VI
LOS ÓRGANOS INSTITUCIONALES
DE LA IGLESIA


20. Algunas nociones teológico-jurídicas fundamentales

20.1 Sinodalidad y corresponsabilidad como expresiones
        institucionales típicas de la comunión eclesial

a) Precisiones terminológicas preliminares

Aunque colegialidad y participación sean los términos más difundidos en el lenguaje postconciliar, tanto en los ambientes eclesiales como en los medios de comunicación interesados en la vida de la Iglesia, su significado y su campo de aplicación en el seno de la Iglesia, tanto universal como particular, son mucho más restringidos y limitados de lo que se piensa. De todos modos, se trata de nociones eclesiológicamente menos adecuadas que las de sinodalidad y corresponsabilidad para expresar las modalidades estructurales a través de la cuales la lógica de la comunión eclesial determina el ejercicio de la sacra potestas. La razón última de esta inadecuación estriba en el hecho de que en ambas prevalece el valor técnico jurídico de origen mundano, incapaz, en cuanto tal, de expresar el dato teológico subyacente en la realidad de la comunión eclesial, donde la relación de recíproca inmanencia entre unidad y pluralidad y sus modalidades de realización son cognoscibles en última instancia únicamente por la fe, por ser reflejos histórico-institucionales de la unidad y pluralidad del misterio trinitario 1.

1.Cfr. M. Philipon, La Santísima Trinidad y la Iglesia, en: G. Baraúna (dir.), La Iglesia del Vati-cano II, vol. I, Barcelona 1966, 325-363; E. Zoghby, Unidad y diversidad de la Iglesia, ibid., 537-557.

La verdad de esta afirmación acerca de la inadecuación eclesiológica de las nociones de colegialidad y participación está apoyada por diferentes razones de orden doctrinal 2. Aquí es suficiente con recordar lo que sigue.

El substantivo abstracto colegialidad, jamás usado como tal por el con-cilio Vaticano II, no resulta adecuado para comprender las modalidades con las que el principio de la communio determina el ejercicio del poder en la Iglesia, porque, en sentido estrictamente jurídico, son colegiales sólo aquellos actos en los que la voluntad de cada uno, perdiendo su propia relevancia autónoma, queda integrada en la voluntad del colegio como único sujeto responsable de la decisión tomada3. Por consiguiente, en la Iglesia son pocos y raros los actos verdaderamente colegiales, porque, además, el poder eclesial se funda en el sacramento del orden, conferido exclusivamente a personas físicas. Por contra, al ser la sinodalidad una dimensión ontológica intrínseca de la sacra potestas y al estar el ejercicio de esta última constantemente informado por el principio de la inmanencia recíproca entre el elemento personal y el sinodal del ministerio eclesial, todos los actos de gobierno de la Iglesia son al mismo tiempo jerárquicos y sinodales, aunque según un diferente grado de intensidad. Por eso, la sinodalidad, a diferencia de la colegialidad, no se plantea ni como alternativa respecto a la dimensión personal de ministerio eclesial, ni como restricción del ámbito de ejercicio de un determinado ministerio, y especialmente del episcopal. Al contrario, le confiere una extensión y una autoridad más vastas, porque desarrolla la relación ontológica existente entre todos los ministerios eclesiales, relación inseparablemente ligada a la estructura de comunión o de unidad en la pluralidad de la Iglesia. Como tal, precisamente por ser expresión institucional típica de la communio Ecclesiae et Ecclesiarum, la sinodalidad es a su vez completada, no tanto por la participación, sino por la corresponsabilidad en la misión eclesial a la que están llamados todos los fieles en virtud del bautismo y de la confirmación.

El término participación, en efecto, no se presta menos, por su parte, a diferentes interpretaciones de difícil aplicación en el campo eclesial. Según

  1. Para una amplia ilustración de estas razones remitimos también a cuatro ensayos de E. Corecco: Parlamento ecclesiale o diaconia sinodale, en: Communio 1 (1972), 32-44; Sinodalidad, en: Nuevo Diccionario de Teología, II, Madrid 1982, 1644-1673; Sinodalitá e partecipazione nell'esercizio della «sacra potestas», en: Esercizio del potere e prassi della consultazione, Atti dell'VIII Colloquio Internazionale romanistico-canonistico (10-12 maggio 1990), ed. por A. Ciani-G. Duizini, Cittá del Vaticano 1991, 69-89; Ontologia della sinodalitá, en: «Pastor bonus in Populo». Figura, ruolo e funzioni del vescovo nella Chiesa, ed. por A. Autiero-O. Carena, Roma 1990, 303-329.

  2. A este respecto, cfr. Aymans-Mörsdorf, Kan R I, 352-369.

los más recientes análisis de su evolución semántica, se indica con él un fenómeno, complejo y poliédrico, que presenta dimensiones y significados diversos según el ángulo desde el que se considere: jurídico, social, económico o político4. En los últimos decenios, bajo el impulso de la necesidad cada vez más apremiante de tomar parte en la elaboración de las decisiones políticas, la participación se ha convertido en un mito, hasta el punto de ser puesta en discusión su credibilidad científica. Así, en el debate actual, se ha advertido que la participación es un problema típicamente moderno, surgido de la separación entre el Estado y la sociedad y de la correlativa aparición del concepto de ciudadano, diferente al de persona humana. Esta última afirmación podría ser ya suficiente para hacer que estemos atentos a fin de no usar el término participación de manera indiscriminada para explicar, desde la perspectiva canonística, las diferentes implicaciones institucionales (sobre todo a nivel de los distintos órganos de gobierno) del derecho y deber de todo fiel cristiano de «promover el crecimiento de la Iglesia» (c. 210) y de manifestar su propio parecer al respecto (c. 212 § 3). Otras dos razones sugieren una similar atención y prudencia: por una parte, la raíz sacramental directa (para el ministro investido del orden sagrado) o indirecta (para la autoridad carismática) de cualquier tipo de poder eclesial; y, por otra, el significado específico que asumen en la Iglesia las nociones de representación y de voto deliberativo y consultivo, implicadas necesariamente en cualquier proceso de participación.

En virtud de la primera razón, en la Iglesia, pueden participar otros fieles en el poder del que es titular un determinado fiel si se les ha confiado personalmente el mismo grado del sacramento del orden, o bien pueden ofrecer su cooperatio, sobre la base de un grado diferente del sacramento del orden que han recibido (como en el caso de los presbíteros en relación con el obispo), o el apoyo de su propia corresponsabilidad, sobre la base del sacramento del bautismo y de la confirmación. En el segundo y en el tercer caso no se trata, sin embargo, de una verdadera y propia participación, puesto que esta última implica siempre un cierto tomar parte en la naturaleza misma de un poder del que no se es titular 5.

  1. Para una breve exposición de los principales significados civilistas de esta noción y de su recepción en el derecho canónico, cfr. B. Ruethers-G. Kleinhenz, Mitbestimmung, en: Staatslexikon, ed. por Gönesgesellschaft, 7a ed., Bd. 3, Freiburg-Basel-Wien 1985, cols. 1176-1185; A. Savignano, Partecipazione poli-tica, en: EDD, vol. 32 (Milano 1982), 1-14; W. Aymans, Mitsprache in der Kirche, Köln 1977 (Kölner Beiträge/Heft 22); R. Puza, Mitverantwortung in der Kirche, en: Staatslexikon, o.c., BD. 3, cols. 1188-1192.

  2. Cfr. E. Corecco, / laici nel nuovo Codice di diritto canonico, en: La Scuola Cattolica 112 (1984), 194-218, aquí 215.

En virtud de la segunda razón –a saber: el significado específico de votar en una asamblea eclesial–, la naturaleza, las finalidades y el funcionamiento de los diferentes órganos de gobierno, tanto a nivel de la Iglesia universal como en el interior de una determinada Iglesia particular, tienen muy poco en común con los de los institutos u órganos representativos –como el parlamento y otras estructuras afines– creados por el asociacionismo democrático moderno 6. Efectivamente, los conceptos de representación y de voto deliberativo, fundamentales en el parlamentarismo moderno, tienen un significado diferente en la Iglesia.

b) Representación, voto deliberativo y voto consultivo en la Iglesia

La estructura jurídico-institucional de la Iglesia, regida por el principio de la comntunio, sólo es cognoscible en su esencia por la fe; ahora bien, esta última no puede ser representada, sino sólo testimoniada. En consecuencia, los miembros de Ios diferentes órganos de gobierno eclesiales, incluso cuan-do son elegidos con criterios representativos o democráticos, no son representantes de tipo parlamentario, sino fieles elegidos para dar testimonio de su fe y ayudar, «según su ciencia y competencia» (c. 212 § 3), al fiel que –en virtud del sacramento del orden y de la missio canonica– ha sido investido de autoridad en la comunidad cristiana en cuestión. Así, tampoco la distinción entre voto deliberativo y voto consultivo tiene, en la dinámica que guía el funcionamiento de los distintos consejos eclesiales, el mismo peso específico que posee en una estructura estatal de tipo parlamentario. En efecto, precisamente porque el poder en la Iglesia es, por su propia naturaleza, sinodal, incluso cuando los miembros de un determinado colegio tienen voto deliberativo, la decisión no es nunca exclusivamente un asunto de mayoría; por ejemplo, en el Concilio, órgano por excelencia con voto deliberativo, el poder de decisión corresponde a la mayoría sólo en la medida en que esta incluye al Papa 7. De modo análogo, el poder decisorio en el presbiterio corresponde, en última instancia, únicamente a la persona que está investida del mismo en virtud del sacramento, es decir, el obispo diocesano. Del mismo modo, la institución canónica del voto consultivo no puede ser considera-

  1. Sobre la evolución experimentada por el parlamentarismo moderno, cfr. W. Henke, Parlament, Parlamentarismus, en: Evangelisches Staatslexikon, begr. von H. Kunst-S. Grundmann, ed. por R. Herzog-H. Kunst-K. Schlaich-W. Schneemelcher, Bd. 2, Stuttgart 1987, col. 2420-2428; A. Marongiou, Parlamento (Storia), EDD, vol. 31, Milano 1981, 724-757.

  2. Cfr. cc. 338 § 1 y 341 § 1; sobre toda la cuestión cfr. también L. Gerosa, Rechtstheologische Grund-lagen der Svnadalität in der Kirche. Einleitende Erwägungen, en: Jure canonico promovendo. Fetschrift für H. Scmitz zum 65. Geburstag, ed. por W. Aymans-K. Th. Geringer, Regensburg 1994, 35-55.

da como un compromiso entre una práctica autoritaria y otra democrática. Esta institución no constituye tampoco un instrumento de exclusión del poder, porque forma parte integrante y constitutiva del proceso de formación comunitaria del juicio —doctrinal y disciplinar— por parte de la autoridad eclesial, y posee por ello una fuerza específica propia vinculante, engendrada en el interior de la estructura de comunión propia de la Iglesia por el sensus jidei, dado a todos los fieles, y por los carismas que suscita el Espíritu Santo en el Pueblo de Dios.

c) Personas jurídicas colegiales y no colegiales

A la luz de las consideraciones precedentes, de orden doctrinal, ha de ser reconsiderada también otra institución del Derecho canónico: la de persona jurídica colegial o no colegial, importante ciertamente para el estudio de los órganos de gobierno de la Iglesia.

En efecto, aunque el nuevo Código de Derecho Canónico busque una mejor determinación de las distintas personas jurídicas (cc. 113-123), especialmente a través de la distinción entre corporaciones o universitas personarum y fundaciones o universitas rerum 8, de hecho la distinción clásica entre personas jurídicas collegiales y non collegiales sigue siendo de gran importancia en orden a las modalidades de ejercicio de la potestad de gobierno en la Iglesia, aunque tal distinción se refiera sólo a la universitas personarum, o sea, a las corporaciones o sociedades (c. 115 § 2). Para reconocer o erigir estas últimas como persona jurídica, esto es, como «ente distinto de las personas físicas, constituido por la autoridad pública de la Iglesia como sujeto de derechos y deberes, con un fin objetivo común, no identificable con los fines de las personas físicas implicadas, y que corresponda a la misión de la Iglesia» 9, el legislador eclesiástico solicita la presencia de tres personas, obviamente físicas (cfr. c. 115 § 2). Una vez adquirida la personalidad jurídica, la universitas personarum en cuestión es considerada colegial si su actividad «es determinada por los miembros, que con o sin igualdad de derechos, participan en las decisiones a tenor del derecho y de los estatutos» (c. 115 § 2). Así pues, el que sea definida como colegial no depende del hecho de que todos los miembros de la persona jurídica tengan el derecho al voto deliberativo, sino de la posibilidad de que todos sus miembros participen de algún modo (y, por consiguiente, incluso sólo con voto consultivo) en el proceso de elaboración de la decisión. Así, por ejemplo, los

  1. Cfr. c. 115 § 1 y el comentario de Aymans-Mörsdorf, Kan R 1, 307-328, aquí 309.

  2. L. Vela-F.J. Urrutia, Persona giuridica, en: NDDC, 795-799, aquí, 795.

miembros de muchas asociaciones tienen todos el mismo derecho de voto deliberativo, mientras que en las conferencias episcopales ese derecho compete ipso iure únicamente a los obispos diocesanos y a los a ellos equiparados, así como a los obispos coadjutores (c. 454 § 1). A los obispos auxiliares y a los otros obispos titulares compete, en cambio, normalmente sólo el voto consultivo, a menos que los estatutos de la conferencia episcopal prescriban –basándose en tradiciones particulares propias– algo distinto (c. 454 § 2).

