Visión y audición en Romano Guardini

Ignacio Escribano Alberca *

Visión y audición, conjugadas en relación de complementariedad, que no de identificación, arrojan la medida cabal de la teología. Se ha dicho que la teología tiene dos ojos: la filosofía y la historia; mejor diríamos que la teología trabaja poniendo en vigilancia dos sentidos: la vista y el oído. En este contexto, el artículo analiza la reflexión de la obra teológica de Romano Guardini sobre los elementos de la experiencia cristiana, a través de la liturgia y otros elementos. Un punto interesante a destacar es que el autor ha emprendido este ensayo dando un panorama del valor que lo visible y lo audible reciben en la tradición protestante y la ortodoxa, y cómo la posición católica asume una síntesis de ambos aspectos. Guardini es una confirmación más de dicha síntesis, centrándose en el "espíritu de la liturgia".

El ojo atiende a lo que se realiza en el espacio; el oído percibe lo que acontece en el tiempo. Bajo el dominio del segundo cae lo histórico —que en teología es lo histórico-salvífico—; bajo el campo de observación del primero está lo natural —que en teología se recubre con lo metafísico: la aportación natural al intellectus fidei—. Puestas así las cosas, el conocer sobrenatural dogmático se ejerce sobre la base del auditos fidei; por el contrario, los naturales preambula fidei —gran parte de nuestra actual teología fundamental, heredera de aquella vieja teología simbólica de la época patrística— están estrictamente correlacionados con la visión. Visión y audición, conjugadas en relación de complementariedad, que no de identificación, arrojan la medida cabal de la teología. Se ha dicho que la teología tiene dos ojos: la filosofía y la historia; mejor diríamos que la teología trabaja poniendo en vigilancia dos sentidos: la vista y el oído.

Huelga añadir que únicamente la teología católica ha reconocido la necesidad de que ambos sentidos se complementen. En efecto, la teología protestante se aferra unilateralmente al auditus fidei. Si en la listona de dicha teología pesa aún el recuerdo de unos hombres que tomaron a pecho la mundanidad la profanidad, lo natural, en suma, bien se ha tenido en cuenta, en el campo rigurosamente reformador luterano a ultranza, de catalogar aquellos esfuerzos entre las diversas maneras de "catolizar", séase, aguar las netas estructuras de la fe. Por lo demás, el esfuerzo realizado por aquella corriente protestan i más que interesado por recapitular lo natural des la soberanía de la fe, pareció empeñado en asimilar la fe a lo natural, por lo que, habiendo quedado reducido el auditus fidei a su mínima expresión, difícilmente podría hablarse de que lo que se tenía entre manos fuera propiamente hacer teología cristiana.

Visión y audición. En este primer plano de significados, el más obvio y directo, el protestantismo toma parte de la audición; el catolicismo, por el contrario —muchas veces se ha hablado de la síntesis católica; aquí la hallamos de nuevo—, ha salido por los derechos de ambos componentes: visus et auditus.

Sobre la congruencia y congenialidad de la visión con lo rigurosamente natural, no nos cabe la menor duda. Puede hacerse la pregunta, sin embargo, de si no existirá, de modo análogo, una visión de las realidades sobrenaturales en cuanto que encarnadas en la historia humana. Aquí entra de lleno el interés de la teología oriental; más concretamente, de la moderna teología de la Rusia ortodoxa. En este punto, dicha teología ha sido suficientemente explícita. De los estudios de Bulgakov y Florenski, los teólogos rusos del exilio, se infiere sin más que la ortodoxia rusa está empeñada por entenderse misma como Iglesia de la visión, esto es, Iglesia en que su primer artículo —poco menos que su articulus stantis et cadentis ecclesiae, como los protestantes han dicho de lo suyo propio: su justificación por el auditus fidei— es la visión y contemplación de las realidades divinas. A tono con esto, Bulgakov y Florenski sitúan la esencia del cristianismo —véase que no decimos: definen, pues que en punto a nitidez conceptual los orientales se muestran sumamente pudorosos y asustadizos— en el "amor y visión de la Belleza espiritual", con lo que se confiere un alcance dogmático principal a un término muy prestigiado en la piedad rusa: Philokalia, el título de la colección de escritos patrísticos que desde Athos conquistó al pueblo fiel en Rusia. En apoyo de su reducción de la esencia de la experiencia cristiana a la visión —pues que de reducción se trata, que a la audición de la Palabra de la Escritura no le confiere un rango, por lo menos, parigual— acuden los modernos orientales a la antigua theoria —término de base sensorial visiva, como su raíz indica— de los Padres griegos.

