5. La ley humana


a)
Ley humana y seguimiento de Cristo

Cuando Santiago dice que "uno solo es el legislador" (Iac 4, 12) no quiere desechar la ley humana como superflua, sino, por el contrario, hacerla remontar a su fuente original, que es Dios. Así nuestra vida moral, aun en el terreno de la ley, no ha de ser simple sujeción a los hombres y a sus leyes, sino .que ha de ser siempre, en su más honda entraña, seguimiento de Cristo. Por lo mismo, cuándo Cristo nos somete a la Iglesia y a sus leyes, y en la nación a las leyes civiles, la obediencia que prestamos a estas diversas entidades se dirige a Cristo mismo. Pero el seguimiento de Cristo nos da también la medida y los límites de la obediencia a las leyes humanas.

Cristo nos precedió en la obediencia a las leyes civiles y cultuales de su pueblo, así como también en el cumplimiento perfecto de todas las leyes morales en general. Así, pagó el impuesto en su nombre y en el de san Pedro, visitó el templo en los días litúrgicos, observó el sábado (mas no según la interpretación formalista de los fariseos), vivió obediente en el marco de tina familia humana. Y tan lejos fue en la obediencia a la autoridad temporal, que sin oposición ninguna se sometió a sus órdenes injustas, como eran las que decretaron su muerte. Verdad es que pronunció un juicio severo contra Pilatos y más severo aún contra el Sanedrín por esta injusticia. Y más de una vez condenó públicamente como irracionales y aun perversas las interpretaciones legales de los fariseos. Con todo, no se sustrajo a la estricta obediencia a la autoridad humana, cuando podía someterse a ella sin contrariar la voluntad del Padre celestial.

Jesús "conocía lo que hay en el hombre" (Ioh 2, 25). Conocía las faltas de la autoridad civil y religiosa, como también, por propia y dolorosa experiencia, la debilidad de sus apóstoles; y, sin embargo, concedió a esos mismos apóstoles y a sus sucesores una autoridad legislativa sobre la Iglesia. "Quien os oye a vosotros me oye a mí" (Lc 10, 16). "Como mi Padre me envió, os envío yo a vosotros" (Ioh 20, 21 ; cf. Mt 16, 19; 18, 18).

La obediencia a las autoridades civiles, muy a menudo perversas e incrédulas, y aun la obediencia a las autoridades eclesiásticas establecidas por Cristo, tiene que apercibirse a una pronta y dolorosa experiencia de la imperfección de sus titulares.

Aunque el bien perseguido por las leyes humanas no se muestre con la misma seguridad y claridad que en las leyes divinas, la naturaleza social del hombre le impone a éste la necesidad de someterse a ellas. La autoridad y las leyes son necesarias para su desarrollo moral. También la sociedad necesita las leyes, sobre todo para posibilitar el orden social que presta al individuo los servicios necesarios para su perfeccionamiento moral y humano. Una rígida reglamentación legal es doblemente necesaria, a causa del pecado original. Si no se encauzara legalmente el abuso que los malos pueden hacer de su libertad, pronto perderían los buenos su libertad para el bien, por la seducción o la violencia que los malos ejercerían sobre ellos. Aquí está el gran error de las democracias occidentales en su concepción de la libertad. La ley, con sus medios coercitivos, viene a ser un indispensable medio de educación para la debilidad humana y de protección frente a la malicia de los hombres (Rom 13, 3 ss.).

La imperfección de las leyes humanas y los graves inconvenientes que de ella se originan con frecuencia, forman parte de la cruz de Cristo: Él los soportó, y su discípulo no puede desecharlos.

La problemática de la autoridad humana aparece en la cruz de Cristo con toda su tremenda realidad. Al soportar pacientemente el propio asesinato legal, Cristo ha conferido un valor de redención a la tantas veces gravosa sumisión a la ley humana.

La carga resultante de la imperfección de la legislación humana es ahora más que una simple consecuencia del destino: es el camino de la obediencia a la voluntad del Padre celestial, santificado por los pasos de Cristo, que fue obediente hasta la muerte de cruz (Phil 2, 8).

Mas la ley humana no es sólo una cruz. Es también guía hacia la justicia, apoyo de la debilidad, realización del orden de la sabiduría divina, obra de amor por la sociedad y para la sociedad. La ley de la Iglesia, sobre todo, aunque se presente con los atavíos de la humana imperfección, y por eso mismo con el carácter problemático de todo lo humano, ofrece en su más íntima esencia tina seguridad divina. En su función legisladora está asistida la Iglesia por el Espíritu Santo, de modo que en sus órdenes nada hay pecaminoso, y nada falso en las cosas esenciales. Por otra parte, todos los problemas referentes a las leyes civiles pierden también gran parte de su gravedad, toda vez que la Iglesia, guardiana infalible de la moral, puede precaver a sus hijos contra toda ley pecaminosa o moralmente peligrosa.

