Naturaleza y creación

Extraído de Mundo y Persona (Welt und Person) *

Romano Guardini

I. Naturaleza, sujeto y cultura

¿Cómo percibe el hombre el ser del mundo en que vive? ¿De qué manera existe? ¿Con qué conceptos se expresa esta manera de existir del mundo?

Ya a finales de la Edad Media, pero, sobre todo, en el Renacimiento surge una palabra que va a ir adquiriendo cada vez mayor significación: la naturaleza. Con ella se designa la totalidad de las cosas, todo lo que es. O, expresado más exactamente, todo lo que es antes de que el hombre ponga la mano en ello. Es decir, los cuerpos celestes, la tierra, el paisaje con sus plantas y sus animales, pero también el hombre mismo, siempre que se entienda como realidad anímico-orgánica. Este todo se experimenta como algo profundo, poderoso y magnífico, como una plenitud de vivencia a nuestra disposición y a la vez, también, como cometido para el conocimiento, la aprehensión y la conformación. La intensidad en el valor de la palabra muestra qué profundos desplazamientos del sentido vital y de la relación cósmica se expresan en ella.

El concepto de naturaleza es un concepto objetivo que significa aquello que se ofrece al pensar y al obrar; a la vez, empero, es también un concepto axiológico y significa una norma válida para este pensar y este obrar: lo sano y exacto, lo sabio y perfecto, en suma, «lo natural». Frente a ello tenemos lo no-natural, lo artificioso, desviado, enfermizo, pervertido. De este criterio axiológico se derivan modelos de la existencia natural; el hombre tal como debe ser, la sociedad y la forma política natural, la educación fecunda, el arte noble, y tantos otros, modelos que se significan, por ejemplo, con el concepto del «honnête homme» de los siglos XVI y XVII, del hombre «natural», de Rousseau, de la vida racional de la Ilustración y de lo naturalmente bello en la Ilustración y en el clasicismo.

El concepto de «naturaleza» expresa algo último. Detrás de él no puede apelarse a nada. Tan pronto como se deduce algo de él, este algo se ha entendido definitivamente; tan pronto como se ha fundamentado algo como natural, este algo está justificado; tan pronto como se tiene conciencia de que algo es conforme a la naturaleza, desaparece el problema. Con ello no quiere decirse que la naturaleza pueda entenderse en su totalidad y en i su último sentido. Al contrario, la naturaleza es sentida como, algo tan rico y profundo, que el pensamiento no llega con ella a ningún último término. La naturaleza es creadora y no puede apresarse en ningún sistema; es misteriosa y «no se deja despojar de su velo». Y es misteriosa, no en el sentido de que sus problemas sean harto complicados, sino por principio: la naturaleza lleva en sí el carácter misterioso del comienzo y del fin, del sustrato primario, de lo esencialmente impenetrable. Justamente por ello representa también lo último sobre lo que puede preguntarse. En tanto que da una respuesta, esta respuesta es definitiva, porque es «natural», es decir, evidente, y porque, proveniente de la naturaleza, constituye una respuesta desde los fundamentos primarios.

En la vivencia de la naturaleza desemboca otra vivencia, la de la Antigüedad clásica. Para el sentir del Renacimiento, que, desde este momento, va a penetrar toda la Edad Moderna, la Antigüedad clásica no es una época entre otras y, por tanto, condicionada como todas las demás, sino que reviste carácter normativo. La Antigüedad clásica representa la expresión del hombre tal como éste debe ser. La humanidad y el sentimiento existencial, el idioma y el arte, la forma política y social del mundo clásico griego y romano se sienten como interpretación válida de la existencia verdaderamente natural. El concepto de lo clásico significa en último término lo mismo que el de lo natural; sólo que entendido como conformación histórica. La cultura clásica es la cultura «natural», y la vivencia de la naturaleza se justifica por una vivencia cultural de rango máximo.

Desde aquí el problema religioso se plantea de nueva manera. Muy pronto ya se muestran dos posibilidades de respuesta. La primera encuentra en la naturaleza misma una profundidad numinosa, y surge así la idea de la naturaleza misteriosa, creadora del todo, sagrada: de la naturaleza-Dios. Así en Giordano Bruno, Spinoza, Goethe, Hölderlin, Schelling. La naturaleza se entiende ella misma como el hecho primario religioso y la relación con ella como la raíz de la religiosidad. Lo natural es, a la vez, lo sagrado y religioso, lo no-natural o antinatural, lo impío sin más [1] ... O bien el sentimiento religioso experimenta una especie de inversión y se convierte en una intolerancia religiosa y oculta, que considera lo inmediatamente dado de las cosas como lo único esencial, y el sentido para los hechos y la fidelidad a la realidad como lo único exacto; así, sobre todo, en la corriente positivista que va a correr a todo lo largo de la Edad Moderna.

En tanto que el hombre es una realidad anímico-corporal, pertenece él mismo a la naturaleza; en tanto, empero, que la considera, la investiga, la aprehende, la conforma, se sitúa frente a ella. Que se trata de un verdadero enfrentamiento se ve claramente en el concepto admonitorio de lo no-natural. Lo no-natural sólo puede darse porque el hombre no se inserta en la conexión natural inmediata. En lo no-natural el hombre se desprende de esta conexión, la precipita en una crisis, y tiene como cometido el reconstruirla por el conocimiento, la acción y la creación. De la experiencia de este enfrentamiento surge una segunda forma fundamental de interpretación de la existencia: la del sujeto.

El concepto no se encuentra en la Edad Media como no se encuentra tampoco en ella el de la naturaleza. Es verdad que se sabe de la naturaleza como realidad y también como norma. También el hombre medieval ve las cosas, el orden de su estructura, la regularidad de su comportamiento, y llega así a la idea de una última unidad. Además, al pensamiento medieval se incorpora el concepto griego, especialmente el aristotélico, de naturaleza y lo elabora en todas sus direcciones. Este concepto no tiene, empero, el carácter que antes hemos descrito, sino que se convierte, más bien, en un medio para interpretar la creación de las cosas por Dios. De igual manera, también el pensamiento medieval sabe del sujeto como la unidad del existir individual, como el soporte de los actos espirituales y como el punto de imputación de la responsabilidad. Este concepto, no obstante, tiene algo de desinteresado, de serena objetividad, que se manifiesta ya en la manera con que el individuo retrocede detrás de las conexiones de la existencia. Este carácter se modifica en el ocaso de la Edad Media y, sobre todo, en el Renacimiento. En esta época va a imponerse una vivencia del sujeto que determinará toda la época subsiguiente. El hombre se siente, de una nueva manera, como algo importante e interesante. El hombre extraordinario, genial, sobre todo, gana una importancia no sentida nunca en la Edad Media. El hecho de que el Renacimiento abunde en personalidades originales y de grandes dimensiones no es suficiente para justificar la impresión que causa su tipo humano. También la Edad Media fue sustentada por hombres extraordinarios, combatientes, soberanos, creadores y personalidades religiosas; pero sólo después de aquel giro histórico logra el hombre excepcional aquel acento que va a prestarle un carácter tan singular. Sólo ahora va a convertirse en algo importante para sí y para toda la época. Lo personal va a convertirse en un nuevo criterio y, contemplado claramente en las grandes personalidades, va a determinar el ámbito total de la vida.