Las corporaciones o sociedades cuyas decisiones no son tomadas por sus miembros, sino por aquel a quien se ha confiado su gobierno son consideradas no colegiales. Los ejemplos más clásicos de personas jurídicas no colegiales son la diócesis, la parroquia y el seminario diocesano, instituciones canónicas que son representadas respectivamente, en todos los asuntos jurídicos, por el obispo diocesano (c. 393), el párroco (c. 532) y el rector (c. 238 § 2). Eso no significa, desde luego, que estos últimos, al to-mar una decisión relativa a la persona jurídica no colegial por ellos representada, sean completamente autónomos, como se hace evidente en el caso del obispo diocesano, coadyuvado en el ejercicio de sus funciones de gobierno (a saber: legislativa, administrativa y judicial) por una serie de consejos diocesanos 10. Por ser la sinodalidad, como ya hemos visto, una dimensión ontológica constitutiva de la sacra potestas, se expresa también de algún modo en el gobierno de las personas jurídicas no colegiales, como en confirmación del hecho de que colegial es un término que posee un significado canonístico mucho más restringido que el de sinodal. Por último, hemos de recordar que, en el Derecho canónico, también las corporaciones o sociedades no colegiales se distinguen clara-mente de las fundaciones, porque en ellas se pone el acento en el conjunto de las personas que las componen y no en el cnjunto de cosas o de bienes, tanto espirituales como materiales, que son elevados a la dignidad de persona jurídica (c. 115 § 3).

20.2 Los oficios eclesiásticos

a) La nueva noción de oficio eclesiástico del Código

Como ya hemos tenido ocasión de observar en el § 16.2, el legislador eclesiástico de 1983 ha introducido una nueva noción de oficio eclesiásti-

10. Cfr. el § 21.2 de este mismo capítulo.

co en el Código. En efecto, el c. 145 § 1, recogiendo casi al pie de la letra el texto conciliar de PO 20, 2, dice: «Oficio eclesiástico es cualquier cargo, constituido establemente por disposición divina o eclesiástica, que haya de ejercerse para un fin espiritual». Según esta definición son cuatro los elementos constitutivos de un oficio eclesiástico: 1) el cargo omunus, es decir, la o las funciones obligatorias en que este consiste, y a las que van unidos unas obligaciones y unos derechos; 2) la estabilidad objetiva, o sea, el carácter de persistencia en la estructura jurídica eclesial, que garantiza, respectivamente, la preexistencia y la permanencia a la colación y a la pérdida del mismo; 3) ser de disposición divina (como, por ejemplo, en el caso del oficio de obispo) o de disposición eclesiástica (como, por ejemplo, en el caso del oficio de párroco); 4) el fin espiritual, esto es, ser reconducible –aun cuando implique la gestión de negocios temporales– a la misión de la Iglesia.

Así definida, la nueva configuración jurídica del oficio eclesiástico presenta dos importantes diferencias respecto a la del Código pío-benedictino. En primer lugar y de modo definitivo, ha desaparecido la distinción entre oficio en sentido estricto y oficio en sentido amplio, porque según el CIC el oficio eclesiástico no implica ya necesariamente en su titular una cierta participación en la sacra potestas, y por eso –a menos que lo prohíba expresamente el derecho divino o el derecho canónico vigente– puede ser obtenido también por fieles laicos, hombres y mujeres 11. En segundo lugar, el oficio eclesiástico, en cuanto tal, no posee ya normalmente personalidad jurídica; esta última no corresponde ni siquiera al oficio eclesiástico de Papa en cuanto tal, sino a la Sede Apostólica en sentido global 12. Esto vale asimismo para otros importantes oficios eclesiásticos como los de obispo diocesano y párroco. Ambos empiezan a existir concretamente como oficios eclesiásticos desde el momento en que la autoridad competente erige una diócesis y una parroquia, a cuya definición de persona jurídica pertenecen necesariamente 13.

Los oficios eclesiásticos que no tienen personalidad jurídica y que no son constituidos necesariamente a través de la erección de una persona ju-

  1. Coinciden en esta interpretación del c. 145: Aymans-Mörsdorf, Kan R 1, 445-502, aquí 445-446; P. Krämer. Kirchenrecht, II, Stuttgart-Berlin-Köln 1993, 45-47; G. Ghirlanda, El derecho en la Iglesia, misterio de comunión, Madrid 1992, 325-329; F.J. Urrutia, Il libro I: Le norme genera-Ii, en: Il nuovo codice di diritto canonico. Studi, Torino 1985, 32-59, aquí 52-59.

  2. Cfr. cc. 361 y 113, así como el comentario de Aymans-Mörsdorf, Kan R I, 446.

  3. Cfr. cc. 369 y 515 * 1.

rídica inician su existencia jurídica con la colación concreta por parte de la autoridad competente para instituirlos 14.

b) Colación y pérdida de un oficio eclesiástico

El oficio eclesiástico se confiere con el acto de naturaleza administrativa denominado provisión canónica. Sin esta última es nula la colación (c. 146). La provisión comprende tres momentos: la designación de la persona, la colación del título y la toma de posesión o introducción en el oficio eclesiástico. Por otra parte, según el c. 147, la provisión canónica de un oficio eclesiástico puede hacerse de cuatro modos: 1) por libre colación (c. 157), cuando la autoridad competente para hacerlo designa a la persona eligiéndola libremente; 2) por institución, cuando la autoridad competente debe instituir a la persona idónea sobre la base de una presentación por parte de terceros (cc. 158-163); 3) por confirmación o por admisión, cuando la autoridad competente confiere la provisión canónica a una persona precedentemente elegida (cc. 164-179) o postulada (cc. 180-183); 4) por simple elección y aceptación, si no hay necesidad de confirmación, como en el caso del Romano Pontífice (c. 332 § 1) y del administrador diocesano (c. 427 § 2).

En cualquier caso, quien haya sido promovido a un oficio eclesiástico «debe estar en comunión con la Iglesia y ser idóneo» (c. 149 § 1).

La pérdida de un oficio eclesiástico, a tenor del c. 184 § 1, puede ser automática (vencimiento del tiempo para el que ha sido conferido o alcance de los límites de edad definidos por el derecho), voluntaria (en el caso de renuncia, según los cc. 187-189) o forzosa, si se realiza de uno de estos tres modos: por traslado (cc. 190-191), por remoción (cc. 192-193) o por privación, es decir, como sanción canónica a consecuencia de un delito cometido (c. 196).

Finalmente, pierde el oficio eclesiástico ipso iure: 1) quien pierde el estado clerical; 2) quien abandona públicamente la fe católica o la comunión eclesial; 3) el clérigo que atenta contraer matrimonio, aunque sea sólo civil (c. 194).


21. Los órganos institucionales, y en particular de gobierno,
en la «communio Ecclesiae et Ecclesiarum»

La esencia estructural del misterio de la Iglesia es la de la inmanencia recíproca y total de la Iglesia universal en las y por las Iglesias particulares,

14. Cfr. cc. 145 § 2 y 148; sobre toda la cuestión yen particular sobre el significado jurídico de los verbos engere. constituere e instittiere en orden a un oficio eclesiástico, cfr. H. Socha, en: MK, can. 148/1-7.

recogida por la fórmula in quibus et ex quibus de LG 23,1. Esta fórmula conciliar —como ya anticipamos brevemente en la conclusión del capítulo primero— se opone, a nivel del derecho constitucional de la Iglesia, tanto al principio de Iglesia autocefalia como a un concepto monista de Iglesia universal. En el primer caso, es el elemento interno el que se afirma de modo exclusivo, por quienes sostienen que la Iglesia universal no existe realmente o es reducida a una simple confederación de Iglesias particulares. En el segundo caso, es el elemento externo el que prevalece, y las Iglesias particulares terminan por ser absorbidas en la Iglesia universal, como simples distritos administrativos de la misma. El carácter imprescindible de ambos elementos permite a la fórmula conciliar recoger en una perfecta síntesis teológica la esencia constitucional de la communio Ecclesiarum 15. Eso significa que Iglesia universal e Iglesia particular no son otra cosa que dos dimensiones constitutivas de la única Iglesia de Cristo, como ha afirmado Juan Pablo II en una de sus homilías 16. Esta estructura fundamental del misterio de la Iglesia ha de ser tenida presente tanto para plantear correctamente el problema de la relación entre ius universale y ius particulare 17, como para comprender la naturaleza, finalidad y conexiones recíprocas de los distintos órganos institucionales de la communio Ecclesiae et Ecclesiarutn. En efecto, estos últimos muy difícilmente se dejan definir con las categorías políticas de centralización y descentralización, o con un recurso exclusivo al principio de subsidiariedad, de procedencia socio-filosófica. La incertidumbre del mismo legislador eclesiástico frente a la colocación sis-temática de las así llamadas agrupaciones o familias de Iglesias particulares (cc. 431-459), objeto de continuos desplazamientos 18, es una confirmación de lo que decimos. El resultado final no es aún del todo convincente por dos motivos al menos: en primer lugar, no se comprende por qué la parte sobre la estructura interna de Iglesia particular (cc. 460-572) ha sido separada de las normas sobre las Iglesias particulares y sobre los obispos (cc. 368-430); en segundo lugar, la plena recepción de la enseñanza conciliar sobre la recíproca inmanencia entre Iglesia universal e Iglesias particulares habría

  1. Cfr. W. Aymans, La « comnumio ecclesiarum» legge costitutiva dell'unica Chiesa, en: Diritto canonico e comunione ecciesiale, Torino 1993, 1-30.

  2. Cfr. Juan Pablo II, Omelia a Lugano del 12 giugno 1984, en: Insegnamenti di Giovanni Paolo 11, Cittá del Vaticano 1984, vol. VII/l, 1676-1683.

  3. A este respecto, cfr. E. Corecco, las universale-tus particulare, en: tus in vira et in missione Ecclesiae, Acta Symposii internationalis iuris canonici (Cittá del Vaticano 19-24 aprile 1993), Cittii del Vaticano 1994, 551-574.

  4. Cfr. Communicationes 12 (1980), 244-246; 14 (1982), 124 y 155-156.

debido sugerir una división en tres secciones: una sobre la Iglesia universal y sus órganos de gobierno, otra sobre la Iglesia particular y su estructura in-terna, y otra sobre las agrupaciones o familias de Iglesias particulares.

21.1 Los órganos institucionales de la Iglesia universal

También a nivel de la configuración jurídica de los órganos institucionales de la Iglesia, ha recibido, ciertamente, el CIC la substancia de la doctrina conciliar sobre la communio Ecclesiae et Ecclesiarum. Sin embargo, no puede evitarse la impresión de que el legislador eclesiástico del Código de 1983 se encuentra en una situación embarazosa a la hora de recibir plenamente el principio de la inmanencia recíproca de lo universal en lo particular. En efecto, por una parte, relega la fórmula in quibus et ex quibus de LG 23, 1 al c. 368, situado al comienzo de la sección sobre las Iglesias particulares, cuando, desde el punto de vista sistemático, hubiera debido ser colocada en un canon preliminar, al comienzo de la parte titulada De Ecclesiae constitutione hierarchica (cc. 330-572). Por otra, el mismo legislador eclesiástico, en la primera sección, dedicada a los órganos institucionales que tienen la suprema autoridad eclesial, no los inserta en su contexto eclesiológico ni da definición alguna de Iglesia universal, al contrario de lo que hace con la Iglesia particular, definida en el c. 369 según la definición conciliar de CD 1119. La primera sección de esta parte del Código de Derecho Canónico comienza, pues, inmediatamente, con las normas relativas a los órganos de gobierno de la Iglesia universal, a saber: el Romano Pontífice y el Colegio episcopal.

a) El Colegio episcopal y el Papa

Dice el c. 330: «Así como, por determinación divina, san Pedro y los demás apóstoles constituyen un Colegio, de igual modo están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los apóstoles». Este canon introductorio de la primera sección, titulada De suprema Ecclesiae auctoritate, no sólo recoge casi al pie de la letra el texto conciliar de LG 22, 1, sino que ofrece también una síntesis un tanto feliz de

19. Si la primera incongruencia fue sacada a la luz por E. Corecco (cfr. La recepción del Vati-cano 11 en el Código de Derecho Canónico, en: G. Alberigo - J.-P. Jossua [eds.], La recepción del Vaticano II, Madrid 1987, 299-354, aquí 329-330) la segunda ha sido señalada por diferentes auto-res: G. Ghirlanda, El derecho en la Iglesia, misterio de comunión, Madrid 1992, 597; P. Krämer, Kirchenrecht, II, o.c., 99.

la suprema autoridad en la Iglesia. En efecto, a la luz de la Nota explicativa praevia añadida a la Constitución dogmática sobre la Iglesia, se deduce claramente del contenido de este canon que existe un paralelismo entre Pedro y los demás apóstoles, por una parte, y el Papa y los obispos por otra. Ese paralelismo no implica, sin embargo, ni una transmisión de iguales potestades al uno y a los otros, ni una igualdad entre la Cabeza y los miembros del Colegio. De él se puede deducir simplemente una idéntica relación de proporcionalidad en el interior del Colegio apostólico y del Colegio episcopal, así como su fundamento en el derecho divino a través de la sucesión apostólica. Con otras palabras, en este canon aflora claramente que «la naturaleza de la estructura jerárquica de la Iglesia es al mismo tiempo colegial y primacial por voluntad del mismo Señor» 20. Esta doble naturaleza de la estructura jerárquica de la Iglesia se refleja, evidentemente, en los dos sujetos de la autoridad suprema en la Iglesia, el Colegio episcopal y el Papa, que por ello no pueden ser adecuadamente distintos. Como sostiene la mayoría de los canonistas 21, a partir de la enseñanza conciliar acerca del hecho de que el Colegio episcopal «no existe sin la Cabeza» debe deducirse, necesariamente, que «la distinción no se establece entre el Romano Pontífice y los obispos colectivamente considerados, sino entre el Romano Pontífice separadamente y el Romano Pontífice junto con los Obispos» (Nota explicativa previa 3).

