13. La Confirmación


La confirmatio no es una ceremonia ociosa o una simple catequesis, sino un «verum
et proprium sacramentum» 118. Esta definición tridentina es fruto de una historia larga y compleja, que comienza en los primeros siglos de la era cristiana, cuando en el rito litúrgico de este sacramento aún resultaba difícil establecer con exactitud dónde terminaba el bautismo y dónde

118. Cfr. Tridentinum, Sess. 7, De sacr., c. 1 (=DS 1628).

empezaba la confirmación. En efecto, el primer texto conciliar que distingue con claridad el rito del bautismo respecto a la «imposición de manos o bendición», propio de la confirmación, lo debemos al concilio de Elvira, celebrado a comienzos del siglo IV, al que un poco más tarde seguirá también el progresivo prevalecer del término confirmación sobre otros 119. El concilio Vaticano II resume en pocos renglones los contenidos doctrinales esenciales de esta larga toma de conciencia de que la confirmación es un verdadero y propio sacramento, y no simplemente un desarrollo del bautismo, lo que abre la vía hacia una determinación más precisa de sus efectos jurídicos.

13.1 La confirmación en el concilio Vaticano II y en el CIC a) La enseñanza conciliar

Los Padres del concilio Vaticano II, tras haber afirmado que los fieles son «incorporados ala Iglesia» (LG 11,1) por el bautismo, precisan inmediatamente que «por el sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo y con ello quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, con su palabra y con sus obras» (LG 11, 1). Esta puntualización contiene los tres elementos funda-mentales de la doctrina católica sobre el sacramento de la confirmación: 1) Este sacramento refuerza el vínculo con la Iglesia; 2) comunica un don o fuerza especial del Espíritu Santo; 3) hace capaz de difundir y defender la fe como verdaderos testigos de Jesucristo.

El primer elemento, el fijado por la expresión perfectius Ecclesiae vinculantur, define, por una parte, la confirmación como una coronación o perfeccionamiento del bautismo, y, por otra, manifiesta cómo la enseñanza eclesiológica conciliar sobre el carácter gradual del acceso a la comunión tiene también un significado en el interior de la communio plena de la Iglesia católica. La pertenencia a ella no es una cosa puntual y estática, sino un proceso dinámico, en cuyo interior cada uno de los tres sacramentos de la iniciación cristiana tiene un papel específico. El de la confirmación está precisado por el segundo y el tercer elemento de la definición conciliar. El don de una fuerza especial del Espíritu Santo, a través de este sacramento,

119. Sobre la evolución histórica del sacramento, cfr. A. Mostaza, Confermazione, en: NDDC, o.c., 262-276, sobre todo 263-264.

comparable a la experiencia de Pentecostés 120, es una realidad diferente al don del mismo Espíritu en el lavado y en la regeneración del bautismo, porque «quien ha nacido por el bautismo a la vida cristiana (1 Co 12, 13) debe crecer y madurar en su vida hasta volverse un cristiano perfecto a semejanza de Cristo y llegar a la edad adulta, mediante la plenitud del Espíritu Santo (Ef 4, 13-14)» 121. La especificidad de este don del Espíritu Santo se manifiesta especialmente en el hecho de que el fiel se vuelve capaz de difundir y defender la fe como testigo cualificado, porque si en el bautismo fue regenerado ad vitam, en el sacramento de la confirmación es fortificado ad pugnam, como afirmaban los Padres de la Iglesia. Mediante «la unción del crisma sobre la frente, que se realiza con la imposición de la mano y mediante las palabras: Recibe por esta señal el don del Espíritu San-to» 122, el fiel se convierte en un miles Christi y, como tal, destinado «por el mismo Señor al apostolado» (AA 3, 1).

Este derecho-deber al apostolado, en el que se expresa la «participación en la misión salvífica de la Iglesia» (LG 33, 2) de todos los fieles, si bien, por una parte, se fundamenta en el sacramento del bautismo, por otra, encuentra su plena legitimación en la confirmación, porque, al reforzar el vínculo de pertenencia a la Iglesia, realiza de un modo completamente especial el principio conciliar según el cual los sacramentos «comunican y alimentan aquel amor hacia Dios y hacia los hombres, que es el alma de todo apostolado» (LG 33, 2).