Surge así un nuevo sentimiento de lo humano, un interés por su variedad, un juicio acerca de su autenticidad y originariedad. De igual manera que la naturaleza aparece como lo primero, detrás de lo cual no podía retrocederse, así también la personalidad. La gran personalidad, sobre todo, lleva en sí la ley de su existencia, quiere ser entendida desde sí misma y justifica su obrar con su propia fuerza creadora. Lo que de ella surge auténticamente reviste carácter de validez. Descubierto en hombres excepcionales, el mismo criterio se aplica al hombre en absoluto, el cual se convierte así en un principio tan válido como la naturaleza. La existencia adecuada consiste en que el hombre viva y actúe desde el fundamento primario de su personalidad. Frente al ethos de lo bueno objetivamente y de la verdad, aparece el de la autenticidad y veracidad.

Lo determinado hasta ahora partiendo de la originariedad del ser vivo, recibe su expresión formal en el concepto de «sujeto». El sujeto es el soporte de los actos revestidos de validez y la unidad de las categorías que determinan esta validez. Su definición más clara se encontrará en la filosofía de Kant. Como sujeto lógico, ético, estético, esta filosofía piensa un dato último, soporte del mundo del espíritu. Detrás de él no puede retrocederse, porque todo intento de retroceso sólo puede realizarse con las categorías de esta misma subjetividad. El «sujeto» constituye la expresión lógica de la «personalidad», y ambas representan diversas formas de la naturaleza-hombre enfrentada con la naturaleza-cosa. Con una pasión que apunta ya a una trasposición en el sentido existencial, se confiere al sujeto lógico, ético y estético el carácter de la autonomía. «Autonomía» significa el «descansar' sobre sí mismo», el carácter de comienzo y la validez primaria del sujeto; la misma pretensión, por tanto, que, aplicada al ámbito vital-creador, es expresada por el concepto de personalidad, y, aplicada al ámbito objetivo de las cosas, es expresada por el concepto de naturaleza.

Tan pronto como algo puede ser deducido de la personalidad o del sujeto, este algo ha sido entendido definitivamente. Quien ha superado, de una manera u otra, la Edad Moderna y se entrega a la lectura, por ejemplo, de las obras de Immanuel Kant, hace una experiencia singular. ¿En virtud de qué, el hecho de que el sistema hunda sus raíces en la subjetividad, aunque sea «trascendental», es garantía suficiente de la posibilidad del conocimiento, del juicio moral, etc.? En el sentimiento, empero, de que esto es así radica precisamente lo «nuevo», algo que el lector imaginado no puede aceptar sin más, una vez que ha traspuesto la línea decisiva. Para el pensamiento de la Edad Moderna, un acto de conocimiento o un juicio moral se convierten en realmente válidos por el hecho de descansar en la autonomía del sujeto; un fenómeno que se corresponde con lo que más arriba dijimos sobre el conocimiento desde la naturaleza y sobre el criterio axiológico de la naturalidad. Con ello no se afirma que el sujeto mismo fuera plenamente cognoscible; el mismo Kant, por ejemplo, sitúa en la ley moral interior toda la profundidad del misterio, un misterio que, característicamente, es relacionado por él con la impresión numinosa del cielo estrellado, es decir, con la naturaleza. La personalidad y el sujeto son, en principio, tan poco comprensibles como la naturaleza, pero lo que se comprende desde la personalidad y desde el sujeto está comprendido válidamente. Un retroceso al ámbito metafísico es tan imposible partiendo de la personalidad y del sujeto, como partiendo de la naturaleza. También la personalidad se prolonga en el campo religioso, y el genio es sentido como algo numinoso. El poeta, el artista, el hombre de acción, aparecen como algo misterioso, y existe la tendencia a ponerlos en relación con la idea de los dioses. El nuevo concepto de la fama expresa la irradiación suprahumana que, procedente de las grandes personalidades, sigue iluminando la historia. La subjetividad se pone en relación con el espíritu universal a través del «sujeto en general», y se convierte en su expresión directa. El pensamiento recibe desde aquí un carácter religioso, y éste se vierte en la idea de la «ciencia», prestándole una significación hasta entonces desconocida.

Naturaleza y sujeto —designando también con esta palabra la personalidad— se enfrentan la una al otro como hechos últimos. La existencia está dada como naturaleza y como sujeto, detrás de los cuales no se puede retroceder. Entre ambos surge el mundo de las acciones y de las obras humanas. Este mundo descansa sobre aquellos dos polos, encuentra en ellos su presuposición, es caracterizado por ellos, pero, de otro lado, posee frente a ellos una independencia singular. Es un mundo que se determina por un tercer concepto, peculiar también de la Edad Moderna: el concepto de «cultura».

La Edad Media poseyó una cultura del más alto valor. Tendió al conocimiento y construyó en sus «Sumas» un alto universo de evidencias. Creó obras grandiosas, realizó acciones arrojadas y conformó órdenes de la convivencia humana de última validez. Todo ello se realizó, empero, en una actitud que, si hubiera tenido conciencia de sí, se hubiera entendido a sí misma como una contribución al acabamiento de la obra universal divina. El hombre se esforzaba en realizar la obra, pero no en reflexionar sobre esta obra, y ello porque lo que le interesaba era lo que había que crear, y no él mismo como creador. También aquí cambian las cosas con la Edad Moderna. La obra humana recibe una nueva significación, y una nueva significación también el hombre como su productor. La obra humana se incorpora el sentido que antes había alentado en la obra divina del mundo. El mundo pierde su carácter de creación y se convierte en «naturaleza»; la obra humana pierde la actitud de servicio determinado por la obediencia a Dios y se convierte en «creación»; el hombre mismo, que había sido antes adorador y servidor, se convierte en «creador». Todo ello se expresa en la palabra «cultura». También en ella anida una pretensión de autonomía. El hombre pone mano en la existencia para conformarla de acuerdo con su propia voluntad. Al ver al mundo como naturaleza, se lo quita a Dios de las manos y lo hace descansar sobre sí mismo. Al entenderse como personalidad y sujeto, se emancipa del poder de Dios y se convierte en señor de su propia existencia. En su voluntad de cultura se dispone a construir el mundo, no en obediencia frente a Dios, sino como obra propia. Y, efectivamente, la constitución del concepto de cultura coincide con la fundamentación de la ciencia moderna, de la que, a su vez, va a salir la técnica. Esta última, empero, constituye la suma de todos aquellos medios y procedimientos por los cuales el hombre se libera de las barreras de las conexiones orgánicas, en cuya virtud se hace capaz de proponerse fines a su arbitrio y de conformar de nuevo lo dado. Lo que en esta voluntad alienta se pone de manifiesto en la doctrina de la autonomía de la cultura, la cual va liberando progresivamente la ciencia, la política, la economía, el arte, la pedagogía, de las vinculaciones de la fe, y no sólo de la fe, sino también de toda ética obligante, y haciéndolas reposar sobre sí mismas. También esta cultura adquiere carácter religioso. En ella se revela el secreto creador de la existencia, sea que se le conciba como fundamento primario de la naturaleza o como potencia de la personalidad o como espíritu universal. También la cultura aparece como algo último, que garantiza al hombre el sentido de la existencia: «Quien tiene arte y ciencia, tiene también religión».

La estructura psicológica o la situación en la historia del espíritu determinan cómo se relacionan recíprocamente los hechos primarios de la naturaleza, del sujeto y, entre ambos, de la cultura. Puede situarse el centro de gravedad en la naturaleza y entenderse al sujeto como su órgano; así, por ejemplo, en la filosofía de la naturaleza del Renacimiento y del romanticismo. En este caso la cultura aparece también como emanación de la naturaleza, como su autoconstrucción, trascendente a ella misma y hecha posible por el eslabón intermedio del sujeto reflexivo. O bien el centro de gravedad se desplaza al yo, y la naturaleza aparece como una masa caótica de posibilidades, de las que el sujeto, conformando autónomamente, hace surgir el mundo de la cultura, tal como ocurre en la filosofía de Kant. O bien, finalmente, pueden considerarse la naturaleza y el sujeto como pilares equivalentes de la relación, sobre los cuales, como sucede en Hegel, tiene lugar el acontecimiento supranatural y suprapersonal del devenir de la cultura.

