14. La penitencia


Tanto el nuevo Ordo paenitentiae (1973), como el Código de Derecho canónico de 1983 reafirman, por una parte, que «la confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el único modo ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia», y, por otra, que esta libre opción personal tiene una dimensión eclesial concreta, arraigada en el bautismo y que desemboca en la eucaristía 143. En efecto, la Iglesia siempre ha sido consciente de la analogía que existe entre el sacramento del bautismo y el de la penitencia, tanto que este último representa una renovata gratia del primero, en relación con el cual ha sido definido también como paenitentia secunda 144. Eso significa que el sacramento de la penitencia, del mismo modo que el del bautismo, es un acto al mismo tiempo personal y comunitario, como lo es, por otra parte, cualquier acción auténticamente eclesial y especialmente las sacramentales. Por eso han de ser ilustrados desde esta doble perspectiva sus contenidos teológicos y sus perfiles jurídicos.

14.1 La estructura teológico-jurídica del sacramento a) La enseñanza del concilio Vaticano II

La imposibilidad de escindir el elemento personal del eclesial en el sacramento de la penitencia fue puesta de manifiesto, en su significado canonístico, por Klaus Mörsdorf ya antes del concilio Vaticano II, cuando afirmó explícitamente que «la pax cum Ecclesia es la causa sacramental de la pax cum Deo»145 Los Padres conciliares hablan de este nexo, sin determinar exactamente su naturaleza: «Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a Él y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pe-

  1. Cfr. Ordo Paenitentiae n. 31 y nn. 1-2; cc. 959 y 960.

  2. Cfr. Tertuliano, De Paenitentia, 7, 10. Es particularmente sugestivo el modo en que san Ambrosio expresa el nexo entre bautismo y penitencia: «En la Iglesia no faltan ni el agua ni las lágrimas: el agua del bautismo, las lágrimas de la penitencia» (Epis. 41, 12: PL 16, 1116). Sobre el nexo entre bautismo-penitencia-eucaristía, cfr. F. Sottocornola, Penitencia (sacramento de la), en: Diccionario Teológico interdisciplinar, II, Salamanca 1982, 765-786, aquí 766. Para la historia doctrinal del sacra-mento sigue siendo fundamental la obra de B. Poschmann, Paenitentia secunda, Bonn 1940.

  3. K. Mörsdorf, Der Rechtscharakter der «iurisdictio fori interni», en: Schriften zum kanonischen Recht, dirigido por W. Aymans-K. Th. Geringer-H. Schmitz, Paderborn-München-Wien-Zürich 1989, 548-560, aquí 559.

cando, y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones» (LG 11, 2). La expresión et simul reconciliatur cum Ecclesia (substancialmente idéntica a la de PO 5, 1) contiene una verdad teológica fundamental: el pecado en la Iglesia, por más que sea una culpa personal, no es nunca un asunto privado. Cuando es grave, incide profundamente en la comunión, no sólo entre el fiel y Cristo, sino también entre cada bautiza-do y la Iglesia, porque la plena incorporación a ella –como enseña LG 14, 2–presupone la posesión de la gracia, puesta de manifiesto por la expresión conciliar qui Spiritum Christi habentes'~. Por consiguiente, «quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave [...] sin acudir antes a la confesión sacramental» (o un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes) no puede acceder –como establece el c. 916– a la comunión eucarística. Esta recíproca conexión entre el aspecto personal y el de comunión en el sacramento de la penitencia se refleja asimismo en el resto de la normativa del Código referente al mismo.

b) Las principales normas del Código

Desde el planteamiento sistemático de la materia (cc. 959-997) se intuye que el legislador eclesiástico ha recibido substancialmente la doctrina conciliar sobre el sacramento de la penitencia: tras un canon introductorio y un primer capítulo sobre las diferentes modalidades litúrgicas del sacramento de la penitencia, se dedica un capítulo eñtero (el segundo) a su valor eclesial, que aparece sobre todo en la absolución sacramental impartida por el ministro ordenado, y otro (el tercero) a las disposiciones personales que debe asumir el fiel en calidad de penitente para recibir de manera eficaz el sacramento de la penitencia. El añadido de un cuarto capítulo sobre las indulgencias no cambia la substancia del discurso.

El c. 959, que introduce la normativa del Código sobre la penitencia, dice: «En el sacramento de la penitencia los fieles que confiesan sus pecados a un ministro legítimo, arrepentidos de ellos y con propósito de enmienda, obtienen de Dios el perdón de los pecados cometidos después del bautismo, mediante la absolución dada por el mismo ministro, y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron al pecar». A pesar de la forma estilística, un tanto compleja, este canon enumera todos los elementos esenciales de la doctrina teológica sobre el sacramento de la peni-

146. Para un análisis de LG 14, 2, cfr. F. Coccopalmerio, Sacramento della penitenza e comunione della Chiesa, en: Communio 40 (1978), 54-64.

tencia: el elemento formado por las actuaciones del sacerdocio común, que expresan la necesaria colaboración personal y activa del penitente en el acto sacramental, y el elemento constituido por la absolución sacramental en el que se expresa el sacerdocio ministerial, y que representa la forma misma del sacramento.

Las partes que forman el primer elemento son: la acusación o confessio de los pecados ante un ministro legítimo, es decir, autorizado por la Iglesia según las normas concretas establecidas por el legislador eclesiástico en los cc. 965-986; la contrición o contrictio, que constituye el principio mismo de la conversión o metanoia evangélica, sólo si es al mismo tiempo «claro y decidido repudio del pecado cometido» y «propósito de no volver a cometerlo» 147; la satisfacción o satisfactio que concreta el «propósito de enmienda» en virtud de la gracia justificante, con la que el sacramento transforma el simple arrepentimiento en un gesto de amor a Cristo, según el adagio tomista: «ex attrito fit contritus» 148.

El segundo elemento, a saber: la absolución sacramental o assolutio, que puede ser impartida válidamente sólo por el presbítero investido de las facultades necesarias (c. 966), es «una especie de acción judicial» que no sólo posee «un carácter terapéutico o medicinal» 149, sino que lleva a cabo una plena re-incorporación a la communio eclesial en todas sus dimensiones, como pone de relieve el mismo canon introductorio con las alusiones al perdón de Dios y a la reconciliación con la Iglesia tras el bautismo.

