RAZÓN PRÁCTICA


Adela Cortina


En un volumen que pretende reflexionar sobre 10 de las palabras 
que resultan imprescindibles a la ética para dar cuenta del fenómeno 
de la moralidad no puede faltar la expresión «razón práctica», entre 
otros motivos porque a la hora de determinar a qué seres podemos 
considerar como sujetos morales, qué seres son capaces de vida 
moral, nos vemos obligados a remitirnos a los que, en mayor o menor 
grado, están dotados de razón práctica; o, como es usual decir hoy en 
día, de racionalidad práctica. 
Esto no significa en modo alguno que tales sujetos sean los únicos 
que merecen ser tratados moralmente, porque en este terreno de la 
moralidad se produce una asimetría entre los sujetos morales y los 
destinatarios de algunas de las exigencias morales; de suerte que el 
sujeto moral, capaz de proyectos de felicidad y de deber, ha de gozar 
siempre de una cierta razón práctica, mientras que el destinatario de 
obligaciones morales no tiene por qué estar en el ejercicio de ella. Sin 
entrar siquiera en el tema de las obligaciones con respecto a la 
naturaleza o los animales, las personas con subnormalidad profunda o 
los mentalmente incapacitados para llevar una vida normal son 
destinatarios de obligaciones morales, aunque no sean capaces de 
proponerse y llevar a cabo proyectos morales. 
La razón o racionalidad práctica es, pues, ante todo una capacidad 
propia de los sujetos morales, es decir, de aquellos que han de 
desarrollar una existencia moral. No es ciertamente la única condición 
necesaria para ser moral, como si la vida moral no precisara de 
inteligencia, deseos, necesidades, intereses o sentimientos. El empeño 
por confrontar racionalidad y sentimiento, que nació en la filosofía de 
Hume y ha marcado buena parte del pensamiento occidental, es injusto 
con la naturaleza unitaria de la existencia moral, tal como la 
conocemos; existencia de la que forman parte cuantos componentes 
hemos mencionado, y además estrechamente conectados entre sí. Por 
eso en el presente volumen hemos intentado analizar distintos 
elementos (valor, sentimiento, felicidad, etc.), ineludibles todos ellos 
para dar cuenta de la moralidad. 
Sin embargo, no es menos cierto que únicamente seres dotados de 
razón pueden vivir moralmente, porque sólo ellos pueden llevar a cabo 
una triple tarea, imprescindible para hablar de moralidad: 

- Captar el medio que les rodea como realidad ante la que deben 
justificar su respuesta, haciéndose responsables de ella. Un ser que 
responde automáticamente al medio carece del momento básico de 
libertad en el que se sustenta todo otro posible tipo de libertad. Y 
aunque según una tradición metafísica y antropológica como la 
zubiriana, es la inteligencia la que capta cosas como realidades, 
haciendo posible la libertad básica, también es verdad que se trata de 
aquella inteligencia que es capaz de desplegarse hasta alcanzar el 
nivel de la razón, y no de otro tipo de inteligencia. 
Negar que en los hombres exista esta estructura básica por la que 
una racionalidad práctica es exigida supondría reconocer que la moral 
es una ficción racional, un artefacto superpuesto a la constitución 
biológica humana, y que tan inteligente es actuar según los ingenios 
morales como en contra de ellos. Por eso conocer esta base 
antropológica protomoral es indispensable para decidir si es o no 
propio de seres inteligentes obrar moralmente. 

- Suponiendo que los hombres nos veamos obligados a justificar 
nuestra respuesta a la realidad, como mostraría la estructura 
antropológica básica, el momento de la justificación consistiría en dar 
cuenta de la respuesta a la realidad, en «dar razón» de la respuesta 
(lógon didónai, rationem reddere), porque no cualquier deseo, interés, 
necesidad o preferencia es válido para justificar la adecuación de una 
elección, sino sólo el que constituya una buena razón para ello. 
La necesidad de una racionalidad práctica para dar buena cuenta 
de nuestras elecciones es ya un «descubrimiento» de la filosofía 
griega, y es el modelo de racionalidad que recibe un más amplio 
reconocimiento en el mundo ético: aristotélicos y utilitaristas, 
pragmatistas y kantianos convienen en reconocer que es preciso dar 
razón de las elecciones, que no cualquier razón puede considerarse 
válida y suficiente para justificar una toma de decisión, y que existe 
algún criterio que nos permite distinguir, ante dos cursos de acción, 
cuál de las opciones está avalada por mejores razones. Las 
divergencias entre estas corrientes empiezan, obviamente, en cuanto 
proponen el método que consideran más adecuado para descubrir el 
criterio y en cuanto describen el criterio mismo, como más adelante 
veremos. Sin embargo, todos ellos convienen en reconocer que una 
forma de racionalidad práctica es indispensable para la vida moral; 
cosa que no puede decirse del escepticismo, el emotivismo, el 
cientificismo, el dogmatismo y de ciertas modalidades del relativismo. 

-En efecto, reconocer que los hombres contamos con mejores y 
peores razones para actuar todavía no es suficiente para decidir si 
algunas de ellas pueden calificarse como morales, porque no está 
claro a priori que cualquier bien sea un bien moral, que cualquier razón 
sea una razón moral. 
Y en este sentido se introduce una escisión en el seno de quienes 
defienden la racionalidad de lo práctico, porque mientras algunos 
entienden que es racionalidad práctico-moral la que calcula el máximo 
de bien posible para los hombres (utilitaristas), o la que nos ayuda a 
adaptar el medio a nuestros intereses (pragmatistas), optando por 
entender la racionalidad moral como calculadora, tienen por 
racionalidad práctica otras corrientes a la que delibera acerca de los 
medios oportunos para alcanzar como fin una felicidad que no se 
identifica con el placer (aristotélicos, zubirianos), diseñando con ello los 
trazos de una razón deliberadora, y el kantismo sigue defendiendo, por 
su parte, que la racionalidad práctica no es la calculadora, ni la 
deliberadora, sino aquella que es capaz de descubrir un momento 
incondicionado: sólo si descubrimos algo «en sí» bueno, «en sí» digno, 
podemos considerarlo como una buena razón moral. 
Con lo cual entienden los kantianos que en el ámbito de la acción 
podemos distinguir entre una racionalidad instrumental, experta en 
medios, llámese calculadora, deliberadora o estratégica, y una razón 
verdaderamente «práctica», capaz de contener el momento 
incondicionado. Esta última razón, denominada por Kant «práctica», 
recibe actualmente los nombres de «comunicativa» o «discursiva». 
Por otra parte, si hoy en día existe una polémica viva entre las éticas 
convencidas de que en los ámbitos moral y político existe una 
racionalidad práctica, es la que enfrenta a los partidarios de una 
racionalidad sustancial y los de una racionalidad procedimental. Para 
los primeros (aristotélicos y hegelianos) es preciso desentrañar el 
funcionamientoc, de la racionalidad moral, como veremos, en la 
sustancia ética de una comunidad, como Aristóteles y Hegel señalaran. 
Si bien hoy en día tal sustancia debe incorporar la noción kantiana de 
autonomía, es la racionalidad entrañada en la política la que nos 
importa: la eticidad (Sittlichkeit). Los procedimentalistas, por su parte, 
entienden que una racionalidad encarnada en las instituciones de una 
comunidad concreta es impotente para pretender universalidad, 
porque no supera el contextualismo hacia el universalismo. Siguiendo, 
pues, a Kant, es una razón procedirnental la que desde los contextos 
concretos, pero excediéndolos en sus pretensiones, puede exigir valer 
universalmente. Universalidad e incondicionalidad son entonces 
atributos de la racionalidad práctico-moral, es decir, del punto de vista 
de la moralidad (Moralitat). 
De esclarecer en lo posible estos tres niveles de intervención de la 
racionalidad en el ámbito moral vamos a ocuparnos en el espacio del 
que disponemos, recurriendo a algunas de las tradiciones que han 
intentado dar cuenta de tales niveles. 

1. La estructura protomoral: justificación y responsabilidad 
La racionalidad puede considerarse, en principio, como un 
instrumento de supervivencia del homo sapiens, como un medio de 
eficiencia adaptativa para posibilitar el ajuste del entorno a aquellos de 
nuestros deseos y necesidades que merezca la pena atender: que 
haya buenas razones para atender 1. En este sentido básico de la 
racionalidad como capacidad de justificar las elecciones y de 
responder de ellas es en el que X. Zubiri y J. L. L. Aranguren han 
hablado de la estructura moral hombre 2. 
Cualquier organismo -recuerda X. Zubiri- se encuentra enfrentado 
desde su nacimiento al reto de ser viable en relación con su medio, y 
para ello se ve obligado a responder a las provocaciones que recibe 
de él ajustándose para no perecer. La estructura básica de la relación 
entre cualquier organismo y su medio es entonces 
suscitación-afección-respuesta, y es la que le permite adaptarse al 
medio para sobrevivir. Sin embargo, esta estructura se modula de 
forma bien diferente en el animal y en el hombre. 
En el animal, la suscitación procede de un estimulo que provoca en 
él una respuesta perfectamente ajustada al medio, gracias a su 
dotación biológica. A este ajustamiento se denomina justeza, y se 
produce de forma automática. En el hombre, sin embargo, en virtud de 
su hiperformalización, la respuesta no se produce de forma automática, 
y en esta no-determinación de la respuesta se produce el primer 
momento básico de libertad. Y no sólo porque la respuesta no viene ya 
biológicamente dada, sino también porque, precisamente por esta 
razón, se ve obligado a justificarla. 
En efecto, el hombre responde a la suscitación que le viene del 
medio a través de un proceso en el que podríamos distinguir los 
siguientes pasos: 
- En principio, se hace cargo, a través de su inteligencia, de que los 
estímulos son reales, es decir, que proceden de una realidad 
estimulante por la que se siente afectado. El hombre no está afectado, 
por tanto, por el «medio», sino por la realidad. 
- La respuesta no le viene dada de forma automática, sino que, a la 
hora de responder, se abren ante él un conjunto de posibilidades, que 
son irreales, y entre las que ha de elegir la que quiere realizar. Si bien 
tales posibilidades enraízan en la realidad, ellas mismas son irreales, y 
es el hombre quien tiene que elegir cuál de ellas quiere realizar. De ahí 
que los distintos representantes de la tradición que estamos 
comentando convengan en afirmar que ya en ese básico nivel biológico 
se produce el primer momento de libertad, sin el que los restantes son 
impensables: no estamos determinados por el estimulo real, sino que 
nos vemos forzados a elegir. 
-Para elegir una posibilidad, el hombre ha de renunciar a las 
restantes, y por eso su elección ha de ser justificada; es decir, que ha 
de hacer su ajustamiento a la realidad, porque no le viene dado 
naturalmente, justificándose. Lo que en el animal era justeza 
automática, en el hombre es justificación activa, y esta necesidad de 
justificarse le hace necesariamente moral: no somos libres de dejar de 
elegir. 
Ahora bien, en este primer nivel de la libertad es, según Zubiri, la 
inteligencia -mejor aún, una «inteligencia sentiente»- la que nos 
permite captar el medio como realidad, abre el ámbito de posibilidades 
y nos fuerza a elegir. En razón de qué elegimos es cosa que la 
inteligencia no decide, porque se trata ya de una tarea del logos, 
entiéndase como autor del juicio o del razonamiento. Cómo actúa el 
logos en este contexto es cosa que viene preocupando a la filosofía 
práctica, al menos desde su nacimieneo en Grecia.

