V

LOS SENTIMIENTOS


1.
La moralidad desborda las acciones

Quien considera el destino de realización que tenemos en el mundo y la misión apostólica que nos incumbe cerca del prójimo y respecto del reino de Dios, comprende suficientemente la gran importancia de las obras. Pero caeríamos en un grave desconocimiento de la moralidad y del reino de Dios si quisiéramos limitar el bien moral a la mera realización externa, o a lo realizable objetivamente.

Los actos de fe, esperanza y caridad no existen primera y esencialmente en realizaciones ni en obras, sino que primero existen sin las obras, las preceden, aunque indudablemente han de "realizarse" también por ellas. El cielo no será ya lugar (le realización exterior, y, sin embargo, él será el reino del amor. El ámbito en que se realiza el bien moral es mucho más amplio que el ámbito de la acción. Junto con la acción, y aun precediéndola, están los sentimientos o íntimas disposiciones. Los sentimientos deben impregnar la acción : así tendrá ésta valor y profundidad. Mas sería un nuevo desconocimiento de la moral el ver en los sentimientos nada más que la raíz y fundamento de la acción, más o menos como equiparó Kant los sentimientos con la "conciencia del deber". Los sentimientos van mucho más allá de la simple conciencia del deber, cuando por deber no se entiende sino la obligación de una acción. Indudablemente en los sentimientos se incluye también la idea del deber, del deber de fomentar los buenos sentimientos y de rechazar los malos. Mas el aspecto fundamental, lo que forma como el alma de los sentimientos, no es el pensamiento del deber o la idea de lo que constriñe, sino más bien la compenetración profunda con el valor del bien (o tratándose de malos sentimientos, el estar devorado por los no-valores). La mera conciencia del deber, que sólo mira a lo que obliga o no obliga, es precisamente lo contrario de los auténticos sentimientos, que descansan en la conciencia de los valores. Con todo, la conciencia del deber, cuando es genuina, vive de los sentimientos. Si la conciencia del deber no se apoya sobre los sentimientos engendrados por los valores, degenera en conciencia formalista, ciega a los valores que fundan la obligación.

2. Fenomenología de los sentimientos

a)
Los sentimientos y los actos interiores

Los sentimientos no se han de equiparar sin más a los actos interiores en contraposición con las acciones, ni se puede decir, hablando con propiedad, que todo acto interno es acto de los sentimientos.

Se ha de distinguir entre las emociones del alma y sus sentimientos en el pleno sentido, que sólo se realizan como actos libres. Las emociones del alma surgen de la potencialidad psíquica hasta afectar el "yo". No alcanzan a ser "actos humanos" — objeto del juicio moral — simplemente por su vehemencia, precisión o por el conocimiento que de ellos se tiene, sino sólo por la actitud que frente a ellos toma el centro del yo. Sólo cuando este yo, libre y consciente, se coloca en medio de esos movimientos emocionales, o sea cuando los gobierna o se deja libremente gobernar por ellos (dejarse llevar por los movimientos del alma es dejarse gobernar por ellos), revisten éstos el carácter de sentimientos, o sea de actos libres y responsables del alma.

Los sentimientos tienden a manifestarse — a "descargarse" — en toda ocasión propicia, con lo cual de ordinario, aunque no necesariamente, se ahondan más, aumentando al mismo tiempo su densidad. Los sentimientos puestos en indebida hipertensión se agotan al "descargarse". Pero la manifestación exterior no es en absoluto parte esencial del cuadro psicológico de los sentimientos. Éstos constituyen, por esencia, un acto interno.

b) Configuración psicológica de los sentimientos

¿En qué forma obran los sentimientos sobre la potencia del alma? ¿Consisten aquéllos en pensamientos, en voliciones o en movimientos pasionales o de la sensibilidad?

El sentimiento no es un frío pensar conceptual que, manteniéndose a una cierta distancia, se proponga captar algo en sus rasgos y relaciones esenciales. La pasión que a veces se pone en el empeño cogitativo no es tampoco, de suyo, un sentimiento. Sin embargo, los sentimientos no excluyen en modo alguno al intelecto, al pensamiento. Son un pensamiento del corazón ("cogitationes cordis"). Si es cierto que un mero pensar no constituye un sentimiento, no lo es menos que todo sentimiento, que es un acto libre, encierra un núcleo de pensamiento adecuado a su objeto y a su clase. En tal respecto, lo característico de los sentimientos es que todos los pensamientos y reminiscencias quedan envueltos e impregnados de materia afectiva, o sea de afectos y de una como sensación espiritual (sensación de los valores).

