Sección segunda

LAS VIRTUDES CARDINALES


SANTO TOMÁS, en la Suma Teológica, II-II, trata primero de las virtudes teologales y sólo después de las cardinales. Así, con la misma disposición de los tratados y mucho más en el texto mismo, expresa que el fundamento, los goznes (cardines) de la vida cristiana no son propiamente las cuatro virtudes llamadas cardinales, sino las virtudes teologales. (Esto no se contradice con nuestra distribución, ya que aquí describimos las virtudes cardinales sólo, o principalmente, como actitudes fundamentales; en cambio, de su contenido y función trataremos después de haber expuesto las virtudes teologales.)

Desde el tiempo de los padres se aceptó el esquema estoico de las cuatro virtudes fundamentales, conocido ya por Aristóteles y Platón. También el libro de la Sabiduría lanza este cuádruple pregón : "¿Qué cosa más rica que la sabiduría, que todo lo obra?... Y si amas la justicia, los frutos de la sabiduría son las virtudes; porque ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza (Sap 8, 5-7).

San AMBROSIO reproduce las virtudes cardinales en su forma estoica, mas por su contenido las considera como medio y camino del amor divino, como primera irradiación de la vida de la gracia en la actividad moral. Entendidas en esta forma cristiana, las virtudes cardinales serán expuestas con especial claridad por san AGUSTÍN: "En cuanto a las virtudes que llevan a la vida bienaventurada, afirmo que no otra cosa son que la cifra y resumen del amor de Dios. A lo que se me alcanza, las cuatro formas de la virtud proceden de cuatro formas que en cierto modo reviste el amor. Aquellas cuatro virtudes las describiría yo. sin vacilar del modo siguiente: templanza es el amor que se mantiene incólume para su objeto; fortaleza es el amor que todo lo soporta fácilmente por causa de aquello que ama; justicia es el amor que observa el orden recto, porque sólo sirve al amado; prudencia es aquel amor que es clarividente en todo lo que le es favorable o dañoso. Pero no hablo yo de un amor cualquiera, sino del amor a Dios, al bien supremo, a la suprema sabiduría y unidad. Así podemos formular con mayor precisión aquellas definiciones diciendo: templanza es el amor que se mantiene íntegro e incólume para Dios; fortaleza es el amor que, por Dios, todo lo soporta ligeramente; justicia es el amor que sólo sirve a Dios y por esto pone en su orden debido todo lo que está sometido al hombre; prudencia es el amor que sabe distinguir bien entre lo que le es ventajoso en su camino hacia Dios y lo que puede serle un obstáculo" 19

Dentro de las virtudes morales, las virtudes cardinales ocupan con razón un lugar de preferencia, ya como actitud general, ya como virtudes especiales.

Como disposición general actúan en cada virtud moral por lo menos como requisito. La prudencia señala el camino del bien y regula el entendimiento práctico. La justicia confiere a la voluntad una recta dirección y, sacándola de la rigidez egoísta, la ajusta a la realidad. La templanza mantiene los afectos concupiscibles en el justo medio entre el entorpecimiento y la lascivia. La fortaleza hace que los afectos irascibles se mantengan en el justo medio entre la flojedad y la actividad desordenada. La prudencia y la justicia regulan las dos facultades espirituales del alma; la templanza y la fortaleza dominan los apetitos sensuales e irascibles, o sea las principales potencias psicofísicas.

Consideradas como virtudes particulares: la prudencia es el arte del buen consejo y del buen gobierno; la justicia es el cumplimiento de lo estrictamente debido en proporción de igualdad ; la fortaleza es la lucha denodada por el bien; la templanza es el dominio de los apetitos sensibles, especialmente por medio de la castidad.

19 SAN AGUSTÍN, De moribus Ecclesiae catholicae, lib. I, cap. xv, 21 PL, 32, 1322.

 

1. LA PRUDENCIA

La conciencia, facultad de la naturaleza espiritual del hombre, lo orienta hacia el bien, hacia la voluntad de Dios. El fallo de la conciencia le transmite las exigencias del bien — de Dios —, del valor que se presenta hic et nunc, o sea en cada circunstancia. Dicho reclamo del bien levanta un eco en la conciencia, mas no un eco lejano, sino un eco que traduce las más íntimas exigencias del propio ser espiritual.

¿Cómo debe estar equipado el hombre para poder reconocer inequívocamente en los acontecimientos de orden natural y sobrenatural el deber, la voluntad de Dios a cada momento, a cada llamamiento de la gracia? ¿Cómo podrá amoldar su conducta a las diversas necesidades del reino de Dios? Pensamos que la primera disposición es la que debe proporcionar la virtud de prudencia. Y lo genuino que hay en esta virtud, considerada como virtud cristiana, no es otra cosa que la docilidad, de Dios recibida, para aceptar las enseñanzas de Dios.