Sin embargo, el equilibrio del canon introductorio se ve roto inmediatamente por los cánones siguientes por tres motivos al menos. En primer lugar, el legislador eclesiástico de 1983 trata el tema en dos artículos diferentes: el primero lleva como título De Romano Pontifice (cc. 331-335) y el segundo De Collegio Episcoporun (cc. 336-341), como si los dos sujetos fueran adecuadamente distintos y separables 22. En segundo lugar, en ambos artículos, y también en los restantes sectores del CIC, el legislador eclesiástico, contra la enseñanza del concilio Vaticano II y del mismo c. 33023, co-

  1. G. Ghirlanda, El derecho en la Iglesia, misterio de comunión, Madrid 1992, 598; cfr. también Juan Pablo II, CA Pastor Bonus, en: AAS 80 (1988), 841-912, sobre todo n. 2.

  2. Entre las intervenciones más autorizadas hemos de recordar: W. Bertrams, De subiecto supremae potestatis Ecclesiae, en: Periodica 54 (1965), 173-232; K. Mörsdorf, Die Unmittelbarkeit der päpstlichen Printatialgetivalt im Lichte des kanonischen Rechtes, Paderborn 1989, 241-255; ade-más, Über die Zuordnung des Kollegialitätsprinzips zu dem Prinzip der Einheit von Haupt und Leib in der hierarchischen Struktur der Kirchenverfassung, ibid., 273-283.

  3. Ha puesto de relieve esta incongruencia A. Longhitano,11 libro 11: 11 Popolo di Dio, en: 11 nuovo Codice di diritto canonico. Studi, o.c., 60-79, aquí 71.

  4. Por ejemplo, en LG 17, 1; 18, 2; 19; 20; 21; 23, 3 y 24, 1, el concilio Vaticano II atribuye la prioridad al Colegio episcopal sobre el Papa.

loca con sorprendente rigurosidad al Romano Pontífice antes del Colegio episcopal 24. En tercer y último lugar, en el artículo dedicado al Colegio episcopal, tras el importantísimo c. 336, en los cinco cánones siguientes el legislador eclesiástico habla únicamente del Concilio Ecuménico y no, sin embargo, de la función y de las tareas del Colegio episcopal 25.

Para ser miembro del Colegio episcopal –a tenor del c. 336, que recoge lo que se dice en LG 22, 1– son necesarias dos cosas: la la consagración episcopal (de naturaleza sacramental) y la comunión con la cabeza y con los miembros del Colegio (de naturaleza no sacramental). Mientras que la primera es indeleble, la segunda no lo es, porque puede no existir (como ocurre en el caso de una ordenación episcopal fuera de la Iglesia católica) o bien se puede perder (como en el caso de excomunión). El mismo c. 336, en estrecha conexión con el c. 330, afirma también que el Colegio episcopal, en el que perennemente permanece el cuerpo apostólico, junto con su cabeza y nunca sin esta cabeza, constituye el sujeto de la plena y suprema potestad en la Iglesia universal. Si bien la elección del modo en que se ha de ejercer esta última corresponde al Romano Pontífice, bajo su iniciativa o por la libre aceptación de la iniciativa de otros miembros del Colegio 26, la función y las tareas de este último no están definidas en el CIC. Por eso es preciso recurrir al concilio Vaticano II, que afirma explícitamente a este respecto: «Este Colegio, en cuanto compuesto de muchos, expresa la variedad y universalidad del Pueblo de Dios; y en cuanto agrupado bajo una sola Cabeza, la unidad de la grey de Cristo» (LG 22, 2). De ahí deriva para sus miembros un papel de doble representación: tomados individualmente en el Colegio representan a sus Iglesias particulares, todos juntos con la Cabeza del Colegio representan a la Iglesia universal 27.

La Cabeza del Colegio episcopal es «el Obispo de la Iglesia Romana, en quien permanece la función que el Señor encomendó singularmente a Pedro, primero entre los apóstoles» (c. 331). En la tradición católica y ecuménica este recibe el nombre de Papa, término usado asimismo cinco veces por el concilio Vaticano II 28. En el CIC este término aparece sólo en la

  1. Además de los cc. 330 y 336, el único texto del CIC en que se cita al Colegio episcopal antes de la Sede Apostólica es el c. 755 § 1; esta segunda incongruencia ha sido detectada por E. Corecco, La recepción del Vaticano 11 en el Código de Derecho Canónico, 332-335.

  2. Para un examen crítico de estos cánones, cfr. J. Komonchak, El Concilio ecuménico en el nuevo Código de Derecho Canónico, en: Concilium 187 (1983), 140-147.

  3. Cfr. c. 337 § 2 y § 3.

  4. A este respecto, cfr. P. Krämer, Kirchenrecht, II, o.c., 106-107.

  5. Cfr. LG 22, 2 y 23, 1; Nota explicativa previa 1 y 4.

forma de adjetivo (papal), en expresiones como «Secretaría de Estado o papal» (c. 360) o «clausura papal» (c. 667 § 3). De todos modos, eso no impide al legislador eclesiástico precisar que la Cabeza del Colegio episcopal, en virtud de su oficio de «Pastor de la Iglesia universal» y, por tanto, «principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los Obispos como de todos los fieles» (LG 23, 1), goza de una «potestad ordinaria» que es «suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia» (c. 331). Estos cinco términos, usados en el c. 331 para definir la naturaleza y el contenido de la suprema potestad que el Papa, por derecho divino, está llamado a ejercer en la Iglesia universal, significan: 1) ordinaria, que tal potestad está unida por derecho al oficio primacial 29; 2) suprema, que el Romano Pontífice, en el ejercicio de esta potestad, es libre, no depende de los obispos miembros del Colegio y, como tal, la Primera Sede «por nadie puede ser juzgada» (c. 1404); 3) plena, que tal potestad no es puramente directiva o de vigilancia, porque no le falta ningún elemento esencial ni en relación con la unidad de la fe, ni en orden al gobierno de la Iglesia, es decir, en lo que respecta a la función legislativa, ejecutiva o administrativa y judicial30; 4) inmediata, que tal potestad primacial puede ser ejercida por el Papa directamente, sin interposiciones, sobre todos los fieles y sobre todas las Iglesias particulares, aunque en orden a estas últimas la inmediatez de la autoridad papal tiende a reforzar y garantizar la potestad propia, ordinaria e inmediata de los obispos de las mismas 31; 5) universal, que el campo de acción de la potestad del Papa se extiende a toda la communio Ecclesiae et Ecclesiarum, porque sólo 61 es la Cabeza del Colegio episcopal y, por consiguiente, también capuz totius Ecclesiae 32.

Tras estos cánones que perfilan jurídicamente los dos sujetos de la suprema potestad en la Iglesia, el legislador eclesiástico de 1983 otorga espacio a la descripción de los distintos órganos institucionales a través de los cuales se ejerce de modo concreto esta potestad: el Concilio ecuménico (cc. 337-341), lamentablemente tratado bajo el título De Collegio Episcoporum, como si fuera el único modo en que el Colegio episcopal puede expresar colegialmente su suprema potestad; el Sínodo de los obispos (cc. 342-348); el

  1. Cfr. c. 131 § 1.

  2. A este respecto, cfr. G. Ghirlanda, El derecho en la Iglesia, misterio de comunión, Madrid 1992, 599-600.

  3. Cfr. c. 333 § 1.

  4. Cfr. C. Corral, Romano Pontífice, en: NDDC, 931-938, sobre todo 934-935; para un estudio más profundo de las diversas expresiones jurídicas de la suprema potestad del Papa, cfr. J.B. D'Onorio, Le pape et le gouvernement de I'Église, París 1994, 64-125.

Colegio cardenalicio (cc. 349-359); la Curia romana (cc. 360-361); y los Legados del Romano Pontífice (cc. 362-367).

b) Concilio ecuménico

El primer parágrafo del c. 337 dice: «La potestad del Colegio de los obispos sobre toda la Iglesia se ejerce de modo solemne en el Concilio ecuménico». De este canon, extraído de los textos conciliares de LG 22, 2 y CD 4, se deducen claramente dos principios fundamentales para la comprensión del estatuto canónico de un Concilio ecuménico: 1) Colegio episcopal y Concilio ecuménico no se identifican, porque el segundo no es sino la modalidad solemne con que ejerce el primero su suprema potestad en la Iglesia; 2) esta potestad suprema puede, pues, ser ejercida por el Colegio episcopal asimismo de modo extraconciliar o no solemne, aun permaneciendo colegial sensu stricto 33.

Sobre la base del primer principio se intuye que, mientras el Colegio episcopal es de derecho divino, el Concilio ecuménico, aun echando sus raíces en el derecho divino, necesita una configuración jurídica concreta que, como tal, es de derecho humano eclesiástico 34. Y, de hecho, los veintiún Concilios ecuménicos celebrados hasta ahora han asumido de vez en cuando diferentes formas jurídicas, teniendo de todos modos en común los dos elementos siguientes. En primer lugar, se trata siempre de una reunión solemne de todos los obispos del Orbis catholicus, en la que se toman de-cisiones de gran importancia para toda la Iglesia universal 35. En segundo lugar, estas decisiones o decretos, para adquirir fuerza de obligación para todos los fieles, deben ser aprobados por el Papa, junto con los Padres con-ciliares, en la votación de la sesión pública, y confirmados después personalmente por el Papa y promulgados por él 36.

Por lo que respecta al segundo principio fundamental del c. 337 § 1, relativo al ejercicio colegial extraconciliar de la potestad suprema del Colegio episcopal, hemos de observar, lamentablemente, que no se ha concretizado en ninguna otra norma del CIC. Algunas formas de este ejercicio son conocidas históricamente, como en el caso de los así llamados Concilios por carta, es decir, consultas emprendidas por el Papa a nivel de la Iglesia universal

  1. Cfr. cc. 337 § 2 y 341 § 2, así como el comentario de O. Stoffel, en: MK, can. 337/1 y 3.

  2. A este respecto, cfr. K. Mörsdorf, Lb, Bd. I, 352; P. Krämer, Kirchenrecht, II, o.c., 109-113.

  3. Cfr. c. 339 § 1.

  4. Cfr. c. 341 § 1 y el comentario de G. Ghirlanda, El derecho en la Iglesia, misterio de comunión, Madrid 1992, 617.

antes de la proclamación de un dogma 37. Se podría introducir legítima-mente otras formas, dado el gran número de obispos diseminados por el mundo y el nuevo desarrollo de los medios de comunicación, aplicando eventualmente de manera correcta el principio de la representación 38. Precisamente sobre la base de los elementos aparecidos en las discusiones conciliares sobre este problema, el papa Pablo VI instituía, el 15 de septiembre de 1965, por medio del MPApostolica sollecitudo 39, el Sínodo de los obispos.

c) Sínodo de los obispos

El Sínodo de los obispos (cc. 342-348) constituye, ciertamente, una de las novedades institucionales más importantes, a nivel de la Iglesia universal, introducidas a partir de las enseñanzas del concilio Vaticano II. Según el c. 342, el Sínodo de los obispos es una asamblea de obispos «escogidos de las distintas regiones del mundo, que se reúnen en ocasiones determinadas para fomentar la unión estrecha entre el Romano Pontífice y los obispos, y ayudar al Papa con sus consejos para la integridad y mejora de la fe y costumbres y la conservación y el fortalecimiento de la disciplina eclesiástica». Se trata, pues, de un órgano institucional de la Iglesia universal de naturaleza consultiva 40, en el que se expresa –siguiendo el principio representativo– el así llamado afecto colegial de todos los obispos, su solicitud por la Iglesia universal y la de esta última hacia las Iglesias particulares41. En cuanto tal, el Sínodo de los obispos tiene un carácter permanente, aunque sólo ejerce de vez en cuando sus funciones 42. Está, pues, clara la diferencia entre el Sínodo de los obispos y el Concilio ecuménico: son diferentes la composición, los fines y la autoridad. En efecto, en el Sínodo no sólo no se reúne todo el Colegio episcopal, sino que tampoco se ejerce la potestad colegial sensu

  1. Por ejemplo, para la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción y de la Asunción de María al cielo; cfr. O. Stoffel, en: MK can. 337/3.

