La distinción cristiana

Lo "diferencial cristiano" según Guardini

Vicente Marrero

Una figura tan seductora como la de Romano Guardim ha consagrado lo mejor de la tarea de su vida a luchar contra la negación silenciosa de lo cristiano. Salta a los ojos cómo su encuentro con dicha negación de lo cristiano, que trata de hacer el sitio que se merece a la Buena Nueva, mira tanto a la mundanidad de hoy como a lo cristiano; dos aspectos que ha sabido, cuando es necesario, unir y diferenciar como pocos autores lo han hecho en su tiempo. Con ello se ha visto en la necesidad de adoptar, como ha resaltado Helmut Kuhn, más que estratégicos planes de ataques y defensas, una voluntad decidida de ver de frente y aun de cerca la cara a lo que se ha mundanizado de manera tan radical.

 

Frente al Cristianismo, sobre todo en los siglos XVIII, XIX, e inclusive, en los comienzos del XX, se adoptó una actitud de abierta agresión que, por su carácter descarado y público, no se conoció en épocas anteriores. "El recuerdo de la sublevación de la Edad Moderna contra Dios —ha podido escribir Guardini— fue demasiado vivo, su forma de poner todas las esferas de la actividad cultural en contradicción con la fe y a ésta misma en una situación de inferioridad, fue excesivamente sospechosa", como sospechosa, podemos añadir nosotros, es la figura en quien parece haber culminado este espíritu de directa agresión, Nietzsche, al que comúnmente se le considera último eslabón de un largo proceso, muchas veces estudiado.

Hoy el panorama parece ser otro. Lo que se ha llamado el "reino del hombre", la "mundanidad", que pasa actualmente por su etapa más secularizada, toma frente al Cristianismo una forma nueva y más demoledora que la agresión, ya que se oculta y se ignora a sí misma haciendo todo lo posible para no parecer sospechosa. Da hoy el tono a la vida pública una negación de lo cristiano, silenciosa y sin estridencias. Y, precisamente, una de las formas más eficientes de esta negación es la cortés e igualmente prudente y calculada tolerancia de las instituciones cristianas. Hay en el ambiente del siglo algo así como si fuera de mal tono discutir lo cristiano, y hasta los comunistas, a estas alturas, parecen estar aprendiendo la lección. Al cristiano en cuanto tal no se le molesta, pero se le da de lado y se le silencia siempre que se puede, pues resulta incómodo tanto injuriarlo como contar con él.

Ciertamente, aquí y allá se habla de los valores religiosos, de los derechos de la necesidad religiosa, del respeto a lo sagrado..., pero se espera de los servidores de la Iglesia que se dediquen intra muros a su "especialidad". Que dejen al mundo ser "mundo" y que sigan su propio camino. Por supuesto, en algunos casos, esta pretensión no siempre es injusta. Pero no hace falta ser muy agudo para observar el espíritu animador y la extensión de esta empresa de mundanidad total. La podemos ver en el diálogo entre acomodados y oprimidos, uno de los más importantes de nuestro siglo, sin que apenas se tomen en consideración las directrices cristianas. La podemos igualmente registrar en los estudios filosóficos de más envergadura, en las orientaciones generales que inspiran a los espectáculos públicos, a los productores de películas, a las revistas ilustradas de más difusión, tanto a las ocupaciones más o menos profesionales o intelectuales como a las que se dedican a meras aplicaciones técnicas. Ciertamente, el reino de los hombres que desarrolla en nuestro tiempo su más grande triunfo, sufre también en él sus más escalofriantes catástrofes, algunas de tal envergadura que hacen cuestionable la continuidad de la misma civilización. A pesar de todo, el desembocar en una actitud netamente cristiana no parece lo más evidente, antes, al contrario, vemos con qué tesón se aferra el mundo a una u otra postura marginal a la eminentemente religiosa.

¿Cómo contrarrestar esa negación silenciosa de lo cristiano? Muchos consideran que la lucha no puede presentársele con armas de la antigua controversia teológica o en el estilo de la apologética de final de siglo. ¡Si no se le presta atención a la agresión cómo entonces prestársela a la defensa! En un panorama así se ha visto también que la salida irénica, no sólo en cuanto al espíritu, sino también en cuanto a la forma, carece de justificación. Sin duda este problema plantea dentro de la apologética una cuestión delicada cuya solución, seguramente, no podrá generalizarse, pero en algunos casos especiales tampoco podrá negarse tanto el hecho como su réplica adecuada.

Precisamente una figura tan seductora como la de Romano Guardim ha consagrado lo mejor de la tarea de su vida a luchar contra esta negación silenciosa de lo cristiano. Haber encuadrado su estudio dentro de este marco ha sido uno de los aciertos del artículo que recientemente le ha dedicado el profesor de Filosofía Helmut Kuhn. Mas si a un autor como Guardini, tan leído en Alemania y fuera de ella, no se le han dedicado varias monografías como ésta, dignas de su tarea —otro excelente estudio es el del profesor Heinrich Fries —,la explicación reside en el carácter sui generis de su obra, la cual no se ha valorado más en la historia de la literatura y del pensamiento porque sencillamente no siempre se ha visto en la situación tan peculiar que en ellas ocupa.

Salta a los ojos cómo su encuentro con la negación silenciosa de lo cristiano, que trata de hacer el sitio que se merece a la Buena Nueva, mira tanto a la mundanidad de hoy como a lo cristiano; dos aspectos que ha sabido, cuando es necesario, unir y diferenciar como pocos autores lo han hecho en su tiempo. Con ello se ha visto en la necesidad de adoptar, como ha resaltado Helmut Kuhn, más que estratégicos planes de ataques y defensas, una voluntad decidida de ver de frente y aun de cerca la cara a lo que se ha mundanizado de manera tan radical.

Un dejarse llevar por el mundo, con una sensibilidad exquisita para su belleza, en especial para la del arte y la de los grandes logros poéticos. Un intelecto sediento que se asoma, inclusive, a los abismos, que reconoce la grandeza humana allí donde la encuentra y se inclina ante ella, situándose a veces muy de cerca, ante la zona misma de la soberbia de los hombres.

Lo que se quiere superar en el otro, antes ha sido tomado en sí mismo como tentación, como sufrimiento, como cruz. Este encuentro con los hijos de la secularización total, tiene en cuenta necesariamente su lengua cultivada, su pensamiento tamizado a través de las más diversas escuelas, sus temores, su sentido moral particular... Para este encuentro, claro está, hace falta una gran lucidez de pensamiento y también una gran osadía, así como la dureza de diamante de una fe que no se debilite al ponerse en contacto y al empalmar sus grandes verdades, precisamente con las situaciones mismas en que estas verdades empiezan a deteriorarse a los ojos de los que silenciosamente las niegan. Como ha escrito Guardini: "La riqueza de la Revelación es inagotable; pero tiene que ser preguntada, y las preguntas surgen de la realidad del mundo. Igualmente son incalculables las posibilidades de la acción, tal como se hallan en la figura y poder de Jesús; pero tienen que ser descubiertas; y esto se da en tanto que la vida real se acerca a Cristo."

Todo ello hace que el esfuerzo de Guardini, con una obra aparentemente tan poco dramática, con una prosa tan suavemente modulada, pese a sus apariencias, tenga, a los ojos de los que la conocen bien, algo de la lucha de Jacob con el ángel.

