Parte segunda
EL SUJETO MORAL


Sección primera

EL HOMBRE LLAMADO AL SEGUIMIENTO
DE CRISTO

 

ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA

La teología moral es para nosotros la doctrina del seguimiento de Cristo, de la vida en Cristo por Él y con Él. De ahí que no proceda hacerla empezar por el hombre, como sería acaso pertinente en una ética natural. El punto de arranque de la moral católica es Cristo, que permite al hombre participar de su vida v lo llama a seguirle. Nuestra teología moral se propone, con toda conciencia, ser una moral de diálogo.

Pero, puesto que tal diálogo sólo puede ser iniciado por Dios, y Dios lo ha iniciado en Cristo, el punto angular de la moral debe ser la persona de Cristo, su palabra, su ejemplo y su gracia.

No es, pues, la antropología de por sí sola, sino la cristología, lo que suministra a la teología moral su tema. De Cristo nos viene la gracia y la llamada. "No me habéis elegido vosotros. a mí, sino que yo os he elegido a vosotros" (Ioh 15, 16). Hasta tal punto consideramos a la luz de la cristología la. doctrina teológicomoral del hombre (la antropología), que en cierto modo nos parece ser una parte de aquélla. El hombre llamado al seguimiento sólo es inteligible partiendo de aquel que lo llama. Pues lo que nos importa es siempre el hombre que ha sido creado en el verbo del Padre, y milagrosamente renovado en Cristo. En todos los casos el hombre está marcado por Cristo. Lo decisivo en él es si vive en Cristo, si se apresta a un seguimiento cada vez más íntimo, o si se niega a seguirlo, si se aparta de él.

Cuando en las páginas siguientes consideremos al hombre, en todas sus relaciones, como portador y realizador del valor moral, lo haremos viendo en él al que ha sido llamado a seguir a Cristo. Sólo en tal calidad, como hombre verdadero y auténtico en su ordenación a Dios en Cristo, es portador de valores morales (subiectum morale).

La misma concepción dominará la parte subsiguiente : la tarea moral del discípulo de Cristo. Su tarea (obiectum luoralc) le es presentada por su vida en. Cristo, por la ley de Cristo, por Cristo mismo, que le hace don gracioso de su vida y de su llamada amorosa, y al que debe referirse todo bien moral.

 

I. EL HOMBRE, UNIDAD SUBSTANCIAL DE ALMA Y CUERPO

La semejanza del hombre con Dios se funda en su espiritualidad. Sólo como persona espiritual es el hombre capaz de recibir la filiación divina y de oir el llamamiento de la voluntad amorosa de Dios. Pero sería fatal el considerar como persona y como imagen de Dios sólo el elemento espiritual del hombre, y reservarle, por lo mismo, al espíritu el cometido de conquistar la perfección moral. Es el hombre en su totalidad el que es imagen de Dios, es el hombre completo el que ha sido hecho a imagen del prototipo divino. Cayó, y fue redimido el hombre en su totalidad; es el hombre entero el llamado a la eterna comunión de amor con Dios. Nada tan falso como considerar el cuerpo como único principio del pecado y de la tentación, y el espíritu como principio exclusivo del bien y de la virtud, y sujeto único de la redención.

Contra esto nos pone en guardia el dogma de la encarnación : "El Verbo se hizo carne" (Ioh 1, 14), y el de la resurrección de la carne, y la misma esencia de los sacramentos, que siendo visibles, e incluyendo materias sensibles y estando ordenados tanto al cuerpo como al alma, expresan, en la forma más comprensible y luminosa, que, ante Dios, contraemos nuestra responsabilidad moral con la totalidad de nuestro ser corporal y espiritual.

Veamos, entonces, cómo es el compuesto humano, y no únicamente uno de sus componentes, el que interviene en la vida. humana y moral.


1.
El pecado y el compuesto humano

San AGUSTÍN pensaba que el pecado original estaba preponderantemente en la concupiscencia, aunque por otra parte veía que la privación de la filiación divina, la aversión de Dios, era el gran mal del hombre caído. Y la predicación popular da a entender frecuentemente, por desgracia, que el apetito sensual es la consecuencia más funesta del pecado original y la raíz de todos los males. Sin duda es una de las principales; pero la peor y la más peligrosa es la que obra en el principio espiritual, es el orgullo.