  2. Desde el punto de vista eclesiológico sigue siendo legítimo preguntarse si respeta verdaderamente este principio la disposición introducida por Juan XXIII, según la cual también los obispos auxiliares y titulares son miembros de derecho con voto deliberativo del Concilio Ecuménico, cfr. MP Appropinquante Concilio, en: AAS 54 (1962), 612.

  3. Cfr. AAS 57 (1965), 775-780.

  4. Cfr. c. 343.

  5. Para un estudio más profundo de la naturaleza y de las funciones de esta nueva institución, cfr. W. Bertrams, Struttura de/ Sinodo dei Vescovi, en: Civiltit Cattolica 116 (1965), 417-423; G.P. Milano, /l sinodo dei Vescovi: natura, funzioni, rappresentativitá, en: Actes VII CIDC, vol. I, 167-182.

  6. Cfr. c. 348 sobre el papel de la Secretaría general permanente.

stricto, porque «aun en los casos en que tiene potestad deliberativa esta le es delegada por el Romano Pontífice; es un medio del que dispone el Papa para ejercer su oficio primacial de modo colegial» 43.

d) Colegio cardenalicio, curia Romana y Legados del Romano Pontífice

A diferencia del episcopado, que es la plenitud del sacramento del orden y, como tal, pertenece a la esencia misma de la estructura constitucional de la Iglesia, el cardenalato es una institución de derecho meramente eclesiástico, surgida en la primera Edad Media y que se desarrolló en un verdadero y propio colegio sólo a partir del siglo XII, es decir, desde que le fue atribuida de manera exclusiva la elección del Papa 44. En sentido jurídico, el Colegio de los cardenales, que «elige libremente» (c. 351 § 1) al Romano Pontífice, debe ser entendido según el c. 115 § 2, o sea, como colegio cuyos miembros tienen todos los mismos derechos, aunque siguiendo la tradición se distingue entre cardenales obispos (aquellos a quienes el Papa asigna el título de una diócesis suburbicaria), cardenales presbíteros (aquellos a quienes el Papa asigna el título de una iglesia en la Urbe) y cardenales diáconos (aquellos que normalmente tienen un cargo en la Curia Romana). Este «Colegio peculiar» (c. 349) se reúne en Consistorio45 y tiene la función de un «Senado del Papa» 46. En este sentido, aunque el Colegio cardenalicio no es una expresión particular del Colegio episcopal, a través de 61 se ejerce, en cierto modo, la colegialidad episcopal47. Según el c. 349, el Colegio cardenalicio desarrolla tres funciones: la elección del Papa, según el derecho particular; aconsejar al Papa colegialmente en el Consistorio, sobre las cuestiones de mayor importancia; y ayudar al Romano Pontífice, con su propio trabajo, en la cura de la Iglesia universal. Las novedades más importante, a nivel de la composición del Colegio y del ejercicio de sus funciones, fueron introducidas por el papa Pablo VI, a saber: el hecho de que también los patriarcas de las Iglesias orientales pueden ser elegidos como cardenales 4S, así como la exclusión del cónclave —y, por tanto, de la elección del

  1. G. Ghirlanda, El derecho en la Iglesia, misterio de comunión, Madrid 1992, 617.

  2. A este respecto, cfr. P. Krämer, Kirchenrecht, II, o.c., 116-118; W. Plöchl, Geschichte des Kirchenrechts, 5 Bde., Wien-München, 1960-1970, Bd. I, 319-323; Bd. II, 94-99 y Bd. III, 128-143.

  3. Cfr. c. 353, que distingue los tres tipos de Consistorio: ordinario, extraordinario y solemne.

  4. Cfr. c. 230 del CIG 1917 y el uso que hace del término el papa Pablo VI (cfr. AAS 61, 1969, 436).

  5. Cfr. AAS 71 (1979), 1449; AAS 72 (1980), 646 y el comentario de O. Stoffel, en: MK can. 351/2.

  6. Cfr. Pablo VI, MP Ad purpuratorum Patrum, en: AAS 57 (1965), 295 ss. y c. 350 § 1.

nuevo Papa— de todos los cardenales que han cumplido los ochenta años de edad 49.

A la Curia romana le dedica el CIC sólo dos cánones, concretamente los cc. 360 y 361. De ellos, e interpretados a la luz de la enseñanza del papa Juan Pablo II50, puede deducirse fácilmente la siguiente definición: «La Curia romana es el conjunto de dicasterios y organismos que asisten al Romano Pontífice en el ejercicio del supremo oficio pastoral para el bien y servicio de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares, con que se refuerzan la unidad de la fe y la comunión del Pueblo de Dios y se promueve la misión de la Iglesia en el mundo» 51. En este sentido, no simplemente burocrático-administrativo, sino eminentemente pastoral, han de ser entendidas asimismo las funciones de la Secretaría de Estado o papal52 y las nueve Congregaciones 53 que la componen.

Los Legados pontificios son eclesiásticos, investidos generalmente con el orden del episcopado, a los que el Papa otorga, de manera estable, el oficio de representarlo personalmente, enviándolos «tanto a las Iglesias particulares en las diversas naciones o regiones como a la vez ante los Estados y autoridades públicas» (c. 362). Entre ellos destacan los nuncios, que tienen el grado de embajadores e ipso iure son decanos del cuerpo diplomático. Según los cc. 364 y 365, los Legados pontificios no deben sustituir a los obispos diocesanos, sino tutelar y reforzar su autoridad, favoreciendo un vínculo de comunión más eficaz entre ellos y la Santa Sede.

21.2 Los órganos institucionales de la Iglesia particular

a) Iglesia particular y diócesis

El redescubrimiento de la Iglesia local 54, acaecido en el interior de la reflexión teológica de estos últimos treinta años sobre las misiones y, sobre

  1. Cfr. Pablo VI, CA Romano Pontifice eligendo, en: AAS 67 (1975), 609-645. El c. 354 habla, sin embargo, sólo de la renuncia al oficio desempeñado por aquellos que cumplen los 75 años.

  2. Cfr. la CA Pastor bonus, en: AAS 80 (1988), 841-912.

  3. G. Ghirlanda, Curia Romana, en: NDDC, 326-329, aquí 326.

  4. Para una breve descripción de sus funciones, cfr. O. Corral, Segretaria di Stato o papale, en: NDDC, 979-980.

  5. Para un primer estudio de sus respectivas funciones, cfr. O. Corral-G. Pasutto, Congregazioni della Curia Romana, en: NDDC, 278-285; P. Krämer, Kirchenrecht, II, o.c., 119-124.

  6. A este respecto, cfr. sobre todo P. Colombo, La teologia della Chiesa locale, en: La Chiesa locale, ed. por A. Tessarolo, Bologna 1970, 17-38.

todo, la enseñanza conciliar sobre la Iglesia particular55 se reflejan en los cánones preliminares (cc. 368-374) del título que el CIC dedica a las Iglesias particulares y a la autoridad en ellas constituida. En efecto, ya en el c. 368, el primero de toda la sección, se percibe el esfuerzo del legislador eclesiástico encaminado a llevar a cabo una síntesis entre LG 23, 1 (donde se encuentra la fórmula definitoria de la relación Iglesia universal-Iglesias particulares) 56 y CD 11, 1, que contiene, en cambio, la definición de diócesis, como principal forma institucional de una Ecclesia particularis 57.

Con todo, se trata de un esfuerzo que sólo en parte llega a buen puerto, porque el CIC, siguiendo al concilio Vaticano II, no da una definición legal de Iglesia particular, sino sólo la de diócesis, provocando de este modo una cierta superposición de ambas nociones, a pesar de la distinción que establece el c. 368. En efecto, el canon siguiente, el 369, retomando casi al pie de la letra CD 11, 1, dice: «La diócesis es una porción del Pueblo de Dios, cuyo cuidado pastoral se encomienda al obispo con la cooperación del presbiterio, de manera que, unida a su pastor y congregada por él en el Espíritu Santo mediante el Evangelio y la eucaristía, constituya una Iglesia particular, en la cual verdaderamente está presente y actúa la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica». Según esta definición, tres son los elementos constitutivos de la institución «diócesis»: la porción del Pueblo de Dios, el obispo y el presbiterio. Eso significa lo que sigue58. De entrada, la diócesis no es, como podría hacer creer la etimología griega de la palabra, un distrito administrativo de la Iglesia universal, sino una Populi Dei portio, esto es, una comunidad de bautizados que profesan la misma fe católica junto a su pastor. En segundo lugar, el obispo, como principio y fundamento de la unidad o communio de esta porción del Pueblo de Dios, hace de la misma un sujeto eclesial en el que el territorio tiene una función

  1. Aunque el concilio Vaticano 1I use en ocasiones el término Iglesia local para indicar también el Patriarcado y la Diócesis (cfr. UR 14, 1; LG 23, 4; AG 27, 1), de hecho para indicar una porción del Pueblo de Dios, no a partir del territorio sino del rito, de la tradición teológico-espiritual y cultural, así como del gobierno, da preferencia a la expresión Iglesia particular; cfr. G. Ghirlanda, El derecho en la Iglesia, misterio de comunión, Madrid 1992, 48-50.

  2. Sobre el significado constitucional de la fórmula in quibus et ex quibus, ilustrado ya ampliamente en el parágrafo 3.3, y sobre la relación de inmanencia recíproca entre Iglesia universal e Iglesias particulares, cfr. también H. de Lubac, Las Iglesias particulares en la Iglesia universal, Sígueme, Salamanca 1974.

  3. Con esta expresión se refiere siempre el decreto conciliar Christus Dominus a la diócesis o a las instituciones a ella equiparadas, cfr. H. Müller, Diiizesane und quasi-diözesane Teilkirchen, en: HdbKathKR, 329-335, aquí 330.

  4. Cfr. a este respecto H. Müller, Bistum, in Staatslexikon, o.c., Bd. 1, 821-828.

únicamente determinativa, a diferencia de la Palabra y del Sacramento que, junto con el carisma (aunque en diferente medida), constituyen los elementos primarios de la misma comunidad. En tercer y último lugar, para el anuncio del Evangelio y para la celebración de los sacramentos, y de la eucaristía en particular, tiene el obispo necesidad estructuralmente de un presbiterio. En efecto, este último es el elemento constitucional de la Iglesia particular, que permite encontrar en la misma una analogía con la estructura constitucional de la Iglesia universal.

Estos tres elementos de la definición de diócesis que presenta el Código pueden realizarse también, desde luego, en otras figuras jurídicas, diferentes de la diócesis 59. Los criterios mediante los que se pueda dar a una Iglesia particular una de estas formas jurídicas, diferentes de la diócesis, sólo han sido fijados en parte por el legislador eclesiástico. En efecto, en el c. 372, junto al territorio y al rito, se habla sólo de un modo vago de «otra razón semejante», cuya fórmula es una solución para resolver problemas eclesiológicos que se puedan plantear, ante los cuales no podemos olvidar las posibilidades ya enumeradas en el c. 368 60. Es cierto que también la prelatura territorial, y con mayor razón todas las otras formas jurídicas de porciones del Pueblo de Dios a ella comparables 61, pueden ser definidas como Iglesias particulares únicamente si el que las gobierna es un obispo.

b) Obispo y presbiterio

La definición de diócesis que acabamos de explicar, como ya hemos señalado, está tomada del decreto conciliar Christus Dominus y, en cuanto tal, es la primera que se encuentra en un documento oficial del magisterio eclesiástico. Si los Padres del concilio Vaticano II sintieron la necesidad de dar una definición de diócesis no fue, ciertamente, por razones de organi-

  1. Cfr. E. Corecco, Chiesa particolare, en: Digesto delle Discipline Pubblicistiche (4. ed.), Tormo 1989, 17-20; idem, iglesia particular e iglesia universal en el surco de la doctrina del Con-cilio Vaticano //, en: iglesia universal e iglesias particulares. IX Simposio internacional de Teología, Pamplona 1989, 81-99.

  2. Las prelaturas personales no están mencionadas en este canon, sino que han sido situadas por el legislador en la normativa sobre los fieles, antes de presentar los cánones sobre las asociaciones de fieles. De esta colocación definitiva es legítimo deducir que éstas no son equiparables a las Iglesias particulares, como observan los mismos Padres de la Plenaria, cfr. Communicationes 14 (1982), 201-203.