14.2 Cuestiones particulares a) La absolución general

Ya la primera de las Normae pastorales sacramentum paenitentiae, emanadas el 16 de junio de 1972 de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la fe 150, afirma de modo lapidario que en la celebración del sacramento «debe ser retenida firmemente y fielmente aplicada en la práctica la doctrina del concilio de Trento», según la cual por «precepto divino» y para el «grandísimo bien de las almas» es necesario que «la confesión in-

  1. Cfr. Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, en: AAS 77 (1985), 185-275, n. 31.

  2. Cfr. por ejemplo, IV Sent. d. 22 q. 2 a. 1 sol. 3, citado por K. Rahner, Penitencia (sacra-mento de la), en: Sacramentum Mundi, V, Herder, Barcelona 1974, col. 402-429, aquí col. 422-423; cfr. asimismo cc. 959 y 987.

  3. Cfr. Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, o.c., n. 31.

  4. Cfr. AAS 64 (1972), 510-514 y EV, vol. IV, 1042-1053, aquí 1045.

dividual y completa con la absolución» siga siendo «el único medio ordinario, gracias al cual se reconcilian los fieles con Dios y con la Iglesia, a menos que no les excuse de tal confesión una imposibilidad física o moral». Esta norma ha sido tomada casi al pie de la letra tanto por el n. 31 del Ordo paenitentia, como por el c. 960. Eso significa que, en la celebración del sacramento de la penitencia, la primera forma litúrgica –es decir, la re-conciliación particular de cada penitente– «constituye el único modo normal y ordinario de la celebración sacramental, y no puede ni debe dejarse caer en desuso o ser olvidada», mientras que la tercera forma litúrgica –o sea, la reconciliación de más penitentes con la confesión y absolución general– «reviste un carácter de excepcionalidad, y no se deja, por tanto, a la libre elección, sino que está regulada por una expresa disciplina» 151.

Para disfrutar válidamente de la absolución sacramental de esta última forma, se requiere, por parte del fiel penitente, no haber incurrido en la prohibición del c. 915 y el compromiso de acceder cuanto antes a la confesión individual (c. 962 § 1), por lo menos antes de recibir otra absolución general a tenor de los cc. 963 y 989. Al ministro del sacramento, en cambio, la misma disciplina le recuerda en el c. 961 § 1 que la absolución general puede ser impartida sólo en dos casos: primero, cuando existe inminente peligro de muerte; segundo, cuando existe una grave necesidad, es decir, cuando se verifican simultáneamente dos circunstancias diferentes como la falta de un numero suficiente de confesores y la privación duran-te mucho tiempo de la gracia sacramental y de la comunión eucarística, no por culpa de los penitentes. Ese estado de necesidad, siempre según el legislador canónico, no se verifica, sin embargo, normalmente, con ocasión de solemnidades o peregrinaciones con gran afluencia de fieles. Corresponde, por tanto, al obispo diocesano (c. 961 § 2) emitir un juicio sobre si se verifican o no de modo concreto las condiciones establecidas por la ley para la absolución colectiva. La responsabilidad de este juicio ha de ser ejercida no sólo teniendo presente los criterios concordantes con los otros miembros de la conferencia episcopal, sino también respetando la advertencia concreta del Obispo de Roma: «El uso excepcional de la tercera forma de celebración no deberá llevar nunca a menor consideración, mucho menos

151. Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, o.c., n. 32. La segunda forma litúrgica: la reconciliación de más penitentes con confesión y absolución individual, aunque subraya más el aspecto comunitario del sacramento de la penitencia, ni siquiera se menciona en el c. 960, porque se equipara a la primera forma en lo que respecta a la normalidad del rito. (Reconciliatio et paenitentia, o.c., n. 32). Por consiguiente, en virtud del c. 2, es preciso referirse al Ordo paenitentiae, o.c., nn. 22-30.

al abandono, de las formas ordinarias, ni a considerar tal forma como alternativa a las otras dos; no se deja, pues, a la libertad de los pastores ni a la de los fieles elegir, entre las mencionadas formas de celebración, la que consideren más oportuna» 152. La elección versa exclusivamente sobre si se verifican o no en una determinada Iglesia particular los así llamados casos de necesidad.

A este respecto las conferencias episcopales europeas se han dividido y han creado una situación que no está clara ni a nivel normativo, ni mucho menos a nivel pastoral 153. Cabe preguntarse, pues, si frente al rápido de-crecimiento de las confesiones individuales las Conferencias episcopales suiza y austriaca, al reconocer en su territorio la posibilidad de que se tenga presente en vísperas de grandes fiestas el estado de necesidad previsto por el c. 961, no hayan cedido en el fondo a la tentación de hacer frente a esta grave situación intentando asegurar el mayor valor sacramental posible a toda forma de celebración penitencial y, con ello, no hayan recaído en el viejo modelo pastoral de la sacramentalización, considerado hoy además como inadecuado para una auténtica labor de evangelización 154.

b) La facultad de recibir las confesiones de los fieles

La nueva normativa del Código sobre la administración válida del sacra-mento de la penitencia (cc. 965-986) ha sido cambiada y simplificada notablemente respecto al Código de 1917. Toda ella se apoya en dos pilares: el c. 966 sobre la necesidad ad validitatem de las denominadas facultades para recibir habitualmente las confesiones de los fieles, y el c. 967 § 2 sobre la posibilidad de ejercerlas ubique terrarum i55. Con estas dos normas la administración válida del sacramento de la penitencia queda anclada todavía más claramente en el sacramento del orden, aunque la facultad de recibir las confesiones no es conferida con la ordenación sacerdotal. En efecto, con arreglo al c. 966 § 2, ésta se confiere ipso iure o bien por concesión de la autoridad competente. De acuerdo con la enseñanza conciliar sobre la unidad de la sacra potestas, el c. 966 § 1 presupone que el presbítero ha recibido con

  1. Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, a.c., n. 33. -

  2. Para un análisis detallado de esta compleja situación jurídico-pastoral, cfr. L. Gerosa, Diritto ecclesiale e pastorale, Torino 1991, 176-180.

  3. Cfr. Cf. Von Schönborn, Sacramento della penitenza, celebrazioni penitenziali ed evangelizzazione, en: Communio 40 (1978), 65-77, aquí 71.