Junto a esta síntesis de la doctrina católica sobre la confirmación, encontramos también en los textos conciliares algunas sugerencias sobre una de las cuestiones teológicas más espinosas en relación con la administración de este sacramento: la del ministro. En LG 26, 3 se afirma que los obispos son «los ministros originarios de la confirmación»; en el n. 13 del Decreto sobre las Iglesias católicas orientales se precisa, no obstante: «Restáurese plenamente la disciplina referente al ministro de la confirmación, en vigor desde los tiempos más remotos entre los orientales. Así pues, los presbíteros pueden conferir este sacramento usando crisma bendecido por el Patriarca o por un Obispo» (OE 13). Sobre el problema, nunca definitivamente resuelto, de la edad de los confirmandos no hacen los Padres conciliares referencia explícita alguna. Esta indirecta relativización del pro-

  1. Cfr. P. Fransen, Firmung, en: LThK IV (Freiburg im Br. 1960), 145-152, aquí 150.

  2. A. Mostaza, Confermazione, o.c., 265. Para un análisis de LG 11, 1, cfr. G. Philips, La Iglesia y su misterio, I, Barcelona 1968, 195-197.

  3. Pablo VI, CA Divinae consortium naturae, en: AAS 63 (1971), 657-664, aquí 663.

blema desemboca luego en el intento, llevado a cabo por el papa Pablo VI en el nuevo Ordo confirmationis 123, de conciliar los dos modos predominantes de plantear la cuestión: el que considera que la confirmación debe ser administrada en la edad de la discreción y el que prefiere, en cambio, aplazar la celebración de este sacramento a la edad de la adolescencia.

b) Las principales normas del Código

Los tres elementos fundamentales (la vinculación más perfecta con la Iglesia, el don especial del Espíritu Santo y el estar destinados a ser testigos) de la definición conciliar del sacramento de la confirmación han sido recibidos, por lo menos a nivel general, por el legislador eclesiástico del Código de 1983 en el c. 879, que dice así: «El sacramento de la confirmación, que imprime carácter y por el que los bautizados, avanzando por el camino de la iniciación cristiana, quedan enriquecidos con el don del Espíritu Santo y vinculados más perfectamente a la Iglesia, los fortalece y obliga con mayor fuerza a que, de palabra y obra, sean testigos de Cristo y propaguen y defiendan la fe». En las restantes normas del Código sobre la confirmación (cc. 880-896) ni se mencionan ni se ponen de manifiesto de manera suficiente la dimensión eclesial de este sacramento y su nexo con los derechos y deberes del fiel laico 124.

Si bien la estrecha relación que existe entre la confirmación y el bautismo ha sido subrayada por el c. 893 § 2, donde el legislador eclesiástico aconseja justamente que se elija como padrino o madrina a los que asumieron el mismo compromiso en el bautismo, las sugerencias conciliares sobre la solución del problema del ministro de este sacramento y de la edad de los confirmandos sólo han sido acogidas en parte 125.

En el c. 882 se prefiere, una vez más, el término tridentino de minister ordinarius al término conciliar de minister originarius, infravalorando el hecho de que con el segundo no se pretendía simplemente respetar la disciplina de las Iglesias católicas orientales, sino también decir algo tanto sobre la potestad de los presbíteros en orden a la administración de la confirmación, como sobre la dimensión eclesial de este sacramento. En efecto, por una parte, todos los presbíteros orientales pueden conferir válidamente este

  1. La editio typica fue publicada en la Ciudad del Vaticano en 1971 y entró en vigor el 22 de agosto de 1971 (cfr. AAS 64, 1972, 77).

  2. Cfr. c. 225 § 1.

  3. Para un análisis detallado a este respecto, cfr. R. Ahlers, Firmung, en: Ecclesia a Sacramentis, o.c., 37-52, sobre todo 43-50.