  3. Para una breve descripción de los perfiles jurídicos de estas instituciones equiparables a la prelatura territorial, a saber: la abadía territorial, el vicariato apostólico, la prefectura apostólica, la administración apostólica, el vicariato castrense y la Iglesia particular personal, cfr. G. Ghirlanda, El derecho de la iglesia, misterio de comunión, o.c., 637-639; Idem, La Chiesa particolare: natura e tipologia, en: Monitor Ecclesiasticus 115 (1990), 551-568.

zación eclesiástica, sino a causa del hecho de que la imagen teológica y jurídica del obispo salió profundamente renovada de los trabajos de redacción de la Constitución dogmática sobre la Iglesia62.

En efecto, si bien es cierto que la teología del episcopado elaborada por los Padres conciliares no se muestra siempre perfectamente equilibrada y sufre aún de una cierta reacción contra las precedentes eclesiologías, fuertemente papistas, con todo, los números 18-29 del segundo capítulo de la Lumen gentium brindan una base sólida para comprender el papel eclesiológico y la función pastoral del obispo. Este papel y esta función están inscritos con tal profundidad en la estructura comunitaria y en la naturaleza misionera de la Iglesia, que el Directorium de pastorali ministerio episcoporum 63, publicado por la Sagrada Congregación para los Obispos el 22 de febrero de 1973, pone en la base de los principia fundamentalia sobre el ministerio episcopal el axioma según el cual la naturaleza y la misión de la Iglesia determinan y definen la naturaleza y la misión del episcopado mismo. El obispo es, pues, el punto focal de la Iglesia particular fundada ad imaginem Ecclesiae universalis, porque el oficio de que está investido hace posible la inmanencia recíproca entre Iglesia universal e Iglesias particulares 64. Eso significa dos cosas. En virtud de la plenitud del sacramento del orden, el obispo es un horno apostolicus, es decir, un auténtico testigo y maestro de la tradición apostólica en la portio Populi Dei a él confiada; en este sentido garantiza la inmanencia de la Iglesia universal en la Iglesia particular en la que ejerce su sacra potestas. En su calidad de miembro del corpus episcoporum, el obispo es también un horno catholicus, es decir, llamado a participar en la preocupación por todas las Iglesias 65. En esta dirección opuesta, garantiza la inmanencia de la Iglesia particular en la universal.

La substancia de esta nueva imagen eclesiológica del obispo ha sido recibida en el CIC de 1983. En efecto, el c. 375 § 2 afirma que «por la consagración episcopal, junto con la función de santificar, los obispos reciben también las funciones de enseñar y regir». Consecuentemente con esto, el c. 379 prescribe quien ha sido promovido al episcopado debe recibir la consagra-

  1. Para un estudio más profundo del papel eclesiológico del obispo, cfr. L. Gerosa, L'évéque dans les documents de Vatican 11 et le nouveau Code de droit canonique, en: Visages de l'Eglise. Cours d'ecclesiologie, ed. por P. De Laubier, Fribourg 1989, 73-89.

  2. El texto latino de este directorio, conocido también como Directorium Ecclesiae imago, se encuentra en: EV, vol. IV, 1226-1487.

  3. Para una explicación más amplia de este principio, cfr. L. Gerosa, Diritto ecclesiale e pastorale, Torino 1991, 77-90.

  4. Cfr. 2 Co 11, 28.

ción episcopal antes de tomar posesión de su oficio, y el c. 381 afirma de modo explícito que, en la Iglesia particular que le ha sido confiada, el obispo posee «toda la potestad ordinaria, propia e inmediata que se requiere para el ejercicio de su función pastoral» 66. Sin embargo, la noción de «potestad episcopal» con la que trabaja el legislador eclesiástico no es completamente idéntica a la elaborada por el concilio Vaticano II, especialmente porque su elemento sinodal sufre una mutilación parcial 67. Efectivamente, en el CIC domina una concepción corporativa del presbiterio, extraña substancialmente al concepto de sinodalidad.

La noción conciliar de presbiterio puede sintetizarse de este modo: los presbíteros, como «necesarios colaboradores y consejeros» de su obispo (PO 7, 1), forman con él «un único presbiterio en la diócesis» (PO 8, 1). «Llamados para servir al Pueblo de Dios, forman, junto con su obispo, un solo presbiterio, dedicado a diversas ocupaciones» (LG 28, 2). La particular calificación de necessarios adjutores et consiliarios, atribuida por el concilio Vaticano II a los presbíteros, significa, por una parte, que el ministerio episcopal no es sólo personal, sino esencialmente sinodal, y que por eso el obispo tiene necesidad del presbiterio para desarrollar su tarea pastoral en la Iglesia particular; y, por otra parte, que el ministerio del presbítero, sin este nexo concreto con su obispo, estaría cojo. La insistencia de los Padres conciliares en el hecho de que los presbíteros forman con su obispo un único presbiterio en la diócesis significa, pues, que esta institución no es ni un colegio universal paralelo al Colegio episcopal, ni una simple corporación puesta frente al obispo, como, por ejemplo, el Cabildo catedralicio, porque este mismo forma parte del presbiterio y es su cabeza. El presbiterio es, pues, en la eclesiología conciliar, una institución fundamental y constitutiva de la Iglesia particular, estructurada jerárquicamente y, por estar hecha de este modo, capaz de poner de manifiesto, al mismo tiempo, la dimensión sinodal de la potestad episcopal y la analogía estructural de la Iglesia particular con la Iglesia universal 68.

  1. Sobre cómo a nivel de estos tres puntos ha sido ciertamente recibida la enseñanza del concilio Vaticano 11 en el nuevo Código, cfr. W. Aymans, Der Leitungsdienst des Bischofs im Hinblick auf die Teilkirche, en: AfkKR 153 (1984), 25-55, sobre todo p. 37.

  2. Sobre toda esta cuestión, cfr. L. Gerosa, Der Bischof: seine Bestellung, seine geistliche Voll-macht und die christliche Verkündigung in Europa. Kirchenrechtliche Erwägungen, en: ET-Bulletin der Europäischen Gesellschaft für katholische Theologie 3 (1992), 66-94.

  3. Para un estudio más profundo de esta estructura del presbiterio, cfr. O. Saier, Die hierarchische Struktur des Presbyteriums, en: AfkKR 136 (1967), 341-391; E. Corecco, Sacerdozio e presbiterio nel CIC, en: Servizio Migranti 11 (1983), 354-372.

En el CIC, como ya hemos observado, predomina, sin embargo, una concepción corporativa del presbiterio. Efectivamente, por una parte los presbíteros no son considerados como los cooperadores necesarios del propio obispo, sino simplemente como sus fieles (fidi) colaboradores (c. 245 § 2). Por otra, el consejo presbiteral, expresión institucionalmente representativa del presbiterio, es definido como el senado del obispo (c. 495 § 1). En lo demás ha sido recibida la doctrina conciliar. También en el CIC son dos las condiciones para ser miembro del presbiterio: la primera sacramental, es decir, haber recibido el sacramento del orden; la segunda no sacramental, a saber: haber recibido el cargo de un oficio eclesiástico. Se consideran, además, ordinarios los miembros del presbiterio que están incardinados en la misma diócesis en donde ejercen este oficio, y extraordinarios los que no están incardinados en ella 69.

El carácter irrenunciable del presbiterio y la dinámica de reciprocidad necesaria entre obispo y presbíteros afloran indirectamente en el c. 495 § 1, donde se prescribe con carácter obligatorio la constitución en cada diócesis del consejo presbiteral que, junto con el consejo pastoral y, sobre todo, con el sínodo diocesano, representa una típica expresión institucional de la estructura sinodal de la Iglesia particular.

c) Sínodo diocesano, consejo pastoral y consejo presbiteral

Junto con el concilio provincial 70, el sínodo diocesano es la única institución sinodal que, habiendo asumido en la vida constitucional de las Iglesias particulares funciones diferentes, en función de la frecuencia con que se celebraba y dependiendo de las características culturales y eclesiales del momento histórico en que era convocado, ha resistido a lo largo de toda la historia de la Iglesia latina 71. Esta institución canónica, surgida hacia la mitad del siglo II, ha conocido, pues, una constante evolución jurídica hasta la codificación pío-benedictina72. Según las normas del Código de 1917 (cc. 356-362) el sínodo diocesano es una asamblea de clérigos y religiosos de la diócesis, presidida por el mismo obispo y que tiene como función principal

  1. Sobre este punto, cfr. P. Krämer, Kirchenrecht, II, o.c., 79-81.

  2. La importancia de este tipo de concilio para la Iglesia primitiva se deduce del c. 5 del concilio de Nicea (325), que prescribía su celebración dos veces al año, cfr. W. Plöchl, Geschichte des Kirchenrechts, o.c., vol. 1, 150-152.

  3. Cfr. E. Corecco, Sinodalidad, en: Nuevo Diccionario de Teología, II, Madrid 1982, 1644-1673, aquí 1649.

  4. A este respecto, cfr. R. Puza, Diözesanssynode und synodale Struktur. Ein Beitrag zur Ekklesiologie des neuen CIC, en: Theologische Quartaschrift 166 (1986), 40-48 y sobre todo 40-43.

la de aconsejar al obispo acerca de la promulgación de normas o disposiciones generales, en orden al gobierno de la Iglesia particular confiada a sus cuidados pastorales. Esta asamblea no es, empero, un verdadero y propio órgano legislativo, y sus miembros expresan un votum consultivum, que el obispo tendrá en cuenta en sus iniciativas como único legislador en la Iglesia particular que le ha sido confiada y en su actividad de gobierno de la misma.

Después de que los Padres del Concilio expresaran el vivo deseo, de que la antigua institución del sínodo diocesano fuera retomada con nuevo vigor, «para procurar más adecuada y eficazmente el crecimiento de la fe en las diversas Iglesias» (CD 36, 2), el Código de Derecho Canónico de 1983 ha otorgado a la misma un nuevo estatuto jurídico (cc. 460-468).

La novedad más importante, introducida por esta normativa del Código en la línea de la importante experiencia sinodal realizada por las diversas Iglesias particulares en el postconcilio, está constituida ciertamente por el hecho de que ahora también los fieles laicos son escogidos o elegidos como miembros de pleno derecho del sínodo diocesano (cc. 460 y 463 § 1, 5°). Son, pues, miembros de la asamblea sinodal de una Iglesia particular fieles de todo estado de vida eclesial (laicos, religiosos y clérigos). De este modo, la Iglesia particular no es ya, frente al sínodo diocesano, únicamente destinataria de las disposiciones y de las directivas pastorales decididas por la asamblea sinodal, sino que ella misma es sujeto protagonista de estas 73. Este claro dato eclesiológico, junto al hecho de que cualquier problema puede ser sometido a la libre discusión de los miembros del sínodo diocesano (c. 465), imprime a la institución canónica del sínodo diocesano un significado pastoral más importante que el de los otros consejos diocesanos, aunque el Código determina sólo de una manera genérica sus finalidades: prestar «su ayuda al obispo de la diócesis para bien de toda la comunidad diocesana» (c. 460). Esta importancia pastoral se deduce asimismo del he-cho de que, por un lado, en las Iglesias particulares se celebra ahora el sí-nodo diocesano sólo cuando «10 aconsejen las circunstancias a juicio del obispo de la diócesis, después de oír al consejo presbiteral» (c. 461 § 1), y, por otro, en su ámbito, el obispo –sin el cual no hay sínodo (cc. 462 § 1 y 468 § 2)– expresa plenamente su autoridad como legislador para la propia diócesis (c. 466) y, en consecuencia, la misma actividad de la asamblea sinodal

73. Cfr. G. Spinelli, Organismi di partecipazione nella struttura della Chiesa locale, en: Actes V CIDC, vol. 2, 627-634, aquí 629; cfr. también L. Gerosa, Les conseils diocésains: structures «synodales» et moments de «co-responsabilité» dans le service pastorale, en: Actes VII CIDC, vol. II, 781-794.

conduce, en cierto modo, al establecimiento de normas y disposiciones generales que completan la legislación de esa determinada Iglesia particular 74. El lugar preeminente que ocupa el sínodo diocesano respecto a los otros consejos diocesanos es, pues, indiscutible, tanto que –según el directorio pastoral de los obispos– «en el sínodo... podrán ser constituidos o renovados el consejo presbiteral y el consejo pastoral, y ser elegidos los miembros de las comisiones y oficios de la curia diocesana» 75.