El eterno problema de la obediencia a las leyes humanas imperfectas no presenta sólo un aspecto negativo. Pues nos obliga a dirigir nuestra mirada, por encima de las regulaciones positivas, hacia el propio manantial de todo bien, que la .ley humana sólo puede señalar de lejos. Es precisamente la dolorosa experiencia de cuán limitadas son las leyes humanas, lo que fuerza al cristiano a mirarse en el espejo de la perfecta ley del amor y a refugiarse en los sentimientos de Cristo.

Lo que tiene de bueno la imperfección de los códigos escritos es que no deja olvidar que la ley y su cumplimiento no son más que una parte de la perfección moral. "Aunque ninguna comunidad, familia o estado pueda vivir sin derecho, no viven, sin embargo, del derecho, sino sólo mediante el derecho. El matrimonio y la familia viven del amor" ". Esto vale sobre todo del Corpus Christi mysticum de la Iglesia y de nuestras relaciones con ella. También la Iglesia vive mediante el derecho, pues necesita encuadrar su vida en un marco legal ; mas no vive del derecho, sino del amor de Cristo, de la gracia del Espíritu Santo y de la plenitud de gracia y amor de sus miembros, aunque en esta plenitud entre también la obediencia a sus leyes. Los actos legislativos son sólo una faceta del ministerio pastoral y amoroso de la Iglesia.

El tener que someterse a la autoridad de las leyes humanas mantiene al hombre en la humildad y le da a palpar constantemente que, por naturaleza, no está en "directo contacto con Dios". Cierto es que en la oración podemos hablar directamente con Él; pero nuestra obediencia y nuestro amor no le son gratos si no van corroborados por el sincero esfuerzo por cumplir conforme a nuestras fuerzas, con las leyes de la comunidad en que vivimos, si no obramos el amor dentro del marco del derecho y de la ley.

La necesidad de estar siempre contrastando la ley humana con la eterna de Dios, con la ley de gracia del seguimiento de Cristo, no disminuye en nada el valor de la obediencia a los hombres, más bien lo ancla cada vez más profundamente en el fondo eterno de los valores. Por la virtud de epiqueya puede el cristiano ver más allá de la letra de la ley humana, necesariamente imperfecta y muchas veces deficiente, y descubrir el significado moral propio de la ley, significado que se le hace patente gracias a su viviente incorporación en Cristo. Aun la imperfección de la ley humana será un bien para el cristiano si le preserva de permanecer estancado en una obediencia exterior a las leyes terrenas o en el cumplimiento de los servicios puramente humanos.

b) Obligación de conciencia que imponen las leyes humanas

La obligación en conciencia que imponen las leyes eclesiásticas se deduce claramente del establecimiento por Cristo de la autoridad eclesiástica. La obligación en conciencia de las leyes civiles puede deducirse naturalmente de la naturaleza social del hombre. Pero la sagrada Escritura la enseña claramente, haciendo derivar la autoridad humana de la de Dios: "Por mí reinan los reyes y los jueces administran la justicia" (Prov 8, 15), "Amonéstales que vivan sumisos a los príncipes y a las autoridades, que les obedezcan, que estén prontos para toda obra buena" (Tit 3, 1), "Toda alma se someta a las autoridades superiores. Porque no hay autoridad sino por Dios, y las que existen, por Dios han sido ordenadas. De suerte que quien resiste a la autoridad, resiste a la ordenación de Dios... Por lo cual fuerza es someterse, no sólo por el castigo, sino también por conciencia. Pagad a todos lo que debáis : a quien tributo, tributo; a quien aduana, aduana; a quien temor, temor; a quien honor, honor" (Rom 13, 1 ss).

Jesús mismo dijo concisa y terminantemente : "Dad al César lo que es del César" (Mt 22, 21; cf. 1 Petr 2, 13 ss).

1) Toda ley justa obliga en conciencia

Ahora bien, esta obligación en conciencia, ¿vale para toda ley?

Las leyes justas obligan en conciencia, en razón misma de su intrínseca justicia, o, en otros términos, de su conformidad con la ley de Dios.

Cuando se las ha quebrantado culpablemente, hay obligación en conciencia de abrazar la justa pena que por ello se imponga.

Este principio nos permite resolver el problema referente a la existencia de leyes meramente penales. Una teoría muy generalizada afirma que muchas leyes, aunque de suyo justas, no obligan en conciencia a la realización de lo prescrito, sino sólo a aceptar la pena establecida.

Prenotemos que decir de una ley que no obliga en conciencia, es lo mismo que afirmar que no obliga en absoluto. Obligación moral y obligación en conciencia son una misma cosa, como es lo mismo obligación "en conciencia" y obligación "bajo pecado".

