+

J U S T I C I A

Emilio Martínez Navarro


1. Un término polémico y polisémico
Hablar del concepto de justicia en frío, desde la apacible 
tranquilidad de las bibliotecas, pudiera tal vez hacernos olvidar hasta 
qué punto una inmensa cantidad de seres humanos de todas las 
épocas y lugares se han jugado la vida gritando «¡justicia!» como 
expresión básica de protesta ante una experiencia de maltrato por 
parte de otros seres humanos. En ocasiones, también hay quien lanza 
este grito a sus divinidades, a raíz de experiencias en las que se siente 
víctima y juzga que no merecía en modo alguno el daño que los otros, 
o la mala suerte, le están infligiendo. Así, pues, es notorio que hay en 
todos nosotros una experiencia básicamente semejante del 
padecimiento de la injusticia, que probablemente funciona como 
sustrato necesario para la comprensión y el uso continuado que 
posteriormente hacemos de este vocablo. Ahora bien, esto no 
significa, en modo alguno, que todos los humanos de todas las épocas 
y lugares estemos coincidiendo en entender esa experiencia básica de 
la misma manera, dado que la experiencia es siempre interpretada, 
reflexionada y expresada con ayuda de las palabras, las creencias y 
las estructuras mentales que posee cada grupo cultural, y dentro de 
cada grupo, a su vez, cada persona dispone de mayores o menores 
recursos culturales para interpretar su situación (y la ajena) según sea 
su edad, su grado de inteligencia, su nivel de conocimientos, su 
posición social, y su mayor o menor afición a reflexionar.
Una misma situación, como por ejemplo la muerte de un niño por 
inanición en un país pobre, no es vivida, ni pensada, ni expresada del 
mismo modo, pongamos por caso, por su madre indígena (de 
creencias reencarnacionistas), por una monja católica europea (que 
asiste a esa muerte con impotencia y horror), por una periodista 
nórdica agnóstica (que toma la foto del acontecimiento para una 
cadena de periódicos sensacionalistas), por una representante de la 
ONU de origen japonés (que tiene encomendada una misión de ayuda 
humanitaria en la zona), por una guerrillero indígena (analfabeta pero 
que ha recibido una rudimentaria formación marxista-leninista), por una 
soldado de una potencia occidental (que cumple órdenes formando 
parte de una misión anti-guerrilla en esa misma zona), etc. 
La pluralidad de experiencias, de lenguajes, de interpretaciones y 
de intereses es tal, que apenas queda margen para creer que hay 
«una descripción imparcial y correcta» de la situación mencionada, 
aunque esto no significa que todas las interpretaciones posibles sean 
correctas, ni que todos los intereses sean igualmente legítimos. Hay 
más bien una pluralidad de interpretaciones tentativas, en gran parte 
excluyentes entre sí, que coexisten casi siempre en pugna por el 
predominio sobre las demás, y al mismo tiempo transformándose 
mutuamente. Pero hay también -y esto se olvida hoy demasiado a 
menudo- un patrimonio acumulado de conceptos, de principios morales 
y de argumentaciones serias, que permiten analizar y comprender los 
sucesos humanos -como el del ejemplo anterior- desde una 
perspectiva más crítica, global y completa que la que podría adoptarse 
desde otros puntos de vista ajenos a la filosofía moral. Ahora bien, 
nuestra disciplina tampoco ha sido siempre un modelo de coherencia 
ni de autocrítica. Hablando de justicia, no estará de más recordar que 
la esclavitud, o la discriminación por razón de sexo, o de raza, o de 
condición social, etc., han sido instituciones toleradas y justificadas -si 
bien con argumentos que hoy sabemos que no resisten un mínimo 
análisis serio- por la mayor parte de los filósofos hasta muy entrada la 
modernidad, y que ello no era oLstáculo para construir bellas 
reflexiones sobre la justicia, en las que un lenguaje impersonal y 
universalista expresaba en realidad contenidos que sólo pretendían 
ser aplicados a un pequeño colectivo de varones - blancos - adultos - 
acomodados - no extranjeros -, etc. 
Así, pues, cualquier término, y especialmente los que tienen 
contenido ético, aparece desde esta perspectiva con una enorme 
carga de connotaciones adheridas a lo largo de la historia y a lo largo 
y ancho del planeta, de tal manera que un mismo vocablo no significa 
lo mismo para dos personas distintas, ni tampoco para una misma en 
distintas etapas de la vida. Pero, además, los términos éticos no 
pretenden sólo interpretar o señalar los fenómenos morales, sino que 
también -como ocurre con el de «justicia»- pretenden expresar un tipo 
de realización práctica, pretenden encarnarse en la realidad, 
pretenden... ¡cambiar el mundo! Por todo ello, en el caso de este 
término -heredero directo del término griego dikaiosyne y del término 
latino iustitia-, estamos ante uno de los vocablos más vivos y complejos 
que pueda encontrarse; su utilización, como hemos visto, va ligada a 
experiencias humanas un tanto extremas, en las que las personas se 
ven enfrentadas entre sí por estar en juego sus vidas, sus bienes o 
sus proyectos; la utilización del término está casi siempre cargada de 
una viva polémica. Podemos apreciar dos niveles distintos de esta 
polémica: por un lado, las situaciones que dan lugar a reclamaciones 
de justicia pueden darse entre personas que no comparten los mismos 
contenidos en su comprensión de esta palabra; en tal caso tenemos lo 
que podríamos llamar una «polémica semántica» (puesto que 
discrepan respecto al significado mismo del término); por otro lado, 
esas situaciones conflictivas pueden darse entre personas que sí 
comparten una misma significación del término, pero que no se ponen 
de acuerdo en el análisis de la situación concreta que es objeto de 
litigio; en tal caso podríamos hablar de una «polémica situacional» 
(puesto que discrepan sólo en el dictamen o visión moral de la 
situación que les enfrenta). 
Así, pues, ante la enorme complejidad que supone un estudio 
pormenorizado de los significados de la palabra «justicia» surge la 
cuestión siguiente: ¿puede acaso la ética, la filosofía moral, decir 
alguna cosa con sentido acerca de las significaciones de este término? 
Creemos que la mejor respuesta afirmativa a esta pregunta es la que 
arranca de un recorrido por la historia de la reflexión ética, mostrando 
cómo desde tiempos lejanos ha habido en todas partes una cierta 
sensibilidad moral, generalmente acompañada por la argumentación 
racional sobre las cuestiones morales, y cómo dicha argumentación 
racional ha ido dando algunos frutos, siempre mejorables, que merece 
la pena tener en cuenta. Pero además de la historia de la ética, que 
nos muestra básicamente la enorme extensión y profundidad de lo que 
hemos llamado la «polémica semántica», hemos de subrayar también 
la existencia del enorme interés contemporáneo que despiertan los 
enfoques sistemático y aplicado de la cuestión, sobre todo en el ámbito 
de la filosofía moral de habla inglesa. 

