II

EL CONOCIMIENTO DEL BIEN COMO
VALOR MORAL


1. El hombre, imagen de Dios, y el conocimiento moral

El hombre ha sido creado "a imagen y semejanza de Dios": esto no significa únicamente que su libertad sea participación y semejanza de la divina, sino también que su conocimiento lo es del conocimiento divino. La libertad de Dios no es ciega, sino clarividente. El hombre participa, por su semejanza con Dios, de su libertad, en la medida en que lo envuelven los, rayos del conocimiento divino.

La semejanza con Dios la muestra el hombre en cada uno de sus conocimientos. Es imposible que exista verdad alguna si no es participación de la verdad eterna. Pero en esta participación hay diversos grados : el conocimiento meramente teórico de cosas accidentales, si no está enderezado a la acción, ocupa el último grado de semejanza con Dios. Viene después el conocimiento de las verdades prácticas, que nos permite dominar la tierra, conforme a la misión confiada a los hombres por el Creador : "Dominad..." El conocimiento filosófico que penetra hasta el fondo de las cosas y las ve ligadas con Dios y orientadas hacia Él, alcanza un grado esencialmente superior de semejanza con Dios. Pero su mayor y más esencial culminación está en el amor que vibra al unísono del conocimiento, en el conocimiento que se hace fuerza que empuja al amor. Éste es, en efecto, el rasgo característico del conocimiento divino: la segunda persona de la adorable Trinidad "no es un Verbo (o palabra) cualquiera : es un Verbo que respira amor" (ST I q. 43 a.5 ad 2). Nada tan esencial puede afirmarse del Verbo de Dios como que en su movimiento vital eterno y esencialmente' necesario respira el espíritu de amor.

Por eso el conocimiento religiosomoral del hombre, la "ciencia de la salvación", alcanza una profundidad de semejanza con Dios mucho mayor que los más altos conocimientos científicos, cuando en éstos no irradia en algún modo su relación esencial con Dios y no despiertan ningún amor a Él. De hecho, demuestra mayor cultura, en cuanto ésta asemeja con Dios, una pobre mujercilla que tiene el conocimiento amoroso de Dios y del bien, que los sabios incrédulos más aventajados.

A su vez, el conocimiento religioso-moral es tanto más elevado en la escala de la semejanza con Dios, cuanto más impregnado está por el espíritu de amor y más empuja al amor. El conocimiento moral teórico más brillante no llega a la misma altura que el de un santo, aunque fuera analfabeto.

2. El conocimiento del bien, prerrequisito
de la libertad moral

El Verbo o palabra es, en Dios, la segunda persona, y el amor, la tercera. Quiere esto decir que el Espíritu Santo, el amor personal, procede del Padre y del Hijo. Aquí encontramos el modelo divino que muestra cómo la acción moral (la obediencia y el amor) tiene que hundir necesariamente sus raíces en el conocimiento. La decisión voluntaria copiará tanto mejor el modelo divino cuanto más brille en ella la luz del divino conocimiento. Donde no hay conocimiento no hay libertad, ni, por tanto, responsabilidad. Y cuanto mayor y más profundo es el conocimiento, tanto mayor es la responsabilidad ante Dios. Por eso dice el Salvador : "Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado, pero ahora no tienen excusa de su pecado..." (Ioh 15, 22 ss). "Si fuerais ciegos no tendríais pecado. Pero ahora decís: nosotros vemos. Y vuestro pecado permanece" (ibid. 9, 41). Quien conoce el bien debe conformar con él su conducta; de lo contrario, podría merecer que se le privase de la luz y se le hiciese imposible la realización del bien. "Caminad mientras tenéis luz, no sea que os sorprendan las tinieblas" (ibid. 12, 35). Cualquier conocimiento de Dios y del bien es un llamamiento a decidirnos por Dios y por sus mandamientos.

Verdad es que para llegar a esa decisión, un conocimiento intuitivo y práctico del bien coloca al hombre en situación distinta de la que le da un conocimiento puramente teórico y abstracto. (Esto es de suma importancia para la predicación.) Pues bien, la eterna "palabra del Padre que respira amor" está por encima de esta diferencia entre teoría y práctica. No es ella un puro concepto, sino un conocimiento intuitivo y una persona viviente. Puesto que todos fuimos creados por el Verbo y conforme a su imagen, nadie puede excusarse diciendo que sólo ha adquirido un conocimiento teórico del bien. No hay conocimiento de Dios y del bien que no lleve en sí, en alguna forma, el dinamismo que empuja al amor imitado de Dios; como tampoco puede darse hombre normal que conociendo el bien no deba sentir la fuerza que lo empuja a realizarlo, fuerza que emana de su más íntima semejanza con Dios. El dejar infructuosa la ciencia "teórica" del bien constituye una profunda deformación de la imagen de Dios en el hombre y una falta funesta. Pero precisamente esta posibilidad de la no realización del bien, a pesar de conocerlo y de sentirse atraído por él, muestra con toda evidencia que su semejanza con Dios es una semejanza creada y deficiente.

