Sección tercera

LOS MOTIVOS MORALES

 

1. IMPORTANCIA DE LOS MOTIVOS
PARA EL VALOR MORAL DE LA ACCIÓN

Dijimos que el objeto es el que determina en primera línea el valor moral de la acción. Lo que significa que el hombre en su acción debe ante todo ajustarse a la realidad. La acción será del todo buena moralmente, sólo si se ajusta perfectamente a los valores objetivos; es mala, si no busca cómo ajustarse a ellos. Ya sabemos que el valor del acto no se determina por el valor objetivo en sí mismo, sino sólo en la medida en que dicho valor cayó o debió caer bajo la consideración del agente. El valor o desvalor objetivo de la acción no cuenta para el acto humano, sino cuando dicho valor cae bajo la intención o finalidad, o sea cuando el valor objetivo de la realidad es el verdadero motivo de la acción. O sea, que el objeto pide ser el motivo correspondiente de la acción.

Al preguntar qué es lo que más contribuye al valor de la acción, si el objeto o el motivo, podría decirse que por objeto se entiende la materia o cuerpo de la acción, y por motivo, su forma o alma. Mas ha de tenerse en cuenta que el objeto de la acción ya incluye un valor. Dicho valor pugna con cualquier motivo que no se ajuste a él. Por eso el objeto es el primer determinante del valor de la acción. El determinante último es precisamente el motivo en cuanto encaja o no con el valor objetivo.

El motivo y la disposición interior de sentimientos van siempre de pareja, aunque no coincidan exactamente. El sentimiento se hace motivo cuando fundamenta la acción. Los sentimientos tienen mayor alcance que el motivo, pues éste se orienta totalmente a la acción, mientras que el sentimiento no se agota en poner en marcha la acción y "motivarla".

La enseñanza cristiana acerca de los sentimientos nos ha mostrado que el origen del bien o del mal no es la acción exterior, sino el "corazón", o sea los sentimientos. Del mismo modo vale decir que el motivo decide en último término del valor moral de la acción, aunque no se ha de olvidar que la rectitud objetiva del motivo depende del objeto de la acción.

La invitación al bien parte del mundo objetivo de los valores, mas el fundamento principal y el móvil real del bien es siempre el motivo abrazado por la libre voluntad, como causa que mueve a la acción.

Puesto que es el motivo lo que en último término decide tanto la elección exterior como el valor. interno de la acción, la atenta vigilancia sobre nuestros motivos será una de las tareas fundamentales de la vida moral.

Los valores que nos salen al paso suscitan los motivos que nos mueven, pero son nuestros secretos instintos y deseos los que nos los hacen aceptar. Por eso los motivos que nos determinan traducen nuestro estado o actitud fundamental, consciente o inconsciente. Aún puede afirmarse que los motivos originados en nuestros sentimientos son siempre más numerosos que los que proceden de afuera, por avasalladora que sea su fuerza.

Mientras en su corazón batallen todavía los buenos y malos sentimientos, debe el hombre examinar y vigilar atentamente los motivos por los que se va a determinar. Sólo alcanzará un resultado duradero si tiene ante los ojos la pauta de los valores eternos, porque sólo verá clara y distintamente los verdaderos motivos que lo animan, con su respectivo valor moral, quien tenga a Dios ante los ojos y se guíe siempre por la ley de la fe. Y puesto que las inclinaciones perversas y desenfrenadas arrojan siempre una luz ilusoria y cegadora, el espíritu de penitencia será el medio mejor para discernir los móviles que nos determinan.

II. PSICOLOGÍA DE LOS MOTIVOS

El motivo conductor (leitmotiv) es capital para el vigor y rectitud de la voluntad. La persistencia y empuje de los motivos singulares se fundan, en gran parte, en que éstos estáis encuadrados en los motivos generales dominantes. Lo cual se verifica no sólo respecto de la decisión fundamental para el bien o para el mal, sino también respecto de la forma especial que reviste la idea final o leitmotiv. La confirmación de esto la podemos ver en la conducta de los santos. ¡Cuánta variedad en los motivos que orientaron su vida ! Éste lo considerará todo bajo el aspecto del honor de Dios, y su lema será: "Todo a la mayor gloria de Dios" ; el otro todo lo ve desde el punto de vista del reino de Dios, o de la imitación de Jesús crucificado, o de la salvación de las almas. Uno de acuerdo con su carácter y su experiencia pasada, se preocupará por la terrible posibilidad cíe separarse del amor de Dios y ahondará en el temor del infierno; otro vivirá en la jubilosa expectación de la bienaventuranza eterna. El ofrecerse como víctima por la salvación de los pecadores, o el cooperar activamente con todas las energías de la voluntad al reino de Dios, pueden ser también los ideales de una vida.