Por supuesto no ha sido Guardini el primero en adoptar frente a la sociedad secularizada de nuestro tiempo una tal actitud. En otros autores, por ejemplo, Chesterton, Hello, Max Scheler, Martin Buber, Christopher Dawson, Thibon... puede observarse una actitud en cierto modo similar y más o menos contemporánea a la suya. Posteriormente, en autores como Ewelyn Waugh y otros, sin estar directamente influidos por su mismo espíritu, se ha adoptado una postura equiparable, necesaria para hablar un lenguaje que toque el centro mismo de los hombres de hoy. Sin embargo, al acercarnos al mundo de lo eminentemente religioso, pocos han logrado mostrar como Guardini el grado en que el mundo moderno en su aspiración absoluta se contradice a sí mismo, exponiendo cómo el reino del hombre no quiere una cosa sin querer algo más o cómo no se puede permanecer en lo penúltimo ignorando lo último porque entonces se pierde tanto lo uno como lo otro. Determinar categorías del pensamiento cristiano de este estilo, al mismo tiempo que la posibilidad y el sentido de la existencia renovada en sus formas sacras, desde una conciencia viva de la verdad cristiana y desde una sensibilidad muy propia del hombre de nuestro tiempo es un mérito que hoy nadie niega a la labor desarrollada por Guardini en el campo de la moderna cultura.

Su obra muestra con palmaria evidencia al pensador cristiano que se siente llamado a retrotraer las realizaciones de nuestra existencia moderna a sus mismas fuentes y, a través de ello, salir al encuentro de las negaciones silenciosas de que ha sido objeto el Cristianismo, aunque éstas no se pronuncien, aunque éstas se silencien. Tarea inseparablemente ligada a un estar abierto de manera auténticamente reflexiva a las profundidades del ser, sin olvidar las conocidas palabras de Newman: "Cuanto más secreta es la mano de Dios, más poderosa es; cuanto más silenciosa, más terrible".

Como pensador y como hombre de fe, Guardini está lleno de preocupaciones, de cuitas, y su camino no es fácil, precisamente por las muchas atenciones que se ve obligado a prestar a un lado y a otro. Tampoco su fe es nada elemental aunque admire, y mucho, a los espíritus más simples. Dos vertientes que él, pensador de marcada impronta agustiniana, une en su interior, distinguiéndolas y señalando en ellas lo que es propiamente la nota diferencial de lo cristiano. Es esto lo que constituye el momento de más lograda plenitud de su obra, pues en el centro mismo de su pensamiento late esta idea, que ha dado también título a uno de sus libros más caracterizados. Prueba de ello es que toda su obra culmina como en un vértice, y como él mismo expresamente ha dicho, en sus estudios dedicados al Señor, a cuya figura ha consagrado varios volúmenes. Lo que es decir, aunque con otras palabras sumamente matizadas, Nolite conformari huic saeculo.

Método y maneras

Esta distinción cristiana al mismo tiempo que se sumerge en el centro mismo de la mundanidad moderna, parece, a primera vista, clara y moralmente fácil. Mas cuando conocemos una postura intelectual tan inteligente como la de Guardini, debemos meditarla bien al compararla con otras actitudes también intelectuales de los cristianos, las cuales, algunas veces, suelen ser de un efecto abaratador, y aun, en determinados casos, tan dañosas como por completo imperceptibles para sus propias víctimas. La devoción, la buena intención, o el recurso de ciertos nombres fetiches, tienden con frecuencia a sustituir en las ocupaciones de tipo cultural una gran parte cíe la molestia intelectual inherente al pensar auténtico; algo parecido a lo que sucede con las afirmaciones bien sonantes que podrán hacer posible un vuelo más o menos elegante por encima de los problemas y suministrar la anestésica ilusión de haberlos resuelto sin resolverlos.

Naturalmente, la fe nos hace más capaces de distinguir entre el bien y el mal, y nos da más fuerza para realizar el uno y combatir el otro; también nos inculca una vivencia más luminosa y enfática de lo verdadero y de lo falso. Pero de ningún modo nos dispensa del esfuerzo moral, de la práctica de la reflexión, de la búsqueda de lo verdadero como tal. El hábito de creer que la fe, incluso las prácticas devocionales, las referencias a entidades patrióticas o santas, etc., los garantizan la posesión de los valores intelectuales, nos puede atontar y hasta hacernos moralmente peores. Sabemos que hay muchas variantes caracterologías a este respecto, y que no puede presentarse en pocas líneas una visión tan simplificada, pero la tentación existe y, en algunos casos, es poderosa. Mas, por sola nuestra calidad de cristianos, tenemos ya el deber de cuidar y de frenar nuestra tendencia a la infatuación y a la idolatría, tanto como nuestro egocentrismo utilitario o nuestra pereza de niños mimados. ¡Cuánto más, cuando se vive bajo una situación política oficialmente aliada de la religiosa!

En materia intelectual importa evitar con cuidado particular, siempre que sea posible, las afirmaciones dogmáticas que por lo demás no estamos con frecuencia preparados para argüir a fondo. Así puede verse ya con toda claridad en Santo Tomás que del mismo modo que exigió a los profesores de Teología que nunca probasen un artículo de fe por medio de una demostración racional, porque la fe no se basa en la razón, sino en la palabra de Dios, e intentar probarla es destruirla, exigió igualmente a los profesores de Filosofía que nunca recurriesen a la palabra de Dios para probar una virtud filosófica, porque la Filosofía no se basa en la Revelación, sino en la razón e intentar basarla en la autoridad es destruirla. En otras palabras, la Teología es la ciencia de lo recibido de la divina Revelación a través de la fe y la Filosofía, el conocimiento de lo que fluye de los principios de la razón natural. Puesto que su fuente común es Dios, autor lo mismo de la razón que de la Revelación, es necesario que a fin de cuentas ambas ciencias estén de acuerdo; pero si se desea concordarlas, lo primero que hay que hacer es mantener cuidadosamente su esencial diferencia. Sólo las cosas distintas pueden ser unidas; si se intenta mezclarlas, lo que resulta no es unión, sino confusión.

Sobre todo, queremos poner de manifiesto que hoy la conciencia intelectual tiene unas exigencias en cierto modo más acusadas, aunque estas exigencias sean accidentales, que en tiempos pasados. No en vano el saber intelectual muestra hoy una innegable impregnación científico-natural —-pese a todo lo dicho contra ella— que la ha marcado con su espíritu de precisión. En este sentido hacemos especial hincapié en resaltar que la afirmación dudosa puede convencer muchas veces mejor que la unívoca y petulante, porque muestra la conciencia intelectual del autor, su buena fe —que no intenta ocultar las dificultades— y, una vez expuestas sus opiniones, su ponderación. La auténtica grandeza del filósofo de todos los tiempos está siempre en proporción a su honestidad intelectual. Siempre ha existido en la raíz de nuestras dificultades filosóficas un problema ético.

