Parte sexta

CRECIMIENTO Y MADUREZ EN EL SEGUIMIENTO DE CRISTO.
LAS VIRTUDES CRISTIANAS

 

Sección primera

LAS VIRTUDES EN GENERAL


1. LA VIRTUD ES UNA

a) La moral burguesa del pasado siglo presentó la virtud como "una vieja solterona, regañona y desdentada", o como probidad innocua o como una timorata mediocridad. En cambio, para los clásicos griegos la virtud es el brillo esplendente del héroe que se esfuerza por ganar las alturas, es la armonía y plenitud del hombre de nobles y magnánimos sentimientos que se da por completo al bien. El defecto de este ideal era replegar al hombre sobre sí mismo : la adoración de Dios no contaba.

Para el cristiano, la virtud perfecta se encuentra en forma única e inimitable en la "benignidad y humanidad" de Cristo, en su humildad y grandeza y en su amor desinteresado; virtud de Cristo, maestro inimitable, pero que nos impone el deber de ir en su seguimiento. Cristo fue quien enseñó lo que es la virtud, ante todo por su amor universal, por su supremo sacrificio en aras del honor de Dios y por la salvación del hombre, sacrificio que con ser del más elevado heroísmo, nada tiene de afectado, y despide el precioso olor de la más acabada perfección.

La virtud es la constancia y la facilidad en el bien obrar, que Procede de la bondad interior del hombre virtuoso. "Virtus est bona qualitas mentis qua bene vivitur, qua nemo male utitur" (S.Ag.). Al paso que el hombre dotado de altas cualidades intelectuales puede usar de ellas bien o mal, de la virtud no puede usar sino para vivir bien; no es riqueza de que se pueda hacer mal uso.

A las cualidades y aptitudes viene a añadirse el hábito — habitus, hexis — de las virtudes, el cual da la constancia en el bien obrar y hace que el hombre se muestre siempre consecuente consigo mismo en las diversas resoluciones que le exigen las múltiples y variadas situaciones de la vida. La virtud no es una probidad cualquiera, sino el ajuste perfecto y radical con el bien. Poseer la virtud no quiere decir únicamente haberse decidido en general por el partido del bien, sino hacerlo penetrar hasta el más profundo seno de la personalidad y mostrarlo en las más pequeñas manifestaciones libres. La virtud perfecta es la buena disposición radical del ánimo que ha llegado a convertirse en segunda naturaleza. Tomada en este sentido, la virtud es una.

De manera que, en definitiva, no es virtuoso el hombre por ser casto, o moderado, o justo, etc., sino por estar dominado por el bien en toda su amplitud.

b) Según los griegos, la culminación de la virtud es la prudencia: el summum de la virtud es ser prudente. Y con mucha razón, pues sólo el que está íntimamente poseído por el bien y en cierto modo emparentado con él consigue juzgar rectamente en toda situación lo que es bueno. Y cuando este fallo sobre la bondad de una acción procede de la íntima fusión con el bien, queda asegurada su realización. Quien, por el contrario, en su juicio práctico, no alcanza a determinar lo que es realmente bueno, tampoco alcanzará a realizarlo en forma armoniosa. Para un griego como Aristóteles o Platón, orientados hacia la objetividad, no hay verdadera virtud por el simple hecho de tener buenos sentimientos. Para ellos, la virtud es el sentimiento que abraza el bien objetivo y lo realiza. Como punto esencial de la virtud consideran los griegos la prudencia, que ajusta su fallo práctico a la realidad. Por lo demás, en su concepto de la prudencia como virtud suprema hay un resto del optimismo socrático, pues que la virtud es aprendible y el conocimiento del bien garantiza ya su realización.

Nada tendríamos que objetar al sistema que considera la virtud de prudencia corno virtud suprema, si se hiciese resaltar con suficiente claridad que la prudencia tiene como fondo y raíz el amor al bien, si la prudencia se entendiese en el sentido bíblico (le sabiduría, que es aquel conocimiento que "saborea" el bien (sapere, sapientia) y que no se limita a establecer la diferencia teórica entre el bien y el mal, sino que conoce por un fino y delicado toque amoroso de la conciencia cuál es la esencia del bien.

El cristiano no se cree capaz de llegar por sus fuerzas a esta prudencia coronada por la sabiduría; sólo la enseñanza y el ejemplo de Cristo, sólo el soplo del Espíritu Santo, que es Espíritu de sabiduría y de amor, puede conducirlo allí. Esta prudencia que no mira la cruz de Cristo como una locura es una gracia que procede de lo alto — agape —, es una iluminación especial y amorosa de Dios en Cristo. Su última finalidad es la realización del primer mandamiento, el del amor en 'el seguimiento de Cristo.