Notemos, en segundo lugar, que además de las leyes propiamente tales, es decir, aquellas que traducen indubitablemente la "voluntad de obligar", hay exhortaciones y consejos del legislador, regulae directivae, non praeceptivae, los cuales no pretenden comprometer propia e invariablemente al súbdito, sino que le señalan una finalidad a la que ha de tender, ora siguiendo el consejo dado, ora de cualquier otro modo. De esta suerte son muchas rúbricas y no pocas constituciones religiosas. No queremos decir que moralmente sea del todo irreprochable el desatender dichas advertencias y consejos, rechazándolos sin una razón justa.

Pues bien, tengo por absolutamente falsa la teoría sobre la existencia de leyes meramente penales, esto es, de leyes que en cierto modo dejaran al súbdito la facultad de elegir libremente y sin falta ninguna entre el cumplimiento de lo mandado y la pena establecida. En este supuesto no se podría hablar ya de pena justa, pues donde la acción no es obligatoria su omisión no constituye falta, y donde no hay falta la pena no tiene sentido o es injusta. A lo sumo se podría pensar que tales leyes enuncian una simple "medida educativa o directiva", sin carácter penal. Mas ¿para qué "educar" con tanto rigor en cosas a que no se quiere obligar? (Muy otra cosa son los ejercicios de humildad y penitencia impuestos por las reglas monásticas, que en realidad no tienen carácter de castigos.)

Es, por lo demás, insensato creer que el legislador no quiere comprometer la conciencia, cuando intenta alcanzar su objetivo por medio de la pena. La obligación de una ley no proviene de la apelación que el legislador haga a la conciencia, sino de la rectitud y justicia de la ley misma.

Hay que decir, por último, que la fijación de una sanción penal es indicio de la importancia que el legislador concede a la guarda de una ley.

2) Libertad frente a las leyes imposibles

Una ley cuyo cumplimiento sea física o moralmente imposible, no obliga; pero si al menos una parte esencial de una ley es justa y moralmente factible, obliga.

Por ejemplo: cuando los impuestos son absolutamente impagables, hay obligación de pagar al menos una parte justa y pagable. No puede uno acaso oir la misa entera, pero puede tal vez oir la parte principal: está, pues, obligado a ello.

Si, por el contrario, sólo se puede observar una parte accesoria de la ley, cesa toda obligación, a no ser que su cumplimiento sea divisible.

3. Libertad frente a las leyes injustas

Las leyes injustas, de suyo, no obligan en conciencia, puesto que les falta el fundamento mismo de la obligación, que es la justicia. Las leyes y las órdenes que exigen algo inmoral en sí, no deben obedecerse jamás (cf. Act 5, 29).

Cuando, además de ser injusta, exige la ley alguna cosa que es mala de por sí, hay obligación de observar la resistencia pasiva, lc que quiere decir que no se ha de obedecer ni realizar ; mas no es obligatoria la resistencia activa, esto es, el tumulto, la rebelión.

No toda ley que vaya contra la moralidad autoriza una rebelión violenta contra el legislador. La oposición activa a la autoridad sólo está permitida cuando ésta es ilegítima o cuando su acción tiende a socavar la ley o el orden moral de la sociedad, suponiendo todavía que con ello no se agrave el mal y que haya perspectivas de restablecer el orden.

4. Sumisión con vistas al bien común

Si la ley es injusta, pero la prestación pedida es, en cuanto a la moral, o indiferente o buena, la ley no obliga de por sí, o sea con obligación intrínseca. Mas liga la conciencia cuando así lo pide el orden general, la evitación de escándalo, el amor ordenado de sí mismo, la preservación contra una grande intranquilidad de conciencia o contra penas externas graves.

Hay circunstancias en que la violación de una ley que encierra exigencias injustas (pero no inmorales) es pecado grave; tal es el caso cuando de ello resultaría un perjuicio desproporcionadamente grave para el bien común o un tercero. En otros casos, el cumplimiento de semejantes leyes podría constituir pecado si incluyera el incumplimiento de deberes hacia otras personas. Ejemplo: el pago de un impuesto injustamente alto, que menoscabaría los justos derechos de la familia.

En cuanto a la pena que trae aparejada la transgresión de una ley injusta, sólo obliga en conciencia cuando en realidad ha habido alguna falta, pues de lo contrario es injusta. Mas, puesto que se puede dar más fácilmente escándalo y perturbar el orden público rehusando someterse a la pena que rehusando calladamente el cumplimiento de la ley, pueden darse casos en que el cristiano esté obligado, aun en conciencia, a soportar la pena, aunque no haya habido culpa, o sólo la culpa llamada " jurídica", sin culpabilidad teológica. A mi parecer, sólo en este sentido se puede hablar de "leyes meramente penales".