3. La bondad de la persona, requisito del recto
conocimiento moral

En la santísima Trinidad, el Verbo o palabra es la segunda persona y el amor la tercera. Pero esto no quiere decir que el amor sea simplemente término de la vida trinitaria; es también principio y centro del intercambio vital entre las tres personas ("pericoresis" o "circumincesión"). En el amor, por el amor y para el amor pronuncia el Padre su palabra, igual en esencia. Pues en conformidad con esto se ha de considerar la interdependencia que reina entre el conocimiento y la conducta moral del hombre. "Entre el conocimiento y la volición reina una prioridad mutua, no una prioridad unilateral". El conocimiento del bien empujará hacia el bien y hacia una perfección más alta, con tal que esté sostenido por la bondad moral de la persona, bondad infusa por Dios o adquirida por el ejercicio. En virtud de la energía que proporciona la gracia de Dios, este conocimiento conducirá siempre a mayor altura la perfección adquirida hasta entonces. Basados en la psicología podemos afirmar: cl conocimiento moral no es una antorcha que sólo deba brillar sin arder ni calentar. Para que alumbre, debe arder primero. Pero los rayos de su luz a menudo alcanzan un radio más extenso que su calor.

El conocimiento religioso-moral apoyado en la buena conducta encuentra su más feliz expresión en la teología agustiniano-franciscana, que sostiene el primado del amor sobre el conocimiento. Pero santo TOMÁS, que propugna la primacía de la inteligencia, tampoco pasa por alto las recíprocas relaciones que guardan entre sí. El conocido tomista J. MARITAIN escribe: "Aquí (en el conocimiento moral, o más exactamente en la prudencia), santo Tomás hace depender la rectitud de la inteligencia de la rectitud de la voluntad, y esto precisamente en razón de la existencialidad del juicio moral, no meramente especulativa sino práctica. El juicio práctico sólo puede ser recto si, de hecho, hic et nunc, en las circunstancias dadas, el dinamismo (le mi voluntad es también recto y aspira a los verdaderos bienes de la vida humana. Por eso el conocimiento práctico—la prudencia—es totalmente una virtud moral y al mismo tiempo intelectual".

En la sagrada Escritura, particularmente en san Juan, se expresa claramente que no sólo la decisión moral se fundamenta sobre el conocimiento, sino que el mismo conocimiento se basa sobre el amor. El lugar más notable acaso sea aquel en que el Señor designa al Espíritu prometido como "Espíritu de verdad" (Iob 14, 17; 15, 26). Los discípulos llegarán al conocimiento completo de la verdad sólo por el "Espíritu de verdad"; cuando queden llenos del amor del Espíritu Santo. "Habéis recibido la unción del Espíritu; esta unción os acompaña... y os lo enseña todo. Ella es veraz, libre de todo engaño" (1 Ioh 2, 27). Permanecemos firmes en la verdad mediante la unción del Espíritu Santo, o sea por el amor : "El que no tiene amor no conoce a Dios, pues Dios es amor" (1 Iob 4, 8; cf. Iob 8, 47; 18, 37).

Cuanto más crezca en nosotros el amor, más se nos mostrará Dios y más iremos conociendo también el bien moral. El conocimiento de Dios y el conocimiento moral están estrechamente unidos : "Quien me ama será amado de mi Padre y yo también lo amaré y me manifestaré a él" (Ioh 14, 21). El verdadero y profundo conocimiento de Dios y del bien moral sólo es posible para quien ama y obra según ese amor. El que permanentemente omite el bien y obra el mal, se hace tinieblas : "Quien afirma que anda en la luz y al mismo tiempo odia a su hermano, está aún en las tinieblas. Anda siempre en la luz quien ama a su hermano" (1 Ioh 2, 9).