El ideal o lema en la vida concentra en sí todos los motivos particulares, les da su colorido, su profundidad y energía. Esto tiene gran importancia para la formación propia o ajena. Sólo se asegurará la persistencia e influjo del motivo especial que empuja a una virtud determinada, si se ajusta al ideal de la vida, al lema que la gobierna.

Por lo demás, hay que evitar un sistema rígido que excluya todos los motivos que no encajan perfectamente con él; pero es indispensable formarse un sistema, un conjunto orgánico de motivos que fundamenten toda la vida. La abundancia de motivos se aviene perfectamente con la unicidad de una idea fundamental.

Es claro que el ideal de vida en su forma concreta depende esencialmente de la edad, el sexo, el temperamento, el carácter y el estado. Al educador sólo le toca recomendar al educando una idea básica que a éste le sea simpática y que, de acuerdo con su individualidad y situación, esté conforme con la llamada que Dios le ha dirigido. Sin duda que debe principiar por aquello que ya es capaz de moverlo al bien, o sea por los motivos eficaces ya existentes, con tal que sean susceptibles de perfeccionamiento. El motivo más perfecto no es siempre y en toda circunstancia el más eficaz.

De suma importancia es observar cómo reacciona cada uno a los diversos motivos. Los hay más dispuestos del lado del corazón, otros del lado de la inteligencia. No hay que desatender a los afectos al presentar los motivos, especialmente cuando se trata de superar grandes resistencias. El hombre necesita entusiasmarse para concentrar todas sus energías. Mas cuando no hay un pensamiento, un contenido intelectual, que se grabe en el alma, el entusiasmo basado en el sentimiento se reduce a un fuego de paja. La idea encarnada en el motivo debe quedar grabada plásticamente en la memoria en forma de pensamiento o de viva imagen. Indudablemente que el motivo se graba mejor en la memoria cuando cuadra bien con el ideal de vida y cuando se prevén en lo posible las ocasiones en que se aplicará. Esto último es lo que se ha de hacer en la meditación o predicación, señalando las diversas y previsibles circunstancias de la vida.

Sería un gran error renunciar a los motivos secundarios, so pretexto de conservar la unidad y pureza del motivo básico.

Claro es que se han de desterrar los motivos moralmente rastreros, mas no los motivos ordinarios de decoro, de consideración social, de honor, de utilidad bien entendida. El hombre no tiene por qué renunciar a tales motivos, cuando son justos, sobre todo al comienzo de la vida espiritual, pues se expondría a perder la energía de la voluntad. "E. KRETSCHMER hace notar que en una decisión concurre no sólo un motivo, sino todo un conjunto de motivos. Y aun cuando en la conciencia obran con toda eficacia los más altos motivos morales, al margen de éstos juegan también motivos más egoístas que, gracias al dinamismo que encierran, ponen su empuje de realización a disposición de aquellas elevadas ideas éticas; de esta manera se opera una fusión de los impulsos instintivos con los que emanan de los más altos motivos éticos. Esta fusión se realiza con mayor facilidad cuando estos impulsos instintivos, de empuje más avasallador, quedan al margen de la conciencia, al paso que los impulsos éticos se hacen más conscientes, lo cual es necesario que acontezca en la verdadera acción moral. De esto se desprende que es indispensable que predominen en la conciencia los motivos éticos, sin desconocer, por ello, la importancia de los impulsos más instintivos"

Es de la mayor trascendencia el incluir en la motivación moral las fuerzas instintivas. No se ha de temer una contaminación de los motivos morales superiores si esas fuerzas instintivas quedan real y completamente penetradas e informadas por éstos. Importa, pues, infundir nueva vida a esos motivos ordinarios. Sin duda hay que tener constantemente el ojo sobre el peligro de que esos bajos motivos se independicen y lleguen a dominar.