En dos puntos principales muestra la ortodoxia rusa su diligencia por verse a sí misma jugosa y holgadamente visiva: en la contemplación de Cristo, Verbo encarnado, y en la contemplación de los misterios de la santa liturgia. Con relación a estos dos propósitos son suficientemente elocuentes los escritos espirituales de los teólogos de aquella Iglesia. Véase Nikolaus von Arseniew, Ostkirche und Mystik, categorización del testimonio cristiano primitivo sobre Cristo bajo el aspecto de la visión, de lo que "nuestros ojos han visto", visión a la que, sobre las barreras del tiempo y del espacio, se confiere un alcance actual: puede haber también hoy una contemporaneidad visiva al hecho de Cristo. Como documento moderno de dicha relación visiva puede valer, entre la literatura rusa, la contemplación dostoyevskiana del misterio de Cristo. Dostoyevski ha visto en Cristo "una carne repleta de luces sagradas". El novelista, por su propia cuenta, llega a delimitar la experiencia cristiana de un modo muy parecido a como lo han hecho, dentro de un más esmerado aparejo conceptual, los teólogos de aquel área cristiana. Por lo que hace a la liturgia, bien a las claras está que lo que se intenta con la reducción de la eclesiología a la liturgia —ya en los días del viejo Komiakov— no es sino poner de resalto la base experiencial visiva de nuestro contacto con las realidades divinas. Por unas horas —la liturgia oriental se toma tiempo— "los cielos han bajado sobre la tierra" (Bulgakov) y el creyente comercia, dialoga con los ojos, ve lo santo. Al igual que en la contemplación del icono, que a través de una ventanita deja ver una porción de realidad que ya no es de este mundo —por eso el icono mismo, en innumerables tradiciones, aparece como "no hecho por manos humanas"—, en la santa liturgia, y de modo más calificado, las realidades divinas se hacen patentes a los ojos. El icono está realizado en una atmósfera espiritual en la que se en tiende que lo principal es poner de resalto lo "santo objetivo". Como "expresionismo santo" definió Wunderle el icono, con lo que quedaba éste debidamente acotado frente al moralismo predominante en la evolución del arte religioso occidental; y en la santa liturgia decisivo es alcanzar con los ojos una parte de aquella luz que Cristo poseyera y de la que se hizo un majestuoso alarde en las distintas epifanías, y sobre todo en la del Tabor. En las "Meditaciones sobre la santa liturgia", de Gogol, libro nada patético, nos ha quedado un testimonio literario precioso, y sumamente congenial con la mentalidad ortodoxa.

Planteadas así las cosas en la ortodoxia rusa, de hecho resulta que el elemento auditivo no queda tan destacado. Ni lo histórico salvífico queda avistado en su decisiva pujanza —hay demasiada "sobretemporalidad" en la teología rusa—, ni lo estructural-eclesiológico-jerárquico, con lo que sin duda se corresponde también el auditus fidei, cobra el apetecible grado de representación. No diremos que la Iglesia ortodoxa rusa ha pagado su despliegue de calidades visivas a costa de lo auditivo-obediencial —no se ve porque lo uno excluya a lo otro—, sino que señalaremos que el mundo categoríal de la teología neoeslavófila ha quedado descompensado, renqueante y a media anqueta, por lo que tiene sentido seguir hablando, por lo que atañe a una inteligencia católica con la ortodoxia, de complementariedad, como quieren Tyciak e Yves M. Congar.

Con relación a la ortodoxia, la teología protestante, por el contrario, lleva por delante la ventaja de que; en ella todo es vertical. El auditus fidei —ese prestigiado Hoeren des Wortes— encuentra en esta teología un comento muy sazonado. A tono con este presupuesto fundamental, el protestante construye su fe afinando y aquilatando en cada instante lo que la historia salvífica significa. En principio, el protestantismo es más autoritario y jerárquico que la ortodoxia rusa; si el protestantismo de hecho no aparece hacia fuera como tal, débese ello sin duda a que, habiendo renunciado a ver en la jerarquía la afluencia directa del poder de Cristo, ya se sabe a dónde van a parar las cosas. Por el contrario, en el místico regodeo que como clima prospera entre los orientales, la idea jerárquica queda menos favorecida.