  4. Para una presentación clara y concisa de esta normativa del Código, cfr. L. Mistó, II libro IV: La fumzione di santificare nella Chiesa, en: II nuovo Codice di diritto canonico. Studi, Torino 1985, 165-193, aquí 185-188.

la ordenación sacerdotal todos los munera -y, por consiguiente, también el munus de perdonar los pecados— de que consta la sacra potestas, pero precisa al mismo tiempo que, para ejercer válidamente este munus 156, necesita recibir la facultas para ejercerlo. Con otras palabras, esta facultad no es algo que se añade desde el exterior a la potestad sagrada otorgada por el sacramento del orden, sino simplemente la capacidad para ejercer válida-mente esta sagrada potestad al servicio de la edificación de la comunión eclesial 157.

Esta interpretación del c. 966, basada en el hecho de que el concilio Vaticano II no hace nunca referencia a la distinción tradicional entre potestas ordinis y potestas iurisdictionis, ha sido confirmada asimismo por la dis-posición, absolutamente nueva, del c. 967 § 2, según la cual los presbíteros que gozan de la «facultad habitual de oír confesiones tanto por razón del oficio como por concesión del Ordinario del lugar de incardinación o del lugar en que tienen su domicilio, pueden ejercer la misma facultad en cualquier parte». Por último, tanto el c. 976 (según el cual todo sacerdote, aun-que esté privado de la facultad de recibir confesiones, absuelve válida y lícitamente a todos los penitentes que se encuentran en peligro de muerte), como el c. 144 § 2 (que aplica explícitamente a esta materia el principio supplet Ecclesia), permiten concluir que nada se oponía desde el punto de vista teológico a que el Código hubiera acentuado de una forma más explícita el estrecho nexo existente entre ordenación sacerdotal y administración del sacramento de la penitencia 158.

c) Sigilo sacramental y otros deberes del confesor

El c. 983 distingue el sigilo sacramental de la obligación del secreto de confesión. El primero es inviolable y prohíbe al confesor traicionar, incluso parcialmente, al penitente de palabra o de cualquier otro modo, y por ningún motivo; el segundo es la obligación a que está sujeto el eventual intérprete así como todos aquellos que, de cualquier manera, hubieran tenido conocimiento de los pecados por medio de la confesión. Para la violación directa del sigilo sacramental prevé el c. 1388 § 1 la excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica; para la violación indirecta del sigilo sacramental, así como cualquier violación del secreto de confesión, el

  1. La legitimidad de esta precisión se funda en el c. 841.

  2. Cfr. H. Müller, Die Ausübung der geistlichen Vollmacht im Sakrament der Versöhnung, en: Erfahrungen mit dem Busssakrament, ed. por K. Baumgartner, Bd. II München 1979, 432-445, aquí 440.

  3. Éste es el juicio con que concluye P. Krämer, Kirchenrecht, I, o.c., 92.

mismo canon prevé la posibilidad de aplicar una sanción canónica ferendae sententiae, sin excluir la excomunión.

Además de esta obligación fundamental, el confesor está sujeto asimismo a toda una serie de obligaciones jurídico-pastorales enumeradas en los cc. 978-982 y 984-986. Entre ellas, poseen una importancia particular, a la luz de cuanto se dice sobre el derecho a los sacramentos y sobre la tutela de los derechos del christifidelis, tanto el c. 980 como el c. 984. El primero afirma que si el confesor no tiene duda sobre la disposición del penitente y este pide la absolución, esta última no puede serle diferida, ni mucho menos negada. El segundo, en cambio, afirma que al confesor, y en particular a quien esté constituido en autoridad, le está absolutamente prohibido el uso del conocimiento adquirido por la confesión con daño del penitente, incluso cuando esté excluido cualquier peligro de violación del secreto de confesión.

14.3 Penitencia y sanciones canónicas

Desde el concilio de Trento en adelante se ha ido afirmando cada vez más en el derecho de la Iglesia la distinción entre forum externum y forum internum, desconocida tanto para los jurisconsultos romanos como para los civilistas modernos. Es hija de la distinción entre forum poenitentiale y forum iudiciale, con que la canonística clásica acostumbraba a denominar la distinción entre la disciplina canónica penitencial y el derecho procesal. Por desgracia, en la época moderna el fuero interno ha sido erróneamente reducido al forum conscientiae y, en consecuencia, el binomio fuero externo y fuero interno ha sido identificado con el de derecho y moral. La conciencia, sin embargo, como ámbito de la relación directa de cada persona con Dios, no puede ser nunca confundida con el fuero interno, que representa simplemente una modalidad, diferente a la del fuero externo, con que la autoridad eclesiástica ejerce su sacra potestas. Esta última vincula siempre a la conciencia tanto si obra en el fuero externo como en el interno y, por consiguiente, ambos fueros no pueden ser separados entre sí, tanto más por el hecho de que ambos, y no sólo el fuero externo, son de naturaleza jurídica 159.

159. A este respecto, cfr. K. Mörsdorf, Der Kirchenbann im Lichte der Unterscheidung zwischen dutvrem und innerem Bereich, en: Idem, Schriften zum kanonischen Recht, edit. por W. Aymans-K. Th. Geringer-H. Schmitz, Paderborn-München-Wien-Zürich 1989, 864-876, sobre todo p. 875.

De modo análogo, como fácilmente se deduce de la antigua disciplina de la penitencia pública, el sacramento de la penitencia y el sistema de sanciones canónicas, aun siendo dos realidades distintas, no están separadas, sino que tienen diversos puntos de contacto y, por tanto, comunes: por una parte, en la Iglesia todo delito presupone una culpa grave, que como tal remite siempre al sacramento de la penitencia; por otra, la sanción canónica en que incurre el delincuente –en determinadas condiciones– puede ser perdonada también en el fuero interno sacramental y, por consiguiente, durante el acto de la confesión. Esta posibilidad no es en modo alguno un hecho anómalo en la Iglesia y, en cierto modo, revela la naturaleza peculiar de las sanciones canónicas. Por consiguiente, es legítimo apoyarse en ella para captar el significado eclesial de todo el sistema de las sanciones canónicas.