Los motivos básicos religioso-morales deben en cierto modo ir al volante de la acción. Pero qué inconveniente hay en que los instintos, no siendo depravados, suministren la fuerza motriz? Es ridículo imaginarse orgullosamente que el motivo principal — el puro amor de Dios —,pueda renunciar a todas esas fuerzas auxiliares secundarias, siendo así que en realidad no puede vencer por sí solo las dificultades que se le ofrecen, y que otras fuerzas opuestas y muy peligrosas le disputarán duramente el mando, mientras el amor divino no se adueñe totalmente del corazón.

Cuanto más fuertes sean los motivos superiores y puros, tanto más fácil será relegar a un lugar secundario los motivos instintivos y coadyuvantes. En realidad no es necesario que desaparezcan: basta sólo que se presten a dejarse "informar" de un modo cada vez más perfecto. El recurso a los motivos más elevados debe estar en proporción del desarrollo de la vida religiosa y moral. Al principio de la conversión tendrá mayor eficacia el pensamiento del legítimo amor propio, del provecho personal rectamente entendido, sobre todo el del temor del infierno, el de que sin la gracia, los trabajos y sufrimientos sean infructuosos y sin sentido. Mas la jerarquía de los motivos tiene que ser, desde el principio, absolutamente legítima. Así, aunque se deba apelar insistentemente a los motivos inferiores, todo ha de ir subordinado al motivo capital del amor de Dios y del prójimo.

Mas, puesto que aun la motivación más poderosa con el correr del tiempo va perdiendo su acción sobre el alma, sobre todo bajo el embate de fuerzas contrarias, importa sumamente renovarla a menudo, en especial el motivo básico. Este ejercicio recibe también el nombre de renovación de la "recta intención". Pero lo que más importa no es el crecido número de las rectas intenciones, sino su intimidad, su profundidad, su sinceridad y su carácter universal. Así como conviene reavivar la buena intención general respecto de toda nuestra conducta, también es preciso renovarse en el motivo especial que ha determinado una resolución particular.

Se engañaría quien creyera que por haberse determinado por buenos y precisos motivos, siempre reavivados, ya toda la actividad se va a desarrollar bajo el influjo de los mismos. La psicología profunda nos muestra la importancia de los motivos total o parcialmente inconscientes. Importa grandemente cobrar una clara conciencia de esos motivos inconscientes e inconfesables para robustecerlos o debilitarlos. El examen de conciencia que se limita a descubrir los actos aislados de las virtudes o las faltas, no alcanza tanta profundidad y eficacia como el que indaga los motivos y sentimientos.

Mas también pueden cometerse excesos en esta introspección. La fuerza que debía proceder del motivo puede debilitarse a consecuencia de una atención demasiado continua e inoportuna sobre sí mismo. La total consagración a un valor no se aviene siempre con una atención actual sobre sí mismo. No es lo mismo motivo consciente y continua atención refleja sobre el mismo. Para todo hay tiempo y medida. Quien anda en la presencia de Dios, siente cualquier desvío de la brújula del motivo, que debe estar polarizada siempre por el amor. Tener la mirada fija en Dios es mucho más eficaz que distraerla de Él para posarla siempre sobre sí mismo.

 

III. EL MOTIVO BÁSICO Y LA MULTIPLICIDAD
DE LAS VIRTUDES

Sería comprender mal la necesidad de adoptar un motivo dominante si se pensara que ello implica renunciar a los motivos particulares de cada virtud. Cierto es que la virtud teologal de caridad debe sostener todas las demás virtudes. La caridad tiene que ser el motivo último y universal. Mas no por ello debe desatenderse el motivo inmediato, el valor propio de cada virtud. El amor y la obediencia no son las únicas virtudes; y precisamente éstas sólo llegan a la perfección cuando llevan en su séquito el cortejo de todas las demás. Cada virtud exige su propio motivo. Quien se ejercita en una virtud por un motivo extraño a ella, no la practica formalmente.

Por ejemplo, quien sólo es casto para evitar enfermedades, no practica la castidad, sino la templanza aplicada al cuidado de la salud. Quien guarda la castidad para no condenarse, tendrá, sin duda, un saludable temor al infierno, mas no la virtud de castidad como tal. Esta virtud sólo la posee quien, conociendo su valor y lustre, la practica precisamente por razón de ese valor.