Referencias únicamente favorables a tal tipo o a tal otro de autoridades suelen desacreditar al autor y su obra, revelando que sigue su prejuicio cuando pretende juzgar. Si necesario entre intelectuales cristianos es pregonar la fe, también es necesario pensar. El lector indeterminado que hoy solemos tener delante, mide con pesos diferentes y da sus devociones no solamente cuando se le ofrece fe o autoridades, sino ciencia y pensamiento. Con lo que decimos, se trata de ganar al hombre sensato y recto, no de suprimirlo ni anularlo. De no hacerse así, si lo que resulta no es fanatismo, ¿qué es entonces?

Estamos diciendo que en las ocupaciones de tipo intelectual, mejor que "los estornudos espirituales" son siempre los pacientes análisis críticos. La cobardía intelectual, cuando no la descortesía, hacen que algunos desconfíen de la superioridad virtualmente inherente al pensamiento cristiano. Muchas veces el bu-bu-bu de algunas posturas puede hacer creer que lo acristiano y peligroso debe ser correcto e irrefutable, y este hábito de contradecir lo practican frecuentemente ciertos húsares ligeros o espadones de grupo que nunca faltan y que suelen unir la hibris con el amor a lo cómodo.

A la buena apologética, tanto a la antigua como a la moderna, no puede achacársele nunca la falta de inadecuación que provendría de un interés intelectual fingido, confluyente siempre en una camuflada, inconsciente, aunque a menudo bien intencionada, posición de deshonestidad. No puede considerarse a lo intelectual como meramente instrumental. Cuando a veces se habla del achabacanamiento religioso de algunos escritores exaltados por virtud de esa postura que estamos criticando, escritores que reúnen en su torno a públicos, por lo general poco cultivados, no debe olvidarse que ésta es una postura que siempre, de una forma u otra, termina por ser vengada.

En otras palabras, no puede infravalorarse la fuerza de la razón donde quiera que ésta se encuentre. No puede mentirse nunca por la verdad. Los más grandes filósofos de todos los tiempos son aquellos que no titubean en presencia de la verdad, sino que le dan la bienvenida. Frente a la verdad, poco tiene que hacer, a fin de cuentas, un cristianismo meramente muscular o atlético. En la ocupación eminentemente intelectual, lo importante no es contradecir, sino contra-pensar. La detracción, si es necesaria, legítima o no, es asunto de juicio singular, difícil en la mayoría de los casos; la calumnia es siempre un crimen abominable. Por lo demás, los cristianos enfáticos ni mucho menos suelen ser los mejores; y son a menudo fanáticos, supersticiosos, espíritus cerrados, aunque siempre tengan rasgos de buenos y verdaderos cristianos y no se identifiquen con la hipocresía de los devotos meramente externos. El gran filósofo húngaro, hoy nacionalizado inglés, Aurelio Kolnai, desde ¡muchos años viene haciendo de la crítica a esta clase de enfatismos y utopías uno de los Leitmotive de su obra.

Por lo demás, no puede de ningún modo olvidarse que hay algunas actitudes que se excluyen ipso facto de una vivencia eminentemente cristiana, entre otras, todas aquellas que presupongan un optimismo fácil, rosáceo, quimérico, que suelen entrañar un perfeccionismo infantil, cuando no un supersticionismo sospechoso. Cristianos celosos que pese a su enorme buena fe lastran a su cristianismo de excesiva psicologización humana, demasiado humana, lo cual les lleva, cuando no a un ilusiomsmo romántico con paraísos postizos siempre utópicos, a rigideces esquemáticas y simplificadoras, de carácter local o nacionalista, pero que no concuerdan con el universalismo cristiano. Y no digamos nada de ese nacionalismo, que existe en algunos países, compuesto del loco culto nietzscheano del poder, de la guerra, del antiburguesismo, que, gracias a Dios, no ha echado hondas raíces en nuestro solar patrio y que, como tal, ha sido muy poco cristiano por muy conservador que se presente.

Grandeza de la ortodoxia y miseria de los ortodoxismos

Ciertamente, lo que es grande, ha de ser ortodoxo, pero con lo que hemos dicho en las páginas anteriores, sólo hemos querido apuntar que hay en las ocupaciones intelectuales una especie de ortodoxismo, que consiste en girar cheques sobre cuentas inexistentes de la ortodoxia, y sacar de ella direcciones que la ortodoxia no tiene ni ha tenido nunca el oficio de suministrar.

Sabemos también que tratándose de sociedades como la Iglesia, no todos los cristianos han de figurar como consumados intelectuales, y, por lo tanto, es necesario, en la inmensa mayoría de los casos, la sustitución del pensar especulativo por una pragmática regla de seminario. Esto, que es tan inevitable como necesario y aun conveniente, constituye una parte fundamental de la disciplina del espíritu, base de la grandeza de la Iglesia.

Por otro lado, ha de tenerse muy en cuenta que no es lo mismo ocuparse, por ejemplo, de un Guardini que de un intelectual católico español. Alemania es un país con el corazón escindido, dividido en dos grandes sectores religiosos, con un grado de secularización mucho más avanzado que el que conocemos en España; con un descreimiento o paganismo de distinto cuño al nuestro y con unas características, en resumen, muy dispares de las españolas y, podríamos decir, de las latinas. El tipo de librepensador que se conoce en los países anglosajones, como es sabido, reúne unas notas distintivas que no concuerdan, en sus líneas más o menos importantes, con las que dibujan al librepensador latino que, por lo general, suele ser anticlerical, sin que se olvide que el anticlericalismo es un fenómeno solamente explicable en los países donde el clero representa algo sustancial en la vida de los pueblos, como es el caso de los países católicos del sur de Europa.

Y si al hablar de nosotros los cristianos al mismo tiempo que hemos insistido en que puede haber un problema ético en la raíz de nuestras dificultades de tipo intelectual, presentamos diversos casos de desviación, ¡qué podríamos contar de los que no tienen el espíritu elaborado en la paciente modulación que da a las almas el ser cristiano!

Ya observó Chesterton que, en la actualidad, el librepensador europeo no quiere decir un hombre que piensa por su cuenta, sino uno que, habiéndolo hecho, ha llegado a un sistema dado de conclusiones sobre el origen material de los fenómenos, la imposibilidad de los milagros, la improbabilidad de la inmortalidad personal, y otras muchas cosas por el estilo. Y ninguna de estas ideas es peculiarmente liberal; más aún: todas ellas son típicamente antiliberales, según me propongo demostrar". Y, en efecto, Chesterton lo demuestra a su modo, con su vena abundante y fecunda que nunca envenenó la pluma, con su belicosidad alegre y sin hiel, haciendo sonar su risa estrepitosa, opulentísima como el tañido de una campana.

Pero este librepensamiento de que hablamos ofrece características muy especiales. El racionalismo de la antigüedad clásica, por ejemplo, que es uno de los pilares básicos del ¡mundo occidental, tomó cuerpo como crítica al mundo de los mitos, pero se ha visto hoy con claridad que en sus críticas el antiguo logos, precisamente por su origen mítico, permaneció en su más estrecho contacto con lo corporal y comunitario. En cambio, el nuevo racionalismo europeo, pilar el más básico del mundo moderno secularizado, se constituyó en su origen como crítica frente a los dogmas cristianos. Pero su crítica es de tal naturaleza que apenas hace sentir en sus resultados la fuerza positiva de los verdaderos poderes a los cuales debe su forma.

