Sección segunda

DISTINCIÓN DE LOS PECADOS

 

Hasta aquí hemos expuesto la esencia común a todos los pecados. Su raíz es siempre la mala disposición de espíritu que lleva al alejamiento de Dios. Dicho alejamiento admite diversos grados de malicia y culpabilidad. El hombre, sin embargo, no peca directa e inmediatamente contra Dios, sino contra su voluntad, manifestada en el orden natural y sobrenatural. El pecado lesiona no sólo la santidad de Dios en sus diversos aspectos, sino también los diversos valores creados. Distínguense así los pecados específicamente por los diversos valores o virtudes que lesionan.

El hombre no hace como el ángel caído, que se jugó toda su capacidad de decisión en un solo acto, sino que procede por una serie de decisiones, en que las posteriores anulan o refuerzan las anteriores. De aquí procede la distinción numérica de los pecados.

Puesto que, según el concilio de Trento, se han de confesar los pecados graves, indicando la especie y el número (Dz 899, 917), es preciso exponer con toda la claridad posible dicha diferencia.

 

I. DISTINCIÓN NUMÉRICA Y ESPECÍFICA DE LOS PECADOS

1. Distinción específica de los pecados

La distinción específica de los pecados se determina :

a) Por el valor que lesionan, o sea por la virtud a que se oponen.

b) Por los diversos deberes esenciales que impone un valor o exige una virtud.

c) Por el exceso o el defecto con que un pecado hiere el justo medio de la virtud.

Algunas observaciones sobre estos diferentes puntos:

a) El axioma escolástico: Actus specificatur ab obiecto: el acto se especifica por su objeto, vale también para la distinción específica de los pecados. Puesto que la diversidad de las virtudes corresponde a la diversidad de especies de valores morales, puede decirse que la especie de pecado se determina por la virtud que lesiona.

Ejemplos: la incredulidad y la duda en la fe son ambas pecados contra la fe. Estos pecados constituyen una falta contra la veracidad de Dios en su revelación. La desesperación es un pecado contra la esperanza. El odio a Dios va directamente contra la virtud teológica de la caridad: lesiona directamente el valor del amor divino. La superstición es un pecado contra la virtud de religión, va contra la justicia debida al señorío absoluto de Dios. El escándalo hiere la virtud de la caridad fraterna, en especial el "valor" de la salvación del prójimo.

Sucede con frecuencia que una sola acción conculca más de una virtud.

Así, por ejemplo, el robo de un cáliz consagrado recibe la doble especificación de las dos virtudes lesionadas: justicia y religión.

b) La especie de pecado se determina también por los diversos deberes que impone una misma virtud (o según los diversos valores a que ésta atiende).

Ejemplos: La virtud de religión exige que se adore sólo a Dios: la idolatría quebranta este deber. La religión exige, además, que se honre a Dios de manera digna: el culto supersticioso conculca esta obligación. La misma virtud prohíbe recurrir a fuerzas adversas a Dios para descubrir, o mejor pretender descubrir cosas secretas y ocultas. La adivinación infringe dicha prohibición. La astrología es parcialmente adivinación, y parcialmente idolatría, en cuanto el hombre somete su actividad no a los mandamientos de Dios, sino a las constelaciones. La religión exige el respeto del nombre de Dios, deber que puede quebrantarse de distintas maneras, desde el abuso de nombrarlo con ligereza hasta la blasfemia. Pero la misma blasfemia se subdivide en pecados específicamente diversos, puesto que puede ser contra el respeto debido a su santo nombre, o directamente contra la divina caridad.

Por la transgresión de preceptos positivos se quebranta la virtud de obediencia. Puesto que los preceptos de la Iglesia siempre se dirigen a la protección de una virtud, las desobediencias incluyen ordinariamente un doble pecado: contra la obediencia y contra las virtudes pedidas por ésta. En los preceptos puramente positivos en que sólo está interesada la obediencia y no alguna otra virtud, el contenido u objeto del precepto carece subjetivamente de importancia para la especie del pecado, y por lo mismo es innecesario manifestarlo en confesión. El hombre de exquisita moralidad sabrá siempre descubrir el valor que se esconde tras las leyes positivas. Así, por ejemplo, el automovilista advertirá que quebrantando las leyes de tráfico y velocidad pone en peligro su vida y la del prójimo.