El motivo inmediato lo proporciona el objeto mismo de la acción el finis operis. El motivo (o finis operantis) es bueno cuando coincide con aquél. Sin embargo, no toda discrepancia entre el motivo y la finalidad intrínseca de la acción constituye pecado ; lo será sólo criando el motivo está en oposición con un objeto de valor moral importante.

Así, no peca contra la castidad el que, al practicarla, sólo tiene como motivo la conservación de la salud o el temor del infierno, con tal que no excluya positivamente el valor de la castidad.

Como toda acción se realiza en un concierto de circunstancias, puede ocurrir que en ella concurran diversos motivos buenos, o cada uno de por sí, o en una integración consciente.

Así, por ejemplo, el que ofrece un donativo a la obra diocesana de la vivienda con la intención principal de aumentar el prestigio de la Iglesia en el campo social, obra por un motivo del todo bueno, aunque no por el más perfecto de la caridad, que se conmueve ante las necesidades económicas y morales de los sin hogar.

Siendo apenas dable perseguir directamente en toda buena acción todos y cada uno de los valores que representa, puede el hombre libremente apoyarse en aquellos motivos que mejor correspondan al ideal de su vida moral. Así, por ejemplo, es muy aceptable realizar todas las buenas obras movido por el celo de las almas, ofreciéndolo todo por la conversión de los pecadores. Es verdad que se da por supuesto que la obra buena se realiza porque es buena en sí, esto es, por el motivo que inmediatamente le corresponde. Pero además puede hacerse de ella una oración de intercesión, de reparación, de agradecimiento. El pensamiento de que todas las acciones y pensamientos pueden ejercer un buen influjo sobre el cuerpo místico de Cristo, con un alcance eterno, puede ser un motivo valioso y eficaz para todos.

IV. FORMACIÓN DE LA VOLUNTAD Y CULTIVO
DE LOS MOTIVOS

LINDWORSKY, contra la exagerada importancia que se concede al ejercicio meramente mecánico de la voluntad, que si se hace sin comprender los motivos no es más que una doma, ha hecho hincapié sobre la fundamental importancia del cultivo de los motivos. Pero también él ha incurrido en exageraciones. El hombre, ser compuesto de alma y cuerpo, necesita la técnica del ejercicio. El ejercicio vence las resistencias y repugnancias, y proporciona una destreza exterior. Mas sólo a través de un motivo virtuoso adquiere el ejercicio un valor de virtud. Se le debe conceder a LINDWORSKY que, en las tormentas del alma, no es el ejercicio ni la repetición mecánica de ciertos actos virtuosos lo que sostiene, sino una motivación profunda y consciente de sus fines. Mas el motivo alcanza mayor eficacia si la acción ha sido ya ejercitada y no pide un esfuerzo desconocido.

Un solo acto de amor a Dios vivo y profundo, o sea, procedente de un motivo profundamente considerado y aceptado, puede hacer adelantar más en el camino de la virtud que mil actos mecánicos de simple presencia de Dios. Un solo acto de renunciamiento procedente de un íntimo amor al prójimo hace adelantar más en la caridad fraterna que mil actos externos de puro "ejercicio", carentes de un conocimiento vivo y simpatizante del valor de la ayuda, o sea del valor del prójimo a quien se quiere socorrer.

De ordinario, un solo acto de virtud no consigue establecerla en nosotros en forma profunda e inconmovible. Pero su ejercicio regular y continuado hace posible el profundizar más y más en el motivo. No basta, pues, la simple consideración de la virtud o de sus motivos para que ésta penetre hasta lo íntimo, hay que añadir su ejercicio, puesto que no somos seres puramente espirituales. Además, el fervor puesto en su ejercicio muestra ya el aprecio que se hace de la virtud y en qué grado su motivo propio se ha adueñado del alma.

En todo caso se ha de tener muy presente esta observación de LINDWORSKY, a saber, que en la formación propia y ajena no se ha de dar importancia únicamente a la realización exterior; lo que más importa es tener siempre ante los ojos el motivo de los actos virtuosos. Sólo así llegamos a una virtud real, y no a una simple doma del espíritu. Un legislador civil puede tal vez contentarse con exigir la mera prestación; el educador debe, ante todo, mostrar el valor de la virtud, colocándola siempre bajo el resplandor del valor supremo: el amor de Dios. Y por lo que concierne al ejercicio de la virtud, debemos estar siempre alerta ante el peligro de la rutina, del simple mecanismo, que no puede superarse sino reavivando constantemente sus motivos. Esto fue lo que LINDWORSKY puso particularmente en relieve. Es incalculable la importancia de la meditación desde este punto de vista.