También el campo de la religión experimenta una interpretación diversa. Lo divino se inserta en la naturaleza y se equipara con su profundidad creadora; o se sitúa en el interior de la personalidad, en el ánimo, en la genialidad y aparece como su fuente misteriosa; o se ve en él el principio espiritual y creador de la existencia que se despliega en el proceso de la creación cultural... La relación puede también construirse, sin embargo, sobre la base de la separación, tal como lo hacen el deísmo y el racionalismo. En este caso, «Dios» queda situado a tal distancia del mundo, que no puede afectar ni a la naturaleza o al sujeto en su autonomía, ni a la obra de la creación cultural en su desarrollo propio... Una última posibilidad consiste, finalmente, en tener al ámbito de lo religioso por peligroso para la libertad y pureza del mundo, eliminándolo totalmente. Es lo que tratan de hacer el positivismo y el materialismo en sus diversas formas.

A la pregunta formulada al principio, de en qué forma es él existente, la conciencia de la Edad Moderna contesta diciendo: como naturaleza, como sujeto y como cultura. La estructura de estos momentos significa un algo último, tras el cual no puede retrocederse; un algo autónomo que no necesita ninguna fundamentación y que no consiente tampoco ninguna norma sobre sí. Esta respuesta proviene de la época, entendida como una totalidad, y no depende, por ello del individuo. Expresa una actitud total en la que nace inserto el individuo y con la que éste tiene que enfrentarse polémicamente. Como forma perceptiva preliminar y como patrimonio común, esta actitud actúa, de una u otra forma, en la conciencia de cada individuo, incluso cuando éste la contradice.

Bajo su influjo se encuentra también la manera en que son experimentados, recibidos y convertidos en contenidos del obrar la realidad religiosa, Dios y su reino. Este influjo puede destruir toda relación positiva con la revelación, pero actúa también allí donde se mantiene la fe. Este influjo actúa en el pensar y en el sentir del creyente, y produce las específicas dificultades religiosas de la Edad Moderna, que pueden condensarse en la siguiente pregunta; si el mundo es realmente tal como lo hemos expuesto, ¿pueden ser la Iglesia, la Encarnación divina, la revelación y, finalmente, puede ser el Dios sacrosanto personal, que es presuposición de todo ello?

II. El ser creado del mundo

No es fácil adoptar una actitud adecuada respecto a esta situación y a estas concepciones, ya que no sólo se trata de algo muy complicado, sino, además, de algo determinado por puntos de vista que se limitan y se oponen recíprocamente.

Ante todo, habría que preguntarse qué hay de exacto en las ideas de naturaleza, sujeto y cultura que acabamos de exponer. La forma directa con que la Edad Media vio la realidad absoluta de Dios y la vida eterna prometida, como lo propiamente verdadero, amenazó —en principio, e independientemente de la intensísima plenitud de vida y de creación— con desvalorizar lo finito y temporal. Lo finito aparecía sólo como el reflejo inapropiado de lo absoluto y el tiempo como el preludio inesencial de la eternidad. Se sentía tan intensamente el carácter simbólico de la creación, que no se atribuyó a ésta suficiente realidad. A partir de finales de la Edad Media la fuerza de lo religioso se hizo cada vez más débil. El ímpetu hacia la trascendencia, que se había impuesto antes en todos los puntos de la existencia, cede ahora. La atmósfera religiosa que antes había abarcado todo, la corriente religiosa inmediatamente sentida, que había abarcado todo, la corriente religiosa inmediatamente sentida, que había penetrado todo, se volatiliza ahora. Para emplear una expresión ya acuñada, el mundo «se desencanta». La realidad finita se destaca de una nueva manera: en su dureza y su urgencia, en su plenitud de sentido y su carácter valioso. Lo finito como tal penetra en la conciencia y con él la significación de lo creado. Esta significación puede, en efecto, disolverse de diversas maneras; de un lado, ocultando el hecho de su carácter creado y haciendo del mundo un algo absoluto; de otro lado, empero, también, viendo tan inmediatamente en lo religioso-absoluto lo propiamente verdadero, que lo finito pierde su plenitud de realidad y de sentido. Justamente esta plenitud es la que ahora se impone al sentimiento, formula sus preguntas y señala sus cometidos.

Todo ello se expresa en los conceptos de que hemos hablado, y en este sentido éstos tienen su justificación. La verdad sigue siendo siempre la verdad, sea cual sea el precio que haya que pagar por ella. Ahora bien, lo que la conciencia de la Edad Moderna percibió frente a la Edad Media era realmente verdad; la realidad auténtica, plena de sentido, sugeridora de obras, del ser finito. Pese a toda la admiración por la grandeza, unidad e intimidad de la visión medieval del mundo, no hay que olvidar que llevaba en sí por doquiera una especie de corto-circuito religioso. Se sentía tan intensamente lo absoluto, que lo finito no se destacaba en su significación propia. Las preguntas por la esencia del mundo no estaban más que parcialmente bien formuladas, y las respuestas no eran dadas realmente más que en parte. La estructura audaz y piadosa de la existencia medieval sólo pudo surgir y pervivir, porque la vista estaba, a menudo, cegada para la realidad de las cosas, porque el corazón se hallaba protegido frente a las posibilidades del mundo, y porque las decisiones se desplazaban al ámbito de la vida ético-religiosa. El hombre medieval rezaba a Dios y obedecía a la autoridad que el Señor del mundo había colocado aquí. Con ello rendía pleitesía a la última verdad, pero ignoraba, a menudo, la penúltima; también ésta, empero, es verdad y no debe quedar aplastada por la fuerza de la otra. Las respuestas del hombre medieval a las preguntas por la esencia del mundo eran, por eso, a menudo, todavía precríticas y representaban una estilización mítica, legendaria y artística de ese mismo mundo. Como el mundo, de otra parte, no aparecía a la mirada del hombre medieval como lo que en realidad es, la fe de éste no llegó a sufrir la verdadera prueba.

En los conceptos de naturaleza, sujeto y cultura se expresa aquel deber que la Edad Moderna ha descubierto y hecho suyo; el deber de sinceridad y el de hacer justicia a las cosas. La Edad Moderna se decidió a tomar al mundo como realidad y a no restarle nada de ella por el tránsito directo a lo absoluto. Se percató de que este mundo le está dado al hombre de una manera a la vez grandiosa y terrible, y se dispuso a entender como cometido religioso el sentido de esta responsabilidad, en lugar de paliarla por un retroceso al ámbito de lo religioso. La ciencia moderna con su carácter implacable, la técnica con su precisión y audacia, el espíritu tan específicamente moderno de conquista del mundo, de planificación y conformación, todo ello representan auténticos progresos. No en el sentido superficial, de que la época caracterizada por estos rasgos sea, sin más, mejor que la antecedente.-Hablar aquí de «mejor» o «peor» es algo muy problemático, aparte de que toda ganancia en un punto se paga con pérdida en otro, y de que hoy, en que la Edad Moderna se acerca a su fin, vemos cada vez con mayor agudeza cuánto ha costado el tránsito a ella. Lo que justifica una época histórica respecto a las demás no es que sea mejor, sino que está a la altura del tiempo. En tanto que reviste este carácter es buena y representa un progreso. Los conceptos de que estamos tratando expresan ese algo nuevo a la altura de su tiempo. Quizá hay que decir incluso, que también lo que hay de falso en ellos se halla en conexión, de una u otra manera, con las realizaciones vitales y creadoras de la Edad Moderna. Para producir una obra semejante de conocimiento, de dominio y de conformación, tal como efectivamente la ha llevado a cabo la Edad Moderna, quizá fuera necesario, en alguna manera, un giro tan apasionado hacia el mundo.