Una y otra inclinación abrazan a todo el hombre y para vencerlas se requiere también la energía del hombre entero. El apetito sensual o concupiscencia sólo puede vencerse con la disciplina del espíritu y la mortificación del sentido. Y el orgullo que reside en lo espiritual logrará dominarse sólo guardando ante Dios una actitud humilde, aun en lo exterior, y doblegándose bajo la cruz y los sufrimientos.

En la acción moral concurre el hombre entero, con el cuerpo y con el alma. No se puede establecer el orden en la parte sensitiva sin establecerlo en el espíritu. Ni lo corpóreo está verdaderamente desordenado si el espíritu conserva su disciplina y dominio; y aún más: el espíritu no consigue expresarse si a esa expresión no concurre el elemento corporal.

"Se realizan hoy día, por razones terapéuticas, algunas experiencias, en virtud de las cuales la expresión fisiológica de las reacciones psíquicas, por ejemplo, de la angustia, queda reducida hasta tal punto, que la emoción correspondiente no puede ya producirse de ningún modo. De aquí se sigue que las emociones dependen de la posibilidad de expresión corporal. Hay, pues, interdependencia entre el cuerpo y el alma, y tal que no se puede concebir mayor".

Es cierto que, con H. Conrad-Martius, ha de rechazarse la teoría del simple doble aspecto de la psique, sostenida hoy día por Jasper y muchos otros, pues cuerpo y alma son realmente distintos. La unidad no ha de hacer pasar por alto las diferencias. Entre el cuerpo y el alma existe una mutua causalidad que se manifiesta en forma de impresiones y expresiones recíprocas.

Pero la unidad sustancial del compuesto humano no ha de apurarse tanto que se venga a negar la posibilidad de que el alma espiritual pueda existir sin el cuerpo, o de que, dentro de ciertos límites, pueda aún oponerse a sus desordenados movimientos.

Con la parte más noble de su espiritualidad, con la libertad, puede el alma domeñar y modelar el cuerpo. Mas no puede librarse tan fácilmente de la agitación desasosegada del mismo, sino que, para dominarla, tiene que servirse del complejo de fuerzas psicosomáticas.

2. Instinto, sensualidad y espíritu

En principio, está en lo justo MAX SCHELER cuando propone categóricamente que el instinto humano — o sea, el conjunto de todas las fuerzas psicosomáticas y pasionales —, sin el espíritu, hablando en general, es ciego y desordenado ; mas el espíritu sin el instinto es débil e impotente. "Sabemos que toda acción u omisión..., que tanto el amor legítimo como las graves aberraciones están ligados a las fuerzas instintivas". Le toca al espíritu, que pesa los valores morales y goza de libertad, tomar la responsabilidad de los impulsos, o dejándose conducir por el instinto y saciándose en el pecado, o enderezando esa fuerza de empuje hacia un amor elevado y puro. Pero, aun en su oficio de conductor y de guía, el espíritu humano, para ser eficiente, necesita en esta su condición temporal las fuerzas psicosomáticas y pasionales.

SANTO TOMÁS valoró, como ningún otro, la importancia de las pasiones en la moral. En su moral fundamental' consagró a las pasiones un extenso tratado. Mas no las consideró, como hicieron casi todos sus sucesores, sólo desde el punto de vista del peligro que entrañaban para la libertad moral, sino como energías indispensables al servicio de la vida moral del hombre. Rechaza de plano el concepto estoico de que las pasiones, como tales, no sean más que un estorbo para el bien. Si es cierto que santo Tomás afirma sin ambages que lo moral radica en lo espiritual, sostiene igualmente que la acción moral adquiere un aumento de perfección cuando a ella concurre la parte sensible, o sea las pasiones. "Alcanza el hombre la perfección moral al poner en la realización del bien no sólo su voluntad espiritual sino también su apetito sensitivo".