Entre estas instituciones, más cercano a la nueva visión eclesiológica del sínodo diocesano, por lo menos a nivel de composición y, por ello, como expresión concreta de la comunión existente en la Iglesia particular, se encuentra el consejo pastoral, que representa en el fondo una concreción institucional particular del sínodo diocesano, a un tiempo más estable («ha de convocarse por lo menos una vez al año», afirma el c. 514 § 2) y dotado de mayor agilidad desde el punto de vista misionero o de la eficacia pastoral inmediata 76. Más expresivo del elemento jerárquico de la communio Ecclesiae es, sin embargo, el recuperado consejo presbiteral, ya en uso en los primeros tiempos de la historia de la Iglesia y valorizado ahora por la colocación del presbiterio –cuya cabeza es el obispo– en el corazón mismo de la estructura constitucional de la Iglesia particular. Efectivamente, en virtud de la unidad fundamental del sacramento del orden, administrado en grados diferentes, el consejo presbiteral es, por su propia naturaleza, «una forma de manifestación institucionalizada de la fraternidad existente entre los sacerdotes» y, como tal, está al «servicio de la única y misma misión de la Iglesia» 77

El diferente valor eclesiológico de los dos principales consejos diocesanos, al que aquí sólo hemos aludido brevemente, no permite ponerlos como alternativa u oponerlos de modo competitivo. Encontramos una clara confirmación de lo que decimos, en primer lugar, en el hecho de que, en

  1. Coinciden en este juicio: F. Coccopalmerio, Il sinodo diocesano, en: Raccolta di scritti in (more di P. Fedele, ed. por G. Barberini, vol. I, Perugia 1984, 406-416 y en particular p. 408, así como P. Valdrini, Les conununautés hierarchiques et leur organisation, en: Droit canonique, ed. por P. Valdrini, Paris 1989, 186-187. A diferencia de lo que ocurre con el concilio particular (cc. 439-446), los decretos de un sínodo diocesano, cuando son aprobados por el obispo, no tienen necesidad, para su definitiva obligatoriedad, de ninguna recognitio ulterior y son comunicados a la Conferencia episcopal sólo a título de información y para favorecer el crecimiento de la comunión (c. 467); cfr. el comentario a los cc. 466-468 en: Codice di diritto canonico. Edizione biligue commentata, ed. por P. Lombardia-J. Arrieta. Roma 1986, 366.

  2. EV. vol. IV, 1411.

  3. Cfr. AG 30 y el comentario de F. Coccopalmerio, 11 sinodo diocesano, o.c., 416.

  4. Sínodo de los Obispos, Ultimis temporibus (30.X1.1971), en: EV, vol. 4, nn. 1226-1227.

el plano de sus finalidades pastorales, el legislador eclesiástico no ha conseguido fijar de modo preciso una clara diferenciación de las respectivas competencias de cada uno, como puede deducirse con facilidad de la comparación entre el c. 495 § 1 y el c. 511. En segundo lugar, ambos consejos gozan por principio de voto consultivo e incluso en los siete casos en que el obispo, antes de tomar una decisión, está obligado por el derecho (cc. 500 y 502) a consultar el consejo presbiteral, no se capta fácilmente el motivo eclesiológico apremiante por el que deben ser excluidos los fieles laicos de esta consulta 78. En consecuencia, es preciso reconocer que ambos consejos son de naturaleza consultiva y, en el campo pastoral, tanto la decisión definitiva como la responsabilidad última de la misma siguen siendo exclusivamente del obispo a quien ha sido confiada esa determinada Iglesia particular. Diferente es, en cambio, el tipo de enfoque del objeto en cuestión a partir de la diferente vocación eclesial específica de la mayoría de los miembros de los dos consejos, así como de la diferente relación pastoral con la Palabra y el Sacramento que determinan las dos formas concretas del sacerdocio cristiano.

En la lógica de la comunión eclesial, estas diferencias están en una relación de interacción y de integración recíproca. Por esta razón, ambos órganos de gobierno no pueden trabajar de manera eficaz a nivel pastoral si no están en constante y estrecha colaboración; más aún, desde el punto de vis-ta institucional, es posible una incorporación del consejo presbiteral al consejo pastoral 79. Tal estrecha colaboración no sólo es eclesiológicamente irreprochable, sino necesaria para superar cualquier tentación de clericalización de la pastoral diocesana.

d) Colegio de consultores y cabildo catedralicio

El legislador eclesiástico de 1983, haciendo suya la invitación conciliar de CD 27 al consejo presbiteral, pone a su lado un nuevo órgano consultivo: el colegio de consultores, cuyos miembros son libremente elegidos y nombrados por el obispo diocesano «entre los miembros del consejo presbiteral» (c. 502 § 1). Este colegio tiene voto consultivo en lo referente al nombramiento y remoción del ecónomo de la diócesis (c. 494) y en los actos más importantes de la administración económica de la misma (c. 1277),

  1. Sobre toda la cuestión, cfr. H. Schmitz, Die Konsultationsorgane des Diozesansbischofs, en: HdbKathKR, 352-364, sobre todo p. 362.

  2. Cfr. R. Puzza, Mitverantwortung in der Kirche, en: Staatslexikon, o.c., 1188-1192, sobre todo p. 1191.

pero su papel se vuelve decisivo tanto en el tiempo de sede vacante, período en el que debe gobernar la Iglesia particular hasta la constitución del administrador diocesano (c. 419), como en el procedimiento para la designación del nuevo obispo (c. 377 § 3).

Dada la importancia que ha tenido históricamente en Europa el cabildo catedralicio, «la conferencia episcopal puede establecer que 1as funciones del colegio de consultores se encomienden al cabildo catedralicio» (c. 502 § 3). Este último, en comparación con los otros órganos consultivos diocesanos, goza de una mayor autonomía, porque no está presidido por el obispo diocesano, sino por uno de sus miembros (c. 507 § 1). Con todo, esto no significa necesariamente que esta antigua institución canónica sea exportable, tal como está (cc. 503-510), a las nuevas Iglesias particulares, sobre todo en lo que respecta al papel por ella desarrollado en la elección del nuevo obispo diocesano. En efecto, aunque se afirma claramente en el c. 377 § 1 que «el libre nombramiento pontificio» y «la confirmación pontificia» representan dos modos diversos, aunque equivalentes, de proceder a la elección de los obispos en la Iglesia católica de tradición latina 80, el modelo representado en este campo por el cabildo catedralicio es insuficiente desde la perspectiva eclesiológica al menos por dos motivos. De entrada, las formas jurídicas, en las que hasta ahora se ha encarnado, no garantizan la plena libertad de la Iglesia católica respecto al Estado, especialmente en los lugares donde los miembros del cabildo son nombrados por autoridades estatales 81, lo que lleva con frecuencia a crear conflictos en la interpretación de las distintas normas concordatarias 82. En segundo lugar, en los lugares donde existe, el cabildo catedralicio no es ya, tanto desde el punto de vista jurídico como desde el pastoral, un órgano expresivo de la corresponsabilidad del clero diocesano y mucho menos de todos los fieles laicos de una Iglesia particular 83. Así pues, en la búsqueda de nuevos modelos institucionales, como, por ejemplo, el de un sínodo electoral para cada Iglesia

  1. Coinciden en esta interpretación: R. Potz, Bischofsernennungen. Stationen, die zum heutigen Zustand geführt haben, en: Zur Frage der Bischofsernennungen in der römisch-katholischen Kirche, ed. por G. Greshake, München-Zürich 1991, 17-50, aquí 22; H. Müller, Aspekte des Codex luris Canonici 1983, en: Zeitschrift für evangelisches Kirchenrecht 29 (1984), 527-546, aquí 534.

  2. Cfr. H. Maritz, Das Bischofswahlrecht in der Schweiz, St. Ottilien 1977, 47-49; P. Leisching, Kirche und Staat in den Rechtsordnungen Europas. Ein Überblick, Freiburg i. Br. 1973, 83.

  3. Típico en este sentido es el caso de Coira; cfr. H. Maritz, Erwägungen zum Churer «Bischofswahlrecht», en: Fides et ius, Festschrift für G. May, ed. por W. Aymans-A. Egler-J. Listl, Regensburg 1991, 491-505.

  4. Cfr. CD 27, 2 y PO 7.

particular 84, será preciso tener presente lo que sigue. La elección de los obispos es un proceso constituido por un doble movimiento: el primero encuentra su ápice en la designatio personae (la designación de la persona a la que debería conferirse el ministerio episcopal); el segundo encuentra su ápice en la collatio officii (la colación del oficio eclesiástico a la persona designada). El primer movimiento es de naturaleza eminentemente electiva y responde, por ello, al principio de la corresponsabilidad y despues al de la sinodalidad85. El segundo movimiento, sin embargo, es de naturaleza eminentemente confirmativa, ordenado a la realización de la communio plena con el Papa y los otros miembros del Colegio episcopal. En este sentido responde, sobre todo, al principio de la sinodalidad en su imprescindible unidad con el ministerio primacial del sucesor de Pedro 86. Tanto el primer movimiento como el segundo concurren eficazmente en la realización del mismo fin, en la medida en que siguen estando estructuralmente abiertos a la acción del Espíritu Santo 87. Eso significa que, en la elección de un obispo, ni el Papa ni la Iglesia particular interesada pueden ser colocados ante el hecho consumado o ante la elección obligada, sino que –por diferir el uno del otro– todo modus procedendi 88 debe garantizar a ambos sujetos un margen real de Libre elección.

e) Curia diocesana y órganos representativos del obispo

Según la enseñanza del concilio Vaticano II, la curia diocesana (cc. 469-494) «ha de organizarse de forma que resulte un instrumento adecuado para el obispo, no sólo en orden a la administración de la diócesis, sino también para el ejercicio de las obras de apostolado» (CD 27, 4). El campo de acción de la Curia diocesana se ha ampliado así mucho, pues colabora «en la dirección de la actividad pastoral, en la administración de la

  1. Los modelos más convincentes son los elaborados desde esta perspectiva por: E. Corecco, Note sulla Chiesa particolare e sulle strutture della diocesi di Lugano, en: Civitas 24 (1968/69), 616-635 y 730-743; H. Schmitz, Plädoyer fur Bischofs-und Pfarrerwahl. Kirchenrechtliche Überlegungen zu ihrer Möglichkeit und Ausformung, en: Trierer Theologisches Zeitschrift 79 (1970), 230-249.

  2. Cfr. H. Müller, Der Anteil der Laien an der Bischofswahl, Amsterdam 1977, 242; P. Krämer, Bischofswahl heute - im Bistum Trier, en: Tthz 89 (1980), 243-247, aquí 243.

  3. Cfr. A. Carrasco Rouco, Le primat de 1'évéque de Rome. Étude sur la cohérence ecclésiologique et canonique du primal de juridiction, Fribourg 1990, 211-220.

  4. Es la conclusión del comentario al cuadro bíblico de la elección del apóstol Matías (Hechos de los Apóstoles 1, 15-26) de: J. Ratzinger, La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, Madrid 1992, 24.

  5. Para un análisis detallado de todos estos diferentes procedimientos, cfr. L. Gerosa, Die Bichofsbestellung in ökumenischer und kirchenrechtlicher Sicht, en: Catholica 46 (1992), 70-86.

diócesis, así como en el ejercicio de la potestad judicial» (c. 469). Por esta razón se introduce en el CIC la nueva figura del «moderador de la curia», a quien «compete coordinar, bajo la autoridad del obispo, los trabajos que se refieren a la tramitación de los asuntos administrativos, y cuidar asimismo de que el otro personal de la curia cumpla debidamente su propio oficio» (c. 473 § 2). Si no existen razones particulares para nombrar a otro presbítero para este importante oficio, este debe ser asumido por el vicario general o por el canciller 89. Mientras que el nombramiento del moderador de la curia es facultativo, el del vicario general es obligatorio (c. 475), dado que este último, no sólo es el primero y más importante colaborador del obispo, sino que está investido también de una potestad ordinaria vicaria (c. 131 § 2). Debe ser sacerdote (c. 478 § 1) y depende totalmente del obispo, en el sentido de que a este último corresponde libremente su nombramiento y remoción (c. 477 § 1) y el oficio de vicario general cesa cuando la diócesis se convierte en sede vacante (cc. 417 y 418 § 2).

Todo obispo diocesano debe nombrar un vicario judicial u Oficial con potestad ordinaria de juzgar, distinto del vicario general (c. 1420 § 1). El vicario judicial está investido asimismo de potestad ordinaria vicaria, pero su autonomía con respecto al obispo diocesano es mayor y su cargo no cesa cuando la sede está vacante (c. 1420 § 5). Para la administración de los bienes de la diócesis debe nombrar el obispo un ecónomo diocesano, «que sea verdaderamente experto en materia económica y de conocida honradez» (c. 494 § 1). Para coordinar la actividad pastoral diocesana y supraparroquial nombra el obispo diocesano, para un período determinado, arciprestes, llamados también vicarios foráneos, decanos y de otros modos (cc. 553-555), cuyo oficio no está ligado al de párroco de una determinada parroquia, y puede estar regulado por un estatuto jurídico o directorio elaborado por el consejo presbiteral 90.

f) Parroquia y párroco

Aunque los conceptos de párroco y parroquia no han sido definidos directamente por los Padres conciliares, los principales contenidos de su definición son fácilmente deducibles de los tres siguientes textos conciliares: el n. 42 de

  1. En algunas curias el papel de moderador ha sido confiado desde hace tiempo a un secretario general, cfr. AAS 69 (1977), 5-18.