Y, sin embargo, toda la estructura de los conceptos naturaleza, sujeto y cultura, tal como nos la brinda la conciencia de la Edad Moderna, se halla en profunda contradicción con el cristianismo. Y no sólo porque los nuevos cometidos que hemos descrito se han perseguido con una exclusividad que tenía que destruir la totalidad de la existencia, sino porque lo verdadero en aquellos conceptos estaba dominado por una reflexión sobre la existencia que estaba dirigida contra el sentido de la revelación.

Sobre todo, contra aquella proposición que sustenta toda la Sagrada Escritura; que el mundo ha sido creado.

Para que esta proposición reciba, sin embargo, su plena significación, es preciso, primero, dar al concepto de creación divina su puro sentido. La expresión, en efecto, ha experimentado un cambio de significación, pero contiene todavía restos de sentido y movimientos emocionales que ocultan este cambio. Cuando en el siglo XIX habla de «creación», resuena en la palabra la significación bíblica; a lo que, sin embargo, se alude con ella, en realidad, es al proceso creador de la naturaleza, la cual, a su vez, no es creada, sino que descansa eternamente en sí misma y se desenvuelve por sí misma; o bien se alude al proceso creador de las grandes personalidades, que llevan en sí su forma y su ley, y que producen su obra por una fuerza propia primaria. A este cambio de significación conducen una serie de estadios intermedios que podrían ponerse de manifiesto por una investigación detallada del idioma filosófico, literario y religioso. Incluso cuando el creyente en la Biblia habla de la creación, es muy problemático el sentido en que piensa este proceso creador. De ordinario no tendrá conciencia precisa de él, sino que lo hará retroceder como algo misterioso a un comienzo infinitamente lejano. Siempre, empero, que tenga que pensarlo realmente —al leer, por ejemplo, el Génesis o al hacerse presente el primero de los Artículos de la Fe— se representará probablemente el proceso creador divino como la actuación de una causa inconmensurable, de una especie más o menos semejante al modelo de las causas naturales; es decir, como una prolongación hasta lo absoluto de los fenómenos de la naturaleza. Su concepto de Dios está influido por el concepto de naturaleza, y tiende a pensar a Dios como aquella instancia que hace que la naturaleza sea lo que es; como a una «naturaleza absoluta», por así decirlo. El concepto de naturaleza actúa como una categoría que da forma a todos los pensamientos; el sentimiento de la naturaleza, como una actitud inconsciente pero decisiva que imprime una dirección determinada a la comprensión del Génesis, de los Salmos, de las palabras sobre el gobierno divino del mundo, etc.

La conciencia creyente tiene que realizar aquí una diferenciación radical: el mundo no es «natural», sino creación, y creación en el puro sentido de la obra producida por una acción libre. El mundo no es nada «natural», evidente, nada que se justifique por sí mismo, sino que necesita de la fundamentación; y esta fundamentación tiene lugar desde la instancia que lo ha creado en su esencia y realidad. Que el mundo haya sido creado no depende de la actuación de una causa pensable según el esquema de la energía natural, sino de un acto que —tomada la palabra en su más amplio sentido— reviste el carácter de la «gracia»... Dicho de otra manera: el mundo no tiene que ser, sino que es, y ello porque ha sido creado. El acto por el cual fue creado no fue, a su vez, un acto que tuvo que acontecer, sino que aconteció porque fue querido. «Hubiera podido también no ser querido», pero fue querido, porque fue querido. Es decir, el mundo no es una necesidad, sino un hecho querido.

Aquí se encuentra lo decisivo en la conciencia bíblica de la existencia: el mundo está fundamentado por un acto. Este acto no es una prolongación de las causalidades universales más allá del comienzo del mundo, sino que surge de una libertad que dispone plenamente de sí misma. Una libertad que no se hace realidad como los efectos físicos o biológicos, tan pronto como se ha dado su causa, sino como la acción de un hombre, después de que éste se ha decidido en libertad.

Se ha dicho que, en el fondo de esta representación de un creador personal del mundo, alienta la mentalidad semítica, para la cual Dios no mantiene ninguna relación viva con el mundo, sino que es sólo el arquitecto y soberano que se acerca a él. Podemos dejar aquí de lado, hasta qué punto puede pensarse una deidad indiferente frente al mundo, sólo constructor y dominador de él; en todo caso, esta idea no tiene nada que ver con el Génesis. Una divinidad sólo trascendente sería la exacta contrapartida de una divinidad meramente inmanente que no trascendiera al mundo, sino que representara tan sólo su interioridad. Ambas ideas se condicionarían recíprocamente y serían ajenas en igual medida a la idea de la revelación. La idea del auténtico creador atraviesa transversalmente las que se encuentran en todas las otras religiones. La creación no es «trascendente» ni «inmanente»; no puede incluso se aprehendida en absoluto con estos conceptos, sino que es la manera de actuar reservada sólo a Dios, al Dios que es verdaderamente Dios y no sólo «una divinidad».

El motivo del acto de creación —así se deduce de toda la Escritura— es el amor. Este amor, a su vez, no debe, sin embargo, determinarse por la categoría de lo natural. Esto se ha hecho una vez con típica consecuencia, a saber, por el neoplatonismo. Según el neoplatonismo, Dios creó el mundo impulsado por la superabundancia de su amor; pero este amor era pensado neoplatónicamente como comportamiento natural, como consecuencia física, como expansión psicológica, como la irresistibilidad de un impulso espiritual. Porque el Ser Supremo es rico, tiene que amar, y porque ama, tiene que crear, de igual manera que la fuente tiene que manar, porque es fuente. Este «amor» no tiene nada que ver con el amor del que habla la revelación. Lo que éste significa es la actitud íntima del Dios libre, sustraída a todo «por qué» proveniente del mundo. Sustraída incluso a aquel «por qué» que el espíritu reflexivo pudiera extraer de Dios mismo basándose en un esquema de la perfección. Como creador es Dios «soberano»; y lo es frente a toda ley, no sólo de la realidad finita, sino también de su propia realidad absoluta. [2]

Con ello quedan superados los conceptos de naturaleza, sujeto y cultura, en el sentido en que fueron expuestos más arriba. No su contenido objetivo. En pie queda lo que hay en ellos antes de la mala o buena interpretación por la voluntad del hombre, y que expresa el conocimiento correspondiente a un estadio histórico determinado. En tanto que significa la realidad de lo dado y el rigor de sus determinaciones objetivas, el concepto de naturaleza mantiene todo su derecho; lo que queda superado tan sólo es su supuesto «carácter natural». En tanto que significan las posibilidades y límites del hombre, también los conceptos de «personalidad» y de «sujeto» continúan siendo indispensables; lo único que se supera es la pretensión de autonomía de la voluntad. En tanto que nos dice que el mundo ha sido confiado al hombre de una manera terrible, el concepto de «cultura» cuenta entre los elementos fundamentales de nuestra conciencia; lo que queda superado es el espejismo de una obra humana autónoma. Es decir, los conceptos mencionados siguen en vigor en tanto que nos dicen que el hombre occidental ha dado, al comienzo de la Edad Moderna, un paso irreversible hacia una nueva responsabilidad frente al mundo, basada en una situación psicológica e histórica, y en tanto que nos dicen que el hombre tiene que inclinarse ante esta responsabilidad; lo que queda superado es una idea del canon, del derecho y del deber de esta responsabilidad, que depone a Dios de su soberanía.