Pero hay un punto —y esto es lo principal que aquí queremos dejar destacado— en que la ortodoxia lleva todas las de ganar. Partiendo en rigor del exclusivo conocimiento, y harto liviano, de la doctrina protestante de la justificación, pensadores no creyentes han polemizado contra la experiencia cristiana como tal —sin distinguir mayormente entre las distintas posiciones teológicas—, tachándola de formalista. En la abundosa literatura de Walter F. Otto, Kerenyi, Ernesto Grassi y alguno de sus seguidores, se ataca abiertamente la experiencia cristiana porque se la halla no ya menos aprovisionada de jugos experienciales, sino total y acartonadamente enclavada en una actitud ciegamente obediencial con relación a una formal exigencia —la Voluntad divina que exige acatamiento sin presentar sus credenciales. Frente a esta pretendida relación formal con el objeto de la fe, el grupo neohumanista a que acabamos de referirnos, hace un despliegue ciertamente impresionante de las calidades experienciales que concurren en la experiencia mítica greco-romana. Un hombre tan fino como el protestante Dietrich Bonhoeffer, que leyó en su prisión berlinesa durante el dominio nacionalsocialista el estudio de W. F. Otto sobre Die Goetter Griechenlands, no dejó de manifestar su nostalgia por un mundo pretérito en que la visión —el Schauern, pende a todas horas aduce W. F. Otto— es medio directo de comunicación con lo divino. Pero, a lo que vamos, el Schauern está aquí contrapuesto y en abierta hostilidad con el Hoeren. En los términos de la polémica neohumanista —no hace falta recordar que los nocivos que en ella se hacen valer no son otros que los eternos y siempre reverdecidos: desde Juliano el Apóstata y sus consejeros neoplatónicos, hasta la ac-actual polémica, no varía la línea— de la actitud obedencial auditiva pende, como un colgajo, la magra y amenazada religiosidad que afirma lo ultramundano sacando fuerzas de flaqueza, y supliendo la directa experiencia con un surplusage de voluntad; de la visión por el contrario —el Schauen— pende todo un rico mundo de formas tras las que se manifiesta a toda hora, patente y asequible al ojo humano, lo divino.

Vamos a preguntarnos, ¿tendrían siquiera visos de sacar adelante su polémica los hombres de este grupo, si en vez de ensañarse con la doctrina protestante la justificación, se hubieran avenido a cambiar unas palabras con los representantes de esa área "visiva" que constituye la teología ortodoxa oriental? Creemos que no. La lectura de aquellos hombres podría haber separado a los del grupo neohumanista más de una sorpresa, que de rebote les hubiera podido conducir a juzgar y valorar la experiencia cristiana en su integridad. Creemos, por lo demás, que no procedemos con ánimo de desorbitar y agigantar desmesuradamente —todo propósito de homenaje parece nos pusiera en este disparadero—, si a renglón seguido añadimos que una somera reflexión sobre la obra teológica Romano Guardini hubiera podido bastar para verificar los elementos experienciales de que se abastece la experiencia cristiana, y que nosotros hemos visto relacionados con la "visión".