a) y b) La virtud de caridad para con el prójimo, el valor de la persona humana, encierra toda una serie de valores específicamente diferentes, a los que corresponden otros tantos deberes. Así, el bien del prójimo contiene, para no citar sino lo principal, los siguientes valores: la salvación de su alma, la salud espiritual, la vida corporal, el honor, los bienes temporales, o sea el derecho al respeto y a los bienes de fortuna, etc. Pues bien, con un solo acto pueden lesionarse diversos bienes específicamente distintos. Por ejemplo, quien induce a otro a un pecado deshonesto (como los fabricantes de pornografía), peca contra la virtud de castidad y contra la caridad con el prójimo; y respecto de éste en varios modos: le quita la gracia (valor sobrenatural), la virtud de castidad (acaso la integridad de la virginidad), y en algunos casos el honor, la buena reputación, la salud, la oportunidad de un honorable matrimonio o de un buen empleo.

Claro es que subjetivamente sólo se cometen pecados distintos — con la obligación de especificación en confesión — cuando antes de la acción se distinguieron por lo menos en general los diversos valores o los diversos preceptos que se lesionaban.

c) Toda virtud está en un justo medio.

Así, por ejemplo, puede uno preocuparse demasiado, o demasiado poco por los bienes exteriores. El exceso se diferencia específicamente del defecto. La avaricia y la prodigalidad se oponen como el exceso y el defecto. Al revés, la virtud de generosidad equidista del defecto y del exceso.

La obligación de confesar las diferentes especies de pecados no se refiere a las abstrusas diferencias científicas establecidas por los teólogos, sino a las que están al alcance del juicio y conciencia de cada uno. Si el penitente no ha advertido o no ha conocido una diferencia específica, o la concurrencia de un nuevo desorden grave específicamente distinto, ni él ni el confesor necesitan completar dicho conocimiento con precisiones científicas. Esto no significa en ningún modo negar la importancia de las distinciones establecidas por la ciencia teológica. De conformidad con ella, debe irse formando y afinando progresivamente la conciencia individual, de manera que perciba la voz de todos los valores que protestan contra el pecado.

 

2. Distinción numérica de los pecados

a) Cuando un solo acto lesiona diversas virtudes, el pecado, con ser numéricamente uno, tiene diversas malicias específicamente diferentes. Si un solo acto lesiona una sola virtud, pero en diversos objetos (personas, o bienes, portadores diversos del valor), afirman comúnmente los autores que el acto, con ser numéricamente uno, encierra varios pecados.

Ejemplos: cuando alguien con una sola calumnia perjudica a siete personas, comete siete pecados de calumnia. Cuando un casado peca contra la castidad matrimonial con una casada, comete dos pecados de adulterio, pues lesiona la justicia debida a dos matrimonios. Es evidente que hay gran diferencia entre la calumnia de una sola persona o de siete, entre la profanación de un solo matrimonio o de dos. Mas no puedo comprender cómo por un solo acto, con una sola acción exterior, se puedan cometer numéricamente varios pecados de una misma especie, mientras que sí me parece claro que con un solo acto se pueden cometer varios pecados específicamente diferentes.

b) Varias acciones exteriores físicamente diferentes pueden formar una unidad (un solo pecado) en cuanto son efectuadas bajo el impulso de una sola resolución y forman exteriormente un todo moral. Esto sirve por lo menos para la confesión.

Ejemplos: cuando alguien forma el perverso propósito de seducir a una muchacha, dicho propósito encierra todas las malas conversaciones y acciones que conducen hasta la perpetración del pecado. Mas cuando para conseguirlo se vale de medios que lesionan otras virtudes y que naturalmente no conducen a dicha acción, se multiplican los pecados en número y especie, v. gr. quien para seducir, roba y miente.

En cuanto a los pecados internos, aumenta su número cada vez que el pecador se decide interiormente a cometer la mala acción y despreciando la gracia renueva su mal propósito. Pero la acción exterior sigue siendo moralmente una.

Quien forma un plan para cometer un robo y conforme a él ejecuta diversas tretas, todas ellas forman moralmente una sola acción. Mas cuando se propone diversos robos y los realiza, en su único acto interno se encierran diversas acciones pecaminosas, y al realizarlas comete diversos pecados numéricamente diferentes, pues sus acciones, a pesar de haber sido único su nal propósito, no forman moralmente un todo.