2. Los orígenes de la racionalidad de lo práctico 
en un universo teleológicamente comprendido 

a) Racionalidad práctica y racionalidad técnica: 
la forma del razonamiento práctico 
Como ya apuntamos en la introducción al presente libro, Aristóteles 
realiza una distinción entre dos formas de racionalidad -la teórica y la 
práctica-, que dan lugar a dos tipos de saber. A su vez, la racionalidad 
práctica se entenderá, o bien como propiamente práctica, si tiene por 
objeto la acción, o bien como técnica, si tiene por objeto la producción. 

Esta distinción entre lo práctico (-moral) y lo técnico, que no implica 
en modo alguno abrir un abismo tajante entre ambos, permanece de 
algún modo hasta nuestros días en la diferenciación entre una 
racionalidad puramente instrumental y una racionalidad práctica, a la 
que pueden darse distintos nombres: racionalidad moral, axiológica, 
comunicativa. Y digo «de algún modo», porque en estos casos se trata 
de indicar que hablar de moralidad nos exige reconocer que, no sólo 
hay medios racionalmente preferibles a otros, sino también fines 
racionalmente preferibles a otros siempre que entendamos por «fines 
preferibles», no los que de hecho la gente prefiere, sino aquellos que 
merecen ser preferidos. Y en esto consistiría la tarea de la racionalidad 
práctica: en mostrar qué fines son los preferibles. Sin embargo, en el 
universo aristotélico este momento de la preferibilidad, sintomático de 
que una acción o un fin es valiosa en sí y por eso se busca por sí 
misma, no queda verdaderamente aclarado, dado el carácter 
esencialmente deliberador de la razón práctica, que se expresa a 
través de la peculiaridad del razonamiento práctico. 
En efecto, aun cuando Aristóteles al hablar del silogismo se refiere 
fundamentalmente al razonamiento teórico, también se ocupa de un 
tipo peculiar de argumentación, correspondiente a los juicios prácticos, 
cuyas características serían sobre todo las siguientes: 1) el 
razonamiento práctico se realiza siempre por un fin, que es el objeto 
del deseo; 2) la conclusión del razonamiento constituye el principio de 
la conducta, 3) porque, teniendo que concluir el razonamiento en una 
acción, se refiere a particulares contingentes, ya que 

«una cosa es un juicio o enunciado de carácter universal y otra cosa es 
uno acerca de algo en particular; el primero enuncia que un individuo de tal 
tipo ha de realizar tal clase de conducta, mientras que el segundo enuncia 
que tal individuo de tal clase ha de realizar esta conducta concreta de ahora, 
y que yo soy un individuo de tal clase» 3. 


Esta doctrina del razonamiento práctico ha dado lugar a múltiples 
consideraciones, porque puede entenderse la argumentación como un 
simple cálculo, es decir, como una técnica, o bien como la realización 
de una norma que nos parece correcta. En el primer caso, la decisión 
aparece como el resultado de una deliberación, como el producto de 
una técnica de ponderar los medios más oportunos con vistas a un fin. 
En el segundo caso, podría hablarse de un cierto «deontologismo 
aristotélico» 4, ya que la decisión racional se presentaría como la 
expresión o realización de una norma que nos parece correcta. La 
forma del «silogismo práctico» es entonces la siguiente: la premisa 
mayor expresa la norma que se considera correcta, las premisas 
menores explicitan que esta es la clase de acción de que se trata, y 
que yo soy un sujeto de ese tipo, y la conclusión es, no la acción, sino 
el reconocimiento teórico de que esa es la acción que se debería 
realizar. 
Con lo cual se presenta ya la idea, típica del deontologismo, de que 
algo se persigue por si mismo, como caracterizando a una racionalidad 
práctica que, a diferencia de la poiética, se ocupa de las práxis teleia, 
de la acción que tiene el fin en si misma, y no fuera de ella (práxis 
atelés). 
En este sentido, introduce hoy A. MacIntyre, reclamándose de 
Aristóteles, una distinción en la praxis humana entre dos tipos de 
bienes: los internos a la práctica, que son los que le dan sentido y le 
especifican, y los externos, que son comunes a distintas prácticas y 
resultan de ellas. Uno de los grandes fracasos de nuestro momento 
consistiría en preferir los bienes externos -dinero, prestigio, poder- a 
los internos 5. ¿En qué medida el reconocimiento de que algo es en sí 
bueno nos determina a obrar en ese sentido? 
El intento de responder a esta pregunta es uno de los que atraviesa 
la historia de la ética, al menos desde Sócrates, y es a él a quien se 
acusa de haber extremado hasta tal punto la importancia del papel de 
la razón en la ética, que incurrió en el llamado «intelectualismo 
moral».
Consiste el intelectualismo moral en suponer que nadie yerra 
adrede, es decir, que quien actúa «mal» lo hace por ignorancia, 
porque desconoce en qué consiste su bien. Por eso es preciso 
convertirse en un experto en reconocer el propio bien, ya que quien 
domina la técnica de conocer el bien, actúa bien. 
Según algunos autores, esta idea de que es posible adquirir una 
«técnica de hacer el bien», relacionada con la tradicional pregunta: 
«¿es posible enseñar la virtud y aprenderla?», surge en el momento en 
que nacen en Grecia las diferentes técnicas -el momento socrático- y 
resulta todavía difícil distinguir entre la inteligencia y la voluntad, entre 
el conocimiento de una habilidad -la destreza- y la voluntad de querer 
ejercerla; resulta todavía difícil comprender que alguien, conociendo 
qué es lo bueno para él, no actúe en consecuencia 6. 
Esta dificultad permanece a lo largo de la Edad Media, durante la 
cual distintos autores se esfuerzan por alargar el razonamiento práctico 
hasta un «juicio práctico-práctico», que sea el comienzo de la 
conducta. Sin embargo, el hiato entre el juicio y la acción es insalvable. 
Aristóteles, por su parte, trata de explicar las frecuentes 
contradicciones que entre ambas se producen recurriendo a la 
debilidad moral: la conclusión de un razonamiento resulta siempre 
abstracta, y el hecho de que un sujeto haya llegado a ella no significa 
que tenga una verdadera experiencia de su significado: el deseo y las 
pasiones van ligados a la inteligencia, y es el conjunto de todos estos 
factores el que pone en marcha la acción; por eso, aunque la 
conclusión de un razonamiento práctico debiera llevarnos a obrar en 
un sentido determinado, actuamos frecuentemente en otra dirección. 
Sin embargo, un autor hodierno, como N. Rescher, sustituye el 
término «debilidad» por «perversidad»: la elección equivocada no está 
necesariamente relacionada con ignorancia o con debilidad de la 
voluntad, sino que puede estarlo con la perversidad de la voluntad de 
quien actúa a sabiendas contra lo que la mente reconoce como mejor, 
ya que el razonamiento práctico no tiene que ver con el actuar, sino 
con la deliberación, con descubrir lo que debe hacerse, que puede o 
no llevarse a la acción 7. «Hago el mal que no quiero» decía la célebre 
expresión de san Pablo y, ciertamente, a menudo existe una 
contradicción entre lo que reconocemos que debe hacerse y lo que 
estamos dispuestos a hacer sencillamente porque lo deseamos. 
Aclarar este extremo nos obliga a distinguir entre deseo y deseo recto, 
porque no cualquier deseo nos conduce a una acción buena, sino sólo 
el recto, que la racionalidad práctica tendrá que descubrir. La recta 
razón 8 descubre el deseo recto, y en esto consiste la verdad práctica, 
que es el modo verdadero de «dar razón», de justificar una elección 
por un fin bueno. 
Sin embargo, no podemos pasar a comentar en qué consiste la 
verdad práctica aristotélica sin puntualizar al menos tres cosas: 1) que 
aunque posteriormente algunas propuestas éticas hayan sido 
acusadas de incurrir en «intelectualismo moral» por incidir en el papel 
de la razón y del juicio más que en otros elementos de la vida moral 9, 
este modo de actuar podrá calificarse de «racionalismo exagerado», 
pero no de «intelectualismo», porque éste consiste expresamente en 
creer que obra bien quien conoce el bien; 2) que la posibilidad de que 
en el terreno moral exista un razonamiento específico ha sido 
posteriormente defendida por cuantas corrientes creen posible 
alcanzar intersubjetividad en el ámbito moral, porque la razón se nos 
presenta como facultad de lo intersubjetivo; 3) que, sin embargo, de 
«verdad práctica» han hablado pocos éticos porque para ello es 
preciso aceptar, o bien una idea metafísica de fin a la que se ajusta la 
opción que tenemos por verdadera, que es el caso de Aristóteles, o 
bien que hay hechos morales cognoscibles empíricamente, lo cual 
exige una buena dosis de reduccionismo por parte de quien tal 
defiende. 