5) Obediencia a leyes dictadas por superiores perversos

La obligación de obedecer no depende de la virtud del legislador o superior, sino de la legitimidad de su autoridad y de la justicia de lo que manda 26. Sin duda que tratándose de legisladores impíos no se puede decir que haya sin más presunción cíe justicia a favor de la ley. En tal caso, el súbdito ha de juzgar personalmente de la justicia de tales leyes, ya por sí mismo, ya con la ayuda de hombres prudentes y responsables. En cambio, tratándose de una autoridad verdaderamente buena se puede presumir la justicia de la ley, mientras lo contrario no aparezca más probable.

c) Grados y calidad de la obligación que impone la ley humana

  1. Es grave la obligación que impone una ley cuando ella en sí, o por el fin perseguido, o por las circunstancias especiales, es de gran importancia para el bien común o la guarda del bien particular.

  2. El pensamiento y la intención del legislador se deduce de los términos de la ley o de la magnitud de las penas propuestas. Es regla general, que vale para el derecho canónico vigente, que la gravedad de la sanción es indicio de que la obligación de conciencia es grave. Mas la sanción no es el fundamento de la obligación grave, sino sólo su signo.

  3. Los moralistas enseñan casi todos que el legislador no puede imponer so pena de pecado grave una cosa que en todos sus aspectos sea insignificante, puesto que la misma ley divina obliga sólo levemente en cosas de poca monta. Imponer una obligación grave en cosas sin importancia sería poner un obstáculo a la salvación y al verdadero bien del hombre, siendo así que la ley es válida sólo porque se funda en ese bien. Mas no se debe olvidar que una cosa insignificante de por sí puede alcanzar una importancia considerable, a causa de alguna especial circunstancia y, por lo mismo, ser objeto de una grave obligación. Sirva de ejemplo la obligación del secreto: una pequeña indiscreción puede frustrar empresas importantes. Siendo así que la autoridad suele estar mejor situada para juzgar la importancia de cada caso, al juzgar de la gravedad de la obligación conviene atenerse a los términos con que se presenta.

  4. Una ley positiva meramente humana, aun eclesiástica (a diferencia de un precepto de la ley natural incluso en una lev humana), en regla general no obliga cuando su observancia causa una incomodidad o daño desproporcionadamente grave, "clon daanno relative gravi"; esto es, no obliga generalmente cuando pone en peligro la vida, el honor, la salud o los bienes temporales. Claro está que una molestia o perjuicio, aun grave, que sea esencial e intrínseco al cumplimiento de la ley, no dispensa de ninguna manera de la obligación de observarla. Sólo un perjuicio mayor de lo que corresponde a la importancia de la ley puede desligar de su obligación. En especiales circunstancias, como cuando está en juego el bien común o la salvación del prójimo (verbigracia, en el cumplimiento de los deberes propios del soldado o del sacerdote), o cuando el quebrantamiento de la ley podría causar grave escándalo, o perjudicar al transgresor más que su observancia, entonces la ley humana puede obligar aun con peligro de la salud y de la vida, pues el bien común está sobre el particular. Es evidente, empero, que tal obligación no deriva propiamente de la ley humana como tal, sino de una ley divina o natural más elevada que entra en juego.

  5. La obligación legal impuesta por una ley humana se extiende directamente al cumplimiento exterior y sólo indirectamente a la disposición interior con que se ha de realizar. No sería, con todo, exacto afirmar que, en general, la ley sólo se ocupa de la acción exterior, sin importarle nada los sentimientos. Esto sería desligar la ley de la moralidad. La ley cae de lleno en el campo de la moralidad y está intrínsecamente ordenada no sólo al bien común exterior (aunque a éste lo esté en primera línea), sino también a la moralidad de los subordinados. Y esto vale aun cuando lo único que interesa al legislador es la realización externa y de ningún modo los sentimientos, pues a nosotros nos toca considerar no sólo la intención que mueve al legislador, sino la finalidad profunda que lleva en sí toda ley.

Tratándose sobre todo de los mandamientos de la Iglesia, sería falso considerar como obligatorio únicamente la realización externa de lo mandado. Pues si ya en general la ley y la moralidad forman un todo, mucho más será esto verdad de las leyes de la Iglesia y de la comunidad de gracia del cuerpo místico de Cristo. La ley exterior de la Iglesia está al servicio del orden de la gracia. La exigencia exterior impuesta por las leyes humanas no debe separarse de la ley de gracia de Cristo, que obliga esencialmente a los sentimientos internos.

