La cultura como obra y riesgo *

Die kultur als werk und gefaehrdung

Romano Guardini

Señoras y señores:

Observación previa.

Ante todo, nos pondremos brevemente de acuerdo sobre los conceptos que han de usarse en estas consideraciones.

La palabra «cultura», que se repetirá constantemente en ellas, debe indicar todo lo que el hombre hace, conforma y crea. A su vez, «naturaleza» significa lo que existe sin que el hombre intervenga en ello.

Pero está claro, inmediatamente, que esta naturaleza ya contiene un elemento de lo cultural. Pues es aquello que el hombre encuentra y comprueba: en cuya imagen él introduce el requisito previo de su visión y su comprensión. Y si el hombre mismo puede ser entendido como «naturaleza» en su primera existencia, en su ser anímico-corporal, tal como resulta de su nacimiento y herencia, esa «naturaleza» contiene por adelantado el elemento del espíritu y de su libertad, que no es «naturaleza», sino «historia». Recíprocamente, también todo fenómeno cultural contiene a su vez un elemento de naturaleza, en cuanto que el hombre capta y estructura en él un elemento de la naturaleza, que existe sin el hombre. Por tanto, tenemos que habérnoslas con conceptos aproximativos, que tienen un significado diversamente proporcionado según la conexión en que se usen.

La entera existencia humana está atravesada por un movimiento desde la naturaleza hacia la cultura. Pero este movimiento se percibe de una manera cargada de contradicciones. Por un lado, todo lo que resulta de él, lleva acentos positivos de valor. Es la obra del hombre, por cuya decisión y riqueza valoramos cada época de la historia. Por otro lado, el hombre experimenta ante ella una intranquilidad que se hace mayor cuanto más alto llega esta obra. Eso se manifiesta en figuras míticas, como la de un Prometeo, que aparece, sin más, como el que aporta la cultura, pero sufre un destino que, no sólo es trágico, sino que tiene carácter de culpabilidad. No habría de ser tampoco original el concepto de lo prometeico, tan lleno de significado para el hombre de la época moderna: para los griegos, ciertamente, el que robó el fuego era un desalmado.

La conciencia de que la cultura es ambivalente va aparejada con su propio ser: parece ser más débil allí donde el hombre, con su trabajo, debe salir de los peligros naturales que le amenazan. Crece con la seguridad de su posición. Tan pronto como la cultura llega a ser rica, esa conciencia se condensa en un ataque contra ella, llamando a «la vuelta a la Naturaleza» —una exigencia que, naturalmente, no se puede cumplir, porque en la historia no hay marcha atrás.

Hoy ocurre que el hombre toma entre sus manos fuerzas naturales de inconmensurable grandeza, y las aplica a obras que aún hace poco tiempo sólo podían imaginarse como utopías. Pero precisamente este hombre también siente una preocupación y una opresión de conciencia como apenas han existido nunca.

El proceso de creación de la cultura

El núcleo del proceso de que surge la cultura consiste en dos momentos que no pueden remitirse uno a otro, pero que se condicionan recíprocamente.

El primero es aquel acto en que el hombre se sale del conjunto de la naturaleza y toma distancia respecto a lo dado naturalmente. Con eso implica algo diferente que cuando el ave de rapiña se eleva para ver desde lo alto el campo en que se mueve el animal que es su víctima. Esta distancia sigue estando dentro del conjunto de la naturaleza; aquélla, en cambio, de que hablamos, verifica el hecho de que el hombre no se agota en la naturaleza, sino que está en ella y fuera de ella a la vez. Su lugar ontológico es la frontera de la naturaleza. Esta situación limítrofe la verifica el hombre en el acto cultural, y en éste adquiere libertad para una conducta que no le es posible al animal. Su requisito previo para ello se llama «espíritu». Este da al que está en la frontera, el punto de apoyo que le hace posible el enfrentamiento.

El segundo momento es ese acto en que el hombre va hacia la naturaleza y la capta. No anula esa separación de que se hablaba, sino que sólo es posible a partir de ella. Pues también al dirigirse a la naturaleza, de este modo, ocurre algo diferente que cuando el águila agarra su presa o reúne el material para su nido. Este agarrar y captar tiene lugar en la conexión inmediata del comportamiento natural. Lo que hace el hombre, presupone aquel distanciamiento que sólo es posible por el espíritu.

En este acto, el hombre considera su objeto, lo comprende, lo valora, le da forma. El animal no entiende ni valora ni de forma, sino que se orienta, siente lo beneficioso o perjudicial, y lo toma o lo elude. Tal acción tiene pleno sentido, pero su sentido no está puesto por el animal, sino que se desarrolla anónimamente en él, como sentido de la naturaleza. En el hombre, la realización del sentido procede de iniciativa personal, del conocimiento y la decisión; cosas posibles solamente porque existe una instancia que crea un distanciamiento: el espíritu.

La distinción se muestra precisamente en aquello en que la acción del hombre queda por detrás de la del animal, esto es, en la posibilidad de equivocarse. El animal no se equivoca, prescindiendo de breves períodos en que es joven y su función todavía no es segura. Si su acto realmente falla, no hay una equivocación, sino que eso significa que su órgano tenía un defecto; es una señal de defectuoso dominio de la vida, que lleva en definitiva a la ruina. Sólo el hombre puede equivocarse, porque, de manera decisiva, vive desde un centro que no se agota en su conexión con la naturaleza: el espíritu. Así, pues, el equivocarse está condicionado espiritualmente, lo mismo que la conducta recta.