Esto no significa condenar el justo medio aristotélico (la mesotes, máxima realización de la prudencia que se manifiesta en todas las cosas como término medio), la busca de una armonía en la realización humana del bien que efectuaron los griegos, sino superar con mucho este justo medio, que no es ya la prudencia propiamente humana, ni se fija como fin de la virtud en una concepción harmónica del hombre.

El principio, el medio y el fin de la virtud es el amor de Dios. La virtud por excelencia y la que las comprende todas es, para el cristiano, la caridad, el estar abrasado en el amor a Dios, el imitar el amor de Cristo olvidándose heroicamente de sí mismo para quemarse en aras del amor a Dios y al prójimo. Este amor, que para el pagano es locura, mirado con la luz de la "sabiduría" y con los ojos iluminados por el amor, es para el discípulo de Cristo la verdadera prudencia. Esta prudencia, como virtud cristiana, tiene como principal misión, asistida por la fe y por los dones del Espíritu Santo, la de señalar los caminos del amor.

Ya SAN AGUSTÍN mostró que ésta era la ley fundamental de la virtud cristiana: la cima es el amor a Dios. La virtud, en su sentido pleno, es la que pone el orden en el alma, o en otros términos, es el recto orden del amor.

La virtud perfecta es el amor ordenado: "ordo amoris, ordo caritatis". El amor a Dios, con todo el séquito de virtudes que vivifica, es la fuerza que establece el orden en el alma, y sólo el alma así ordenada puede conocer y observar perfectamente la jerarquía de valores que solicitan el amor. Cuando reina el orden del amor, toda virtud culmina en la libre orientación del hombre hacia Dios, objeto supremo del amor. Pero es claro que este amor ordenador no puede traer su origen y su fuerza sino del amor que Dios nos profesa.

Así queda el concepto de la virtud cristiana diferenciado con toda precisión del simple dominio del mal. El hombre virtuoso es aquel que tiene su alma perfectamente aparejada para realizar el gran mandamiento del amor; es el que se sabe galardonado con el amor divino y por eso no se atribuye a sí mismo orgullosamente la bondad que pueda poseer.

II. MULTIPLICIDAD DE LAS VIRTUDES

Los grandes sistemas éticos centran todas las virtudes en una virtud básica o por lo menos en una actitud fundamental. Para los griegos, esta virtud es la prudencia o la sabiduría. Para el orgulloso estoico, la virtud fundamental es el orden interior de la razón al que la pasión no logra perturbar (apatheia). Para Kant no hay más que una sola virtud verdadera, y es estar totalmente poseído de esta idea: el deber, aunque sean muchos los que impone la virtud. Para el cristiano, lo fundamental es estar lleno del amor de Dios; amor recibido y amor dado.

Así como no reina acuerdo perfecto para señalar la virtud fundamental que a todas las demás encierra, así tampoco lo hay respecto del número de virtudes en que aquélla se manifiesta. La escuela que sigue a Platón determina el número de virtudes por el número de potencias del alma ordenadas por la virtud. Así se señalan cuatro virtudes cardinales conforme a las cuatro potencias del alma: la prudencia es la virtud del entendimiento orientado hacia la práctica, la justicia señala a la voluntad la constante dirección de los derechos conocidos, la templanza modera los apetitos concupiscibles de la vida afectiva, y la fortaleza los irascibles. El que se atiene a esta explicación tiene que tomar las demás virtudes como una derivación de las cuatro fundamentales. Aristóteles define las virtudes por su objeto, o sea por los valores objetivos particulares a que la respectiva virtud se ordena. Ésta es la dirección seguida por la enseñanza cristiana acerca de las virtudes. Especialmente la doctrina moderna de los valores, basada en la consideración de los valores objetivos, no ve otra posibilidad para explicar la esencia íntima de la virtud. La unicidad de la virtud se explica por la unicidad del bien en Dios. La pluralidad de las virtudes corresponde exactamente a la pluralidad de valores morales específicos.