Desde los días de su colaboración con el movimiento litúrgico y con la abadía benedictina de Maria Laach, Romano Guardini se señala entre los que han visto en la obra del culto un quehacer que es un fin en sí, y en el que, aun cuando la embriaguez religiosa que provoca el contacto directo con lo santo está domeñada por la sobria ebrietas, queda un maravilloso huelgo para una actitud humana sumamente calificada: la actitud lúdica, que espontáneamente brota en el creyente al contemplar el santo misterio. Maria Laach sabe revalorizar la Palabra. Para la antemisa, aquellos teólogos preven una sazonada y bien medida liturgia de la palabra, con la que se correlaciona una postura eminentemente auditiva y obediencial. La Palabra se realiza en el tiempo, es actual, y su órgano de percepción es el oído. Pero, a la vez, Maria Laach reclama para sí toda la gloria de lo que en el culto eucarístico entra por los ojos: con el sacramento, que no es actual, sino sustancial, está correlacionada la visión. Guardini, que ha escrito una serie del obras auténticamente mistagógicas —o de iniciación] al misterio, como se decía en los escritos de inspiración patrística alejandrina en torno a las disposiciones convenientes para vivir con plenitud la presencia de lo santo en el culto cristiano—, no ha dejado de insistir sobre la necesidad de aguzar el oído ante la proclamación de la palabra —hasta él, nadie había descendido a señalar tan pormenorizadamente la serie de posibles percances (el carraspeo durante las lecciones de la Escritura, etc.) capaces de trastornar la buena atmósfera de la participación cultural—, pero con idéntica tenacidad ha recabado para el ojo humano la virtualidad de ser órgano por el que se cuelan multitud de sutiles y jugosas epifanías. Para Guardini, el sacramento, como en la fórmula agustiniana, está compuesto del verbum y del elementum. Ahora bien; si decisivo es el verbum —el protestantismo se queda ahí, a medio camino: el sacramento en tanto vale en cuanto que en él, de algún modo, percibimos la Palabra—, no menos real es lo que en el sacramento hay patente a los ojos, por lo que es hacedera una comunicación visual con el misterio. Ahí están esas meditaciones suyas sobre los "signos sagrados" en que de modo primoroso se elevan al rango que les corresponde como trasmisivas de religiosas epifanías esas humildes cosas —el agua, "creatura tua, mysteriis tuis serviens", el cáliz, las luces... —que la liturgia cristiana ha incorporado a su culto diario. No deje de leerse el enjundioso estudio de Guardini sobre Das Auge und die religiöse Erfahrung. "Sé todo ojos", recomendaban a sus novicios los Padres del desierto. Guardini nos invita a que participemos en el misterio con ojos limpios y purificados —das ungetruebte Auge: he aquí la bella fórmula de preclaro ascendente alejandrino.

Por los tiempos en que el movimiento litúrgico se habría paso, los teólogos rusos de la emigración se ufanaban de que la Iglesia católica se hubiese mostrado ganosa de rejuvenecerse acudiendo a las viejas sabidurías culturales de la ortodoxia. Bueno será reconocer! que, en efecto, desde la reivindicación católica de lo visivo, se abría un camino que allanaba las diferencias, o que al menos hacía comprender mejor lo que la ortodoxia había visto como sustantivo en la experiencia cristiana. Por lo que hace a Guardini, su personal enfoque de lo cultural colócalo a una altura en que puede dialogar sin sobresalto con los más empinados contemplativos de aquella Iglesia, con la ventaja —también esto conviene señalarlo— de que en la síntesis católica de Guardini la visión está bien conjugada con la audición, la ebrietas contenida por la escueta sobrietas. ¿No atribuyó Guardini a la liturgia en su primer escrito sobre la materia —Vom Wesen der Liturgie— un predominio del logos?

Por lo que afecta a la contemplación guardiniana del misterio de Cristo, ¿no advertimos que lo que principalmente ha seducido a los miles de lectores de El Señor ha sido precisamente esa rica base experiencial y visiva que el teólogo aporta —un indiscutible caso de novedad en la literatura cristiana moderna— para la comprensión de la realidad de Cristo? En otros lugares cristológicos suyos, se nos hará patente que el maestro trabaja predominantemente bajo una inspiración auditiva. En Vom Wesen des Christentums Guardini aboga por el Cristo recibido en la predicación de la Iglesia. La norma cnstológica de este autor es la Tradición, en la que de mano en mano se trasmite una preciosa herencia, la imagen de Cristo. En el plan salvífico, ha llegado a formular alguna vez Guardini, la Iglesia tiene un lugar y una misión indiscutible: sólo en ella, en su ámbito espiritual, se ha conservado intacta, y al abrigo de desfiguraciones, la imagen de Cristo. Ahora bien: la contribución experiencial del visivo Romano Guardini consiste en que, a lo largo de unas seiscientas páginas de fina y rezumante prosa —nos referimos de nuevo a El Señor—, su autor ha sabido colocarnos cara a Cristo, sus gestos, sus acciones, y lo que allí se encomendaba era pararse, estar a la escucha, dejarse aleccionar, adorar y obedecer".