Por ello, el anterior juicio de Chesterton sobre él me hace recordar otro más reciente de Karl Adam, dedicado también, aunque en tono muy distinto, a los profetas y filósofos del libre pensamiento: "con ellos —escribe— no es posible ningún encuentro cristiano. Ellos son demasiado pequeños y estrechos, y, en tanto que respiran, por su libre pensamiento, son nada libres y fanáticos. Y son tan pequeños y estrechos porque, atados y reducidos al mundo fenoménico, enjaulados en las apariencias del mundo, no son, como nosotros los cristianos, abiertos a lo incondicional, a lo válido eternamente. No tienen los ojos abiertos. Tienen escamas en la mirada".

El escándalo en el santo

Mas, a pesar de todo lo que acabamos de decir, el escándalo intelectual en el escritor cristiano, por insignificante que sea, resalta más a los ojos del mundo y ante los mismos cristianos que el escándalo de otros autores que no tienen fe.

La explicación tal vez la haya dado Guardini mismo cuando habla del escándalo en el hombre religioso, tema del que se ocupa en su obra El Señor y en su libro dedicado a Pascal. El escándalo —dice— es la expresión violenta del resentimiento del hombre contra Dios, contra la esencia misma de Dios, contra su santidad. Es la resistencia contra el ser mismo de Dios. En lo más profundo del corazón humano dormita, junto a la nostalgia de la fuente eterna, origen de todo lo criado, y que es la única que contiene la plenitud absoluta, la rebelión contra el mismo Dios, el pecado, en su forma elemental que espera la ocasión propicia para actuar. Pero el escándalo se presenta raramente en estado puro, como ataque abierto contra la santidad divina en general; se oculta dirigiéndose contra un hombre de Dios: el profeta, el apóstol, el santo, el profundamente piadoso. Un hombre así es realmente una provocación. Hay algo en nosotros que no soporta la vida de un santo, que se rebela contra ella buscando como pretexto las imperfecciones propias de todo ser humano. Sus pecados, por ejemplo: ¡Este no puede ser santo! O sus debilidades aumentadas malévolamente por la mirada oblicua de los que le rechazan. O sus rarezas; ¡No hay nada más irritante que las excentricidades de los santos! En una palabra, el pretexto se basa en el hecho de que el santo es un hombre finito.

Otro tanto puede decirse del escritor cristiano cuando falla en algún punto moral de su quehacer intelectual. A los ojos de sus enemigos, no es preciso que sea santo, es cristiano y basta, porque esto pertenece ya a los ojos del mundo, al terreno de lo santo.

Lo más sorprendente de todo es que, por lo general, son los mismos cristianos quienes hacen resaltar los defectos de sus hermanos, pero esto que en muchos casos no es hábil, sino doloroso e impolítico y aun moralmente contraproducente, muchas veces habla bien de los cristianos porque muestra a la luz del día sus ansias de superación y de perfección que no lucen con tanto brillo en los que no tienen fe. Para el intelectual cristiano vale también el refrán de Beaumarchais: Sans liberté de blâmer, il n'est pas d'éloge flatteur. Situación delicada y difícil la del intelectual cristiano en nuestro tiempo, colocado entre dos extremos de los que necesariamente ha de huir; no girar cheques sobre cuentas inexistentes de la ortodoxia que aumentarían la deuda de nuestra fe con los hombres del siglo; no arrodillarse ante ídolos de barro que terminarían por capitalizar tal vez como su única fuerza la que le damos con nuestras claudicaciones y complejos.

A propósito de lo último, y por no extendernos en otros puntos que nos alejarían de la línea de este artículo, puede verse, y es esto sólo un ejemplo, cómo una de las victorias del marxismo, tal vez la más grande por ser al mismo tiempo la más sutil y la más perniciosa, es haber extraviado a los espíritus cristianos, y a muchos sacerdotes, absorbiéndoles de problemas "sociales" y "enmascarándoles" con ello el verdadero remo. Desviación sutil porque la mayor parte de los interesados creen actuar por caridad. Ha sido, recientemente, un monje contemplativo, el benedictino O. Bruno-Soren, quien ha denunciado que en muchos lugares de la tierra y particularmente, en la Iglesia de Francia, el Cristianismo va de proa hacia lo que él llama la "herejía de lo social", que olvida la palabra divina: "Mi reino no es de este mundo". Este cristiano tiende a situar al hombre no delante de Dios, sino delante de su propia imagen proyectada, agrandada sobre el inmenso océano de lo colectivo, donde el hombre se exalta y se diviniza. La contemplación, piedra angular del Cristianismo, tiende poco a poco a ser considerada como una deserción. Sacerdotes y laicos, obsesionados por la "acción" y singularmente por la acción sobre "las masas", olvidan la única fuente de la vida cristiana: la contemplación de Dios y de los místenos del amor divino, lo más necesario. Guardini fue uno de los que, desde ya hace mucho tiempo, puso el dedo en la llaga cuando escribía: "Se ha dicho demasiado que Cristo es el amigo de los hombres, el filántropo rebosante de bondad. Nuestro tiempo siente una predilección por las obras sociales y caritativas. Y en Jesucristo se ha querido ver al gran reformador social. Pero esta vía es falsa. Cristo está a cien codos de lo social en el sentido natural de la palabra. El examina al hombre en sus relaciones con Dios. Busca al hombre y lo sitúa delante de Dios. La socialización del Cristianismo, tal como aparece en ciertos autores religiosos contemporáneos, lleva a considerar al sacerdote, a la Iglesia, al Evangelio, no como intermediario entre hombre y Dios, sino entre hombre y hombre."

Teniendo en cuenta esta clave, la de una falsa o inexacta distinción cristiana, es como se comprende también una de las visiones más paradójicas de Chesterton, cuando nos pinta al mundo moderno "poblado por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas. Y se han vuelto locas —añadía— por sentirse aisladas y de veras vagando a solas. Así sucede que los hombres de ciencia se preocupan por establecer su verdad, y que la verdad les resulte luego despiadada. Así, que los humanistas sólo de la caridad se preocupan y que su candad (siento decirlo) resulte muchas veces falsa..."

¿Qué hacer?