1. La prudencia según la sagrada Escritura

1) La prudencia, como la sabiduría, ha de considerarse como un don de Dios. "El Señor da la sabiduría y de su boca derrama prudencia e inteligencia" (Prov 2, 6). Es la misma Sabiduría Eterna la que enseña la prudencia (cf. Sap 8, 7). El ser ricos en toda sabiduría y prudencia es un don gratuito de Dios por Cristo; es, por lo mismo, un objeto especial de petición (Eph 1, 8). La misma Sabiduría eterna exclama con énfasis : "Mía es la prudencia" (Prov 8, 14; cf. 8, 11; 10, 23). Y tanto es ello verdad, que si la eterna Sabiduría no la concede, no puede haber verdadera prudencia. A su turno, el don de la sabiduría sería imperfecto si no estuviera protegido por la prudencia, con la cual puede realizar sus obras (cf. Prov 14, 33 ; 17, 24).

2) Mas no por ser la prudencia un don de Dios puede con siderarse el hombre libre de la obligación de adquirirla, de aprenderla (Prov 1, 3; 4, 1; 4, 7; 16, 16). Y adquirirla quiere decir, ante todo, pedirla a Dios; y luego poner la propia acción con la meditación de los mandamientos divinos (Bar 3, 9), formarla por la propia experiencia, y aprenderla de los ancianos y prudentes (Tit 2, 4).

3) La sagrada Escritura habla, sobre todo, del papel que desempeña la prudencia: ella preserva de los torcidos e intrincados caminos del pecado, protege contra las artimañas de la astuta seductora (Prov 2, 11 ss; 7, 4 ss; 8, 14 ss), sin la prudencia parece imposible escapar a sus encantos mortíferos. La prudencia preserva de toda perdición (Bar 3, 14). Sólo el prudente sabe bien cuál es el tiempo de hablar o de callar (Prov 10, 19 ; 11, 12; 17, 27; 21, 28; Eccli 19, 28). La prudencia debe dirigir los pasos del hombre (Prov 15, 21). Ella dicta la exacta sentencia sobre el rico y su riqueza, y proporciona el verdadero conocimiento de los hombres (Prov 28, 11; 27, 19). Pertenece a la prudencia el buen consejo (Deut 32, 28) y la vigilancia (1 Petr 4, 7). Por ella es el hombre circunspecto y vigilante, y sabe que la llegada del reino de Dios, que la venida del Señor no está en manos del hombre : por eso vive atento al advenimiento del Señor y aplicado con toda diligencia a las obras del reino de Dios (Mt 25, 1 ss; 24, 36 ss). "Fidelidad y prudencia" son las cualidades exigidas al siervo establecido sobre la "familia del Señor" (Mt 24, 45 s).

4) Las cualidades particulares de la prudencia deben estar en consonancia con las necesidades de esta vida. El Señor coloca a sus discípulos "en medio de lobos". Por lo mismo deben ser "prudentes como serpientes", pero su prudencia no ha de ser como la prudencia de los lobos del mundo, al que deben condenar con la simplicidad y sencillez de la paloma (Mt 10, 16 s). Esta prudencia de serpiente y paloma no es cosa propia del hombre que se fía de su propia discreción, sino propia del que se deja conducir por el Espíritu de Dios (Mt 10, 20). A la prudencia del espíritu se opone la prudencia de la carne (Rom 8, 6), la prudencia de este mundo, la prudencia a que se someten los hijos (le Agar (Bar 3, 23). Al p2' so que la verdadera prudencia significa "vida y libertad" (Rom 8, 6) y tiene las promesas de la felicidad eterna (Mt 24, 45 ss), sobre la prudencia de la carne pesa siempre la sentencia condenatoria del Crucificado (1 Cor 1, 19 ss), su paga no puede ser sino la muerte (Rom 8, 6). El Señor no vacila en exhortarnos a la prudencia poniéndonos precisamente ante los ojos la "prudencia de los hijos de este siglo" : allegan cuantos medios pueden y enderezan todas sus posibilidades a la consecución de sus mezquinos objetivos; ¡cuánta mayor diligencia han de poner los "hijos de la luz" en emplear todos sus dones temporales — y con ello se entienden especialmente las riquezas — y todas sus fuerzas naturales y sobrenaturales en el servicio del reino de Dios! (Lc 16, 8 ss).

5) El Señor nos enseñó la verdadera prudencia con la palabra y el ejemplo. Ya en su primera actuación a los doce años "admiraban todos su prudencia" (Lc 2, 47). Su conducta y sus palabras para con sus enemigos eran tan francas como prudentes, "de modo que no podían contradecirle". Un magnífico ejemplo de la prudencia de Cristo lo tenemos en el gradual anuncio de su futura muerte de cruz y en la gradual manifestación de su divina filiación ; todo conforme al grado de preparación y de conocimiento de sus discípulos. A la falsa prudencia del mundo opone una prudencia nueva, traída del cielo, y esto no sólo con su palabra, sino también con el acto más sublime de su vida, con la "locura de la cruz" (1 Cor 1, 19 ss) : "El que perdiere su vida por mí la hallará" (Mt 10, 39; 16, 25).