Sobre la base de esta distancia descrita es como se hace posible también la auténtica proximidad al objeto. El animal está en una relación que nunca le suelta de sí. Así, no hay en el ni auténtica distancia ni auténtica proximidad. El hombre se pone ante la cosa en la libertad de la distancia; a partir de ahí puede, con análoga libertad, adquirir respecto a ella una proximidad de asentimiento, cíe simpatía y de responsabilidad, que no es posible en el animal.

La realización de estos dos actos puede tener los más diversos grados de claridad e intensidad. Puede hundirse aparentemente en el proceder natural, como es el caso en las acciones del afecto o de la costumbre; pero también puede experimentar esas poderosas elevaciones que vemos en los procesos cimeros de la cultura.

Siempre forma el núcleo del proceder humano. Existe en cuanto se puede hablar de un hombre, en sentido estricto. La teoría según la cual hay una línea de evolución que va atravesando desde el animal más simple hasta el hombre, es una mera hipótesis; y por cierto, una hipótesis desorientadora, porque suprime lo decisivo de todos los conceptos que interpretan la existencia. Cómo hay que suponer realmente el origen del hombre, ya es una cuestión aparte. No parece poder plantearse desde un punto de vista ni científico-natural, ni filosófico, sino solo teológicamente.

El carácter existencial de la obra de cultura.

Por lo dicho queda determinado el carácter existencial del acto de cultura y la obra de cultura. Estos descansan en la libertad en que el hombre observa, entiende y enjuicia, sitúa sus objetivos y elige los medios para su realización. Ya la figura más sencilla que traza el hombre primitivo en la pared de su cueva, parte de una intuición espiritual, que presupone por su parte la mencionada distancia. Un transcurso continuo lleva desde la pintura rupestre hasta las más altas creaciones del arte; por el contrario, no hay tránsito desde las formas más diferenciadas en el reino de los cristales o de las flores hasta el más sencillo dibujo cavernario- Entre lo uno y lo otro hay un salto cualitativo que sólo lo da el espíritu.

Pero precisamente por esta peculiaridad, también queda en riesgo en seguida la obra de cultura. La acción del animal está asegurada a la vez por la necesidad natural que la liga. Las exigencias de su crecimiento y de su conservación propia se expresan en instintos que dan orientación a su proceder y le trazan límites. La libertad, por el contrario, en que el hombre sale de la conexión de la naturaleza, le pone en peligro. Cierto es que tiene instintos, y más poderosos cuanto más cercano está a la naturaleza: impulsos de orientación, de aviso, de moderación, etc. Pero en todo caso están en el campo de su libertad, constantemente influidos y equivocados por ella. Cuanto más poderosamente se despliega la libertad, en el transcurso de la historia, más inseguro se hace el instinto.

Más aún: en el hombre pueden entrar varios instintos en oposición entre sí, y eso ocurre más cuanto más progresa la evolución cultural; pensemos, por ejemplo, en la tendencia ai placer que se impone, aun a pesar de las admoniciones de la tendencia a la conservación propia. De aquí surge un desorden que tiene un carácter diferente al de esa inseguridad que indica que un animal degenera. Sólo se puede comprender porque la vida del hombre se realiza desde un centro de libertad, de tal modo que él puede sobrellevar un desorden que al animal le aniquilaría.

La posibilidad de equivocarse, pues, es esencial al hombre porque éste es libre. Se le puede definir, incluso, como aquel ser que se puede equivocar, porque también en libertad puede elegir lo justo.

La esencia de la cultura lleva aparejada la posibilidad de malentender la conexión de causa y efecto; de dar falsas formas al material; de fallar en las ordenaciones. De aquí resultan todos esos fenómenos de obra cultural inadecuada, de que está llena la historia. Pero estos retroactúan sobre la existencia del hombre y le ponen en peligro a él mismo: con modos de vida falsos, con los efectos en lo necesario, con desorden social, etc.

Por tanto, el peligro de la cultura proviene del mismo centro de que surge la posibilidad de la cultura.

Las épocas de la historia

Si lanzamos desde aquí una mirada hada la historia, creo que podemos delimitar tres épocas de carácter diverso y longitud muy desigual.

En el comienzo está la cultura primitiva. Esto es, aquella que la ciencia deduce de los vestigios que se han conservado, pero que también se puede encontrar en esos pueblos que llamamos primitivos.

También aquí está presente y operante el elemento de la libertad. Aun el artilugio más sencillo y el ornamento más escueto lo contienen. Pero en ese grado actúan también numerosos y poderosos elementos conservadores: el individuo se encuentra en estrechas estructuras de conjuntos sociológicos; las tradiciones tienen gran poder; la vida está encauzada por todas partes en lo religioso-mágico; los mismos procesos vitales se desarrollan en formas rítmico-simbólicas; elementos todos ellos que aseguran el fluir de la vida y dan ocasión al observador de usar la designación de «pueblos naturales». Esta designación, ciertamente, es falsa en su misma base, pues entonces los grupos humanos considerados quedarían en el mismo orden que una colonia animal. Pero tiene razón en cuanto que el acto de salir de la naturaleza sólo llega hasta un límite cercano, y en cambio, la conexión con la naturaleza es muy estrecha y operante. Eso da a la vida del hombre primitivo su carácter de «naturalidad» y cobijo, que muchas veces parece tan envidiable a los hombres posteriores.