sacramento, o bien junto con el bautismo, o bien de modo separado, a todos los fieles de cualquier rito, sin excluir el latino, observando, para su licitud, las prescripciones del derecho ya sea común ya sea particular 126; por otra, para poner de relieve el vínculo del significado de la confirmación con la inserción más completa en la comunión eclesial por ella provocado, podría bastar con una acentuación más marcada de los siguientes criterios. En primer lugar, sólo el obispo diocesano administra la confirmación válida-mente en toda circunstancia y en cualquier lugar (c. 886), mientras que los presbíteros pueden hacerlo sólo en virtud de una relación especial (basada en un mandato o en virtud de un oficio) con la autoridad diocesana y exclusivamente dentro de los límites del territorio a ellos asignado (c. 887). En segundo lugar, este nexo con la Iglesia particular 127 ya ha sido puesto de relieve por la disposición según la cual «el crisma que se debe emplear en la confirmación ha de ser consagrado por el Obispo, aunque sea un presbítero quien administre el sacramento» (c. 880 § 2). Sin embargo, aun-que el legislador eclesiástico no haya recibido formalmente el término de ministro originario, ha terminado por hacer suyas las consecuencias principales de esa enseñanza conciliar, como demuestran el c. 882, que, sorprendemente, no aplica al presbítero provisto de la facultad de administrar este sacramento el término opuesto de extraordinario, y los cc. 883 y 884, en los que se aumenta considerablemente el círculo de los presbíteros que, o ipso iure o por concessione particulare o, finalmente, por ser asociados en virtud de causa grave, pueden administrar de modo válido la confirmación. Por otra parte, al estar aquí substancialmente en juego sólo la extensión de un mandato o de una con-cesión, en caso de error o duda nada se opone a la aplicación del principio supplet Ecclesia, como afirma explícitamente, entre otros, el c. 144 § 2.

Tampoco en relación con el problema de la edad de los confirmandos, un problema de naturaleza substancialmente pastoral, prescribe el CIC nada taxativo. Aunque el c. 842 § 2 afirme que el bautismo, la confirmación y la eucaristía «son necesarios para la plena iniciación cristiana», el legislador eclesiástico no saca de esta disposición la consecuencia de que el orden de la tríada sea taxativo 128. Es más, tras haber afirmado que el sa-

  1. OE 14; cfr. también c. 694/CCEO.

  2. Concuerdan en la necesidad de acentuar este nexo y la particular responsabilidad del obispo diocesano: H. Schmitz, Taufe, Firmung, Eucharistie, a.c., 390; Y. Congar, Der Heilige Geist, Freiburg 1982, 458 (edición española: Creo en el Espíritu Santo, Herder, Barcelona 1983).

  3. De otra opinión parece ser: F. Hölz, Die Sakramente der Eingliederung in ihrer rechtlichen Gestalt und ihren rechtlichen Wirkungen von Zweiten Vatikanischen Konzil bis zum Codex luris Canonici von 1983, Regensburg 1988, 187.

cramento de la confirmación debe administrarse a los fieles en tomo a la edad de la discreción y, por tanto, sólo después de haber cumplido los sie-te años 129, deja, sin embargo, a las conferencias episcopales la facultad de determinar otra edad, y eso no excluye ciertamente a priori que el orden litúrgico de los sacramentos de la iniciación cristiana pueda ser invertido, en el sentido de que se administre la confirmación incluso después de la primera comunión, uso que se difundió por primera vez en Francia a media-dos del siglo XIX 130.

La incertidumbre en torno a la cuestión de la edad en que debe administrarse este sacramento y, especialmente, sobre su nexo con la eucaristía no impide de todos modos al legislador ver en la confirmación el requisito previo para la licitud de determinados actos del fiel.

c) La confirmación como requisito previo para determinados actos jurídicos

Si bien no es posible ser admitido válidamente sin el bautismo a los de-más sacramentos, incluida la confirmación 131, esta última es necesaria a su vez para la licitud de determinados actos jurídicos. Y más concretamente para los siguientes: 1) la admisión en el seminario mayor (c. 241 § 2); 2) la admisión al noviciado (c. 645 § 1); 3) la asunción del compromiso de padrino o madrina de uno que va a ser bautizado (c. 874 § 1, 3°) o de uno que va a ser confirmado (c. 893 § 1); 4) la promoción a las órdenes sagradas (c. 1033); 5) la admisión al sacramento del matrimonio (c. 1065 § 1). La insistencia del concilio Vaticano II en el hecho de que la confirmación lleva a cabo una pertenencia más perfecta a la Iglesia hubiera debido sugerir al legislador eclesiástico reservar el cumplimiento de algunos servicios o la asunción de algunos oficios, como, por ejemplo, la participación en los dis-tintos consejos sinodales u órganos consultivos 132, exclusivamente a los bautizados que han recibido asimismo el sacramento de la confirmación. Por lo demás, al ser la comunión eucarística la forma más plena de la comunión eclesial, el hecho de que el c. 912 sobre la admisión a la sagrada comunión y el c. 914 sobre la admisión a la primera comunión no hagan referencia alguna a la confirmación no facilita, ciertamente, la comprensión de lo que significa a nivel estructural y jurídico el principio conciliar según

  1. Cfr. c. 891 y 97 § 2.

  2. A este respecto, cfr. A. Mostaza, Confermazione, o.c., 272-274.

  3. Cfr. cc. 889 § 1 y 842 § 1.

  4. A este respecto, cfr. H. Schmitz, Taufe, Firmung, Eucharistie, o.c., 391.

el cual todos los sacramentos «se unen estrechamente a la santísima Eucaristía y a ella se ordenan» (c. 897).

