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P E R S O N A


Carlos Díaz

1. Raíces filosóficas del personalismo 
PERSONALISMO/RAICES 

a) Raíz antigua y medieval 
Dos dimensiones cruzan la noción de persona en la antigüedad y en 
el medievo, ambos tan fecundados por lo cristiano: por un lado, su 
consideración como realidad «en sí»; y por otra parte, como realidad 
relacional. 

- La persona como realidad «en si», 
por si», independiente 
e incomunicable de derecho 

Antes del cristianismo, el término ousía, el ser propio de cada 
realidad, fue usado a veces por Aristóteles para designar la sustancia 
individual concreta 1, esto es, aquello que siendo siempre sujeto nunca 
es predicado (como próte ousia, pues), pero otras veces lo usó para 
designar la especie o el género, la esencia o predicado común a varias 
sustancias individuales concretas, la esencia. 
Para evitar esta ambivalencia, se distinguió entre ousía como 
esencia o comunidad, e hipóstasis como sustancia individual o 
propiedad no común, de ahí que equivaliese a prote ousía: la 
hipóstasis como ousía átomos, vale decir, como supuesto, en tanto 
poseedora de perfecta subsistencia, y de ahí procede la expresión 
suppositum aut hypostasis. 
Los filósofos cristianos comenzaron traduciendo por substantia tanto 
ousía como hipóstasis, pero cuando ousía comenzó a designar lo que 
es común a varias sustancias individuales concretas, es decir, cuando 
ousía se usó como equivalente no a «individualidad sustancial», sino a 
«comunidad», no se pudo conservar la misma palabra substantia. 
Entonces, tal vez introducido por Tertuliano en el uso legal, se propuso 
el término persona: sustancia completa que existe por si misma. 
Sin embargo en el lenguaje teológico se usó cada vez más persona 
(e hipóstasis) para referirse primariamente al as personas divinas, 
hablándose de hipóstasis como persona divina, e introduciéndose la 
expresión unión hipostática para designar la unidad de dos naturalezas 
en una hipóstasis o persona: así la unión en la sola persona única e 
indivisible del Dios Hijo de las dos naturalezas de Cristo, la naturaleza 
divina y la naturaleza humana. 
Más tarde, Boecio en su Liber de persona et duabus naturis 2 
define a la persona como rationalis naturae individua substantia, 
sustancia individual de naturaleza racional, que existe por derecho 
propio (sui iuris) y es perfectamente «incomunicable». 

- La persona como entidad relacional 

Junto a esa definición de la persona tan vinculada a lo teológico se 
encuentra otra no en menor medida construida al filo de la teología, 
aunque más bien entre algunos padres griegos, y en occidente 
elaborada por Ricardo de San Víctor, el cual distingue entre el sistere 
en que consiste la naturaleza, y el exsistere, el «venir de» u 
«originarse de», en que consiste el ser persona. 
Ello no niega a la persona su «independencia» o, mejor, su 
subsistencia, pues la relación es entendida como una «relación 
subsistente», relación primariamente a Dios, de quien la persona 
recibe su naturaleza, y a los demás hombres, en cuanto personas. 
A la vez, los autores que destacaron la «independencia» o 
«subsistencia» de la persona tampoco negaron por entero su 
condición relacional, más modernamente acentuada por los sistemas 
filosóficos contemporáneos, especialmente por la fenomenología. 

b) Raíz kantiana: 
Rehabilitación de la persona por la conciencia moral 

- Kant, que se había encontrado con las mismas dificultades que 
Hume para conocer a la persona por vía de la Bewusstsein (conciencia 
gnoseológica), la reconoce por la vía de la Gewissen (conciencia 
moral). Efectivamente, el conocimiento del yo por medio del homo 
phänomenon sólo puede ser empírico: «La proposición yo pienso o yo 
existo pensando es una proposición empírica» 3, pero de tal «yo 
pienso» solo sabemos que «debe acompañar a todas mis 
representaciones» 4, un «debe» que es un «debería» o un «no estaría 
mal que», pero del que nada puede decirse a ciencia cierta, valga la 
expresión. 
-Así que la definición del yo viene por otro camino, el del homo 
noumenon libre y no sometido en su conciencia moral a las 
determinaciones empíricas contingentes: mientras «la crítica 
especulativa -dice Kant- se esforzó por dar a los objetos de la 
experiencia como tales, y entre ellos a nuestro propio sujeto, el valor 
de meros fenómenos... ahora sin embargo la razón práctica por sí 
misma, y sin haberse concertado con la especulativa, proporciona 
realidad a un objeto suprasensible de la categoría de la causalidad, a 
saber, a la libertad» 5. Como ha dicho Adela Cortina, Kant «intentó 
construir... una auténtica antroponomía, una imagen normativa de 
hombre, extraída desde los principios del deber» 6. 
- Aquel que niegue de entrada la libertad humana no podrá 
reconocerse en Kant, como tampoco aquel otro que quiera reducir la 
distancia enorme que en Kant se abre entre la libertad no sometida a 
los impulsos naturales, y los impulsos naturales no conocedores de 
libertad; finalmente, tampoco podrían entenderse con Kant quienes no 
estuvieran dispuestos a aceptar dos corazones tan distintos, el puro 
teórico y el puro práctico. Ahora bien, aceptados los postulados 
kantianos, no hay más remedio que definir con él a la persona como 

«libertad e independencia frente al mecanismo de la naturaleza entera, 
consideradas a la vez como la facultad de un ser sometido a leyes propias, 
es decir, a leyes puras prácticas establecidas por su propia razón».

Kant entiende, pues, a la persona como «libertad de un ser racional 
bajo leyes morales» dadas por el racional a sí mismo, lo cual no 
significa que fueran arbitrarias, pues entonces carecerían de 
racionalidad, en la medida en que racionalidad y universalidad se 
implican recíprocamente. 
- A Kant, esa libertad racional bajo leyes morales capaz de darse a 
sí misma su propio comportamiento moral (su antroponomía) le fascina: 


«Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y 
crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la 
reflexión: el cielo estrellado sobre mi, y la ley moral en mí.

- Por esa razón, de ninguna otra parte que no fuera el propio pecho 
libre acepta Kant que salga el comportamiento humano, de ahí que 
esta idea de lo personal «despierta el respeto y nos pone ante los ojos 
la sublimidad de nuestra naturaleza» 8. 

«A un hombre honrado, en la mayor de las desgracias de la vida, desgracia 
que hubiera podido evitar sólo con haber podido saltar por encima del deber, 
¿no le mantiene siempre firme la conciencia de haber conservado en su 
dignidad y honrado la humanidad en su persona, de no tener motivo para 
avergonzarse de sí mismo y evitar el espectáculo interior del examen de sí 
mismo? Este consuelo no es felicidad... La majestad del deber no tiene nada 
que ver con el goce de la vida» 9. 


- Dado este carácter sumamente valioso y sin parangón natural del 
obrar personal, nada tiene de extraño que Kant, rechazando toda 
instrumentalización de la libertad humana que pretendiera utilizarla 
como medio, defina a ese libre obrar humano personal como fin en sí 
mismo: 

«En toda la creación puede todo lo que se quiera y sobre lo que se tenga 
algún poder ser también empleado sólo como medio; únicamente el hombre, 
y con él toda criatura racional, es fin en sí mismo. El es, efectivamente, el 
sujeto de la ley moral, que es santa gracias a la autonomía de su libertad» 
10. 


- De ahí que lo propio de todo fin en sí, de toda persona, sea 
respetar a Ios demás fines en si: 

«El deber de amar al prójimo puede expresarse también del siguiente 
modo: Es el deber de convertir en míos los fines de otros (solamente en la 
medida en que no sean inmorales); el deber de respetar a mi prójimo está 
contenido en la máxima de no degradar a ningún otro hombre convirtiéndole 
únicamente en medio para mis fines (no exigir que el otro deba rebajarse a sí 
mismo para entregarse a mi fin)» 11. 