¿Qué hacer? Ciertamente, el intelectual cristiano oye muchas voces a uno y otro lado del camino que, en ocasiones, le han perdido y le han hecho equivocar el norte. Por un lado oye la voz de la experiencia que le dice, y es ésta una imagen que a Maeztu le gustaba repetir: "la revolución nos acecha a todos, como siguen en parajes nevados las manadas de lobos a las caravanas de viajeros y, como cuentan los viajeros, si se les echa de comer las fieras redoblan los ataques, y, en cambio, cuando se les hace frente, y si no están enloquecidos por el hambre, los lobos se retiran". Por otro lado, se escuchan otras voces que dicen: debemos tener los ojos tan bondadosos y ser tan candidos que deberíamos pretender sanar a los sistemas enemigos a base de los elementos buenos que en ellos se encuentran. Esta actitud ha estado tan extendida entre los cristianos de estos últimos años que de ella se han ocupado los documentos pontificios denunciándola como un falso pacifismo o "concordismo" llamado también ironismo a partir de la Humani generis, que quiere llevar a cabo la absurda mixtificación de las "dos ciudades" fundiéndolas en una. Se escuchan también otras voces que se aferran en presentar la verdad, pero de tal modo que entre ella y un trompetazo no existe ninguna diferencia; únicamente que en un caso se hiere con la mano y, en otro, con la palabra; pero en ambos se tiene la misma dureza en los ojos y en el corazón. Otras veces se dice la verdad por pura vanagloria. Se llama a una cosa veracidad y, en el fondo, no es más que ambición, es espíritu de contradicción, tiranía. Semejante veracidad —y sobre ello ha escrito también Guardini " páginas inolvidables— no edifica, sino destruye. Y es esta actitud muchas veces la que hace surgir otras voces que, como correctivo de la actitud anterior, caen en el polo opuesto y disuelven la verdad de la fe en puro pietismo estático, en una falsa comprensión de la caridad que diluye los términos de la creencia en los dogmas fundamentales en pura Schwaermerei, que dirían los alemanes, olvidando que la candad aparente, unida a la falta de verdad, es debilidad y aún algo peor. San Pablo enseña que la candad se complace en la verdad, no en la iniquidad (1 Cor., 13, 6); profesa y sigue la verdad, sin dejarse enredar por la astucia del error (Efes., 4, 14-15); el amor de la verdad se opone a la seducción de la iniquidad (II Tesal., 2, 10-12), o, como dice San Juan, es preciso hacer la verdad en la caridad, para ser santificados en la verdad (Juan, 3, 21; 17, 17-18)...

Por ello, autores, como Chesterton, afirman "que casi todos los intentos contemporáneos para liberalizar la Iglesia han tenido por resultado el tiranizar más el siglo. Porque esta tarea en la Iglesia no puede significar liberalizarla en todas las direcciones, sino sólo en aquel sistema limitado de los llamados dogmas científicos: monismo, panteísmo, arrianismo, necesitarismo. Y, como se verá, cada uno de ellos es como un aliado natural de la opresión. Porque es curioso advertir —aunque no lo es tanto, si bien se mira— que la mayoría de las cosas son aliadas a la opresión. Sólo hay una cosa que nunca exagera sus alianzas con la opresión: la ortodoxia. Claro es que yo puedo torcer el sentido de la ortodoxia para justificar una tiranía; pero más fácil me será hacerlo fabricándome una filosofía a la alemana".

Pero ya hemos visto cómo, al lado de la ortodoxia, existen los ortodoxismos, y podríamos añadir ahora que, sin dejar de ser ortodoxos, se puede estar —y seguimos moviéndonos en el terreno de las ideas— a la derecha o a la izquierda según lo exijan determinados y muy concretos correctivos. ¿Cómo hacerlo, sin equivocarse? Podríamos contestar como Thibon cuando se le pregunta: ¿es usted de derechas o de izquierdas? ¿Qué entiende usted por derecha y por izquierda? Las respuestas nos confirmarían fácilmente en la opinión de que esas nociones, en la mente de la mayor parte de los mortales, van envueltas en una verosímil niebla de prejuicios y de ilusiones. Se trata de dos nociones que tienen en sí una importancia relativa. Lo esencial es realizar una síntesis viable de los diversos elementos, libertad y autoridad, igualdad o jerarquía, etc., englobados en las dos ideologías opuestas. Así, estas dos nociones, en la medida en que corresponden a un objeto real, se interpretan y se completan en la unidad de la vida. En los terrenos donde se debaten estas dos nociones, el hombre, entregado a sí mismo, no puede hacer otra cosa que oscilar entre estos dos escollos, liberal cuando se trata de deshacer lo envejecido, y conservador cuando hay que luchar por conservar lo verdaderamente tradicional. Y como en todos los terrenos, sólo un clima moral y social vitalmente cristiano puede evitarle una amarga disyuntiva.

En fin, por un camino o por el otro, volveremos siempre a esta meta: al verdadero clima social, moral e intelectual, espiritual y eminentemente cristiano. ¿Cómo lograrlo? ¿Qué .hacer para no desorientarnos en medio de tantas voces? Si lo perdemos de vista, hasta la misma Iglesia puede aparecérsenos como un poder oscilante entre uno y otro correctivo, que daría, sin serlo, la impresión de ser meramente circunstancial, ya que unas veces descarga su acento en la persecución de los heterodoxos y otras insiste en pedir la libertad, si la situación es grave o templadamente anticlerical, unas con la autoridad, otras con la persona, etc.

Distinción y union cristianas

Creo que si meditamos bien todos estos correctivos o vaivenes de que hemos hablado, algunos tan inevitables como justificados, nos darán la clave para comprender, en su extensión y profundidad, el espíritu de distinción cristiana tal como ha sido plasmado por Guardini en una obra, tan intensa como fecunda, que ha granado ya su plena madurez.

Preciso es anotar de entrada que no debe buscarse en su tarea un repertorio exhaustivo de cuestiones, por muy lúcidamente que éstas estén planteadas, sino sobre todo un estilo de pensar. Guardini no es un Fachphilosoph ni un Fachtheologe. Esto es urgente decirlo entre nosotros —como lo ha hecho ya un buen conocedor de su obra, el P. López Quintas— "en un momento en que muchos españoles, por diversas razones, están a punto de malentender su labor".

En Guardini interesa resaltar, por encima de todo, su espíritu orientador, su modo de acercarse tanto a las cuestiones palpitantes como a las eternas, que conservaría su valor aun en el caso —lo que no es en él frecuente— de que algunas de sus fundamentaciones no fuesen lo suficientemente sólidas.

En su estilo de pensar sobresale lo que ya hemos visto: un especial sentimiento de obligatoriedad por responder a lo inmediato del presente, de tal modo que ha podido permanecer en medio de esta preocupación suya tan evidente, inmune ante la fuerza seductora de lo nuevo. La actitud de Guardini, digámoslo de una vez, no tiene nada de modernista.

Pero quien ha sido, en nuestro tiempo, posiblemente el más abierto de los pensadores cristianos, en diálogo continuo con sus supremas manifestaciones, donde quiera que éstas aparezcan, es igualmente el pensador cristiano por excelencia de la Unterscheidung des Christlichen, de la distinción cristiana. Esto es, según decía en el Prólogo de 1935 al volumen que lleva este mismo título, lo que constituye la conciencia de su tarea, que para él ha sido más o menos clara desde los comienzos de sus trabajos científicos, desde hacía —escribía entonces— unos treinta años, a los que han de sumarse los veinticinco restantes en que esta preocupación se ha ido agudizando.

El veía en lo que entonces llamaba ya el ocaso de la Edad Moderna, algo que presionaba urgentemente cada vez con más fuerza: la necesidad de liberar a la realidad cristiana de lo que meramente se la asemeja, de lo que la encubre, de lo que la falsifica, de todo lo que quiere suplantar su modo de ser absoluto, contrariedades que de manera creciente ha venido experimentando el Cristianismo casi desde el derrumbamiento del Medievo.

Esta voluntad de distinción cristiana coincide precisamente con un momento de la historia universal, en el que la otra voluntad de tener una existencia y una obra no cristianas ha conseguido, después de presionar soterradamente en el curso de los últimos siglos, un poder manifiesto en Occidente. El encuentro de estas dos voluntades provoca en la conciencia cristiana un doble movimiento: la urgencia de buscar, por un lado, las raíces de lo que es propio y auténtico, y la de analizar, por el otro, las palabras y las figuras que nos rodean para enfrentarnos con lo que ha provocado y constituido la secularización de la existencia occidental.