La insuficiente claridad sobre los vínculos entre la confirmación y la eucaristía, así como entre este sacramento de la iniciación cristiana y la vida comunitaria y misionera de la Iglesia ha impedido al legislador eclesiástico precisar hasta el fondo las consecuencias jurídicas de este sacramento y, en particular, su papel en la constitución de la Iglesia.

13.2 Cuestiones de tipo constitucional

Dos son, a nivel constitucional, los problemas fundamentales vincula-dos con la administración del sacramento de la confirmación: el de la acogida de un bautizado no católico en la plena comunión de la Iglesia y el relacionado con el pleno ejercicio de los derechos y deberes de los fieles laicos.

a) La acogida de los bautizados no católicos en la plena comunión de la Iglesia

Todo bautizado fuera de la Iglesia católica «tiene derecho, por motivos de conciencia, a decidir libremente entrar en la plena comunión católica» 133. El concilio Vaticano II, consciente de que se trata de una cuestión muy importante y delicada, ha fijado tres criterios fundamentales para regular de modo conveniente esta acogida de los bautizados no católicos en la plena comunión de la Iglesia. En primer lugar, es preciso tener presente que «el trabajo de preparación y reconciliación de todos aquellos que desean la plena comunión católica, se diferencia por su naturaleza de la labor ecuménica» (UR 4, 4); en segundo lugar, precisamente por ser de tan gran relevancia constitucional, este trabajo debe desarrollarse con un respeto absoluto al principio según el cual nadie «puede ser obligado a abrazar la fe contra su voluntad» (DH 10); en tercer y último lugar, «para el restablecimiento y mantenimiento de la comunión y de la unidad es preciso no imponer... ninguna otra carga más que... las necesarias (Hch 15, 28)» (UR 18). La Sagrada Congregación para el Culto divino, haciendo suyos estos criterios, ha previsto en el Rito de la iniciación cristiana de adultos un Rito de admisión a la plena comunión de la Iglesia Católica de aquellos que ya han sido válidamente bautizados.

En el Código de Derecho Canónico, a diferencia del CCEO, que dedica todo el Título XVII a este tema (cc. 896-901), no se hace ninguna alusión al mismo. Por consiguiente, es preciso referirse a las normas litúrgicas y a las relativas al ecumenismo, sin olvidar cuanto dispone el c. 869 acerca de la validez del bautismo, para resolver la cuestión. De modo particular, en virtud del reconocimiento de la validez de la confirmación, requisito previo in-dispensable para la admisión en la plena comunión de la Iglesia católica, es preciso distinguir una vez más entre las Iglesias orientales y las otras Iglesias o comunidades eclesiales no católicas. Con respecto a las primeras, hay que tener presente que en ellas «el sacramento de la confirmación es administrado legítimamente por el sacerdote al mismo tiempo que el bautismo; puede suceder, por tanto, con cierta frecuencia, que en la certificación canónica del bautismo no se haga mención alguna de la confirmación. Eso no autoriza en absoluto a poner en duda que también haya sido conferida la confirmación» 134. Para las segundas, en cambio, hay que tener presente lo que sigue: «En el actual estado de nuestras relaciones con las comunidades eclesiales procedentes de la Reforma del siglo XVI, no se ha llegado toda-vía a un acuerdo ni sobre el significado, ni sobre la naturaleza sacramental, ni siquiera sobre la administración del sacramento de la confirmación. En consecuencia, en las actuales circunstancias, las personas que entran en plena comunión con la Iglesia católica y proceden de estas comunidades, deberán recibir el sacramento de la confirmación según la doctrina y el rito de la Iglesia católica, antes de ser admitidas a la comunión eucarística» 135.

b) Los derechos y deberes de los fieles laicos

La sugerencia de LG 33, 2 sobre la posibilidad de ver en el sacramento de la confirmación la legitimación para el pleno ejercicio de los derechos y deberes, fundamentados en el bautismo, por parte de todos los fieles, y en particular por parte de los fieles laicos, encuentra una confirmación parcial en el incipit del c. 225 § 1, que dice: «Puesto que, en virtud del bautismo y de la confirmación, los laicos, como todos los demás fieles, están destina-dos por Dios al apostolado, tienen la obligación general, y gozan del derecho, tanto personal como asociadamente, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres en todo el mundo; obligación que les apremia todavía más en aquellas circunstan-

  1. /bid., n. 99, a).