Podemos decir, pues : hay tantos pecados internos cuantos actos internos diferentes, tantos pecados externos cuantas acciones totales. En los actos puramente internos, el pecado está propiamente en la intención mala. Habrá tantos actos pecaminosos cuantas veces se ponga en obra ese sentimiento malo permanente, o bien cuantas veces se consienta de nuevo en él.

Cuando uno abriga una enemistad, lo más grave es, sin duda, la larga permanencia en el sentimiento de odio; mas no carecen tampoco de importancia los actos en que se traduce dicho sentimiento.

En la confesión basta declarar cuánto tiempo se ha guardado dicho sentimiento y si sus actos han sido raros o .frecuentes.

Aún esto último no tiene a veces por qué preguntarlo el confesor, cuando el penitente no cuida de explicarlo. No hay motivo para atormentar al penitente exigiéndole el número exacto de actos internos en que se ha traducido el sentimiento permanente. Sería tarea imposible, y muy a menudo sin importancia para el fallo sacramental.

Asimismo, cuando se trata de un mal propósito, el número de pecados es igual al número de actos internos libres, o sea al número de veces que dicho propósito ha sido renovado o consentido. Pero también aquí lo más importante no es el número de actos, sino el tiempo que ha durado el mal propósito. Al acentuar unilateralmente la importancia del número de actos internos, se daría la impresión de que quien combate contra las tentaciones, aun consintiendo en ellas con frecuencia, comete más pecados y es más culpable que aquel que permanece en su mal designio sin combatirlo. En realidad ocurre lo contrario.

 

II. DIVERSA GRAVEDAD DE LOS PECADOS

El pecado es tanto más grave cuanto más elevado es el valor a que se opone directamente y cuanto más amplia y profunda la lesión causada. Un pecado puede conculcar menos que otro un determinado valor y, sin embargo, ser más grave objetiva y subjetivamente, si al mismo tiempo ataca otros valores.

Así, el pecado solitario de impureza es en un sentido más grave que el cometido en compañía, pues de suyo va contra la naturaleza; sin embargo, el pecado impuro entre dos es, en su conjunto, mucho más grave, pues atenta al bien espiritual del prójimo, y con frecuencia también a otros bienes, además de que el pecado con cómplice supone normalmente mayor perversión de la libertad que el pecado solitario.

Los pecados más graves son los que atacan directamente a Dios, sobre todo los que impugnan su gloria y su amor. En primer lugar el odio a Dios, la blasfemia, la incredulidad; en segundo lugar, los que van contra la humanidad de Cristo; en tercer lugar, los que atentan a los santos sacramentos que contienen la humanidad de Cristo o están en íntima relación con ella. Por último, los que conculcan los valores creados.

La seducción y el escándalo conculcan de por sí valores más altos (bien del alma) que el homicidio, el cual sólo puede alcanzar la vida corporal. Pero como no llegan a arruinar directamente el bien espiritual del prójimo, sino sólo mediante su consentimiento, mientras que el asesino es causa perfectamente eficaz de la pérdida de la vida corporal, éste constituye probablemente un pecado más grave. El homicidio perpetrado sobre un niño no nacido reviste especial gravedad, pues lo priva del bautismo y, por tanto, lo excluye de la vida eterna.

La gravedad subjetiva de los pecados se mide por el grado de libertad : o sea, el grado de malicia o, en su caso, debilidad, de conocimiento o de ignorancia e inadvertencia. Por eso, verbigracia, una comunión indigna no es subjetivamente tan grave como un asesinato, pues generalmente se funda en el respeto humano y en la debilidad o en la irreflexión del culpable.

Para justipreciar la gravedad de los pecados no puede limitarse uno a considerar su importancia en sí, sino que debe atender también a sus consecuencias habituales.

Esto lo descuida AUGUST ADAM en su libro Der Primat der Liebe. En su loable esfuerzo por colocar en su lugar teológico el pecado contra la honestidad, no considera las deplorables consecuencias que tiene para toda la vida religiosa y moral, sobre todo cuando es repetido. Este pecado, a causa de la mala concupiscencia, tiene un poder especial para esclavizar permanentemente al hombre, quitándole todo interés por las cosas de Dios.