a) Sacramento de la penitencia y remisión de una sanción canónica

Una sanción canónica puede cesar por la muerte del reo o simplemente por el hecho de que se ha cumplido el tiempo determinado para el que ha sido irrogada. Más a menudo, cesa mediante la remisión en el fuero externo por parte de la autoridad competente, o bien a través de la dispensa, si se trata de sanciones de tipo disciplinar (c. 1336), o bien a través de la absolución, si se trata de sanciones medicinales. En lo que se refiere a estas últimas la absolución tiene lugar a menudo en el fuero interno y entonces no es un acto de gracia, sino un acto jurídico, debido por ley al reo que cesa en la contumacia y, por tanto, está verdaderamente arrepentido (c. 1358 § 1). En todo caso, el c. 1354 enuncia tres principios generales para la remisión de una sanción canónica: 1) todos los que pueden dispensar de una ley o eximir de un precepto pueden remitir también una sanción canónica; 2) la ley o el precepto que constituyen una sanción canónica pueden otorgar asimismo a otros la potestad de remitirla; 3) si la Sede Apostólica se ha reservado a sí misma o a otros la remisión de una sanción canónica, la reserva debe ser interpretada en sentido estricto 160. Sobre la base de estos principios, el Código de Derecho Canónico no sólo otorga amplias facultades para remitir en el fuero externo una sanción canónica incluso a quien no es autor de la ley o del precepto161, sino que extiende también esta posibilidad

  1. Por ley hay cinco excomuniones reservadas a la Santa Sede: la relativa a la profanación de las especies eucarísticas (c. 1367); la relativa a quien ejerce violencia física contra el Romano Pontífice (c. 1370); la destinada a una consagración episcopal sin mandato (c. 1382); la relativa a la violación del sigilo sacramental (c. 1388) y, por último, la prevista por la absolución del cómplice (c. 1378 § 2). Sobre todo este tema, cfr. V. De Paolis, Cessazione della pena, en: NDDC, 147-152.

  2. Cfr. cc. 1355-1356.

a quien, aun sin tener facultades particulares, puede, no obstante, en determinadas condiciones, remitir una sanción canónica en el fuero interno.

En efecto, no son pocos los casos en que una sanción canónica, y sobre todo una excomunión o un entredicho, puede ser remitidos en el fuero in-terno por razones pastorales. Estos pueden ser resumidos de este modo: 1) una sanción canónica latae sententiae, no declarada y no reservada a la Sede Apostólica, puede ser remitida por cualquier obispo o por el canónigo penitenciario en el acto de la confesión sacramental (cc. 1355 y 508); 2) en hospitales, en cárceles y viajes por mar el capellán tiene facultades análogas (c. 566 § 2); 3) en casus urgentior, es decir, cuando al penitente le resulta duro permanecer en estado de pecado grave durante el tiempo necesario para que provea el superior competente, cualquier confesor puede absolver en el fuero interno sacramental de una sanción canónica latae sententiae (excluida la suspensión), si esta no está ni declarada ni reservada (c. 1357 § 1); al conceder la remisión, el confesor ha de imponer al penitente la obligación de presentarse en el plazo de un mes, bajo pena de reincidencia, al superior competente o a un sacerdote que tenga esa facultad (c. 1357 § 2); 4) en peligro de muerte, todo sacerdote, aunque esté privado de las faculta-des de recibir la confesión, absuelve válida y lícitamente de cualquier sanción canónica (c. 976). Al ser estos los elementos esenciales de la normativa del Código referente a la remisión de una sanción canónica, no resulta difícil intuir la naturaleza absolutamente particular de la misma y sobre todo de la excomunión, sanción-tipo de la Iglesia desde siempre.

b) Naturaleza y aplicabilidad de las sanciones canónicas

El libro sexto del CIC tiene como título De sanctionibus in Ecclesia (cc. 1311-1399), como para indicar que en la Iglesia no hay penas verdaderas y propias, sino sólo sanciones. Veremos, más adelante, la diferencia entre estas dos nociones, pero aquí es preciso recordar inmediatamente que el Código de Derecho Canónico habla aún de penas. El c. 1312 las distingue en tres categorías fundamentales: las censuras (cc. 1331-1335), las penas expiatorias (cc. 1336-1338) y los remedios penales o penitencias (cc. 1339-1340). Las primeras, conocidas también como penas medicinales, tienen como fin directo la corrección o enmienda del delincuente; las segundas, anteriormente llamadas vindicativas, tienden, en cambio, directamente a la reparación del daño ocasionado a la comunidad y sólo indirectamente a la conversión del delincuente; las terceras constituyen un instrumento bien para prevenir eventuales delitos o bien para aplicar adecuadamente en la pastoral las dos primeras categorías de sanciones canónicas. Precisamente a nivel de la aplicabilidad de estas sanciones es preciso tener presente lo que sigue.

En el Derecho canónico, el criterio último para establecer la aplicabilidad de una norma lo proporciona la capacidad de esta última para expresar, de modo transparente, la peculiaridad del ordenamiento jurídico eclesial que, como ya hemos visto en el capítulo primero, no es generado por el dinamismo natural de la convivencia humana, sino por el específico de la gracia, cognoscible únicamente a través de la fe. La pregunta sobre la aplicabilidad de las sanciones penales establecidas por el nuevo Código remite, pues, a otra más general, aparecida en toda su radicalidad en el interior de los conflictos y de las tensiones del proceso de renovación eclesial iniciado por el concilio Vaticano II, sobre la coherencia de la Iglesia con su propia estructura sacramental, y su propia misión de salvación, cuando inflige penas a quien desobedece las leyes canónicas.

Con otras palabras, el De sanctionibus in Ecclesia será tanto más aplicable en la actual realidad eclesial, cuanto más haya tenido presente el legislador eclesiástico, en la elaboración de esta nueva normativa del Código, que la fuerza impresa por el Concilio al axioma «credere non potest horno, nisi volens» (DH 10) ha sido tal, que muchos teólogos y obispos se han sentido en la obligación de pedir no sólo una revisión, sino una reducción drástica, y hasta la abrogación, del derecho penal canónico 162.

Si comparamos la normativa del CIC sobre la excomunión con la noción de pena del Código, expresada por el De sanctionibus in Ecclesia, se hace difícil ocultar su divergencia profunda y, en consecuencia, la ambigüedad de la respuesta del legislador eclesiástico a la petición insistente de volver transparente el significado eclesiológico de la presencia de sanciones penales en el ordenamiento jurídico de la Iglesia, a fin de evitar hacer insalvable la divergencia siempre latente entre derecho y sacramento 163.

Por una parte, el nuevo CIC conmina siempre la excomunión como sanción latae sententiae, excepto en dos casos: donde está prevista como po-

  1. Sobre este tema fueron numerosas las intervenciones de los obispos en el Sínodo de 1967. Cfr. G. Caprile, ¡1 Sinodo del Vescovi. I. Assemblea generale (29.9 - 19.10.1967), Roma 1968, 87-139.