  2. /bid., n. 101.

cias en las que sólo a través de ellos pueden los hombres oír el Evangelio y conocer a Jesucristo». Situar el estudio de los derechos y deberes del christifidelis laicus en este capítulo no sólo es legítimo, sino que hasta podría ayudar a superar la dialéctica entre quienes quieren ligarlos exclusivamente al bautismo y quienes quieren, en cambio, relegarlos exclusivamente a la esfera de los fieles laicos casados.

En efecto, en la visión conciliar del Pueblo de Dios, como fácilmente puede deducirse de LG 31, los estados de vida, con sus derechos y deberes, no son compartimientos estancos contrapuestos entre sí. Los tres estados de vida tienen un carácter constitucional y están conectados entre ellos siguiendo una relación circular de recíproca integración, porque «en la Iglesia-comunión los estados de vida están ordenados el uno al otro. Cierta-mente es común —más aún, único— su significado profundo: el de ser modalidad según la cual se vive la igual dignidad cristiana y la universal vocación a la santidad en la perfección del amor. Estas modalidades son a la vez diversas y complementarias, de modo que cada una de ellas tiene una fisonomía original e inconfundible y, al mismo tiempo, cada una de ellas se pone en relación con las otras y a su servicio» 136. De este modo, el estado de vida clerical, en virtud del ejercicio del sacerdocio ministerial, tiende, en primer lugar, a garantizar la permanente presencia sacramental del Jesucristo y la unidad de toda la comunidad eclesial; el estado religioso, a través del carisma de los consejos evangélicos, está llamado prioritariamente a dar testimonio de la índole escatológica de la Iglesia; el estado de vida laical, en cambio, encuentra «en la índole secular su especificidad y realiza un servicio eclesial testimoniando y recordando, a su manera, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas el significado que tienen las realidades terrenas y temporales en el designio salvífico de Dios» 137.

Ya había subrayado el concilio Vaticano II que «el carácter secular es propio y peculiar de los laicos», es decir, «tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios» (LG 31, 2). La citada EA Christifideles laici profundiza, sin embargo, en la reflexión sobre la indoles saecularis del estado de vida de los fieles laicos realizando dos precisiones importantes: 1) La secularidad como forma específica y propia del estado de vida laical puede ser vivida como valor en sentido lato también en los otros estados de vida eclesial y conoce, por tanto, un cierto carácter gradual en su realización; 2) esta no constituye simplemente una

  1. Juan Pablo II, Christifideles laici, n. 55.

  2. Ibid., n. 55.

nota sociológica, sino una categoría teológica, que, en cuanto tal, caracteriza no sólo la misión de la Iglesia en el mundo, sino hasta su estructuración como sujeto misionero unitario. La primera precisión –basada en LG 35, 2—significa que la secularidad del laico es el elemento misionero que garantiza a la Iglesia, y por consiguiente a la economía de la redención, un nexo estructural y permanente con la economía de la creación, esto es, con la realidad natural e histórica 138. Así concebida, la secularidad del laico encuentra por ello en el sacramento del matrimonio su expresión más relevante eclesiológicamente, porque a través de él se realizan plenamente los elementos constitutivos esenciales de la secularidad (libertad, fecundidad, propiedad). La segunda precisión significa que, también a nivel jurídico, la índole secular constituye la modalidad específica y prevalente con la que son llamados los fieles laicos a participar –en virtud del bautismo y sobre todo de la confirmación– en el ejercicio de los tria munera y, por tanto, también en el ejercicio del munus regendi. En efecto, los pastores «ayudados por la experiencia de los seglares, están en condiciones de juzgar con más precisión y objetividad tanto los asuntos espirituales como los temporales» (LG 37, 4).