2. Exposición filosofico-teológica de la prudencia

a)
La prudencia en el concierto de las demás virtudes cristianas

1) La "prudencia" bíblica, en su sentido más amplio, viene a coincidir con el concepto de "sabiduría". Juntas forman lo opuesto a la "locura del pecador", que en su ceguera se entrega a la persecución de un fin y de unos medios que no lo pueden conducir más que a la infelicidad. La sabiduría es el don más sublime de Dios; ella da al hombre la luz y la fuerza que necesita para buscar su salvación en el amor de Dios, y para considerarlo y amarlo todo únicamente a la luz del amor divino. La sabiduría bíblica comprende las virtudes teologales y los dones correspondientes del Espíritu Santo, en especial el don de sabiduría. Esta sabiduría, que implica no sólo el fuego del amor, sino también clarividencia del espíritu, es la fuente genuina originaria de la prudencia.

Para ser prudente preciso es ser antes sabio.

No le corresponde a la prudencia — en cuanto distinta de la sabiduría — poner al hombre en el camino que ha de seguir para llegar a su fin sobrenatural. Esto lo hacen las virtudes teologales, o sea la "sabiduría". A la prudencia sólo le corresponde dictaminar "acerca de los medios conducentes al fin", como dice santo TOMÁS con ARISTÓTELES; esto es, vigilar la realización del amor.

2) La sabiduría hace que el hombre "encuentre gusto" en Dios y sólo a Él se aficione. Las virtudes morales rectifican la voluntad respecto de los valores particulares, poniéndolos al servicio de la sabiduría. Entonces interviene la prudencia como consejera y rectora de los actos particulares. "La virtud moral, en cuanto significa actitud fundamental de aquiescencia al bien, es fundamento y condición de la prudencia. Mas la prudencia es requisito para la realización y actuación de esa actitud fundamental, ajustada a las circunstancias particulares. Sólo puede ser prudente el que ama y quiere el bien por igual. Pero, para realizar el bien, primero hay que ser prudente 20

Mirándolo bien, la prudencia es la noble servidora de la actitud fundamental religiosa y moral. Como virtud cristiana (infusa) puede actuar sólo sostenida por la luz de la fe y la energía del amor. Es virtud sólo cuando se pone al servicio de la actitud fundamental religiosa y moral. Mas, respecto del ejercicio de las virtudes en un acto determinado, exigido por una circunstancia dada, es ella la pauta y la defensa de las demás virtudes. Efectivamente, éstas dependen de la prudencia en cuanto cada una exige una realización perfectamente ajustada a la realidad particular 21. Sin duda, las virtudes empujan a la acción en virtud de su propia esencia, mas sólo por la prudencia llegan a una actuación que se ajuste siempre a las necesidades o exigencias particulares del reino de Dios.

3) Las virtudes teologales como tales nada reciben inmediatamente de la virtud de la prudencia, pues su acto específico se endereza directamente hacia Dios, y por lo mismo no necesita buscar el justo medio de la prudencia. Mas en cuanto las virtudes teologales tienen que actuar por la religión y demás virtudes morales, necesitan el servicio de aquella virtud básica. La prudencia es la noble servidora de la más noble dama,

20 PIEPER, Traktat über die Klugheit, pág. 69.
21
Cf. PIEPER, 1. C., pág. 18.

de la sabiduría, con cuya luz y a cuyo servicio reconoce la realidad, la situación dada, como ocasión propicia (kairós) puesta por acción divina, recibe el encargo que ésta trae de parte de Dios, y busca los medios y el camino para poner en actividad el amor de Dios.

3) La prudencia tiene "dos caras"; la una mira hacia la realidad objetiva, la otra a la realización del bien 22. También tiene dos oficios: apreciar rectamente los casos concretos y ver e imponer la acción exigida por cada realidad. Ella "percibe la realidad y se vuelve a la voluntad para mandar la acción" 23. La prudencia reconoce en todo momento la ocasión propicia de la Providencia ; sin ella el alma no tendría en cada situación más que un acervo confuso de datos. La ley de Dios que el discípulo de Cristo busca con la luz de la fe y con el gusto exquisito de la sabiduría, se convierte entonces en el precepto del momento.

El conocimiento de la ley moral tal como lo ofrece la fe y la razón por ésta iluminada, muestra al cristiano el bien en general. Mas sólo la prudencia puede columbrar lo que, en las mil situaciones de la vida, tan complicadas y oscuras muchas veces, o tan insignificantes aparentemente, es hic et nunc el bien, lo que hic et nunc está conforme con el Espíritu de Cristo. La doctrina tradicional sobre la prudencia hace resaltar cuánto importa para cada uno en su situación respectiva y particular (en su kairós o momento propicio de la gracia) la voluntad particular de Dios. Para el prudente y sólo para él, es cada momento "el momento de la gracia, el momento de trabajar por el reino de Dios.