En Santo Tomás se unen ambos puntos de vista : la virtud ordena las potencias del alma y las abre a las exigencias del bien. Los actos de las virtudes y las virtudes mismas reciben del objeto su distinción específica. Una virtud particular será perfecta si va rodeada del cortejo de las demás virtudes, si arraiga en la virtud fundamental que las comprende todas. Quien, por ejemplo, observa la justicia pero descuida la caridad, demuestra que no practica la justicia movido por un amor básico al bien, que no ha penetrado hasta el corazón de dicha virtud, ni se ha sometido al bien considerado en toda su totalidad y unidad, o sea que no se ha sometido a Dios totalmente, puesto que es Él, Señor de todo bien, quien se impone en todo bien particular.

Los estoicos percibieron sin duda esta realidad, pues afirmaron que el hombre, o tiene todas las virtudes, o no tiene ninguna; quien posee una virtud las posee todas.

El valor o la virtud particular sólo alcanza todo su brillo y dignidad con la totalidad de ellas. La virtud particular no confiere orden y belleza sino en el concierto ordenado de todas las virtudes. Respecto de la prudencia se ha expresado esta verdad diciendo que una virtud particular perfecta supone la perfecta prudencia, que dicta su fallo en todo tiempo, en general y en particular, sobre el justo medio del bien. Pero dicha prudencia perfecta, respecto de una virtud particular, sólo es posible cuando la prudencia es perfecta en sí y respecto de todas las virtudes. Mas, desde el punto de vista cristiano, que sostiene el primado de la caridad, esta verdad se expresa así: quien tiene caridad perfecta, tiene que mostrarla en todo y por todo.

Teóricamente, esto es del todo exacto. Mas la vida nos plantea a este respecto problemas difíciles, que la novela de GRAHAM GREENE, El poder y la gloria, ha puesto de relieve. El "cura borracho" muestra una humildad, abnegación y olvido de sí mismo que van hasta el heroísmo; tiene un espíritu de fe y de caridad incomparables, y con todo... es un borrachín. La doctrina estoica de que, o se poseen todas las virtudes en grado perfecto o no se posee ninguna, sería verdadera si el hombre fuese psíquicamente perfecto. No es difícil concebir que un hombre esté más o menos arraigado en la virtud y, sin embargo, al menos en el exterior, muestre una falta total o parcial de alguna virtud particular. Esto se explica por la defectuosa constitución psíquica, y en último término por los estragos causados en el hombre por el pecado original. Así vemos como hay personas que presentan notables debilidades en un punto, siendo irreprochables en todos los demás. El "cura borracho" no es un bebedor de voluntad, puesto que deplora su vicio. Mas en su situación, su libre albedrío no alcanza a vencer los obstáculos que le opone su naturaleza.

La falta evidente de alguna virtud no se puede explicar siempre diciendo simplemente que la persona en cuestión no se ha dado al bien en forma absoluta y radical, o que no ha percibido con claridad la hermosura y sublimidad del bien. Tales faltas se explican a menudo por la estrechez o prejuicios del medio ambiente a que uno se ve ligado, o por la defectuosidad de su organismo psíquico.

De todos modos, el cura borracho de la novela es un caso anormal, pues si posee en grado tan profundo la humildad, el espíritu de sacrificio, el amor a los enemigos, ¿cómo es que la acción saludable de todas estas virtudes sobre su libertad y sobre su naturaleza defectuosa — acción que no puede faltar —, cómo es, decimos, que no alcance a suprimir ese vivo contraste entre la sublimidad de este conjunto virtuoso y la bajeza de la conducta en este punto particular? "La santidad positiva es alta salud espiritual, la exige y la produce"

Desde el punto de vista de la conexión de las virtudes, o sea mirando la decisión fundamental de la voluntad por el bien, los esfuerzos del cura borracho por llegar a la templanza muestran una virtud más perfecta que la del epicúreo que se abstiene de la bebida a la que es hostil no por voluntad y amor razonado del bien, sino porque no quiere perturbar el goce tranquilo de la vida. Sin duda que la "templanza" del cura borracho, considerada desde el punto de vista de la virtud, que quiere ser ejercicio fácil, agradable y equilibrado, está muy lejos de ser perfecta. Si constara, sin embargo, que la intemperancia en el beber fuera una culpa que procediera sólo de su libre determinación, sería prueba de que no ha ligado estrechas relaciones ni con la virtud de la templanza ni con ninguna otra verdadera virtud, y que aquellas otras cualidades no son virtudes que realmente procedan de una actitud fundamental virtuosa; son simples inclinaciones innatas o adquiridas, vistosidades arruinadas de un edificio desmoronado en su interior, pues es característico de toda virtud llevar al abrazo radical del bien entero.