El conocimiento de los valores morales encierra ya de suyo uu valor moral. Es ya un acto moral, una decisión radicalmente buena, el abrirse a la luz exigente de la verdad, el no rechazar sus desagradables exigencias. El conocimiento del bien es expresión y manifestación de la bondad de la persona—mas no hablamos de un mero conocimiento abstracto y teorético del bien —. Mostramos que somos buenos y que amamos a Dios no sólo por las obras morales (Ioh 14, 21), sino también por un conocimiento moral claro y profundo. Quien no guarda los mandamientos, no ama a Dios ni puede decir tampoco que lo "conoce" : "Quien afirma que anda en la luz y al mismo tiempo odia a su hermano, está aún en las tinieblas" (1 Ioh 2, 9). (Por luz no ha de entenderse únicamente la luz cíe la razón, sino la irradiación de la gracia que procede del conocimiento por el Verbo.) Una vida pecadora es inconcebible con un "conocimiento" real de Dios y del bien. "Mas quien peca, ni le ha visto ni conocido" (1 Ioh 3, 6). Así, la observancia de los mandamientos es la contraseña no sólo de que amamos a Dios, sino también de que lo conocemos: "Sabemos que le hemos conocido si guardamos sus mandamientos. El que afirma que lo conoce y al mismo tiempo quebranta sus preceptos, miente" (1 Ioh 2, 3 s). Mas ¿no hay aquí contradicción? Por una parte decimos: no se puede amar lo que no se conoce; no podernos obrar el bien antes de conocerlo. Por otra parte, afirmamos : no podemos conocer lo que no amamos ya. Por una parte, tenemos que conocer el bien para ejecutarlo, de otra manera el omitirlo no sería culpable; y por otra, el que conoce el bien lo ejecuta... "Quien conoce a Dios oye nuestras palabras" (1 Ioh 4, 6).

Estas aparentes contradicciones se resuelven examinando las diversas maneras y grados del conocimiento moral.

4. Modos diversos del conocimiento moral

a)
Conocimiento de la ley y experiencia de los valores

Hay enorme diferencia entre un conocimiento teórico, abstracto, aunque preciso, del bien y una percepción práctica experimental e intuitiva del mismo. Respecto del conocimiento moral, la más profunda diferencia está entre el mero conocimento de la ley que ordena o prohíbe alguna acción, y el conocimiento de los valores que la fundamentan.

El conocimiento de la ley impone una regla o un límite a las acciones en general, u ordena la ejecución de una acción en particular. Claro es que con este conocimiento de la ley se conoce simultáneamente que lo mandado es bueno. De lo contrario no sería un conocimiento moral. Mas este conocimiento, 1.°) es sólo secundario y borroso, y 2.°) no constituye un conocimiento intuitivo del bien, ni es una percepción experimental que proceda del interior; es un mero conocimiento externo. Hay también una diferencia esencialísima entre conocer la ley (el imperativo, el deber) bajo el simple aspecto de la sanción (premio o castigo) y conocer la ley descubriendo la bondad objetiva de la autoridad que la impone. Este segundo conocimiento se acerca mucho al conocimiento específico de los valores.

El conocimiento de los valores, en cuanto distinto del conocimiento de la ley, presenta diversos grados y modos :

1.° Entender abstractamente, por un conocimiento lógico, que alguna cosa es buena, viendo el porqué de su bondad. Este conocimiento es, en cierto modo, frío, pálido, no despierta el interés de la persona, mientras no caiga bajo la intuición v la percepción directa.

2.° Ver prácticamente los valores: se ven los valores con cierta claridad e intuición y al mismo tiempo se percibe su dignidad y sus exigencias concretas.

3.° Sentir los valores 1 : no sólo se intuyen claramente en toda su hermosura y elevación, sino que conquistan todo el ser. Este sentir los valores sólo es perfecto cuando la conducta deja traslucir los nobles rasgos de la virtud. El alma percibe el lenguaje cautivador del bien y se va tras él. La esencia misma del bien constituye en última instancia este lenguaje que cautiva.

4.° Conocimiento de los valores por íntima afinidad con el bien. No sólo se ven y experimentan los valores en determinada situación concreta, sino que se mantiene con ellos un constante contacto y amor en virtud de una íntima afinidad. Este conocimiento es perfectamente posible aun en ausencia del conocimiento abstracto y filosófico.

En estos dos últimos grados de conocimiento experimental se realiza exactamente la frase de SCHELER: "Son más numerosos los hombres que conocen a Dios por el amor que los que lo conciben por la inteligencia".

Pero estos dos últimos conocimientos no deben oponerse a los precedentes, ni hay que creerlos inconciliables con ellos. Precisamente allí donde existe ya un conocimiento experimental y connatural de los valores está preparado el terreno para un acertado conocimiento abstracto de los mismos, presuponiendo que haya aptitud intelectual para ello.