De esta forma, aunque Kant abre a su vez la persona a la 
trascendencia afirmando que si Dios no existiera esa ley moral 
personal quedaría frustrada y carecería de sentido, y aunque viene a 
resolverse en las afirmaciones básicas cristianas, sin las cuales pese a 
todo Kant no hubiera escrito lo que escribió, ensaya por su parte con 
originalidad extraordinaria una vía de autonomía moral que le resultará 
muy querida a la conciencia contemporánea. 

c) Raíz fenomenológica: 
La intencionalidad respondente

También la fenomenología, al acentuar la dimensión relacional de la 
persona entendida intencionalmente, ha realizado en nuestros días 
importantes aportaciones gracias a Edmund Husserl Por nuestra parte, 
con el máximo esquematismo, mostraremos a continuación tan sólo 
algunas de las dimensiones éticas derivadas de la filosofía husserliana 
de la intencionalidad, recogidas luego por fenomenólogos 
personalistas como Lévinas y otros: 
La persona es un ser necesitado, menesteroso, abierto desde su origen, y sólo se desarrolla y planifica en el buen trato con el otro y consigo mismo. 
- Si, pues, ser es ser-con-otro, y no meramente co-existiendo, ello 
exige dar respuesta, es decir, afrontar la relación con el otro, que por 
ser otro es pregunta, otro que -por tanto- también soy yo mismo para 
mí mismo en cuanto que asimismo devengo pregunta para mí. Todo 
preguntar es un abrirse relacionalmente. 
- Tal apertura sólo resulta humana si solícita, nunca destitutiva ni 
destructiva. Esa apertura le hace al hombre «pastor del ser» 
(Heidegger) y, más en concreto, «guardián del hermano» (Lévinas). 
- Por ende, si me cierro y no doy respuesta para evitarme las 
molestias de toda relación interrogadora, entonces me inhibo y digo 
cainitamente: «¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» 12. Al 
volverme incircunciso de oído, sordo a la llamada del otro, también me 
vuelvo absurdo, absurdus, sordo en el origen. Y así, por evitar a los 
otros alegando que son el infierno (Sartre), devengo verdugo en la 
medida en que no respondo a su llamada, pues no responder a la 
llamada escuchada significa generar victimación. 
Y además, si sólo respondo de mí, ¿aún puedo decir que soy yo? 
De modo y manera que sólo por un respondente «heme-aqui-parati» 
devengo responsable. 
- Cuando opto por una respuesta selectiva y digo: «Prójimo es sólo 
mi familiar, o mi amigo, o en todo caso aquel con el que me vinculo 
gratamente», entonces no he sobrepasado aún los estrechos límites 
de la ley del Talión, que dice: «Ojo por ojo, diente por diente, mano por 
mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, 
cardenal por cardenal». Pero de ese modo no salgo del egoísmo, 
aunque sea apelando a la reciprocidad y a la simetría. Sólo el 
universalismo de la conducta, que deja atrás el egoísmo, plenifica 
relacionalmente. 
- En consecuencia, un comportamiento universalizable exige, como 
ha señalado Emmanuel Lévinas, un trastorno del egoísmo, y por ende 
una afirmación de la disimetría, que podríamos formular como sigue: 
Los deberes del otro no son derechos para mi, mis deberes si son 
derechos para el otro. 
-Claro que, en este orden de cosas, hay que tener cuidado para 
evitar la autoabsorción por el otro, pues, si tal no se evitara, se 
produciría una relación sin relación, es decir, la mera dependencia, la 
cual no es buena ni del otro hacia mí, ni de mí hacia el otro. 
- De ahí el necesario cuidado de si mismo, el amor a mí mismo tanto 
como al otro. Esto conlleva la afirmación de la autorrealización 
heterorrealizante, que es en el fondo la reconciliación plena: del otro 
conmigo, mía con el otro 
- Y esta relacionalidad se ha de abrir social y políticamente, pues la 
relación de intimidad personal ha de prolongarse en una afirmación de 
intimidad transpersonal, donde se conserve la identidad de la relación 
diádica (Nédoncelle), pero se la potencie comunitariamente, como 
siempre defendió el personalismo, que sólo lo es si también se afirma 
comunitariamente, por cuanto que desea que su beso abarque a la 
entera humanidad. 
Dicho de otro modo: La respuesta al tú concreto exige su apertura 
relacional hacia el universal político (de la polis), donde la actuación 
amorosa y responsable exige a la par su implantación técnica. 

d) El personalismo comunitario

Al basarse en el cristianismo el reconocimiento de la dignidad de 
todo ser humano, y al ponerse gracias a él en ejercicio la invitación al 
amor universal, todo estaba ya abierto y facilitado para la especulación 
filosófica personalista. Por eso el personalismo, desde la convicción 
bíblica abierta a todos los hombres de buena voluntad, acepta y se 
constituye en heredad de la doble tradición escolástica antigua y 
medieval, del kantismo y de la fenomenología, que son las tendencias 
filosóficas más acordes con su visión. 
Y por eso la afirmación que hacemos a continuación se desprende 
de suyo y con plena naturalidad de todo lo anterior, a saber, el 
personalismo es el cruce de todos los caminos ya señalados. Este 
cruce de caminos es abierto como tal cruce, por eso más que un 
sustantivo se convierte en un modesto adjetivo, pues puede darse un 
tomismo personalista, un kantismo personalista, una fenomenología 
personalista, etc., a su vez de carácter formal, procedimental, etc. 
El personalismo, filosofía y experiencia, no resulta fácil de vivir en un 
mundo impersonal, pero no por ello deja de ser una vivencia 
apasionante, que por saberse fundada en la gratuidad se asume con 
fe, se vive con esperanza, y se derrama en caridad, virtudes teologales 
y por ende provinientes de Dios. En ellas tienen las virtudes cardinales 
humanas su asiento y desarrollo. 