El bien debe ser realizado por todo el hombre; sólo entonces será un bien plenamente humano. Esta doctrina fundamental del Aquinate ha quedado no pocas veces oscurecida por la doctrina ascética del agere contra, ir contra la inclinacjón, como si toda inclinación fuera torcida, cosa que no enseña la doctrina católica. Sin duda es necesario desconfiar de las pasiones e inclinaciones, pero esta preocupación no significa que ellas sean esencial y necesariamente malas, ni mucho menos que el espíritu pueda y deba declarar a priori una guerra absoluta a los sentidos, aparte de toda otra consideración. De la parte superior del espíritu, de la libertad debe, sin duda, proceder el agere contra, el esfuerzo por apagar cualquier desorden que se levante en los sentidos. Pero semejante acción combativa sólo será sabia y eficaz si es acción auténticamente humana, o sea, si va realizada conjuntamente por el espíritu y la carne, si el espíritu hace tornar a su propio servicio esas fuerzas pasionales. Así, por ejemplo, una representación pecaminosa no puede ahuyentarse simplemente por un sencillo acto de la voluntad; ésta debe ir ayudada por una representación honesta. Así pues, el combate contra las pasiones no ha de consistir nunca 'en estrangularlas, sino en dirigirlas por el espíritu, persiguiendo una finalidad elevada, con lo que vienen a participar de su nobleza. La labor no consiste, pues, en extinguir las pasiones, sino en dominarlas por medio de la razón orientándolas a una finalidad honesta '.

Un falso espiritualismo es no sólo ilegítimo sino que contribuye también al empobrecimiento y debilitación del mismo espíritu. Un ejemplo nos dará de ello una idea exacta: el sentimiento no es lo esencial del arrepentimiento. Pero no hay auténtico y eficaz arrepentimiento humano si el acto espiritual del arrepentimiento no se manifiesta en una tristeza sensible. A nuestro modo de ver, el arrepentimiento no puede expresarse en forma plenamente humana si no atraviesa por el campo de la sensibilidad, si no se manifiesta la pasión de la tristeza.

La alegría en Dios no será plenamente humana, ni será fuente de energía, si no vibra la pasión, si el sentimiento de la alegría no termina por reflejarse en el rostro. La perfecta y pura caritas Dei no puede sostenerse humanamente si no se adueña del amor sensitivo, si no vibra el amor natural que abraza también la sensibilidad. Es cierto que Dios no puede ser propiamente alcanzado por actos que, de por sí, no rebasan la esfera de lo sensible; lo será sólo por actos espirituales. Pero estos actos espirituales de amor no son genuinamente humanos si de alguna manera no se asientan sobre la pasión natural del amor, pongamos al menos, como en su instrumento y expresión.

Claro está que por amor natural no entendemos un amor sexual. Y ya que se ofrece la ocasión, notemos que el legítimo amor sexual entre dos personas sólo puede ser el amor que emana de todo el ser, no sólo de la sensibilidad, sino también del espíritu.

Los mismos actos sobrenaturales de esperanza y de temor requieren para su expresión y resonancia la pasión sensible de la esperanza y del temor. Según las leyes psicológicas que rigen el comportamiento humano, los actos espirituales de alegría y de tristeza, de temor, de esperanza y de amor terminan por desaparecer si se les veda violentamente toda expresión sensible, si en vez de educar las pasiones se les da muerte. En los numerosos apremios de la vida, necesita la voluntad de la noble pasión de la ira para salir victoriosa. de los obstáculos que se alzan contra ella como barrera infranqueable. Cierto que si la ira estalla absurdamente en impaciencia, ninguna utilidad sacará el espíritu. Pero precisamente cuando el espíritu desdeña las pasiones y no les imprime dirección, desfogarán ellas más locamente su fuerza con desventaja para el espíritu.

Según los diferentes grados de la vida de oración y del desarrollo moral, se insistirá diferentemente en el servicio que pueden prestar las pasiones, pero subsistirá siempre la misma ley esencial. La fantasía no desempeña siempre igual papel en la meditación. Pero no hay adelanto en ésta si se la descarta completamente. Aun en los más altos grados de la contemplación entra en juego con las visiones imaginativas. Los afectos caracterizan una especie de oración — oración afectiva —, mas no deben faltar en ningún grado. Así pues, el hombre debe actuar siempre con todas sus energías espirituales y corporales, aunque es muy diferente la importancia y el empleo de cada una de estas fuerzas en los diversos grados del crecimiento moral.