El afecto, enraizado en el complejo psicofísico, puede hasta cierto punto quedar en segundo plano; pero el eclipse de la sensación espiritual significa necesariamente el desvanecimiento y disolución de los sentimientos. En la sensación espiritual se expresa una íntima participación del alma, y en modo alguno debe confundirse con la sensación meramente situacional (física). Lo mismo que el sentimiento, la sensación espiritual que le corresponde (el sentir el valor) es intencional, o sea : su contenido viene determinado por el objeto, y ella se orienta conscientemente hacia éste. En esto coincide con la intencionalidad del simple conocer y del querer. Lo que le caracteriza y distingue es, sobre todo, el consistir en una orientación particularmente íntima del corazón. El objeto es sentido inmediatamente como un valor o como un desvalor.

A diferencia del simple conocer y pensar, y en especial a diferencia de la volición, dirigida primariamente a desear o realizar algo, podemos, pues, decir de los sentimientos, cualquiera que sea su clase, que son una vibrante respuesta del sujeto (de lo más íntimo de su alma) ante un valor o un desvalor. Huelga decir que con gran frecuencia los sentimientos van acompañados de una apetencia y deseo, o bien los provocan. Pero esto no les es esencial. "Existe mi amor, una inclinación, una amistad apacibles, que descansan pacífica y tranquilamente en su objeto".

Al decir "una vibrante respuesta del sujeto" no pretendemos dar a entender que los sentimientos tiendan a replegarse sobre sí mismos, encerrándose en lo sagrado del alma. Por el contrario : justamente por ser una respuesta (al principio desinteresada), el sentimiento radica, en cuanto a su intencionalidad, en su objeto. Y esto vale de manera particular para aquellos sentimientos que no van acompañados de ningún apetito. Los sentimientos tienen la capacidad de ponernos en una relación mucho más íntima con un objeto, con una persona, que cualquier pensamiento o volición, por intensos que éstos sean. Pues en el sentimiento se oye resonar lo más íntimo del hombre. El alma entera participa en él, de un modo parecido a lo que ocurre en las experiencias de la conciencia moral. En la respuesta que el sentimiento da a un valor, halla el objeto un eco que se apodera de todas las fuerzas del alma.

El sentimiento está hasta tal punto orientado al valor objetivo, que busca el camino que a él conduce como si fuera un desbordamiento espiritual, un fluido anímico. Al hablar así hacemos caso omiso de sentimientos típicamente exclusivos y espasmódicos, cuyo efecto consiste en incapacitar más y más al sujeto para llegar a un contacto inmediato con el mundo de los valores que le sale al encuentro.

Puede incluso afirmarse que, sobre todo las personas de fina sensibilidad espiritual, aun sin el intermedio de acciones o expresiones, se sienten en cierto modo alcanzadas por los sentimientos que otros abrigan con respecto a ellas.

Los sentimientos psicológica y moralmente positivos de amor, bondad, humildad, respeto, justicia, pureza, poseen una tendencia vivificante, cálida, purificadora. Son potencias anímicas que de uno u otro modo irradian, aun antes de que se tome cualquier decisión. Son una íntima afirmación de su objeto, con una "desinteresada" corroboración de su valor. Los sentimientos negativos tienden a ejercer una acción corrosiva, negativa, repulsiva, destructora, como si quisieran borrar la existencia del objeto odiado, despreciado o envidiado. Puede ocurrir que el objeto de tales sentimientos no experimente absolutamente nada de estos efectos, o que los supere; pero el sujeto de ellos sí sentirá los efectos inmediatos e inesquivables de esa tendencia ora vigorizadora y vivificante, ora, por el contrario, negativa y corrosiva.

En todo caso, los sentimientos alcanzan de un modo más intenso y seguro a su sujeto que a su objeto. Ellos forman el corazón del hombre, del cual procede todo lo demás.

c) El objetivo de los sentimientos

El objeto de un sentimiento es normalmente una persona: Dios, el prójimo, una comunidad personal o también el propio yo. Los seres impersonales, plantas y animales, no pueden inspirar sentimientos tan profundos, y jamás dejan de incluir una relación con una persona.

El valor y el desvalor son los objetos inmediatos de los sentimientos, lo que los despierta. Hay, empero, una gran diferencia entre el sentimiento que se refiere en primer lugar sólo al valor o no valor, y el que alcanza también inmediatamente a la persona como portadora de éstos. Otra es la intensidad y fuerza del sentimiento cuando se ama a una persona y cuando en ella sólo se ama o admira una virtud. Los defectos de una persona son un desvalor y reclaman el aborrecimiento (odium abominationis), mas no justifican que éste se extienda también a la persona (odium personae). Precisamente cuando más hondo y auténtico es el doloroso aborrecimiento del pecado, es cuando .se lloran las culpas de una persona amada.

Para el que se mantiene firme en el amor de Dios, brilla siempre en el prójimo, aun pecador, la amable figura de Dios, el hermano en Cristo, capaz de redención. Ante el desvalor del pecado reacciona con los sentimientos de aborrecimiento, para abrirse con tanto más amor a los valores propiamente personales.