2. Breve historia del concepto ético de justicia 
Ante todo hemos de distinguir -sin pretender una clasificación 
exhaustiva- entre los usos más habituales del término: 
- La justicia en sentido ético, relacionada con las creencias morales, 
en donde aparece tanto como: a) una cualidad moral que puede ser 
referida a distintos sujetos (exigencias justas, intercambios justos, 
comportamientos justos, personas justas, leyes justas, instituciones 
justas, guerras justas, etc.), como también b) una capacidad humana 
para juzgar en cada momento lo que es justo y lo que no (sentido de 
justicia, intelecto práctico-moral, razón práctica, etc.), como también c) 
alguna teoría ético-política (justicia liberal, justicia libertaria, justicia 
socialista, etc.). 
- La justicia en sentido jurídico (concordancia de una ley o de un 
acto concretos con el sistema legal al que pertenece). 
- La justicia en sentido institucional (el poder judicial. Ia institución o 
conjunto de instituciones encargadas expresamente de administrar 
justicia conforme al sistema jurídico). 

a) Algunos antecedentes prefilosóficos
Una de las primeras cosas que la reflexión ética pone en evidencia 
es que las referencias a algo que pudiéramos entender como 
semejante a lo que en castellano entendemos por «justicia» son tan 
antiguas como la historia misma. Antes, por tanto, de que los filósofos 
se aprestasen a la reflexión sistemática sobre este concepto, ya hubo 
otras fuentes escritas que lo apuntaron. Tal es el caso, por ejemplo, 
del babilonio código de Hammurabi (1.700 a. C., aprox.): 
«Hammurabi ha venido para hacer brillar la justicia, para impedir al 
poderoso hacer mal a los débiles» 1. 