Mientras que la capacidad intelectual tiene sus límites, la percepción concreta, sentida, connatural, puede ir siempre haciéndose más profunda, conforme al grado de valor moral de la persona. Mas esto no es patrimonio privativo de algunos. Se dice sin duda que la depravación o aun la falta de desarrollo moral inhabilita para ello, pero es porque tal capacidad ha desaparecido o porque no existe todavía.

Mientras que el conocimiento de la ley y aun el frío conocimiento de los valores es posible para una persona moralmente inferior, cl conocimiento propiamente experimental de la virtud y del bien exige una conducta profundamente moral. "La condición sine qua non de la plena experiencia de los valores es el verlos realizados. Mas esto no basta para garantizarla; para que el encuentro y la experiencia sean posibles es preciso que el sujeto los introduzca en su vida" 37. Sin duda que una cosa es conocer los valores y otra el que la voluntad los abrace. Pero precisamente el auténtico conocimiento de los valores por experiencia y afinidad se caracteriza por el amor que despierta en la voluntad. De este conocimiento, que se realiza en el campo religioso, habla san Juan. Cuando al conocimiento se une el amor, queda asegurada la acertada respuesta de la voluntad : "Quien conoce a Dios oye nuestras palabras" (1 Ioh 4, 6). Por el contrario, quien no ama, quien no se amolda al bien, no puede absolutamente adquirir este conocimiento: "Quien no ama no conoce a Dios" (1 Ioh 4, 8).

Sócrates decía: basta conocer el bien para realizarlo. Mas para llegar a este conocimiento se requiere antes haber realizado el bien en fuerza del incipiente conocimiento que ya se posee. Y esto Sócrates no lo vio.

b) Valor fundamental, valor típico y valor particular

Por valor fundamental entendemos el bien, en toda su extensión y plenitud. El valor típico será el bien total de una virtud, mientras que el valor particular será uno de sus bienes particulares. En el precedente artículo hemos considerado el conocimiento moral desde el punto de vista subjetivo; lo examinaremos ahora desde el punto de vista objetivo.

Todos los valores particulares y típicos están contenidos en el valor fundamental, el bien, que en definitiva es Dios, plenitud de todos los bienes. Mas no todo conocimiento del valor fundamental garantiza el perfecto conocimiento de todos los valores particulares y típicos. Sin duda que el conocimiento perfecto y comprensivo del bien, valor fundamental, proporcionaría un perfecto conocimiento de todos los valores encerrados en él. Puede uno tener una noción general del bien y aun conocer perfectamente lo que es bueno o malo y saber lo que son las más importantes virtudes y, con todo, no adquirir más que una imperfecta experiencia y afinidad con los valores representados por cada virtud. Así, hay hombres que saben y sienten perfectamente lo que es la justicia o la injusticia, que se someten a todas las exigencias de la justicia, y que, sin embargo, no alcanzan a comprender el valor de la castidad o de la virginidad. Lo que no quiere decir que ignoren el precepto de la castidad o que no puedan cumplirlo. Es que el valor de muchas virtudes es demasiado elevado, como, por ejemplo, el del desinterés, de la humildad, de la pureza.

Los hay también que conocen el valor encerrado en la castidad, y no sólo de por fuera, por el mero conocimiento de la ley; mas en la tentación, ante las lisonjas de los aduladores, se olvidan de que está en peligro ese valor que codician. Es que la tentación tiene una fuerza cegadora. Aunque es verdad que puede superarse mediante la oración y una lucha denodada.

No hemos de exponer aquí bajo qué condiciones ejerce su fuerza la tentación ; anotemos sólo que supone siempre una defectuosa disposición latente del alma.

Correspondiendo a los tres antedichos objetos de conocimiento moral (valor fundamental, valor típico, valor particular), hay tres formas de oscurecimiento de los valores:

1.a Oscurecimiento completo de los valores. Es diverso según se trate de ineptitud para el conocimiento intuitivo, experimental, connatural, viviente y exacto del valor fundamental, del bien; o aun para el preciso conocimiento de su obligatoriedad. La ineptitud para este conocimiento nunca es completa mientras haya libertad moral y responsabilidad.

2.a El oscurecimiento parcial se extiende a un tipo de valores o a varios. Especialmente los tipos más elevados quedan fuera del alcance ordinario cuando el hombre no se entrega al bien completa e incondicionalmente. Pero aun aquí hemos de notar que la falta de un conocimiento vívido de algún valor no significa imposibilidad de llegar a aquel grado de conocimiento de la ley que es necesario para la realización inicial del bien.