III. VIRTUDES INFUSAS Y ADQUIRIDAS

a) La virtud infusa

Nada pone tan de manifiesto la profunda diferencia entre el concepto de la virtud del orgulloso estoico y el de la virtud cristiana, como la doctrina de las virtudes infusas. Con esta expresión se designa el armamento espiritual con el que las potencias del alma quedan dotadas inmediata y gratuitamente por Dios para la vida cristiana y virtuosa. De manera que Dios no sólo da un valor sobrenatural a cada acto virtuoso mediante una gracia o auxilio actual, sino que santifica la misma raíz del acto por la infusión o concesión de virtudes sobrenaturales.

Enseña claramente la Iglesia que junto con la gracia santificante se infunden en el alma las virtudes sobrenaturales de fe, esperanza y caridad (Dz 800). Con ello se indica expresamente que la potencia o facultad permanente de hacer actos de fe, esperanza y caridad con la ayuda de la gracia actual, es un don del amor de Dios. La doctrina general de los teólogos, de que junto con las virtudes teologales se infunden también en el alma virtudes morales sobrenaturales, que son disposiciones permanentes, se apoya en una declaración de Inocencio III (Dz 410) y del concilio de Vienne (Dz 483). "Al mismo tiempo que la gracia bautismal, entra en el alma el nobilísimo cortejo de todas las virtudes". Mas la infusión de las virtudes morales no quiere decir que el hombre no tenga ya que trabajar en la adquisición de la perfección moral. Y piensan muchos teólogos que la infusión de las virtudes como tales no facilita absolutamente el ejercicio de la virtud, sino que se limita a conferir a la facultad un título de nobleza y elevación sobrenatural, y un armamento con el que se puede pasar al ejercicio de la virtud moral con la ayuda de la gracia.

La doctrina de las virtudes morales infusas señala la razón y finalidad de la virtud cristiana : la raíz y fundamento es el Espíritu Santo con su gracia dispensadora y renovadora; la finalidad es Cristo y el Padre: esto es, reproducir en nosotros la imagen de Cristo en virtud de su Espíritu. Para la conciencia cristiana, la vida virtuosa es esencialmente más que una orientación hacia una ley o un ideal abstracto. Vivir virtuosamente significa estar animado por el espíritu de Cristo, por su amor, por su ejemplo, trabajar en imitar, en copiar sus virtudes, ayudado por esas energías sobrenaturales que unen al hombre con Cristo mediante la gracia.

Miguel Sailer, particularmente, mostró el carácter sobrenatural de la virtud cristiana: "Las virtudes son realmente virtudes cristianas por cuanto se encuentran en los amigos y discípulos de Cristo y por cuanto son fuerza victoriosa que determina a guardar la ley de la más alta santidad y justicia, conforme a las enseñanzas de Cristo, a los ejemplos de Cristo, al Espíritu de Cristo y en el Espíritu de Cristo". "Quiero copiar en mí y fuera de mí lo divino y lo eterno, para glorificar lo eterno y lo divino: he ahí el sentimiento dominante que entra en la esencia y finalidad de la virtud". Tres son las notas distintivas de la virtud cristiana según Sailer: imitación de Dios tomada primero corno ley, segundo como razón formal y tercero como última finalidad.

Las virtudes cristianas, y no sólo las teologales sino también las morales, son una cualidad dada por Dios, una penetración íntima de la virtud de Cristo. Así se destaca la virtud cristiana con toda claridad sobre el ansioso "autoperfeccionamiento", en que el esfuerzo virtuoso gira sólo en torno del diminuto "yo" humano. La fuente de energía de la virtud cristiana y su hito sublime es Jesucristo. Si la virtud cristiana es una cualidad inmediatamente infundida por Dios en el alma, el primer deber que impone es el de una profunda humildad ante Dios, dador de toda cualidad virtuosa, y ante Cristo, modelo perfecto de toda virtud y en particular de la humildad. La virtud llega a su más noble esplendor mediante la humildad que nada se atribuye a sí, sino que, aun cuando su fidelidad sea tan exacta y perfecta que vaya más allá del simple mandamiento, todo se lo atribuye a Dios. Nada obscurece tanto la virtud más firme como la mirada complacida sobre el propio yo, que se arroga todo el trabajo de la virtud, siendo así que todo tiene en Dios su propia y primera fuente.

b) La virtud adquirida

El hombre puede adquirir hábitos morales por vía distinta de la infusión de las virtudes. En su semejanza espiritual con Dios tiene ya una disposición natural para el bien. Mas sin la transformación interior por el Espíritu Santo, su esfuerzo no alcanza a formar sino virtudes morales puramente naturales; nunca puede levantarse a la virtud sobrenatural. Estas virtudes puramente naturales son verdaderas y auténticas virtudes sólo cuando se orientan hacia Dios por la religión; y sólo alcanzan un valor religioso y sobrenatural como virtud cristiana por la infusión de la disposición y cualidad que asemeje a Cristo.