No podencos entrar de lleno a discutir aquí la teoría de ALOIS MAGER en su Psicología de la mística. Tiene Mager por esencial que en ciertos grados pasajeros de la mística, el alma espiritual actúa con independencia de la parte sensitiva. Pero, según el mismo Mager, la evolución mística procede de lo espiritual para hacer participar cada vez más lo sensible en la experiencia mística. La auténtica "espiritualización" incluye, pues. necesariamente una "encarnación".

3. ¿El cuerpo cárcel del alma o su compañero esencial?

Nada está tan lejos de la enseñanza de la revelación como la idea de la gnosis griega de que el cuerpo es una cárcel para el alma, o la idea hindú de la transmigración del alma y su confinamiento en el cuerpo. El Antiguo Testamento, que tiene siempre delante al hombre total, no habla en ninguna parte' del cuerpo en sentido peyorativo como si fuera una cosa extrañaal alma. La precisa división bipartita griega entre alma y cuerpo es ignorada por el Antiguo Testamento. La idea véterotestamentaria del Seol, sombras de los muertos, para nosotros tan difícil de entender, se hace comprensible sólo cuando pensamos que en el Antiguo Testamento la unidad formada por el cuerpo y el alma es una doctrina que no necesita demostración. Lo mismo aparece en la forma ingenua con que el Antiguo Testamento habla del cuerpo y en la manera como desarrolla con imágenes sensibles y corpóreas las más altas verdades religiosas y espirituales. Realizase esto sobre todo en el Cantar de los Cantares, aunque también conoce el Antiguo Testamento la desarmonía que el pecado causó en todo el hombre y que se hace sentir precisamente en el cuerpo. "Entonces se les abrieron los ojos y vieron que estaban desnudos" (Gen 3, 7). Tampoco es posible hallar la menor huella de hostilidad al cuerpo en la predicación de Jesús, quien da gran relieve al centro espiritual del hombre, al corazón. El cuerpo, como tal, no es cárcel del alma. Pero puede volverse tal para todo el hombre, si el alma se hace su esclava. Y la última razón teológica que lo explica no es propiamente el hecho de ceder a la pasión corporal, sino el emanciparse locamente de la fuerza suprema que lo sostiene, de Dios. Cuando quiere lograr su propio señorío abandonando a su verdadero dueño, cae por necesidad bajo la tiranía del instinto desencadenado. Precisamente no hay más alternativa para el hombre que la libertad de los hijos de Dios, o la "libertad de los esclavos".

El cuerpo es, pues, para el alma, o compañero de esclavitud o compañero de libertad que le presta inapreciables servicios. Esto tiene su razón de ser en la profunda unidad que une esencialmente al alma con el cuerpo.

La doctrina tomista sobre la individuación lo pone claramente de manifiesto. Según ella, el cuerpo no es "este" cuerpo, sin el alma individual, ni el alma es "esta" alma individual, sin el cuerpo individual.

"El hombre es un todo organizado con varios componentes" (TH. STEINBÜCHEL). Esta unidad en la variedad es al mismo tiempo un hecho y un deber ; esto es: el hombre debe vivir su vida según lo exige su unidad substancial, según las leyes que imponen las categorías de valores que la integran. "Ser lo que es" : he ahí su norma (PÍNDARO).

La nueva caracterología ha precisado, en muchos aspectos, nuestros conocimientos del compuesto humano.

ERNST KRETSCHMER, en la caracterización de los enfermos como en la de los sanos y normales, parte de la configuración del cuerpo. Puede demostrar por una abundante documentación científica cómo, a la figura exterior del cuerpo, por ejemplo, a la de los pícnicos o a la de los leptosomáticos, corresponde un carácter especial. También las artes plásticas se basan esencialmente en el reflejo de lo espiritual en el cuerpo.