Santo TOMÁS da particular importancia a la valoración de la situación particular cuando exige el concurso o función especial de una virtud potencial de la prudencia, llamada gnome (discreción), para las mil situaciones que no se resuelven por la simple aplicación de la regla general 24.

Esta verdad adquiere mayor evidencia aún puesta en correlación con los dones del Espíritu Santo. La virtud de prudencia, ayudada por la "gnome" o facultad para descubrir la voluntad de Dios en las situaciones que no caen bajo las reglas generales, se vuelve más delicada y sensible, por el don de consejo, para conocer esa voluntad de Dios, no en las reglas generales, sino directa e inmediatamente en la situación particular. Lo que no

22 PIEPER, 1. C., pág. 30.
23 L c., pág. 27.
24
ST II-II, q. 51 a. 4 ; I-II q. 57 a. 6 ad 3.

significa de ningún modo que desprecie la ley general. Así pues, la prudencia hace que en toda situación, aun en la más intrincada, se transparente la voluntad de Dios que en ella se encierra. Si la vida religiosomoral del cristiano fuera sólo la aplicación mecánica de la regla moral general, estaría de más la doctrina de la prudencia, de la gnome o discreción, y aun la del don de consejo.

5) La prudencia no contempla únicamente los hechos exteriores y temporales, sino sobre todo las realidades sobrenaturales. Como virtud infusa, es ella el ojo de la fe, abierto para contemplar el momento actual. Y a medida que crece la vida de la gracia va entrando más y más bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo.

La prudencia cristiana es ora infusa, ora adquirida; esto quiere decir que es la actitud humilde y llena de fe del que escucha — actitud callada y fructuosa, iluminación de la fe, sometimiento a la dirección del Espíritu Santo — y al mismo tiempo investigación solícita e intensa de la voz de la realidad.

6) La prudencia se levanta sobre el fundamento de la humildad, del humilde reconocimiento de los datos reales y de la limitacióú que éstos imponen a las posibilidades de la realización del bien. Es, pues, oficio de la prudencia no sólo considerar los valores eternos, sino descubrir la voluntad de Dios por medio de la realidad y ajustar la acción al mundo real. Sólo es prudente aquel que sabe doblegarse a las necesidades del momento histórico, comprendiendo que la Providencia lo ha permitido tal cual es y que fue ella quien lo colocó en él. El momento histórico es el que manifiesta y ofrece las posibilidades del bien. El hombre debe imprimirle el sello del reino de Dios. Prudente es sólo aquel que acepta las pobres condiciones de la vida y recibe gustoso la misión que Dios le confía, aunque enviada por los modestos mensajes de la situación particular, concreta. El imprudente sueña que en un mundo mejor también podría servir mejor a Dios, y así descuida el deber del momento. La imprudencia forma planes e ideales que defiende con calor, pero que n( cuadran con la realidad.

7) La prudencia se vuelve hacia la realidad, no para contemplarla indiferente, sino para decidirse a una activa intervención. Todo quietismo y toda falsa "interioridad" le es extraña. Nada tiene que ver con aquella actitud que considera que lo que importa no son las obras exteriores, sino sólo las buenas disposiciones internas. El cristiano necesita la prudencia para ser buen ciudadano y buen soldado del reino de Cristo. Al decir que la prudencia está al servicio del reino de Dios en su urgente realidad, se ha dicho lo esencial. Santo TOMÁS enseña que el acto principal de la prudencia es la orden de pasar a la acción 25.

Santo TOMÁS acepta la idea aristotélica de que la prudencia es ante todo virtud política y militar 26. Traduciendo a idea cristiana el pensamiento aristotélico, diremos que la prudencia es una virtud que tiene sin duda algo que ver con la política y la guerra de este mundo, mas sólo en cuanto dirige la actuación del que trabaja por establecer el reino de Dios, y milita en las pacíficas filas de los seguidores de Cristo.

8) Expresamente rechaza santo Tomás la opinión de que la prudencia es virtud que está mera y exclusivamente al servicio de la propia perfección 27, como si tuviera como misión no tanto orientar rectamente hacia las acciones exteriores cuanto velar por la virtud interior del agente 28. Puesto que la prudencia es la consejera del amor en la aplicación a los actos concretos, debe tener las mismas cualidades que éste. Ahora bien, la caridad non quaerit quae sua sunt "no es interesada" (1 Cor 13, 5), no busca el bien propio, sino el del prójimo, ante todo, el bien común de la multitud 29.