3.a Oscurecimiento en su aplicación: se conoce el valor moral en general, pero no se ve cómo aplicarlo en los casos particulares, o no se resuelve uno a aplicarlo por los sacrificios que impone. El peligro del oscurecimiento de los valores, en especial el de su aplicación, es menor cuando se trata de valores que obligan a un tercero, pues el oscurecimiento procede sobre todo de la resistencia opuesta por el propio egoísmo.

Dos formas reviste el oscurecimiento de los valores: la hostilidad y la apatía.

La hostilidad a los valores es la actitud del hombre perverso que se ha fijado un fin último incompatible con el bien en general o con los valores particulares de alguna virtud. Conocerá aún los valores, pero no les quiere prestar atención, porque siente que son un reproche a su conducta; hacerles caso sería perder su señorío e independencia. Éste es el único aspecto que percibe en la virtud, mientras el valor nada le dice. El orgullo es el verdadero enemigo de los valores y de la virtud. El punto culminante de esta actitud es la malicia satánica. Lucifer conoce los valores, pero les sale al encuentro en son de guerra: no penetra en la esencia del valor, sino que sólo ve la cara hostil que se vuelve, contra él. Esta actitud hostil conduce paulatinamente al hombre a la insinceridad sistemática y a una habilidad maestra para oscurecer y rebajar esos valores incómodos, cuando no negarlos enteramente. Pero el odio al bien es la prueba palpable de que el malvado no puede sustraerse al reproche de la virtud.

La indiferencia por los valores no es forzosamente hostilidad. Su tipo común lo presenta don Juan, o sea el vividor, que anda nada más que a caza de placeres y que pisotea "inocentemente" el lecho de flores del bien. La raíz de esta actitud no es tanto el orgullo como. la sensualidad. Cuando la indiferencia es sólo parcial, la actitud hostil o insensible no se orienta contra el bien en general, sino sólo contra el valor típico, opuesto precisamente al orgullo o a la sensualidad aún no dominados. Es compatible con una voluntad inicial del bien.

La más profunda raíz del oscurecimiento de los valores es el pecado. Aunque no todo pecado conduce necesariamente a la ceguera moral en la zona que domina. Esto ocurre sobre todo con aquellos pecados de los que no hay arrepentimiento, y que, por lo mismo, no sólo dominan, por decirlo así, el acto malo, sino que subyugan la misma persona.

El estudio de la conciencia mostrará mejor esta realidad. En efecto, la conciencia está sometida al influjo dinámico creado por la unión esencial que debe reinar entre el conocimiento y la voluntad. Si la voluntad no se conforma con lo que le muestra el conocimiento, repercutirá en éste la falsa dirección tomada por aquélla. Y en consecuencia, aquella unión reclamada por la misma naturaleza del alma tenderá a establecerse en sentido contrario del que ella misma pide. Esa unión pide la conformidad de la voluntad con la inteligencia y no viceversa. Y al no realizarse en sentido natural, vendrá el oscurecimiento de la inteligencia por el influjo de la voluntad. Por lo general, entre el cono cimiento del bien y su realización se abre un abismo, en el que puede naufragar aquella unión de que venimos hablando. Si la humildad no viene a mantener la verdad y a cubrir ese abismo entre el conocimiento, que va por las cumbres, y la práctica, que se arrastra por la tierra, vendrá el orgullo engañador a rebajar el conocimiento al nivel de la práctica. Así queda establecida la unidad, pero en el engaño, y mediante el oscurecimiento moral, que, como se ve, procede de la desobediencia al llamamiento del bien y de la falta de humildad.

La fuerza cegadora del orgullo o de la sensualidad tiene su fuente psicológica en la sana tendencia a la unión entre el conocimiento y la voluntad. De la misma fuente le viene a la voluntad obediente el dinapnismo consciente para el bien, y a la voluntad rebelde la fuerza cegadora del pecado.

Tanto el oscurecimiento parcial como el práctico tiene su raíz especial en el esfuerzo por conciliar la soberbia o sensualidad con la moralidad, y así rehuir el conflicto moral. Por. una parte falta la hostilidad o la indiferencia por la virtud, dado que en el alma existe una actitud general que simpatiza con el bien, o al menos que despierta cierta timidez ante el mal; por otra "falta la decisión interior de renunciar a los gustos en aquellos casos en que están ligados con el repudio del valor moral". Es posible que la voluntad reconozca aún el bien; pero, por una razón latente, más o menos inconsciente, rehuye su aplicación práctica. La explicación está en que se quiere sin duda el bien en general, mas no al precio de cualquier sacrificio.