No debe sobrevalorarse la clasificación de los pecados por su gravedad. El hombre es un todo, y también el bien humano es indivisible. Quien no somete el instinto al espíritu y no las anima de espiritualidad, tampoco puede estar en orden en sus relaciones con Dios. Lo más bajo es muchas veces el fundamento de lo más elevado. No hay razón para vituperar al sacerdote que no manda dorar la cúpula de su iglesia cuando está trabajando en consolidar sus cimientos.

Es evidente que los pecados de malicia, los "pecados del espíritu", que tienen su raíz en el orgullo, son mucho más graves y de más difícil arrepentimiento que los pecados de flaqueza, que tienen su fuente en la sensualidad y que generalmente no incluyen el grado de premeditación y libertad que los pecados del espíritu.

III. PECADOS DE OMISIÓN Y COMISIÓN

Acaso no sean tan peligrosos para el reino de Dios los pecados por los que se ejecuta un mal, como los numerosos pecados que consisten en la omisión de un bien obligatorio. Éstos, sobre todo, pasan fácilmente inadvertidos o se les encuentra pronto una disculpa. Por esto es de suma importancia instruir al cristiano no sólo negativamente, sobre lo que no debe hacer, sino positivamente, señalándole lo que puede o debe hacer con la divina gracia. De hecho, los pecados de omisión también son un acto, pues subjetivamente sólo son pecado en cuanto el bien que se omite era obligatorio, y se omite precisamente por un acto libre de la voluntad.

La causa exterior de una omisión puede ser una acción de suyo lícita, pero que se hace ilícita por la circunstancia de impedir el cumplimiento de un deber. Pero porque su malicia no es otra que la de causar la omisión del bien, no hay para qué declararla en confesión.

Se cometen los pecados de omisión cuando se pone su causa.

Ejemplo: el que se embriaga el sábado por la tarde previendo en algún modo que por ello omitirá la misa el domingo, comete doble pecado: el de embriaguez y el de omisión de la misa. Y por el hecho de que imprevistamente no haya misa el domingo no se cambia la realidad del pecado de omisión. El que difiere sin necesidad para la noche el rezo del breviario, previendo que entonces tendrá ocupaciones urgentes que le imposibilitarán dicho rezo, peca al resolverse a tal dilación.

IV. PECADOS DE CORAZÓN Y PECADOS DE OBRA

Todo pecado se comete primero "en el corazón", en los sentimientos y en la mala voluntad (trátese de una voluntad permanente o de un sentimiento pasajero). Hay pecados que generalmente no se cometen más que en el corazón. Los pecados internos más comunes son :

1) La complacencia en el pecado, sobre todo la delectación en recordar pecados cometidos, o el "pesar" de no haberlos cometido.

2) La complacencia en imaginarse el pecado (complacencia morosa).

3) El deseo del pecado, o sea la voluntad de cometerlo si fuera posible; en realidad, no hay voluntad de realizarlo, ya que no es posible ; son, pues, "deseos ineficaces".

4) El propósito malo, o sea la voluntad de cometer realmente el pecado (aunque en realidad no se cumpla por interponerse algún impedimento exterior). Son los "deseos eficaces".

Estas cuatro especies de pecados internos tienen específicamente la misma malicia que las acciones exteriores a que se dirigen, aunque no tienen siempre igual grado de malicia (cf. Mt 5, 28).

Por tanto, en confesión se ha de indicar cuál es la virtud que dichos pecados quebrantaron. Los autores consideran como posible que un hombre de baja y poco desarrollada moralidad no conozca la malicia de los pecados que se cometen sólo con el corazón : las tres primeras especies. Mas un hombre normal no puede desconocer la maldad del mal propósito, sabiendo que es mala la acción que se propone.

Nótese en cuanto a la primera especie : de por sí es lícito complacerse de que una acción mala haya surtido buenos efectos, con tal de no alegrarse también por ello de la mala acción.

Cuando una mujer soltera dice que se alegra de su hijo, que está contenta de tenerlo, no se sigue de aquí que se alegre de su pecado.