 

V. LOS MOTIVOS SUPREMOS DE LA VIDA RELIGIOSA Y MORAL

1. El amor divino, motivo supremo y fundamental

Para que un acto sea perfectamente bueno y sobrenaturalmente meritorio, además del motivo propio de la virtud respectiva, debe proceder efectivamente del motivo universal de la caridad. Lo que no significa, sin embargo, que a cada acto deba renovarse expresamente dicho motivo; basta con que sea eficaz. Mas sí se requiere que ese motivo del amor divino se reavive con la suficiente frecuencia para que anime y vivifique en alguna manera todos nuestros actos. Es imposible, sin embargo, fijar un plazo válido para todos, pasado el cual el motivo se hiciera ineficaz, de no renovarse implícita o explícitamente. Mientras el hombre conserve esta virtud de la divina caridad, y mientras los motivos de sus actos sean virtuosos, la virtud no podrá menos que ejercer su noble influjo, aunque sólo sea débilmente.

Claro está que para llegar a la perfección cristiana ha de cuidar el cristiano que dicho motivo divino llegue a animar y mover todas sus obras, y esto no de cualquier manera, sino con la mayor intensidad e intimidad posible.

El amor es el motivo central de la moralidad cristiana, en su carácter de amor obediente. El hombre guarda con Dios una relación de amor filial, y ha sido llamado a la eterna participación del propio amor de Dios. Con todo, mientras pasa por el estado de prueba, el amor con que ama a Dios no es el de un "igual", sino el amor, siempre sujeto a prueba, de la criatura para su creador y Señor. Esto debe manifestarse, en los actos de la vida religiosa, en el hecho de que el amor aparezca siempre como un amor de adoración; en los de la vida moral, el amor ha de ir marcado por la obediencia, y debe ser, pues, un amor obediente. Podríamos decir, por lo mismo, que el motivo fundamental debe ser la obediencia por amor. Y si consideramos el objeto y motivo de la obediencia, podemos decir que el motivo fundamental es la voluntad del Dios amante y amado.

Mas, puesto que el amor y la voluntad paternal de Dios se nos ha manifestado y participado por Cristo y en Cristo, el motivo básico y último será la voluntad amorosa de Dios en Cristo, en Cristo que nos ofrece el amor y el mensaje del Padre. De este modo el motivo fundamental del cristiano desemboca en la idea del seguimiento de Cristo. La idea rectora, el motivo fundamental, el ideal de la vida cristiana debe reducirse, en una u otra forma, a la obediencia y al amor a Dios, tal como Él nos los ha enseñado y exigido en Cristo, y tal como nosotros en Cristo y por Cristo se los debemos ofrecer.

2. Los motivos basados en la recompensa y el castigo.
Esperanza y temor

La ética protestante pretende ser superior a la católica, precisamente porque desconoce del todo los motivos de recompensa y castigo. Pero esto no supone, de hecho, una superioridad, sino empobrecimiento y falta de contacto con la realidad. Sin duda que el motivo basado en la recompensa o castigo puede significar gran imperfección, a) si constituye el motivo último y central, o b) si sólo es expresión de egoísmo y de interés personal.

a) El motivo de la recompensa o castigo no es el motivo supremo, y no puede ser el motivo central del cristiano. Mas no se ha de pasar por alto que cuando el alma empieza a volverse hacia Dios (antes de la conversión y en sus primeras fases), es éste el que más viva y eficazmente despierta el amor. En la predicación y dirección de las almas se lo ha de presentar sólo como un medio auxiliar y complementario para llegar a la obediencia por amor.

b) Si la recompensa y el castigo encierran un verdadero valor moral y deben, por lo mismo, servir de motivo en todos los grados de la perfección, no se deben considerar únicamente desde el punto de vista del yo humano. Indudablemente la recompensa es enriquecimiento del yo, el castigo, represión y empobrecimiento. Pero la recompensa debe ante todo ser considerada desde el punto de vista de la liberalidad, justicia y amor de Dios, y el castigo como justa pena merecida por el pecado y exigida por la santidad y justicia de Dios, que no puede recibir en su amorosa compañía a quien se entrega al mal.