2. Por una definición integradora de la realidad personal 
Así las cosas, si nos situásemos de parte de Boecio, entonces en la 
medida en que tenemos naturaleza habríamos de ser coherentes con 
ella, y dado que la naturaleza de que hablamos constituye nuestro «sí 
mismo», y es buena para nosotros, entonces habría que desarrollarla 
racionalmente haciendo el bien y procurando evitar el mal. 
Pero si hiciésemos caso a sus críticos surgidos en los siglos XIX y 
XX, por ejemplo al Freud para quien nuestra identidad se compone de 
tres pulsiones básicas, el ello, el yo, y el superyó, y al Nietzsche para el 
cual somos lo que en cada instante hace nuestra voluntad de poder, 
de tal suerte que más que poder decir que «somos» deberíamos decir 
que «estamos», entonces esa hipotética «naturaleza» de Boecio, lejos 
de existir como un soporte fijo, consistiría a lo sumo en cambiar, en 
potenciarse con carácter fragmentario, y el bien y el mal de los que 
habitualmente se habla como algo axiológicamente invariable e 
inmutado distarían mucho de poderse definir por ella. 
Así que, situados en la perspectiva de Freud y de Nietzsche, no 
existiendo en modo alguno bien ni mal por naturaleza, habríamos de 
ser incoherentes y discontinuistas, estándonos por ello cualquier 
acción permitida. Freud, en efecto, nos pediría que diésemos rienda 
suelta a las pulsiones sexuales, en la medida de lo posible, que sólo 
controlásemos las pulsiones de nuestros instintos a fin de poder 
guardar las normas de convivencia sociales siempre inevitablemente 
necesarias (aunque «de suyo» no), toda vez que el dar en todo 
momento absoluta rienda suelta a nuestros deseos acarrearía 
innúmeros problemas de convivialidad. 
Por su parte, Nietzsche irá más lejos. El nietzscheano, no recatado 
ni siquiera ante la convención social, pedirá no reprimir nada en 
absoluto, aunque eso conllevara problemas, los propios de la 
oposición de distintas voluntades de poder. Para Nietzsche, si te 
atreves, eres bueno; para Freud, si funciona tu comportamiento y te 
sientes mejor, eso está bien. Todo lo que en Boecio fuera naturaleza 
resulta aquí pulsión momentánea y funcional. 
Como estamos viendo, el sujeto contemporáneo de Freud o de 
Nietzsche no es un sujeto ético, sino un sujeto patético, que ejerce su 
«pathos» conforme a su voluntad, en la medida en que puede. Lo 
importante para estos pensadores posboecianos es afirmar la pasión, 
sentirse afirmando la propia voluntad o el propio deseo, y afirmado por 
ellos, porque la voluntad y el deseo serían más fuertes que la razón 
moral y mucho más que una hipotética «naturaleza» humana. En 
ambos casos, el «más allá del bien y del mal» indicaría que no existe 
otra exigencia de virtud que la victoria o la evitación del dolor, mientras 
que los valores morales objetivos ejercidos naturalmente por la 
persona desaparecen. 
No extrañará que, así las cosas, la gran dificultad consista en 
entenderse entre quienes creen que es posible una persona como 
sujeto moral o ético (aunque este sujeto moral no tenga las 
características del boeciano, y sí por ejemplo más bien las del sujeto 
kantiano, etc.) y aquellos otros para los cuales nuestra existencia no 
pasa de ser la de un sujeto patético. 
Es ésta una gran tensión, en efecto, pues no se vive de la misma 
manera cuando se está convencido de que hay que ser coherentes 
con una naturaleza y un proyecto, que cuando se vive 
des-naturalizadamente y con la mera voluntad como proyecto 
ejercitable en cada momento, aunque fuere en direcciones distintas. Y 
tampoco se construye lo mismo una polis cuando se piensa que el 
sujeto, por mucho que cambie, guarda una cierta permanencia que le 
obliga a la coherencia y a la fidelidad (aunque se trate incluso de una 
fidelidad evolutiva e histórica), que cuando por el contrario se estima 
que palabras tales como «coherencia», «permanencia», «fidelidad» o 
«naturaleza» deben ser remitidas cual antiguallas al baúl de los 
recuerdos pasados, pues que todo cambia, nada permanece, todo 
está permitido en la medida en que todo vive de la relatividad, y, en fin, 
nunca te bañarás dos veces en el mismo río. 
De todos modos, algo parecen tener de sustrato inmutable los 
siempre partidarios del cambio, a saber, que hacen siempre lo mismo, 
aunque sea para cambiar siempre. En su extremo opuesto, aquellos 
que afirman la imposibilidad de todo cambio y que ellos son la 
expresión quintaesenciada de esa total inalterabilidad, también esos 
cambian, pues al final terminan quedándose desplazados respecto del 
entorno, lo que les lleva a ser diferentes a sí mismos, pues, aunque no 
nos guste, todos nos definimos también por relación al lugar que los 
otros ocupan en nuestro entorno. eI mismo que estaba acompañado, 
pero ahora no lo está porque se ha quedado solo, ese mismo ha 
cambiado por mor del cambio de su circunstancia vital. 
Es por esto por lo que desde nuestro punto de vista entre los dos 
extremos de los mutantes y de los inmutados, lo que cabe es plantear 
la posibilidad y la exigencia de un yo serio, permanente, a la par que 
cambiante y alegre, de un yo a la vez eterno y contingente, olímpico y 
któnico, ético pero no dogmático. Ni sólo Boecio, pues, ni solamente 
Freud-Nietzsche. Nuestro punto de vista se mueve reivindicando la 
exigencia de integración de Parménides el inmovilista y de Heráclito el 
torbellino, en torno por ende a la exigencia de articular un nuevo sujeto 
en la encrucijada entre los clásicos y los modernos. Un nuevo 
aristotelismo o, si se prefiere, un nuevo espíritu dialéctico, un esfuerzo 
más por reconstruir la subjetividad se impone. 
Así las cosas, aunque Aristóteles define al hombre como «animal 
que tiene razón» (lo que en el fondo resultará ser la misma definición 
de Boecio, si bien más primitiva porque no ha pasado por ella la 
elaboración a que la sometiera el concilio de Nicea), quizá fuera 
oportuno en orden a la reconstrucción del sujeto por la que estamos 
abogando recordar aquí la caracterización que hace Platón del hombre 
como «ser intermedio»: ni ángel, ni bestia (ni totalmente ello sensual) 
ni ángel (absolutamente superyó perfeccionista), ni permanentemente 
travestido ni permanentemente aquinético, ni radicalmente monolítico 
ni radicalmente exento de pluralidad tensional en ese su inagotable 
«nosotros interior». Cuantos se han acogido a la definición de Platón 
han definido a la vez la realidad personal como gran sufrimiento y gran 
esperanza. Estas últimas adjetivaciones («gran», «gran) están 
intencionadamente traídas a colación para evitar confundir la humana 
condición medial con una condición mediocre: El ser humano 
intermedio no debería identificarse con el ser humano tibio, ni frío ni 
caliente. 
Ciertamente, muchas veces no somos libres para asumir aspectos 
modernos, abiertos gracias a Freud y a Nietzsche, pero en otras 
ocasiones no cabe negar que quien más y quien menos intuye que lo 
de Freud y de Nietzsche es una superchería, porque cada cual sabe a 
ciencia cierta que hasta en la irrequietud y el torbellino de su dislocado 
existir él es él, su yo mismo, la mismidad de su yo, su yo boeciano. 
Como se ha escrito, al prototipo de un yo mineralizado en carácter ha 
de sucederle un perfil de madurez humana con plasticidad y 
adaptabilidad activa a las personas, capaz de acometer inéditos 
proyectos que no han de significar irresponsabilidad o transfuguismo, 
con gesto liberador de quitarse mansamente la coraza, yendo hacia un 
hombre nuevo. Desde esta perspectiva hay que entenderse 
Pero ocurre, en efecto, que todos tenemos, unos más y otros 
menos, un poco de liberadores y otro poco de no liberados, pero 
también el que se libera es porque tiene ataduras, a las cuales llega en 
ocasiones conscientemente, y en otras inconscientemente, 
conservando de todas formas muchas vivencias subconscientes. 
Además, el tiempo se encarga de mediar en la continuidad del existir, 
introduciendo grietas y fragmentos múltiples que rebajan mucho la 
coherencia y las pretensiones de continuidad. 
En resumen, ¿podría ese ser humano que con Platón hemos 
definido como «intermedio» actuar sin tener en cuenta a la vez la 
convicción y la responsabilidad? Mientras tanto, en una existencia que 
podríamos definir como dramática, es la esperanza lo que aúna firmeza 
(firmitas) y enfermedad (infirmitas). 
Pasemos, así las cosas, al análisis de la condición personal más de 
cerca. ; 

3. La persona, fin en sí

PERSONA/FIN-EN-SI: Podríamos esperar que el personalismo 
comenzara definiendo la persona, pero sólo se definen los objetos 
exteriores al hombre, y que lo definido queda delimitado, y el ser 
personal no puede ser definido por nada, antes al contrario es él quien 
define o delimita a todo lo que no es persona. Dicho de otro modo, la 
persona no es un objeto, ella es lo que no puede ser tratado como 
objeto. Realidades inconmensurables, no existen las piedras, los 
árboles y los animales, y junto a ellos las personas que fueran árboles 
móviles o animales más astutos, no. La persona no es un objeto 
mundano, ni siquiera el más maravilloso de los objetos mundanos, 
cognoscible desde el exterio como los demás y desde allí mensurable, 
sino que ella es la única realidad presente intencionalmente en todas 
partes, pero no reductible a ningun sitio.
Esto no impide que se produzcan aproximaciones puramente 
descriptivas a la condición personal, y de ese modo Emmanuel Mounier 
perfila así el perímetro de lo personal: 

«Una persona es un ser espiritual constituído como tal por una manera de subsistencia y de independencia en su ser; conserva esa subsistencia por la adhesión a una jerarquía de valores libremente aceptados, asimilados y vividos por un compromiso responsable y una constante conversión; unifica así toda su actividad en la libertad, y desarrolla además a impulsos de actos creadores su vocación personal». 