Por lo demás, no es de admirar que el pensamiento de santo Tomás concuerde con el de ARISTÓTELES en cuanto a las expresiones. El que sabe leer comprenderá fácilmente que bajo los mismos términos se esconden ideas muy distintas, y que, según santo Tomás, la prudencia no es la simple sirvienta en el negocio de la autoperfección egoísta y de la adquisición de la felicidad en la ciudad terrena.

El fin más noble del hombre, la más hermosa misión que le ha confiado el amor divino es la gloria de Dios, la manifestación de su perfección y santidad infinitas por medio de toda la vida. Pues bien, siendo la prudencia la que dirige los actos del amor, la que pone de manifiesto la gloria divina que mora en nosotros, podemos decir que el cristiano ha de apreciar la prudencia al igual que su noble misión: la manifestación y el aunlento de la gloria de Dios. Si tanto sufren la gloria y el reino de Dios, es precisamente por falta de celo y, sobre todo, por falta de prudencia. Mas para que la obra exterior sea en realidad ma

25 ST II-II, q. 47 a. 8.
26 ST II-II, q. 50.
27 ST II-II, q. 47 a. 10.
28 ST I-II, q. 57 a. 5 ad 1.
29 ST II-II, q. 47 a.
10.

nifestación de la gloria de Dios, tiene que ser expresión de la hermosura de la gracia y del amor, por medio de los cuales somos nosotros admitidos dentro de esa divina gloria. Sería, pues, una triste equivocación pensar que la prudencia sólo tiene que ocuparse de regular la actividad externa, con descuido de la vida interior. Por el contrario, tócale precisamente a la prudencia fijar los límites de la actividad exterior de manera que no se pierda el contacto íntimo con Dios. Así, la prudencia regula el recogimiento y tranquilidad interna, para llegar mejor dispuesto a la actividad exterior.

Mas en el reino de Dios lo principial y más elevado no es la acción, la actividad exterior, aunque sea muy importante. Por tanto, no es la prudencia la virtud más noble. Más alto están las virtudes teologales, que nos hacen vivir en comunidad con Dios y que enderezan directamente hacia Él nuestros sentimientos. Con todo, estas virtudes, mientras estamos en el tiempo de la prueba, piden esencialmente la demostración por los actos : de allí que requieran el servicio de la prudencia.

b) La prudencia y la conciencia

El importante papel de la prudencia consiste en conseguir que el hombre, por entre el lenguaje de la realidad, llegue a oír en su conciencia la voz de Dios. La conciencia trata de conseguir que al decidirse a la acción proceda el hombre a dar una respuesta adecuada a la voluntad de Dios en la hora de la prueba.

El dictamen de la conciencia, cuando es de veras un dictamen verdadero y recto, no es más que el dictamen de la prudencia. El dictamen de la conciencia culpablemente errónea no viene en modo alguno de la prudencia, que en tal caso falta o no obra. Al revés, el dictamen de la conciencia inculpablemente errónea es un verdadero acto de la prudencia, aunque le falta algo para su perfección, sea una auténtica disposición a la virtud, sea algún elemento integrante de ésta.

La sindéresis, que ya desde el principio coopera en el acto de la prudencia, o en sus actos parciales, hace que el fallo de ésta sea realmente fallo de la conciencia; o sea, hace que el hombre reconozca al fallo de la prudencia una fuerza obligatoria. Para que el hombre reconozca cuál es el bien que "hic et nunc" obliga, no basta la sindéresis, es preciso que intervenga la prudencia. Así pues, el fallo de la conciencia es lo mismo que el fallo de la prudencia, excepción hecha de la fuerza obligatoria con que aquél se presenta a la conciencia, fuerza que le viene de la sindéresis. El dictamen de la conciencia, por su contenido, es el resultado de la actividad de la prudencia. Mas la sindéresis, que todo lo encierra y activa, es la que imprime fuerza obligatoria al precepto de la prudencia. "La sindéresis mueve la prudencia" 30. Cuando la sindéresis es débil, también lo es la prudencia. La mejor garantía para la rectitud de los actos de "consejo" y de " juicio" de la prudencia es una sindéresis sana y robusta.

c) Los actos de la prudencia

Según santo TOMÁS 31, tres son los actos principales de la prudencia: el consejo, o examen de los medios; el juicio, fallo o dictamen que señala lo que reclama la situación, y el imperio, resolución o mandato por el que la prudencia mueve a actuar y señala la índole y modo de la acción.

Los dos primeros se ordenan a este último, que supone la rectitud de aquéllos. Desde este punto de vista, el imperio parece ser, pues, el más importante. Mas, visto desde otro ángulo, el consejo parece ser el fundamental: el que con toda rectitud toma consejo consigo mismo, infaliblemente llega a una determinación recta. Por el contrario, el que ya desde el consejo aparta la mirada de la majestad y amabilidad del bien moral para mirar codiciosamente lo que fomenta la sensualidad y el orgullo, pierde la rectitud y la fuerza para llegar a la resolución prudente.