Considerado en esta forma, el motivo de recompensa o castigo contribuye a perfeccionar el motivo del amor. Una magnífica consecuencia esencial del amor divino es el ser beatificante; mas otra consecuencia también esencial y magnífica, pero terrible de lo serio del amor divino, es que toma tal como suena el "no" de repulsa que se le da, y abandona a la infelicidad de su negativa a quien lo pronuncia. Quien no toma en serio estas consecuencias esenciales del amor divino y por lo mismo no les atribuye verdadero valor de motivación, no sólo debilita sino que falsea el motivo del amor.

Rectamente entendido, el motivo de la recompensa y castigo no es más que la virtud teologal de la esperanza, en la medida en que ésta nos puede empujar al bien

En el cielo no entra temor ni esperanza. Mas quien aquí abajo quiere suprimirlos, olvida que no estamos aún en la posesión, sino en la vía. Pero el motivo de la recompensa tiene en el cielo su equivalente : allá no sólo amaremos la amorosa gloria de Dios por sí misma, sino también porque será ella la que hará dichosos a los escogidos.

Así como en la vida social el amor no excluye sino incluye la idea de la justicia, así también el motivo perfecto de la obediencia amorosa incluye por necesidad el motivo de la recompensa y del castigo, fundado en la liberalidad y justicia divinas.

A este motivo de recompensa y castigo, reducido a sus justos límites, debe referirse también la idea de recompensas o castigos temporales, en cuanto Dios nos promete las primeras y nos amenaza con los segundos.

Corresponde a la liberalidad de Dios recompensar al bueno ya en este mundo con el céntuplo o reservarle, por las cruces y sufrimientos, un trono más elevado en el cielo. ¿ Por qué no ha de temer el cristiano si es pecador, aún para esta vida, el enojo de Dios y la maldición de sus pecados? Precisamente el pecado lleva en sí de qué producir la desgracia, siendo como es alejamiento de la fuente de toda alegría y bendición.

Más claramente que en el NT puso Dios en el Antiguo, con sabia pedagogía, en primer término, las recompensas y castigos temporales para el pueblo escogido en su conjunto, mas también para el individuo. No había mostrado aún la cruz de Cristo el camino más excelente del amor. Y con todo vemos cómo se esfuerza Dios para atraernos siempre al motivo del amor, por medio de Moisés y los profetas. El pueblo debe servirlo, no tanto por la recompensa, cuanto en virtud de la alianza de amor, y debe mirar en las recompensas y castigos ante todo una muestra de su amor para con él, o sea, de su celo contra el quebrantamiento del pacto. Las lamentaciones del hombre piadoso consignadas en el AT sólo pueden comprenderse bien teniendo en cuenta que las bendiciones terrenas se apetecían menos como recompensa que como muestra del divino beneplácito.

Aún el AT considera que el pecado es algo más que «una transgresión jurídica de consecuencias penales. Con relación a Dios, es el pecado una verdadera culpa digna de castigo, es un atentado contra la santidad y fidelidad de Dios; es un quebrantamiento de la lealtad debida al pacto de amor. Respecto del hombre, es el pecado no sólo un delito que acarrea pena exterior, sino un desorden interior, una muerte espiritual (Gen 3), un alejamiento de la fuente de la vida. Sobre las leyes dictadas contra el pecado y que el hombre debe reconocer absolutamente se cierne ya en el AT la dulzura y compasión divinas, por consideración del futuro Salvador. Así, los motivos fundados en el temor no empujan al pecador a una angustia desesperante, sino que lo invitan a la conversión.

En el NT el ejemplo de Cristo crucificado traza un camino más excelso. El cristiano, discípulo del Crucificado, tiene ahora fuerza para llevar la cruz y los sufrimientos en el servicio de Dios sin pensar en recompensas temporales.

Pero aún ahora las sanciones temporales del bien o del mal se muestran provechosas para educar los pueblos y conducirlos a Cristo. Pues ya en este mundo el bien es germen de paz y de orden, mientras el mal actúa como fuerza perturbadora. Y no le está vedado al cristiano hacer que esta verdad entre en su motivación moral. El Señor mismo prometió a los apóstoles que le siguieran, llevando su cruz por el camino del renunciamiento, una recompensa centuplicada para esta vida (Mc 10, 29 ; cf. bienaventuranzas Mt 5, 3 ss). Indudablemente no se trata de un salario en moneda contante y sonante, sino del comienzo, de las arras de su amor beatificante. El cristiano no tiene la mira puesta en un salario, sino en la salvación. Sólo ansía descansar en Dios (el frui de San Agustín), todo lo demás lo espera sólo como medio que emplea (uti) para alcanzar la eterna felicidad del amor.