El mundo descansa en el acto libre de Dios. Es posible que el lector piense que aquí se subraya algo que se encuentra en cada página de la Biblia y que nos es dicho desde la escuela. Desde luego, allí se encuentra, y se dice y el lector lo sabe; ¿pero lo sabe en lo que realmente significa? En verdad hay que decir que, si se quiere comprender lo que significa la proposición de que el mundo no es autónomo, sino que procede de la acción de Dios, que no es algo necesario, sino que está sustentado por un acto que sobrepasa toda libertad conocida, es precisa una transmutación en sus raíces, del sentimiento de sí y del sentimiento del mundo. El mundo no tiene el carácter de naturaleza, sino el de una historia realizada por Dios. El hombre no tiene el carácter de sujeto, en el sentido arriba expuesto, sino que es él mismo porque Dios le llama y le mantiene en su llamada. La existencia como totalidad, cosas, hombre y obras proceden de la gracia divina. La distinción entre naturaleza e historia con la que articulamos nuestra interpretación de la existencia, discurre sólo dentro de aquella historia omnicomprensiva, libre en su primer comienzo, que Dios realiza. La distinción entre naturaleza y gracia, con la que trabaja nuestro pensamiento religioso, tiene sólo su lugar dentro de una decisión omnicomprensiva de la gracia, de la que surge toda la existencia y a la que le ha placido que exista en absoluto el mundo. La actividad creadora del hombre no es cultura con un sentido en sí misma, sino servicio bajo el cometido divino, a fin de llevar al mundo allí donde sólo puede llegar por el encuentro con el hombre libre.

En conexión con este hecho se hallan también las reacciones elementales con las que nuestro sentir responde a la existencia: el agradecimiento y la protesta. Un mundo que existiera en forma de naturaleza no podría causar aquella impresión que provoca el agradecimiento: agradecimiento por el hecho de que exista. Aquí no debemos permitir que la lírica confunda las categorías. Sólo puedo agradecer aquello que recibo como donación. Sería un absurdo que la existencia fuera una donación, si la «naturaleza» fuera es lo último. Cuando respondo, por ello, a la existencia con agradecimiento, ello prueba que siento que ésta ha surgido y es «dada» por la acción y la libertad. Este carácter puede declinar a lo «natural» y adoptar una determinada forma lírica o dionisíaca, tan pronto, empero, como es purificado críticamente, habla con claridad... Lo mismo puede decirse de la protesta. También la protesta se da de modo esencial. En forma clara, contra el desorden de la existencia, contra el dolor y la confusión; en forma oculta, contra el hecho de que la existencia sea como es. Tampoco esto sería posible en una existencia «natural». En una «naturaleza» se puede sufrir, se puede incluso ser aniquilado, pero no se puede alzar la voz contra ella. [3]

El hecho de rechazar las estructuras conceptuales anteriormente expuestas y de fundamentar la existencia en la libertad del acto divino, no equivale a negar la rigurosa importancia que se expresa en aquellos conceptos. Ésta constituye el sentido auténtico de la falsa evidencia, de que ya hemos hablado. [4] La naturaleza es lo dado en sí, en torno a nosotros y en nosotros mismos, y el hombre debe ver cómo es. La fe en la creación no debe revestir caracteres de fábula, sino que, en manos de la libertad divina, el mundo debe mantener todo el rigor que le es propio. Ello sólo es posible, empero, partiendo de una comprensión penetrante del mismo concepto de creación. El crear de Dios es un crear real. Las cosas no son sólo meros contenidos de la conciencia divina. El mundo no existe como juego de las representaciones Maya, juego irreal de la fantasía divina, es una idea superficial. Es una idea que priva al mundo justamente de aquel carácter del cual proviene su profundidad específica, a saber, el rigor de su realidad. Lo que Dios crea, lo crea en realidad y en todos los aspectos, abandonando lo creado a su propia esencia, persistencia y acción. La forma que crea el artista terreno existe en su espíritu. Tan pronto como talla la piedra, lo que él allí traza no es la forma misma, sino un sistema de signos con los cuales se comunica con el espectador, a fin de que la forma surja también en el espíritu de éste. La forma sólo es dada como algo pensado en el espíritu del que crea y en el del que contempla con comprensión. Lo real que se halla entre ambos, el bloque de piedra, establece sólo la relación. Es por eso erróneo comparar el crear de Dios con el del artista, pues éste es justamente incapaz de lo último y decisivo: de hacer realmente lo intuido. Esto precisamente es lo que hace Dios. Dios sitúa a lo pensado por él en su propia existencia y acción. Aquí radica lo magistral de la creación, y de aquí viene su fuerza y su irresistibilidad. Esto es también, precisamente, lo que se desconoce y de lo que se abusa en el concepto de autonomía... La obra de la creación posee igualmente aquel pleno rigor de la validez, aquella inescapabilidad de hecho y de ley que determinan la vivencia y el ethos de la ciencia moderna; porque la creación está creada por Aquel que no sólo sabe la verdad, sino que la fundamenta. La opinión general dice que la visión del mundo propia de la ciencia, sustentada por la conciencia de la naturaleza autónoma, es, en sentido propio, lo riguroso y lo adulto, mientras que la visión del mundo propia de la fe representa algo infantil, edificante, legendario. Incluso el creyente se ha inclinado ante este juicio, si no en manifestaciones expresas, sí en un sentimiento involuntario y en una actitud inconsciente. Todo lo que da de sí la fe del creyente consiste, a menudo, en creer pese a todo y en mantenerse en las contradicciones que de aquí derivan. Lo que la ciencia ha vivido y ha elaborado es, empero, en verdad, una propiedad de la obra de Dios, y tiene que ser traído a sí por la fe. En tanto que tal, la fe tiene que incorporarse aquel rigor, y, al hacerlo así, llegar a su mayoría de edad.

Sólo porque el crear divino es un crear real, puede ser entendido el ente como «naturaleza», es decir, como dotado de existencia y de inteligibilidad propias. Con el rigor, la sinceridad y el carácter magistral de la creación la voluntad del hombre fabrica el engaño. Cuando un jardín ha sido dispuesto por un mal jardinero, se echa de ver en cada lugar la mano torpe, y hace falta un gran técnico en jardinería para darle aquella armonía evidente que impresiona como una naturaleza superior. Si el mundo fuese la obra de un ser imperfecto, por doquiera causaría la impresión de lo no logrado, y, por consiguiente también, de lo artificioso. En ningún caso poseería aquel rasgo convincente y sereno, aquella validez y magnificencia que pueden ser interpretadas equivocadamente como autonomía de lo natural. Sólo porque el hombre surge de la llamada de Dios y consiste en esta llamada, sólo porque es el «tú» llamado por Aquel que se llama así mismo el «Yo soy», sólo por eso posee la posibilidad de entenderse como yo autónomo. Sólo porque el Dios creador ha puesto realmente la fábrica del mundo en la mano del hombre, puede éste caer en la idea de que tiene que crear una cultura autónoma... Una ley fundamental de toda auténtica axiología dice: cuanto más alto el valor, tanto mayor el peligro. El don de la existencia está saturado del valor del puro ser-creado; este valor, empero, lleva consigo la tremenda posibilidad de invertir el puro ser-creado en la autosuficiencia de la autonomía.