Nótese la significación socio-política que se atribuye aquí a la 
justicia: el soberano es presentado como un enviado de los dioses 
cuya misión terrenal es compensar la debilidad de una parte de los 
súbditos frente a la tentación que tienen los más fuertes de hacer un 
uso dañino de su fuerza. Aquí la justicia es concebida como un valor 
divino que corrige los desequilibrios provocados por las inclinaciones 
perversas de los humanos hacia el abuso respecto a sus semejantes. 
De este modo, los redactores del código dotaban a la institución 
monárquica de una justificación de tipo religioso, pero afianzada en 
consideraciones filosóficas que constituyen los primeros antecedentes 
de las teorías de los derechos naturales humanos. 
Otro documento histórico temprano, y de enorme influencia en 
nuestra cultura occidental, es la Biblia. En ella encontramos una 
pluralidad de términos hebreos que los especialistas tienden a traducir 
con el vocablo «justicia», si bien advierten que los propios términos 
originales no presentan una significación unívoca ni permanente 2. En 
efecto, los términos que pudiéramos traducir como «justicia» se 
refieren a distintos sujetos y distintos estados de cosas que 
someramente podemos resumir de esta manera: 
-En ocasiones se apunta a la justicia de casos concretos 
individuales (este hombre es justo, puesto que ha sido declarado 
inocente de los cargos de los que se le acusaba en el juicio que la 
comunidad ha celebrado al efecto) 3. 
- Otros textos se refieren a cierto colectivo idealizado de personas 
(los «justos», los «piadosos»), a los que se atribuyen toda suerte de 
cualidades positivas, para confrontarlo con otro colectivo (los 
«malvados», los «impíos»), al que se atribuyen toda suerte de 
defectos. Tal esquematismo responde, al parecer de los expertos, a la 
crisis interna que la comunidad israelita atravesó en determinados 
momentos de su historia, pero no responde en absoluto a una 
concepción filosófica de fondo que pudiera rastrearse como 
ingrediente del pensamiento hebreo-bíblico 4. 
-Abundan los pasajes en los que se atribuye la justicia a Yahvé, el 
Dios único y todopoderoso de los israelitas, en relación con el trato 
que él otorga a cada individuo humano. Se supone que la legislación 
divina, expresada sintéticamente en el decálogo, es una legislación 
justa, correcta, ajustada a la naturaleza y circunstancias de todos los 
seres humanos -no sólo de los miembros del pueblo hebreo-, y se 
supone que el )uicio que espera a cada uno para rendir cuentas ante 
Dios será un juicio justo, incluyendo el derecho a la defensa. Sobre la 
base de estas crcencias, los israelitas muestran en los textos bíblicos 
una constante apelación a la justicia divina cuando fracasan las 
instituciones de justicia de la comunidad. La rica tradición de la 
denuncia profética tiene su punto de apoyo en la convicción profunda 
de que Yahvé corregirá -primordialmente en esta misma vida terrenal- 
los desaguisados injustos cometidos por los poderosos 5. 
-Por último, hay pasajes bíblicos en los que se presenta la justicia 
como atributo de Yahvé, pero en relación con el papel de juez y parte 
en la vigilancia del cumplimiento del pacto de alianza sellado con su 
pueblo: los israelitas creen que si la comunidad, mayoritariamente, 
deja de cumplir la justicia del decálogo y de «la protección al huérfano 
y a la viuda», entonces Yahvé le castigará con la derrota y el destierro; 
Yahvé sabe imponer el merecido castigo al pueblo cuando no ha 
sabido cumplir fielmente los compromisos adquiridos en la alianza 
pactada en el Sinaí 6.
Mención especial merece la reflexión vigorosa que nos presenta el 
libro de Job acerca de la falta de coincidencia que a menudo 
experimentamos entre la justicia personal y la felicidad. El anónimo 
autor de este libro nos muestra una nueva concepción de la justicia 
divina que se opone a la visión tradicional, según la cual el éxito en los 
proyectos vitales es señal de que Yahvé premia el comportamiento 
recto, mientras que el fracaso y la desgracia son signos de castigo por 
los pecados cometidos; la nueva concepción, por contra, insiste en la 
profundidad del misterio que encierra el dolor humano, y en la imagen 
de un Yahvé imprevisible y desconcertante, que a la postre es justo 
según criterios que no siempre somos capaces de comprender. 
En síntesis, podemos decir que en el pensamiento bíblico subyacen 
aspectos del concepto de justicia que se han ido asimilando en 
occidente como elementos esenciales de un acervo cultural más o 
menos común. Me refiero a las nociones de pacto o contrato moral 
originario, de legislación moral adecuada, de juez imparcial, de 
garantías procesales, de defensa de los débiles frente a posibles 
abusos de los poderosos, etc. En última instancia, de los hebreos 
hemos heredado una noción de hermandad universal (todo el género 
humano comparte los rasgos de un padre común) que probablemente 
es el trasunto último de la noción occidental de justicia en tanto que 
respeto y promoción de la igualdad de valor básico o dignidad de 
todos y cada uno de los seres humanos. Por otra parte, y no menos 
importante, también hemos heredado de los hebreos una determinada 
visión de que la utopía de una humanidad en paz y justicia es un 
proyecto realizable. En efecto, el Dios bíblico no es considerado sólo 
como juez sabio y todopoderoso, sino también como el garante último 
de un final feliz para la historia: 

«Cuando se derrame sobre nosotros un aliento de lo alto, el desierto será 
un vergel, el vergel parecerá bosque; en el desierto morará la justicia, y en el 
vergel habitará el derecho: la obra de la justicia será la paz, la acción del 
derecho serán la calma y la tranquilidad perpetuas» 7.
 