Irreductible, pues, a las cosas, la persona es fin en sí misma, fin en 
sí misma pero no el final de sí misma, pues queda abierta a lo que la 
funda y trasciende, y por ende irreductible a las cosas e inobjetivable, 
esto es, no tratable como objeto, de ahí que no deba preguntarse 
«qué» o qué cosa sea la persona, sino al contrario «quién» es ella, 
cuáles sus caracteres constituyentes. La persona es, por lo antedicho, 
y sólo podría ser, la realidad suprema sobre la tierra, cualitativamente 
distinta a todo lo demás (y no sólo cuantitativamente), una realidad 
ontológicamente digna, un fin en sí y nunca un medio. 
El hombre es persona, algo que nos habla de la eminente dignidad 
merecida: «Trátame como a un ser humano», decimos recabando del 
otro un respeto superior, equivalente a un «no me trates como si yo 
fuera un mero animal». Por morales, dice Kant, no solamente nos 
vemos elevados a la condición de «hombres», sino también a la de 
«personas», no solamente a la de sujetos (entidades meramente 
contrapuestas a los objetos en la relación cognoscitiva), sino también a 
la condición de personas especialmente revestidas de excelsitud, y por 
ende tan disimétricas frente a todo lo demás en el mundo como por 
encima de ello. 
En esta línea asegura Kant que «toda moral está fundada en el 
supuesto de que el hombre es un ser libre». La libertad, atributo y 
atribución primordial de la persona que de este modo no se subordina 
a las determinaciones de la naturaleza a la que supera y trasciende, la 
libertad, decíamos, no se atiene o subordina a ningún otro imperativo 
que no sea el de su buena voluntad, la cual le posibilita obrar 
categóricamente, esto es, con fuerza de ejemplaridad universalizante, 
para loor y gloria de todos los hombres en todo tiempo y en cualquier 
espacio. Cuando así de incondicionadamente actúa la persona, 
cuando actúa siguiendo su deber moral en orden a lo bueno, entonces 
hace lo que todos aprueban, ya que quiere para los demás lo que 
quiere para sí misma. 
Pero un ser moral tal y como Kant lo dibuja, la persona, resulta 
superior a toda otra condición creatural, porque no se subordina a las 
cosas, antes al contrario las subordina él mediante su buena voluntad 
libre puesta al servicio del deber. Quien así actúa no puede ser 
tomado como medio, es un fin en sí; y como tal no podría tomar a los 
demás cual medio para su propia liberación, pues entonces no obraría 
de tal modo que su comportamiento valiese universalmente. Quien así 
actúa, en fin, lejos de tomar a los otros como un medio, ni siquiera les 
mentirá por filantropía o en beneficio suyo, porque de ninguna mentira 
puede esperarse que la mentira sirva al hombre, el ser que busca la 
verdad por excelencia. 
Ese fin en sí mismo tiene, pues, valor y no precio, no habiendo 
dinero ni cosa alguna que sirva para comprarle; ni comprable ni 
vendible, la persona es la medida de todo lo que se compra y se 
vende, alguien, en suma, absolutamente digno y no mediatizado por 
nada, tan digno por ello como merecedor de eternidad. Henos, pues, 
ante la persona como realidad estructuralmente superior. 

4. La persona, estructura de realidades 

a) La persona, animal de realidades 

«El hombre es el animal que animalmente trasciende de su propia 
animalidad, de sus estructuras orgánicas. El hombre es la vida trascendiendo 
en el organismo a lo meramente orgánico... Es trascender no de la 
animalidad, sino en la animalidad; la psique, en efecto, no es algo añadido al 
organismo, sino un constructo estructural con él. Por tanto, trascender no es 
salirse del organismo, sino un quedarse en el organismo de la animalidad. Y, 
segundo es trascender en la animalidad a su propia realidad. La unidad de 
estos dos momentos es justo lo que significa la definición del hombre: Animal 
de realidades» 13.


Ser animal de realidades significa, pues, sobrepasar la mera 
animalidad sin dejar de ser animal, pues el mero animal no es capaz de 
contemplar «realidades», aunque sí objetos: 

«El animal es objetivista, y tanto más objetivista cuanto más perfecto 
sea como animal. Pero no es ni puede ser jamás el más modesto 
realista. Porque realidad no es mera independencia objetiva respecto 
del sujeto aprehensor, sino ser de suyo antes de ser lo que es en la 
aprehensión. Todo «de suyo« es independiente, pero no todo 
independiente lo es «de suyo» 14.

b) La persona, realidad subsistente o sustantiva 

Este animal de realidades goza de la suficiente autonomía e 
independencia como para que podamos considerarle a la par realidacl 
subsistente, en el bien entendido de que realidad subsistente no 
significa solamente realidad «sustancial», pues si definiésemos 
exclusivamente a la persona como «sustancia», estaríamos corriendo 
el riesgo de no resaltar sus posibilidades de cambio y de 
diversificación, de ahí que, aceptando inclusivamente la sustancialidad 
como realidad fundamental de la persona, prefiramos definirla con 
Zubiri como realidad subsistente o sustantiva, tratando así de acoger lo 
mismo sus aspectos estables como sus aspectos mutables: 

«Yo concibo -dice Zubiri- la subsistencia no desde la sustancialidad, sino 
desde la sustantividad: Desde la sustancialidad, la subsistencia sería un 
modo añadido; desde la sustantividad, la subsistencia es suidad» 15. 

La subsistencia, pues, tal y como la definieron los clásicos, a saber, 
como «lo inseparable respecto de sí mismo, pero distinto de todo lo 
otro» -«indivisum in se et divisum a quolibet alio»-, nos dice que la 
sustantividad ha de ser una realidad unitaria y totalizante para poder 
funcionar como algo irreductible frente a las demás realidades. 
Consecuentemente, cabe añadir: 

«La persona no consiste en ser sujeto, sino en ser subsistente. Que sea 
sujeto dependerá de la índole consistencial del subsistente. Pero la persona 
en cuanto tal está constituida por el carácter subsistente de la realidad. No 
consiste en ser sujeto; al revés, puede ser sujeto en tanto y en cuanto es 
subsistente» 16. 

c) Por subsistente, la persona es la estructura superior a todas las 
restantes 

A partir de estas posiciones zubirianas que asumimos, podemos ir 
hacia la epistemología genética y ampliarlas sistematizando del modo 
siguiente: 

- La estructura humana, a su vez compuesta de subestructuras, no 
está disuelta, ni opera con unas leyes distintas a las del sistema social 
total, si bien su comportamiento sólo parcialmente se rige por las 
pautas sociales. El individuo no carece de autonomía, pero sin su 
entorno no podría planificarse. 