La segunda época la vamos a designar, de modo provisional, como humana, reservándonos todavía la crítica de esta palabra. La cuestión de cuándo empieza, no la podemos examinar aquí. En todo caso, alcanza desde el comienzo de una conciencia histórica propiamente dicha, hasta esa irrupción de la ciencia natural y la técnica que se prepara en el curso de la Edad Moderna, y se cumple en el comienzo del siglo XIX.

El intervalo, pues, es muy largo. Se subdivide de los más diversos modos: según pueblos y países, niveles históricos, caracteres de estilo, etc. Pero a pesar de toda distinción, le domina un carácter penetrante: el que nos da la sensación de que el hombre entonces es más, él mismo que en nuestra época. Todavía, en las formas más diferenciadas de la satisfacción de las necesidades, de la ordenación social, del conocimiento y del arte, es más armónico y más próximo a la naturaleza de cuanto lo somos nosotros, y nos vamos haciendo más cada vez.

Este carácter parece proceder de una determinada proporción que se mantiene entre, por un lado, la distancia a la naturaleza, con la libertad de acción de ella emanada, y, por otro lado, la proximidad a esa misma naturaleza, con la seguridad por ella producida. El hombre, aquí, se aleja de la Naturaleza sólo en cuanto siente aún por todas partes sus ordenaciones; su acción está constantemente delimitada por las sensaciones de lo peligroso y lo que hay que rehuir.

Pero por lo que toca a sus mismas actividades de cultura, están asumidas esencialmente por la acción inmediata de los sentidos, así como por la mano y el instrumento.

Luego se pierde esta proporción, y empieza una tercera época: ésta en que estamos. La ciencia y la técnica permiten un modo de disponer de la naturaleza, que no parece, por su fundamento, tener límite ninguno. Las indicaciones y avisos de la sensación inmediata se debilitan. La libertad pasa a ser antojo.

Se han distinguido diversas etapas en este proceso. Ante todo, la liberación y dominio del vapor y la electricidad, con que quedaron disponibles energías en una medida antes desconocida. Luego, el descubrimiento de los materiales artificiales, que ha independizado el planteamiento de los objetivos técnicos respecto a las disponibilidades de la naturaleza, enseñando a ajustar en cada ocasión el material a su objetivo. Luego, la automación, que transforma el estado y proceso de la producción en una máquina cerrada que se mueve por sí sola. La física y la ingeniería de la energía atómica, por fin, ensanchan hasta perderse de vista el campo de la libre determinación de objetivos y de su realización.

No se puede decir si esta época puede ser sucedida por otra, y cómo. Ha de considerarse la posibilidad de que sus elementos negativos, de que se va a hablar en seguida, lleven a un fin degenerativo o catastrófico, o bien que se logre ver algo más que una utopía en la idea de una situación de perfección.

La separación de la base natural

El tema de estas consideraciones nos presenta ante todo la cuestión de en qué forma el hombre queda separado de su base natural por esta evolución. Como respuesta, enumeraré algunos fenómenos. Pero su sucesión no va a ser completa ni tampoco a formar un conjunto desarrollado lógicamente.

El hombre de las épocas precedentes estaba condicionado por los datos inmediatos de la naturaleza, de sus materias, de sus formas y sucesos. Según se los encontraba y captaba, ellos le concedían el material para su obra; determinaban la dirección en que tenía que moverse y trazaban las fronteras de su alcance. El fenómeno fundamental de la acción cultural era el instrumento, su formación y manejo. Los sentidos y la mano eran lo que lo movían. Luego, la ciencia de carácter matemático penetró cada vez con más decisión, a través de lo inmediatamente dado, hacia lo elemental. La técnica empezó a construir a partir de esto los esquemas de sus objetivos. Apareció la máquina y se desarrolló con creciente perfección.

Entonces pierden importancia los sentidos y la mano. El hombre pasa más allá de los datos inmediatos de la naturaleza, entrando en relación con lo elemental. Crea un mundo de formas intermedias; de signos, de cálculo, de aparatos, y cada vez vive más sumergido en él. Ese mundo no es natural, sino artificial. No subsiste por sí, no se mueve por tendencias naturales, sino que debe ser constantemente producido y mantenido en marcha por el hombre. Por tanto, el hombre no se puede confiar a ese mundo, sino que constantemente debe preocuparse por él, y cada vez es más fuertemente requerido por él.

Se forma una situación de creciente arbitrio —y también ciertamente, de creciente esfuerzo—. Una sensación que antes pertenecía a la utopía, ahora determina cada vez con más fuerza al hombre que vive con realismo: puede plantear sus objetivos a su gusto, y está en condiciones de preparar en cada ocasión los medios necesarios para su realización. Pero con ello pierde el reposo que daba la marcha de la naturaleza al hombre inserto en ella. Los datos inmediatos de esta naturaleza pierden su significación de límite, pero también de seguridad; el hombre cada vez está más esforzado y en riesgo.

De todo eso surge la pregunta: ¿qué se hace de él mismo, de este modo? ¿Mantiene su acción propia? El mundo de los mecanismos ¿no le obliga a una existencia que a la larga no puede realizar?, ¿crecerá él también, conforme a su ser, a la altura de su obra, que se despliega cada vez más rápida, o se hundirá bajo ella?

Otro fenómeno: Si se compara la disposición básica de nuestra época con la de las anteriores, parece que en ésta el sentimiento se hace más débil. Con ello no se alude a ninguna distinción como, por ejemplo, la que se establece entre la época del Sturm und Drang y la de la Ilustración; sino más bien a un enfriamiento de la vida del sentimiento y del corazón, que se extiende por todas partes y cada vez en mayor medida: en la relación con la naturaleza, con las demás personas, con el destino, con los valores espirituales, etc. Resulta obvio que este proceso va unido a la estructura técnico-racional de la época, como también con la multiplicidad de las personas y acontecimientos.