De todos modos, es sabido que en la Biblia no se hace ningún 
tratamiento filosófico sistemático del concepto de justicia ni de ningún 
otro concepto ético. Hay que esperar al nacimiento de la filosofía en 
Grecia para empezar a rastrear dicho tratamiento en una búsqueda 
continuada que dista mucho de estar terminada. 

b) Algunas aportaciones a lo largo de la historia de la filosofía 
Entre los primeros filósofos conocidos, la más temprana referencia a 
la justicia que hoy conservamos es un famoso fragmento de 
Anaximandro de Mileto: 

«El principio y elemento de las cosas es lo indeterminado (ápeiron). De 
donde los seres tienen su origen, allí mismo encuentran su destrucción por 
razón de su necesidad. Pues las mismas cosas se hacen mutuamente 
justicia y se dan expiación por su culpa según el orden del tiempo» 8.


Los principales comentaristas de este fragmento, entre los que 
destaca Werner Jaeger, afirman que la noción de justicia, que aquí 
aparece atribuida al funcionamiento del universo entero, en realidad 
tiene su origen en la noción común que los griegos tenían acerca de la 
justicia como la cualidad positiva más importante de una polis, de una 
comunidad políticamente organizada. El mérito de Anaximandro habría 
sido entonces, precisamente, la ocurrencia de atribuir una cualidad 
propia del ordenamiento social humano a una concepción de la 
naturaleza entera, concebida ahora como un orden similar al de la 
polis, una consideración del ámbito natural como un cosmos, iniciando 
así una visión del mundo que sirve de base a la ciencia y a la cultura 
occidentales 9. 
Así, pues, la justicia aparece por primera vez en la reflexión 
filosófica como sinónimo del ordenamiento socio-político y presentando 
conexiones intensas con las nociones de «trato mutuo», de «culpa», 
de «expiación» y de «tiempo». Tal vez en la mentalidad de 
Anaximandro y de sus coetáneos, el orden político es justo, al parecer, 
cuando se garantiza que todos se darán mutuamente un trato tal que, 
en caso de daños arbitrariamente infligidos, los responsables expiarán 
sus culpas antes o después, conforme al inexorable designio del 
tiempo. Esta noción de justicia conforma hasta cierto punto la 
mentalidad occidental en general, sobre todo en la medida en que 
sugiere que la justicia consiste en un cierto equilibrio en el intercambio 
mutuo de bienes y de daños. 
Siglos después de Anaximandro, la crisis de cohesión interna de la 
polis griega tuvo probablemente su expresión filosófica en las nociones 
de justicia que defendieron algunos de los pensadores apodados 
como «sofistas»; en efecto, algunos de ellos, al parecer, mantuvieron 
que la justicia es una noción vacía que sólo se llena de contenido con 
una convención social pasajera y volátil: «algo es justo cuando se 
acuerda que es justo, e injusto cuando se acuerda que es injusto». Es 
muy claro que la experiencia de una cierta transformación de las reglas 
del juego político y social, y el conocimiento de los contrastes entre los 
diversos ordenamientos sociales existentes, fueron las bases en que 
se apoyaron los sofistas para sostener la declaración anterior. Ahora 
bien, en este punto es preciso distinguir entre lo que podríamos llamar 
«relativismo fáctico», que se limita a constatar el hecho de que hay 
distintas significaciones de «justicia» en el espacio y en el tiempo, y lo 
que podemos llamar «relativismo normativo», que es una determinada 
posición filosófica que sostiene que todas las significaciones tienen el 
mismo valor, y que por tanto no tiene sentido promover el predominio 
de una sobre las otras. Si los sofistas, o algunos de ellos, sostuvieron 
realmente esta última opinión, entonces olvidaban que los pueblos 
pueden equivocarse: pueden acordar -de facto- el predominio de una 
determinada noción de justicia, pero puede resultar que, a la luz de 
una reflexión sistemática (que incluye consideraciones sobre los 
sujetos, las relaciones mutuas, los tipos de actos, las consecuencias 
de los mismos, etc.), esa concepción de justicia resulte arbitraria, 
caprichosa, irracional, injusta. Persistan o no, las concepciones de 
justicia de todos los pueblos no son equivalentes en cuanto a su valor 
racional, no son -de iure- igualmente válidas. La crítica de Platón al 
relativismo normativo de los sofistas insiste fuertemente en este punto, 
poniendo al descubierto la superficialidad de los argumentos de 
aquellos. 
Otro rasgo significativo de la visión sofística de la justicia fue la 
afirmación de que no hay conexión necesaria alguna entre ser justo y 
ser feliz. Esta afirmación fue objeto de una agria polémica entre 
algunos sofistas y Platón, dado que éste se mostró radicalmente en 
desacuerdo con semejante opinión. Es muy probable que Platón 
heredase de su maestro Sócrates la sólida convicción de que es mejor 
padecer la injusticia que cometerla, y que sólo el hombre justo puede 
ser realmente feliz. Este problema de la relación entre justicia individual 
y felicidad -que ya hemos apuntado anteriormente al hablar del libro de 
Job- es una de las cuestiones filosóficas más apasionantes y 
enigmáticas que existen, y por ello no ha dejado de tener algún tipo de 
respuesta en las reflexiones de la mayor parte de los filósofos 
posteriores. Es evidente que las respuestas a esa cuestión no pueden 
ser fáciles ni simples, pues no sólo se trata de precisar el contenido de 
ambos conceptos, sino de construir un marco filosófico completo en el 
que ambos conceptos pudieran tener su lugar en coherencia con el 
resto de los datos, concepciones y creencias que se posean en todos 
los demás asuntos. Así debió entenderlo el propio Platón, y en 
consecuencia se aprestó a edificar su propio y bien conocido sistema 
filosófico, en el que la justicia individual (armonía de las tres virtudes 
básicas de prudencia, fortaleza y templanza) encaja perfectamente con 
la justicia de la polis ideal (armonía de las relaciones entre los sabios 
gobernantes, los valerosos guardianes y los laboriosos y austeros 
productores). La posesión de semejante armonía justa o justicia 
armónica era considerada por Platón el mayor bien posible al alcance 
de los humanos y, en consecuencia, la mayor felicidad posible, 
parcialmente disfrutable ya en esta vida y en este mundo, pero 
prorrogable eternamente en otra vida y en otro mundo, una vez 
liberado el individuo-alma de las servidumbres a las que está sometido 
por el cuerpo-prisión. De esta forma, a través del postulado de la 
existencia de una realidad ultramundana y de una justicia ultrahumana, 
Platón dejó sentadas las bases filosóficas de una concepción 
metafísica de la justicia que atraviesa los siglos posteriores de la mano 
de cierto modelo de cristianismo, y marca también su impronta en la 
noción de justicia que aún permanece vigente en occidente. 
La aportación de Aristóteles a la reflexión sobre la noción de justicia 
es extremadamente esclarecedora. En el libro V de la Etica a 
Nicómaco, Aristóteles distingue, en primer lugar, entre la justicia como 
virtud genérica (equivalente a rectitud moral en general), y las 
variedades de justicia que corresponde aplicar a unos u otros casos; 
así habla de la justicia conmutativa (equilibrio de intercambio de bienes 
entre individuos), la justicia correctiva o rectificativa (equilibrio entre 
cada delito y su correspondiente castigo), y la justicia distributiva 
(equilibrio en el reparto de bienes y de cargas entre los distintos 
individuos de igual rango dentro del colectivo). Esos tres tipos de 
equilibrio presentan una conexión esencial con la noción de igualdad: 