b) La verdad práctica como conjunción de entendimiento y deseo 
Hasta aquí nuestra exposición ha sido sumamente analítica: hemos 
procedido estableciendo distinciones que pueden llevar a pensar que 
entre la teoría y la praxis, entre la praxis y la poiesis existe un abismo 
10, pero esto no ha sido así siempre en el pensamiento aristotélico, ni 
en la totalidad de las reflexiones éticas posteriores. 
En efecto, ya Aristóteles establece una conexión profunda, que 
después aceptará buen número de autores, entre la racionalidad 
científica y la deliberadora, desde el momento en que la ciencia es un 
tipo de praxis, una suerte de actividad. La supremacía axiológica de la 
teoría sobre la praxis cambia entonces de tono, porque en definitiva la 
raíz última de lo humano es la actividad: pensar es realizar un tipo de 
acción 11. A mayor abundamiento, existe una unidad sustancial entre 
teoría y praxiS en la medida en que el modo ideal de vida es la vida 
teorética (bíoes theoretikós), de suerte que puede decirse que la 
opción por la teoría es una opción práctica, movida, por tanto, por un 
interés práctico. Con lo cual anticipa Aristóteles la idea de que no hay 
ningún conocimiento que sea axiológicamente neutral, ni siquiera el 
teórico, porque el intelecto se pone en movimiento siempre gracias a 
que existe un interés. 
Será Kant quien dé a esta sugerencia un carácter trascendental, acuñando el concepto de los intereses de la razón: toda razón se pone en ejercicio movida por un interés, sea teórico (la búsqueda de la perfección del conocimiento), sea práctico (lograr una vida buena), y en la jerarquía de intereses es el práctico el que ostenta la primacía, de suerte que nos interesa saber por dilucidar cómo debemos obrar y qué nos cabe esperar 12. 
Esta doctrina de los intereses de la razón, que muestra bien a las 
claras que no existe conocimiento neutral, recorre los caminos de la 
ciencia natural de la mano de Ch. S. Peirce y los de la ciencia humana 
de la mano de W. Dilthey, para desembocar en la crítica nietzscheana 
de los intereses empíricos que mueven todo saber y actuar, y en la 
doctrina apelianohabermasiana de los intereses del conocimiento, en 
virtud de la cual tres tipos de interés pueden detectarse en el saber: el 
técnico de dominación, el crítico-ideológico de liberación y el 
práctico-hermenéutico en la comprensión 13. Dominar, liberarse y 
comprender son, pues, los tres intereses del saber humano. 
Por último, entre la racionalidad teórica y la práctica se muestra otro 
tipo de conexión, según Aristóteles, y es que, siendo ambas formas de 
racionalidad, las dos persiguen algún tipo de verdad utilizando para 
ello alguna forma de razonamiento. La verdad científica se produce 
cuando se da una correspondencia entre el entendimiento y la cosa 
que se juzga, mientras que la verdad practica exigirá también una 
correspondencia, pero entre aquellas dimensiones humanas que gozan 
del privilegio de conducir la acción: el intelecto y el deseo. Porque en el 
ámbito práctico, la relevancia de los deseos es al menos tanta como la 
de la razón, sólo que no la satisfacción de cualquier deseo acaba 
produciendo una vida feliz, sino que es preciso discernir qué deseos 
deben ser satisfechos y cómo para lograr una vida buena.

«El razonamiento tiene que ser verdadero y el deseo recto, para que la 
elección sea buena, y tiene que ser lo mismo lo que la razón diga y lo que el 
deseo persiga. Esta clase de entendimiento y de verdad es práctica» 14.


En este sentido, Aristóteles apuntará un interesante trasvase entre 
dos pares de categorías que suelen entenderse como distintivas, o 
bien de la dimensión teórica, o bien de la práctica: los pares 
«bien-mal», «verdad-falsedad». El bien y el mal suelen referirse a la 
acción, entendiendo que el bien es una meta acertada de la acción y el 
mal, una equivocada; mientras que la verdad y la falsedad parecen 
propias del ámbito teórico. Sin embargo, considera Aristóteles que el 
bien del entendimiento teórico (su meta) es alcanzar la verdad, y su 
mal, la falsedad; mientras que «el bien de la parte intelectual, pero 
práctica, es la verdad que está de acuerdo con el deseo recto» 15. 
Hay, por tanto, un bien teórico (la verdad) y una verdad práctica (lo 
bueno). 
Esta unidad entre saber teórico y práctico y, sobre todo, la unidad 
de racionalidad y acción, incuestionable para Aristóteles, permanece 
en la doctrina tomista de la recta ratio agibilium, sobre el trasfondo de 
una cosmovisiós, igualmente teleológica 16. Todos los seres vivos 
tienden a realizar el fin que les es propio, toda potencia tiende al acto, 
y por eso comprender' el mundo exige tener en cuenta, no sólo la 
causa material, eficiente y formal de los seres, sino ante todo la causa 
final. Sin embargo, el nacimiento de la modernidad trajo consigo, entre 
otras cosas, la ruptura de este modelo y la dificultad de reconstituir la 
unidad del hombre: la verdad es propia de la teoría, mientras que en el 
ámbito práctico resulta dudoso que pueda hablarse de un serio papel 
de la razon. 

3. El divorcio de la razón y la acción:
la muerte de la verdad práctica 
RAZÓN/SENTIMIENTOS: Como es bien sabido, la modernidad supuso la desaparición del modelo aristotélico de ciencia, y este cambio, como es obvio, no dejó de tener sus trascendentales consecuencias para la ética. 
En principio, y con honrosas excepciones, se produce el tránsito de 
una ética aristotélico- tomista a una ética moderna-empirista, tránsito 
cuyos indicadores son los siguientes: 
- Pasamos de una cosmovisión teleológica, en la que la causa final 
es indispensable para conocer el movimiento de los seres, a una 
cosmovisión mecanicista, en la que la ciencia requiere una explicación 
por causas eficientes.
- Este tránsito va afectando paulatinamente al modo de explicar la 
acción humana, para la que los empiristas van proponiendo un modelo 
mecanicista, con lo cual se pierde en el conjunto de la modernidad la 
noción de télos, la noción de que el hombre tiene un fin peculiar, una 
función que le es propia. Si lo que nos permitía determinar la verdad o 
falsedad del saber práctico era este concepto de función, de modo que 
lo que nos permite ejercerla es verdadero y lo que nos lo impide falso, 
la pérdida de las nociones de fin y función comporta la muerte del 
concepto de verdad práctica. 
- A la razón humana se le atribuye la capacidad de conocer los 
fenómenos, enlazándolos mediante la categoría de causalidad 
mecánica, o bien de formular juicios analíticos, de suerte que su saber 
pueda venir contrastado intersubjetivamente. 
- La razón se ocupa entonces de describir hechos, o bien de 
formular tautologías, de modo que hechos y tautologías componen el 
«libro de la ciencia» 17. 
- La razón es incapaz, por tanto, de motivar la conducta, y son los 
sentimientos los que la movilizan. 
- El papel de la razón en el ámbito de la acción consiste en calcular 
los medios más adecuados para satisfacer las pasiones. En efecto, en 
su Tratado de la naturaleza humana realiza Hume afirmaciones del 
siguiente calibre: 

«No es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo entero a tener 
un rasguño en mi dedo. No es contrario a la razón que yo prefiera mi ruina 
total ( ) Tampoco es contrario a la razón preferir un bien pequeño, aunque lo 
reconozca menor, a otro mayor, y tener una afección más ardiente por el 
primero que por el segundo» 18. 


La razón queda, pues, desconectada de las pasiones. Tiene 
capacidad para describir los hechos -lo que es-, pero carece de fuerza 
para motivar la acción hacia lo que debe ser, porque es una facultad 
inerte, sin fuerza motivadora. El problema no es entonces, como se ha 
dicho en ocasiones, que Hume prohibe transitar de una descripción de 
lo que es a una prescripción de lo que debe ser, porque en el famoso 
is-ought passage critica a cuantos racionalistas así proceden 
subrepticiamente, pero él no ve inconveniente en transitar de 
afirmaciones de es fáctico a conclusiones de deber moral 19. El 
problema estriba en que da a la razón un papel totalmente mecánico: 
describir los medios, calibrar las consecuencias de tomar una decisión, 
y todo ello con vistas a satisfacer sentimientos que son los motivadores 
de la conducta. ¿Explica la realidad del obrar moral humano esta 
división del trabajo entre una razón teórica que se ocupa de describir 
hechos y unos sentimientos que motivan las acciones? ¿Puede decirse 
realmente que «las acciones pueden ser laudables o censurables, pero 
no razonables o irracionales?» 20. 
Esta separación entre razón y sentimientos ha tenido una 
trascendencia capital en la historia de la ética. A la primera se le ha 
considerado como capacitada para descubrir la verdad y la falsedad, 
es decir, como capacitada para formular proposiciones de las que cabe 
averiguar si son verdaderas o falsas, pero porque contamos con 
instrumentos suficientes para verificarlas o falsarlas empíricamente. El 
conocimiento debe poder ser intersubjetivo, y tal intersubjetividad sólo 
puede alcanzarse, bien en el dominio de la lógica y las matemáticas, 
que se las han con juicios analíticos, bien en el dominio de los hechos 
empíricamente accesibles, en el que cada quien puede contrastar la 
verdad de una proposición. Por eso, conocimiento propiamente dicho 
sólo se alcanza a través de juicios analíticos y en las proposiclones 
verificables o falsables; todo lo cual compone el ámbito de lo que es, 
descriptible e intersubjetivable: el ámbito de lo teórico, de que se 
ocupan las ciencias, que constituyen el único saber objetivo. ¿Qué 
ocurre con el ámbito práctico, es decir, con el ámbito de las 
decisiones?
Puesto que las decisiones, como hemos dicho, pueden ser en todo 
caso «laudables o censurables»; puesto que «cuando reputáis una 
acción o un carácter como viciosos, no queréis decir otra cosa sino 
que, dada la constitución de vuestra naturaleza, experimentáis una 
sensación o sentimiento de censura al contemplarlos» 21, el ámbito 
práctico es el de los sentimientos, en el que difícilmente cabe alcanzar 
intersubjetividad. Las decisiones, al hilo del tiempo, van quedando en 
manos de las decisiones privadas (subjetivas) de conciencia. Esta 
separación empirista entre la racionalidad (ocupada en la verdad y la 
falsedad intersubjetivamente comprobables) y las decisiones (que el 
sujeto aprueba o desaprueba) ha alumbrado el nacimiento del 
emotivismo, el politeismo axiológico, el cientificismo y la llamada tesis de la complementariedad de la democracia liberal entre la vida privada y la pública. 
El emotivismo es aquella doctrina según la cual los juicios de valor, 
y más específicamente los juicios morales, no son sino expresiones de 
preferencias, de actitudes o sentimientos, y los usamos, tanto para 
expresar esos sentimientos como para producir en otros tales efectos 
22. La base del emotivismo consiste en afirmar que todas las 
proposiciones son o analíticas o sintéticas, que las sintéticas son 
hipótesis empíricas, y que los conceptos éticos son pseudoconceptos 
porque no existe ningún criterio mediante el cual pueda probarse la 
validez de los juicios en que aparecen. La presencia de un concepto 
ético en un juicio («malo», «bueno», «correcto») no añade ningún 
contenido fáctico comprobable, sino que expresa la aprobación 
(«bueno») o desaprobación («malo») que merece al que lo formula. 
Por ejemplo, Si digo que «matar es malo», 

«está claro que aquí no se dice nada que pueda ser verdadero ni 
falso. Otro hombre puede disentir de mí en el sentido de que puede no 
tener los mismos sentimientos que yo acerca del robo, y puede discutir 
conmigo acerca de mis principios morales. Pero no puede, 
estrictamente hablando, contradecirme. Porque, al decir que un tipo de 
acción es buena o mala, no estoy haciendo ninguna declaración 
factual. Simplemente, estoy expresando ciertos sentimientos morales. Y 
el hombre que aparentemente está contradiciéndome no está haciendo 
más que expresar sus sentimientos morales. De modo que carece de 
sentido preguntar quién tiene razón. Porque ninguno de nosotros está 
manteniendo una proposición auténtica» 23.
 

