DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO

EVANGELIO


Ciclo A:
Mt 21, 28-32

HOMILÍA

Clemente de Alejandría, Libro sobre la salvación de los ricos (39-40: PG 9, 643-646)

La verdadera penitencia consiste en no recaer en las mismas faltas

El que de todo corazón se convierte a Dios tiene las puertas abiertas, y el Padre recibe con los brazos abiertos al hijo realmente arrepentido. Ahora bien, la verdadera penitencia consiste en no recaer en las mismas faltas, arrancando de raíz los pecados por los que reconoce ser reo de muerte. Eliminados éstos, Dios volverá a morar nuevamente en ti. Cristo afirmó que, en el cielo, cuando un pecador se convierte y hace penitencia, el Padre y los ángeles experimentan un grandísimo e incomparable gozo y una alegría festiva. Por eso exclamará también: Quiero misericordia y no sacrificios. No quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta. Aunque vuestros pecados sean como púrpura, blanquearán como nieve; aunque sean rojos como escarlata, quedarán como la lana.

En efecto, sólo Dios puede perdonar los pecados y no imputar los delitos; lo que no obsta para que también a nosotros nos tenga mandado perdonar cada día a los hermanos arrepentidos. Y si nosotros, que somos malos, sabemos dar cosas buenas, ¿cuánto más el Padre de misericordia, aquel buen Padre de todo consuelo, que rebosa de entrañas de misericordia y es rico en clemencia, propenso a usar de una infinita paciencia y que aguarda a quienes se convierten? Convertirse sinceramente significa acabar con el pecado y no volver más la vista a lo que queda atrás.

Así pues, Dios otorga el perdón de las culpas pasadas; el no reincidir en el futuro queda a la responsabilidad de cada cual. Y arrepentirse supone dolerse de las faltas cometidas, y pedir con insistencia al Padre que las eche definitivamente en olvido, él que es el único capaz de, en su misericordia, dar por no hecho lo hecho, y abolir con el rocío del Espíritu los delitos de la vida pasada.

¿Quieres tú, ladrón, que se te perdone tu delito? Deja de robar. Devuelve, y con creces, lo que has robado. Tú que eres un testigo falso, aprende a ser veraz; tú que eres un perjuro, abstente del juramento y rompe con los demás afectos viciosos. Tal vez resulte imposible romper inmediatamente y a la vez con los afectos inveterados; pero la cosa resultará viable si contamos con la gracia de Dios, las oraciones de los amigos y la ayuda fraterna, unido todo a una verdadera penitencia y a una asidua meditación.


Ciclo B: Mc 9, 37-42.44.46-47

HOMILÍA

Ricardo de San Víctor, Tratado sobre los cuatro grados de la caridad violenta (42-45: Ed. G. Dumeige, Paris 1955, 171-175)

Sed imitadores de Dios, como hijos queridos

Cuando en este mundo un alma ha sido consumida por el fuego divino, ablandada hasta la médula y plenamente licuada, ¿qué otra cosa queda por hacer sino proponerle lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto como una fórmula de virtud a la que totalmente se atenga? Así como un metal licuado fácilmente se desliza a niveles inferiores hacia los que halla una vía expedita, así también el alma, en semejante estado, espontáneamente se somete a todo tipo de obediencia y gustosamente se inclina ante cualquier humillación acatando el orden de la divina dispensación.

Así pues, en este estado del alma se le propone el mismo modelo de humildad de Cristo. Por eso se le dice: Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz. Este es el modelo de la humildad de Cristo al que debe conformarse todo el que quiera alcanzar el grado supremo de la caridad consumada, ya que nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.

Por tanto, escalaron las someras cimas de la caridad y se encuentran instalados ya en el cuarto grado de la caridad quienes están dispuestos a dar la vida por los amigos y están en situación de cumplir aquello del Apóstol: Sed imitadores de Dios, como hijos queridos.