Se puede caracterizar con optimismo a esta época, y entonces se dice que el hombre moderno es objetivo. Los impulsos y obstáculos del sentimiento no harían más que estorbar en la situación actual; por tanto, hay que hacer que se replieguen. Pero si se piensa qué papel desempeñan en la economía interior la movilidad espiritual, el sentirse arrebatado y el experimentar las cosas; cómo forman la manera en que el hombre participa inmediatamente de la existencia; el lastre existencial que mantiene en su curso su movimiento vital... entonces uno se siente preocupado. En la misma medida en que se hace más capaz de movimiento y eficacia, por el intelecto y los mecanismos, se superficializa el proceso vital. Sus raíces se aflojan. Se convierte en un ser que se pone en juego a capricho... Se piensa en el mito de Anteo, el hijo de la Tierra, que no podía ser vencido mientras tocara a su madre. Entonces Hércules le elevó y le ahogó en el aire.

En relación con esto se encuentra la creciente pérdida de contacto entre persona y persona. Los educadores y los médicos observan que el hombre moderno está cada vez más aislado. Ello representa algo completamente diverso que el individualismo de principios del siglo XIX. Para éste, el despliegue de su índole propia era algo absolutamente positivo; el individuo, aun tan acentuado, encontraba fácilmente su enlace con otras personas; véase su evolucionada cultura del trato social, de la amistad, del eras, de las relaciones de autoridad, etc. El aislamiento de que hablamos es algo diverso. Forma el reverso de la masa, en que los individuos, innumerables individuos, están solitarios. Pues lo que da comunidad, no es la adición de muchos individuos, sino la conexión viviente del esquema orgánico de la totalidad. La «masa» es la gran cifra de individuos pobres en contactos; y que, par su misma pobreza debelación, se dejan reunir fácilmente y a capricho. La misa es, así, lo que posibilita la organización, mejor dicho, lo que la requiere. Y también, recíprocamente: las diversas formas de organización de índole profesional, social y política, están interesadas en que los contactos naturales no tengan ninguna gran fuerza enlazadora y constructiva, porque ahí echa raíz el individuo y se hace capaz de resistencia. La tendencia totalitaria —que, queramos reconocerlo o no, atraviesa nuestro mundo entero— presupone el individuo sin contactos, la «pólvora humana». Como causa y efecto a la vez encontramos aquí la disolución de la familia, la debilitación del matrimonio, el aflojamiento de la relación entre padres e hijos.

El hecho de que la esfera de lo privado quede cada vez más destruida, prolonga el fenómeno. Cada vez se percibe menos que tanto los individuos como las familias deben tener la posibilidad de vivir en sí y para sí. Una publicidad universal de la vida se encuentra en vías de realización. La prensa, la radio, la televisión, el espíritu y la técnica de la información; todo ello forma aquí también efecto y causa a la vez.

No se puede abarcar con la mirada qué es lo que se arruina con esto. Por todas partes s e mete la publicidad en el dominio privado; por todas partes se saca fuera lo que debería permanecer resguardado. Con ello no aludimos a nada sentimental: la preocupación se refiere a la permanencia en salud de la raíz vital. Una publicidad que vaya más allá de cierta medida no puede ser provechosa para la existencia humana, tal como es. La existencia se transforma en publicidad, y el problema es qué clase de persona surge de esto. En todo caso, se puede decir que se estandardiza y que cada vez será menos capaz de oponer resistencia a las tendencias totalitarias.

Ello significa nada fundamentalmente nuevo. Aumenta algo que está dado desde el principio. Pero ese aumento se realiza en una medida y con una acuidad que hace entrar en una fase crítica eso que se llama cultura.

Cultura «humana» y no-humana

El carácter de la cultura que resulta de las presuposiciones expuestas, produce una fuerte impresión a los que tengan las raíces de su formación aun antes de la segunda guerra mundial, y sobre todo, de la primera; tan fuerte, que se sienten inclinados a designar la época anterior como «humana». Así se ha hecho ya también al comenzar nuestras consideraciones. Pero ahora debemos examinar con más exactitud el uso de esa palabra.

«Humano», «humanista», es «del hombre»; alude aquí, por tanto, amanera auténtica de ser hombre, en contraposición a una manera artificial y adquirida. Con eso, la expresión también contiene el juicio de que la fase cultural actual, de que hablamos, ya no sea realmente adecuada a la esencia del hombre.

Quien siente que con esta época se hunden valores y ordenaciones con que ha crecido, tiene, naturalmente, el derecho personal de reaccionar. Pero en cuanto se trata de obtener un punto de vista desde el cual sea posible un juicio válido, tanto histórico como filosófico, ese derecho se transforma en injusticia. Pues entonces el concepto de hombre se equipara a determinadas fases y maneras del proceder humano —y en parte, por influjo de la educación humanística. Pero eso es falso, porque «lo del hombre» no coincide en absoluto con «lo humano» en sentido de «humanista». Aun quien se sale más allá de las proporciones anteriores, hacia el ámbito de lo arbitrario, es también hombre. Quizá deberíamos decir incluso que realiza lo humano de un modo valiente y grande —aunque, ciertamente, también muy peligroso.