«Del mismo modo que lo injusto implica desigualdad, así también lo justo 
implica igualdad» 10. 


De manera que, a su parecer, la exigencia central de la justicia 
consiste en dar un trato igual a los casos iguales y un trato desigual a 
los casos desiguales. Pero distinguir qué casos concretos son iguales 
y cuáles no exige la presencia en los seres humanos de cierta 
capacidad específica. Por ello, Aristóteles postula la existencia de un 
cierto «sentido de lo justo y de lo injusto» ligado al uso del lenguaje 
humano, y por tanto exclusivo de los humanos, que a su juicio 
constituye la clave misma de la convivencia familiar y de la estabilidad 
socialestatal: 

«...pero la palabra (logos) es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo 
justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, el 
tener, él sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etc., y 
la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad» 11. 


Esta alusión a un sentido moral individual como base de la propia 
convivencia comunitaria es particularmente importante para entender 
la noción de justicia que posteriormente se desarrolló en occidente 
como un concepto-puente entre lo subjetivo y lo objetivo, entre el 
individuo y la sociedad, entre la conciencia interna (sentido de lo justo 
y de lo injusto) y la ley externa (normas de la institución familiar y de 
las instituciones estatales). Esta doble dimensión que muestra el 
concepto de justicia es patente en otros pasajes aristotélicos: 

«La justicia es una virtud por la cual cada uno recibe lo suyo y según lo 
indica la ley (la norma vigente). Injusticia, en cambio, es aquello por lo cual 
uno recibe un bien ajeno y no de acuerdo con la ley» 12. 