  2. Éste es el contenido principal del voto expresado por el Comité especial de la Sociedad de Derecho canónico de América, presentado a la Santa Sede junto con las respuestas oficiales del Comité de obispos americanos para asuntos canónicos; cfr. J. Provest, Reacciones ante el esquema del nuevo derecho penal, en: Concilium 107 (1975), 123-129. Sobre toda la cuestión, cfr. también: L. Gerosa, Derecho penal y realidad eclesial. Sanciones penales en el nuevo Código, en: Concilium 205 (1986), 379-388.

sible agravante, tras el entredicho y la suspensión también infligidos latae sententiae (c. 1378 § 3), y cuando el delito real es más grave que el caso previsto (c. 1388 § 2). En rigor, también en estos casos podría sancionarse la excomunión latae sententiae y luego, dada la gravedad de ambos delitos, la autoridad competente debería declarar la misma mediante decreto o sentencia. De este modo, el legislador eclesiástico, en conformidad con el principio según el cual la certeza jurídica, en el Derecho canónico, no puede prevalecer nunca sobre la verdad objetiva y teológica, indica, aunque solo indirectamente, que la institución canónica de la excommunicatio es, por su propia naturaleza, una mera declaratio. Prueba ulterior de ello es el hecho de que la excomunión latae sententiae se mantiene también en los casos de los así llamados delitos de apostasía, herejía y cisma, poniendo de manifiesto los fundamentos teológicos de la naturaleza declarativa de la excomunión. Esta no es un mal infligido por la voluntad de la autoridad eclesiástica, sino la constatación de un hecho: el de la no comunión, en la que se sitúa el fiel con su actitud antieclesial. También Juan Pablo II se expresó en este sentido en su primer discurso a la Rota: «... la pena conmina-da por la autoridad eclesiástica (pero que en realidad es el reconocimiento de una situación en que se ha colocado el mismo sujeto) ha de ser considerada... como instrumento de comunión» 164. La autoridad eclesiástica no constituye, en suma, la situación de ruptura de la communio, sino que la constata y, eventualmente, la declara, a fin de que aflore en la conciencia del fiel y en la de toda la Iglesia.

Por otra parte, la noción de pena canónica subyacente en el nuevo CIC es substancialmente idéntica a la del De delictis et poenis de 1917, como fácilmente puede deducirse de los cc. 1311, 1312, 1341 y 1399. En particular, el c. 1341, donde maxime perfusus es el espíritu que informa toda la disciplina del Código sobre las sanciones canónicas, in recto invita al Ordinario a infligir o a declarar una pena canónica sólo después de haber constatado el fracaso de todas las otras vías dictadas por la solicitud pastoral, mientras que oblique afirma que la reparatio scandalum, la restitutio iustitiae y la emendatio rei constituyen los fines de toda pena eclesiástica; exactamente como en el CIC de 1917, donde el legislador había hecho suyas las teorías penales mixtas (y en particular la de la tutela jurídica) elaboradas sobre todo por los penalistas católicos a finales del siglo XIX e integradas después de modo sistemático en la legislación canónica por los cultivado-

164. AAS 71 (1979), 422-427.

res del IPE 165. Pero semejante concepción de pena ¿es verdaderamente aplicable a la excommunicatio, considerada por el nuevo CIC como mera declaratio?

La respuesta sólo puede ser negativa, si consideramos que el efecto principal de la excomunión consiste en la prohibición que se hace al excomulgado de acceder libremente al sacramento de la penitencia. En efecto, la necesidad de obtener primero en el fuero externo la legítima absolución de la excomunión no es una verdadera y propia retributio. Su finalidad no es ni siquiera la reparatio scandali o la restitutio iustitia, sino más bien la tutela de la communio por medio de la plena enmienda del fiel, para el que tal prohibición constituye un motivo de dificultad mayor, que hace más creíble su deseo de reconciliación con la Iglesia. Más aún, precisamente este carácter medicinal no califica la prohibición como effectum penale de la excomunión, sino más bien como una aggravatio paenitentiae, o sea, una penitencia anticipada, de modo análogo a cuanto tenía lugar antes de la separación entre sacramento de la confesión y derecho penal canónico.

Una hipótesis de este tipo no resulta aventurada, si la consideramos to-mando como clave de lectura del De sanctionibus in Ecclesia el c. 1344, según el cual el juez eclesiástico, incluso cuando la ley emplea términos preceptivos, puede sustituir una sanción canónica por una paenitentia, que, formalmente, no forma parte de las poenae strictae dictae. Además, ésta es legítima tanto desde el punto de vista histórico como desde el punto de vista sistemático, resultando evidente el paralelismo fundamental existente entre la obligación jurídica eclesiástica de demandar la legítima absolución de la excomunión y la necesidad, de orden dogmático, de acercarse al sacramento de la penitencia, cuando el fiel, consciente de haber cometido un pecado grave, desee volver a la plena comunión con Dios y con la Iglesia. Final-mente, tal hipótesis está confirmada por el hecho de que, como se ha visto en el parágrafo precedente, el CIC ha aumentado las extraordinarias circumstantias en las que el reo penitente puede evitar, aun no encontrándose en peligro de muerte, el recurso al Superior competente y recibir en el fuero interno sacramental la absolución de una sanción canónica latae sententiae.

Esta última observación pone sobre el tapete el hecho de que, al ser el juicio en que consiste la excommunicatio de naturaleza declarativa, el establecimiento de la comunión plena depende ante todo de la libre voluntad

165. Para un amplio análisis del papel de estas teorías penales en el CIC/1917, cfr. L. Gerosa, La scomunica una pecar? Saggio per una fondazione teologica del diritto penale canonico, Fribourg 1984, 192-213.

del excomulgado. En efecto, en el mismo momento en que el excomulga-do cesa en la contumacia goza del denominado ius absolutionis y no puede serle negada la remissio poenae (consistente en otro juicio de tipo declarativo que abre el camino a la plena reconciliación con Dios y con la Iglesia, efectuada por la absolución sacramental) por la legítima autoridad eclesiástica (c. 1358 § 1).