Según ARISTÓTELES, la virtud que ayuda a tener buen consejo es la eubulía; la sgnesis da el recto juicio moral respecto de lo que cae bajo la ley general, la gnomo o discreción juzga rectamente en los casos en los que las reglas y leyes generales no bastan. A la gnome corresponde, según Aristóteles, la epiqueya, que supone que el legislador tiene presente que la vida no puede caer toda bajo los cánones de la ley. A la virtud de prudencia, en especial a la gnomo, corresponde, pues, suponer que el legislador es mesurado y comprensivo, o sea que no carece de epiqueya. El papel desempeñado por la gnome o discreción debía ser mucho más amplio en la moral cristiana — que es moral del amor, el cual va mucho más allá de las reglas o normas de la justicia legal — que en la doctrina aristotélica, para la cual es la justicia el supremo principio moral, justicia por lo demás mucho más estrecha y pobre que la justicia bíblica.

30 ST II-II. q. 47 a. 6.
31 ST II-II, q. 47 a. 8.

d) Requisitos de la prudencia

El amplio cometido de la prudencia requiere para su perfecta realización el empleo de casi todas las energías y habilidades del alma, sin contar que hay que suponer la rectitud de todas estas fuerzas, o sea la presencia de todas las virtudes.

Estas energías o armas de la prudencia pudieran acaso dividirse convenientemente conforme a los actos constitutivos de la prudencia ya indicados:

a) Para la perfección del consejo se requiere: 1.° una memoria fiel 32 que tenga siempre presentes las leyes y preceptos generales de la vida cristiana y, sobre todo, las útiles experiencias pasadas ; 2.° una inteligencia 33 penetrante que pueda captar lo que es esencial en las cosas y situaciones y su relación con el bien ; 3.° una razón 34 o entendimiento agudo que partiendo de un conocimiento y de una experiencia llegue por el raciocinio y la conjetura a nuevos conocimientos; 4.° una docilidad 35 pronta y humilde, atenta a las enseñanzas que la vida le va ofreciendo, lista para reconocer los límites de sus propios conocimientos y por lo mismo para aprovechar la experiencia y el consejo ajenos.

b) Para pasar luego al juicio o dictamen sin demasiada ansiedad o vacilación se requiere : 5.° el tino o solercia 36. Cuando falta esta cualidad auxiliar de la prudencia, se llega fácilmente a los escrúpulos, a la timidez y vacilación del juicio, no obstante la diligencia puesta en el consejo o examen; de donde resulta que no se atreve entonces el hombre a fiarse de su propio juicio, aunque bien fundado, y contrae la manía de estar consultando siempre a los demás. Con ello se omite o difiere la acción necesaria. La falta de tino en el juicio viene muchas veces de que se busca una seguridad metafísica en cosas morales, para las que sólo es posible una seguridad moral, prudencial.

El defecto contrario consiste en la temeridad y audacia del juicio, que precipita al hombre a la resolución y acción antes de haber pesado a fondo y sin suficiente consejo las razones. La temeridad se muestra en la acción, pero tiene su origen en el juicio precipitado, después de un consejo o examen insuficiente.

c) A la buena resolución o imperio contribuyen : 6.° la providencia, de donde deriva el nombre de prudencia 37, quia est principalior inter omnes partes prudentiae, que considera los efectos que ha de tener la acción o la omisión, y obra en consecuencia ; la circunspección — quae respicit omnia quae circumstant 38 —, que atiende a las circunstancias que tienen algún roce moral con el acto ; 8.° la cautela 39 pone en guardia contra lo que puede dificultar la acción.

Estas ocho facultades no son meras disposiciones naturales, sino que forman parte de la virtud de prudencia, en cuanto son sus auxiliares; de su perfección depende la perfección de la prudencia misma.

32 ST II-II, q. 49 a. 1.
33 Ibid. q. 49 a. 2.
34 Ibid. a. 5.
35 Ibid. a. 3.
36 Ibid. a. 4.
37 Ibid. a. 6.
38 Ibid. a. 7.
39 Ibid. a. 8.

e) Adquisición y cultivo de la prudencia

La fe y la esperanza disponen a la infusión de la virtud de prudencia, o sea a la infusión del hábito de prudencia ordenado al fin sobrenatural. La virtud entra en el alma junto con la caridad.