De este doble carácter de la justicia, el primero (lo «suyo», el 
merecimiento individual) es más natural, y el segundo («según la ley», 
expresión de las exigencias comunitarias) más convencional; de ahí 
que, cuando trata de la virtud de la equidad como propia del hombre 
justo, la describa como un correctivo que busca el justo medio o 
equilibrio entre esos dos aspectos de la justicia. 
Por último, notemos que Aristóteles está conectando el deber de 
comportarse con justicia con la afirmación de la naturaleza 
necesariamente social del ser humano, y por tanto ya no hace uso de 
una argumentación teológica para entender la necesidad ética de la 
justicia. Simplemente ocurre que, o bien nos comportamos mutuamente 
con justicia, o no es posible la vida familiar ni social. Pero, como no 
podemos sobrevivir aisladamente, no nos queda otra alternativa que 
procurar comportarnos con justicia. 
De esta forma, a través de la recuperación de Aristóteles que 
posteriormente llevó a cabo el cristianismo bajomedieval 
-singularmente en la obra de Tomás de Aquino-, la noción occidental 
de justicia adoptó definitivamente un lugar central y capital entre las 
demás virtudes éticas. En efecto, a pesar de la insistencia de muchos 
pensadores cristianos en que lo propio del trato interhumano debe ser 
la caridad, el amor mutuo, y no la mera justicia, sin embargo era 
preciso desarrollar la reflexión sobre la justicia para poder dar 
respuesta a una serie de situaciones en las que las gentes en general, 
y los privilegiados en particular, no tenían hábitos caritativos, ni mayor 
interés en adquirirlos. Si la caridad es una virtud que «sobrepasa la 
justicia», pero ni siquiera había condiciones para lograr un mínimo de 
justicia, difícilmente se podía esperar un avance en la práctica de una 
más exigente caridad. Ahora bien, los pensadores cristianos no 
encontraron la manera de elaborar una teoría de la justicia 
verdaderamente original, sino que asimilaron de buen grado las 
enseñanzas de los clásicos griegos, particularmente de Aristóteles. Por 
otra parte, la ruptura del propio cristianismo tras la Reforma 
Protestante (con las subsiguientes guerras de religión) llevó a la mayor 
parte de los teóricos éticos a la necesidad de centrarse cada vez más 
en el estudio de la justicia en dos frentes básicos: uno, el de las 
relaclones interhumanas (generalmente expresado en grandes 
tratados de ética, de derecho natural y de teología moral), y otro, el de 
la justicia de las instituciones (generalmente expresado en forma de 
utopías detalladas, esto es, retratos imaginativos de modelos 
alternativos de sociedad, a menudo inspirados en el precedente de La 
República de Platón). 
Como botón de muestra de lo que dio de sí la reflexión ética 
después de la Reforma, veamos la clasificación de la justicia de la 
mayor parte de los tratadistas morales de inspiración católica. 
Distinguían fundamentalmente tres tipos de justicia: 
-La justicia-conmutativa, que exige que las relaciones de 
intercambio de bienes y servicios esté presidida por la igualdad de 
valor, y que nadie interfiera en la esfera de derechos de otra persona 
sin el consentimiento de ésta o, al menos, si tal interferencia ocurre de 
todas formas, deberá ser compensada a satisfacción de quien la 
padece mediante una contraprestación equivalente. Las personas 
interesadas en el intercambio han de juzgar por ellas mismas en qué 
medida éste será justo, pues el criterio de justicia, en este caso, será 
el acuerdo alcanzado sin ningún tipo de coacción. 
- La justicia-legal o general, que regula las relaciones entre el 
individuo y la comunidad considerada globalmente, exige que cada uno 
cumpla con una serie de deberes y obligaciones para el correcto 
funcionamiento de la convivencia y para la consecución de los 
objetivos comunes. Esto implica por parte del individuo el cumplimiento 
de las leyes vigentes y el pago de los impuestos legalmente 
establecidos. En este caso no es fácil aplicar el criterio del mutuo 
acuerdo para fijar los límites concretos de las prestaciones, y para 
lograrlo se suelen utilizar ciertos mecanismos que, en general, 
podemos agrupar en dos tipos: por un lado, las instituciones sociales 
cuyo objetivo es establecer una fuente de autoridad lo más reconocida 
posible (consejo de ancianos, constitución, caudillismo, regla de 
mayorías, etc.); por otro lado, las instituciones cuya finalidad primaria 
es ejercer dicha autoridad eficazmente (códigos de normas 
específicas, cuerpos de policía, control de las informaciones 
relevantes, etc.). La vigencia de unas u otras instituciones suele ser 
contestada por algún sector de la población (la unanimidad real, no 
fingida ni forzada, es prácticamente imposible, dada la enorme 
variedad de tipos humanos, de situaciones y de intereses); la adopción 
de unas u otras instituciones concretas condiciona fuertemente la vida 
social y pone en evidencia cuál es el modelo de justicia legal que rige 
en cada sociedad concreta, modelo que suele tener una estrecha 
relación con el tipo de justicia del apartado siguiente. 
- La justicia-distributiva, de la que hablaremos ampliamente en 
las páginas que siguen, se refiere a los bienes y servicios que la 
comunidad, globalmente considerada, debe proporcionar a los 
individuos que la forman, tanto a los que son ya miembros plenamente 
activos dentro de ella, como a los que están en vías de serlo algún día, 
como a los que lo fueron en algún momento antes de perder sus 
facultades de cooperación. La sociedad tiene que tratar con justicia a 
sus propios miembros repartiendo equitativamente los derechos y los 
deberes, los poderes y las obligaciones, las prerrogativas y las 
garantías, las oportunidades de prosperar y las barreras anti-excesos, 
las riquezas y las contribuciones, los ingresos y los impuestos, los 
honores y los castigos, etc. Qué deba entenderse por 
«equitativamente» es una cuestión que aparece ligada a las 
concepciones culturales y sociales de cada época, de tal manera que 
hasta hace bien poco se consideraba que la configuración de la 
sociedad en estamentos bastante cerrados y los privilegios y 
prerrogativas adscritos a cada estamento eran algo dado «por 
naturaleza» y querido así por la divina providencia. En consecuencia, 
lo equitativo era tratar a cada cual según su rango. 
En cualquier caso, vemos que la justicia distributiva es el tipo de 
justicia que resulta más determinante y fundamental de los tres que 
acabamos de comentar, puesto que abarca en su despliegue a la 
propia justicia legal y fija los límites de lo que es lícito intercambiar en 
la esfera de la justicia conmutativa. Por eso los tratadistas 
contemporáneos de la ética social y política se han centrado 
primordialmente en la justicia distributiva como objeto de estudio y de 
polémica. 