En cambio, el que no haya descubierto aún los valores más hondos y auténticos de la persona, será descarriado en sus sentimientos por valores y desvalores superficiales, demostrando la escasa profundidad de su corazón. Así, por ejemplo, el que quede cautivado por los valores puramente vitales del deporte o de la moda, se "chiflará" sin más ni más por un as del deporte o por una estrella de la pantalla. Ni siquiera asomarán aquí los valores personales, justamente los que podrían provocar los sentimientos más poderosos. Sólo el hombre que en su interior permanece de verdad "libre" y no se deja deslumbrar por los simples valores o no-valores, sabrá fomentar los sentimientos morales debidos a la persona, como son los de amor, compasión, misericordia, aprecio, etc., sin dejarse dominar por la multitud de sentimientos que los diversos valores o no-valores puedan solicitar.

d) Sentimiento, intención (finis operantis), motivo

"Sentimiento e intención" son dos nociones que no deben confundirse. El sentimiento es la fuente de la que mana la intención, la finalidad perseguida con la obra o acción. Mas no son los sentimientos los que elaboran las intenciones o fines de las acciones.

Hay, indudablemente, un buen número de sentimientos que no pueden comprenderse como prosecución de una finalidad, como un esfuerzo por conseguir un objetivo; y esto es precisamente lo que caracteriza la intención. Sin embargo, la finalidad de una intención puede manifestar o profundizar un sentimiento o señalar la superación de un movimiento emocional del alma. Así, sentimiento e intención se entrelazan por varios conceptos.

La orientación fundamental de un hombre, o sea su potencial básico de decisiones singulares, está caracterizada por los movimientos que en su alma predominen.

La intención fundamental es la decisión previa y consciente y profundamente libre que abarca todo un campo de valores, de manera que las acciones en este campo realizables tienen ya su intención en aquella decisión. La intención fundamental más universal es la última y de por sí irrevocable y completa decisión por el bien o la elección del último fin, del valor soberano. La intención fundamental del mal, la decisión total por un "valor" que se pone al servicio del placer o del orgullo, tiene un poder demoledor muy diferente del de una decisión momentánea por el mal. Lo mismo pasa con el buen propósito universal: centuplica la fuerza para el bien. Por la intención dominante y fundamental se determina primeramente la calidad del sentimiento y luego la forma de la acción. Gracias a la intención fundamental para el bien, los diversos movimientos desordenados del alma que continúan obrando aún, a causa del automatismo y de las asociaciones de palabras e ideas, si no pueden dominarse completamente, quedan, por lo menos, intrínsecamente desvirtuados de su malicia moral. Por lo mismo, no perjudican moralmente mientras la decisión general del propósito que los purifica no se retracte por una contradecisión de la libre voluntad.

La intención fundamental se cambia en actitud fundamental cuando llega a animar y dominar todos los sentimientos, movimientos y acciones. Es entonces cuando alcanza toda su hondura y eficacia.

Los sentimientos van más lejos y arraigan más hondamente que la intención que preside a cada acción ; mas la intención fundamental, y mucho más la actitud fundamental, va más lejos que cada sentimiento particular. Pero la calidad y profundidad de la intención fundamental y su influjo sobre la actitud fundamental dependen de la efectividad de los sentimientos predominantes.

Se ve por aquí que la educación de los sentimientos (y, por lo tanto, de los valores afectivos) en muchos aspectos es más importante que el esfuerzo por adquirir la simple energía de la voluntad. Sin duda que no hay educación fructuosa de los sentimientos sin la energía de voluntad que aproveche los buenos movimientos del alma y anule los malos; si no se pone en tensión la fuerza de la voluntad por la intención, resolución y decisión efectiva.

Intención y motivos se corresponden casi perfectamente, sólo que la intención apunta más a la razón final, y el motivo a la razón determinante. Ahora bien, la más profunda y elevada razón determinante es el bien, perseguido sin ambición utilitaria. La intención o fin perseguido por la voluntad y por la acción puede ser extraño al objeto de ésta, mas el motivo del sentimiento, cuando es auténtico (los sentimientos interesados significan precisamente la falta de sentimientos en su sentido noble y pleno), no le viene del exterior, sino que constituye su núcleo vital.

El motivo de los sentimientos no es otra cosa que su objeto como valor o no-valor. Todo lo cual obedece a que el sentimiento no puede ser calculador ni interesado, como puede serlo la decisión de hacer algo : el sentimiento es esencialmente una respuesta.

e) Calidad de los sentimientos

Un sentimiento puede ser más o menos céntrico o periférico. Hay sentimientos del alma, aprobados o reprobados, que no se establecen en el centro de la vida consciente; otros, por el contrario, ocupan el primer plano en la conciencia y en las tendencias y aspiraciones. Por ejemplo, el sentimiento de la enemistad que se apodera del centro del corazón de un hombre, obra más avasalladoramente y tiene mayor significación moral que el mismo sentimiento cuando sólo ocupa un reducido campo del alma. De ahí viene que el esforzarse por no pensar más en el objeto del odio, significa ya algo. De allí también la capital importancia de hacerle más y más campo en el alma al amor a Dios y al prójimo.