La prontitud y facilidad para el acto se adquiere "con el sudor de la frente", cultivando aquellas ocho facultades que antes enumeramos, junto con las virtudes de la voluntad, de cuya presencia y crecimiento la prudencia depende:

Al cultivo de dichas facultades auxiliares de la prudencia pertenece ante todo la adquisición de los conocimientos morales necesarios, conocimientos que mejor se adquieren por la meditación de las enseñanzas y ejemplos de Cristo que por el estudio de conceptos abstractos, el cual, sin embargo, es también necesario, ejercitando el juicio por medio de la casuística; mas sin ir hasta considerar los casos propuestos y resueltos como una receta que valga indistintamente en toda circunstancia. Aun en la instrucción del pueblo se debe echar mano de los ejemplos, de los casos concretos, que evidencian la verdad. Añádase la preocupación por aconsejarse y aprovechar de la experiencia. Cada cual debe cuidar aquella facultad que más falta le hace. Así, por ejemplo, el escrupuloso no ha de preocuparse tanto por ejercitarse en el consejo y deliberación cuanto en el tino y presteza de juicio. No a todos dotó la naturaleza de iguales dones de prudencia. Aun supuesta la mejor voluntad y acaso una crecida santidad, no todos alcanzan la necesaria prudencia para guiar a los demás. Pero, como expresamente enseña santo ToMÁs 40, todos los que están en gracia tienen la prudencia suficiente para salvarse, y "si tienen que pedir consejo, tendrán la suficiente prudencia para saber que lo tienen que pedir y para discernir los buenos consejos de los malos" 41. Por estas palabras del Aquinate se ve cuánto caso hacía él del discernimiento o discreción, en la que principalmente, según la tradición, se refleja la prudencia.

Cuanto más prudente es uno, más aprecia el consejo ajeno. "Más aprovecha quien a la propia experiencia une la ajena" 42. Junto con la disposición de pedir consejo ha de crecer la discre-

40 ST II-II, q. 47 a. 14.
41 L. c.

ción, al menos para saber distinguir al consejero digno de con-fianza del imprudente o malo.

Puesto que hay íntima conexión entre la prudencia y la conciencia, o sindéresis, lo que ya dijimos del cultivo de ésta vale también aquí. La delicadeza de la conciencia para captar la situación es, en cierto modo, lo mismo que la prudencia; luego ésta será delicada, y firme en la medida en que lo sea la conciencia. Florece la virtud de prudencia sobre el suelo firme de una conciencia sana, de una persona en orden consigo misma y con Dios.

El mejor cultivo de la conciencia, y por tanto de la prudencia, es el crecimiento en el amor de Dios. De nada valen las facultades auxiliares de la prudencia si no las anima y gobierna la caridad. El amor divino reprime las pasiones, que son las que ofuscan el recto juicio de la prudencia.

Sólo la caridad, por su íntima conexión con el bien, percibe en el lenguaje de las circunstancias la voluntad de Dios. Sólo el juicio del amor acierta con la esencia del bien.

Esto es lo que significa la frase de san AGUSTÍN, por desgracia a menudo mal comprendida : "Ama y haz lo que quieras", esto es, lo que quiera el amor. La caridad no hace superflua la prudencia y lo que ella supone, mas sólo ella puede dirigirla y emplearla con provecho.

f) Perfeccionamiento de la prudencia por el don de consejo

Puesto que la prudencia hunde sus raíces sobrenaturales en la sabiduría, que es la que da el sabor sobrenatural del amor y del bien, será el don de sabiduría su poderoso excitante. Pero el don que especialmente corresponde a la prudencia es el don de consejo, por el cual el Espíritu Santo eleva a tal perfección el primer acto de la prudencia, o sea el consejo o deliberación, que la rectitud de los actos subsiguientes queda fundamentalmente asegurada 43. Los dones del Espíritu Santo disponen al hombre a ceder fácilmente a la moción divina 44. Por el don de

43 ST II-II, q. 52.     44 ST I-II, q. 68 a. 1.

consejo se entrega el alma gustosamente a la dirección y moción de Dios. Entonces no busca el alma la fidelidad a sí misma, a sus planes y determinaciones, sino la fidelidad a la voz de Dios que se le transmite en el lenguaje de las circunstancias. El don de consejo acompaña toda actuación perfecta de la prudencia, bajo la forma de docilidad, de maleabilidad, de silencio, que se abre a la menor señal de la voluntad de Dios, ya se manifieste ésta por una voz que se oye directamente en el corazón, ya por el lenguaje de las leyes exteriores y decretos providenciales, y éste es el oficio ordinario del don de consejo.

El don de consejo, que corona la prudencia, pone muy en claro la gran diferencia que hay entre la prudencia cristiana y la prudencia griega, que abandona al hombre a su propio juicio y resolución, sin contar con que tiene otra finalidad. La humilde prudencia cristiana ejerce su actividad procurando la docilidad a la moción de Dios.

El cristiano sabe que sólo posee la prudencia consumada, cuando llega a ser discípulo consumado de Cristo, cua,ido se deja guiar plenamente por el Espíritu de Cristo.