Confiesa Guardini, en este mismo Prólogo, su experiencia continuamente renovada de que mientras más claro y abierto se habla con los otros, más positivamente se puede trabajar en conjunto, y de que mientras más puramente se vive de las propias raíces más se libera nuestro pensamiento de oscuridades, sin olvidar que la actitud católica tiene, al menos, algo de una actitud superabovedada que le hace posible al otro encontrar siempre algo de lo suyo.

Se ha observado ya, y de ello se ha hablado mucho (entre otros, el mismo Guardini lo ha hecho egregiamente) de lo fácil que fue para las últimas dos centurias atacar a la Religión y vivir, sin embargo, de los frutos de la misma, apropiándose sus verdades secularizadas. Mas, después de las últimas descaradas y radicales agresiones de que ha sido objeto el Cristianismo —Nietzsche, comunismo, totalitarismos, existencialismos...—, se sabe ya que es preciso tener la valentía de vivir enteramente fuera de él, y es ahora cuando, pese a los muchos peligros, puede verse la fecundidad de lo que significa para el Cristianismo esta actitud de desarraigo pleno. La no-cristiandad de algunos valores hasta entonces se podía ver sólo a través de un velo; pero ahora el no creyente sale de las nieblas de la secularización. Con ello el hombre se ve obligado a decidirse en verdad y a ponerse de acuerdo consigo mismo. Nunca como hoy tienen plena vigencia las palabras de San Pablo: "el que sin discernir come y bebe el cuerpo del Señor, se come y bebe su propia condenación" (1 Corintios, 11, 29).

"Lo que hay en Cristo —ha escrito Guardini— no puede ser deducido de una psicología del hombre religioso, del cual forma una parte el cristiano, sino que el cristiano sólo es posible por Cristo, y éste, por su parte, se escapa al análisis psicológico, si se sigue haciendo limpiamente. Pero si no se hace así —como suele ocurrir— entonces pierde todo sentido y es sólo un medio en manos del hombre, señor de sí mismo, para demostrar que no hay Dios hombre. "

Pero Cristo, que está situado más allá de todos los esquemas de manera inconfundible con sus palabras, que son la medida de nuestra propia vida (Gal., 2, 20), constituyendo lo que venimos llamando la distinción cristiana, es, al mismo tiempo, la afirmación universal. El Logos que se hizo carne es el mismo que creó al mundo. Por ello hay entre el orden y el espacio de la Creación y de la Redención una unidad previamente dada. La culpa no hace desaparecer las huellas de Dios. Quien pensara así supervalora el poder del pecado por encima del Creador. Si Dios vino al mundo es porque el mundo tenía los signos de su pertenencia; un mundo al que la Redención complementa y perfecciona. Y es así como lo ha entendido Guardini de un modo que subsume toda la afloración de la existencia, ya que, como sostiene la doctrina católica de todos los tiempos, la Gracia no destruye, sino que perfecciona a la naturaleza. Si la distinción cristiana se concibiera de una manera extrema, conduciría a una negación del mundo, de la naturaleza y del hombre —como sucede entre los protestantes, especialmente en Karl Barth y en la teología dialéctica por él inspirada. La Revelación cristiana perdería entonces su carácter de embajada y de suceso que está en íntima relación con el hombre y que consigue una forma de realización en el interior del mundo.

Pero la fe cristiana ve el todo del ser, sin lo cual uno no puede consistir ni ser comprendido. Ve la realidad de Dios, del hombre y del mundo, y no meramente una al lado de la otra, sino en una esencial unidad y pertenencia. Fuera de la fe cristiana no hay ninguna posición que piense, sienta y viva como ella esa unidad. Sólo el todo es lo verdadero; y no en vano una de las más conocidas expresiones de Guardini es ésta: "Sólo quien conoce a Dios conoce al hombre."

De todos modos es extraordinariamente sintomático que el pensador por excelencia de la distinción cristiana sea al mismo tiempo el pensador de la unidad." Tan es así que para Guardini la tarea más urgente del intelectual de hoy es recobrar la unidad perdida desde el Renacimiento, mostrando una vez más la evidencia del principio de que para unir es preciso distinguir, y de que la existencia cristiana es una totalidad.

En el Prólogo a su libro Libertad, Gracia y Destino, ha expuesto de una manera sucinta la clave de su pensamiento. En él habla expresamente de cómo la unidad del conocimiento de la existencia ha sido desgarrada hace ya mucho, incluso entre los cristianos. El creyente ya no se halla con su fe en la realidad del mundo; menos aún en cuanto creyente.

"De la necesidad de este desgarramiento ha hecho una virtud amarga. Se ha elaborado una creencia —si se me permite la palabra— químicamente pura; y se esfuerza por ver en ella la forma propia de la fe."

"Esta fe tiene algo muy duro y esforzado; pero acerca de esto no debe olvidarse que representa una crisis. Por salvar la Redención del Hijo, ha abandonado la Creación del Padre. Sin embargo, la sentencia: "el que me ve a Mí, ve al Padre" (Juan, 14, 9) es también cierta en sentido inverso: "el que no quiere ver al Padre, tampoco me ve a Mí".

Guardini quiere conseguir una visión unitaria y total de la existencia cristiana. Es el intento, confiesa en su Prólogo, que, en el fondo, ha definido todo su trabajo. El ha meditado sobre la conciencia viva de la unidad de la existencia cristiana, como mundo, como naturaleza, como gracia, a lo largo de las distintas épocas de la historia. Ha estudiado, por consiguiente, distintas formas de la existencia cristiana, y es consciente, como pocos, de su disgregación y de los efectos del desgarramiento espiritual del hombre moderno.

El sabe que la fe es "la victoria que vence al mundo" (Juan, 5, 4). Pero es una fe a la que se ha ido escurriendo el mundo y, por tanto, se halla cada vez en peores condiciones de recuperarlo y confirmarlo teóricamente, en cuanto concepción del mundo, como visión e intelección de él, lograda desde la fe; prácticamente, como auténtica salvación —desde el ser y la verdad— de la realidad humana, comprometido de un modo trágico.

"Es hora, pues —añade Guardini—, de tomar nuevamente posiciones, intelectual y vitalmente, en la existencia cristiana como totalidad: "todo es vuestro; y vosotros, de Cristo" (I Corintios, 3, 23). Es hora de ver que todas las distinciones tienen sólo un valor metódico y que, por el contrario, lo que se da en la realidad es el mundo y el hombre en él, llamado por Dios, regido y salvado por El. Y ahora, en fin, de pensar el todo desde el Todo.