Lo que antes hemos descrito como sustancia positiva en la evolución de la Edad Moderna, recibe su sentido propio dentro de este sistema de relaciones de la creación. El mundo es creado, es en absoluto obra de Dios. Como tal el mundo es, empero, real, pleno de realidad y de sentido en su finitud creada. Está dado en la mano del hombre, el cual es igualmente finito, pero real y poderoso. La responsabilidad que el hombre tiene por el mundo es mucho mayor de lo que la Edad Media podía ver; mucho mayor porque el hombre puede conocer el mundo y tomarle en sus manos en una medida completamente distinta de lo que la Edad Media podía ver. En la relación del hombre con el mundo ha surgido algo que sólo podemos designar como mayoría de edad. La expresión no significa algo ético, sino, más bien, algo que es dado con el hecho del tiempo en progreso, de la edad avanzada. El hombre es mayor de edad respecto al adolescente. Ello no significa que sea mejor moralmente, sino que ve el mundo más agudamente, que percibe más ásperamente su realidad, que posee una visión más precisa de las posibilidades y límites de sus fuerzas y una conciencia más distinta de su responsabilidad. Esta mayoría de edad estructural se convierte, desde luego, también en cometido ético, ante el cual el hombre puede triunfar o puede fracasar. La estructura, empero, está siempre ahí, porque está dada con el mero hecho de la madurez en el tiempo. Algo semejante ocurre también con el problema que examinamos. El hombre moderno es mayor de edad frente al hombre medieval. La comparación puede serle desfavorable tanto humanamente como en sus obras, tanto moral como religiosamente; pero, pese a ello, subsiste el hecho de que, desde un principio e insoslayablemente, ve el mundo de manera distinta a como antes lo veía.

Justamente con ello se plantea un cometido cristiano, el de la responsabilidad que el hombre tiene del mundo ante Dios. En relación con este problema se encuentra el fenómeno igualmente moderno del laico. La esencia de éste no puede determinarse —como se hace a menudo— de una manera negativa, diciendo que es aquel que no tiene ordo. En verdad, el laico es la forma primera y fundamental del creyente. Mientras que el sacerdote sirve directamente a la revelación, el laico se encuentra, de manera especial, en relación con el mundo, con este mundo que es creación de Dios. La responsabilidad por el mundo es su cometido cristiano. Como cristiano no sólo tiene que protegerse de los peligros del mundo y así «salvar su alma», sino que la salvación del alma tiene lugar cuidando el cristiano de que el mundo se justifique ante Dios. Para ello, el cristiano tiene que ver cómo es el mundo y resistir a sus posibilidades. La voluntad de Dios no flota sobre el mundo, sino que se encuentra en él y consiste en que el mundo sea como es.

III. Dios y «el otro»

Esta situación coloca al hombre ante una decisión: la decisión de tomarse a sí mismo desde el acto soberano de Dios y conducir su propia vida en el espacio de este acto.

El problema surge en muchos puntos, e incluso habría que decir que en todos los puntos de la existencia. Vamos a tratar de entenderlo valiéndonos de la vivencia expresada en el Salmo 138. [5] En él se relata cómo un hombre queda totalmente abrumado por el conocimiento de que Dios lo ve. Dios ve todo en él, el cuerpo, las acciones, los pensamientos. Lo ve en todo instante, ahora, antes, en los primeros comienzos de su vida y hasta el final de ella. Dios ve lo manifiesto, los gestos y las acciones, pero también lo oculto, los planes, las intenciones, las convicciones. Dios conoce incluso lo que todavía no es, sino que aún tiene que llegar a ser, es decir, el futuro. Cuando el hombre está formándose en el seno materno, ya Dios conocía toda su vida, de la cual no había el hombre vivido ni un solo día. Todo intento de ocultarse de Dios es intento inútil, porque Dios está en todas partes y penetra con su mirada todo. Es así que surge del Salmo el tremendo problema de este absoluto «ser visto».

¿Es esto soportable? No se trata del miedo a que se ponga de manifiesto una mala acción o pensamiento vergonzoso; ni tampoco de la resistencia a que se pongan al descubierto zonas delicadas, profundamente propias. Se trata, más bien, del problema mucho más esencial, de si es posible en absoluto la existencia bajo una mirada que la ve totalmente y de modo constante. Tomarse a sí mismo de la mano de la creación significa también saberse bajo la mirada del Creador. Ahora bien, para poder vivir, el hombre hará como si no existiera el ser que le mira, tratará de escapar de él, se entregará a lo externo, al aturdimiento. O bien se rebelará, negará a Dios, tratará de conferir a su yo aquel carácter absoluto que elimina por sí mismo al espectador; el carácter absoluto de que hablábamos en páginas anteriores al tratar de la naturaleza y del sujeto. En este caso tiene lugar la apostasía, y tiene lugar como siempre tienen lugar tales procesos, apoyada en semi-verdades y semi-derechos. Esta apostasía no puede liquidarse, sin más, diciendo que el hombre es desobediente; con ello el problema queda sin elaboración y sólo silenciado. Aquí sólo puede avanzarse, si uno se representa al hombre de la vivencia, no como el hombre meramente soberbio y desobediente, sino como el hombre también de buena intención, como el hombre que sufre, el preso en los lazos de la existencia normal.