A la segunda especie: claro está que no hay nada que oponer moralmente a la complacencia en el conocimiento que se ha tenido de la naturaleza de un acto malo. Tampoco es pecaminoso pensar en actos malos o hablar de ellos cuando se hace en forma decente y con buen fin. La imaginación pecaminosa (complacencia morosa) sólo existe cuando la complacencia proviene de la aprobación del mal, de la interna inclinación a él.

No es pecado reírse de lo cómico o ingenioso que reviste alguna acción mala o dicho malicioso, con tal que no se dé la impresión de aprobar el mal. Los casados no pecan al deleitarse en imaginarse la acción carnal querida por Dios, pues es complacerse en una acción buena. Mas tales pensamientos son a veces inútiles y peligrosos.

 

V. PECADOS CAPITALES

El pecado original introdujo el desorden en la naturaleza, y este desorden es la fuente de la que manan las diversas inclinaciones malas. El elemento formal del pecado original es la rebelión del espíritu contra Dios. El elemento material es la rebelión de la carne contra el espíritu, en castigo de la rebelión de éste contra Dios. Aun después del bautismo quédale al espíritu cierta inclinación a sacudir la sumisión a Dios, y a la carne, la sumisión al espíritu. Así, los dos desórdenes más arraigados en el hombre son el orgullo y el deseo de los placeres carnales, en contra del orden de Dios y del espíritu.

San Juan reduce a tres todas estas malas inclinaciones : "Todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida" (1 Ioh 2, 16).

Por concupiscencia de la carne se entienden los desordenados deleites carnales o el anhelo de gozarlos. Es el desorden del instinto natural de la propia conservación, en sí mismo bueno, en el comer, beber y descansar, así como del instinto de la propagación de la humanidad por la unión de los sexos. De allí proceden la lujuria, la intemperancia en el comer y beber y, en las diversiones, la aversión al trabajo.

La concupiscencia de los ojos es el desorden del apetito natural de los bienes exteriores (riqueza, fausto, lujo en general). Esto da origen a la avaricia y prodigalidad. De la concupiscencia de los ojos y de la carne conjuntamente, como de una sola fuente, mana la pereza espiritual o acedía, en la que a menudo concurren, influyéndose mutuamente, una actividad febril y una avidez de placeres y aversión por el trabajo.

El orgullo de la vida es la inversión del apetito espiritual puesto por Dios para la guarda de la propia dignidad y del honor. Es el desorden del deseo natural de realizar cosas altas y difíciles. Es la raíz de la soberbia, de la ambición, de la envidia, de la ira injustificada.

Mientras que san Juan sólo enumera tres pecados capitales, la teología desde muy antiguo (ya desde EVAGRIO PÓNTICO, hacia 400) enumera ocho y luego siete vicios o pecados capitales : 1) soberbia; 2) avaricia; 3) lujuria; 4) ira; 5) gula; 6) envidia; 7) pereza.

Desde san Gregorio Magno dejó de contarse el orgullo como pecado capital (por eso sólo quedaron siete), puesto que es como la honda raíz de todo pecado y su más profunda característica. Es, en realidad, el elemento que caracteriza no sólo la rebelión directa contra Dios, sino también los pecados llamados de flaqueza, cuya malicia es auténtica, aunque disimulada.

La más profunda raíz de todo pecado es la voluntad de no obedecer, la voluntad de ser dueño de sí mismo.

1. Soberbia

Dios revistió de dignidad al hombre, en especial al bautizado. Éste debe reconocer su dignidad con humilde sumisión a Dios, conservarla debidamente con legítimo orgullo, con bella altivez, contra el envilecimiento. Este legítimo orgullo se santifica cuando la mirada contempla humildemente la dignidad trascendente de Dios y se rinde agradecida ante Él, fuente y origen de toda humana dignidad. Cuando el hombre ambiciona una dignidad sin referencia a Dios, que no se funda en el acrecentamiento de sus valores espirituales ante Dios, sino que sólo quiere aparecer grande ante los hombres, entonces es la soberbia quien lo guía, la vanagloria, la ambición. Esta ambición merece el nombre de vanidad cuando se apoya en méritos ridículos o supuestos, o, apoyándose en verdaderos méritos, pretende glorias desproporcionadas ante los hombres, mientras permanece vacío de méritos ante Dios, descuidando así la verdadera gloria.