Cuando se ha realizado exteriormente lo mandado sin el correspondiente sentimiento, no se ha de repetir por ello la acción, excepto cuando la validez del acto depende de la disposición interior (por ejemplo, en el juramento, en ciertos contratos como el matrimonial). En todo caso, el deber de adoptar, mediante el arrepentimiento, la actitud interior requerida existe sólo para con Dios, no hacia el legislador humano. Huelga decir que no cae bajo la obligación de la ley humana ni la perfección de los sentimientos, ni la virtud consumada. Ni siquiera la ley de Dios exige que todos los actos ordenados procedan de una virtud a toda prueba, sino sólo que no se falte a la virtud y, en general, . que se aspire a su perfecta posesión.

d) Objeto de las leyes humanas

1. El objeto de una ley positiva no puede ser sino un acto moralmente bueno en sí, o por lo menos indiferente. No ha de ser moralmente imposible o desproporcionadamente difícil. Puesto que la ley es para todos, no puede imponer cosas que sean exorbitantes — o heroicas — para la generalidad de los súbditos. En circunstancias extraordinarias, por ejemplo, en tiempo de guerra, es mucho lo que se puede pedir y también realizar, como demuestra la experiencia. Mas la irresistible coerción a que obedecen muchos de los actos realizados en circunstancias anormales, les hace perder a menudo el carácter heroico. Precisamente el heroísmo no es nunca cosa de masas.

2. La ley puede también prohibir actos en sí mismos buenos o indiferentes, pero que en determinadas circunstancias perjudicarían al bien común.' Mas la ley positiva no tiene por qué prohibir todas las acciones malas o señalarles una sanción. Pues la función del derecho no es la misma que la de la moral. Para evitar mayores males (por ejemplo, la conciencia esclavizada por una policía que vigilase severamente las costumbres), puede la ley civil tolerar muchos otros, mas nunca presentarlos como permitidos o aprobados. Ése es el gran peligro de la tolerancia, que fácilmente se confunde con la aprobación moral.

3. El objeto final de la ley es, en primer término, el bien común. A la sociedad civil le está confiado el bien común en lo referente a los bienes económicos y culturales, especialmente la pacífica convivencia y colaboración en la prosecución de los mismos. Mas, puesto que los bienes materiales, por su intrínseca destinación, están subordinados a la religión y a la moral, la ley civil ha de cuidar de ellos en tal forma, que su utilidad social facilite la consecución del fin eterno o, por lo menos, no la dificulte.

La legislación civil debe encauzar y combatir el mal moral, en la medida en que éste ponga en peligro el estado cultural de la sociedad, o la paz y la seguridad internas, o la justicia social, o los derechos inalienables de los individuos. Entre esos derechos fundamentales que el Estado debe garantizar está, por ejemplo, el de la protección de la juventud contra la pública corrupción y seducción (leyes contra la pornografía). El Estado debe, pues, combatir el mal cuando éste comienza a ser una fuerza pública que perturba injustamente la libertad para el bien.

El Estado, al dictar sus leyes, no actúa como un servidor de la Iglesia, pero sí debe considerarse, en su terreno, como servidor de Dios, como la Iglesia en el suyo. Debe desempeñar su misión de manera que no impida, antes favorezca, la de la Iglesia.

4. El objeto de la ley tiene que ser justo; lo que significa que la ley debe ser necesaria, o por lo menos útil, para el bien común. La imposición de cargas innecesarias es injusta. A la justicia pertenece, ante todo, el reparto proporcionado de cargas y ventajas. Así, al débil se debe especial amparo; las cargas más pesadas incumben a los más fuertes, social y económicamente; los mayores honores son para quien los merece. Éste es el sentido de la " justicia distributiva".

La ley es también injusta cuando el legislador se sale de su competencia. Así, por ejemplo, la reglamentación de asuntos religiosos, hecha exclusivamente por el Estado, sería injusta aunque sus disposiciones fueran las mismas que la Iglesia podría adoptar.

Igualmente serían injustas aquellas exigencias de un superior religioso que salieran del marco de la regla de la orden.

5) El legislador secular no es competente para prescribir actos puramente internos. Éstos, en efecto, no están a su alcance y, por tanto, no pueden ser impuestos ni juzgados por él: De internis non iudicat praetor (norma de derecho romano conforme con el derecho natural).

El poder civil, hablando en general, no tiene derecho a juzgar de los sentimientos y disposiciones interiores. Un acusado, interrogado acerca de sus sentimientos e íntimas intenciones, no está obligado a declararlos. Aunque el cumplimiento de la ley requiera la rectitud de sentimientos (véase antes), en ningún caso tiene el súbdito que responder de ellos ante la autoridad secular.