¿Contra qué se revela este hombre, cuando no quiere ser visto por Dios? Contra «el otro», contra el heteros. El hombre no quiere ser heterónomo, y a ello tiene tanto derecho como no tiene ninguno a querer ser autónomo. En relación con Dios la heteronomía es exactamente tan errónea como la autonomía. Mi yo no puede encontrarse bajo el poder del «otro», ni siquiera cuando este «otro» es Dios; menos aún cuando se trata de Dios. Y ello no porque mi persona sea completa y no soporte, por tanto, a nadie sobre sí, sino precisamente por lo contrario. Justamente porque mi yo no descansa real y seguramente en sí, es para él un peligro la fuerza de presencia del «otro». Esta actitud puede manifestarse como inseguridad, angustia, proscripción, pero también en sentido opuesto, es decir, como rebeldía. Entonces aparece el sentimiento de «él o yo». De nada serviría contra este sentimiento decir al rebelde: «Nada puedes contra Dios. Dios es omnipotente y tienes que inclinarte ante él». Al contrario, si se hablara así, la situación se haría aún peor. Se provocarían momentos análogos a los que describen Los demonios de Dostoiewski en el miedo de Dios del ingeniero Kiriloff. El miedo de éste no proviene de un motivo determinado, de su conciencia de culpa, por ejemplo. Lo que en Kiriloff se expresa es la angustia de la existencia frágil, finita, pero sedienta de plenitud de vida, de libertad y dignidad, ante la prepotencia del «otro»; el sentimiento de ser lanzado de la dignidad, del pudor, del propio ser vivo. Y no porque Dios haga algo contra la existencia o le sea hostil, sino sólo porque es, y es como ser omnipotente y omnipresente, anterior y superior a la existencia. Esta angustia es tanto más atormentadora en Kiriloff, cuanto que él mismo es un hombre religioso que, en el fondo, ama a Dios. Pero le ama como amaría a otro hombre, y lo hace de forma tan directa, con tal violencia, y él mismo es tan sensible, y, a la vez, tan inexorable en su sentido del honor, que todo lleva a la alternativa: «Él o yo»... El mismo problema nos aparece en Nietzsche, cuya situación ponen al descubierto, en muchos aspectos, Los demonios. También para el sentimiento de Nietzsche Dios priva al hombre del espacio de la existencia, de la plenitud de su humanidad, del honor de la existencia. De aquí deriva el «ateísmo postulatorio»: «Si yo he de ser, Él no puede ser. Ahora bien, yo tengo que ser, luego Él no debe ser». Cuan elemental y vulnerable es el problema de que aquí se trata, lo muestra el mensaje de Nietzsche: «Dios ha muerto». Es decir, no es que no haya Dios, sino que Dios ha muerto. Detrás, al acecho, se encuentra la proposición más profunda: «Yo le he matado. Yo he salido triunfante en la lucha con el gran 'otro'». Tampoco en Kiriloff se trata de la simple negación de Dios, sino de un hecho que lo elimina. Dios es Aquel que angustia al hombre. Dios es Él mismo la angustia del hombre. La angustia se elimina, si el hombre «prueba su valor» en el lugar decisivo. Ahora bien, este lugar decisivo es la vida. Si el hombre se atreve a matarse, desaparece la angustia. No sólo porque entonces no existe nadie que pueda angustiarse, sino en el sentido más profundo, de que entonces «se ha conquistado la libertad perfecta, y con ello se ha superado la angustia misma». Es entonces cuando «muere» Dios. Primero, los pensamientos de un demente, pero el caso patológico límite descubre un sentido de la sensibilidad normal: aquel sentido que sustenta la filosofía de Nietzsche y el trágico finitismo de la posmodernidad... [6] De esta dificultad no nos sacaría ni siquiera la afirmación de que Dios es amor. Incluso como ser amoroso, es insoportable la presencia constante del «otro». Más aún, para el hombre orgulloso —y el hombre noble es, la mayoría de las veces, orgulloso— el «otro» es todavía menos soportable como ser amoroso. El hecho del amor daría, en efecto, a sus existencias la proximidad más viva; el hecho, empero, de que el que ama es el «otro», convertiría al amor en algo degradante.

En este estrato de la situación el hombre tiene razón. El hombre no puede vivir bajo la mirada de un «otro» siempre presente. Desde este punto de vista, la rebeldía es defensa legítima. Bajo ella, sin embargo, se oculta algo más profundo. El pensamiento, la sensación que ve en Dios a un «otro» prepotente, significa un error del pensamiento y una equivocación del sentimiento; de esta manera, sin embargo, se ha disfrazado la rebeldía real contra Dios, a fin de poder aparecer así como defensa legítima. La rebeldía ha tenido lugar justamente, porque el hombre ha situado a Dios en el papel del «otro».

Y es que Dios no es el «otro», sino Dios. De reconocer esto depende el conocimiento de la creación y el entendimiento de sí mismo por parte del hombre. Dios es el único ser del que no puedo decir que yo soy él, que es lo que implica, en último término, toda voluntad de autonomía, pero también aquél del que no puedo decir que es el «otro» frente a mí, que es en lo que consiste, en final de cuentas, toda heteronomía. Para todo otro ser tiene validez la proposición: él no es yo, es decir, el «otro». Respecto a Dios esta proposición no tiene validez, y precisamente el hecho de que la proposición no tiene validez es lo que expresa el ser de Dios. En la relación de que anteriormente hablábamos, Dios es convertido en «otro», el mayor de todos, el «otro» en absoluto. Si ello fuera exacto, el hombre tendría que empeñarse en una lucha trágica por su liberación, y Nietzsche tendría razón. Dios, empero, no es el «otro», porque es Dios. Como Dios que es, se encuentra frente a la criatura en una relación a la que no puede aplicarse ni la categoría del «ser-otro», ni la categoría del «ser el mismo». Cuando Dios crea un ser finito, no sitúa junto a sí un «otro», como ocurre, por ejemplo, con la parturienta, la cual sitúa en la existencia al nuevo ser humano, de tal suerte, que, a partir de aquel momento, éste existe junto a ella. Esto último sólo es posible porque el fundamento del existir no se halla en la madre ni para ella misma ni para el hijo, sino que ambos pertenecen, más bien, a una existencia que los abarca, y lo mismo que ésta, surgen también de un primer origen idéntico. La madre no crea al hijo, sino que está al servicio de los órdenes de la vida y de la voluntad divina que impera en ellos. Dios, en cambio, crea al hombre. La energía creadora de su acto me hace a mí, mí mismo. Al volver a mí la potencia vocativa de su amor, me hago yo Yo y me encuentro en mí. Mi singularidad se encuentra en Dios, no en mí mismo. Cuando Dios me ve no es como cuando un hombre mira a otro hombre, es decir, un ser concluso a un ser concluso, sino que el ver de Dios me crea a mí. Aquí, por ello, no tiene sentido alguno el concepto del «otro». Mentalmente, es verdad, no podemos prescindir de él. Si no queremos identificar al hombre con Dios, tenemos que pensar su relación con él con el concepto del «otro». Ello constituye la garantía de que no vamos a caer en el torpe absurdo de la identidad. A la vez, empero, tenemos que ser conscientes de que el concepto del «otro» tiene, en realidad, que ser eliminado. El concepto de la actividad creadora, en la que se expresa la relación de Dios con el hombre, nos dice dos cosas: de un lado, que el hombre está situado verdaderamente en su propio ser, de otro lado, empero, y a la vez, que Dios no es un «otro» junto al hombre, sino la fuente, sin más, de su ser, siéndole más próximo que él a sí mismo.

Vislumbres de ello se encuentran también en toda auténtica experiencia religiosa'. Lo que aquí se quiere significar podría expresarse lógicamente de la siguiente manera: el principio de contradicción, según el cual A, en tanto que A, no puede ser B, es un principio sin más entre Dios y el hombre. Es verdad que o puede prescindirse del principio en las proposiciones sobre esta relación, ya que es el principio de contradicción, el que nos preserva del monismo; pero la relación, sin embargo, posee otra estructura. Este algo diferente, singular y no expresable lógicamente, es lo que significa el concepto del ser-creado; una relación en la que el principio de contradicción sigue en pie, pero sólo como salvaguardia, mientras que, a la vez, ha sido superado de una manera inexpresable. Con ello recibe un profundo sentido la proposición de las páginas anteriores, de que la creación tiene carácter de gracia. «Crear» significa que Dios sitúa al hombre en aquella relación consigo mismo, ante la cual el pensamiento dice, «Dios no es yo», pero para añadir, «Dios no es, sin embargo, tampoco 'otro'»; con cuya aparente contradicción se apunta a algo indecible que escapa a la aprehensión conceptual. Este algo indecible le es, sin embargo, directamente evidente a la conciencia religiosa; más aún, podría pensarse que esta evidencia es la que constituye la esencia de la conciencia religiosa. En el concepto de la gracia en sentido propio encuentra, después, la relación su última claridad y plenitud.