3. La justicia en sentido ético-político: 
¿en qué consiste una sociedad-justa?
SOCIEDAD-JUSTA/CUAL   JUSTICIA/CONCEPTOS
A lo largo de los siglos XVIII, XIX y XX, el mundo ha cambiado más 
profundamente que en cientos de siglos anteriores, y en cuestiones de 
reflexión ética este cambio no podía ser menor que en otros ámbitos 
científicos y técnicos. Quizá el giro más revolucionario en los estudios 
sociales haya sido el abandono de la creencia en que el orden 
socio-económico-político es algo dado, «natural» y fijo. La evidencia 
de los cambios sociales ha sido tan intensa, la comunicación entre los 
pueblos tan facilitada, y algunas aportaciones de filósofos como Marx 
han sido tan valiosas, que progresivamente se ha mostrado 
insostenible la pretensión de que una forma de vida particular sea la 
«humana» por antonomasia. 
Por contra, se ha ido extendiendo la convicción de que es posible 
cambiar de modo parcial o total un sistema social históricamente 
configurado, de manera que ahora la cuestión de la justicia ya no se 
plantea sólo en términos de qué es lo justo dentro de tal o cual sistema 
sociopolítico, sino también en términos de hasta qué punto el sistema 
como tal es justo. La primera cuestión es siempre más fácil de 
responder, puesto que lo justo dentro de un sistema dado es aquello 
que las propias normas del sistema han previsto como tal, conforme a 
criterios que son tomados de la propia estructura interna del sistema, 
estructura que incluye no sólo normas concretas, sino también amplios 
principios generales, opciones por valores muy concretos, tradiciones 
más o menos arraigadas, etc. Lo difícil es responder a la pregunta por 
la justicia del sistema mismo, dado que en este caso ya no podemos 
recurrir a criterios internos al propio sistema dado, sino que hemos de 
buscar un marco de reflexión más amplio, que aquí consideramos que 
no es otro que el de la filosofía moral o ética, auxiliada por la 
experiencia histórica de los pueblos y la reflexión cuidadosa sobre la 
misma; los trabajos más serios en este campo intentan comparar 
distintos sistemas éticos y evaluar sus respectivos méritos e 
insuficiencias. Así, pues, la reflexión ética sobre la justicia termina 
coincidiendo con el problema central de la filosofía política: a partir de 
la pregunta: «¿en qué consiste la justicia?», llegamos con toda 
forzosidad a la pregunta: «¿en qué consiste una sociedad justa?». 
Veremos a continuación algunas de las principales respuestas 
modernas y contemporáneas a esta última pregunta. 