Otra calidad atendible en los sentimientos es su profundidad. Desde el punto de vista del objeto, es capital la relativa elevación o profundidad que éste alcanza en la escala de los valores, si sólo se mira y considera el valor intrínseco del objeto o si se aprecia, ante todo, el profundo valor que le confiere su relación con Dios. Amar al prójimo "en Dios y por Dios" tiene un valor esencialmente más profundo que amarle con un simple amor humano. Mas no importa únicamente la elevación del valor: es también decisiva la manera como el alma está poseída por él. Esto último depende íntimamente de cómo se conozca el valor, es decir, si se trata de un conocimiento "a distancia", o de un sentimiento vivo, o de un conocimiento íntimo. Desde este punto de vista, el simple amor humano al prójimo de un alma noble puede alcanzar mayor profundidad y "calor" que el amor religioso de un alma superficial.

Gran importancia reviste también la diferencia entre un sentimiento auténtico o inauténtico. Y aquí no aludimos a un sentimiento fingido, pues como tal no puede ser ni auténtico ni inauténtico : sencillamente es inexistente. Tampoco se ha de identificar la autenticidad del sentimiento con la viveza de la emoción.

Puede aún darse el caso de inautenticidad de sentimiento cuando la emoción excede la percepción de la importancia del valor.

Por ejemplo: hay educadores que muestran una gran indignación "ética", cuando en realidad poco les importa la violación de la virtud. Esta inautenticidad es característica sobre todo en los "entusiasmos artísticos" en diversos campos del arte, cuyo verdadero valor apenas si se alcanza a percibir. Tales sentimientos inauténticos no son siempre del todo conscientes en quienes los profesan.

Es de notar, sin embargo, que el afecto. y la emoción por sí no hacen inauténtico el sentimiento. A la larga, no pueden los sentimientos mantenerse vivos sin alcanzar también la afectividad, pues en buena parte aquéllos tienen su sede en las facultades afectivas del alma. Por otra parte, la permanencia de un sentimiento privado de afecto y gusto sensible puede ser indicio de que tiene los quilates de ley (cf. la doctrina sobre la "sequedad o aridez espiritual"). La energía y tenacidad (le la voluntad debe sostener los sentimientos en el tiempo en que faltan los afectos. En todo caso el estado de los afectos sensibles, que en gran parte depende del vigor o agotamiento corporal, no debe tomarse como índice de la profundidad o autenticidad de los sentimientos.

f) Sentimientos positivos y negativos

Los sentimientos se distinguen en positivos y negativos conforme a la dirección que toman sus tendencias cualitativas. Los sentimientos positivos se caracterizan por la tendencia a la afirmación y unión y se agrupan en torno al amor. El odio representa la tendencia negativa más radical, y se dirige a la negación, al distanciamiento y separación de su objeto. Nótese, sin embargo, que esta definición es puramente psicológica. Desde el punto de vista moral, "negativo o positivo", pueden significar precisamente lo contrario. El odio, o cualquier otro sentimiento psicológicamente negativo, tiene valor positivo cuando es la lógica respuesta a un no-valor, conforme al recto orden de la escala de los valores. El sentimiento del amor, psicológicamente positivo, es moralmente negativo cuando desconece el ordo amoris, el "orden en el amor", cuando, por ejemplo, se ama más a la criatura que a Dios.

No hay sentimiento puramente negativo. Cuando alguien, por ejemplo, cobra aversión a otro a causa de los talentos o virtudes que ese otro posee, psicológica y moralmente considerado, es un sentimiento negativo. Pero el sentimiento latente y fundamental es psicológicamente positivo (moralmente negativo): y es el amor desordenado a sí mismo.

Cuando un sentimiento moralmente positivo se descarga sobre todo negativamente, por ejemplo, cuando el celo por el bien se revela única o especialmente por la indignación contra el mal, se debe calificar de resentimiento o de tendencia psíquica morbosa al mismo.

3. El sentimiento dominante

Del sentimiento dominante puede hablarse desde muchos puntos de vista. Puede llegar a dominar tina tendencia psicológicamente negativa, como el odio o la irritación. También pueden dominar sentimientos moralmente malos, o sea aquellos que inclinan a conculcar la jerarquía de los valores. Muy importante es para la psicología y la ética de los sentimientos cuál sea la categoría de valores que domina preferentemente en los sentimientos de un hombre.

Eduard SPRANGER ha clasificado desde este ángulo las principales formas de vida. El valor dominante, el ethos (la orientación de los sentimientos) y la forma de vida se corresponden:

  1. Vida económica: valor dominante: la economía, la utilidad; ethos positivo: la dedicación al trabajo y a la profesión.

  2. Vida estética: valor dominante: la hermosura y su noble disfrute; ethos: cuiturización, cultivo de la armonía de la personalidad.