No se puede colocar lo humano en una fase histórica; así como tampoco en un pueblo o país determinados. Más aún, ni siquiera se puede fijar el enlace con la tierra, pues el hombre está referido al conjunto del mundo, a diferencia del animal, que en cada ocasión está referido a un determinado mundo circundante. Bien es verdad que él también tiene su mundo circundante en cada ocasión, y que está muy ligado por él, bajo ciertas circunstancias; pero estos enlaces son sólo relativos. Pueden romperse por los individuos, así como por grupos sociales o movimientos históricos. De ello es un síntoma el peculiar interés por las relaciones en el ámbito mundial, que hoy se manifiesta.

En la época que tenemos por delante, y que no sabemos en qué destino desembocará, el hombre realiza una nueva forma de su humanidad. Tanto más claramente debe darse cuenta de que para eso no basta tomar a su servicio nuevas energías, o, en la dimensión de la distancia, meterse en nuevos ámbitos de la tierra o del universo: también tiene que desarrollar para ello una nueva ética que lo sostenga. Pero no hemos de hacernos ilusiones: de semejante ética no se puede hablar por ahora. Observando con más aguda atención, ciertamente, se descubren conatos; pero en el más ancho campo histórico, todavía no está operando. Lo que se encuentra hasta ahora, en casos propicios, es un hombre que está como es debido en las estructuras antiguas y que experimenta constantemente el conflicto de no arreglárselas éticamente con las nuevas medidas, tareas y riesgos; en casos desfavorables, un hombre en quien se desmorona la antigua actitud, pero sin que haya otra nueva, estando su acción meramente animada por la tendencia hacia el conocimiento, el gusto de la experimentación, y el afán de ventaja y poderío. La expresión más aguda de esta situación la constituye esa radical falta de conciencia que se ha mostrado abiertamente en los acontecimientos políticos de los últimos decenios.

Ocasión y riesgo de nuestra época

El sentido de una época cultural no reside en definitiva en que en ella el hombre logre un bienestar cada vez más alto y un dominio de la naturaleza cada vez mayor, sino en producir la forma de la existencia y de la actitud ética humana que exige la historia en cada ocasión.

El mundo existe dos veces. Ante todo, como dado sencillamente, como naturaleza; pero además como encomendado, esto es, como síntesis de Io que surge de encuentro del hombre con la naturaleza; es decir, de que el hombre la vea, la comprenda, la perciba en su valor, domine; sus problemas éticos y la conforme en una totalidad en que se haga patente una determinada posibilidad humana. El requisito para esta conformación del mundo que ahora tiende a realizarse, es la enorme libertad que hoy le está dada al hombre. Pero esa libertad va insolublemente unida a un peligro igualmente enorme. Es un símbolo el que los logros y descubrimientos más fecundos de la nueva época se hayan desarrollado y sigan desarrollándose, en gran parte, en conexión con la guerra. Sin esta conexión, hubieran tomado otro camino la física y la técnica nucleares. Las ocasiones de la más osada edificación y de la destrucción hasta el cimiento, nunca habían estado tan estrechamente unidas en la conciencia común como hoy.

La cultura no es una imagen objetivista, que permanezca en sí, atenida a las cosas, sino que, a la vez y en todo lugar, es una imagen existencial, esto es, el mundo donde existe el hombre que la produce y que vive en ella. Así pues, la medida con que se mide no es sólo la cuestión de qué consigue, sino también qué se hace del hombre en ella. Esto no sólo vale para la ordenación económica y la institución del bienestar, sino también para el Estado, el arte, e incluso la ciencia. Lo olvidamos fácilmente. La idea, propia de la Edad Moderna, de la autonomía de los dominios de la cultura, nos ha cegado para importantes relaciones.

La cuestión es tanto más apremiante, cuanto el devenir de las formas de la cultura se realiza más rápidamente. Aquí, la imagen acostumbrada de un movimiento que aumenta de valor, tal como se expresa en el concepto de evolución, queda atravesada por otra imagen: la de un desvío hacia un camino que se hunde. A la primera imagen pertenecen los optimismos, las doctrinas del progreso y el futuro glorioso; a la segunda, la sensación de que las cosas no van de acuerdo y todo tiende a una catástrofe. Y es bueno detenerse a observar actualmente que no son los espíritus más profundos los que se declaran por la imagen optimista.

Mediante el trabajo de la cultura, el hombre se defiende de los peligros de la naturaleza y se apodera de esta para sus finalidades. Eso significa que cada vez adquiere mayor poder. Pero el poder no es en sí un valor. Su valor sólo se define por la pregunta: ¿Poder para qué? Pero el que observe con profundidad tiene la impresión de que la cuestión no se contesta claramente: más aún, ni siquiera se plantea de veras. Se adquiere así la incómoda sensación de que ese poder, en el fondo, ya no está regido por el hombre, sino que cada vez asume más claramente el papel de un mero productor o transformador de energía: de que el hombre ya no es su sujeto real, sino tránsito para una corriente anónima de opiniones, inventos, construcciones. Más aún, no se puede dejar de pensar que el hombre actual, en el fondo, está de acuerdo con ese papel: incluso, que se encuentra a gusto en él, porque le descarga de responsabilidad... Ello se muestra en dos conceptos que adquieren importancia de medida. El primero es el de «proceso». Con él, el hombre se ve, a sí mismo y su acción, bajo la imagen de un acontecer, en que cada fase surge por necesidad de la anterior... El segundo concepto, en cambio, es el de «progreso», que trata de dar sentido al concepto de «proceso», al decir que éste tiende con seguridad a lo mejor. Es decir, que cuanto más intensa y prolongadamente esté en marcha, más rica, más libre y digna del hombre se hará la existencia...