La Iglesia puede imponer actos puramente interiores, toda vez que a ella se le ha confiado el fuero interno — o sea, el gobierno interior de las almas —, el sacramento de la penitencia, y además el fuero interno extrasacramental, fuera de dicho sacramento. Siendo juez de la penitencia, puede en cierto modo juzgar de ellos y aun exigirlos (aunque siempre, claro está, por medios espirituales) En cuanto a si puede la Iglesia imponer actos puramente interiores en su misma legislación, es asunto debatido. De hecho, en su legislación no impone la Iglesia como obligatorio ningún acto puramente interno, excepto cuando interpreta e intima los mandamientos de Dios. Sin embargo, cuando impone acciones exteriores, lo hace como intermediaria que es de la salvación, y por tanto no exige sólo la realización exterior, sino también los sentimientos internos que son indispensables al significado moral y religioso del acto.

Una de las diferencias entre la legislación eclesiástica y civil es que el Estado mira sobre todo la prestación exterior, y el acto interno sólo le preocupa en cuanto es indispensable para la realización de aquélla (así, por ejemplo, el juramento válido presupone la buena intención del que jura). La Iglesia, por el contrario, se preocupa, ante todo, de la salvación de las almas, y, por lo mismo, aun al exigir un acto exterior, pone los ojos en el enriquecimiento de la gracia del reino de Dios. De la legislación eclesiástica puede decirse también que el cumplimiento de la obligación impuesta es el acto exterior, y que el acto interior es sólo objeto indirecto. Sin embargo, cuando este último es necesario para la validez o perfecta realización del acto exterior, cae igualmente bajo la obligación directa (verbigracia, es necesaria la intención, cuando se aplica la misma "pro populo" ; la buena disposición para cumplir el precepto pascual de confesión y comunión). Si en tales casos ha faltado el acto interno, a ser posible habría que repetir el acto, para cumplir con la ley.

e) El sujeto de la ley

Las leyes humanas obligan a todos los súbditos del legislador que sean responsables de sus actos, suponiendo que las leyes hayan sido dictadas para ellos.

La Iglesia supone que los niños de siete años son ya responsables, de manera que están obligados a la observancia de sus leyes, mientras no se diga lo contrario. Respecto de las penas — latae sententiae —, considera responsables sólo a los púberes.

No todas las leyes son universales: el legislador puede reducir el círculo de los sometidos a ella, aunque, naturalmente, sin arbitrariedades.

El legislador mismo, especialmente cuando se trata de una corporación legislativa, está ligado por sus leyes universales; por las particulares, sólo cuando pertenezca al círculo de personas para quienes fueron dadas.

A las leyes del Estado están sometidos, por de pronto, todos los "ciudadanos". Otras corporaciones que dentro del Estado tienen poder legislativo pueden dictar leyes sólo para sus miembros.

Los ciudadanos "extranjeros" están obligados a las leyes del país de su residencia que miran al mantenimiento del orden público, y a las relativas a la validez de los negocios jurídicos (las formalidades legales). Quedan sometidos a las leyes del lugar de su residencia permanente (domicilio), o de su nación, en lo referente a los derechos y deberes cívicos, a las propiedades y cargos que allá tengan.

Según el derecho internacional, los gobiernos y sus embajadas gozan en el país extranjero del privilegio de la extraterritorialidad. Esto quiere decir que no están sujetos a las leyes del lugar, ni siquiera en cuanto a las formalidades jurídicas (excepto en el derecho contractual, si la otra parte lo está). En cierto modo llevan consigo la patria y sus leyes.

Todos los bautizados caen, de derecho, bajo las leyes de la Iglesia, aun los cismáticos, herejes y excomulgados, a no ser que la ley los excluya expresamente, pues el bautismo confiere al hombre, sin más, el carácter de ciudadano de la Iglesia, con sus derechos y obligaciones.

Los clérigos están por derecho exentos de aquellas leyes civiles que sean absolutamente incompatibles con su estado.

f) Interpretación de la ley

Ni el más sabio legislador consigue nunca expresar y coordinar sus leyes con tal precisión, que no surja ninguna oscuridad acerca de su sentido y de su alcance, especialmente cuando cambian las circunstancias. De ahí la necesidad de interpretar las leyes.

1. El camino más seguro para aclarar las oscuridades es la interpretación auténtica del mismo legislador, de su sucesor o de su representante. Si se trata de una interpretación extensiva o restrictiva, o de la de una ley realmente dudosa, tal interpretación sólo obliga al ser promulgada. Un rescripto o una decisión dada para un caso particular no vale sin más como interpretación auténtica. Mas si el caso es típico, se puede usar con mayor o menor seguridad para deducir la intención del legislador.

2. Ordinariamente la interpretación de las leyes corre a cargo de los juristas, que dan la interpretación científica y doctrinal. Se apoya sobre el texto, el contexto, los lugares paralelos, el fin, las circunstancias y motivos de la legislación, la ratio legis 28. El valor de la interpretación doctrinal se mide por las razones y la autoridad del intérprete. La concordancia general de los comentaristas proporciona la seguridad moral de que su interpretación es exacta y tiene valor jurídico; pues el legislador no podría callar en caso de que no la aprobase.

