Rousseau

Por José OCARIZ BRAÑA
En Historia sencilla del pensamiento político



Jean Jacques Rousseau nació en Ginebra, en 1712, de una familia de artesanos relojeros, pero la mayor parte de su vida la pasó en Francia. Su madre murió poco después de traerlo al mundo y, cuando todavía era un adolescente, su padre tuvo que exiliarse, con lo que Jean Jacques quedó abandonado y tuvo que ganarse la vida como pudo yendo de un sitio a otro. A los veintinueve años marchó a París, donde se relacionó con los «filósofos» y colaboró en la «Enciclopedia» escribiendo varios artículos sobre música y sobre economía. Muy pronto, sin embargo, surgiría una profunda y definitiva enemistad entre Rousseau y los «filósofos». En 1750 ganó un premio de la Academia de Dijon con su Discurso sobre las ciencias y las artes y posteriormente escribió bastantes obras literarias y políticas, entre las cuales las más importantes son Discurso sobre el origen de la desigualdad, Emilio, El contrato social y Confesiones.

Jean Jacques Rousseau es el contrapunto al optimismo intelectual de los «filósofos ilustrados». Éstos tenían una fe ilimitada en la razón y en su capacidad liberadora, aquél veía en ella una grave amenaza y una causa de que sobre el hombre graviten cadenas cada vez más pesadas.

Lo que Rousseau escribió está íntimamente relacionado, directamente o por contraste, con su propia vida; con su personalidad compleja y contradictoria, sensual y atormentada, con sus vivencias más hondas y con su formación autodidacta. Se enfrentó intelectualmente al racionalismo de los «ilustrados» sin dejar él mismo de ser un racionalista; de una afectividad exacerbada, fue incapaz de establecer relaciones duraderas; preconizando una gran dedicación a la educación de los niños, envió a todos los suyos —ilegítimos— al hospicio y no los volvió a ver; tuvo amantes de distinto nivel social, frecuentó los salones de damas «ilustradas» y llegó a casarse con una sirvienta analfabeta.

Durante toda su vida, Rousseau tuvo dos sentimientos que, combinados, explican, en gran parte, sus escritos políticos: en primer lugar, el de que obraba mal a pesar de considerarse un hombre bueno, y en segundo lugar, el de que la sociedad era profundamente injusta y que le perseguía sin tregua. Este último sentimiento fue agravándose hasta convertirse en manía persecutoria de nivel netamente patológico. Murió en 1778.

La inevitable necesidad de autojustificación llevó a Rousseau al convencimiento de que el hombre, naturalmente bueno, actúa mal, forzado por la sociedad que lo corrompe al privarle de verdadera libertad. Esta conclusión, que expone como habiéndola comprendido, con absoluta claridad, en una especie de visión intelectual, la erige en el principio de toda su teoría política. Una vez formulado este principio, intentará explicar por qué las cosas son de esta manera y cuál debe ser el camino a seguir para salir de esta triste situación.

¿Cuál ha podido ser la causa de que el hombre, naturalmente bueno, con un sentimiento de compasión hacia los demás, haya podido llegar a la depravación en que se encuentra? La razón es clara para Rousseau: porque, en la sociedad, ha perdido la libertad. Esto ha sucedido porque la división del trabajo llevó a la propiedad privada; ésta, a la desigualdad, con la consiguiente dominación de unos sobre otros, y, finalmente, por la opresión también política, consecuencia de la económica, a la pérdida de libertad, que hace que el hombre ya no sea dueño y responsable de sus actos. Además, esta desigualdad hace que la misma razón se pervierta, haciendo que el estudio y la misma filosofía sólo sirvan para intentar demostrar la propia superioridad y para justificar las consecuencias de la pérdida de libertad, tanto a nivel personal como político. Rousseau piensa, pues, haber demostrado que, mientras no se cambien las condiciones sociales, no serán posibles la verdadera libertad y felicidad del hombre, que seguirá forzado a actuar mal.

Dadas estas premisas y conclusiones, parecería lógico esperar que Rousseau propusiese volver a la situación de primitiva igualdad, aboliendo la propiedad privada, cosa que, sin embargo, no hace, pues afirma que los acontecimientos históricos que condujeron a la propiedad privada no pueden desandarse.

Para justificar su teoría recurre al modelo del «Contrato Social», recurso todavía muy utilizado en su época, pero que, dada su visión del hombre primitivo y de la sociedad, era innecesario y, en gran medida, contradictorio. El hombre primitivo no sería un ser social ni moral; sería como un animal, libre y feliz, capaz de satisfacer sus necesidades de nutrición, reproducción y descanso. No conociendo el lenguaje, invento social, no podría razonar ni tener, por tanto, ninguna regla moral; sería un ser benévolo, ya que la búsqueda de su propio bienestar vendría condicionada por su repugnancia ante el sufrimiento ajeno, por su única virtud natural: la compasión.

¿Cómo es posible recurrir, entonces, a la idea de un contrato social por parte de unos seres que viven felices en su situación de libertad, que no se sienten amenazados por los demás, todos ellos benévolos, cuando, además, no son ni sociales, ni morales, ni racionales? Aun cuando las explicaciones de Rousseau no son del todo claras, parece que considera como causa determinante de la asociación de los hombres la necesidad de defenderse mejor de ciertos sucesos de la Naturaleza, como terremotos, inundaciones, etc. En cualquier caso, a pesar de que en algunos pasajes pueda parecer lo contrario, no hay que perder de vista que el modelo de contrato social no pretende ser algo histórico, sino simplemente metafórico. Lo que Rousseau quiere decir es que el lenguaje, los valores morales, los derechos, e incluso la razón, son adquiridos por el hombre en la sociedad y que no son previos a ella. Sólo considera como estrictamente natural, en el nivel individual, el sentimiento de compasión.