Esta entera concepción puede asumir diversos caracteres. Por ejemplo, el individualismo liberal es de la opinión de que el elemento eficaz es la espontaneidad del individuo. Cuanto más confiadamente se desarrolle éste, más fecundo será para todos el resultado. Por el contrario, el totalitarismo afirma que el autentico motor es una necesidad que actúa en el conjunto de la historia, expresándose canónicamente en el Estado. Cuanto más plenamente tenga éste la iniciativa, con mayor seguridad se dirigirá la historia hacia el bien común. En buena parte, estas ideas son secularización de la doctrina cristiana de la Providencia: Han tomado en gran medida el carácter de motivaciones indemostradas, mejor dicho, inconscientes; con lo cual su fuerza es mayor. Pero oí no me equivoco, empieza a abrirse paso la comprensión de que esas ideas son falsas. Ante todo, desde el punto de vista de la propia obra objetiva de cultura. Cuando se desprende de ella una línea única —por ejemplo, la de un determinado problema técnico, o de un método terapéutico— se hace evidente un claro tránsito hacia lo mejor. Pero si se toma la cultura en su conjunto; si se observa cómo cada uno de sus momentos pasa a influir en cada uno de los demás, se ve que la ganancia en un aspecto se paga con la pérdida en otro. Queda así sin respuesta la pregunta de si esa totalidad se mueve hacia lo mejor o lo peor.

Aún más problemática se hace la cuestión en cuanto se pregunta qué se hace del hombre con esto. Entonces, por ejemplo, se ve que la especialización que todo lo invade sofoca la personalidad; pero cuando se alcanza una cierta universalidad, no aparece una auténtica integridad, sino un diletantismo; y que el perfeccionamiento de los mecanismos y montajes objetivos debilita el organismo vivo; pero que los movimientos de retorno a la naturaleza hacen un efecto extraño. Más aún, se ve cómo, en contraposición a la preocupación por el hombre, se presenta la teoría del «cortocircuito», de que la ciencia no tiene que preocuparse en absoluto de valores, sino sólo investigar, indiferente a lo que salga de ello; que el arte existe meramente para sí, y no le importa su influjo en los hombres; que las estructuras de la técnica son obras del super-hombre, y viven por derecho propio; que la política realiza el poder del Estado y no tiene que inquietarse por la dignidad ni por la felicidad vital del hombre, etcétera.

Las ideas antes expuestas son, en el fondo, intentos de justificar la profunda anarquía que reina en la labor cultural. Esta —por lo visto— puede tener lugar mientras haya todavía terreno neutral y reservas sin utilizar. Pero nuestra situación se ha hecho tan apretada, y las energías puestas en juego han crecido de tal modo, que el individualismo, patentemente, toca a su fin; pero el totalitarismo, a pesar de su momentánea coyuntura favorable, llega igualmente a su fondo.

Qué debe acontecer

Todo ello significa: Ya no se trata de inventar algo mejor en esta o aquella relación, o en organizar adecuadamente el entretejimiento de los procesos. El conjunto de la existencia, la vida y la obra del hombre, debe ser visto, de nuevo, situándose bajo las medidas adecuadas y ordenándose con arreglo a su esencia.

Ahora, ustedes apenas esperarán que la conclusión de una conferencia les aporte, "en este sentido, algo digno de tomarse en serio. Sólo puedo dar indicaciones, por experiencias personales, y, eso significa que limitadas. Pero estas —permítanme hablar con toda claridad— indican que el hombre actual no está en condiciones de semejante modo nuevo de ver, de valorar y de ordenar. No es capaz de volver a tomar en su poder las potencias culturales que se quedan sin dueño.

Para que se hiciera capaz de ello, habría que crear condiciones previas que quedan al margen de la especialización. El centro de la conciencia cultural debe colocarse más profundamente en el interior, para que puedan cumplirse de modo nuevo esos ac: >s elementales del proceder cultural, de que se hablaba. El hombre responsable debe hacerse capaz de ver cuanto acontece desde tas medidas que le independizan de las costumbres mentales recibidas; y partiendo de este modo de ver, salir del caos cultural en que vivimos, para entrar en esa libertad que ha crecido para él.

Querría expresar lo indicado con dos conceptos que causan escándalo; o así lo espero, pues todo lo que realmente mueve, hace saltar la costumbre y provocar por lo pronto una actitud defensiva.

Por un lado: Nuestra vida cultural requiere un elemento contemplativo o meditativo; que se ha perdido en el transcurso del último siglo, por evolución cada vez más rápida de los pueblos occidentales hacia lo racionalista y activista. Por eso han quedado inermes ante la lógica propia de los problemas científicos y técnicos.

La palabra «contemplativo» no tiene aquí nada que ver con el misticismo, sino que es tan realista como práctica. Quiere decir que en la vida del hombre actual —especialmente de aquel que tiene la responsabilidad y ejerce la decisión— debe insertarse algo que puede ser descrito del siguiente modo: en el debe formarse una auténtica interioridad, que pueda oponerse a las tendencias superficializadoras y dispersoras de la época. El núcleo personal debe experimentar una consolidación que, partiendo en cada caso de la conciencia de verdad, le haga capaz de establecer una posición, que sea más fuerte que las consignas y la propaganda. Así, el acto de salir —no sólo de la naturaleza, sino también del mundo circundante; de la situación de la época y de la sociedad; de convenciones y tradiciones de toda especie— adquirirá la capacidad de resistir realmente y prevalecer. Aquí hay que recordar que las convenciones del modo de enjuiciar pueden ser más tenaces en las cosas del espíritu que en las cosas de la sociedad. Se pondrá en situación de ver como por primera vez lo que ocurre, de enjuiciarlo correctamente y de penetrar con la mirada las pseudo-obviedades que por todas partes se consolidan como congeladas.