El emotivismo, como bien dice A. MacIntyre, ha fracasado como 
teoría del significado del lenguaje moral, porque no es verdad que los 
términos morales significan sólo sentimientos subjetivos 24. Quien 
afirma que «matar es malo», no sólo quiere decir que lo desaprueba, 
sino que está convecido de que cualquier ser racional en su sano juicio 
debería desaprobarlo, porque la acción de matar es en sí misma 
indeseable, es decir, indigna de ser deseada. Con lo cual no está 
simplemente expresando sus sentimientos, sino afirmando a la vez que 
existen estándares intersubjetivos a los que apela para realizar tal 
afirmación. La intersubjetividad no es, entonces, privativa de la 
racionalidad teórica, sino que hay también una racionalidad de lo 
práctico-moral, porque la misma expresión «X es malo» significa que el 
hablante cree tener razones que podría sacar a la luz para convencer 
al oyente, lo cual posibilita que haya una argumentación práctica. 
Si tales razones son las malas consecuencias que de la acción de 
matar se siguen para el bienestar del agente, o si, por el contrario, 
argüimos únicamente que la acción de matar es impropia de hombres 
cabales, es cosa que comentaremos más adelante, porque es el 
criterio que distingue a las razones utilitaristas de las kantianas. 
En lo que hace a politeísmo axiológico, es -según Max Weber- la 
situación resultante para la moral del proceso de racionalización 
moderno, porque, según Weber, en el proceso de racionalización 
occidental, son las acciones racional-teleológicas las que han ido 
ganando terreno en detrimento de las acciones guiadas por valores, 
denominadas (como vemos en el siguiente cuadro) 
racional-axiológicas. 
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Tipologh weberiana de la acción, atendiendo al grado decreciente de racionalidad 25
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Tipos de acción El sentido subjetivo comprende los siguientes elementos
                                         Medios Fines Valores Consecuencias 
Racional-teleológica        +          +         +                  + 
Racional-axiológica         +          +         +
Afectiva                             +          + 
Tradicional                        +
-------------------------------------------------------------------------------------------

Atendiendo al cuadro expuesto, una acción máximamente racional 
será aquella que realiza un agente en un horizonte axiológico 
claramente articulado, eligiendo para sus fines los medios más 
adecuados y teniendo en cuenta las consecuencias que de ellos se 
siguen. Ciertamente, la acción racional-teleológica parece permitir una 
mayor objetividad en la medida en que puede discutirse la adecuación 
de los medios a los fines recurriendo a las consecuencias, mientras 
que los restantes tipos de acción bloquean toda argumentación sobre 
medios al prescindir de la valoración de las consecuencias.
Por su parte, la acción racional-axiológica se encuentra ante 
grandes dificultades en sus pretensiones objetivadoras: los valores 
son objeto de creencia, y la creencia es una cuestión subjetiva. Cada 
hombre opta por una jerarquía de valores, pero sus valores últimos ya 
no pueden fundarse en otros, por lo cual ha de aceptarlos por fe 26. 
Los axiomas últimos de valor son inconmensurables, y por eso es 
imposible discutir sobre ellos y llegar a acuerdos intersubjetivos; sólo 
cabe aceptarlos o rechazarlos. 
El politeísmo axiológico, resultante de la racionalización moderna, 
tiene como consecuencia, tanto el cientificismo como el llamado 
«sistema de complementariedad» de la democracia liberal.
El cientificismo, más que una doctrina, es una actitud propia de 
distintas escuelas y de la vida cotidiana, en virtud de la cual se 
establece una separación tajante entre la teoría y la praxis, entre el 
conocimiento y la decisión 27. La teoría monopoliza entonces toda 
posibilidad de saber intersubjetivo, es decir, objetivo y, 
consecuentemente, todo afán de racionalidad, con la consiguiente 
identificación entre los siguientes elementos: teoría - conocimiento 
científico - racionalidad - intersubjerividad dominio de las proposiciones 
susceptibles de verdad o falsedad (empíricamente verificables o 
falsables) - saber descriptible acerca de hechos, expresado en 
términos de lo que es. Tal identificación, como es obvio, deja a la 
posible racionalidad de lo moral en una situación deplorable: las 
decisiones descansan en motivaciones y, por tanto, no producen 
juicios susceptibles de verdad o falsedad; por tanto, el dominio moral 
es el de las decisiones subjetivas, irracionales, arbitrarias. Es imposible 
alcanzar intersubjetividad en el ámbito moral; la ética no es un saber 
racional más que si reduce los predicados morales a hechos 
psicológicos o sociales. De ahí que el cientificismo sitúe a la ética en la 
siguiente disyuntiva: o bien reconoce que no hay una racionalidad de 
lo moral, o bien reduce los predicados morales a predicados 
«naturales», sean psicológicos, genéticos o sociológicos. Tertium non 
datur 28. 
Esta actitud cientificista está muy extendida hoy en día entre 
economistas y otros científicos sociales, convencidos -al parecer- de 
que la economía obedece a aquel postulado weberiano de la 
neutralidad axiológica de la ciencia (Wertfreiheit), según el cual las 
ciencias sociales, para ser objetivas, deben excluir toda valoración, 
porque las valoraciones son siempre subjetivas y no hacen sino 
mermar la racionalidad de la ciencia. El postulado weberiano de la 
neutralidad de las ciencias quedó hace tiempo desacreditado, sobre 
todo para las ciencias sociales, y sin embargo, economistas y 
sociólogos continúan curiosamente convencidos de que su saber es 
objetivo, mientras que las valoraciones morales son subjetivas. El 
hecho de que la sociedad participe -al parecer- de tan peregrina 
conviccion, ha ocasionado en las democracias liberales el nacimiento 
del sistema de complementariedad entre vida pública y privada. 
Consiste tal sistema 29 en establecer una complementación entre 
una vida pública, en la que sólo se reconocen como 
intersubjetivamente válidas las leyes de la racionalidad 
científico-técnica, de modo que son los «expertos» en ciencias sociales 
y tecnologías quienes la organizan, ayudados por las leyes que se 
deciden a través de convenciones, y la esfera privada, en la que 
prevalecen las decisiones de conciencia, que son prerracionales. Si el 
cientificismo y el positivismo jurídico constituyen la clave de la vida 
pública, el irracionalismo es la clave de las decisiones personales. 
¿Es esto cierto? ¿Explican el emotivismo, el cientificismo y el 
politeísmo axiológico la realidad moral, o también es constitutiva del 
ámbito ético una suerte de racionalidad, que no se deja separar de la 
acción? ¿Existen razones para preferir unas acciones a otras? 

4. ¿Racionalidad económica como racionalidad moral? 

a) El racionalismo critico: una racionalidad menguada 
Frente al cientificismo, imperante sin embargo en nuestra vida 
social, se han alzado un buen número de voces en el campo filosófico, 
entre ellas el llamado «racionalismo crítico», que tiene por creadores a 
K. Popper y H. Albert 30. 
El racionalismo crítico se niega a aceptar el abismo entre 
conocimiento y decisión abierto por los cientificistas, ante todo por 
crcer que tal abismo es ficticio: resulta de la «ficción del vacío», 
consistente en creer que optamos por un sistema de valores 
prescindiendo del conocimiento científico alcanzado en una época 
determinada, cuando lo bien cierto es que nuestras opciones 
axiológicas están influidas por nuestro conocimiento. Introduciendo la 
separación falsa, lo único que logra el cientificismo es inmunizar las 
opciones morales frente a la crítica racional, situando al mismo nivel de 
racionalidad moral propuestas basadas en supersticiones o en utopías 
dogmáticas y, por tanto, absolutamente inviables, y propuestas 
razonables y beneficiosas. Para evitar tal dislate es preciso introducir 
también en ética y en el conjunto de la acción (política, economía, 
religión) la llamada «prueba crítica». ¿En qué consiste tal prueba? 
Consiste en comprobar la superioridad racional de un sistema moral 
frente a otros, proponiendo, en principio, distintos sistemas 
alternativos, y no uno solo como querría cualquier «monismo ético». 
Tales sistemas deben atenerse a los principios mínimos de la lógica, 
porque, en caso contrario, quedarían descartados por irracionales. 
Supuesta ya la consistencia lógica, deben pasar un segundo tamiz, que 
es el de los principios puente entre el conocimiento teórico y la 
decisión: el postulado de la realizabilidad y el de la congruencia. 
En efecto, si el saber científico disponible muestra que un sistema 
ético no es realizable no es viable, tal sistema deja de ser moralmente 
obligatorio, porque -y ésta es la regla de oro de cualquier racionalismo 
crítico- «no poder implica no deber»: aquello que es inviable tampoco 
es un deber moral. 
El postulado de la congruencia, por su parte, exige que las 
propuestas éticas sean congruentes con el saber científico alcanzado 
en una época determinada, pues, en caso contrario, no serán 
racionalmente aceptables. 
Ahora bien, suponiendo que contemos con distintos sistemas éticos 
que hayan pasado con éxito los mencionados tamices, ¿cómo 
comprobar cuáles son superiores racionalmente? Sometiéndolos a un 
criterio de verificación que consiste en la satisfacción de necesidades 
humanas, el cumplimiento de los deseos humanos, la eliminación del 
sufrimiento humano innecesario, la armonización de las aspiraciones 
humanas intrasubjetivas e intersubjetivas, habida cuenta de que es 
éste un criterio que «habrá que inventar y fijar, como sucede con los 
del pensamiento científico» 31. 
Desde dónde habrá que inventarlo o fijarlo, cuál es la oferta propia 
de una racionalidad práctica es lo que no queda claro en el 
racionalismo crítico. Al parecer, le resulta más fácil mostrar qué 
sistemas morales no se someten a las exigencias actuales de la ciencia 
y la técnica, que descubrir las razones positivas por las que, de entre 
los viables, unos son preferibles a otros. 
No en vano uno de los representantes españoles de esta corriente 
se ha propuesto en alguna ocasión utilizar la tecnología como 
paradigma de la racionalidad práctica y tener por buenas aquellas 
metas prácticas que respondan a los criterios de una buena tecnología 
32, como si no estuviera claro, desde Aristóteles al menos, que una 
cosa es la habilidad y otra la bondad ética: una cosa es señalar qué 
medios son preferibles para alcanzar un fin, otra descubrir qué fines 
son a su vez preferibles. En esta racionalidad de los fines últimos, el 
racionalismo crítico es sobradamente miope. 