3. La costumbre, en una comunidad buena y observante, es una excelente intérprete de la ley. La costumbre puede invalidar una ley o introducir una nueva. Los requisitos para que produzca semejantes efectos "legislativos" son: a) que la costumbre sea razonable, esto es, irreprochable y provechosa para el bien común; b) que haya durado un tiempo prudencial (el derecho canónico can. 25 ss determina la necesaria duración para las costumbres "según la ley", "fuera de la ley", "contra la ley") ; c) que el legislador no la haya reprobado. Según esto, lo que propiamente confiere a la costumbre su fuerza legal y su facultad de invalidar otras leyes, es la aprobación del legislador.

El derecho consuetudinario caduca cuando entra en oposición con un nuevo derecho escrito y legítimamente promulgado. Mas, en general, no se ha de presuponer que una ley general anule las costumbres legítimas contrarias, cuando no se diga expresamente.

Siendo la costumbre un fuerte apoyo para el conocimiento y observancia de la ley, los cambios frecuentes de legislación son perniciosos. Por otra parte, un falso conservadurismo no debe retardar los cambios que la evolución histórica hace necesarios, pues de otro modo las leyes vendrían pronto a ser injustas.

4. La epiqueya es la interpretación de la ley "en situación", hecha no a tenor de su letra, sino conforme al espíritu de la misma, según el cual se ha de suponer que el legislador no quiso someter a la regla general casos especiales en los que la aplicación de aquélla sería injusta.

Según santo Tomás, es la epiqueya una virtud, hija de la prudencia y de la equidad. Es del todo falso pensar que la epiqueya sea una especie de autodispensamiento de la ley, o un subterfugio para esquivar sus cargas. La virtud de la epiqueya dispone tanto a abrazar ciertas cargas e incomodidades que no caen dentro (le los términos literales de la .ley, cuando así lo pida su sentido o el bien común, como también a librarse del peso de la ley, cuando la equidad autorice a suponer que el legislador no quiso imponerlo en tal caso particular, o no al menos en forma tan onerosa. Así, pues, la aplicación de la epiqueya por los súbditos presupone la misma virtud en el legislador.

La epiqueya, como virtud, no tiende a eludir la ley, sino a cumplirla más perfectamente de lo que manda la letra. Esta virtud presupone el espíritu de verdadera libertad; libertad frente a la letra, y libertad frente al propio y cómodo egoísmo.

Los autores enseñan que no es lícito apelar a la epiqueya en los casos dudosos, para declararse exento de una ley cuyo cumplimiento es razonablemente posible, sobre todo cuando no es difícil acudir al legislador o a su representante. Pero esto no significa de ninguna manera que haya de recurrirse a la suprema autoridad para cosas mínimas.

Es naturalmente absurdo e ilícito valerse de la epiqueya cuando la honradez obliga a confesar que no se tiene el necesario conocimiento del sentido y alcance de la ley. La epiqueya supone precisamente, como hija de la prudencia, el juicio claro de que, dadas las circunstancias, se obra mejor abandonando la ley, o cumpliéndola de otra forma. Si la cosa es dudosa, se ha de observar la ley, o buscar instrucción o dispensa.

En la virtud aristotélico-tomista de la epiqueya se encuentran muchos de los elementos que se emplearon en los llamados "sistemas morales" o aplicación de las reglas prudenciales.

Desde el punto de vista de la historia de la teología, podría tal vez decirse que el resultado producido por las acaloradas controversias acerca de la aplicación de las reglas prudenciales puede considerarse como un desarrollo de la doctrina tomista sobre la epiqueya. ¡Cuántos errores se habrían evitado con sólo tener ante los ojos este punto de partida!

g) Liberación de la ley

1) Liberación por sustracción

El que se sustrae a la jurisdicción del legislador o se aparta del lugar donde obligan las leyes, queda libre de ellas. Uno reside, por ejemplo, en una diócesis donde está mandado un día de ayuno, y por una u otra causa tiene que trasladarse a otra diócesis en donde no rige aquel precepto. Cada vez que esto ocurra, uno queda liberado de la ley positiva. Tal proceder es moralmente intachable cuando se tiene un motivo honesto.

El que culpable o inculpablemente deja pasar el término legal establecido para el cumplimiento de una ley que esencialmente estaba destinada a ser cumplida dentro de dicho plazo, no está ya obligado a su cumplimiento (v. gr., el rezo del Breviario pasada la media noche). Mas cuando el plazo sólo se ha fijado para urgir el cumplimiento, sin que éste esté ligado a dicho plazo (v. gr., la confesión pascual), permanece la obligación aún pasado el término, y el cumplimiento urge doblemente.