La excomunión, sanción-tipo del ordenamiento jurídico de la Iglesia, está, por tanto, muy lejos del concepto de pena del Código, expresada en particular por el c. 1341. Al estar basada en un juicio declarativo, puede ser considerada aún menos como un deber ser, como una necesidad jurídico-moral análoga a la pena estatal. Más aún, al mantener en vigor la excomunión latae sententiae, de origen peculiarmente eclesial, el CIC pone de manifiesto la naturaleza substancialmente declarativa, así como el carácter medicinal de su efecto jurídico principal, y con ello pone de relieve como este tipo de sanción canónica no corresponde a la noción jurídica de pena. Del mismo modo, las otras censuras eclesiásticas, el entredicho y la suspensión, al deber ser remitidas en cuanto el delincuente cese en la contumacia (c. 1358 § 1), tampoco son penas. Un tanto diferente es el discurso sobre la naturaleza de las así llamadas poenae expiatoriae, que, no obstante, a diferencia de la excomunicatio, podrían incluso no existir. Estas, por una parte, pueden ser aplicadas por vía administrativa y, por otra, pueden ser remitidas a través de una dispensatio 166. Además, por dos motivos al menos podrían ser consideradas como medidas disciplinares sui generis. En efecto, en primer lugar, no tienen influencia directa alguna en la recepción de los sacramentos, sino únicamente en su administración y, por eso, se aplican normal-mente sólo a clérigos, religiosos, laicos que ejercen un ministerio eclesial particular. En segundo lugar, estas prohibiciones o privaciones, enumeradas por el c. 1336 § 1, podrían ser aplicadas por la autoridad eclesiástica única-mente sobre la base de la constatación -de segura relevancia pastoral- de la no idoneidad del sujeto para asumir o continuar llevando a cabo las obligaciones ligadas a un determinado ministerio eclesial 167.

En conclusión, las tres censuras (excomunión, entredicho, suspensión) y las sanciones de tipo disciplinar del c. 1336 forman juntas un sistema de sanciones canónicas que no puede ser definido ni como verdadero y propio derecho penal, ni como ordenamiento exclusivamente disciplinar.

  1. Cfr. A. Arza, De poenis infligendis via administrativa, en: Questioni attuali di diritto canonico, Roma 1955, 457-476; cfr. asimismo c. 1342.

  2. A este respecto, cfr. L. Gerosa, Diritto ecclesiale e pastorale, o-c., 191-192.

La equidistancia de los dos polos extremos, penal y disciplinar, impuesta por la naturaleza teológica peculiar de la excomunión, garantiza una originalidad específica a todo el sistema sancionador de la Iglesia. Este sistema debe ser considerado por lo que es de hecho, a la luz de la propia e imprescindible relación con el sacramento de la penitencia: un sistema de sanciones canónicas o penitencias de carácter pastoral-disciplinar.

14.4 Los procedimientos para la declaración o irrogación de una sanción canónica

La parte IV del libro séptimo De processibus lleva como título De processu poenali (cc. 1717-1731) en el CIC. La normativa correspondiente en el CCEO lleva como título De procedura in poenis irrogandis (cc. 1468-1487), como si quisiera subrayar una separación más clara con respecto al procedimiento contencioso, que, como hemos visto en el § 9.2, debería ser aplicado lo menos posible en la Iglesia, por ser difícil conciliar el strepitus iuris con las exigencias de la pastoral. La naturaleza peculiar de las sanciones canónicas y una mayor atención al carácter punitivo quoad modum de un verdadero y propio proceso penal impondrían el uso de términos más adecuados, como, por ejemplo, los propuestos en el título de este parágrafo. Con el término común de procedimientos canónicos serían designados tanto el procedimiento administrativo como el proceso judicial para la declaración o irrogación de una sanción canónica. Lamentablemente, nada de esto está puesto de relieve ni siquiera en el orden sistemático adoptado por el legislador del Código de 1983. Efectivamente, los 15 cánones dedicados a la materia están reagrupados en los siguientes tres capítulos: el primero De la investigación previa (cc. 1717-1719), el segundo Del desarrollo del proceso (cc. 1720-1728) y el tercero De la acción para el resarcimiento de daños (cc. 1729-1731).

La institución canónica tratada en el último capítulo es una acción contenciosa y, como tal, no sólo no forma parte integrante del proceso penal, sino que el juicio sobre la misma no considera la eventual declaración o irrogación de la sanción canónica. Por consiguiente, esta puede ser resuelta fuera de la vía procesal ex bono et aequo (c. 1718 § 4), o bien diferida por el juez hasta después de que haya dictado la sentencia definitiva (c. 1730 § 1), a fin de evitar excesivas dilaciones. La investigación previa, sin embargo, desarrolla un papel decisivo en orden a la posible declaración o irrogación de una sanción canónica, sobre todo porque debe proporcionar al juez las indicaciones necesarias acerca del procedimiento a seguir: judicial o administrativo. Estos últimos son regulados después, aunque por des-gracia no en un orden sistemático suficientemente preciso, por el segundo capítulo (cc. 1720-1728).

a) La investigación previa y la elección de la vía judicial o la administrativa

Esta elección debe ser realizada por el ordinario al final de la investigación previa, común a ambos procedimientos para la declaración o irrogación de una sanción canónica, y que, por consiguiente, puede ser considerada como una institución jurídica autónoma, con naturaleza y finalidad propias. Su conclusión representa el verdadero punto crítico del proceso penal canónico y pone en juego hasta la credibilidad pastoral de todo el derecho procesal de la Iglesia. Así pues, vale la pena estudiar por separado las normas del Código que la regulan.

Se trata de los cc. 1717-1719, que constituyen la respuesta normativa a las exigencias pastorales planteadas por el c. 1341, que invita al ordinario a promover uno de los dos procedimientos establecidos para la declaración o irrogación de una sanción canónica sólo después de haber constatado el fracaso de la corrección fraterna y de las otras vías de la so-licitud pastoral. Las normas contenidas en estos tres cánones consideran substancialmente tres temas: 1) los hechos (noticia del delito y denuncia) que preceden a la investigación; 2) el objeto y los sujetos de la investigación; 3) las diversas fases de la investigación previa. Su tratamiento normativo está informado por los dos principios fundamentales siguientes: la discrecionalidad del que conduce la investigación y la tutela de los derechos del fiel sospechoso. Ambos principios informan las finalidades de la investigación previa, como subraya la expresión cauce inquirat del c. 1717 § 1. Estas finalidades pueden ser resumidas así: «La investigación está dirigida a proporcionar al ordinario la información necesaria para la averiguación de la verdad sobre los hechos cometidos y sobre su autor, esto es, si la noticia sobre la comisión del delito tiene o no fundamento, y poder decidir de este modo las medidas a tomar» 168. Dicho de otro modo, si bien el objeto de la investigación es triple (hechos, circunstancias e imputabilidad), su finalidad última es única: informar al ordinario sobre la