La ceguera termina con la volición del bien, incondicional, absoluta, o sea con una seria y perfecta conversión. Si no se quiere negar que la persona puede y debe convertirse, no se podrá negar tampoco que esta clase de ceguera sea responsable, si bien las fuerzas cegadoras siguen trabajando sobre todo en el inconsciente. Mas la existencia de esas fuerzas y la falsa orientación fundamental son conscientes. No es que la ceguera actúe directamente en la realización del acto concreto, hic et nunc, mas sí es responsable en uno u otro modo de su causa.

Verdad es que con la conversión no se llega plena e inmediatamente a la "sensación" de los valores o al "conocimiento" joánico del bien: primero ha de crecer el amor y ejercitarse en el bien. A este crecimiento y ejercicio conduce la asidua consideración de los valores o la recta aplicación de la ley a cada caso particular.

El oscurecimiento de los valores causado por el temor a un conflicto interior se llama, en lenguaje escolástico, "ignorancia afectada" (ignorantia affectata). Ésta presenta diversos grados de conciencia, y, por lo mismo, de responsabilidad. En algún caso puede proceder de un temor verdadero a entrar en conflicto con la moralidad, y es cuando uno no tiene valor para romper con algo que se desearía fuese moralmente lícito (y porque lo desea llega al fin a persuadirse de que realmente lo es). Mas también puede proceder de la voluntad de encontrar la excusa de la ignorancia frente al legislador, para librarse de la sanción. Ambos procederes, que incluyen diversos grados, son naturalmente muy diferentes entre sí. Los juristas hablan generalmente del último.

5. Profundidad en el conocimiento de los valores

Ante todo se ha de distinguir tina doble profundidad en el conocimiento de los valores: la propia de los valores concretos y la profundidad moral de la persona misma.

De esta última profundidad hemos tratado en lo que precede.

Así como la fuerza de voluntad de un principiante no es igual a la de un héroe de la Santidad, así tampoco lo es su conocimiento moral. (Aunque no se ha cíe creer que ambos aspectos se correspondan exactamente.) Por parte del sujeto, la profundidad depende esencialmente de la seriedad cíe la intención fundamental. Cuando no se obra el bien a impulsos de una voluntad absoluta de realizarlo siempre y bajo cualquier condición, la acción buena no alcanza la debida profundidad. Y a esta falta de hondura corresponde un conocimiento defectuoso, en virtud del cual un valor particular o tipos enteros de valor discrepan del valor fundamental ya conocido.

El Santo, por su parte, como no mira las virtudes singulares únicamente por su valor intrínseco o por la gravedad de sus exigencias, sino que las contempla y las "conoce" todas en el resplandor e irradiación de la santidad divina, tiene de todas ellas un conocimiento mucho más profundo que el simple moralista.

También el hombre irreligioso puede sentir el valor de la justicia, pero sin percibir su íntima profundidad, o sea su raigambre y elevación en la justicia y santidad de Dios. Hay también diferencia de profundidad en el conocimiento de un simple creyente, que conserva una fe fría, y la de un santo, que escudriña los valores con amor y que los contempla, en cierto modo, al resplandor del legislador divino, fuente de todo bien.

No ha de pensarse, sin embargo, que con esto queramos disculpar el que se salte por encima de los valores singulares. Pues así como en Dios todos los valores brillan con perfecta unidad, sin perjuicio de su multiplicidad y de sus diferencias, así también ha de quedar a salvo su conocimiento auténtico y profundo por parte del hombre; lo que sólo se consigue mirando y considerando seriamente a cada uno por separado. Falta la profundidad cuando no se cultiva el amor, ni se enciende el entusiasmo por cada virtud particular y por los deberes que impone, cuando todo es sentido, pero sólo formalmente, a la "voluntad ele Dios". (Como el que dice: ¡para mí esto es igual, pero siendo voluntad ele Dios !...) Sin duda que todo reposa sobre la voluntad de Dios, pero todo es también eterno resplandor de su divina esencia. Cada valor singular tiene su objetivo en la creación, en la que patentiza la indivisible y santísima esencia de Dios. El mero conocimiento de la ley adolece de una notable falta de profundidad. Sin embargo, si tras ella se descubre al supremo Legislador, tiene una inapreciable ventaja sobre el mero sentimiento de los valores, cuando este sentimiento no penetra hasta el último fundamento de todo bien, que es Dios.