Desgraciadamente, estas dos precisiones fundamentales sobre el significado constitucional específico de la secularidad propia de los fieles laicos, detectable ya en su substancia en los textos conciliares, son notoria-mente ignoradas por el legislador eclesiástico, que, al redactar el catálogo de los deberes y derechos de los fieles laicos (cc. 224-231), se deja guiar más por la intención contingente de promover su activa participación, que por la voluntad de definir con precisión su estatuto jurídico 139. Como consecuencia de esto, de todos los tipos de derechos y deberes incluidos en este catálogo hay seis, por lo menos, atribuibles a todos los fieles indistintamente: el derecho-deber de trabajar, tanto personal como asociadamente, para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres» (c. 225 § 1); el derecho a acceder, si se es considerado idóneo, a los oficios eclesiásticos y a otros encargos (c. 228 § 1); la facultad de consulta activa en calidad de peritos (c. 228 § 2); el derecho al estudio y a la enseñanza de la teología (c. 229 §§ 2 y 3); el derecho a ejercer ministerios litúrgicos (c. 230); y, por último, el derecho a una conveniente retribución para los que

  1. Para un amplio desarrollo de esta concepción de la secularidad laical, cfr. H.U. von Balthasar, Estados de vida del cristiano, Encuentro, Madrid 1994, 49-290; y E. Corecco, 1 laici nel nuovo Codice di diritto canonico, en: La Scuola Cattolica 112 (1984), 194-218.

  2. Para un análisis detallado de este catálogo a la luz de la enseñanza conciliar, cfr. E. Braunbeck, Der Weltcharakter der Laien. Eine theologisch-rechtliche Untersuchung im Licht des 11. Vatikanischen Konzils, Regensburg 1993, 133-136 y 262-270.

desarrollan servicios especiales (c. 231 § 2). Por otra parte, entre las funciones atribuibles a los fieles laicos, algunas –como las previstas por el c. 228 y el 230, por ejemplo– pueden ser atribuidas tanto a laicos que viven en el siglo, como a miembros de Institutos de vida consagrada, y otras –como, por ejemplo, las previstas por el c. 226– son atribuibles tanto a laicos casados que viven en el siglo, como a clérigos casados 140. En definitiva, sólo dos deberes y derechos son atribuibles de manera exclusiva a los fieles laicos en virtud de su índole secular: el deber de «impregnar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu evangélico» (c. 225 § 2) y el derecho a gozar de la libertad necesaria para llevar a cabo de manera adecuada esta misión (c. 227). Forma parte asimismo de esta libertad el derecho a asociarse para la consecución de este objetivo, como especificación importante laical de la libertad de asociación reconocida a todos los fieles por el c. 215.

Los demás derechos y deberes de los fieles laicos contenidos en el catálogo del Código no se fundamentan en la índole secular de su estado de vida eclesial, sino, más o menos directamente, en su participación sacramental (o sea, en virtud del bautismo y de la confirmación) en el ejercicio de los oficios de Jesucristo. En cuanto tales, no son específicos de los laicos, sino comunes a todos los fieles no investidos del sacramento del orden, y por eso el tema será retomado necesariamente también en el capítulo dedicado a la sacra potestas. Aquí es suficiente con señalar que la participación específica de los laicos en el ejercicio de estos oficios, y sobre todo en el oficio de gobierno, no está regulada jurídicamente de manera orgánica en el CIC 141. Más aún, en ocasiones, precisamente a este nivel, el legislador eclesiástico cae en contradicción con principios conciliares, recibidos en el mismo Código de Derecho Canónico. Por ejemplo, limitar a laicos de sexo masculino la posibilidad de asumir de manera estable los ministerios de lector y acólito (c. 230 § 1) está en clara contradicción, no sólo con el principio de igualdad entre todos los fieles (c. 208), sino sobre todo con el principio de distinción entre tales ministerios, concebidos como servicios litúrgicos autónomos, y esos mismos ministerios concebidos como etapas o momentos importantes en la formación para el diaconado y el presbiterado 142, distinción suficientemente garantizada por el c. 1035.

  1. Estas funciones están desarrolladas en los cc. 793-806.

  2. Para una documentación articulada de este juicio, cfr. E. Corecco, ! laici nel nuovo Codice, o.c., 213-218.

  3. Cfr. Pablo VI, MP Ministeria quaedam, en: AAS 64 (1973), 533 y el comentario de: H.J.F. Reinhardt, en: MK, can. 230/3; P. Krämer, Kirchenrecht, II, o.c., 33-34.