De lo dicho se sigue también una consecuencia para el amor de Dios. Dios ama al hombre, en tanto que le da todo, ser y esencia; Dios le convierte en lo único que, en último término, puede ser amado, a saber, en persona. Dios, el ser personal en absoluto hace del hombre su «tú». Y lo hace no aparentemente, no aproximadamente, sino con absoluto rigor. El hombre es realmente persona. Como consecuencia, el amor que Dios le profesa tiene que ser tal y como corresponde a la persona. O dicho más exactamente: el hombre es persona sólo porque el amor divino por él es tal como es. Ello significa que Dios respeta al hombre. Más arriba decíamos que Dios no es para el hombre su «otro», sino que, al crearlo, se convierte a sí mismo en presuposición y garantía del ser-mismo del hombre. Pues bien, esta idea puede también expresarse de la siguiente manera: por su llamada amorosa, Dios convierte al hombre en persona, pero con respeto. Dios no crea al hombre como crea los cuerpos celestes, los árboles o los animales, por medio de un simple mandato, sino por la llamada. En el Génesis se expresa esto claramente. Del cielo y de la tierra se dice simplemente «Dios creó». De las informaciones dentro del mundo, del nacimiento de las plantas y de los animales, leemos que Dios dijo: «que se hagan». Del hombre, empero, que Dios le formó de barro de la tierra y que le insufló un alma; y más adelante, que Dios «nombró» a este hombre. Ahora bien, el nombrar es la llamada de la persona. Y a fin de que no haya dudas, se sigue diciendo que Dios presentó los animales al hombre, y se muestra que el hombre es distinto de todos ellos en esencia... Dios no es, por tanto, frente al hombre, «otro», ya que el hombre vive de la fuerza y del aliento de Dios. Dios, empero, mantiene respecto al hombre la actitud del que constituye una persona y le confiere el espacio axiológico correspondiente, es decir, la actitud del respeto. La proposición, Dios respeta al hombre, expresa una distancia; la proposición, Dios no es «otro», elimina la distancia. [7] Los dos momentos del crear divino, de que ya hemos hablado, se combinan y apuntan a la esencia del amor de Dios, el cual se diferencia del amor humano en la misma medida en que el crear de Dios se diferencia del crear del hombre.
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*  Traducción de Felipe González Vicen

 

Notas

[1] Sobre ello, Guardini, Romano, Hölderlin, Weltbild und Frömmigkeit, 1955, pp. 36l y ss.

[2] Parece que el concepto del señorío de Dios constituye la expresión bíblica para su libertad. Como -soberanía", la libertad de Dios es distinta de la del hombre, la cual, en su última esencia, significa obediencia. Sólo en la obediencia del hombre respecto a Dios está justificada su soberanía sobre el mundo y, definitivamente, hecha posible.

[3] Hay, podría decirse, no sólo una idea, sino una empresa que trata de superar esta situación, a saber, la exigencia del «amor fati» por Nietzsche y la aceptación sin más de la existencia tal como es. Desde el punto de vista mencionado, se trata de acostumbrar al sentimiento más íntimo a la idea de que no hay nada más que el mundo, y éste sólo como finito; del ejercitarse el hombre en una existencia que es sólo mundo. La teoría del eterno retorno de lo mismo agudiza esta predicación y esta exigencia hasta el extremo, más aún, hasta el horror; piénsese en los aullidos del perro en Zarathustra. Es un intento de reconformar el más íntimo sentimiento existencial; de criar el hombre sólo del mundo, el hombre que no quiere más que la finitud, y que, por eso, no eleva ninguna protesta contra ella.

[4] También la seriedad puede, desde luego, degenerar. Hay una manera de «tomar en serio» al mundo que no es cristiana y que sólo es posible porque se elude lo verdaderamente importante. La manera con que el hombre moderno toma en serio la naturaleza, se toma a sí mismo y a la cultura, tiene algo de grotesco para la mirada hecha sobria por la fe, ya que lo que tan terriblemente importante parece, no existe en realidad; y el que se abarque con tal seriedad la nada, es la befa de Satanás. El cristiano no toma como importante de esta manera ni al mundo, ni a la naturaleza, ni a sí mismo. Frente a todo ello el cristiano tiene el humor del redimido. Sólo, empero, en el espacio donado por Dios del «no tomar tan en serio», florece el mundo. Sólo en la libertad santa del ser creado se despliega el mundo. Del mundo no quiere ser un ídolo, sino que demanda aquella dulce ligereza, que encuentra su última expresión en la «libertad de los hijos de Dios». La «autonomía- es una convulsión en la que se ahoga el mundo.

[5] Sobre ello, mi interpretación del Salmo en Glaubiges Daseiri, Wurzburgo, Werkbund Verlag, 2a ed., 1955, pp. 65 y ss. (Trad. esp., Existencia cristiana, Guadarrama, 1963).

[6] Para el problema en su totalidad, cf. mi libro Religiöse Gestalten in Dostojewskijs Kerk, 4a ed., Munich 1951, cap. «Ateísmo-, pp. 241 y ss.

[7] La fe plantea así a la creación un cometido de ejercicio religioso: aprender la adecuada actitud frente a Dios. Aprender que Dios, soberano e independiente del mundo, es su creador y señor. Pero no el otro, sino Aquel cuya existencia hace que yo pueda ser; que es de tal naturaleza que, cuanto más intensamente se hace válido en mi vida, tanto más puramente soy yo, yo mismo.

Toda la concepción moderna de la autonomía del mundo y del hombre, toda la lucha contra la heteronomía en sus diversas formas, el concepto de la naturaleza, del sujeto y de la cultura en el sentido expuesto en el texto, parecen descansar en último término en el hecho de que se ha convertido a Dios en «el otro». Con ello Dios fue desplazado de la peculiaridad de su esencia al concepto extraño a él del ser igual o superior. Este hecho significó en lo más íntimo rebeldía del hombre. Sin embargo, no veremos el proceso enteramente, y, sobre todo, no lo veremos adecuadamente, si sólo lo vemos así. El hombre que se rebeló había también sufrido mucho. Es una gran miseria sentir a Dios como el otro, y miseria sigue siendo, aun cuando seamos culpables de ella. Además hay culpabilidades que no pueden saldarse sin más, y miserias que no desaparecen simplemente por el hecho de que el hombre emprenda el buen camino. Para ver verdaderamente que el padecer por razón de Dios como «el otro» tiene la culpa como origen, es precisa la ayuda de la educación espiritual y del orden vital justo; ambos, empero faltaban a menudo. No por casualidad y no por mala voluntad surgen figuras como la de Nietzsche. Estas figuras constituyen una respuesta a grandes omisiones. Si ha de ser viva la fe en Dios, creador y redentor, es preciso que los hombres lo vean en su esencia y su misterio, que se entiendan y se perciban a sí en su verdadera relación con él, que posean desde él libertad y dignidad. Esto no tiene lugar, empero, por una simple afirmación... En qué rigurosa dependencia se encuentran estas cosas tan profundas con otras completamente prácticas, lo muestra la manera en que se piensan y realizan autoridad y obediencia. La relación de la autoridad religiosa con el individuo, en el fondo, como la relación de Dios con el mundo. En la relación de autoridad alcanza, como es natural, más clara expresión el enfrentamiento. Justo es no lo que el individuo quiere, sino lo que la autoridad manda. Sin embargo, implica una última decisión, si esta relación es sentida y realizada como si -el otro- estuviera al otro lado, o si se percibe en ella de alguna manera el misterio de la auténtica relación de Dios con el mundo. Si no tiene esto lugar, si se da simplemente el mandato, la ley, la autoridad, entonces algo ha sido destruido en la raíz misma. La relación pierde su sentido más profundo, y de aquí se sigue, con necesidad psicológica, la rebelión. Esto tiene aplicación, sobre todo, a la conciencia. La pedagogía cristiana de la conciencia, la representación del pecado, la práctica de la formación de la conciencia, en una palabra, toda la actitud frente al mandato, tienen hartas razones para examinar los errores y omisiones cometidos en este terreno.