No se trata, pues, de una actitud específicamente religiosa, sino que algo que pertenece a la vida conjunta del hombre; si quieren ustedes, se trata de «meditación cultural». Las opiniones y acciones culturales, para la mayoría, discurren sólo en aquel terreno de objetos de que se trate: la ciencia, la técnica, la economía, la política, etcétera. Están determinadas por el principio de la economía de fuerzas y por tanto se mantienen lo más posible en las acostumbradas vías de sentido; del mismo modo que sólo son algunas potencias objetivamente determinadas, entre el conjunto anímico, las que entran en acción: intelecto, pensamiento finalista, construcción técnica y organización económica. Los dominios más profundos, la convivencia humana en los problemas, la seriedad de la persona y su responsabilidad, quedan en lo posible puestos entre paréntesis, lo cual se suele justificar cerno «objetividad». Por la meditación entraría el hombre entero en la consideración, así como se pondría ante su mirada todo el conjunto de sentido de lo considerado.

Por ejemplo, así podría meditar si es cierto, entonces, que los procesos científicos, técnicos y políticos forman un proceso que discurre con necesidad, y que por tanto deben ir cerno van. Y en esto cabría darse cuenta de que aquí se ha deslizado, en toda clase de enmascaramientos, el elemento pseudo-religioso del fatum, del hado, ejerciendo su influjo sin discusión. Podría el hombre preguntar en una auténtica entrada en sí: ¿Es cierto eso, entonces? ¿Existe ese «proceso», cuya idea domina abiertamente el pensamiento marxista, y ocultamente el pensamiento no-marxista? Y podría ocurrir que, al principio algunos individuos, y luego cada vez más hombres, reconocieran: ¡en efecto, no es verdad! Si, por ejemplo, el hombre considerara desde ahí la relación en que han ido a quedar los trabajos de la física nuclear respecto a los motivos y métodos de la guerra, entonces vería que no subsiste en absoluto esa «obligación» ominosa; que estaban abiertas auténticas posibilidades de otra especie; que desde diversos lados, incluido el del científico, se ha caído en una auténtica culpa, de amplias consecuencias, que luego se recubrió con el dogma de la necesidad político-militar.

O bien: podría plantearse la cuestión de si realmente el «bienestar» es el valor superior en la construcción interna de la entidad del Estado. El hombre de la época moderna asiente a esa opinión; pero ¿e cierta? ¿Cierta, incluso cuando se muestra que el bienestar ascendente sólo puede ser alcanzado mediante un mecanismo de leyes y autoridades, de controles y obligaciones, que debilitan la autonomía y sepultan la seriedad de su responsabilidad vital? Podría presentarse la cuestión aparentemente antisocial de si no sería mejor menos bienestar y más responsabilidad propia, en vez de un nivel de vida en elevación y una constante pérdida de responsabilidad propia. Una auténtica reflexión que evite el hechizo de lo habitual y penetre hasta la esencia de las cosas, podría también abrir los ojos sobre esto. Una persona convencida de este sentido podría oponerse a la rastrera totalitarización de la vida, que se cumple por todas partes mediante el aparato estatal; en el individuo siempre está justificado por puntos de vista excelentes, pero a la larga cambia el carácter de la res publica, que, en efecto, debe ser una ordenación de personas bajo las medidas de la libertad y responsabilidad.

Sería una cuestión aparte considerar de qué modo podría aprenderse y ejercerse semejante meditación de las cosas culturales, sin que se convirtiera en misterios esotéricos o en artificiosidades reformistas. Ocuparse de esto sería una tarea muy seria de la educación de las personas mayores. Ante todo, ocuparse de que no volviera a surgir en ese territorio nuevo una ocupación: ciclos de conferencias, «semanas» de discusión, libros, folletos y artículos, en que al nuevo hallazgo se le daría la vuelta convirtiéndolo en sensacionalismo; sino que se meditara en serio la cuestión de cómo se llega a la comprensión; auténtica, que no sólo produzca cosas intelectualmente correctas, sino que entre a lo esencial y cree una seriedad que sea más que mera objetividad.

El segundo concepto está estrechamente unido con lo expuesto: el de la ascética. Esta se ha vuelto un horror para el hombre de cultura de nuestro tiempo: expresión de una enemistad a la vida que viene de lo metafísico o incluso de lo hierático. En realidad aquí también se ha perdido algo, y el hombre moderno se ha debilitado con eso. El hombre de hoy y de mañana tiene que habérselas con energías de dimensiones enormes. Está expuesto a riesgos que llegan hasta el fondo. Pero su situación no se puede dominar con una actitud relativista de espíritu. Esta produce una índole humana que sólo es dura en los planteamientos de problemas científicos y técnicos, pero que es blanda en su actitud personal. En ella resulta variable la distinción entre razón y sinrazón; la relación entre lo útil y el respeto al hombre; la ordenación de rango de lo esencial y de lo casual; y así sucesivamente. El hombre queda inerme ante las tendencias del acontecer cultural, y oculta su debilidad tras la idea de la inevitabilidad de los procesos.