b) El utilitarismo: una racionalidad de los hechos 
En una posición bastante similar al racionalismo crítico se encuentra 
el utilitarismo, nacido hacia los siglos XVII y XVIII en el mundo 
anglosajón. Para el utilitarismo, la ética debe tener una base científica, 
positiva, que vendrá proporcionada ante todo por la psicología. Un 
examen psicológico de los móviles de la conducta de los organismos 
vivos nos muestra que buscan el placer y huyen del dolor, de donde se 
sigue que el fin por el que los seres vivos se mueven es lograr el 
máximo posible de placer y el mínimo posible de dolor. 
Este descubrimiento psicológico es sencillamente el de un hecho, en 
el que fundamenta la moral cualquier hedonismo desde el epicureísmo 
griego. Sin embargo, el utilitarismo toma también como base de la 
moral un segundo hecho: que los hombres estamos dotados de unos 
sentimientos sociales, entre ellos el de simpatía, y que, por tanto, cada 
hombre sano extiende a los demás hombres su deseo de obtener la 
felicidad. La meta de la moral consistiría, por tanto, en alcanzar la 
mayor felicidad (el mayor placer) para el mayor número posible de 
seres vivos, y por eso ante dos cursos de acción actuará de forma 
moralmente correcta quien elija aquel que proporciona «la mayor 
felicidad para el mayor número» 33. 
El principio de moralidad -«la mayor felicidad para el mayor 
número»- es a la vez un criterio para tomar decisiones racionales y, 
aplicado a la vida social, ha sido responsable del desarrollo de la 
economía del bienestar y de una gran cantidad de reformas sociales 
34. ¿No tiene aquí la razón ningún papel? ¿No hay racionalidad en lo 
moral? 
Para el utilitarismo, siguiendo una línea similar a la de D. Hume, la 
racionalidad moral ejerce un papel instrumental al servicio de los 
sentimientos; papel que consiste en calcular los medios más 
adecuados para lograr el mayor placer posible, siendo entonces una 
racionalidad calculadora. Por eso la ética es un saber racional que se 
fundamenta en hechos positivos y además reconoce a la razón un 
papel calculador, indispensable para hablar de moralidad, con lo cual 
se muestra como una ética racional frente al escepticismo. 
Sin embargo, el utilitarismo se encuentra, al menos, con dos graves problemas: 
- Experimentar «placer» significa en buena ley experimentar una 
satisfacción sensible, causada por el logro de una meta o por el 
ejercicio de una actividad; sin embargo, los hombres no siempre 
buscan con sus acciones experimentar una satisfacción sensible. 
Cierto que todos pretenden ser felices, lograr la satisfacción de 
alcanzar sus metas, pero esa satisfacción no siempre es sensible y, por 
tanto, placentera. El concepto de felicidad como autorrealización, como 
satisfacción conseguida al llegar a las metas que nos proponemos, es 
más amplio que el del bienestar placentero logrado al alcanzar algunas 
de esas metas. Quien escucha una hermosa sinfonía o come un 
agradable manjar experimenta un placer; quien cuida a un leproso no 
siente placer alguno, pero se siente movido a ello porque le importa la 
persona del que sufre, con lo cual puede sentirse feliz, aunque no 
experimente una satisfacción sensible. 
Podría replicarse entonces que el altruista actúa movido por el afán 
de paliar el dolor ajeno y hacer posible que otros experimenten placer 
35. Sin embargo, tampoco esto es siempre cierto, porque el altruista 
puede pretender que el doliente se libere del dolor para poder 
autorrealizarse, lo cual no significa que lleve una vida placentera. 
«Felicidad» puede significar «llevar una vida placentera», pero también 
«autorrealizarse», y la autorrealización de las personas no siempre se 
mide en términos de placer 36. 
-En segundo lugar, el utilitarismo se ha visto acusado de incurrir en 
la llamada «falacia naturalista», que consiste en reducir los predicados 
morales a predicados naturales, es decir, en explicar la moralidad 
mediante hechos comprobables empíricamente. EL texto utilitarista que 
ha sufrido las mayores críticas en este sentido es el comienzo del 
capítulo IV de El utilitarismo de J. S. Mill. El texto se mueve en la línea 
de intentar ofrecer buenas razones para nuestras elecciones, y 
considera que una buena razón para invitar a un hombre a ser moral 
es la siguiente: 

«¿Qué debería exigirse a esta doctrina para justificar su pretensión de ser 
creída? 
La única prueba posible de que un objeto es visible, es que la gente lo vea 
efectivamente. La única prueba de que un sonido es audible, es que la gente 
lo oiga. Y lo mismo ocurre con las otras fuentes de la experiencia. De la 
misma manera, supongo yo, la única evidencia que puede alegarse para 
mostrar que una cosa es deseable, es que la gente la desea de hecho (...) No 
puede darse ninguna razón de que la felicidad es deseable, a no ser que cada 
persona desee su propia felicidad en lo que tenga de alcanzable» 37. 


La crítica conocida a este texto consiste en aclarar que la expresión 
«deseable» no significa «aquello que puede ser deseado», por 
analogía con «visible», que significa «lo que puede verse», sino que 
«deseable» mienta en realidad «aquello que es digno de ser 
deseado». Del hecho de que la humanidad entera deseara de hecho el 
placer no se sigue que sea digno de ser deseado: descubrir lo que es 
digno de ser deseado no es objeto de una racionalidad calculadora, ni 
siquiera de una prudencial, porque son éstas racionalidades capaces 
de ocuparse únicamente de medios, capaces de desenvolverse sólo en 
el terreno de lo condicionado. Lo «digno en sí» mienta un momento de 
incondicionalidad, que sólo puede descubrir una racionalidad capaz de 
ello. 

5. Una razón específicamente práctica: el momento incondicionado 
Según Hegel, fue Hobbes quien primero diseñó en la modernidad los 
trazos de una racionalidad práctica subjetiva, y la introdujo como razón 
calculadora 38. Mérito de Kant sería, en principio, transformar la 
racionalidad calculadora en razón autónoma, es decir, autolegisladora, 
mucho más adecuada para encarnar la idea de libertad que el cálculo 
de egoísmos; si bien Hegel aún tenía a la racionalidad autónoma 
kantiana por unilateral. En qué consiste tal racionalidad es lo que 
comentamos brevemente. 

a) Etica como saber racional, aunque no científico 
En su Fundamentación de la metafísica de las costumbres de 1785 
presenta I. Kant una propuesta ética que invierte el papel concedido 
por Hume a la razón en el campo de lo moral: la razón, no sólo no es 
inerte, no sólo no carece de fuerza para mover a la voluntad, sino que 
es el único fundamento de cualquier acción moral. Y precisamente en 
poseer una facultad de esta naturaleza consiste la grandeza humana; 
precisamente por tenerla puede decirse que los hombres gozan de 
dignidad. El camino recorrido para llegar a estas afirmaciones es, en 
esencia, el siguiente. 
Kant acepta, en principio, la distinción humeana entre el ámbito de 
lo que es y el de lo que debe ser, y pone el primero en manos de la 
razón en su uso teórico, mientras que el deber ser pertenece al mundo 
práctico, existiendo entre ambos mundos un abismo que hace ilegítimo 
cualquier tránsito. Sin embargo, esto no significa circunscribir el 
ejercicio de la razón al campo teórico y dejar el práctico ayuno de 
racionalidad, como hará el cientificismo, sino encomendar al uso 
teórico de la razón la elaboración del conocimiento científico acerca de 
lo que es (acerca de los hechos) y reservar para el uso práctico de la 
razón la construcción del saber ético. 
La ética -como sucedía ya en el modelo aristotélico- es, pues, un 
saber racional, aunque no sea una ciencia, lo cual significa, entre otras 
cosas, que sobre los asuntos morales se puede argumentar y llegar a 
acuerdos. Con ello abre Kant el campo de un cognitivismo moral 
moderno no empirista, que quiebra la separación introducida por los 
cientificistas entre razón y decisión: «cognitivismo» significa ahora que 
lo moral es también racional, que sobre moral cabe argumentar y llegar 
a acuerdos intersubjetivos. Aunque esto no signifique recuperar un 
concepto de verdad práctica, porque la verdad -se dice ahora- es una 
cuestión teórica. Precisamente en el papel que la razón va a jugar en el 
mundo moral diferirá la posición kantiana de cuantas hemos 
comentado hasta ahora. 