De la soberbia procede la ambición, la jactancia, que, a tambor batiente, quiere proclamar sus propios méritos, la presunción, que se cree capaz de empresas que exceden las propias fuerzas.

La envidia hunde muchas veces sus raíces en la desmedida ambición, que no sufre que otro reciba honores superiores.

El remedio contra la soberbia es la consideración de la gloria de Dios, de la humildad de Cristo, y de los castigos de la soberbia.

2. Envidia

La envidia es la degeneración del instinto natural de emular los méritos ajenos. El envidioso ve con malos ojos el bien del prójimo, porque le parece un estorbo a su propia gloria y engrandecimiento. Se diferencia, pues, del odio: éste se irrita del bien del prójimo como tal. Pero es frecuente que confluyan la envidia y el odio.

Son hijos de la envidia : chisme, calumnia, difamación, gozo del vial ajeno, desavenencia, y por último odio.

El pecado de envidia (abstracción hecha del grado de conocimiento y libertad) es tanto más grave cuanto es más elevado el bien envidiado. Cuando se envidia al prójimo el amor y la gracia divina, la envidia llega a ser un horrible pecado "contra el Espíritu Santo".

Es claro que no es pecado el no regocijarse por los buenos éxitos y bienes temporales del prójimo, cuando éstos tornan en grave daño de su alma o del reino de Dios. Tampoco hay pecado en alegrarse de que sea humillado el orgullo de los enemigos de Dios, o de un revés que pueda inducir a un pecador a volver a Dios.

Se combate la envidia por la consideración del amor y liberalidad que Dios tiene para con todos, por el ejercicio de la humildad y de la caridad fraterna, por la sumisión filial a la voluntad divina.

3. Ira

La ira es el impulso natural a rechazar lo que nos es contrario. La ira ordenada es una fuerza sobremanera estimable para vencer los obstáculos al bien y aspirar a empresas elevadas y difíciles.

Quien no sabe encolerizarse no tiene amor ardiente. Pues si amamos el bien con ardor y con todas las energías psicofísicas, nos opondremos al vial con igual ardor y entereza. No le sienta al cristiano cruzarse perezosamente de brazos ante el mal, sino combatirlo valerosamente empeñando todas sus energías : una de éstas es la ira, la cólera. La sagrada Escritura encomia la ira inflamada de Finés por el honor de Dios (Num 25). El Señor mismo nos dio el ejemplo de una viril y santa ira (Mt 21, 12; 23, 13 ss).

La ira es pecado cuando excede el justo medio, v. gr. cuando tiene uno más cólera contra las faltas ajenas que contra las propias, siendo de igual gravedad; cuando uno se encoleriza por cosas de poca monta (la ira sólo sirve para superar graves dificultades), o hasta el punto de imposibilitar la sosegada reflexión. Ya en su origen es pecaminosa la cólera cuando procede de un motivo injusto.

La ira, como pecado capital, está sobre todo en la represión de todo aquello que no procede conforme a nuestra voluntad, en el deseo desordenado de vengarse, de perjudicar, de aniquilar. Como en toda pasión, hay que distinguir en la cólera la propensión y el dejarse llevar por ella.

El exceso del justo medio en una justa cólera es de por sí sólo pecado venial; pero con frecuencia hay peligro de pecado grave cuando se prevé que acabará turbando la reflexión. La cólera injusta es de por sí pecado grave, pues va contra la justicia y la caridad.

Hijos de la ira: impaciencia, enojo y rencor, improperios y baldones, riñas y peleas, maledicencias.

Remedios contra la cólera : la consideración de la dulzura de Cristo, la circunspección, que no se deja llevar por el primer impulso, la consideración de lo ridícula que es la cólera no dominada, en uno mismo y en los demás.

4. Avaricia

La avaricia es el anhelo desordenado por los bienes terrenos, por poseerlos, aumentarlos y conservarlos a todo trance. La avaricia extrema toma los bienes materiales por último fin; es el "culto de Mammona", el extravío del corazón en las cosas perecederas (Mt 6, 21 ss). El Apóstol la llama "idolatría" (Eph 5, 5). La ambición de las riquezas es una fuente de pecados (1 Tim 6, 9 s), sobre todo cuando se persigue el dinero y la riqueza como medio para la satisfacción de la sensualidad (Eccl 10, 19). El apetito de riquezas es, junto con el deseo de placeres, la raíz principal del moderno "miedo al niño" : se tiene más estima por un negocio bien montado y por una pingüe ganancia, que por los valores de la persona humana. Hay más alegría en poseer riquezas que en tener hijos.