El olvido de la doctrina de los clones del Espíritu Santo por no pocos moralistas ha tenido graves consecuencias, no siendo la menor el que se viniera a perder ese optimismo cristiano que confía en la móción del Espíritu Santo. Qué significaría entonces esta afirmación divina: "Y serán todos enseñados por Dios"? (Ioh 6, 45). Se llegó así a la conclusión de que no era posible conocer lo que Dios quería de cada uno, sino por medio de la aplicación de la ley común a cada caso particular: ¡lo que no cae bajo la ley, ya no obliga! Así, el gran precepto del amor pierde su fuerza obligatoria en todo aquello que no cae bajo una reglamentación legal. La moral que atienda a la doctrina de los dones del Espíritu Santo, como es la de santo Tomás, tendrá que ser por fuerza personalista en el buen sentido; por lo mismo tendrá en cuenta que el cristiano no se encuentra simplemente ante una fría ley impersonal, sino ante el llamamiento personal de Dios por el lenguaje de la situación y del momento.

El cristiano de veras prudente, o sea dócil a la voz interior del maestro, a la voz del Espíritu Santo, reconoce la voluntad de Dios no sólo en la ley general exterior, sino también en la situación especial en que se encuentra y en los dones especiales de la gracia.

g) Defectos y vicios opuestos a la prudencia

La exposición que hace santo TOMÁS 45 de los vicios opuestos a la prudencia es una muestra de fina observación psicológica y de claridad en la distinción.

1.° La imprudencia puede ser simplemente la falta negativa de prudencia. Tal imprudencia no lleva a servir a un mal fin, por lo menos conscientemente, pero tampoco da con el acto correspondiente al buen fin, ora porque las facultades naturales son imperfectas o no han sido cultivadas, ora porque su amor no alcanza la necesaria intensidad. El estado lamentable en que nos dejó el pecado original explica esta imprudencia. Otras veces está su causa en negligencias culpables, sin duda reprobadas, pero aún no reparadas. Aun el verdadero convertido que marcha ya por el camino de la perfección puede cometer imprudencias, que indudablemente han de atribuirse a la humana imperfección, y que deben servir por lo menos para hacerlo más cauto y prudente, haciéndolo más humilde.

2.° Hay otra imprudencia que incluye pecado 46 y es el acto culpablemente imprudente. Puede suceder que el que lo comete no persiga un fin último indebido, sino que descuide obrar conforme lo pide el último fin verdadero; o sea que se equivoca culpablemente en cuanto a los medios conducentes al fin. Semejante imprudencia procede de la ignorancia culpable, de la precipitación y temeridad, de la negligencia, de la indecisión 47.

Pero la principal fuente de la imprudencia es, según santo Tomás, la lujuria, que sumerge en los placeres sensuales 48. Nada oscurece tanto el juicio e impide la necesaria "abstracción" de los bienes sensibles como el entregarse a los desordenados placeres de la carne.

En un sentido más amplio, es locura e imprudencia cualquier acción contra la conciencia, o sea contra el fallo de la verdadera prudencia. En este sentido, la sagrada Escritura llama locura todo pecado. De hecho, no es propiamente la prudencia lo que falta, sino la sabiduría, el amor al bien.

3.° La virtud de la prudencia llega a perderse completamente con la sustitución del verdadero 'último fin por otro falso; entonces se llega al vicio de la imprudencia que emplea el conocimiento y la experiencia adquirida en servicio del fin torcido: es la "prudencia de la carne". "La prudencia de este mundo" es

45 ST II-II, qq. 53-35. 46 PIEPER, l.c., pág. 40. 47 ST II-II, q. 53 a. 2. 48 Ibid. a. 6.

la más tremenda acusación de inercia lanzada contra los cristianos que pretenden excusar las faltas diciendo no haber sido dotados naturalmente de prudencia (cf. Lc 16, 8). Los hijos de las tinieblas, los prudentes según la carne, demuestran cuánta es la energía que se puede desplegar para encontrar los medios y las vías para llegar a un fin amado apasionadamente.

La prudencia de la carne es enemiga de Dios y está al servicio del reino de Satán. Someterse a ella es ir a la muerte (Rom 8, 6). Afín a la prudencia de la carne es la excesiva preocupación por lo temporal, la que por lo menos impide emplear todas las energías de la prudencia en servicio del reino de Dios.

La fuente principal de la prudencia de la carne es, según santo Tomás, la "avaricia", la avidez de dinero y de poder que si no extingue la razón como la lujuria, la pone al servicio de la injusticia, lo que es peor 49.

La prudencia de la carne puede encontrarse aun respecto de cosas menores que no nos aparten del último fin : en tal caso es pecado venial.

4.° El tercer enemigo de la prudencia es la astucia, que sólo emplea medios tortuosos para llegar al fin 50. Al intrigante le falta la sencillez de la paloma, la verdadera rectitud. La astucia, la intriga, es pecado aun cuando se crea servir a una buena causa. La incompatibilidad que hay entre ella y el reino de la verdad a la que se pretende servir, presenta una especial deformidad.

Lo opuesto de la astucia terrena, cuyos medios son el fraude y el engaño, es la sencillez y sinceridad, que se aparta de los caminos tortuosos y es franca en la elección de los medios.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 527-543