168. J. Sanchis, L'indagine previa al processo penale (cann. 1717-1719), en: l procedimenti speciali nel diritto canonico, Cittä del Vaticano 1992, 233-266, aquí 241.

existencia cierta de un delito. En efecto, este último ha sido cometido de modo cierto sólo si están documentados simultáneamente sus tres elementos constitutivos, a saber: 1) la constatación cierta de los hechos que configuran una violación externa de las normas amparadas por una sanción canónica (c. 1321); 2) la ausencia de circunstancias que eliminen la imputabilidad o el carácter punible de tal violación (cc. 1322-1327); 3) la existencia de una imputabilidad grave (c. 1321 § 1). Al final de la investigación previa, en conformidad con el c. 1718, debe decidir el ordinario sobre un triple objeto: si existen los elementos para iniciar un proceso en orden a la declaración o irrogación de una sanción canónica; si es oportuno iniciarlo, sobre la base del c. 1341, y, por último, si se debe poner en marcha la vía judicial o la administrativa. En sus dos formas, este proceso tiene como fin próximo e inmediato la declaración o irrogación de la sanción canónica, para lo cual no se puede prescindir de examinar asimismo la culpabilidad del fiel sospechoso.

En la elección de la vía judicial o administrativa, a tenor del ya citado c. 1718 § 1, 3° parece que el ordinario es completamente libre y que su elección está sometida sólo a pocas restricciones. Sin embargo, ese canon –como ha sido subrayado justamente por diferentes autores–169 ha de ser interpretado a la luz de las disposiciones del c. 1342. Ahora bien el § 2 de este último canon dice: «No se pueden imponer o declarar por decreto penas perpetuas, ni tampoco aquellas otras que la ley o precepto que las establece prohíba aplicar mediante decreto» 170. El § 1 del mismo canon precisa además los criterios para la elección de uno u otro procedimiento en los restantes casos: «Cuando por justas causas no sea posible hacer un proceso judicial, la pena puede imponerse o declararse por decreto extra-judicial».

Dentro de estas coordenadas fundamentales, fijadas por el legislador eclesiástico, la libertad de elección o discrecionalidad del ordinario sigue siendo verdaderamente grande. Más aún, de un atento análisis del tenor del c. 1342 y de la historia de su redacción se podría deducir que el radio de acción de esta discrecionalidad es aún mayor, porque la tan traída opción preferencial del legislador eclesiástico por el procedimiento judicial en la aplicación del cualquier tipo de sanción canónica se presenta como más teórica

  1. Cfr., por ejemplo, J. Sanchis, L'indagine previa, o.c., 260; V. De Paolis, Processo penale, en: NDDC, 850-864, aquí 856-857; K. Lüdicke, Strafverfahren, en: MK, 1718/3 y 4.

  2. Esto vale, por ejemplo, para la declaración o irrogación de una excomunión, porque la aplicación de esta sanción canónica está reservada a un tribunal colegial de tres jueces (c. 1425 § 1, 2°).

que práctica 171. En efecto, aunque la propuesta de equiparar ambas vías no ha sido formalmente aceptada por el Coetus studiorum 172, considerando la historia de la redacción de este canon, el mismo De Paolis afirma: «El principio general del c. 1342 § 1 es fruto de una larga y fatigosa elaboración. La intención inicial era clarísima: favorecer el proceso judicial respecto al administrativo. Sin embargo, en las sucesivas elaboraciones esa intención se fue debilitando cada vez más, hasta quedar apenas perceptible por la misma formulación. La primera redacción hablaba de que debían existir causae graves para abandonar la vía del proceso judicial en favor del administrativo, y además se requerían probationes de delicto evidentes» 173 La larga discusión producida en el Coetus ha conducido, no obstante, a una redacción final bien diferente, porque «... el texto final en el lugar de graves causae dice sólo iustae causae y la frase et probationes de delicto evidens sint ha desaparecido del todo» 174. Más aún, para los remedios penales y las penitencias ni siquiera son necesarias las justas causas, y, en consecuencia, la preferencia por la vía judicial en la aplicación de una sanción canónica puede ser considerada verdaderamente sólo teórica o, en cualquier caso, reducida a términos mínimos.

Esta conclusión encuentra una doble confirmación. En primer lugar, corresponde al deseo del legislador eclesiástico de obrar de modo que el nuevo sistema de sanciones canónicas «... sea verdaderamente aplicable, a través un procedimiento eficaz y constituya, en consecuencia, un instrumento pastoral útil para el bien del Pueblo de Dios» 175. En segundo lugar, esta conclusión ha sido confirmada por el resultado, bastante sorprendente, que se desprende de la comparación de las normativas del Código referentes a las dos vías de procedimiento: la judicial y la administrativa 176.

b) La base común de ambos procedimientos

El proceso judicial penal, en conformidad con el c. 1728, se desarrolla según las normas de los Juicios en general (cc. 1400-1500) y del Juicio

  1. Que el legislador prefiera el procedimiento judicial sobre el administrativo es opinión común de la doctrina según Sanchis, que en la nota 65 (cfr. L'hulagine previa, o.c., 261) cita a los siguientes autores: E Coccopalmerio, E Nigro, J. Arias, V. De Paolis, A. Maizoa, G. Di Maffia. Con todo, esta preferencia no está confirmada explícitamente en el Código, ni mucho menos en la práctica.

  2. Cfr. Communicationes 9 (1977), 161-162.

  3. V. De Paolis, Processo penale, o.c., 856.

  4. Ibid., 857.

  5. J. Sanchis, L'indagine previa, o.c., 263 nota 73.

  6. Para un estudio en profundidad de esta comparación, aquí sólo resumida, cfr. L. Gerosa, Exkommunikation und freier Glaubensgehorsam. Theologische Erwägungen zur Grundlegung und Anwendbarkeit der kanonischen Sanktionen, Paderborn 1995.

contencioso ordinario (cc. 1501-1655), a menos que se oponga a ello la naturaleza de la cosa misma o cualquier ley referente al bien público de la Iglesia. A estas normas debemos atenernos para todo lo que se refiere al libelo, la citación, la impugnación de un litigio, la instrucción de la causa, la conclusión, el debate y la sentencia. Entre ellas tienen una particular importancia las que regulan ex professo la función del promotor de justicia (cc. 1430-1437), en cuanto que las causas penales miran al bien público. Y, de hecho, el c. 1721 prevé que el Ordinario transmita los hechos al promotor de justicia, el cual tiene la obligación de promover la acción penal, presentando el libelo de acusación al juez.