  3. Vida heroica: valor dominante: la fuerza, la nobleza, el heroísmo, etc. ; ethos: señorío y fortaleza.

  4. Vida intelectual: valor dominante: la ciencia; echos: dedicación a la investigación de la verdad, veracidad, objetividad.

  5. Vida social: valor dominante: unión con la comunidad: ethos: el don de sí a sus semejantes, altruismo.

  6. Vida religiosa: valor dominante: Dios, la comunión con Dios, la salvación del alma; ethos: don de sí á Dios, renuncia a lo terreno.

Vemos aquí cómo cada una de las formas de vida enumeradas desarrolla sentimientos positivos, un ethos valioso. Mas la forma de vida que concede a los valores secundarios un lugar demasiado amplio en los sentimientos, se expone siempre a traicionar los valores más elevados, incluso en los momentos y juicios más decisivos. Aparte de que ninguna forma de vida se presenta nunca en forma pura, sino sólo ,como tendencia más o menos dominante, el reconocimiento de que el valor más alto es el religioso es, en teoría, compatible con cualquier forma de vida, por ejemplo, la económica o la estética. Pero si en realidad los valores religiosos no ocupan en los sentimientos el lugar preponderante que les corresponde, se sigue fatalmente que las decisiones prácticas, cuando se haya de escoger entre el valor religioso y el valor dominante, se conformarán generalmente a las falsas preferencias que dominan el corazón.

El mayor peligro que ofrecen las formas de vida unilaterales como rectoras de los sentimientos, está en que inclinan a no considerar los más altos valores sino desde el ángulo del valor dominante, y como simples valores auxiliares. Por ejemplo: el comerciante frecuentará los sacramentos para ganarse la voluntad de los clientes ; el político echará mano de la religión para salir vencedor en sus jugadas políticas.

Análogamente a las formas de vida de Spranger, señaló Kierkegaard cuatro estadios en la orientación de la vida, que serían como los sentimientos típicos respecto de los valores dominantes: estadio 1.° estético; 2.° ético; 3.° antropocéntrico y religioso; 4.° teocéntrico y religioso. Pero Kierkegaard no considera esos sentimientos tipos como algo estático y definitivo, sino como algo gradualmente perfeccionable, aunque indudablemente tiende a estabilizarse. La economía como forma de vida, que tiende, como el americanismo y el marxismo, a acabar con la estructura moral del mundo, no tiene cabida en los estadios de la vida, puesto que la economía no es un grado de desarrollo de la persona, sino el mayor peligro para ella, aun cuando pretende entretener una dirección positiva de los sentimientos.

4. La ética de sentimientos en la moral cristiana

La moral católica no admite una ética de sentimientos que sólo insista en la interioridad, en la rectitud de los sentimientos, sin preocuparse igualmente por traducirlos en obras con pleno sentido de la responsabilidad ante el mundo y con celo apostólico por el reino de Dios. Mas la predicación católica tiene que insistir siempre, a ejemplo del Maestro divino, sobre la base de los buenos sentimientos, como raíz de toda buena acción, en definitiva sobre el corazón. Junto con la acción animosa se han de cultivar los "sentimientos". La ética de sentimientos impone a la educación la tarea de encaminar no tanto a la simple práctica de la obediencia, cuanto al desarrollo del sentimiento y gusto de la obediencia, sentimiento que se aviva con la consideración afectuosa de la importancia del orden, de la dignidad de la autoridad que manda (tras la cual se ha de ver a Dios), y, por último, del valor de lo mandado.

Ya se entiende que el punto principal de la educación de los sentimientos no es el mero conocimiento, sino despertar el sentimiento interior del amor. Para hacer comprender la importancia de la moral de sentimientos basta decir que el amor es el mayor de los mandamientos y el centro vital religioso-moral de todo bien. El amor, el ser enteramente poseído por el amor a Dios, es el principio interior de toda buena aspiración, de toda buena decisión, de toda buena obra. Sin duda que una acción puede ser formalmente recta, aun sin que la provoque el amor ; mas para que las disposiciones y las obras sean perfectas en sentido religioso, debe moverlas y dirigirlas en alguna forma la energía divina del amor a Dios. Cuanto más puro y operante sea el sentimiento del amor que fundamenta y empapa el acto moral, tanto más profundo y meritorio será.