 

6. Fuentes del conocimiento moral

a) Fuentes objetivas

1. La comunidad, que por medio de sus enseñanzas, leyes y ejemplos presenta el bien ante las personalidades todavía en período de formación. En este sentido ejercen un papel muy importante, además de la familia, las comunidades más amplias, como la ciudad, la sociedad con su cultura correspondiente, la nación y sobre todo la Iglesia católica, que por medio de sus enseñanzas y sus leyes nos encamina hacia el bien, que nos presenta de un modo plástico a través de sus santos. Pero el servicio que prestan estas comunidades es muy diverso según que reine en ellas una alta moralidad capaz de producir héroes y santos, o que se trate de un período de decadencia moral. En todo caso el hombre debe generalmente sus más íntimos conocimientos morales sobre todo a la familia que le dio el ser.

2. La revelación divina. Dios nos ha revelado el bien a través del orden creado, en el que podemos leer la jerarquía armoniosa del bien. Pero, a consecuencia del pecado, el hombre no acertaba a ver "la luz que brilla en las tinieblas". Por eso nos envió Dios como maestros la "ley y los profetas" y por último a su hijo unigénito.

Por medio de la creación y luego por medio de la alianza con el pueblo escogido nos proporcionó Dios el conocimiento de la ley, pero no un conocimiento muerto e inanimado, sino viviente, puesto que nos instruyó con las obras de su amor. La alianza amorosa con el pueblo aparece como pilar y motivo fundamental de la ley. Esta motivación hace que la ley se convierta en conocimiento de los valores morales. Con Cristo se manifiesta de un modo todavía más maravilloso esta manera divina de enseñarnos el camino de la moral. Cristo propone su ley con palabras de infinita dulzura. Mas no se contentó con proclamar la nueva ley del amor: antes la vivió ante nuestros ojos para que pudiéramos percibir su más profundo significado.

Cristo es el maestro cuyas lecciones comprenden el conocimiento moral y el conocimiento religioso en toda su totalidad. "Sólo uno es vuestro maestro" (Mt 23, 8). "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Ioh 14, 6). "Os he dado ejemplo para que hagáis así como yo he hecho con vosotros" (Ioh 13, 15). "Tened los mismos sentimientos de Cristo" (Phil 2, 5).

Nuestro deber consiste en estudiar sin descanso en la escuela del Maestro. De aquí se deduce la fundamental importancia de la meditación para todo verdadero cristiano. Pero la meditación no ha de ser un mero estudio con la inteligencia. Sólo con el corazón, esto es, con la meditación amorosa, podemos aprovechar en la escuela de Cristo. El divino Maestro nos enseña el bien a través del amor; por eso no podremos comprenderlo rectamente sino con la unción del Espíritu, con el "Espíritu de verdad", con el amor.

Frecuentar la escuela del Maestro quiere decir, ante todo, procurar entrar en sus sentimientos. Seguir a Cristo no consiste en copiar sus acciones concretas, muchas veces inimitables, ni tampoco en realizar materialmente sus palabras o su ley. Sólo mediante la unión amorosa con su divina persona, sólo con la verdadera obediencia, en la que se someten ante todo los sentimientos y el corazón, podemos salir aprovechados discípulos de Cristo, en forma que de veras lleguemos al conocimiento de los valores y a hacerlos entrar en nuestra vida y en nuestro ser.

Cristo no sólo fue nuestro maestro en su realidad histórica hace 2000 años y tal como se nos presenta en los Evangelios; lo es también como Cristo místico, por medio de su Iglesia, en la que se sobrevive y por cuya mediación nos dice cuáles son nuestros deberes concretos en cada momento histórico. A través de la Iglesia nos propone, también en ciertos momentos de la historia, la visión concreta de sus ejemplos mediante la vida de los grandes santos.

La importancia de la comunidad, de la autoridad, de la ley y del ejemplo de Cristo para nuestro desarrollo moral aparecerá con todo su relieve si consideramos una vez más los grados de conocimiento del bien en su progresión hasta llegar al conocimiento connatural. ¿Cómo aparecerá el bien ante los ojos de un principiante, o ante el que vive en las tinieblas del pecado, sin un hermano o un superior que le amoneste, o si no se le impone la autoridad de un legislador? ¿Cómo podríamos conocer en su más íntima esencia lo que es la santidad, si ésta no se nos mostrase de manera palpable en las palabras y en los ejemplos de Cristo y de sus santos? La escuela de Cristo se adapta perfectamente tanto al que emprende el camino del bien como al que va ya adelantado, pues Cristo emplea todos los motivos y todas las formas de enseñanza, de tal modo que consigue hacerse oir por los duros de oído y no se agota jamás para los que tienen oídos delicados.

