado.

IV) No es loable la mortificación que conduce a descubrir la realización de bienes superiores: caridad fraterna, oración, deberes de estado... La mortificación no es un fin, sino un medio del que uno ha de valerse para llegar al amor de Dios y del prójimo.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 561-580