La reciente psicogénesis confirma esa unidad profunda del alma y del cuerpo : buen número de enfermedades que se manifiestan en el cuerpo radican en el alma y nacen de ella; de allí el nombre de psicogénesis. El tipo más común es el de los histéricos.

La medicina moderna, antropológicamente orientada, ha sacado de estos conocimientos la conclusión de que no basta tratar a los enfermos con productos químicos. La terapéutica moderna enfoca todo el hombre, el alma y el cuerpo.

Para el pastor de almas resulta de aquí un serio deber; y es el de tomar en consideración no sólo el espíritu, sino también el cuerpo. Los psicópatas no se curan sólo "con moral".

De todo lo que precede fluye naturalmente este gran principio:

Es un deber moral el desarrollar conjuntamente todas las facultades humanas, las corporales y las espirituales, para poder emplearlas todas armónicamente en el ejercicio de la virtud.

Pecado será, por lo mismo, descuidar, trastornar o abusar de cualquiera de las partes integrantes del ser humano. Indudablemente la parte superior puede, en ciertas circunstancias, sacrificar la inferior (Cf. Mt 16, 26), pero será siempre para ventaja y perfeccionamiento de todo el ser.

4. La manifestación del ser total en la acción singular

Como veremos más tarde, en el acta plenamente humano (actus humanas) se expresa la totalidad de la persona. Pero desde el punto de vista fenomenológico hay que distinguir entre dos clases de actos : los que son lisa y llana expresión de la elevación o decaimiento de la persona entera, y los que incluyen aún restos de un estado anterior no del todo superado, y que son índice o de una degradación en curso, o de un remontarse hacia valores más altos que todavía no se han implantado en todas las capas del ser. Pero todo acto libre tiende a abarcar y expresar la integridad del hombre, sea que éste se eleve o que decaiga.

Incluso la conversión, comienzo absoluto que afecta al núcleo mismo de la persona, sólo es posible gracias al vigoroso empeño del compuesto alma-cuerpo. Sin embargo, hay una gran diferencia entre la conducta pura de un hombre íntegramente honesto, cuyos ojos resplandecen de pureza, y el acto singular de pureza de otro que debe trabajosamente sobreponerse a sus tendencias impuras, aún no desarraigadas.

Para Kant, el tipo perfecto del bien moral lo ofrece ese acto difícil que emana de un corazón dominado aún por tendencias contrarias a la virtud. Por lo demás, piensa Kant que el sujeto del bien moral es únicamente "la buena voluntad". Nosotros pensamos diferentemente, y sostenemos que el sujeto de la bondad moral es la persona toda entera, y que el acto virtuoso de la persona totalmente dada a la virtud es inmensamente superior, pues brota de la totalidad del ser, y supone y manifiesta una bondad más radical.

El valor y mérito de un acto bueno aumenta en proporción a la tensión de la voluntad que lo lleva a rebasar las energías virtuosas que atesora la persona. Mas el valor de la persona, que es la que propiamente comunica al acto su nobleza, se manifiesta tanto mejor en el acto virtuoso cuanto mayor es la perfección atesorada por todo el ser. Por lo mismo, al acto singular debe atribuírsele mayor valor y mérito cuanto mejor se exprese en él la _ totalidad de la persona, cuanto mayor sea la perfección habitual de la misma. El grado de caridad habitual es la medida suprema para apreciar la perfección de un acto.

Volviendo a nuestro ejemplo de la pureza: el acto de dicha virtud que sólo se consigue después de reñido combate, podrá tal vez ser el mayor acto de virtud posible en las circunstancias dadas, hic et nunc. Pero hemos de confesar que este acto dificultoso de pureza manifiesta menos virtud que los actos fáciles que realiza una persona completamente pura, pongamos los actos de pureza de la Madre de Dios; el acto difícil muestra un conocimiento menos profundo del valor de la pureza y proporcionalmente una adhesión menos franca y radical. El acto de pureza del que es profundamente puro, aunque conseguido sin combate, es, bajo todos conceptos, más valioso que el otro.