Exteriormente, la adquisición de los hábitos morales no revela la presencia o la ausencia de las virtudes infusas. La orientación y desarrollo interior de la virtud es muy otro, sin embargo, cuando procede de una virtud infusa y sobrenatural, cuando es virtud aprendida en la escuela del divino Maestro, cuando está iluminada por la fe y caldeada por la esperanza y la caridad, y cuando en lo más profundo de sus energías está asimilada al Espíritu de Cristo.

Los escolásticos señalan como característico de la virtud la firmeza, la facilidad y la prontitud en su ejercicio, cualidades que se adquieren en gran parte por la repetición de los actos. Pero nada sería tan equivocado como hacer descansar lo principal y esencial de la virtud sobre el ejercicio y la costumbre. "La virtud es lo más opuesto a la simple costumbre". El ejercicio y la costumbre no debe nunca reemplazar la decisión siempre actual y renovada por el bien desde lo más profundo de los sentimientos, porque cuando el mero ejercicio mecánico o la costumbre sin reflexión reemplaza la actuación vital de la persona, la virtud muere. Así dice Kant con razón : "La virtud es la fuerza moral que lleva al cumplimiento del deber y que nunca se convierte en costumbre, sino que rejuvenece siempre y procede de la profundidad de la mente". "La virtud no es ni la apatía estoica, ni la costumbre mecánica, sino la fuerza espiritual para una acción alegre; mucho menos será la frívola habilidad o virtuosidad. Aun supuesta la disposición permanente para el bien, es fuerza que procede de una seria determinación actual y que se alimenta de la alegre aquiescencia a los valores que aquella disposición encierra. Esta aquiescencia y amor a los valores sólo es posible cuando se conocen y aman" 14. Lo importante en la virtud es estar prendado del valor que encierra. Por eso la virtud se diferencia del mero cumplimiento de la ley bajo la presión del castigo o por la esperanza de la recompensa. Es el profundo conocimiento de los valores y el íntimo amor a los mismos lo que da vida a la virtud.

Mas no por ello hemos de tener en menor estima el ejercicio y la costumbre. Pues dada la debilidad de la naturaleza humana y los estorbos exteriores que dificultan la práctica del bien, no sería fácil llegar a su realización sin la disposición que confiere un ejercicio constante. Mas cuando desaparece la fuerza que a la libertad confiere el conocimiento y el amor de los valores, desaparece también muy pronto la costumbre. En el mejor de los casos, cuando la costumbre está sostenida por la inclinación natural o por la rutina, podrá ofrecer una precaria barrera contra numerosas caídas.

c) La belleza de la virtud y el afán por poseerla

Una idea predilecta de Max Scheler es que la acción de veras buena no es tanto la que se realiza para alcanzar la felicidad, cuanto la que mana de la plenitud de la felicidad; y que el hombre bueno ama la virtud no tanto para abundar en bondad, sino porque ya rebosa interiormente con ella. Ambas cosas han de considerarse. Sin duda debemos ejercitar el bien también para hacernos mejores, para adueñarnos del hábito de la virtud; para merecer un aumento de virtudes infusas. Claro es que la última finalidad perseguida con la práctica del bien no son las ventajas que la virtud proporciona a quien la posee, sino la obediencia y el amor a Dios. Pero sólo el que ya es virtuoso puede obrar el bien. No hay auténtico ejercicio de virtudes si no se las posee ya en cierto grado. Esto lo enseña la doctrina de la gracia actual y sobre todo la de las virtudes infusas morales. Sólo poseyendo el hábito del bien, hábito recibido ya, pero que peligra siempre en nuestro poder, podemos ejercitarnos en él. Al realizar el bien, al ir hasta el extremo de las posibilidades que nos da la virtud actual, adquirimos un nuevo grado en la facilidad para la práctica de la virtud, y por la gracia de Dios también un acrecentamiento del mismo hábito virtuoso. El hombre virtuoso ejecuta el bien conforme ya lo posee interiormente, mas el bien que realiza le aumenta su posesión.