"No intentamos destruir nada de lo conquistado en el esfuerzo constante de siglos, sino afirmarlo y conservarlo: la conciencia crítica, el rigor en la distinción y en el análisis de los problemas procedentes de las ciencias... Nuestro lema no puede ser: "hacia atrás". Ni en la Edad Media ni el Cristianismo primitivo. Sino siempre "adelante". Adelante, trascendiendo las distinciones, hacia el todo; desde una actitud que, a la distancia de medio milenio y, por tanto, más rigurosa, más crítica, más cauta, se corresponda con aquella que tuvieron entonces los "hombres de Occidente." "Esto significa, para el pensamiento, que no podemos tratar un fenómeno sólo bajo un aspecto, sino que no es necesario considerarlo a través de toda la cultura, anchura y profundidad de la existencia cristianamente entendida, y ensayar su explicación desde la Psicología, la Filosofía y la Teología simultáneamente, sin que sea lícito objetar que de esta manera se borran los límites y confunden los distintos órdenes, y otras cosas por el estilo." "Es claro que esto comporta sus peligros, los de la palabrería en todas sus formas, ese desvergonzado pulular de palabras vanas en temas de formación, de propaganda, de diversión... Sin embargo, en gracia de la verdad, es necesario añadir que todas estas manifestaciones no son algo puramente negativo, sino exteriorizaciones de una existencia desgarrada y de una ansia arrebatada de unidad."

El estilo que es el hombre

Algunas veces, no obstante, cuando seguimos a Guardini tras las huellas de un personaje abismático de Dostoyevski, o destejiendo la trama enrevesada de un poema de Hölderlin o de Rilke, y en muchos otros momentos similares que no rehúye en su quehacer intelectual, llegamos a pensar que se trata de uno de esos autores que tanto abundan en nuestro tiempo y que, muy a su pesar, terminan con el alma desgarrada y tensa por el trato asiduo e inevitable de los problemas desarraigados y trágicos que afectan al hombre moderno. La abundancia de estos temas, su cercanía en las ocupaciones intelectuales de nuestros días, máxime en un país como el alemán de alma destrozada por tantas encrucijadas de la carne y del espíritu, son considerables para aplastar bajo su peso las preocupaciones apostólicas e intelectuales de figuras como la de Guardini. Pero no es así. Su obra, como su pensamiento, son de una unidad elocuente que se refleja, inclusive, en su misma figura.

Y no puede causar a nadie extrañeza que sea así, pues resumen y compendio de su interpretación de lo cristiano y de lo mundano es también el hombre, el promotor, él mismo. Esto no es literatura testimonial: sencillamente cristianismo; la verdad de que el estilo —uti figura docet— permite a Guardini encarnar en nuestro tiempo una forma ejemplar de distinción cristiana.

Se ha hablado mucho, y nosotros también lo hemos hecho, [24] del alma de Guardini tensa entre dos espíritus, el del norte, con la inquietud de la pregunta y el dinamismo de su busca, y el del sur, con su sentido de la forma, del goce de lo logrado. No en vano para los que venimos del sur es uno de los mejores puentes para transitar por el alma germánica, lo que explica el afecto que despierta entre los españoles, y son ya muchos los que le han leído y le han escuchado. Hombre muy del sur, sin embargo, está bajo una luz nórdica singular, como la de Newman: todo transcurre dentro, y aparentemente nada se mueve fuera. No obstante, sin negar la evidencia del anterior aserto, la singularidad de Guardini, en medio de tantos escritores alemanes de estos últimos años, confusos y repetitivos como nunca en la literatura de aquel país, en medio de tantos escritores latinos estetizantes y mundanos, debiendo mucho a su inconfundible impronta latina y a su íntima familiaridad con el alma alemana, debe mucho más a su universal espíritu cristiano. Su caso, de todos modos, será estudiado en el futuro como uno de los más ejemplares de la simbiosis de las culturas, pero es bajo el aspecto cristiano como ha de mostrarse lo más recóndito de su alma.

Por ello, entre las obras más sintomáticas de su espíritu, aunque no de las de más altura intelectual, yo pondría ese delicioso librito Los signos sagrados, que, pese a su sencillez, llamó no obstante la atención de un fenomenólogo tan exigente como Van der Leeuw, en su Phanomenologie der Religion; algún que otro pasaje de sus Cartas desde el lago de Como, en especial la del final, en la que se ocupa de la comunidad orgánica, sin olvidar innumerables páginas de su obra maestra El Señor, ni tampoco sus homilías dominicales en la iglesia universitaria de San Luis, ni su labor pedagógica centrada alrededor del castillo de Rothenfels... No hay, por supuesto, ningún libro de Guardini en que no tropecemos con un pasaje hondamente vivido y luminosamente visto que se nos queda grabado para siempre en la retina. Esto sólo nos sucede en contacto con escritores que viven de profundos encuentros con la luz de la más auténtica reflexión. Tal vez pasemos un buen número de páginas sin sentirnos raptados en lo más hondo de nuestro ser, pero siempre, más tarde o más temprano, surge, desde un núcleo central, una fuerza irresistible que no nos deja. Esta virtud no es peculiar-mente latina, ni germana, ni tampoco exclusivamente cristiana; pero hay en esto la gran tradición como hay también pequeñas tradiciones. Es Guardini uno de esos autores, a los cuales, una vez leídos, se vuelve siempre.

"Lo que tiene ángel"

Hay sobre todo un capítulo en su libro Libertad, Gracia y Destino, que muestra, a mi juicio, mucho del modo de ser de Guardini. Se trata del capítulo dedicado a lo Gnactenhafte como elemento de la existencia inmediata, término alemán traducido, en la versión española, por lo gracioso. Yo hubiera preferido, sin embargo, verlo traducido por una de nuestras expresiones más populares, "lo que tiene ángel", que refleja con más exactitud su pensamiento. Téngase, pues, en cuenta esta puntualización en la lectura de los pasajes siguientes: "hay atmósferas humanas —escribe Guardini— que dificultan lo gracioso y hasta asfixian. Por atmósfera se entiende ese ambiente formado por las normas en vigor, por los órdenes de valores reconocidos, por las formas de vida existentes, simpatías y antipatías involuntarias, esperas y temores, y fundado en la primacía de un determinado tipo humano. Ciertas atmósferas animan ese elemento gracioso de la existencia. Individualmente la del hombre acogedor y bondadoso; socialmente la de los grupos artísticos históricamente, la de los grandes períodos creadores. Aquí se siente lo original y productor como algo valioso; la actitud general se afianza con ello —y es que así se alientan, afirman y confirman mutuamente—. Otras atmósferas lo desprecian, desaniman y debilitan. La positivo-fanática, la autoritario-burócrata, la calculadora rígida; y, lo más desesperante, la de la violencia racionalista, la de la inhumanidad mecanizada, como sucede a diario actualmente. Libertad, generosidad, expansión de corazón, humor, originalidad en la inspiración y confiada osadía, todo esto es notado como extraño, antipático, enojoso y aun peligroso. Hay una secreta angustia en la acción, que se siente arriesgada, por lo gracioso y pretende sofocarlo".

Así vemos en el arte cómo "lo que tiene ángel" no lo poseen obras muy grandiosas, muy sublimes o muy profundas, sino aquellas en que aflora la pura sencillez. Así no lo tienen los cuadros de Matias Grünewald o las estatuas de Miguel Ángel; pero lo trasluce Mörike, cuando habla de la lámpara que cuelga en un cuarto abandonado; muchos vasos griegos, también muchas pinturas de Rafael y composiciones de Mozart, verdaderos logros de lo puro, de lo otorgado por gracia.

Guardini ha visto bien que esa nobleza de "lo que tiene ángel" presupone una fuerza que mana de la profundidad, y que, purificándose, se convierte en donosidad, en iluminoso atractivo, que es lo que quiere decir la palabra gracia en su significación original griega, charis.