-Toda estructura, también la humana, es bipolar, a la vez 
estructurante y estructurada. Desarrollar una estructura, evolucionar, 
crecer, no puede darse sobre las bases del mero azar. Por eso es 
menester deslindar en las estructuras los elementos estructurados (lo 
que ya ha llegado a ser) y las leyes estructurantes mismas, 
posibilitadoras de tal haber llegado a ser. 
Como dice Piaget, toda relación entre un ser vlvlente y su medio 
presenta ese carácter específico de que el primero, en lugar de 
someterse pasivamente al segundo, lo modifica imponiéndole cierta 
estructura propia. Recíprocamente, el medio obra sobre el organismo, 
pudiendo designarse esta acción inversa «acomodación», entendiendo 
por tal que el ser viviente no sufre nunca impasiblemente la reacción 
de los cuerpos que lo rodean, sino que esta reacción modifica el ciclo 
asimilador acomodándolo a ellos. Dicho esto, puede a partir de aquí 
definirse la adaptación como un equilibrio entre asimilación y 
acomodación. 
- Nada, pues, de desaparición de la persona en el seno de las 
estructuras circundantes. El ser humano, estructura superior y más 
compleja, no solamente no queda absorbido por las estructuras 
circundantes inanimadas, sino que impone sus propias leyes, aunque 
evidentemente no pueda ni deba transgredir las leyes de la naturaleza. 

- La estructura humana no sólo es la de una máquina, sino también 
la de un maquinista. No se dan allí primero procesos de organización, 
de adaptación, de comunicación, etc., y luego mecanismos reguladores 
destinados a corregir sus errores, pues cada uno de estos 
mecanismos forma parte de un mecanismo constructivo cuya condición 
esencial de funcionamiento es la de ser autorregulador.
Frente al behaviorismo o conductismo que consideraba a la persona 
como una «caja vacía» limitada a registrar meramente los estímulos 
procedentes del exterior, el hombre corrige no sólo su ambiente 
externo, sino también el interno, produciendo intercambios y 
equilibrios, y constituyendo un enriquecimiento para la organización 
misma, tanto hacia el pasado (feed-back) como hacia el futuro 
(feed-forwards). 
Más aún, la estructura posee reguladores de los reguladores que 
almacenan y reservan lo que será útil en el futuro. 
- Por mor de esta autorregulación, posee un sistema de cierre, 
gracias al cual las transformaciones interiores a ella no transgreden 
sus fronteras ni pierden sus propias leyes, aun cuando en calidad de 
subestructuras entren a formar parte de una estructura mayor, un 
«retículo estocástico subordinado», donde a cada elemento del 
sistema se une una cierta posibilidad de ensanchamiento que amplía 
sus límites conservando sin embargo las propias leyes de su interior 
(homeostasis). Toda estructura queda así sujeta a cambios, pero 
también a progresos. 
- Por ser compleja la estructura, suele reservarse el nombre de 
«función» al papel que desempeña una subestructura respecto al 
funcionamiento de la estructura superior (la sociedad). Ahora bien, el 
ser humano ni está en dependencia funcional respecto de lo social, ni 
prescinde de ello. 
- En definitiva, si la evolución de los seres organizados se nos 
presenta como una serie ininterrumpida de asimilaciones del medio a 
formas cada vez más complejas, la misma diversidad de esas formas 
demuestra que ninguna ha bastado para equilibrar definitivamente esa 
asimilación verdaderamente grandiosa. 
La epistemología genética, pues, lejos de reducir el universo 
personal a la condición de la máquina, lejos también de las 
afirmaciones arbitraristas del estructuralismo, lo mismo que del 
azarismo caológico y del determinismo necesitarista, lejos en definitiva 
de algunas tendencias infundadas que hicieron furor filosófico hace 
algunos años, muestra que no cabe en modo alguno prescindir del 
poder significante, creativo y simbolizador de esa estructura subjetual a 
la que denominamos persona humana. 
Así las cosas, a continuación mostraremos más 
pormenorizadamente la condición relacional y dialógica de esa 
estructura. 

5. Del yo al nosotros, del nosotros al yo

a) La persona, estructura intencional 

YO-NOSOTROS: Estructura intencional abierta, la persona no se 
entendería desligada de su contexto, ni se reduciría a él, acabamos de 
decir. 
En efecto, el yo sin el nosotros dista de ser verdadero, lo mismo que 
el nosotros sin el yo. No es primero la persona un ser cerrado que 
luego se abriese a los demás, ni se cierra a los demás después de 
abierta, sino que consiste en un relacionarse permanente. 
Efectivamente, no pierde el hombre su dignidad abriéndose a los 
demás, antes al contrario la perdería si no fuese capaz de abrirse a 
ellos. El ser humano es una apertura radical al mundo y a las demás 
personas, y como tal su ser consiste en estar siendo (presenta, pues, 
una estructura gerundial), en estar en permanente estado de 
constitución, y por eso mas que de integración del hombre en el 
mundo, al modo como se integran las cosas desde fuera, cabría hablar 
con Zubiri de integrificación, o sea, de integración desde el interior, 
desde lo que va plenificándose sin perder la autonomía. 
Dicho de otro modo, la condición personal es a la vez permanente 
y temporalizante, reflexiva y flexiva, circunflexiva por ende. Si queremos 
poner guiones para señalar la unión respectivista a que se acaba de 
aludir, nada mejor que traer a colación al ser-en-el-mundo de 
Heidegger, o al yo-soy-yo-y-mis-circunstancias de Ortega y Gasset. 
No se nace enseñado, poco a poco vamos aprendiendo a 
relacionarnos y socializarnos: 

«La socialización primaria crea en la conciencia del niño una abstracción 
progresiva. Por ejemplo, en la internalización de normas existe una progresión 
que va desde el «mamá está enojada conmigo ahora«, hasta «mamá se enoja 
conmigo cada vez que derramo la sopa«. A medida que otros significantes 
adicionales (padre, abuela, hermana mayor, etc.) apoyan la actitud negativa 
de la madre con respecto a derramar la sopa, la generatividad de la norma se 
extiende subjetivamente. El paso decisivo viene cuando el niño reconoce que 
todos se oponen a que derrame la sopa, y la norma se generaliza como «uno 
no debe derramar la sopa«, en la que «uno« es él mismo como parte de la 
generalidad que incluye, en principio, todo aquello de la sociedad que resulta 
significante para el niño« 17. 

La socialización primaria se prolonga en la secundaria, y así 
siempre, porque el hombre está llamado a construir y habitar un mundo 
con otros, el cual mundo de tal modo construido vuelve a actuar sobre 
la persona, y así sucesivamente, de modo que en la dialéctica entre la 
naturaleza y el mundo social la propia persona se transforma 
transformando. Y como todo ello ocurre en el tiempo, el hombre hace 
historia, porque la historia consiste en ese flujo de fuerzas donde el 
hombre es el agente principal. 

b) Carácter relacional de la persona 

Así, pues, en su relación se comprende en profundidad lo humano: 


«Poned atención: 
un corazón solitario 
no es un corazón». 

Machado nos recuerda que el ojo que ves no es ojo porque tú le 
veas, es ojo porque te ve; el ojo mismo, como el resto del cuerpo, está 
hablándonos del carácter radicalmente abierto y extravertido de 
nuestra existencia, de nuestra apertura radical al mundo y a las 
personas. Por su radical apertura, el «yo» se enlaza con el «tú» y en la 
pluralidad unitaria del «nosotros». El niño no dice «yo» al principio, 
sólo más tarde lo aprende. La filosofía contemporánea ha hecho 
hincapié en la dimensión intencional o intensional de la persona, 
recordándonos que no se nace cerrado, sino abierto y como a la 
búsqueda del mundo cual si de su otra media naranja se tratara. Hasta 
podría decirse que formamos una unidad ecológica. 
Antes, pues, de que por convicción moral tengamos que abrirnos al 
otro, por constitución metafísica formamos parte del cosmos mismo; no 
es que tengamos que formar parte de él, es que formamos ya parte de 
él. El cosmos nos proporciona una magnífica lección de solidaridad, 
diciéndonos franciscanamente con los hermanos árboles y con las 
hermanas flores y los hermanos animales y los hermanos minerales: 
Todos para uno, uno para todos. 
Pero más allá de la mera soliriaririnci mecánica natural y de la 
solidaridad orgánica vital, el personalista sitúa la solidaridad personal 
que las complementa y recapitula. Aquí las relaciones no son de poder 
ni de supeditación, sino entre iguales, cooperativas, libres. 
Efectivamente, el ser humano, como dijera Ortega y Gasset, es un 
dentro que necesita un fuera, a la par que un fuera que necesita un 
dentro. El diálogo en que crece la persona como consecuencia de su 
condición de abierta es una relación que se sitúa, a pesar de su 
fragilidad, y gracias a ella, en el entre de tú-y-yo, como señala el 
filósofo judío Martin Buber: 