El hombre ha pasado de una vida animal, puramente instintiva y estúpida, a una vida más rica en que las relaciones se desarrollan en base a unas normas inventadas en sociedad; el hombre se ha civilizado. El problema estriba en que, por accidente, los hombres han creado una estructura social con tanta desigualdad que de ella se ha seguido una reata de consecuencias negativas que hacen que la sociedad esté corrompida y sea causa de corrupción del hombre, incluida su razón; se ha llegado a un extremo en que «un hombre que piensa es un animal depravado».

Como es imposible, y ni siquiera deseable, volver a la situación de bondad natural previa a la sociedad, el objetivo es, pues, claro para Rousseau: habrá que restaurar al hombre en su bondad natural, devolviéndole su libertad primigenia, mediante la unión de la razón, producto de la sociedad, con el sentimiento de benevolencia, previa a ella, y para esto será preciso eliminar las graves desigualdades que pervierten al hombre, haciéndolo egoísta y agresivo. Ahora bien, ¿cómo es posible compaginar la libertad del hombre con las exigencias de la irrenunciable vida social, es decir, con la necesidad de someterse a un orden moral? Para Rousseau sólo existe una solución: aplicar fielmente el «Contrato Social». Por él, todos y cada uno de los individuos hacen entrega a la comunidad de todos sus derechos (en el sentido de pretensiones, reivindicaciones); como esta cesión se hace a la comunidad total y no a ninguna otra persona o grupo, la voluntad y los derechos de cada individuo no quedan sometidos a los de ningún otro, sino a la «Voluntad general» de esa persona colectiva de la cual él es una parte. Esa voluntad general busca siempre el bien común, es decir, la defensa de la persona y de la propiedad de cada miembro, y, por tanto, lo mismo que buscaba cada uno de los individuos en el «estado de naturaleza». De esta forma, además de quedar garantizada la moralidad, cuando se obedece a la «Voluntad general», queda también garantizada la libertad individual, ya que se está obedeciendo a sí mismo.

Para que este «obedecerse a sí mismo» sea auténtico, es preciso que la soberanía resida realmente en la comunidad, cuya voluntad es la «Voluntad general», y que ésta no quede suplantada por la de un grupo o asamblea de representantes. El poder legislativo ha de quedar directamente en manos de la comunidad, y la voz y voto de cada ciudadano han de tener idéntico valor.

El gobierno puede adoptar las formas de monarquía, aristocracia o democracia, según sean las circunstancias del país (tamaño, clima, etc.), pero estará siempre subordinado a las decisiones de la comunidad, de las cuales es un mero administrador. Aun cuando las preferencias de Rousseau van hacia una aristocracia electiva, subraya que lo fundamental es que no sólo se reconozca la suprema soberanía de la comunidad, sino que ésta produzca la voluntad general a través de un sistema legislativo de democracia directa. Cuando alguna ley deba elaborarse por un grupo de personas, se requerirá para su aprobación un referéndum de la comunidad.

Para Rousseau la voluntad general es absoluta e infalible; ella determina qué es el bien común. Si algún individuo disiente con respecto a alguna ley de la comunidad, y está bien formado como ciudadano, reconocerá que, a pesar de su punto de vista, esa ley tiende también a su bien y la obedecerá. Si se diese el caso de que se opusiera a la voluntad general, por tanto al bien común, debería ser obligado a obedecer. Rousseau llega a decir que se le obligaría a ser libre.

El radicalismo de concebir la voluntad general como absoluta e infalible e identificar su aceptación con la verdadera libertad viene suavizado por la distinción que Rousseau hace entre voluntad general y voluntad de todos. La voluntad general no se equivoca, pero es concebible que la mayoría, o todos, se equivoquen buscando cada cual lo que considera su provecho particular. Esta posibilidad es, sin embargo, tanto más pequeña cuanto más grande sea la mayoría y cuanto mejor formados estén los ciudadanos, cuanto más «virtuosos» sean.

De la necesidad de ciudadanos virtuosos deduce Rousseau la necesidad de crear una alta moralidad social. Para ello, considera necesario que el Estado regule la actividad económica, de forma que se evite la excesiva desigualdad; deberá regular también la religión y la opinión pública, para que los ciudadanos aprendan a pensar, en primer lugar, en el bien común. Habrá que establecer un sistema de censura, con el fin de evitar que las opiniones de los ciudadanos puedan corromperse, y una «religión civil», cuyo contenido será determinado por la voluntad general, de forma que la atención de los ciudadanos se dirija hacia el bien de la comunidad en lugar de pensar en otro mundo. Con estas medidas podrá conseguirse la virtud del patriotismo, por la que los ciudadanos identificarán el bien de la patria con el propio bien.

Una dificultad para establecer este tipo de sociedad es que exigiría unos ciudadanos virtuosos y que éstos sólo podrían conseguirse en esa sociedad ya establecida. Por ello, Rousseau indica que habría que acercarse a esa situación estable, en la medida de lo posible, por medio de unos legisladores transitorios que iniciarían el proceso y lo dejarían tan pronto como la estructura de la sociedad y el nivel moral de los ciudadanos. hubieran alcanzado un nivel adecuado.

Para concluir, conviene resaltar que, según Rousseau, el Estado es un producto del contrato social, por tanto convencional, y que no tiene ningún sentido hablar de ley natural o derechos naturales; no hay más ley y derechos que los que propone la voluntad general. También puede señalarse que Rousseau vuelve al concepto de libertad de los clásicos griegos, consistente en la participación en la «res publica».

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