El hombre debe volver a establecer posiciones absolutas; hacerse otra vez capaz de formar un auténtico juicio en las cosas de la vida cultural, y mantenerlo en pie; de adoptar una actitud y hacerla prevalecer luchando. Esto no ocurre por sí sólo, sino que los actos que lo produzcan deben ser desarrollados; pero aquello que lo consigue es precisamente la ascesis; una disciplina de sí mismo, que limite la desmesura de las exigencias de la vida, y que ponga medida al desenfreno del consumo y el placer, rompiendo la dictadura de la ambición y el afán de ganancia; y todo ello, no por enemistad a la vida, sino por deseo de una vida más libre y valiosa.

Sin exponernos a la sospecha del engrandecimiento de nosotros mismos, hemos de decir que en nuestra época hay posibilidades totalmente nuevas de grandeza en la actuación y en el ser. Pero «grandeza» no es nada cuantitativo, sino asunto de valor interior; asunto de la libertad y del estilo. Pero la grandeza nunca ha surgido de la transigencia a la inclinación.

Pero luego la idea del ascetismo penetra más hondo, y se despiertan preguntas que probablemente al oyente moderno le sonarán a muy reaccionarias. Por ejemplo: ¿todo conocimiento adquirido debe hacerse igualmente accesible a todos? Una regla de la actividad científica moderna lo dice así, pero ¿tiene razón? ¿No se enmascara en ella el optimismo racionalista, según el cual la verdad científica es siempre para bien? Un físico de nuestro tiempo ha dicho que empezamos a sospechar que la línea del conocimiento científico no tiene por fuerza que coincidir con la de la prosperidad humana: ¿no surgen de aquí problemas de la sabiduría? Dándose cuenta de que todo conocimiento tiene consecuencias, ¿no se debe dar tiempo a los hombres para ponerse a la altura del conocimiento obtenido hasta cada instante?, ¿y no es muy diferente que un pensamiento sea pensado por un espíritu entrenado en la ciencia, o por el contrario, que se lance tal pensamiento a la publicidad, produciendo consecuencias de muy diversa índole? Todo eso, sin embargo, presupone la capacidad de callar; y esto quiere decir, llegado el caso, de renunciar a la prioridad, al prestigio, a la ganancia.

La opinión común entiende que la sucesión precipitada de los descubrimientos e invenciones técnicas es simplemente una ganancia. ¿No podría una reflexión más profunda penetrar la falta de verdad de esta opinión? Las novedades técnicas deben ser re e-laboradas en términos humanos; pero para eso hace falta tiempo. ¿No es, pues, frívolo —para evitar otra calificación más dura—, realizar una novedad tras otra? ¿No hay, al lado de la economía de lo material, también otra de lo humano? ¿No hemos capitulado simplemente ante las coerciones técnicas de los problemas, dejando que corean sueltas la invención y la construcción? En referencia a la construcción de las armas atómicas, se ha hablado de la «tentación de lo técnico»: una expresión feliz para la fuerza que parte de la posibilidad de hacer que algo funcione. El libro de Robert Jungk sobre la vida de los investigadores atómicos habla en forma muy intranquilizadora de cómo la conciencia ha cedido ante esta tentación, cubriéndose luego su rendición con las palabras «progreso», «necesidad militar», «valor futuro para la utilización pacífica», etcétera. Ese libro es un primer ensayo: habría de continuarse del modo más intenso.

Tales cuestiones señalan los auténticos problemas éticos de nuestro tiempo. Son más importantes, y, por estar ocultas, más operantes que muchas cuestiones de índole social o económica que ya han encontrado sus palabras y sus terrenos de discusión. Pero su solución no depende, en lo más profundo, de consideraciones intelectuales, sino de actitudes de carácter, que evidentemente no existen todavía: de la capacidad de penetrar y abarcar con la mirada, de juzgar y ordenar, de tener prudencia y moderación, todo lo cual puede ser obtenido solamente por una renuncia interior que se llama precisamente «ascesis».

Sé lo que se puede replicar. Es un juego de niños dejar en ridículo lo dicho; yo diría: más fácil, cuanto más superficial sea uno. En realidad, estas consideraciones son realistas en el más alto sentido, pues parten de la preocupación por esa realidad que en definitiva lo sustenta todo: el hombre y su integridad personal. ¿De qué sirve toda la técnica, si el hombre se hace cada vez más pobre en sustancia humana, y cada vez más débil en su libertad?

Aquí también se sitúan las decisiones históricas últimas. Ninguna resolución de la OTAN, ningún control internacional será eficaz, ni pasará más allá del estadio de las astucias diplomáticas, si no se crean aquí los presupuestos para una eficiencia auténtica.

Empezamos a mirar a la India con esperanza vacilante. ¿Nos preguntarnos si no entra ahí quizá un nuevo factor en la política mundial que podría representar algo más que simplemente un nuevo centro de intereses y otra técnica de acción? ¿No se ha formado allí una actitud que empezó con Gandhi, ridiculizado como loco, pero que en realidad cimentó la libertad de la India? Lo nuevo consistiría en que los hombres tomaran posesión de toda la ciencia y la técnica, pero pensaran y actuaran con una humanidad más completa de lo que es la humanidad de este superficializado y azuzado mundo occidental —y del oriental, en cuanto que reúne ideas occidentales con un desprecio asiático por el hombre.

Así, habría mucho que decir todavía. Pero yo debo concluir, dejándoles lo que ustedes quieran sacar de estas ideas.
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* Traducción de José María Valverde.

 

Fuente: Romano Guardini, La Cultura como obra y riesgo, Ediciones Guadarrama, Madrid, 1960.