b) Racionalidad legisladora, más allá de la calculadora y prudencial 

Instalados ya en el mundo del deber 39, existe un buen número de 
mandatos que pueden ser perfectamente comprendidos sin necesidad 
de ir más allá del concepto clave de la moralidad, que es el de 
«voluntad racional» ¿Qué significa que alguien tiene una voluntad 
racional? Que cuando quiere un fin, quiere también los medios 
necesarios para alcanzarlo; mientras que es voluntad irracional la de 
quien, queriendo un fin, no quiere los medios adecuados para llegar a 
él. Por tanto, hay una suerte de mandatos, llamados «hipotéticos», que 
no encierran ningun misterio, sino que son analíticos en relación con el 
concepto de «voluntad racional», porque se enuncian del siguiente 
modo: «si quieres x, debes hacer y». Todos los deberes que conducen 
a la felicidad todos los que aproximan a cualquier meta naturalmente 
deseada, son de esta suerte; y, en el caso de que no hubiera ningún 
otro tipo de deberes, tendríamos que reconocer que no hay auténtica 
libertad, porque nuestra libertad consistiría en elegir los medios 
adecuados para llegar a una meta que ya nos ha sido dada, pero no 
seríamos libres para proponernos nuestros propios fines: los que 
nuestra propia voluntad desea. ¿Hay algún otro tipo de mandatos, en 
que se muestre que los hombres somos capaces de proponernos fines 
propios, no dados por la naturaleza? 
La respuesta kantiana es bien conocida: existe en nuestra 
conciencia un tipo de mandatos que obligan categóricamente, bajo la 
forma: «¡debes hacer x!». Ya que no prometen recompensa alguna por 
su cumplimiento, no condicionan su realización a que se desee 
alcanzar alguna meta, por eso podemos decir de ellos que se expresan 
como proposiciones sintetico-practicas a priori, y que cobran su fuerza 
de su incondicionalidad. 
Que son proposiciones sintético-prácticas a priori significa que tales 
mandatos añaden al concepto de «voluntad racional» algo nuevo (algo 
que debe ser realizado incondicionalmente, es decir, sin servir de 
medio para fin alguno) y que lo exigen universalmente. Su presencia en 
nuestra conciencia es bien expresiva de que no pueden brotar de 
facultades intersubjetivas, sino de una capaz de intersubjetividad, a la 
cual llamamos «razón». La razón es, pues, la facultad que hace posible 
la existencia de un mundo verdaderamente práctico, porque en su 
legislación consiste la libertad. 
La situación de la ética en el conjunto del saber será ahora la 
siguiente: se trata de un saber racional que, a diferencia del teórico, se 
ocupa de legislar lo que debe ser, pero, a diferencia del técnico, no 
saca sus fines de la naturaleza, sino que es la razón misma la que los 
crea; por tanto, en el ámbito práctico hay un saber y una racionalidad 
técnico-prácticos, expresados en imperativos hipotéticos, y un saber y 
una racionalidad moral-prácticos, expresados en imperativos 
categóricos 40. Estos últimos constituyen el síntoma de un momento 
incondicionado. 
c) El momento incondicionado como clave de la dignidad 
El idealismo trascendental kantiano consiste esencialmente en 
afirmar que un buen número de aporías en que la razón, tanto teórica 
como práctica, se ve envuelta, pueden ser resueltas si suponemos que 
es posible a los hombres asumir una doble perspectiva: la del 
conocimiento científico, que explica causalmente los fenómenos, y la 
perspectiva racional de un posible mundo nouménico. En el ámbito 
práctico, esta solución es tan indispensable como en el teórico, porque 
si los hombres no fuéramos capaces de adoptar más perspectiva que 
la fenoménica, el subjetivismo y el egoísmo serían inevitables; sólo si 
los hombres somos capaces de asumir la perspectiva de la 
universalidad (la perspectiva nouménica), podemos superar el 
subjetivismo y el egoísmo. 
Es esta perspectiva, como claramente vio Nietzsche, la que hace a 
todos los hombres iguales, mientras que lo que podemos llamar la 
«lotería natural y social» de su dimensión fenoménica les hace 
desiguales. Y precisamente en este punto en el que todos son iguales 
es en el que radica su dignidad, porque es el que señala que los 
hombres son valiosos en sí y no para otra cosa. 
En efecto, en la Fundamentación de la metafisica de las costumbres expresa Kant la idea de dignidad de cada persona por comparación con la idea de precio. El precio de algo es siempre una cualidad determinable 
cuantitativamente, y es el que rige el intercambio de mercancías. La 
mercancía, como bien sabemos, es sin duda algo valioso, y por eso 
merece la pena intercambiarla, y resulta valiosa, o bien porque 
satisface ciertas necesidades, o bien porque satisface ciertos deseos. 
En ambos casos se echa de ver con facilidad que su valor es relativo a 
las necesidades y deseos que en ese caso viene a satisfacer, de modo 
que no tiene un valor en si, un valor interno, sino un valor para, un 
valor externo, relativo a la necesidad o al deseo que puede satisfacer. 
Pero -y aquí surge la vieja pregunta- ¿todo tiene un precio? La ley 
mercantil del precio ¿puede extenderse universalmente, porque todo 
es convertible en mercancía, o hay algo que un ser racional no puede 
intercambiar, porque no hay equivalente alguno, y es irracional, por 
tanto, fijarle un precio como base del intercambio? 
La respuesta kantiana a estas cuestiones es bien conocida y, a mi 
juicio, ha venido a convertirse de algún modo en el marco racional de 
fundamentación de la idea de dignidad personal, marco al que otras 
propuestas filosóficas darán contenidos distintos, pero conservándolo. 


«En el reino de los fines -dirá nuestro autor- todo tiene un precio o una 
dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; 
en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite 
nada equivalente, eso tiene una dignidad. (...) Aquello que constituye la 
condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor 
relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad» 41. 


Ese valor interno, por el que su portador carece de equivalente y no 
es, por tanto, intercambiable, sólo puede reconocerse en la persona, 
que goza, en consecuencia, de dignidad. Sin duda el deontologismo 
tendrá grandes limitaciones, y diferentes versiones intentan superarlas, 
pero recordar que el sentido del mundo moral procede de que hay algo 
-la persona- internamente valioso es su mejor aportación, una 
aportación ya irrenunciable para la cultura moral occidental, formúlese 
como se formule. 

6. Más allá del formalismo: una razón moral impura y dialógica 

La ética kantiana, de igual modo que el conjunto de su filosofía, ha 
recibido objeciones desde distintas perspectivas, que podríamos 
resumir en las siguientes: 
- Aunque Kant defendiera reiteradamente el carácter «puro» de la 
razón, no puede decirse en buena ley que la razón humana -teórica o 
práctica- sea pura, porque siempre está enraizada en supuestos 
psicológicos, biológicos e históricos, en una expenencia en suma, que 
no puede entenderse en sentido empirista, sino en sentido 
hermenéutico. A esta crítica denominaremos, en consecuencia, critica 
hermenéutica. 
- La escisión entre un mundo nouménico y uno fenoménico, la 
separación entre dos perspectivas, condena a la razón moral subjetiva 
a quedar siempre encerrada en sí misma, proclamando lo que debe 
ser, pero impotente para realizarlo en el mundo objetivo de la moral 
pública, las costumbres y las instituciones. Es preciso transitar de una 
razón abstracta a su plasmación en las instituciones, afirman los 
partidarios de la hegeliana eticidad. 
- El hecho de conferir a cada sujeto racional la tarea de comprobar si 
una máxima podría o no convertirse en ley moral, la aceptación en 
suma del monologismo, oscurece la naturaleza de la racionalidad 
humana que, tanto en su dimensión teórica como en la práctica, es 
dialógica. Urge, pues, transitar del monologismo al diálogo, del 
formalismo al procedimentalismo. Esta es la crítica de las éticas 
procedimentales del diálogo. 

a) Una racionalidad autónoma «impura»: la razón experiencial
A pesar de haber defendido reiteradamente el carácter «puro» de la 
razón, el propio Kant destaca sus raíces pragmáticas de carácter 
psicológico (antropológico). Si hubiera profundizado en la tarea de 
desentrañar las «impurezas» desde la que se genera, ya que en 
definitiva tiene raíces biológicas e históricas, hubiera mostrado mejor 
su enraizamiento en la realidad, sin perder por eso en sus 
pretensiones de universalidad. Esta es la reconstrucción que J. Conill 
presenta en El enigma del animul fantástico: una razón práctica es, en 
suma, una razón experiencial, porque es desde una experiencia 
hermenéuticamente entendida desde donde surge todo nuestro saber 
42. 
Aunque Kant no expuso sistemáticamente las bases biológicas de la 
razón pura, ni mucho menos las hermenéuticas, sí ofreció un estudio 
de las raíces pragmáticas en la naturaleza humana. A la metafísica de 
la libertad (metafísica de las costumbres) le corresponde un correlato 
empírico, al que Kant denomina antropología moral, práctica o 
pragmática, a la que añade una estética de las costumbres. Con lo 
cual, la fundamentación objetiva, lógico-trascendental (exponiendo el 
momento puro, activo, de la razón) se complementa con y se corrobora 
a través de un enfoque subjetivo (estudio de las disposiciones de la 
naturaleza humana). 
Sólo con posterioridad a Kant se desarrollarán los estudios 
biológicos, etológicos y hermenéuticos que habrán de completar el 
enfoque trascendental kantiano. Así, por ejemplo, la tradición que 
interpreta a Kant en conexión con la fisiología pondrá de manifiesto 
que la lógica y la conciencia son la expresión en el orden de la razón 
de impulsos que provienen de instancias infraestructurales. En esta 
línea, el propio Nietzsche podría pasar por un peculiar neo-kantiano, 
que radicalizó el «giro copernicano» hasta las raíces perspectivistas y 
hermenéuticas de la libertad. 
La razón pura sería una perspectiva sin la cual el hombre no sabría 
interpretarse a sí mismo ni orientar su existencia. Pero la idealidad de 
la razón pura tiene lugar en un ser que, a la vez, es un ser natural y 
racional, en el sentido técnico y pragmático, con necesidades naturales 
y pragmáticas. 
Por tanto, la perspectiva de sentido que es capaz de alumbrar la 
razón pura puede orientar la acción humana y puede servir para una 
más completa autocomprensión del hombre Tiene, pues, una función 
pragmática y hermenéutica, que habrá que recoger en un programa de 
reconstrucción de la razón pura, a partir del sujeto humano en su 
complejidad vital (cuerpo, experiencia, acción) 43. 

b) Racionalidad sustancialista y racionalidad procedimental 
Las éticas formales de corte kantiano y las aristotélicas se han 
transmutado hoy en día, respectivamente, en éticas procedimentales y 
sustancialistas, que se critican recíprocamente 44. 
Para los aristotélicos y hegelianos, es preciso desentrañar el 
funcionamiento de la racionalidad moral en el ethos ya vivido de un 
pueblo, en sus instituciones, virtudes y costumbres: en la sustancia 
ética, en suma, de una comunidad, como Aristóteles y Hegel señalaran. 
Si bien hoy en día tal sustancia debe incorporar la noción kantiana de 
autonomía, es la racionalidad entrañada en la política la que nos 
importa: la «eticidad». Hegel entenderá por «eticidad» la perspectiva 
desde la cual no se considera a la razón práctica como subjetiva, 
bloqueada en el interior del individuo, como una exigencia impotente, 
enfrentada a la realidad exterior, sino como una razón realizada 
históricamente en la exterioridad, como un principio que se ha hecho 
real en las costumbres, en las instituciones, en las formas de vida, 
como «ser ético objetivo» 45. 
Esta razón realizada en la historia no soñará utopías ni tampoco 
intentará buscar algún tipo de fundamentación que le lleve más allá de 
las comunidades y contextos concretos de acción, porque hacerlo 
supondría construir un mundo desde el sentimiento unilateral y 
abstracto de lo que yo desearía, lo que me apetece, sin atender a la 
racionalidad ya inserta en lo real. Obedecer a esa racionalidad inserta 
en lo real y prolongarla es nuestro deber, y por eso autores 
pragmatistas como R. Rorty se confiesan hoy hegelianos: para quien 
nace en una democracia liberal y quiere oficiar de filósofo, es un deber 
tratar de conceptualizar los supuestos de tal democracia y 
devolvérselos a las gentes para reforzar su confianza en ella, creando 
solidaridad. Quien desee ir más allá de su contexto, hacia un mundo 
construido por la razón formal, ha traicionado a su pueblo: la razón 
humana es contextual. En una línea semejante trabaja J. Rawls en los 
últimos tiempos, profesando lo que uno y otro denominan un 
«liberalismo político» contextualista 46. 
Los procedimentalistas, por su parte, entienden que una racionalidad 
encarnada en las instituciones de una comunidad concreta es 
impotente para pretender universalidad, porque no supera el 
contextualismo hacia el universalismo. Siguiendo, pues, a Kant, es una 
razón procedimental la que desde los contextos concretos, pero 
excediéndolos en sus pretensiones, puede exigir valer universalmente. 
Universalidad e incondicionalidad son entonces atributos de la 
racionalidad-práctico moral, del punto de vista de la moralidad. 