Por lo mismo sería falso colocar el ideal moral en el continuo agere contra, en el continuo batallar contra las inclinaciones. Es, sin duda, un estadio necesario, pero transitorio, debido al pecado original y a nuestra condición de principiantes, mas no da la medida de la perfección. Mientras somos "viajeros" es necesario un grado más o menos elevado de agere contra, pues debemos ir adelante luchando para rebasar el límite de perfección hasta entonces alcanzado, sostenidos por la libertad y por la gracia. Pero es evidente que aquí no se trata de un combate entre las dos partes componentes de nuestra naturaleza, sino de una mutua colaboración y ayuda entre ambas para alcanzar el fructuoso crecimiento en la virtud, por actos que traduzcan el esfuerzo por alcanzar un grado siempre más elevado. A quien quisiera apoyar su posición kantiana en las palabras del Señor : "El reino de los cielos padece violencia" (Mt 11, 12; cf. Lc 16, 16), lo remitiríamos ante todo a la exégesis que interpreta la violencia padecida por el reino de los cielos como violencia que viene de parte de sus enemigos. La grave amonestación del Señor acerca de la propia abnegación (Cf. Mt 16, 24), que sin duda significa la violencia ejercida sobre sí mismo, indispensable para seguirlo, no quiere decir que el cristiano tenga que violentar simplemente su cuerpo o sus facultades sensitivas, sino más bien que todo el hombre debe tender al bien, poniendo a contribución todas sus energías y corrigiendo sus torcidas inclinaciones y pasiones, especialmente la soberbia del espíritu. Alcanza el hombre la plena unidad de su cuerpo y de su alma y la perfecta armonía espiritual, y adelanta en la adquisición del bien, sólo por medio de la ascesis y de la abnegación : asemejándose a Cristo crucificado. Mas en este esfuerzo por reducir a la impotencia al viejo Adán (Cf. Rom 6, 6; Eph 4, 22), lo que se persigue no es prolongar eternamente la lucha, el agere contra, sino asemejarse a Cristo, modelo del hombre completo.

5. La unidad de cuerpo y alma en el seguimiento de Cristo

La plena realización de esta unidad de alma y cuerpo, y por la mismo su armonioso desarrollo, queda asegurada con el seguimiento de Cristo. Cristo se nos presenta como un hombre en perfecta unidad, enteramente espiritual y entregado al Padre, pero también humanamente sensible y abierto a todos sus hermanos, lós hombres, a todas las alegrías y a todos los sufrimientos del mundo; absorto en la adoración de la majestad del Padre, pero lleno de admiración ante los lirios de los campos. Y nos invita a que vayamos a Él con todas nuestras energías. Él se dirige a todo el hombre: inteligencia y voluntad, afectos y corazón. Y de la Iglesia, que es la prolongación de Cristo, hay que afirmar que es también una totalidad formada de espíritu y materia. Es a un mismo tiempo visible e invisible; terrena y supraterrena. Tal es también su piedad, que gira alrededor de los sacramentos y sacramentales y del sacrificio del altar. Todo el hombre y toda la creación son invitados a formar el coro de alabanzas a Dios.

Sería muy sospechosa una mística que pretendiera ir directamente a Dios y que no pasara por el culto de la humanidad de Cristo y por el culto visible de la Iglesia.

No hay camino más seguro para realizar esa armoniosa unidad de "alma y cuerpo" que el seguimiento de Cristo viviendo con la Iglesia. El minucioso y cuidadoso control en el empleo de todas las energías, en comparación de esto, no desempeña más que un papel secundario. La armonía interior del hombre se realiza mucho mejor así, como "a espaldas de la acción" (SCHELER), esto es, como de suyo, con la incorporación en Cristo de todo nuestro ser, dándonos de lleno a su fiel seguimiento.

Sin duda que es imposible el seguimiento de Cristo si en un acto, juzgado objetivamente, aparece algún desorden y no es combatido mediante el examen moral, la represión y la abnegación (ascesis). Nuestra debilidad y nuestras caídas, a pesar de generosas resoluciones, prueban la necesidad de poner a contribución la totalidad de nuestras energías, para controlar y desarrollar unas fuerzas, modestas sin duda en sí mismas, pero esenciales.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 101-112