En el tercer grado el alma se gloría en Dios, en el cuarto se humilla por Dios. En el tercer grado se configura según el modelo de la caridad divina, en el cuarto en cambio se configura según el modelo de la humildad cristiana. En el tercer grado en cierto modo muere en Dios, en el cuarto es como si resucitase en Cristo. Por eso, quien se encuentra en el cuarto grado puede decir con verdad: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Este tal se convierte en una criatura nueva: Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Quien ha muerto a sí mismo en el tercer grado es como si en el cuarto resucitase de entre los muertos y ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él, porque su vivir es un vivir para Dios.

Así que, en este grado, el alma se hace en cierto modo inmortal e impasible. ¿Cómo va a ser mortal si no puede morir? O ¿cómo puede morir si no es capaz de separarse de quien es la vida? De sobra sabemos de quién es esta afirmación: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. ¿Cómo, pues, va a morir el que es incapaz de separarse de él? ¿No da la impresión de ser en cierto modo impasible aquel que se muestra insensible a los daños que le causan, que se alegra ante cualquier injuria y acepta como un honor lo que se le hace con ánimo de fastidiarle, según aquella sentencia del Apóstol: Muy a gusto —dice— presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo? Permanece en cierto modo impasible quien se complace en los sufrimientos y los ultrajes que se le infieren por causa de Cristo.


Ciclo C: Lc 16, 19-31

HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Sermón 33 A, sobre el antiguo Testamento (4: CCL 41, 421-422)

Lo que se aprende en la escuela de Cristo maestro

Atiende al evangelio, y mira y examina los pensamientos de los dos hombres de la parábola: Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino y banqueteaba espléndidamente cada día. No te seduzca la felicidad de aquel que se vestía de púrpura y lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Era un soberbio, un impío; vanos eran sus pensamientos y vanos sus apetitos. Cuando murió, en ese mismo día perecieron sus planes.

En cambio, un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal. Calló el nombre del rico, pero mencionó el nombre del pobre. Dios silenció el nombre que andaba en boca de todos, mientras que mencionó el que todos silenciaban. No te extrañe, por favor. Dios se limitó a decir lo que encontró escrito en su libro. De los impíos está efectivamente escrito: No sean inscritos en tu libro. Paralelamente, a los apóstoles que se felicitaban de que en el nombre del Señor se les sometían los demonios, para que no cediesen a la vanidad y a la jactancia como suele ocurrir a los hombres, aun tratándose de un hecho tan relevante y de un'poder tan insigne, Jesús les dijo: No estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo. Pues bien, si Dios, morador del cielo, calló el nombre del rico, es porque no lo halló escrito en el cielo. Pronunció el nombre del pobre porque lo halló allí escrito, mejor dicho, porque él mandó inscribirlo allí.

Observad ahora a aquel pobre. Dijimos, hablando de los pensamientos del rico impío, preclaro, que se vestía de púrpura y lino y que banqueteaba espléndidamente cada día, que, al morir, perecieron todos sus planes. Al contrario, el mendigo Lázaro estaba echado en el portal del rico, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Aquí quiero verte, cristiano: se describe la muerte de estos dos hombres. Poderoso es ciertamente Dios para dar la salud en esta vida, para eliminar la pobreza, para dar al cristiano el necesario sustento. Pero supongamos que Dios nada de esto hiciera: qué elegirías: ¿ser como aquel pobre o como aquel rico? No te ilusiones. Escucha el final y observa la mala elección. A buen seguro que aquel pobre, piadoso como era, al verse inmerso en las angustias de la vida presente, pensaba que un día se acabaría aquella vida y entraría en posesión del eterno descanso. Murieron ambos, pero en ese día no perecieron los planes de aquel mendigo.

Sucedió que se murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. En ese día se realizaron todos sus deseos. Cuando exhaló su espíritu y la carne volvió a la tierra de donde salió, no perecerán sus planes, pues que espera en el Señor su Dios. Esto es lo que se aprende en la escuela de Cristo maestro, esto es lo que espera el alma del fiel oyente, éste es el certísimo premio del Salvador.