Con relación a la contemplación visiva de la realidad natural, recordemos que desde los días de Goethe existe una alternativa —falsa— en que la religión cristiana se confina al Hoeren, mientras que de la visión se extrae un rico mundo de formas, sentidos, indicaciones, que sumados entre sí pretenden arrojar una imagen aproximada de aquello que el propio Goethe gustaba de llamar die Breite der Gottheit, la anchura de divinidad, y de la que se ha querido extraer una idea religiosa hostil al cristianismo. "Du sprichst vom Glauben, ich halte viel aufs Schauen", escribía Goethe a su amigo Jacobi, el teólogo protestante. Al plantear la alternativa —que en nuestros días ha sido repristinada, aunque de un modo un tanto libresco, por el grupo neohumanista a que arriba aludíamos— se da por bueno que mientras que la postura auditivo-obediencial concluye en la religión que acata una imposición de la voluntad divina, etc. —el cristianismo, en la desfiguración a que se le somete—, la contemplación visiva de la naturaleza conduce a la religión de las formas, que en la piedad griega —los dioses son clarificadas formas, asequibles al ojo humano— tiene un paradigma valedero para todos los tiempos.

Guardini no ha perdido de vista el nuevo planteamiento, y con gran solicitud ha seguido de cerca las sugerencias que la lírica presenta en este terreno: valgan como índices de esta dedicación sus sendos estudios consagrados a la poesía de Hölderlin y de Rilke. Sobre este último estudio nos ha comunicado su autor — ¡qué buena ley la de este teólogo, y que gran humanidad!— que si a Rilke se llegó él con ánimo de enfrentarse con sus ideas —lo ha hecho ya a rajatabla—, en no menor medida ha sido causa de su larga dedicación al tema el hecho de que en el autor de las Elegías de Duino el teólogo ha encontrado para sus ocios un lenguaje de embeleso.

El mundo de las formas míticas. Guardini reconoce generosamente su pujanza. En la moderna sensibilidad, protagonizada por nombres como el de Hölderlin y el de Rilke, descubre una prolongación de aquella forma religiosa que durante siglos predominó, y frente a la cual un día la Revelación se colocó quer, seccionalmente. Pero nos importa destacar que a la visión neopaganizante Guardini no opone únicamente el auditus fidei de la Revelación. Nuestro autor tiene páginas bellísimas en que, en un plano también natural, descubre las insólitas perspectivas que en el paisaje de lo creado se ofrecen a la visión humana. A la mirada humana, cuando ésta es clara y purificada, le es dado hacerse con una visión en que las cosas aparecen en su carácter de creaturidad, de obra de Dios, de símbolo que remite al poder y soberanía divinos. He aquí por qué Guardini ha hecho también tan largas posadas en Dante. Por lo demás, en su estudio sobre la Divina Comedia es donde con más detenimiento ha disertado Guardini sobre la "visión".

Los organizadores de la edición del homenaje a Romano Guardini me indicaron si no podría ocuparme de relacionar la figura teológica de este gran maestro con la teología de la Iglesia oriental. El tema era tentador, pero hubiera exigido un confrontamiento que, en la obligada estrechez de esta colaboración, por fuerza habría resultado premioso y mutilado. He preferido indicar someramente y apuntar como con alfileres por dónde camina el enfoque guardiniano de lo visivo, y con ello, aunque indirectamente, creo haber dado satisfacción a quienes me presentaron aquella inestimable sugerencia, dado que en este punto nuestro autor se encuentra en una apreciable cercanía a lo que de más atrayente hay en aquella teología.

Con relación al asunto de la imputación de formalismo, conviene recordar, finalmente, que nuestros hábitos intelectuales nos llevan a salir al paso de estos reproches, o bien destacando la base personalista de los momentos auditivo-obedienciales de la fe, o bien insistiendo —al estilo metodista— sobre las repercusiones de todo tipo que en el alma del creyente acaecen tras el encuentro con la Revelación. El primero pareció el mejor camino, y es el que ha prevalecido. Guardini también tiene ahí un puesto destacado. El segundo aún le pareció viable a Dilthey —-hechura espiritual de Schleiermacher— cuando desde él destacó el significado de la reforma luterana frente al "formalismo" católico; John Henry Newman, que se las hubo de ver muy de cerca con el pietismo, nos ha desaconsejado tirar por esa vía. Ocurre, sin embargo, que se atiende menos a esa otra forma experimental, la visión, que en la ortodoxia encontramos sumamente prestigiada, y de la que Romano Guardini —un teólogo que ante Dios lo ha saturado todo, pero también, eminentemente, la mirada— puede ofrecernos un ejemplo vivo y cercano.
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* Doctor en Teología, Universidad de Munich, Alemania.

 

 

 

Fuente: Alfonso López Quintás (dir.), Psicología religiosa y pensamiento existencial, ensayos filosóficos-teológicos, Libros del Monograma, Madrid, 1963, pp. 89-104.