2) Liberación por motivos que dispensan de la ley

a) La imposibilidad física o moral desliga de una obligación sin más requisitos. Mas cuando se prevé que un aplazamiento hará imposible obedecer la ley, se ha de cumplir ya con ella en caso de que el tiempo en que obliga haya comenzado a correr.

Por ejemplo, el sacerdote que sabe que por la tarde no tendrá tiempo para el rezo del Breviario, debe hacerlo tan luego como tenga oportunidad. Mas no está obligado a "anticipar", aunque prevea un impedimento para el día siguiente.

b) La ignorancia invencible excusa de la ley y ordinariamente también de la pena. El infligir "penas" por las culpas llamadas "jurídicas", será justo solamente cuando el "castigo" es necesario para el bien común. Entonces la pena no es propiamente un castigo, sino un acto medicinal para sanar la herida hecha a la ley, o sea para proteger el bien común. De ordinario, tales penas tienen su fundamento legal en una presunción o ficción jurídica, según la cual el súbdito no carece de culpa en su ignorancia de la ley. (¿ Valdrá todavía hoy semejante fundamento, dada la inabarcable multiplicación de las leyes en los Estados modernos?)

La ignorancia vencible (culpable) no libra de la culpa ni generalmente tampoco de la pena. Sin embargo, las penas que el derecho canónico inflige, sobre todo las graves, sólo caen cuando el transgresor tenía un conocimiento, general al menos, de la importancia de la ley y su sanción penal.

La ignorancia afectada, o sea la de aquel que maliciosamente quiere ignorar, no libra ni de la culpa ni de la pena.

Lo dicho acerca de la ignorancia no culpable no suele valer tratándose de leyes que prescriben una determinada formalidad, so pena de nulidad para los actos correspondientes — "leyes irritantes" —, pues de otro modo se haría imposible determinar la situación jurídica de tales actos.

3) Liberación por cesar la obligación de la ley

La forma más clara de liberación de una ley es la abolición formal, total o parcial, de ésta por el legislador competente. Una disposición legal anula las leyes precedentes que son incompatibles con ella. La completa reorganización legal de una determinada esfera jurídica anula de suyo todas las leyes anteriores a ella referentes. En la duda no se ha de presumir la abolición de la ley anterior, y la ley posterior se ha de interpretar, en lo posible, en concordancia con la precedente.

Además de la expresa abrogación por el legislador competente, una ley queda automáticamente derogada por haber perdido su sentido o su finalidad. Caduca una ley cuando su subsistencia se hace nociva para la sociedad o comunidad, o cuando ya no tiene razón de ser, o si el fin perseguido se ha hecho del todo inasequible. Mas si subsiste uno de los fines de la ley, la obligación sigue en pie.

Cuando la ley se funda en una presunción general (un peligro para el bien común o individual), sigue obligando a cada sujeto, aun cuando en su caso no se realizara la presunción, pues de otra manera pronto podrían todos sustraerse a la ley, y no se conseguiría el fin perseguido. (Esto vale, en general, para los libros prohibidos.)

4. El privilegio

El privilegio o "ley especial" puede eximir de la ley general a personas—aun a las morales — o a lugares. Su concesión y uso debe medirse por el bien común.

5. La dispensa

La dispensa suspende la obligación de la ley en casos particulares. Se distingue, pues, del privilegio en que no es una facultad permanente o una ley particular objetiva. Puesto que las leyes útiles para la generalidad pueden ser inoportunas para una persona o caso determinado, el legislador puede, y aun a veces debe, dispensar de ellas. Sería, sin embargo, muy perjudicial para las leyes el dejar que cada uno pudiera decidir, aun en caso de duda, si puede o no eximirse de leyes importantes. El legislador no puede presumir que todos los individuos poseen la virtud de epiqueya en grado perfecto, la cual, por lo demás, no se aplica propiamente en los casos estrictamente dudosos. De ahí la necesidad ole reglamentar la concesión de dispensas. Especialmente cuando se trata de leyes ole gran trascendencia (por ejemplo, las del indice de libros prohibidos) y en los casos en que no es claro que existan motivos suficientes de excusa o de epiqueya, no queda más remedio que pedir la dispensa al legislador o a su delegado.

Los superiores subordinados al legislador sólo pueden dispensar cuando han recibido poder para ello. Peca el superior que concede una dispensa inmotivada, y además la dispensa es inválida si tal superior no es el legislador, sino un subalterno suyo. En caso ole duda, sin embargo, la dispensa es lícita y válida. Es inválida la dispensa obtenida indicando un motivo falso. Desapareciendo el motivo que justificaba la dispensa, caduca ésta. Los detalles incumben al derecho.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 305-323