«Una conversación de verdad (esto es, una conversación cuyas partes no 
han sido concertadas de antemano, sino que es del todo espontánea, pues 
cada uno se dirige directamente a su interlocutor y provoca en él una 
respuesta imprevista), una verdadera lección (es decir, que no se repite 
maquinalmente, para cumplir, ni es tampoco una lección cuyo resultado fuera 
conocido de antemano por el profesor, sino una lección que se desarrolla con 
sorpresas por ambas partes), un abrazo verdadero y no de pura formalidad, un 
duelo de verdad y no una mera simulación; en todos estos casos, lo esencial 
no ocurre en uno y otro de los participantes, ni tampoco en un mundo neutral 
que abarca a los dos y a todas las demás cosas, sino, en el sentido más 
preciso, entre los dos, como si dijérarnos, en una dimensión a la que sólo los 
dos tienen acceso. 
Podemos captar este hecho en sucesos menudos, momentáneos, que 
apenas si asoman a la conciencia. En la angustia mortal de un refugio contra 
bombardeos, las miradas de dos desconocidos tropiezan unos instantes, en 
una reciprocidad como sorprendida y sin asidero; cuando suena la sirena que 
anuncia el cese de la alarma, aquello ya está olvidado y, sin embargo, ocurrió 
en un ámbito no mayor que aquel momento. En la sala oscura se establece 
entre dos oyentes desconocidos, impresionados con la misma pureza y la 
misma intensidad por una melodía de Mozart, una relación apenas perceptible 
y, sin embargo, elementalmente dialógica que cuando las luces vuelven a 
encenderse apenas si se recuerda» 18. 

Así que, si atendemos a Buber (que no es poco exigente), muy 
pocas veces un ser humano llega a decir con radicalidad «yo», porque 
muy pocas veces un ser humano realiza la experiencia profunda del 
«entre», de modo que decir yo (o sea, decir «entre») resulta una 
experiencia fugaz, rara, profunda y mística. Lo más íntimo y lo más 
profundo de mi yo, en fin, mora entre tú y yo. Aquí el agustiniano «no 
vayas fuera, vuelve a ti mismo, en el hombre interior habita la verdad» 
queda modificado en el sentido de un «no vayas fuera ni dentro tan 
sólo, habita el entre, en el entre está tu más íntima tuidad». 
De algún modo, pues, cuando los otros desaparecen, desaparezco 
yo también un poco. El yo del «entre» intencional no es un yo estático, 
ni siquiera un yo ek-stático o proviniente de mí mismo y sólo de mí 
mismo, sino ex-stático, esto es, reconocido y potenciado en el «entre» 
relacional. Dicho de otro modo, cuando me encuentro en el rostro del 
otro, cuando amo, «me pierdo» en el tú, pero es así como 
paradójicamente alcanzo la autoconciencia recognoscitiva. Cuando tal 
se produce, entonces surge el ex-stasis. Nadie había llegado tan lejos 
como Buber, pues, en la definición relacional de la persona. 
H/SER-RELACIONAL: Emmanuel Lévinas, así las cosas, 
no ha hecho sino desarrollar la intuición de Buber, cuando para 
recalcar el valor de lo intersubjetivo concluye afirmando: «Antes de 
existir yo, ya estoy en deuda con el otro. Por eso soy rehén del otro». 
Este es un aserto muy fuerte, como resulta obvio, un aserto 
paradójicamente poco dialogante, poco surgido al calor del «entre» 
dialogal, del cual sin embargo procede como su conclusión última. 
En la misma línea, Maurice Nédoncelle asegura que la dimensión 
relacional solamente se encuentra cumplida en su puridad en la 
relación diádica, esto es, entre dos personas y sólo entre dos 
personas. El «nosotros» grupal, pues, no sería sino una aminoración 
de la densidad relacional: Cuanta más gente en la relación, tanto más 
pobre la relación. 
Desde nuestro punto de vista, sin embargo, podría decirse que en 
la vida del hombre hay momentos para Buber, y hay momentos para 
Nédoncelle, para el «entre» y para el «yo-y-tú». 
Sea como fuere, en el hombre, ser relacional, su existencia 
profunda discurre en el torrente vital que va del yo al nosotros, y del 
nosotros al yo, pasando por el tú mío que me acompaña desde el 
interior y por el tú ajeno que va conmigo por fuera como si de mi pronia 
sombra se tratase. 