Otra norma específica del proceso penal judicial está representada por el c. 1723, que no sólo garantiza al acusado la legítima defensa, sino que prevé para él la defensa técnica, o sea, el abogado. Además, el acusado, que no está obligado a confesar el propio delito (c. 1728), tiene siempre derecho a escribir o hablar en último término, bien personalmente o bien por su delegado o procurados (c. 1725), y ello contra lo que prescribe el c. 1603 § 3, al ser en las causas penales el promotor de justicia parte en la causa, en cuanto titular de la acusación pública.

Finalmente, al no ser el fin último del proceso judicial penal la punición del acusado, sino el de tutelar la comunión eclesial a través de la eventual declaración o irrogación de una sanción canónica, las normas del Código relativas a la declaración de inocencia (c. 1726), en cualquier fase del pro-ceso, y a la posibilidad de renuncia al mismo (c. 1724), adquieren una importancia particular. Ambas normas, como subraya el verbo debet usado por el legislador eclesiástico, tienen como finalidad proteger la fama y el buen nombre del acusado. Los derechos de este último ¿son igualmente tutelados por las normas que regulan el procedimiento administrativo para la declaración o irrogación de una sanción canónica?

Una vez elegido –en conformidad con el c. 1718 § 1, 3°– proceder por vía administrativa, el ordinario no puede hacerlo arbitrariamente, porque también en este caso se trata de un procedimiento canónico, es decir, de una serie de actos formales y necesarios previos al pronunciamiento de un juicio, trámite, decreto o sentencia. Dicho de otro modo, también el procedimiento administrativo tiene perfiles jurídico-formales precisos, que lo hacen muy distinto del abolido procedimiento ex informara conscientia, por el cual según el CIC/1917 «neque formae judiciales neque canonicae monitiones requiruntur» (c. 2187). En efecto, el nuevo c. 1720 fija los siguientes pasos, que el ordinario debe cumplimentar necesariamente antes de emitir el decreto final: 1) notificación de la acusación al fiel sospecho-so; 2) ofrecimiento al mismo de la posibilidad de defenderse; 3) sopesar cuidadosamente con dos asesores todas las pruebas y argumentos; 4) constatación cierta del delito y de que no se ha extinguido la acción criminal; 5) exposición escrita de las razones de derecho y de hecho; 6) emanación del decreto de acuerdo con los cc. 1342-1350.

Aunque la discutible decisión de reagrupar todos estos pasos en un único canon haya impedido al legislador eclesiástico precisar con el debido cuida-do el contenido normativo de cada uno, es bastante evidente la naturaleza compleja del decreto extrajudicial con que se declara o irroga una sanción canónica. Este presupone todo un procedimiento, «que incluye muchos pasos y tal vez muchos decretos, orientados siempre al último y definitivo» 177. En particular el c. 1342 § 3 establece que el ordinario que procede por vía administrativa «se equipara al juez que procede por vía judicial y debe ofrecer todas las garantías que brinda el juez en el proceso judicial» 178. Además, el mismo ordinario, en la emanación del decreto en el fuero externo y en la formulación escrita debe atenerse rigurosamente a todas las normas que regulan los actos administrativos singulares (cc. 35-93) y, sobre todo, los decretos administrativos singulares (cc. 48-58). Entre estos últimos, el c. 50 dice: «Antes de dar un decreto singular, recabe la autoridad las informaciones y pruebas necesarias, y en la medida de lo posible, oiga a aquellos cuyos derechos puedan resultar lesionados». Dado que el n. 1 del c. 1720 habla de vocare y comparare hay que suponer que este derecho a ser escuchado ha de interpretarse como un elemento fundamental del derecho de defensa, afirmado de manera general por el c. 1481 § 2 en el campo penal y previsto por el mismo c. 1720, aunque sólo sea con la débil expresión facultare sese defendendi. De todos modos, en el caso de que la sanción canónica prevista fuera una censura, esto encuentra una posible confirmación asimismo en el c. 1347 § 1, que establece expresamente la necesidad de una amonestación previa, que debe tener lugar antes de la puesta en marchar del procedimiento. Por último, no se ha de olvidar que los derechos del acusado, en cuanto actuaciones del derecho natural a la defensa, encuentran un refuerzo ulterior en la importancia dada por el procedimiento administrativo a la valoración de las pruebas. En conformidad con el n. 2 del c. 1720, el Ordinario debe so-pesar efectivamente con cuidado todos los argumentos con dos asesores y,

  1. V. De Paolis, Processo penale, o.c., 858.

  2. A. Calabrese, La procedura stragiudiziale penale, en: / procedimenti speciali nel diritto canonico, o.c., 267-281, aquí 278.

en conformidad con el c. 127 § 2, 2°, la omisión de tal obligación haría nulo el decreto. Ciertamente, el c. 1720 no contiene expressis verbis una norma sobre el derecho a la defensa técnica, pero tampoco excluye que el acusado pueda ser asistido por un advocatus 179.

En consecuencia, sólo se justifica en parte el temor de quienes creen que un procedimiento administrativo no puede tutelar de un modo tan adecuado como el procedimiento judicial los derechos de los fieles, y en particular del acusado. Si se garantizara en el futuro también a nivel normativo esta posibilidad de la defensa técnica del acusado, entonces la diversidad entre los dos procedimientos para la declaración o irrogación de una sanción canónica quedaría reducida únicamente a la amplitud de su campo de aplicación, dado que –como ya hemos visto– el c. 1425 § 1 reserva a un tribunal colegial formado por tres jueces las causas que prevén la posibilidad de la pérdida del estado clerical y las irrogaciones o declaraciones de excomunión. Sin embargo, tampoco aquí se ve, al menos desde un punto de vista teórico, por qué dicho colegio de jueces debe emitir necesariamente una sentencia –aunque sea de naturaleza declarativa– y no un decreto. La sinodalidad, como veremos en-seguida en el § 20, es una dimensión ontológica constitutiva de la sacra potestas, y como tal se expresa también a nivel de su función administrativa y no sólo a nivel de la judicial. La elección de una de las dos vías procesales posibles quedaría entonces, por una parte, desdramatizada en virtud de la estructura básica común a todos los procedimientos canónicos y por otra, sería dictada únicamente por razones pastorales, con ventaja parala eficacia y la transparenciaeclesial de las sanciones canónicas.

  1. Para esta interpretación del texto del Código, cfr. K. Ludicke, Strafverfahren, o.c., p., 1720/3, Nr. 5.