  2. Sobre el estatuto general de los arciprestes, vicarios foráneos o decanos, cfr. J. Díaz, Vicario foraneo, en: NDDC, 1121-1128; para un estudio más detallado de los órganos de la Curia diocesana, cfr. H. Müller, Die Diözesankurie, en: HdbKathKR, 364-376.

la Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la liturgia, donde se considera a la parroquia como un coetus fidelium con un lugar preeminente entre las distintas comunidades que debe constituir un obispo en su diócesis; el n. 30 del Decreto Christus Dominus sobre el oficio pastoral de los obispos en la Iglesia, donde la parroquia es considerada como la determinata pars dioecesis confiada a un párroco, como uno de los principales colabora-dores del obispo; y, por último, el n. 10 del Decreto Apostolicam actuositatem sobre el apostolado de los seglares, donde se dice de ella que es un exemplum praecipuum apostolatus communitarii. La aplicación simultánea y convergente de los tres principios eclesiológicos, subyacentes en estos textos conciliares 91, permite señalar en la noción conciliar de parroquia los tres siguientes elementos constitutivos: la comunidad de los fieles, la guía de un presbítero y la relación de pertenencia a una Iglesia particular a través de la obediencia de este último a la autoridad de su obispo. Estos tres elementos constitutivos hacen de la parroquia un sujeto unitario de misión, individuado y circunscrito como comunidad eclesial particular por un cuarto elemento no constitutivo, sino exclusivamente determinativo: el territorio sobre el que está establecida esta congregatio fidelium.

En la visión eclesiológica descrita hace un momento, la colocación constitucional de la parroquia ha sido, evidentemente, relativizada, en cuanto que ésta es sólo una de las posibles formas jurídicas de las diferentes comunidades eucarísticas de una Iglesia particular. Semejante relativización de la parroquia es una obligada precisión de tipo canonístico –impuesta, no obstante, por la eclesiología conciliar de la communio– de la exigencia de tipo pastoral, subrayada ya hace muchos años por Karl Rahner, de limitar el rigor del así llamado Pfarrprinzip del antiguo Código con una justa consideración asimismo del Standesprinzip y del Freigruppenprinzip 92. Esta precisión re-presenta también una respuesta jurídica más adecuada a la evolución socio-lógica de la parroquia, que puede constituir, ciertamente, todavía la forma eclesial de una unidad de vida socio-cultural, aunque esta, normalmente, no coincide ya con la unidad territorial 93.

  1. Cfr. LG 28, 2; SC 42, 2; AA 10, 2 y su comentario en: L. Gerosa, Diritto ecclesiale e pastorale, 114-115.

  2. Cfr. K. Rahner, Reflexiones pacificas sobre el principio parroquial, en: Escritos de teología, vol. II, Madrid 1961, 295-336.

  3. Para un análisis de la evolución sociológica de la parroquia territorial, cfr. N. Greinacher, Sociologia delta parrocchia, en: AA.VV. La Chiesa locale, diocesi e parrocchia sotto inchiesta, Brescia 1973, 133-166 y en particular 133-139.

La enseñanza conciliar sobre la parroquia y sobre el párroco, aquí brevemente resumida, ha sido recibida en gran parte por el CIC. En efecto, el primer parágrafo del c. 515 dice: «La parroquia es una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del obispo diocesano, se encomienda a un párroco, como su pastor propio». Tres son los elementos constitutivos de mayor relieve del concepto jurídico de parroquia aquí expresado: la communitas christifidelium, la Ecclesia particulares en que se encuentra establemente constituida esta comunidad concreta y, por último, el párroco como su pastor proprius.

Las características específicas del primer elemento –el de la comunidad de fieles– han sido puestas de relieve en los cc. 516 § 2 y 518. El c. 516 § 2 manifiesta cómo la parroquia es sólo una de las posibles formas de organización de la pastoral diocesana. Se da aquí una clara recepción, por parte del legislador eclesiástico, de la ya señalada relativización constitucional de la parroquia, llevada a cabo por el concilio Vaticano II y confirmada por el Directorio pastoral de los obispos, en el que se ha recopilado incluso un elenco indicativo de las distintas formas organizativas de la pastoral diocesana94. No obstante, el mismo legislador eclesiástico otorga valor a la parroquia bajo otro punto de vista: esta representa, respecto a las otras formas de comunidades eucarísticas, la forma jurídica de aggregatio fidelium nacida precisamente de la específica fuerza congregante de la Eucaristía, celebrada en un determinado lugar y en un determinado ambiente socio-cultural. En este sentido, la parroquia es una comunidad eucarística de tipo institucional. La expresión stabiliter constituta del c. 515 § 1 no habría de ser interpretada sólo como acentuación de la estabilidad de la parroquia respecto al carácter provisional de la cuasiparroquia definida en el c. 516 § 1, sino más bien como indicación de la especificidad jurídica de la parroquia: ésta es la forma institucional, fija y jerárquica, de las comunidades eucarísticas de una Iglesia particular y, por eso, diferente de las formas jurídicas, variables y de origen carismático, de las comunidades eucarísticas conocidas con el nombre de asociaciones o movimientos eclesiales. Mientras que en la primera forma prevalece la fuerza congregante del sacramento –la Eucaristía celebrada en un lugar determinado o en un ambiente determinado–, en la segunda forma prevalece la fuerza congregante del carisma originario 95. El c. 518

  1. Cfr. EV, Vol 4, 1423-1425.

  2. Esta interpretación corresponde no sólo a la evolución semántica del término paroikia, sino también al desarrollo histórico de esta institución canónica; cfr. A. Longhitano, La parrocchia fra storia, teologia e diritto, en: AA.VV., La parrocchia e le sue strutture, Bologna 1987, 5-27.

precisa, además, que la parroquia, aun estando delimitada regularmente con el criterio territorial, puede estar fijada también con el criterio personal. Las razones para que una comunidad de fieles pueda ser constituida como parroquia personal pueden ser el rito, la lengua, la nacionalidad. El c. 518 no las indica de manera taxativa, dado que, como enseña el n. 174 del citado Directorio pastoral de los obispos, se puede instituir una parroquia con el criterio personal (y no territorial) incluso tomando como base la homogeneidad sociológica de los que forman parte de ella (ex unitate quadam sociali membrorum suorum) o por ser requerido objetivamente por el bien de las almas.

El segundo elemento constitutivo de la noción de parroquia que presenta el Código, esto es, el hecho de que sea una pars y no una entidad autónoma de la Iglesia particular, está mejor precisado en el aspecto eclesiológico por el c. 529 § 2, que fija normativamente la obligación del párroco de colaborar cum proprio Episcopo et cum dioecesis presbyterio, a fin de que todos los fieles se sientan miembros de la Iglesia y sean ayudados a vivir según el principio de la communio, reclamado por el c. 209 § 1 como obligación a la que cada uno de los fieles está siempre sujeto.

El principio de la communio informa asimismo el modo como la mens legislatoris concibe la función del tercer elemento constitutivo de la noción de parroquia del Código: el párroco, como su pastor peculiar. En efecto, el nuevo Código no sólo prevé, en el c. 517, la posibilidad de que la cura pastoral de una o más parroquias sea confiada in solidum a varios sacerdotes, sino que, retomando el n. 30 del Decreto conciliar Christus Dominus, otorga un contenido eclesiológicamente más rico a la figura del párroco comparada con la aséptica y formal del antiguo c. 451. Tanto el c. 519, que habla del triple munus del párroco, como el c. 528, que precisa los contenidos de la función educativa y santificadora, presentan los diferentes aspectos de la función del párroco como peculiaridades constitutivas de la communitas christifidelium que es la parroquia. Esta última aparece así como la institucionalización concreta de la comunidad de fe engendrada por el anuncio de la Palabra de Dios y por la celebración común de la eucaristía, presidida por el párroco en calidad de pastor que hace las veces de obispo.

La valorización del elemento comunitario de la parroquia, llevada a cabo por el concilio Vaticano II, ha sido concretada por el legislador eclesiástico de 1983 reconociendo a la comunidad de fieles que forma la parroquia ipso iure personalidad jurídica (c. 515 § 3). Mejor aún, más adelante manifiesta el elemento eclesiológico fundamental que está en el origen mismo de esta institución eclesial, esto es, la asamblea eucarística, que constituye el verdadero centrum congregationis fidelium paroecialis (c. 528 § 2). La parroquia, por tanto, no es por eso sólo una comunidad de fieles, organizada jerárquicamente en torno a su párroco como aquella pars de la portio Populi Dei que es la Iglesia particular, pues el mismo párroco es su pastor sólo en cuanto preside la asamblea eucarística en lugar del obispo y, como tal, debe moderar (c. 528 § 2) la participación activa de todos los fieles en la liturgia.

21.3 Los órganos institucionales de las reagrupaciones de Iglesias particulares

«Desde los primeros siglos de la Iglesia, los obispos que presidían las Iglesias particulares, movidos por la comunión de fraterna caridad y por el celo de la misión universal confiada a los Apóstoles, aunaron sus fuerzas y voluntades para promover el bien común y de las Iglesias particulares. Por esto se organizaron los sínodos, los concilios provinciales y, finalmente, los concilios plenarios. En ellos los Obispos decidieron adoptar una norma común que había que respetar en las diferentes Iglesias tanto en la enseñanza de las verdades de la fe como en la ordenación de la disciplina eclesiástica» (CD 36, 1).

Conscientes de la riqueza de esta tradición sinodal supradiocesana, los Padres del concilio Vaticano II desean que «cobre nuevo vigor» (CD 36, 2), porque «Ios obispos, como legítimos sucesores de los Apóstoles y miembros del Colegio episcopal, han de sentirse siempre unidos entre sí y mostrarse solícitos por todas las Iglesias, ya que, por institución divina y por imperativo del oficio apostólico, cada uno, juntamente con los otros obispos, es responsable de la Iglesia» (CD 6, 1).

La substancia de esta enseñanza conciliar ha sido recibida en los cc. 431-459 del CIC. En efecto, en ellos, a pesar de adoptar un orden sistemático un tanto precario 96, las reagrupaciones o familias de Iglesias particulares y los respectivos órganos de gobierno no son considerados ya, simplemente, como instituciones puestas al servicio de la autoridad eclesiástica suprema, sino como expresiones institucionales de la communio Ecclesiarum, esto es, de la relación colegial entre los obispos y de la relación de comunión entre las diversas Iglesias particulares.

96. Este juicio está confirmado tanto por las ya señaladas incertidumbres del legislador (cfr. más arriba, nota 18), corno por un atento análisis de las citadas normas, cfr. P. Krämer, Kirchenrecht, II, o.c., 130-147 y O. Stoffel en: MK, can. 431/4.

a) Provincia eclesiástica, metropolitano y concilio provincial

Entre las diferentes reagrupaciones de Iglesias particulares que, por providencia divina (LG 23, 4), se han constituido a lo largo de los siglos, corresponde una importancia particular a las antiguas Iglesias patriarcales o metropolitanas y a sus provincias eclesiásticas, las cuales «tienen una disciplina propia, unos ritos litúrgicos propios y un patrimonio teológico y espiritual» (LG 23, 4). La importancia pastoral de la provincia eclesiástica, formada por las Iglesias particulares más próximas de un determinado territorio (c. 431 § 1), ha sido subrayada por el legislador eclesiástico de una doble manera: primero, declarando que, como norma general, no habrá en adelante diócesis exentas (c. 431 § 2); segundo, estatuyendo que «la provincia eclesiástica tiene, de propio derecho, personalidad jurídica» (c. 432 § 2). Sus órganos de gobierno son el metropolitano y el concilio provincial (c. 432 § 1).

El oficio de metropolitano va anejo a una sede episcopal determinada (c. 435) y consiste en una cierta vigilancia para que se conserven diligente-mente la fe y la disciplina eclesiástica en las relaciones entre las diócesis sufragáneas (c. 436 § 1). El concilio provincial, en cambio, «tiene potestad de régimen, sobre todo legislativa» (c. 445), sobre todas «las distintas Iglesias particulares de una misma provincia» (c. 440 § 1). Se celebra «cuantas veces parezca oportuno a la mayor parte de los obispos diocesanos de la provincia» (c. 440 § 1). No puede ser convocado cuando está vacante la sede metropolitana (c. 440 § 2).

En el futuro, para una plena revalorización del oficio de metropolitano y del papel pastoral de la provincia eclesiástica —institución canónica en la que el elemento personal y el sinodal del ejercicio de la sacra potestas se integran recíprocamente de manera armónica—, podría asumir una notable importancia el c. 436 § 2, que dice: «Cuando lo requieran las circunstancias, el metropolitano puede recibir de la Santa Sede encargos y potestad peculiares, que determinará el derecho particular». A partir de esta norma se podrían encontrar, efectivamente, nuevas soluciones institucionales tan-to a los problemas pastorales planteados por la megadiócesis, que deberían ser transformadas en provincias eclesiásticas a fin de evitar, por ejemplo, que la figura del obispo diocesano quede oscurecida por una plétora de obispos auxiliares, como los planteados por el caso no menos anómalo de reagrupaciones de diócesis todas exentas 97.