c) La naturaleza dialógica de la razón 
Siguiendo a Kant, piensan los procedimentalistas que las normas 
morales forman ya parte de la vida cotidiana, y que la tarea de la ética 
no consiste en dar normas nuevas, nuevos contenidos. Sin embargo, 
los procedimentalistas dan un paso más allá de Kant y creen que la 
tarea de la ética no consiste tanto en desentrañar la forma racional que 
hace de una norma una norma moral, como en desvelar cuáles son los 
procedimientos racionales para determinar si una norma es correcta, 
en el caso de que haya sido puesta en cuestión. ¿Por qué este 
cambio? 
Porque los procedimentalistas han descubierto el carácter dialógico 
de la razón y piensan que para determinar si una norma es o no moral, 
no debe ser cada uno de nosotros quien lo compruebe 
«monológicamente», sino que hemos de comprobarlo mediante un 
diálogo entre todos los afectados por ella o a través de una situación 
ideal de negociación. En esta línea se encuentran la llamada ética del 
discurso, creada por K. O. Apel y J. Habermas, que apelará al 
procedimiento dialógico, mientras que la llamada justicia como 
imparcialidad de J. Rawls recurrirá a una posición ideal de regateo. 

- Autonomía y cálculo: lo racional y lo razonable 
En la propuesta rawlsiana, a la que me referiré muy brevemente, 
porque ya ha sido tratada con todo detalle en otro lugar 47, confluyen 
de algún modo dos tradiciones de racionalidad práctica: la hobbesiana, 
que la entiende como una facultad calculadora, y la kantiana, que tiene 
a la razón por autónoma. Ambas líneas interpretativas están latiendo 
de algún modo en dos conceptos trabajados intensamente por Rawls: 
el de lo racional y el de lo razonable 48. 
Los famosos negociadores de la posición original son seres 
racionales en la medida en que saben que van a tener una concepción 
del bien y que será bueno adecuar los medios oportunos para 
alcanzarla; pero, por otra parte, si entendemos la sociedad como un 
sistema de cooperación, es razonable pensar que cuantos cooperan 
en ella deben compartir las cargas y los beneficios de un modo 
adecuado, es decir, desde un criterio adecuado de comparación. Cómo 
se articulan lo racional y lo razonable, el propio autor lo confiesa 
explícitamente: lo razonable presupone y subordina lo racional. 
Lo razonable presupone lo racional, porque sin contar con seres 
racionales, empeñados en perseguir sus propios fines, mal puede 
iniciarse cooperación alguna; pero, por otra parte, lo razonable 
subordina lo racional, porque la prosecución de tales fines sólo puede 
efectuarse en el marco de las condiciones de razonabilidad de la 
elección, que apelarán a un criterio de justicia entendida como 
imparcialidad. 
Ni la razón calculadora, propia del neoclasicismo y de las teorías 
económicas en general, ni la razón autónoma kantiana pueden explicar 
por sí solas el concepto de persona moral, que late en el trasfondo de 
las democracias liberales: una articulación entre ambas, en el sentido 
expuesto, es necesaria para dar cuenta de los supuestos de una 
sociedad democrática y pluralista, en que el pluralismo es endémico 
49.

- Racionalidad «comunicativa»: comunidad ideal y comunidad real 
Por su parte, la ética discursiva pretende ir más lejos que Rawls, 
porque, a su entender, el método trascendental, que es el propio de la 
filosofía, puede acceder a la entraña misma de la razón, y no sólo a los 
presupuestos de una sociedad con democracia liberal, que es lo único 
que posibilita el método rawlsiano 50. Por tanto, según los partidarios 
de la ética discursiva, haciendo uso del método trascendental 
descubrimos los rasgos de la razón misma, y sucede que lo primero 
que hallamos es que existen diversos tipos de racionalidad: una 
racionalidad lógica, una matemática, una filosófico-trascendental, una 
racionalidad instrumental y, por último, tres tipos de racionalidad que 
guian las acciones sociales, y que son la racionalidad estratégica, la 
comunicativa y la discursiva. Nos referiremos a estas tres últimas, 
porque son las que en este volumen nos importan al afectar a la 
dimensión práctica. 
La racionalidad estratégica es un tipo de racionalidad teleológica, 
como la que anteriormente hemos descrito, pero aplicada a las 
acciones sociales, de suerte que los participantes en una acción social 
se consideran recíprocamente como medios para alcanzar los fines 
que cada uno se propone. Los sujetos tienen, por tanto, fines privados, 
y consideran a los restantes sujetos como un medio para alcanzar sus 
metas privadas, pero no como sujetos respetables en sí mismos. 
Ciertamente, la línea hobbesiana económica de que hemos venido 
hablando considera la racionalidad estratégica como la única 
racionalidad posible en las relaciones sociales: como la única 
racionalidad práctica posible. 
Pero, si esto es verdad, si no hay algún otro tipo de racionalidad 
práctica, entonces la afirmación kantiana de que hay seres valiosos en 
sí mismos carece de sentido, porque todo es medio para otra cosa. Lo 
cual significa, a su vez, que carece de sentido el mundo moral todo, 
porque en él nada hay respetable: nada hay digno de ser respetado 
por ser en sí valioso; no hay ningún momento de incondicionalidad en 
el mundo humano. Y es precisamente en este sentido en el que la ética 
del discurso cree descubrir -como hemos dicho- otros dos tipos de 
racionalidad práctica: la comunicativa y la discursiva. 
La racionalidad comunicativa es aquella que posibilita el 
entendimiento entre quienes realizan una acción comunicativa, porque 
se consideran recíprocamente como interlocutores igualmente 
facultados, es decir, como sujetos que algo tienen en común cuando 
pueden entenderse, y que sólo pueden entenderse realmente si, en 
lugar de instrumentalizarse recíprocamente, buscan cooperativamente 
tal entendimiento. En definitiva, la meta del lenguaje humano consiste 
en lograr ese entendimiento, y quien lo utiliza con otros fines le está 
dando un mal uso. ¿Cuáles son los elementos que hacen posible que 
se dé el entendimiento? 
En principio, el éxito de una acción comunicativa supone que el 
hablante eleva unas «pretensiones» de inteligibilidad de lo dicho, de 
veracidad de la expresión, de verdad de la proposición o de corrección 
de las normas, pretensiones que normalmente son aceptadas por el 
oyente 51. Ahora bien, si el oyente pone en cuestión la pretensión de 
corrección de una norma, entonces la única salida racional que queda 
al hablante consiste en aducir las razones que tiene para creer que la 
norma es correcta, con lo cual las razones contenidas implícitamente 
en la acción comunicativa se explicitan a través de una argumentación. 
Pero ¿puede llevarnos cualquier forma de argumentación a decidir 
racionalmente si la norma es o no correcta? 
La respuesta es que únicamente puede hacerlo aquella 
argumentación que se somete a unas reglas peculiares, 
«descubiertas» por R. Alexy y J. Habermas, reglas que nos conducen 
al llamado principio de la ética discursiva, según el cual una norma sólo 
será correcta si todos los afectados por ella están dispuestos a darle 
su consentimiento tras un diálogo, celebrado en condiciones de 
simetría, porque les convencen las razones que se aportan en el seno 
mismo del diálogo. 
Naturalmente, este principio se refiere a una situación ideal de 
diálogo, que no se da de hecho, sino que está presupuesta 
contrafácticamente cuando realizamos una acción comunicativa; pero, 
desde el momento en que forma parte de los presupuestos 
pragmáticos que dan sentido a las acciones comunicativas, es un 
elemento constitutivo de la realidad humana, es un componente 
ineludible de nuestro modo de ser humano; lo cual tiene unas 
repercusiones valiosísimas para el mundo moral. 
En efecto, la idea de una situación ideal de diálogo en la que todos 
los afectados por una norma pudieran participar en las deliberaciones 
en condiciones de simetría es una idea regulativa, que proporciona 
una orientación para la acción y un canon para la crítica de nuestras 
realizaciones concretas. Es decir, que es una idea que sirve de brújula 
para nuestros diálogos concretos y que permite a la vez criticarlos en la 
medida en que en ellos ni son tenidas en cuenta todos los afectados, 
ni, todavía menos, existen entre ellos unas condiciones de simetría. Y, 
a mayor abundamiento, esta idea nos permite conciliar la comunidad 
ideal a que tendemos con la atención a la comunidad real en que 
participamos, de modo que el universalismo no está reñido con el 
compromiso con la comunidad real: no es, pues, necesario plantearse 
la disyuntiva: «o universalismo o solidaridad con la comunidad 
concreta», porque quien se sabe comprometido con lo universal sabe 
que su compromiso empieza en la comunidad real. 
Por otra parte, cada afectado por una norma se nos presenta ahora 
como un sujeto autónomo en la medida en que tiene autonomía para 
elevar pretensiones de racionalidad con cada acción comunicativa y en 
la medida en que tiene autonomía para rechazar las pretensiones 
elevadas por otros interlocutores. Con lo cual se nos revela como un 
interlocutor válido, como alguien que debe ser tenido en cuenta de 
modo significativo a la hora de decidir normas que le afectan. De 
suerte que cualquier norma que se decida sin tener en cuenta a todos 
los apectados por ella es inmoral. El momento de incondicionalidad, 
pretendido por el deontologismo kantiano, vuelve ahora por sus fueros, 
expresando que cada ser dotado de competencia comunicativa es un 
ser en sí digno: digno de ser tenido en cuenta en cuantas decisiones le 
afectan en los distintos ámbitos de la vida social. 
Por eso urge llevar a cabo la tarea de aplicar a los diversos ámbitos 
este principio de la ética del discurso, mostrando qué resultaría para la 
medicina y la biología, para la convivencia ciudadana y las creencias 
religiosas, para la empresa y la economía, tener verdaderamente en 
cuenta a todos los afectados en ellos tratándoles como interlocutores 
válidos 52. Ese sería el modo, a mi juicio, de superar la impotencia de 
la filosofía, y realizar la razón en la historia. 