En nuestro peregrinaje de prueba, el amor debe ir siempre acompañado de la esperanza, y la esperanza, del temor saludable.

El motivo del temor, desgajado del conjunto de los motivos cristianos, sería un horrible temor a los demonios. En el fondo del respeto palpita el temor. El respeto es uno de los polos del verdadero amor. Por esto se ha dicho: "El temor del Señor es el origen de toda sabiduría" (Prov 9, 10). San Agustín ha subrayado con especial frecuencia y energía la solidaridad entre los motivos cristianos del temor y del amor: "Amar con casto temor y temer con casto amor". Así pues, el motivo moral fundado en la recompensa y el castigo entendidos en sentido cristiano, no es disminución de la caridad, sino camino para llegar a ella, su escudo y protección, una parte, una consecuencia del amor. "Pietas timore incohatur, caritate perficitur" .


3. Los motivos sociales

a)
La fuerza de la costumbre y de la opinión pública

Uno de los principales móviles que determinan al hombre de moralidad poco desarrollada, es la costumbre, el respeto a la opinión y sentimientos del ambiente en que vive. "Esto no se hace", o "tal es la costumbre". Para Bergson es ésta una de las dos fuentes de la moralidad"; la otra sería el conocimiento de los valores. Pero hay que poner en claro que la motivación de la costumbre de por sí no es moral, sino sólo premoral o submoral. Mas cuando la costumbre o la opinión pública son realidades que se verifican en un medio sano, regido por el reconocimiento de los valores, constituyen un poderoso esfuerzo auxiliar que, moralmente hablando, puede responder a auténtica delicadeza y amable consideración frente a los sentimientos del prójimo.

El quedar aislado del ambiente y de la tradición es sumamente peligroso, aun para el hombre de elevada moralidad, pues así viene a faltarle un fuerte apoyo para la formación y eficacia de los motivos, si no le acoge una nueva sociedad impregnada de valores.

Ésta es la suerte de los soldados y en especial de los refugiados. Y es particularidad de gran importancia también para las misiones de infieles. El recién convertido debe ser acogido con suma amabilidad en su nuevo ambiente religioso; pues el desarraigo de sus costumbres hereditarias encierra un gran peligro, sobre todo mientras su vida no esté aún impregnada de los más altos ideales cristianos.

Aun el hombre moralmente maduro tiene que prestar atención al parecer y a las costumbres del ambiente, que son como las "reglas del juego"; de otra manera pierde su influjo social. Y debe observar tales reglas con todo rigor, aunque conozca bien su insuficiencia; y esto con espíritu de responsabilidad, sabiendo que el nivel de las costumbres sube o baja según él mismo las observa. Ésta es la razón principal para aceptar como motivo moral las reacciones del ambiente, pues sólo así se puede influir eficazmente en la moralidad pública.

b) El motivo del honor

Para muchas personas el móvil moral más eficaz es la guarda del honor y del buen nombre. También este motivo puede ser premoral, submoral, moral y elevado, según que el honor se mire o persiga como medio de preeminencia simplemente egoísta, o como una actitud responsable de respeto por el valor interno del honor.

La conservación del honor es de gran importancia para mantenerse firme en la tentación. Para el que se siente ya deshonrado, es mucho más difícil levantarse. Es sobre todo condición importante para trabajar provechosamente por el bien de la sociedad. El motivo del honor se cambia para el cristiano y sobre todo para el sacerdote en verdadero motivo de amor, si en todo se considera como miembro y apóstol de la Iglesia. Pero tiene sus límites, marcados por la cruz de Cristo.

c) El motivo del amor al prójimo

Todo motivo social debe en último término apoyarse en el amor del prójimo, que debe partir del amor a Dios, para volver a desembocar en él. El sentimiento de responsabilidad por el prójimo, el celo por el reino de Dios, debe ser un motivo fundamental que influye en todas las acciones, puesto que en realidad toda acción repercute sobre el prójimo, sobre todo el cuerpo místico de Cristo.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 348-362