97. En Suiza, por ejemplo, no existe ninguna provincia eclesiástica y las diócesis son todas exentas, cfr. O. Stoffel en: MK, can. 431/5.

b) Región eclesiástica, concilio plenario y conferencia episcopal

Junto con la antigua institución de la provincia eclesiástica, el concilio Vaticano II introduce una nueva figura jurídica, afirmando en CD 40, 3 que «donde la utilidad lo aconseje, las provincias eclesiásticas se unirán en regiones eclesiásticas, cuya ordenación ha de determinarse jurídicamente» 98. El consejo ha sido recibido por el legislador eclesiástico de 1983 en el c. 433 § 1, que prevé, de manera no obligatoria, la posibilidad de reagrupar las provincias eclesiásticas más cercanas en regiones eclesiásticas. Estas últimas, a diferencia de las provincias, no tienen ipso iure personalidad jurídica, aunque pueden adquirirla (c. 433 § 2). A pesar de que corresponde a la conferencia episcopal de un determinado país y territorio proponer a la Santa Sede la erección de una región eclesiástica, esta última —por lo menos en la normativa del Código en vigor— no constituye el contexto eclesial de la conferencia episcopal99. Este dato normativo, sugerido por el deseo de evitar la posibilidad de que los diferentes nacionalismos influyeran en las conferencias episcopales 100, debilita, por una parte, la figura jurídica de estas últimas y, por otra, abre el camino a otras anomalías institucionales 101. Ciertamente, la región eclesiástica, tal como está normativamente diseñada en el CIC, no está presidida por na-die y la asamblea de sus obispos no tiene otras potestades que las que le son concedidas de manera especial por la Santa Sede (c. 434). Desde la perspectiva eclesiológica, y sobre todo práctico-pastoral, no se ve, sin embargo, la diferencia entre esta asamblea de obispos de una misma región y la conferencia episcopal 102.

La actitud contradictoria del legislador eclesiástico frente a la nueva figura jurídica de la región eclesiástica resulta más evidente cuando se piensa que por concilio plenario se debe entender el concilio particular que reúne a todas

  1. Cfr. también CD 41 y 24, así como el n. 42 de la primera parte del MP Ecclesiae sanctae (en: AAS 58, 1966, 774-775).

  2. Lo era aún, sin embargo, en los esquemas preparatorios, cfr. Schema Pop. Dei, cc. 185, 187 y 199; Schema CIC/1980, c. 308; Schema CIC/1982, c. 443 y el comentario de P. Krämer, Kirchenrecht, 11, o.c., 133-134.

  3. Cfr. Communicationes 12 (1980), 246-254; 14 (1982), 187-188; 17 (1985), 97-98; 18 (1986), 103 y el comentario de O. Stoffel, en: MK, can. 433/1.

  4. En Italia, por ejemplo, no sólo el concepto de región eclesiástica usado en el Estatuto de la Conferencia Episcopal Italiana en el art. 47 no corresponde plenamente a la noción del Código, sino que hay hasta 4 regiones eclesiásticas (Veneto, Lombardía, Liguria y Lazio) que coinciden con una provincia eclesiástica; cfr. G. Ghirlanda, Regione ecclesiastica, en: NDDC, 897-898, aquí 898.

  5. Sobre este punto, cfr. J. Listl, Plenarkonzil und Bischofskonferenz, en: HdbKathKR, 304-324, aquí 306.

las Iglesias particulares de la misma conferencia episcopal. Más aún, debe celebrarse cada vez que le parezca necesario o útil a la misma conferencia episcopal, con la aprobación de la Santa Sede 103. Si bien esta última precisión muestra que el concilio plenario está más ligado a la Santa Sede que el concilio provincial, sin embargo su convocatoria y preparación la lleva a cabo la conferencia episcopal. La cual sustituye de hecho al concilio plenario en la organización práctica de la pastoral de una agrupación de Iglesias particulares.

La conferencia episcopal, como institución canónica propia y verdadera, es un fruto conciliar. Ya antes del concilio Vaticano II, existían un poco por todas partes conferencias episcopales, y en algunos países europeos, incluso desde el siglo XIX. De todos modos, el CIC/1917 no había fijado normas generales para su constitución ni sobre sus finalidades, aunque en los cc. 254 § 4 y 292 § 1 aludía a las asambleas episcopales. Las primeras normas de derecho universal sobre las conferencias episcopales se encuentran en el MP Ecclesiae sanctae de Pablo VI 104, después de que el concilio Vaticano II hubiera afirmado explícitamente: 1) «conviene en gran manera que en toda la tierra los obispos de la misma nación o región se agrupen en junta única» (CD 37); 2) «La conferencia episcopal es como una asamblea en la que los obispos de una nación o territorio ejercen con-juntamente su cargo pastoral para promover el mayor bien que la Iglesia procura a los hombres» (CD 38, 1); 3) «Las decisiones de la conferencia de los obispos, si han sido legítimamente tomadas y por dos tercios al me-nos de los votos de los prelados que pertenecen a la conferencia con voto deliberativo, y reconocidas por la Sede Apostólica, tendrán fuerza de obligar jurídicamente» (CD 38, 4). A pesar de que el debate doctrinal sobre el estatuto teológico y jurídico de la nueva institución canónica no se ha cerrado del todo 105, la substancia de la enseñanza conciliar sobre la conferencia episcopal ha sido recibida en los cc. 447-459. En estas normas del Código, en algunos aspectos todavía mejorable, la conferencia episcopal aparece claramente como una expresión institucional de la communio Ecclesiarum, y,

103. Para el concilio provincial, en cambio, no se requiere normalmente tal aprobación, cfr. cc. 401 § 1 y 439 § 2.

  1. Cfr. AAS 58 (1966), 692-694 y 757-785.

  2. A este respecto, cfr. sobre todo G. Feliciani, Le Conferenze Episcopali, Bologna 1974; F.J. Urrutia, Conferentiae Episcoporum et munus docendi, en: Periodica 76 (1987), 573-667; Natura e futuro delle conferenze episcopali. Atti del Colloquio di Salamanca (3-8 gennaio 1988), ed. por H. Legrand-J. Manzanares-A. García y García, Bologna 1988.

más en concreto, de la dimensión sinodal de la sacra potestas de cada obispo 105. En efecto, el legislador eclesiástico intenta evitar cuidadosamente tan-to el peligro de un ejercicio individualista de la sacra potestas por parte de cada obispo particular, lo que eliminaría su intrínseca sinodalidad, como el peligro opuesto de que la conferencia episcopal asuma tantas y tales competencias que vaciara de contenido el elemento personal de la misma sacra potestas, que cada obispo particular debe ejercitar antes que nada en su diócesis 107. Para evitar el primer peligro se fijan en el c. 381 § 1 dos límites a la sacra potestas del obispo diocesano: por una parte –ex iure divino– la autoridad del Papa; por otra –ex iure humano y en virtud del principio de la comunión– la de alii auctoritati ecclesiasticae, o sea, de la conferencia episcopal en primer lugar. Para evitar el segundo peligro, el c. 447 habla explícitamente de «algunas funciones pastorales». En consecuencia, «la conferencia episcopal puede dar decretos generales tan sólo en los casos en que así lo prescriba el derecho común o cuando así lo establezca un mandato especial de la Sede Apostólica» (c. 455 § 1). Tales decretos, para adquirir fuerza de ley deben ser además examinados por la Santa Sede (c. 455 § 2). Al hablar de recognitio, y no de approbatio 108, el legislador eclesiástico subraya indirectamente que se trata de decisiones y disposiciones cuya responsabilidad compete plenamente a la conferencia episcopal. Pero tampoco con la aprobación de la Santa Sede tenemos la constitución de un verdadero y propio ius particulare, porque ni a la región eclesiástica ni a ninguna otra forma de reagrupación de Iglesias particulares se le puede aplicar el principio conciliar del in quibus et ex quibus (LG 23, 1). Las conferencias episcopales no son instancias intermedias, pues entre la dimensión particular y la universal de la única Iglesia de Cristo non datur medium 109. También éstas, como los concilios particulares y los metropolitanos son, sin embargo, una expresión institucional –aunque diferente en la forma– del elemento sinodal constitutivo de la sacra potestas episcopal.

  1. Cfr. W. Aymans, Wesensverständnis und Zuständigkeiten der Bischofskonferenz im CIC von 1983, en: AfkKR 152 (1983), 46-61, aquí 46-48.

  2. Este juicio ha sido ampliamente documentado por P. Krämer, Kirchenrecht, II, o.c., 130-147; sobre este tema, cfr. asimismo J. Ratzinger, Natura e compito della teologia, Milano 1993, 77-81.

  3. Esta última es requerida, en cambio, por ejemplo, en el c. 242 § 1, para la introducción de una Ratio institutionis sacerdotalis, y por el c. 1246 § 2, para la abolición o el traslado de un día de precepto.

  4. E. Corecco, lus universale-lus particulare, o.c., 571.


22.
Breves consideraciones conclusivas

Las normas del Código que regulan el ejercicio de la potestad de gobierno, que, en la Iglesia, nunca es completamente separable de las potestades judicial y ejecutiva, sólo encarnan en parte el principio teológico de la recíproca inmanencia entre el elemento personal y sinodal de la sacra potestas. A este nivel son diversos los órganos institucionales que han de ser repensados en su naturaleza y reestructurados en su configuración jurídica. Este trabajo no puede prescindir de dos principios fundamentales.

En primer lugar, la naturaleza y la finalidad de estos órganos pueden ser captados en su esencia sólo dentro de una concepción del Derecho canónico como estructura intrínseca de la communio Ecclesiae et Ecclesiarum y, por consiguiente, en sus múltiples nexos con la dimensión jurídica de la Palabra de Dios, del Sacramento y del Carisma, como elementos primarios de constitución de la Iglesia.

En segundo lugar, la eventual reforma de su configuración jurídica encuentra su propio modelo-guía natural en la idea de ablatio, aplicada por Miguel Ángel a la obra del artista y por san Buenaventura a la antropología. Sólo de este modo la reforma o ablatio de los órganos institucionales de la Iglesia se convierte en la posibilidad de una nueva aggregatio, porque —como afirma justamente el Cardenal Josef Ratzinger— 110 «la Iglesia siempre tendrá necesidad de nuevas estructuras humanas de apoyo, para poder hablar y obrar en cualquier época histórica. Tales instituciones eclesiásticas, con sus configuraciones jurídicas, lejos de ser algo malo, son, por el contrario, en cierto grado, sencillamente necesarias e indispensables. Pero envejecen, corren el riesgo de presentarse como lo más esencial, y distraen así la mirada de lo que es verdaderamente esencial. Por eso deben ser cambiadas constantemente, como estructuras que se han vuelto superfluas. La reforma es siempre nuevamente una ablatio: una supresión, a fin de que se haga visible la nobilis forma, el rostro de la Esposa y junto con él también el rostro del Esposo mismo, el Señor viviente».

110. Una compagnia in cammino. La Chiesa e il suo ininterrotto rinnovamento, en: Communio 114 (1990), 91-105, aquí 96.

 

BIBLIOGRAFÍA

Aymans, W, Der Leitungsdienst des Bischofs im Hinblick auf die Teilkirche, en: AfkKR 153 (1984), 25-55.

Corecco, E., Iglesia particular e Iglesia universal en el surco de la doctrina del Concilio Vaticano II, en: Iglesia universal e Iglesias particulares (IX Simposio internacional de Teología), Pamplona 1989, 81-99.

Gerosa, L., Rechtstheologische Grundlagen der Synodalität in der Kirche. Einleitende Erwägungen, en: Jure canonico promovendo, Festschrift für H. Schmitz zum 65. Geburstag, ed. por W. Aymans-K. Th. Geringer, Regensburg 1994, 35-55.

Ghirlanda, G., El derecho de la Iglesia, misterio de comunión, Madrid 1992.

HdbKathKR = Handbuch des katholischen Kirchenrechts, ed. por J. Listl-H. Müller-H. Schmitz, Regensburg 1983.

Krämer, P., Kirchenrecht, II. Stuttgart-Berlin-Köln 1993.

Valdrini, P., Les communautés hiérarchiques et leur organisation, en: Droit canonique, bajo la dirección de P. Valdrini, Paris 1989.

 

NOTA FINAL

Al entregar a los editores el manuscrito de este manual, mi primer pensamiento de gratitud se dirige hacia mis alumnos. Su interés por mi manera de concebir la enseñanza del Derecho canónico, su curiosidad y su deseo de comprender cómo es posible entusiasmarse todavía por una disciplina teológica, aparentemente tan árida y alejada de la experiencia cotidiana de la fe cristiana, me han sostenido constantemente, sobre todo en los momentos más fatigosos de su redacción.

Cumplo, a continuación, con alegría, el deber de agradecer a quienes me han asistido en la realización técnica y práctica de este proyecto: la señora Franca Malaguerra de Osogna (Cantón Tesino), por haber preparado, con gran paciencia y precisión, el original italiano para la imprenta; a mi asistente el señor Michael Werneke de Paderborn (Alemania), por haberme ayudado en la redacción del aparato crítico.

Por último, agradezco a todos aquellos, en particular a mis familiares y al Abad Mauro Lepori de Hauterive (Francia), que de algún modo me han ayudado y asistido con atención y afecto para llevar a término esta obra.

Libero Gerosa