Pero cuanto menos codicie su propio enriquecimiento y cuanto más se desprenda de sí para unirse íntimamente con el bien, tanto más crecerá el tesoro de gracia interior.

No hay ningún medio de aumentar directamente las virtudes infusas. Lo único que podemos hacer es merecer que mediante los actos buenos Dios nos las aumente gratuitamente. Podemos fortificar directamente la habituación exterior de la virtud adquirida con el ejercicio, al menos cuando un nuevo acto de virtud va hasta lo último de la energía que se posee ya por la disposición y hábito precedente. Si el ejercicio de las buenas acciones queda mucho tiempo por debajo del grado de disposición a la virtud, es indicio de un debilitamiento en la habituación exterior, aunque no necesariamente de un debilitamiento ale la virtud infusa, cuyo desarrollo probablemente coincide con el de la gracia santificarte.

La virtud es una riqueza y hermosura interior que se muestra también en el rostro y aun en las obras. Esta riqueza es tanto más hermosa cuanto menos se considera el hombre virtuoso a sí mismo. El brillo de la virtud es tanto más grato a los ojos de Dios y de los hombres cuanto más obligado se cree el hombre virtuoso a esforzarse a la virtud. Porque cuanto más sube el tesoro de la virtud, tanto más amplios son los campos y los deberes que de ella se descubren. El hombre virtuoso no obra el bien principalmente en vista de un perfeccionamiento personal egoísta; mas cuando se mira y considera a sí mismo, no ve tanto las cualidades ya adquiridas como las posibilidades que reclaman aún un desarrollo. El hombre virtuoso está ebrio con la hermosura de la virtud, mas no tanto con la hermosura de las cualidades y buenas disposiciones que ya posee, cuanto con la nobleza y elevación de los valores que tiene por adquirir. La virtud se le presenta como ama y señora, cuya "nobleza interior le obliga en grado sumo". Lo más hermoso en la virtud es el brillo de las cualidades no advertidas por quien las posee, es el desposorio del pretendiente a la virtud con su hermosura dominadora en la cámara nupcial de la libertad. La virtud se hace palpable sólo en el hombre. No anda por el cielo de los valores como virtud; allá sólo está como exigencia ideal. El cristiano no se enfrenta ante la exigencia ideal de una imagen abstracta de la virtud, sino ante la persona infinitamente perfecta de Cristo, en quien la virtud se encarnó en el grado más acabado.

En esta vida la virtud humana no llega a la perfección. En el estado de viandante rara vez reina sin combate. Mas, a pesar de todo, conoce que tiene energías para la lucha, pero que la fuente de dichas energías no es la naturaleza, sino la gracia de Dios: "Todo lo puedo en aquel que me fortalece" (Phil 4, 13).

En la virtud cristiana se muestra el glorioso amanecer de la nueva era y el ansia de llegar a la definitiva perfección. Es la virtud cristiana una revelación incipiente de la victoria de Cristo y un combate sostenido merced a las fuerzas que manan de su pasión. La virtud cristiana está siempre en camino hacia la plena manifestación de la gloria del reino de Dios.

No es de la esencia de la virtud el suprimir todos los trabajos y dificultades y todos los estorbos para su ejercicio. Pero aunque suponga una lucha a brazo partido, incluye una liberación interior y una irradiación de santa alegría. "Sólo la falta de virtud, sólo el vicio dificulta la práctica del bien y baña la frente en sudor. Cuando, por el contrario, se posee la virtud, se ejecuta cualquiera buena acción con la misma facilidad con que el ave vuela libremente por los aires.

La adquisición de la virtud cuesta el sudor del esfuerzo, mas ni el sudor ni los trabajos son la virtud; jamás pueden éstos formar la virtud, pues ésta, ante todo, es un "don de la gracia; los esfuerzos y fatigas de la voluntad no significan más que la necesaria preparación para recibirlo"

La virtud cristiana supone que se ha recibido el tesoro del amor y que ese tesoro va aumentando. Por su origen y por su finalidad la virtud es "religión" : unión con Dios mediante Dios, homenaje que tributamos a Dios socorridos por su ayuda; así como también gloria nuestra, por gracia de Dios. Por su origen, ejercicio y finalidad es una bienaventuranza: es don del Dios infinitamente feliz; su ejercicio está condicionado por el tesoro beatificante de la gracia y prepara al don magnífico de la bienaventuranza eterna. Pero esto no quita que en su camino se yerga el árbol de la cruz.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 513-524