No es Cristo un maestro más. Él nos enseña como Verdad eterna, y no sólo desde fuera ; Él es "la luz que ilumina a todo hombre" (Ioh 1, 9) "Él despierta mis oídos para que lo escuche como a un maestro. El Todopoderoso hiere mis oídos..." (Is 50, 4 s). Él nos ha dado el "espíritu de verdad", el único que puede hacernos discípulos aprovechados de la Verdad eterna.

b) Fuentes subjetivas

1) El primer requisito para el conocimiento de los valores es nuestra connaturalitas, nuestro parentesco con el bien. En nuestro ser más profundo, somos todos buenos y estamos hechos para el bien. Podemos mirar el bien sólo porque nuestros ojos soportan la luz. Nos conquista e inflama la fuerza amorosa del bien precisamente porque fuimos creados para el amor por el amor eterno.

El pecado continuado puede destruir esta nuestra natural afinidad con el bien (con Dios) hasta hacernos parcialmente ciegos. Mas siempre permanecerá en nuestra naturaleza el germen que bajo el influjo del médico celestial permite el restablecimiento y la curación de la ceguera.

2) Los grandes medios profilácticos y curativos de la ceguera moral son: la vigilancia y la mortificación de las pasiones desordenadas, la humildad y la pureza, el inmediato arrepentimiento después de cada pecado, la conversión y la seria penitencia después de los extravíos de una vida desarreglada.

3) La firme y decidida voluntad de obedecer a Dios en todo, cueste lo que cueste, es la fuerza que nos hace crecer en el conocimiento moral. Cuando la obediencia ha dejado de ser relativa y caprichosa y se inspira en el amor absoluto al bien, el conocimiento moral se va extendiendo y ampliando: del valor fundamental conocido e intentado en la obediencia a la ley, pasa al ámbito de todas las virtudes, extendiéndose en fin hasta el verdadero conocimiento connatural del bien, que es el conocimiento de Dios de que nos habla san Juan. Mas la obediencia sólo puede desarrollar esta fuerza interior de crecimiento en el conocimiento moral cuando está animada por el amor, el cual, de la obediencia servil de la ley hace pasar a la obediencia filial dentro de la libertad que caracteriza las relaciones de los hijos con los padres. Mas la libertad filial sólo existe allí donde, gracias a los sentimientos filiales, en cada precepto se percibe el lenguaje del amor.

La obediencia amorosa o el amor obediente en la escuela del maestro divino, tiene por compañeros el celo y la atención, gracias a los cuales se llega no sólo a conocer el bien en general, sino que se percibe en cada situación concreta un llamamiento personal de Dios, y esto aun en el caso de que las exigencias del bien nos hagan sufrir.

Sólo la perfecta realización del bien establece este parentesco íntimo con él, posibilitándonos su íntima percepción y "conocimiento". "El que obra la verdad viene a la luz" (Ioh 3, 21).

De seguro que en este pasaje no se habla primariamente de  la luz del conocimiento, sino de la "luz que vino a este mundo" (Ioh 3, 19). Pero venir a Cristo, a la luz, a la verdad eterna, quiere decir también llegar a un profundo conocimiento del bien.

Una de las principales fuentes del conocimiento moral es sin duda la oración. La meditación no ha de ser otra cosa que asistir a la escuela del Salvador. En la oración de súplica se ha de pedir sin cesar la "unción del Espíritu", el "Espíritu de verdad", sin el cual no podemos nunca salir discípulos aprovechados de Cristo.

Nota pastoral: Es verdad que sólo hay obligación de acusar en confesión aquello que se consideraba pecado en el momento de la acción. Sin embargo, es muy legítimo el sentimiento cristiano que, después de la conversión, al abrir los ojos y al descubrir con amargura mil cosas que antes realizó sin clara conciencia de pecado, se siente como constreñido a declararlas con humildad. Puesto que todo aquello era fruto de un árbol plantado y cultivado libremente, bueno ha de ser manifestar en la confesión lo que ese árbol malo ha producido. Pero es suficiente de por sí manifestar el mal estado y los frutos producidos con actual conciencia de culpabilidad.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 168-184


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1. Por sentir (fühlen) entendemos una especie de conocimiento espiritual, de ningún modo una percepción meramente material de los sentidos, aunque ésta pueda y deba acompañarlo.