c) Gratuidad. 
El poder del débil sobre mi
Cuanto menos dialogante, pues, menos «entrante», más menguante 
o declinante resultará el ser humano. Mas ¿qué pasa con aquel que 
carece de capacidad relacional, con el enfermo (con el In-firme), aquel 
que se encuentra disminuido relacionalmente? Esta pregunta se 
completa con otra: ¿qué pasa cuando además yo tengo un exceso de 
autismo, cuando la fuerza de mi ego es tal y la brutalidad de sus 
erupciones tan grande, que anula cualquier posible capacidad 
relacional del otro, incluso en el supuesto mismo de que el otro la 
tenga?; ¿qué pasa con esa subjetividad autoasertiva tan primaria, tan 
yoica, tan egocéntrica, que aunque existieran margaritas las pisotearía 
si con eso sobrepotenciara su ego? 
Pues bien, si para el egoísta redomado no existe más voz que la 
suya propia, para la persona relacional y educada en el «entre» todo 
ser se encuentra en condiciones de capacidad relacional potencial, 
pues si no la posee aparentemente por sí mismo (subnormales 
profundos, etc.), yo se la doy, yo se la regalo al relacionarme con él: Mi 
yo te descubre, hermano enfermo, y te sana en la medida en que 
contigo se relaciona, y se relaciona contigo porque es afectado no 
solamente por tu presencia visible, sino también por tu ausencia misma 
aparente que yo siento como presencia viva y operante. Un padre 
quiere a todos sus hijos, tanto más cuanto menos capacitados de 
expresarse relacionalmente sean. 
En este sentido, no solamente soy yo el racional relacional, el que 
constituye al otro, o, al menos no solamente es mi capacidad la que le 
erige a él en sujeto de diálogo; es también la fuerza, el poder del débil 
sobre mi, lo que me hace solícito y pone en situación de disponibilidad 
para con él, aunque evidentemente sin el reconocimiento por mi parte 
de su debilidad él quedaría en situación de indefensión. Es él, en fin, el 
que saca de mí lo más noble que en mí se contenía potencialmente. 
De todos modos, topamos aquí con la cuestión de la gratuidad: A 
los no-relacionales ¿les otorgo yo la racionalidad relacional, o dicha 
racionalidad relacional nace de ellos misteriosamente? Al carente de 
gratuidad, en efecto, lo in-firme le resulta despreciable o 
menospreciable, llegando incluso a ensañarse con quien padece 
alguna minusvalía, mientras que a otras personas más movidas por la 
gratuidad lo in-firme les resulta lo apreciable, el lugar privilegiado de la 
verdad, la salazón de la tierra, cosa que no aprecian en los poderosos 
soberbios, frente a cuyo poderío se alzan con vigor. 
Y en llegando a este punto, no podemos sino manifestar que uno de 
los errores más trágicos de Nietzsche lo constituye, en nuestra opinión, 
su propia contradicción respecto de los débiles, a los que despreciaba, 
pero de los que dependía al menos en la medida en que toda su 
construcción especulativa no era sino una vigilancia feroz respecto de 
ellos. Ahora bien, ¿no evidencia tal preocupación y tan grande 
vigilancia que los débiles poseen fuerza, hasta el punto incluso de 
convertirse ellos en el eje mismo de la obsesión nietzscheana? 
Por lo demás, ¿quién no descubre en sí mismo una y mil 
deficiencias, carencias de uno o de otro signo? ¿Acaso no percibimos 
en nosotros ámbitos oscuros, fracturas interiores, disimetrías, 
desequilibrios más o menos duraderos? ¿Somos todo y totalmente 
racionalidad comunicativa nosotros mismos? No, ciertamente no. Y sin 
embargo, gracias a esas defectividades podemos acercarnos al otro 
en demanda de apoyo cual pobres de verdad, pues ¿qué hace el 
pobre sino pedir? Este pedir al otro, en fin, no solamente me acerca a 
él, sino que me lleva a descubrir en aquellos ámbitos de mi 
personalidad en los cuales soy más rico que yo también puedo ayudar 
al que -más pobre que yo (¡y siempre los hay más pobres, aunque en 
ocasiones no lo parezca!)- me solicita. 
Y de esta forma llegamos a la aparente paradoja de que es mi 
pobreza para el «entre» la que descubre la realidad de mi riqueza. 
Estamos, empero, educados para la relación triunfal, no para la 
relación petitoria; resulta como de mal gusto pedir, nos excusamos por 
hacerlo, a pesar de que, según nos recuerda la psicología profunda, 
casi toda nuestra vida nos la pasemos lanzando soterradas llamadas 
de auxilio con la esperanza de que el otro capte nuestra emisión. En 
otro sentido, pero en el mismo plexo de cuestiones, estamos 
malamente educados para el llanto («los machotes no lloran, niño»), 
para el abrazo, para la pregunta («tú, oír y callar»), etc., etc. No 
parece, en fin, que hayamos procedido de aquel cálido sol del ágora 
ática donde los heleno5 fundaban comunidad y se relacionaban por 
medio de la palabra. 
Con esto no deseamos terminar ensayando el tono jeremíaco, no 
deseamos en modo alguno insinuar que el relacionarse consista 
solamente en pedir, pues todo el mundo sabe por experiencia propia 
que consiste también en dar, en regalar, acción ésta enormemente 
gratificante hasta el punto de que el mejor piropo que cabría para una 
persona humana sería definirla como un regalo, esto es, como una 
gracia; en el fondo, lo mismo el don que el perdón resultan ser actos 
de vinculación, ritos de aprendizaje relacional: de la relación vienen y a 
la relación se dirigen. Y, desde luego, en ese proceso de encuentro 
enriquecedor en que consiste la relación interpersonal, hay que saber 
disfrutar pidiendo lo mismo que regalando. Tanto lo que se pide como 
lo que se da constituye el ámbito de la relación, puesto que no cabe 
relación sin ámbito. 
En ese entrambamiento, en ese situarse recíproco, estamos, o 
deberíamos al menos intentar aprender a estar, tarea bastante más 
compleja de lo que podría parecer a simple vista, sobre todo si 
tenemos en cuenta que la nuestra es una civilización demasiado lejana 
a la condición relacional donde la experiencia dativa y perdonante se 
mezcla con la expoliadora y vampirizante.
Y es solamente cuando estalla el fracaso personal, el drama 
familiar, el conflicto social, o la guerra, formas todas ellas de conciencia 
desventurada, cuando algunos de los más reflexivos comienzan a 
preguntarse por qué no hemos sido los humanos mejor educados en el 
aprendizaje de la petición y del regalo, existenciarios que sin embargo 
constituyen la mejor licenciatura en filosofía pura pensable. 
Aunque a pesar de todo más vale tarde que nunca, pues nunca es 
demasiado tarde para comenzar a preguntarse por el rostro del otro y 
por su condición de presencia comunicada. 

6. Unidad y pluralidad de la condición personal

a) Las voces y la voz
Resulta, pues, que yo soy yo y mis circunstantes, experiencia vivida por lo demás en mis circunstancias. El hombre que cada uno de nosotros es no accede a su propio yo si no es a través del nosotros, mediante el tú; y tampoco accede al yo que cada uno es, si no atiende a la pluralidad de casos que cada cual tomado individualmente es por su parte. 
Y hemos dicho más aún. En nuestro afán por resaltar la condición 
dialógica de la persona, hemos concedido voz a los sin voz, y voz a los 
afónicos, una voz re-sonante y personante, que nos descubre como 
personas y que suena a través de esas presencias personadoras, 
personas que vocean que quieren ser portavoces aun sin dar gritos, 
silentes y pobres. 
Queremos ahora, para ir concluyendo nuestro estudio, añadir que 
todas las voces expresan la voz, lo mismo la voz activa de la denuncia, 
que la voz pasiva de la finitud doliente y compasiva, que la voz media 
solidaria de la cotidianidad tranquila. Y todo ello sin olvidar que la voz y 
el rostro y el cuerpo del ser humano constituyen una voz común, un 
cuerpo común, un (dicho sea con expresión religiosa) cuerpo místico 
donde los sujetos resultan sarmientos de una misma cepa, y en donde 
el común mal daña a todos, mientras que el bien común y la comunión 
en el bien a todos les bonifica. Para quien tal piensa, la exigencia de 
velar solícitamente por el otro se convierte también en cuidado de sí 
mismo, y todo ello experiencia de una presencia común.
Así que queremos nuestra voz en vocativo (capaz de implorar, de 
pedir, de solicitar), en dativo (capaz de entregarnos a los otros), en 
nominativo (para decir o designar a las cosas por su nombre en un 
mundo dúplice y embustero), en acusativo (a fin de denunciar los 
males nada escasos del mundo, pero sin olvi dar el carácter cálido y 
fraterno de la voz crítica -olvido grave a partir de la Ilustración-), en 
genitivo (en orden a reconocer la genealogía de esa voz, su estirpe 
originaria), etc. En todos los casos, y en todo caso.
Además, ¿por qué no ser voz que clama en el desierto si es 
menester? Pero mientras exis tan otras voces, ¿podría ser lógica una 
voz no dia-lógica, no con-vocante, sin poder de convocatoria ni 
vocación de llamada? Deseamos que la condición personal convoque, 
invoque, y evoque, del mismo modo que reconocemos el carácter 
perlocucionario e ilocucionario de toda apelación.

b) La unidad de las voces 
Y aquí el creyente afirma además que la voz de Dios llamó primero, 
sonó, resonó y se hizo presente en la personación del ser humano, 
una parte de los cuales continúa atento a la escucha («fides ex 
auditu», la fe por el oído) a finales del segundo milenio que ya va 
pensando en concluir. Y esa voz que el hombre escucha y que 
reproduce en sus voces y que apacigua en sus silencios, esa voz no 
sólo se escucha como voz, sino que se percibe encarnándose como 
rostro, pues el rostro habla y no hay palabra que no exija ser 
arrostrada con la acción misma, que es la ultima ratio de la 
racionalidad.
De modo y manera que los así abiertos a lo Totalmente Otro 
afirman que no seremos capaces de encontrarnos a nosotros mismos 
en nuestro gesto sin el espejo de los demás en nuestra voz ni en 
nuestro gesto, pero tampoco a nosotros mismos en nuestra voz ni en 
nuestro gesto sin el espejo de Dios, espejo que se refleja en el espejo 
del hombre, y que pasa por dicho espejo humano. Sin lo cual, todo 
resultaría espejismo. Sin lo cual, además, todo resultaría voceo de un 
sujeto fluctuante que andaría a la deriva. 
V-INTERIOR: Dios, pues, continuaría hablando a ese «hombre 
interior» que es lo más auténtico y profundo de sí mismo, a pesar de 
que el volumen de voces foráneo sea muy grande y aun cuando toda 
la cultura contemporánea parezca orientada a apagar o a sofocar ese 
sonido profundo que sale de nuestro interior y que, como decimos, 
constituye experiencia fundante de nuestra mismidad.
Urge, así las cosas, dedicar tiempo a la escucha de nuestro propio 
interior complicado y a las voces de los otros (especialmente a las 
desgarradoras de los sin voz). Y siendo Dios para el creyente en última 
instancia unidad de voz, todas las voces y todos los silencios 
expresivos habrán de converger hacia esa unidad para en ella 
integrarse. La gran tristeza, el máximo reproche que podría 
experimentar el hombre profundo consistiría en comprobar cómo lo que 
él hace nada tiene que ver con la Voz de la Unidad. 