Pero el amor demuestra su autenticidad en las obras, llevando paciente y humildemente la cruz, sometiéndose obedientemente a la ley de Dios. No hay oposición alguna entre ley y sentimiento. Mas cumplir la ley sin sentir debidamente el amor carece de valor moral. El alma que anima el cumplimiento de la ley es el sentimiento del amor. El amor empuja a buscar y encontrar nuevas posibilidades de realizar el bien; mas, ante todo. enciende el celo por cumplir la ley general y universal de la voluntad de Dios que a todos se impone (cf. Ps 118). Es precisamente el amor el que ayuda a descubrir el verdadero significado de la ley y los llamamientos especiales de Dios. Son los buenos sentimientos del corazón los que dan perspicacia a la mirada y delicadeza al oído respecto de la voluntad de Dios. En este sentido se realiza siempre la profunda frase de san Agustín: Ama et fac quod vis! Ama y haz lo que quieras. Lo que no significa que sea indiferente lo que el hombre se proponga hacer, aunque fueran acciones descarriadas, con tal de tener amor en el corazón. Lo que estas palabras significan es: "Cuida que el verdadero amor sea el motivo radical; pues de él sólo puede nacer el bien". El verdadero sentimiento de amor en todas las cosas acierta en lo justo con admirable precisión, y por insignificante que sea el bien elegido, le confiere el brillo y el valor del amor.

Mas nunca se ha de olvidar que aunque los sentimientos, sobre todo el del amor, se prueban en la fragua de las obras impuestas por la obediencia, encierran en sí mismos un valor auténtico. De allí que si Dios quiere para sí nuestras obras, quiere sobre todo nuestro corazón. "Hijo mío, dame tu corazón" (Prov 23-26). Esta verdad, de que Dios realmente quiere y acepta nuestro amor, es una de las más consoladoras de nuestra fe. Junto con Cristo y en Cristo podemos amar a Dios con un amor verdadero, fuerte y legítimo. Si estamos unidos a Él por la gracia y la caridad, nuestro sentimiento se confunde en el torrente de amor de Cristo para con el Padre y para con los hombres; es, pues, algo más que una imitación exterior.

5. Los sentimientos según la sagrada Escritura y la tradición

Ya el Antiguo Testamento insiste incansablemente en que Dios no mira tanto las obras exteriores, la oración de los labios, o los sacrificios, como el corazón, como los auténticos sentimientos de amor, de obediencia, de penitencia, etc. Dios no se queja tanto de las extraviadas acciones de los israelitas como de su "corazón obstinado", de sus sentimientos adúlteros, torcidos (Is 6, 9; 29, 13; cf. Mc 6, 52; 8, 17; 16, 14; Ioh 12, 39 s). Las promesas mesiánicas llegan a su punto culminante con el anuncio de que el Señor purificará a su pueblo de sus pecados y le dará un corazón nuevo, de que ha de depositar en su "corazón" su tenor y su amor (Ier 32, 40; 31, 33; Is 51, 7; Ez 36, 26). "Y les daré otro corazón, y pondré en ellos un espíritu nuevo; quitaré de su cuerpo su corazón de piedra, y les daré un corazón de carne" (Ez 11, 19). No quiere Dios el gesto de desgarrarse la túnica, sino el sentimiento interno de penitencia: "desgarrad vuestros corazones" (Ioel 2, 13).

Continuando la enseñanza del Antiguo Testamento, pero con más viva oposición al legalismo exterior de los fariseos, proclama Cristo con toda energía la importancia de los sentimientos, especialmente en el sermón de la montaña (Mt 5 s). Ofende a Dios no sólo la acción, sino también el pensamiento y la concupiscencia, el sentimiento interior. Por eso: "Dichosos los que tienen un corazón puro" (Mt 5, 8). Es el corazón la sede de los sentimientos, en particular del amor. Por lo mismo, es preciso que no sólo las acciones estén en orden, sino también la sede, el órgano del amor. El corazón tiene que ser "puro", que es decir vacío de falsos amores, de torcidos sentimientos. Cuando el corazón es puro, va derecho, por la fuerza de su misma naturaleza, hacia el objeto verdadero del amor. Entonces su mirada amorosa se eleva hacia Dios, hasta poder "contemplarlo" allá arriba.

Mientras los fariseos condenan enérgicamente la transgresión exterior de los más insignificantes preceptos humanos, el Señor marca con hierro candente el corazón perverso, los malos sentimientos, de donde procede, como de su fuente, todo lo malo (Mt 15, 18; Mc 7, 20 ss). Ningún mérito tienen ante Dios las obras, aun los sacrificios y las oraciones, sin los sentimientos interiores. Cristo se queja como el profeta (Is 29, 13) de las adoraciones que salen de los labios sin que los sentimientos las acompañen (Mt 15, 8).

La mayor acusación que Pedro echa en cara a Simón Mago es ésta: "Tu corazón no es recto delante de Dios" (Act 8, 21).