Se puede también demostrar —y Guardini mismo habla de ello— que hay hombres cuya existencia misma se siente como agraciada. Tampoco en ellos se identifica su carácter con el de la grandeza, porque ésta —-sea una grandeza creadora, dominadora o cualquier otra— suprime la relación entre nosotros y ella. "Lo que tiene ángel", "lo agraciado", está, más bien, en conformidad con nosotros, tiene algo de libertador y dadivoso. En la esencia de tales hombres, en su modo de hablar o comprender las cosas, se torna sencilla la existencia. Son un testimonio de que en este mundo embrollado y violento, hay candad y nobleza.

Su estudio sobre lo Gnadenhafte es, a mi juicio, una de esas claves que nos permite comprender cómo la gran preocupación de Guardini por la liturgia no es un mero azar, así como tampoco lo es que el movimiento llamado litúrgico prendiera con extraordinaria fuerza en países, como el alemán, donde la ausencia del espíritu formal es más notoria que en los países del sur. Movimiento litúrgico que Guardini miró no como simple movimiento histórico que quería limpiar el polvo de los siglos de las viejas formas, sino como un intento de verdadera y viva figuración de lo real.

Con una clave así se comprende mejor que en una época como la nuestra, iconoclasta, de insolencia cultural y snobismo, Guardini se dedicase en media docena de sus libros más fundamentales, de los más inteligentes que se han escrito en la hermenéutica literaria y espiritual de nuestros días, a comentar media docena de obras maestras que, seria y hondamente, han tocado lo más profundo del espíritu del hombre. El Fedón y la Apología de Sócrates, de Platón; Las Confesiones, de San Agustín, la Vita nuova del Dante, Los pensamientos, de Pascal... Son pocos los escritores de hoy que pueden decir como Guardini: "Cuando Dante o Shakespeare hablan, parece que tiemblan los mismos fundamentos del orbe." El intento es ambicioso en Guardini, en cuanto que estas obras maestras han sido comentadas e interpretadas con el fin de desbrozar su gran trabajo sobre la distinción cristiana que ha culminado en vanos volúmenes dedicados a la figura de Cristo. Esta clave es la que nos permite comprender cómo, en la mitad casi de su carrera de escritor, Guardini hace correr el acento, que antes hacía descansar, en las estructuras sociales, como era frecuente en los pensadores de viejo estilo católico finisecular, hacia un lado más eminentemente personal. Parece que para él se escribieron las palabras que, en páginas anteriores, hemos reproducido de Thibon, cuando nos habla, a propósito de la derecha y de la izquierda, de que sólo un clima moral y social vitalmente cristiano puede evitar las amargas disyuntivas y los fáciles encasillados sobre lo que Guardini nada desembarazadamente.

No vendría mal ahora comentar las últimas diez páginas de su obra El ocaso de la. Edad Moderna, para exponer lo que Guardini dice del hombre en clavado entre la región de las máximas posibilidades y la de los máximos riesgos. Guardini, como Jünger y Heidegger ", tiene conciencia de una delimitación de épocas, llegando a la constatación de que la humanidad, en los últimos años, se dirige hacia una nueva época de su historia, con la cual nuestro presente podía compararse, al menos en algún punto de importancia capital. En esta nueva época, su discriminación, por ejemplo, entre "personalidad" y "persona", le capacita para reconocer una dignidad humana, aun allí donde otros hablan sólo del hombre masa y de "su pérdida de personalidad". Para el cristiano, lo más importante es estar presto a la llamada de Dios, lo que Guardini llama "persona", y esto es lo que él ve como posibilidad viva en el hombre masa. Para él, como cristiano, el hombre masa del futuro es capaz de salvación, aun en el caso de que sea hombre de poca talla. El porvenir será un porvenir de los muchos, y los muchos han de ser personas o no serán. Constituyó una gran sorpresa en Alemania, que justamente Guardini, ¡el gran humanista!, ¡el teólogo tan sutil como artista!, reconociera de esa manera el tipo "no humano" del hombre. Y es que estamos oyendo al mismo Guardini que nos habla de cómo nuestro lema "no puede ser hacia atrás". Ni a la Edad Media, ni al cristianismo primitivo.

Así, si de Guardini se ha dicho que su decisión de superar la crisis, por vía de desbordamiento creador, le ha dado el poder de sugestión sobre la actual juventud alemana, ansiosa de renovación, pero con una tensión creadora a la que no está dispuesta a renunciar, es porque también se ha reconocido, como él ha visto, que lo decisivo en estos momentos, no consiste en mostrar a la juventud un sistema nuevo, sino un método apto para pensar conforme tanto a las exigencias del día, como a las de lo eterno, pues el tiempo es tan corto como larga la eternidad.

Guardini, como pensador de la distinción y de la totalidad de la existencia cristiana, "tiene ángel". Tiene líneas vivas. No lleva el plomo de la muerte en las alas de su espíritu.

Distinción

Es así como se comprende también que la palabra distinción posee una riqueza de sentido en el mejor castellano que no tiene, por ejemplo, la lengua alemana. Por un lado, expresa la diferencia, en virtud de la cual una cosa no es otra, pero, por otra parte, expresa también miramiento y consideración hacia una persona, cierto privilegio, honor o excepción en cuya virtud uno se distingue de los demás, ya sea por elevarse sobre lo vulgar o por elegancia y buenas maneras, o por el buen orden, claridad y precisión que pone en las cosas. No es lo mismo en nuestro castellano distinguir y distinguirse; hacer una distinción y tratar a uno con distinción por ser persona, precisamente de distinción. Misterio de la lengua.

En un sentido y en el otro, lo cristiano es la distinción: pura y escuetamente la distinción. Pero por la más universal de las paradojas, lo cristiano es también lo que trasciende las distinciones hacia el todo, lo más universal. Sólo lo divino es capaz de romper las barreras de nuestra comprensión, no de manera irracional, sino arracional, situándose más allá de la razón, no en contra suya.

Distinción y totalidad: sólo el ser, lo divino es así. Por ello la verdadera síntesis de la ontología y la historia, tema capital de la filosofía en nuestro tiempo, es Cristo, el Logos hecho carne que entró en la historia y completó el mundo reconciliándolo con su Creador.

El nihilismo que atenaza a nuestro tiempo, por el contrario, se presenta en forma de confusión, no de distinción; de vaciedad, de nadismo y no de totalidad. Por ello la distinción cristiana es y ha sido siempre su réplica más definitiva. La distinción cristiana es todo lo contrario del nihilismo, antes de que éste surgiera con toda su tarada prole, al volverse locas las viejas virtudes cristianas de que habla Chesterton. El nihilismo surgió de uno de aquellos sueños de la razón que engendró monstruos y que pintó Goya hace más de un siglo. Y como en todos los sueños, las fronteras de la distinción se difuminan y terminan por desaparecer. Todo lo contrario, ya lo hemos dicho, de lo que sucede con la realidad cristiana. Dos mundos, el de la máxima posibilidad y el del riego supremo de que habla Guardini al final de su libro El ocaso de la Edad Moderna.

 

 

 

Fuente: Alfonso López Quintás (dir.), Psicología religiosa y pensamiento existencial, ensayos filosóficos-teológicos, Libros del Monograma, Madrid, 1963, pp. 155-200.