ADELA CORTINA
10-ÉTICA págs. 327-375

....................
1 Este modo de entender la racionalidad es propio del pragmatismo tomado 
en su más amplio sentido, ver N. Rescher, La racionalidad. Tecnos, Madrid 1993. 
2 X. Zubiri, Sobre el hombre. Alianza, Madrid 1986, sobre todo caps. I y VII; J. L. 
L. Aranguren, Etica. Revista de Occidente, Madrid 1958, parte 1ª., cap. VII, D. 
Gracia, Fundamentos de bioética. Eudema, Madrid 1988, 366ss.; A. Pintor-Ramos, 
Realidad y sentido. Univ. de Salamanca, Salamanca 1993; J. Conill, La ética de 
Zubiri: El Ciervo, n. 507-509 (1993) 10 y 11. Por mi parte, modestamente me he 
permitido ocuparme de esta ética en Etica sin moraL Tecnos, Madrid 1990, 55ss. 
3 Acerca del alma, III 11, 434a, 16-19, Etica a Nicómaco (= EN), VI, 12, 1144a, 
30-32, Acerca del alma, III, 10, 433a, 13-18. 
4 W. D. Ross, Aristóteles. Charcas, Buenos Aires 1981, 269.
5 A. MacIntyre, Tras la virtud. Crítica, Barcelona 1987, cap. 14. 
6 X, Zubiri, Naturaleza, Historia, Dios. Editora Nacional, Madrid 5, 1963, 149ss.
7 N. Rescher, La racionalidad, 222 y 223. 
8 EN VI, 12, 1144b, 23. 
9 Este sería el caso de actuales éticas cognitivistas, como las que siguen la 
línea de J. Piaget, L. Kohlberg y la ética discursiva. Inciden en el papel del juicio, 
pero no son intelectualistas. Ver los Documentos «Conciencia moral» y «Deber».
10 D. Gracia, Primum non nocere. Instituto de España. Real Academia Nacional 
de Medicina, Madrid 1990, J. Conill, El enigma del animal fantástico. Tecnos, 
Madrid 1991, cap. 5.
11 Política. IV. 3. 1325b. 21ss.
12 Para las raíces pragmáticas de la razón «pura» kantiana. ver T. Conill. El 
enigma del animal fantástico, cap. 1. 
13 K. O. Apel, La transformación de la filosofía. Taurus, Madrid 1985, I, 
Introducción; J. Habermas, Conocimiento e interés. Taurus, Madrid 1982, A. 
Cortina, Critica y utopia: la Escuela de Frankfurt. Cincel, Madrid 1986, 115-120. 
14 EN VI, 2, 1139a, 22-26. 
15 EN VI, 2, 1139a, 29-30. 
16 Summa theologica, 1-2, q. 56, a. 3c. 
17 La expresión es de L. Wittgenstein, Conferencia sobre ética. Paidós, 
Barcelona 1989. 
18 D. Hume, Tratado de la naturaleza humana, libro Il, parte III, sección 3. 
19 Ibid., Iibro III, parte I, sección 1ª.; A. MacIntyre, Historia de la ética. Paidós, 
Barcelona 1981, cap. 12. 
20 Ibid., libro III, parte I, sección 1ª.
21 Ibid., 469. 
22 A. MacIntyre, Tras la virtud, 26. El principal sistematizador del emotivismo es 
Ch. L. Stevenson en trabajos como Etica y lenguaje. Paidós, Barcelona 1971. Una 
buena exposición acerca del emotivismo es la ofrecida por W. D. Hudson en La 
filosofía moral contemporánea. Alianza, Madrid 1974, cap. 4. 
23 A. J. Ayer, Lenguaje, verdad y lógica. Martínez Roca, Barcelona 1971, 124 y 
125. 
24 Tras la virtud constituye una crítica del emotivismo hodierno y un intento de 
recuperar la racionalidad de lo moral mediante un «cierto aristotelismo». De la 
crítica al emotivismo, como moral social y política de nuestra realidad española, 
me he ocupado en La moral del camaleón. Espasa-Calne, Madrid 1991. 
25 J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa. Taurus, Madrid 1987, I, 363; 
A. Cortina, Critica y utopia, 82 y 83. 
26 M. Weber, La ciencia como vocación, en El politico y el científico. Alianza, 
Madrid 6,1980, 180ss., K. O. Apel La transformación de la filosofía, II, 341ss., A. 
Cortina, Etica mínima. Tecnos, Madrid 3,1992, 91. 
27 J. Habermas, Conocimiento e interés, 298 y 299; A. Cortina, Etica mínima, 
89ss. 
28 De hecho, los representantes del neopositivismo lógico se escinden en este 
punto: autores como Ayer optan por el emotivismo, mientras que M. Schlick intenta reducir la moral a psicología (Fragen der Ethik. Julius Springer, Viena 1930), y V. Kraft intenta convertir los imperativos éticos en imperativos técnicos; ver al respecto: A. Cortina, Razón positivista y razón comunicativa en la ética, en 
Reexamen del positivismo. Sociedad castellano-leonesa de filosofía, Salamanca 
1992, 79-89. 
29 K. O. Apel, La transformación de la filosofía, 352ss.; A. Cortina, Etica mínima, 
89-96. 
30 K. Popper, Miseria del historicismo. Alianza, Madrid 1973; La sociedad 
abierta y sus enemigos. Paidós, Barcelona 1982; H. Albert, Tratado de la razón 
critica. Sur, Buenos Aires 1973; A. Cortina, Etica mínima, 92-99; J. Conill, El 
enigma del animal fantástico. Tecnos, Madrid 1991, cap. 3. 
31 H. Albert, Etica y metaética. Teorema, Valencia 1978, 47. 
32 M. A. Quintanilla, Las virtudes de la racionalidad instrumental: Anthropos, n. 
94-95 (1989) 95-99, A. Cortina, La moral del camaleón, sobre todo cap. 3. Un caso similar es el de J. Mosterín, Racionalidad y acción humana. Alianza, Madrid 1978. Para una crítica a esta postura, ver A. Cortina, Razón comunicativa y 
responsabilidad solidaria. Sígueme, Salamanca 1985, 43-52. 
33 Ver Documento «Sentimiento moral». 
34 Este principio aparece por vez primera en el libro de Cesare Beccaria, Sobre 
los delitos y las penas (1764), pero los utilitaristas considerados como clásicos 
son fundamentalmente Jeremy Bentham (1748-1832), John S. Mill (1806-1876) y Henry Sigdwick. En la actualidad, el utilitarismo sigue siendo potente en la obra de autores como Urmson, Smart, Brandt, Lyons, y en las teorías económicas de la democracia. 
35 J. S. Mill, The Logic of the Moral Sciences. Duckworth, Londres 1987, 143. 
36 Ver Documento «Felicidad», de A. Domingo.
37 J. S. Mill. El utilitarIsmo, 75 y 76. 
38 Esta línea hobbesiana del egoísmo calculador recorre la historia de la ética y 
permanece hoy viva en obras como Morals by agreement de D. Gauthier 
(Clarendon, Oxford 1986). 
39 Ver también Documento «Deber».
40 Cómo puede la razón mover a la voluntad a obrar es un arduo problema que 
la Fundamentación de la metafísica de las costumbres deja sin resolver, porque 
el elemento que sirve de puente entre la razón y la voluntad -el sentimiento de 
respeto a la ley racional- no puede funcionar mecánicamente como causa de la 
puesta en marcha de la voluntad, ya que, en tal caso, la voluntad no actuaría 
libremente. Y como no tenemos otra categoría para entender los acontecimientos si no es la de causalidad mecánica, nos resulta imposible explicar cómo obliga la ley moral. 
Sin embargo, nos vemos obligados a suponer que lo hace para comprender el 
hecho de que existan imperativos categóricos y de que los hombres hayamos 
organizado todo nuestro mundo «bajo la idea de libertad». Qué sentido tiene exigir el cumplimiento de determinados deberes, si carecemos de la libertad necesaria para cumplirlos? Y cómo comprender que tales deberes exijan ser universal y necesariamente cumplidos, si no es porque brotan de una facultad de lo intersubjetivo? 
41 Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, IV, 434 y 435 (trad. cast. de 
García-Morente, Espasa-Calpe, Madrid 1946, 92 y 93). 
42 Esta es la tesis central expuesta ante todo en El enigma del animal 
fantástico, partes I y II.
43 J. Conill, La actual contribución de Nietzsche a la racionalidad hermenéutica 
y política: Estudios filosóficos, n. 119 (1993) 37-62. 
44 Para esta polémica, ver C. Thiebaut, Los límites de la comunidad. Centro de 
Estudios Constitucionales, Madrid 1992; A. Cortina, Etica sin moral, 4.4. 
45 G. W. F. Hegel, Principios de filosofía del derecho, § 141; A. Cortina, Etica sin 
moral, 154. 
46 R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad. Paidós, Barcelona 1991; A. 
Cortina, Etica aplicada y democracia radical, cap. 2.
47 Ver la Documento «Justicia». 
48 J. Rawls, Justicia como equidad. Tecnos, Madrid 1986.
49 J. Rawls, Ibid. 
50 K. O. Apel, La transformación de la filosofía II 341-413; Verdad y 
responsabilidad. Paidós, Barcelona 1991; J. Habermas, Conciencia moral y 
acción comunicativa. Península, Barcelona 1985; Justicia y solidaridad, en K. O. 
Apel - A. Cortina - J. De Zan - D. Michelini, Etica comunicativa y democracia. Crítica, Barcelona 1991, 175-208; A. Cortina, Razón comunicativa y responsabilidad solidaria. Sígueme, Salamanca 1985; Etica mínima; Etica sin moral, Etica aplicada y democracia radical; V D García-Marzá, Etica de la justicia. Tecnos, Madrid 1992. 
51 Para una exposición más detallada de este punto, ver los trabajos citados en 
nota anterior y también el Documento «Deber».
52 A. Cortina, Etica aplicada y democracia radical, parte III. 
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Bibliografía 
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