La avaricia conduce generalmente a la dureza con el prójimo, a la ambición del poder, a la injusticia, a la selección de los medios sin escrúpulos, al embotamiento del espíritu y del alma, que termina en la acedía.

El remedio contra la avaricia es la consideración de la nada de todo lo creado, la sublimidad de los bienes eternos, y el ejemplo de Cristo.

5. Lujuria

El apetito natural del placer de las sensaciones carnales que como un suave acorde acompaña y al mismo tiempo provoca la unión amorosa entre el hombre y la mujer, es una fuerza providencial para la propagación de la humanidad. El placer sexual, la felicidad de una sincera donación que se desborda sobre el cuerpo, fue puesto por el Creador en la naturaleza humana para vencer la repugnancia a las cargas que para los padres supone el hijo, y para mantener viva la atracción amorosa — el eros — entre los esposos. Todas las relaciones naturales entre el hombre y la mujer quedan santificadas por el sacramento del matrimonio.

El placer sexual no queda excluido de esta santificación; es por lo mismo bueno y digno del hombre, cuando está animado por el amor espiritual de la persona, y más que todo, por el amor sobrenatural de la caridad. Lo cual sólo es posible cuando los sentimientos y la conducta, en todo lo que atañe al objeto sexual, están conformes con la divina ley.

Cuando se busca el apetito sexual por sí mismo y cuando se cede a él sin freno, se convierte en fuente de corrupción, de pasiones y de pecados; entre otras cosas produce: la falta de respeto por el misterio de la vida y del amor, el desamor y la injusticia con el prójimo y con los descendientes, el escándalo y la seducción, el fatuo amor de sí mismo, la incapacidad para el amor que produce verdadera felicidad, la torpeza para las cosas del espíritu.

Remedios : dominio de sí mismo, mortificación, gozo en las cosas espirituales y sobre todo en las religiosas, fervor en el amor a Dios.

6. Gula

De Dios viene la inclinación a comer y beber, y a descansar. El placer que en estas cosas encontramos, es, pues, bueno, con tal que usemos de ellas razonablemente. Mas hay desorden y pecado cuando se encuentra más placer en comer y beber que en otras cosas más elevadas; cuando los pensamientos y las palabras versan sólo alrededor de la comida y la bebida.

a) Exceso en la comida : gula

La intemperancia en el comer, o gula, lleva a anhelar desordenadamente los gustos exquisitos, la demasía en deleitosos platos ; el paladar delicado desecha los platos ordinarios, aunque sanos. La gula y la delicadeza en el comer son de por sí pecados veniales, excepto cuando crean el peligro de otros graves, como descuido de los deberes de estado, indiferencia para con los necesitados, graves trastornos de la salud. Claro está que si la gula es tan grande que "hace del vientre su Dios" (Phil 3, 19), es pecado grave; finalidad en verdad ridícula y del todo indigna del hombre.

La gula se opone sobre todo al seguimiento del Crucificado. Se vence más eficazmente por la meditación de la cruz, por el recuerdo del deber de la penitencia, de las penas del purgatorio y del infierno.

b) Excesos de la bebida : alcoholismo

Puesto que el uso de bebidas alcohólicas no es generalmente necesario para la salud, su abuso constituye ordinariamente un pecado más grave que el exceso en la comida y en las bebidas que no embriagan, pues el peligro que entrañan las cosas necesarias es menos evitable que el de las innecesarias. El mismo fallo hay que aplicar al uso inmoderado de otros medios de placer (como nicotina, morfina, etc.).

Cuando el exceso en la bebida llega a hacer perder el libre uso y ejercicio de la conciencia moral como en la embriaguez completa, es pecado grave. "Los ebrios no poseerán el reino de Dios" (1 Cor 6, 10; cf. Is 5, 11). La gravedad de la malicia de este pecado no deriva tanto del exceso en la bebida, que de por sí no es más que venial, sino mucho más del envilecimiento de la dignidad humana, de los graves peligros que crea para la propia moralidad y salud, del desamor para con los suyos, y del daño que muchas veces causa en su descendencia, pues el placer alcohólico desmesurado perjudica a las células germinales.