San Esteban reprocha a los judíos el tener "corazones incircuncisos", de donde procede su incredulidad y su "oposición al Espíritu Santo" (Act 7, 51). La conversión y la fe presuponen el cambio de sentimientos (Mc 1, 15). "Convertíos y creed." Metanoein quiere decir cambio interior de pensamiento, reorientación de todos los sentimientos. San Pablo exige también, como san Esteban, en lugar de la circuncisión exterior, la circuncisión del corazón, el sentimiento interior de penitencia, la transformación interior (Rom 2, 5; 2, 29). "Pura conciencia" y puros sentimientos son dos aspectos de una misma realidad (1 Tim 1, 5). Una de las exigencias fundamentales del seguimiento de Cristo es el revestirse de sus sentimientos: "¡Sentid como Cristo!" (Phil 2, 5). Estos nuevos sentimientos son absolutamente posibles para el cristiano, no sólo gracias al ejemplo de Cristo, sino gracias al alojamiento de Cristo en nosotros (Rom 8, 10; Eph 4, 17-24). El alojamiento de Cristo en nosotros es la fuerza que nos imprime nuevos sentimientos y que lleva en sí el indeclinable llamamiento a la renovación. Debiendo "revestirnos de Cristo", debemos, ante todo, adoptar sus sentimientos.

La quintaesencia del Evangelio y de las Cartas de san Juan es el pensamiento de que no sólo estamos estáticamente en el amor y tenemos que "permanecer en el amor", sino que tenemos que ahondar cada vez más en el amor que nos ha sido donado.

Los santos padres y los teólogos señalaron siempre la importancia capital de la rectitud de los sentimientos. Para san Agustín, "lo decisivo no es la obra exterior, sino el sentimiento moral". Muta cor et mutabitur opus!, "cambia el corazón y cambiarán las obras". "Si tienes la misericordia en el corazón, Dios la recibe ya como una limosna, aunque no tengas nada que dar". La violación externa ejercida sobre una virgen no le quita a ésta nada del brillo de la virginidad, con tal que en su propósito, en sus sentimientos se conserve pura. El duro sentimiento de la violencia padecida eleva la gloria de la virginidad. Son los sentimientos los que hacen buena o mala la voluntad. "Un amor bueno da una voluntad recta; un amor malo, una voluntad perversa". La Escolástica hace resaltar ante todo la importancia de la intención: finis operantis. Lo decisivo no son las obras exteriores, sino la intención interior. Para la escolástica, las virtudes teologales son algo más que la simple realización de obras exteriores, son esencialmente sentimientos, actos del corazón. Con particular atención examinó la teología moral de la Edad Media los movimientos sensuales indeliberados o semideliberados : motos primo primi y motos secundo primi. La opinión largo tiempo reinante, incluso hasta santo Tomás, de que los movimientos desordenados, aunque no aprobados, habían de considerarse como pecados (sea a causa del pecado original, sea, según la opinión más común, a causa del descuido predominante de vigilar la sensibilidad), muestra cuánta importancia se daba a los sentimientos. Si finalmente, desde santo Tomás, se enseña claramente que los movimientos desordenados sólo son pecado desde el momento en que la voluntad los acepta libremente, con ello queda subrayada la vigilancia con que la voluntad ha de enderezar al bien los movimientos interiores. Pero todavía más que los teólogos, los grandes místicos de la Edad Media encarecen la importancia de los sentimientos y disposiciones interiores frente a la actividad puramente exterior. Con ello no enseñan ciertamente el quietismo, ni siquiera el maestro Eckart. No hacen más que enseñar el optimismo bíblico y agustiniano, según el cual "el corazón renovado", "el árbol bueno" se muestra en los frutos buenos, en la prueba de la acción y sobre todo en la firmeza en medio de los sufrimientos. La escuela franciscana insiste particularmente en la importancia de moderar los sentimientos, de acuerdo con su doctrina acerca del primado del amor sobre el conocimiento.

Como últimamente MAX SCHELER, la mística y la escolástica medievales intentaban sondear el profundísimo misterio de la doctrina que profesa el cristianismo sobre los sentimientos, al enseñar que el verdadero amor consiste en "con-querer" y "con-amar" con Dios, que es como decir que al cristiano no le basta con amar porque Dios ama, o lo que Dios ama: el cristiano, hijo de Dios, ama con el mismo amor de Dios en virtud del amor que Dios le ha dado. Reside en el propio corazón de Dios. Empero, la teología moral escolástica, a pesar de la dignidad e importancia que reconoce a los sentimientos, tiene sobre todo en mira la idea de ley — ley eterna, natural y evangélica — y de orden. La "devoción moderna" del siglo xv — encabezada por GERSON y TOMÁS DE KEMPIS — sigue una orientación decididamente personalista; así apoya casi exclusivamente la importancia de los sentimientos, que presenta, con profundidad teológica, como un revestirse de los sentimientos de Cristo. La reforma interna de numerosos claustros ha mostrado prácticamente lo fructuoso de esta moral de sentimientos. Mas con la preponderante importancia concedida a la regulación de los sentimientos apunta el peligro de descuidar el celo ardiente por el reino de Dios y por el establecimiento del orden en el mundo, conforme a la ley de Dios, y el de limitarse a la mera purificación de los propios sentimientos y a la salvación personal.