c) Fenomenología de la audiencia 
Así las cosas, la tipología de la escucha o, si se prefiere, la 
fenomenología de la audiencia, resulta harto compleja. 
Para empezar, no parece del todo infrecuente oír a personas no 
precisamente exteriores o superficiales quejarse de que ellas no tienen 
conciencia de haber percibido nunca la voz de Dios en su interior: 
invocan -dicen- la voz de Dios, pero cuanto más la invocan tanto más 
les aparece la propia, la «voz de la propia conciencia», que toman 
incluso ocasionalmente por voz de Dios, aunque sospechan no ser 
sino la propia voz que actúa ventrílocuamente. 
Otros, por el contrario, se apropian la voz de Dios con toda 
trivialidad y llegan a manipularla hasta el punto de hacerse pasar por 
profetas: para el falso profeta, Dios es la voz de sí mismo. 
Los terceros, quizá esta vez los santos, sin hacerse tanto problema 
de todo esto, dejan serenamente que Dios hable a su través con una 
permeabilidad asombrosa, haciéndose de tal modo portavoces de lo 
divino, y situándose obviamente en la antítesis del pseudoprofeta. 
Los cuartos oyen la voz de Dios a través de algunos sujetos en los 
que resuena, los cuales, sin embargo, aseguran no oírla. 
En quinto lugar, por continuar con una taxonomía rápida y nerviosa, 
pero sin ánimo alguno de exhaustividad, algunos (de forma literal y 
literaria en la obra San Manuel bueno mártir, de don Miguel de 
Unamuno, por ejemplo) predicarían como predicador insensible, pero 
que quiere que los otros sientan, porque está convencido de que su 
propia insensibilidad no es más que un defecto acústico privado. 
En sexto término, hay quienes se hacen como niños y llaman a su 
padre invocando auxilio; el niño -que es la voz del Sur y no el vozarrón 
del Norte- habla con voz de niño, y es a través de esa llamada como se 
pone en máxima disponibilidad de escucha. 
Por último, algunos prefieren la experiencia del silencio para conferir 
más sonoridad a su propia palabra, que brota con demasiada facilidad; 
otros, por el contrario, habrán de hablar más para salir de su angosto 
vivir silente, haciendo de esta guisa el aprendizaje de la palabra. La 
realidad es que existen en nosotros muchos aprendizajes posibles de 
foniatría comunicacional, lo mismo en el orden de la superación de la 
hipoacusia o sordera (ya sea sordera de transmisión, ya sea sordera 
de recepción), que en el orden de la superación de la hiperacusia 
(esto es, aquella paradójica sordera que consiste en oír lo que no se 
dice). 
De todos modos, no siempre se trata de algún tipo de imposibilidad 
de escuchar del propio oído, sino muchas otras veces de alteración en 
el proceso y en las circunstancias de transmisión en que la voz adviene 
a nosotros, toda vez que el ambiente en que proferimos y acogemos la 
palabra se halla tan polucionado, tan contaminado, que apenas si cabe 
superar las interferencias y los ruidos para inteligir alguna profundidad 
de mensaje. 
Se diría que el Norte no es el lugar más idóneo para evitar las 
sorderas y los sarcasmos de la razón comunicativa, pues no llega a 
nosotros del mismo modo la voz del otro a través del agua, que a 
través del aire, que a través de un sólido, y tampoco llega a nosotros 
del mismo modo a través de la amistad, que a través del dinero, o que 
mediante el gesto inequívoco del desprendimiento solidario. La voz 
puede en esos casos ser la misma, pero la distorsión mediatizadora del 
ambiente la hace distinta. Y sería harto ingenuo, en verdad, pretender 
una fenomenología de la voz sin una cuidada analítica del ambiente en 
que la voz misma es proferida. 
De cualquier forma, la voz de la persona puede ir cambiando, lo 
mismo que cambia la voz del niño cuando se hace adolescente, y la del 
adolescente cuando adulto, y la del adulto cuando anciano. 
Carecemos de una voz definida y definitiva «ne varietur». Desde la 
compleja arquitectura de nuestra realidad personal emergen profundas 
y roncas, dulces y atipladas voces, quizá en situaciones distintas nos 
sorprenden voces interiores nuevas, quizá no nos pide la voz el mismo 
tono ni la misma flexión con toda la gente, hay voces para los unos y 
voces para los otros... Toda voz tiene su tiempo, del mismo modo que 
todo rostro tiene su instante, y que toda mirada posee su punto de 
inflexión en el espejo multióptico que la vida misma nos presenta. 
Se gana y se pierde vista, se gana y se pierde oído, se gana y se 
pierde voz, se gana y se pierde en proximidad y en projimidad. Y en 
todo caso ha de preguntarse cada cual: ¿Dónde está tu hermano? 
Paul Luis Landsberg llegó a escribir al respecto nada menos que lo 
que diferencia a cada persona de las demás sería la respuesta que 
ella confiere a esta cuestión: 

«Si tratamos de descubrir el contenido de la diferencia central entre las 
personas, ella aparece como la manera singular en que el hombre encuentra a su Dios». 

Es decir, que el «principio de individuación» de la persona vendría 
dado por su relación con el otro, en la medida en que esa relación 
constituye nuestra propia identidad. La voz auténtica, así las cosas, no 
sería el eco autista y solipsista donde Narciso cree escucharse a sí 
mismo y sólo a sí mismo, sino la percusión y la resonancia de mi voz en 
el otro que me la devuelve como mía siendo suya, y recíprocamente. 

7. Coda y epílogo
Esto es lo que piensa el personalismo comunitario. O al menos esto 
es lo que yo pienso que piensa el personalismo comunitario. O al 
menos esto es lo que... Y usted, ¿qué piensa usted? La respuesta no 
se salda con un «Y a usted ¿qué le importa?». Pues esa su 
pregunta-respuesta la saluda el personalismo comunitario con una 
respuesta seguida de una pregunta: A mí me importa mucho, porque 
entre usted y yo está mi yo. Así que, por favor, ¿qué hace usted al 
respecto por usted y por mí, su prójimo? 

DÍAZ CARLOS
10-ÉTICA págs. 289-326

....................
1 Cat 5, 2a. 
2 Cap. III. 
3 KrV B, 428.
4 Ibid, 131.
5 KpV, 9-10. 
6 Estudio preliminar a I. Kant, La metafísica de las costumbres. Tecnos, 
Madrid 1989, LXXXIV-LXXXV.
7 Critica de la razón práctica. Espasa Calpe, Madrid 1975, 127. 
8 Ibid., 128. 
9 Ibid., 128-129.
10 Ibíd., 127.
11 La metafísica de las costumbres, 318. 
12 Gn 4, 9.
13 X. Zubiri, Sobre el hombre. Alianza, Madrid 1986, 50-51.
14 Ibid., 25.
15 Ibid., 115. 
16 Ibid., 122. 
17 Berger-Luckmann, La construcción social de la realidad. Amorrortu. Madrid 
1986, 186-187.
18 ¿Qué es el hombre? FCE, México 1960, 148-149. 

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