Cuando uno "pesca una borrachera" por sorpresa, porque ignoraba la fuerza de la bebida o creía que la podía resistir, no hay ordinariamente pecado grave, por falta de premeditación. Mas quien conoce dichas circunstancias y prevé el peligro de embriaguez, y, sin embargo, sigue bebiendo, no puede disculparse alegando falta de intención. Claro está que peca más gravemente el que se pone a beber con el propósito de embriagarse.

El tabernero que por deseo de lucro vende a los bebedores una tal cantidad de licor que haga previsible la embriaguez, peca gravemente contra la caridad fraterna (por cooperación) y contra la templanza, por sus torcidos sentimientos.

c) Exceso en el fumar y en el uso de narcóticos

El fumar no suscita objeción moral, y es bueno si se hace por distracción, por sociabilidad, o para estimular el gusto en el trabajo. Sin embargo, ha de tenerse presente que hay hombres que por pura debilidad exceden la medida en el fumar, cuando en realidad les sería posible hasta abstenerse completamente. El exceso en fumar produce una disminución notablemente grave de la energía de la voluntad, de la fuerza de trabajo, de la libertad interior y muchas veces también de la salud. A menudo da lugar a un egoísmo desconsiderado, a un apetito general de placeres y aun al robo.

Pero es aún más peligroso el caso de otros narcóticos (opio, morfina, etc.). La lucha para contrarrestar los peligros de los estupefacientes y para curar a los esclavos de los narcóticos, vistos los grandes males que producen', es un deber social urgente. A los opiómanos y alcohólicos se les ha de imponer sin reservas la abstención completa : de lo contrario, no se llega a la curación.

En los demás casos, esta abstención completa no debe considerarse como un deber. Pero puede ser un acto de caridad fraterna, de buen ejemplo, de sacrificio reparador en la lucha contra los placeres. El que observa que el apego a la comida, bebida o al tabaco le impide seriamente el llegar a la perfección, está obligado a desasirse de él mediante la mortificación. En suma, el cristiano juzga los placeres de los sentidos de distinto modo que el pagano más morigerado, pues la suprema sabiduría del cristiano es Cristo, y Cristo crucificado (cf. 1 Cor 2, 2 ; Gal 6, 14).

7. Pereza o acedía

Según la tradición teológica, el séptimo pecado capital no es el horror al trabajo ni la búsqueda desordenada del descanso y distracción (que constituye propiamente la pereza, pigritia), sino la acedía, la desgana o falta de voluntad para las cosas espirituales, la falta de entusiasmo para desasirse del peso de las cosas terrenas y así elevarse a las divinas. Esta acedía se manifiesta a menudo en la febril actividad exterior por las cosas terrenas. La pereza espiritual es lo opuesto al amor a Dios, a la alegría en Dios y a cuanto tiene relación con Él Repugna a la acedía el llamamiento a seguir a Cristo, a trabar amistad con Dios, pues esto exige abnegación y esfuerzo. Esta clase de pereza es pecado grave. Se manifiesta ordinariamente por la avidez de placeres o por la excesiva actividad exterior.

Si, por el contrario, esta acedía no es más que una disminución de energía, si se continúa cumpliendo con los mandamientos, aunque con alguna repugnancia, no constituye, de por sí, más que pecado venial.

Aún más : es señal de fidelidad en el amor el continuar cumpliendo concienzudamente con los mandamientos, sin aquella alegría y gusto que antes se experimentaba, a pesar de la lasitud general y de graves tentaciones de repugnancia.

Hijos de la acedía: desaliento, pusilanimidad, descuido de las prescripciones molestas, como de la misa dominical y de los ayunos, ligereza, locuacidad, holgazanería, o excesiva actividad exterior aversión a quienes amonestan al bien y, por último, odio al bien.

El mejor medio para combatir la acedía es el espíritu de penitencia y la consideración del amor de Dios y de sus promesas, ya que ese decaimiento procede generalmente del apego a lo carnal, a lo terreno, y del poco aprecio por los bienes divinos. La seria predicación de los "novísimos" sacude más que otra cosa la pereza espiritual.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 397-414