6. Los sentimientos según Lutero y la filosofía moderna

Al esfuerzo optimista de la Edad Media por establecer en el mundo el orden querido por Dios se opuso Lutero con su juicio pesimista sobre las posibilidades del orden y sobre el corazón humano. Era una media vuelta, dando las espaldas a la responsabilidad ante el mundo, a la despreciable "justicia de las obras", para tornarse exclusivamente hacia la "pura interioridad", donde la gracia victoriosa gobierna el corazón "totalmente descarriado". En su lucha contra la Iglesia creyó descubrir en la obediencia a la autoridad eclesiástica algo que pugnaba con los auténticos sentimientos cristianos, como si la verdadera obediencia a la Iglesia no pudiera compaginarse con los más sinceros sentimientos del corazón y no se ordenara, por los sentimientos que la animan, hacia Dios (cf. Mt 18, 17 s). Al decir que toda obra buena debe ir animada por la fe y realizada por una libre y alegre voluntad, no hacía Lutero más que repetir una doctrina moral ya muy antigua en la Iglesia católica.

La ética de Kant es también sin duda una ética de sentimientos. Pero en su doctrina, los sentimientos quedan atrofiados por una voluntad árida y sin emociones y por la conciencia del deber. También nosotros colocamos la decisión moral en la libre voluntad, como Kant, pero su mundo moral nos parece demasiado pobre, ya que para él no cuenta sino "la buena voluntad". La insuficiencia y desolación de la ética de sentimientos de Kant está, sobre todo, en que, según él, todo sentimiento para con Dios es inútil y absurdo, pues Dios no puede recibir nada de nosotros.

La ética de sentimientos recibió un duro golpe con Hegel, quien ve en el Estado el más alto exponente de moralidad y exige del individuo, como la demostración más noble de los sentimientos, la completa sumisión al Estado (al Estado prusiano, ¡naturalmente!). Claro está que, teóricamente, sostuvo aún la libre responsabilidad, pero ésta no desempeña ya el papel que le corresponde frente a un Estado que se presenta como la corporización del espíritu, de la razón. Allí donde el influjo de Hegel se ha impuesto, los individuos han abandonado fácilmente al Estado la decisión moral en mil cuestiones vitales. El Estado con sus leyes sustituyó los sentimientos. El único sentir que ha de contar ahora ha de ser el de la absoluta obediencia al Estado, el de la sumisión legal. Cualquiera ve cuán lejos está todo esto de los sentimientos personales que la divina revelación suponen en el corazón del cristiano.

Los sociólogos y filósofos modernos conocen, indudablemente, el término "ética de sentimientos", pero, las más de las veces, le atribuyen una significación muy diferente de la que le corresponde dentro del contexto de la tradición cristiana de la "interioridad", basada en la idea bíblica del "corazón". La ética de sentimientos que se desenvuelve en sentido bíblico reconoce la primacía de la caridad, por cuyo influjo busca el cristiano cómo unificarse con los amorosos designios de nuestro Creador y Redentor. La ética idealista moderna no revela, por el contrario, muchas veces más que un desconocimiento irrespetuoso de la realidad y del acontecer social y psicológico concreto. ¿Puede un hombre consciente de sus responsabilidades pasar indiferente ante estas realidades? Con razón se eleva MAX WEBER contra esa ética de sentimientos que lleva a exclamar: "el cristiano se contenta con obrar bien, y le abandona a Dios el resultado", o que, ante los malos efectos producidos por una acción realizada "con las más puras intenciones", deja tranquilo, achacando los malos resultados a la perversidad del mundo, a la torpeza de los demás... en suma, a la voluntad de Dios, que los creó. ¡Pero no es ésta la ética cristiana de sentimientos! Pues aunque ésta se oponga irremisiblemente a reducir la moral al pragmatismo del buen resultado, impone decididamente el sentido de la "responsabilidad".

Es precisamente el sentimiento básico de la moral cristiana, que no es otro que el del amor que busca cómo unificarse con los amorosos designios de la voluntad de Dios, el que exige tomar muy en cuenta las exigencias del orden creado, los obstáculos que a nuestra. acción opone el pecado, y la victoria que sobre él obtuvo Cristo y que el cristiano está llamado a hacer palpable en el mundo.

Indudablemente la historia de la moral nos advierte que la ética de sentimientos, sobre todo desde que vio la luz la ética luterana de "pura interioridad", expone al peligro de cierta indiferencia ante los hechos que pueden acelerar o retardar el advenimiento del reino de Dios al mundo que nos rodea; pero al otro extremo está acechando otro peligro en que nos puede despeñar la ética de responsabilidad, y es el de la ética del simple buen resultado exterior, ya que el hombre es un ser tan estrecho y limitado.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 241-257