a) Concepciones liberales de la justicia 
- La tradición liberal contractualista: J. Locke, J. J. Rousseau, I. 
Kant, J. Rawls 
Las teorías contractuales modernas son construcciones 
ético-políticas que nacen en el ambiente general de ruptura del orden 
social del medievo, como un intento de sustitución del fundamento 
religioso por la razón natural. En este contexto, los filósofos más 
secularizados tratan de dar explicaciones sobre la moralidad en 
general y sobre la justificación del Estado en particular, a través del 
recurso a un hipotético estado de naturaleza, en el que los individuos 
aislados, dotados de las características psicológicas propias de Ios 
europeos de la época (que los teóricos de los inicios del liberalismo 
confunden con características propias de la naturaleza humana), y 
pertrechados con los derechos naturales (que los tratadistas 
consideran derivables de tal naturaleza humana), se enfrentarían unos 
a otros de tal manera que, antes o después, acordarían libremente la 
conveniencia de instituir una autoridad superior con amplios poderes 
para distribuir los beneficios y las cargas de la vida en comunidad, 
recortando de esta manera los derechos iniciales en beneficio de 
todos y cada uno. En el caso del primero de estos contractualistas 
modernos, Thomas Hobbes, lo peculiar es el hecho de que el pacto 
originario da lugar, en su opinión, al otorgamiento irrevocable de un 
poder absoluto a un monarca o a una asamblea, de tal manera que 
todos los demás ciudadanos contraen una firme obligación de 
obediencia que sólo cesaría en el caso de que ese poder absoluto 
fuese incapaz de garantizar el contenido del pacto, a saber, el 
mantenimiento de la paz y la seguridad. 
Ahora bien, como la teoría hobbesiana legitimaba un modelo de 
sociedad fuertemente autoritario, alejado de los intereses de la clase 
burguesa naciente, fue preciso elaborar nuevas teorías que aportasen 
una visión más propicia de las libertades individuales. En el caso de 
John Locke, la teoría contractualista retoma elementos teológicos, 
dotando a los derechos naturales de un fundamento divino. En efecto, 
según Locke, los derechos naturales son aquellas normas asentadas 
por Dios en nuestra naturaleza racional de las que podemos deducir 
conclusiones verdaderas sobre nosotros mismos y la realidad que nos 
circunda, y que deben cumplir la función de regular nuestra conducta 
individual y social. Surge así la idea de la existencia de un conjunto de 
derechos naturales anteriores al Estado (entre ellos el derecho de 
propiedad como correlato del derecho de autoconservación), e 
invulnerables por éste, dado que se postula la existencia de un código 
moral objetivo, no basado en el interés propio racional de Hobbes. A 
diferencia de este último, Locke no concibe a los humanos como 
individuos aislados de todo orden social, sino como miembros de una 
rudimentaria sociedad en la que ya rige un código moral básico, 
aunque no con la fuerza necesaria como para poder prescindir del 
Estado; porque, dada la creciente complejidad de la vida 
socio-económica tras la aparición del dinero y la consecuente 
posibilidad de apropiación de bienes por adquisición, los individuos 
-guiados por su justo interés propio- buscarán una salida racional a la 
inseguridad mediante 

«una ley establecida, aceptada, conocida y firme que sirva como común 
consenso de norma de lo justo y lo injusto, y de medida común para que 
puedan resolverse por ella todas las disputas que surjan entre los hombres; 
asimismo, falta un juez reconocido e imparcial, con autoridad para resolver 
todas las diferencias de acuerdo con la ley establecida; y un poder suficiente 
que respalde y sostenga la sentencia, cuando ésta es justa, y que la ejecute 
debidamente» 13. 


Así, pues, la justicia en Locke se configura básicamente como la 
virtud propia de un ordenamiento socio-político cuya finalidad es el 
respeto y protección de unos derechos individuales de supuesto 
origen divino. 
Sin embargo, en la obra de Jean J. Rousseau se vuelve a prescindir 
de las referencias teológicas y se plantea crudamente la tensión que 
será objeto de las principales disputas ético-políticas de los siglos 
siguientes: el problema de cómo compatibilizar un máximo de libertad 
personal auténtica con un máximo de seguridad jurídica para todos y 
cada uno. La «solución» de Rousseau es formulada mediante el 
concepto de voluntad general, que se forma por el sometimiento total 
de cada individuo a la autoridad de la comunidad en su conjunto, 
constituida como un cuerpo político soberano en el que el propio 
individuo participa con voz y voto. Esta autoridad comunitaria puede 
ser ejercida a través de distintos mecanismos concretos (comisión de 
gobierno, asamblea ciudadana, etc.), pero siempre bajo la constante 
vigilancia y sometimiento último a la comunidad soberana. Esta 
doctrina rousseauniana aparece como un ideal moral-político 
fuertemente participativo, que únicamente puede ser llevado a la 
práctica en pequeñas sociedades en las que se cumplan requisitos 
tales como la homogeneidad cultural y étnica, junto con un alto grado 
de igualdad en la distribución de la riqueza. El Estado es concebido 
aquí como un instrumento imprescindible para la consecución y el 
mantenimiento de la libertad, que es, en opinión de Rousseau, el valor 
irrenunciable de la vida humana. Pero no una libertad natural, que ya 
es irrecuperable para los humanos, sino una libertad civil, que sólo se 
conquista por medio de unas leyes justas, esto es, leyes aprobadas 
por todos y referidas al bienestar de todos. Estas leyes sólo pueden 
surgir de un ordenamiento nuevo, en ocasiones revolucionario, que 
fomente los comportamientos solidarios y la búsqueda del interés 
común por encima de los intereses particulares. La paradoja está 
servida: no puede haber leyes justas hasta que los hombres se 
comporten con justicia, y no se puede esperar que los hombres se 
comporten con justicia hasta que no haya leyes justas que los 
reeduquen. Es probable que la salida a esta paradoja de Rousseau no 
pueda ser otra que una construcción de la justicia en los dos frentes a 
la vez: la progresiva transformación del Estado y la simultánea 
educación solidaria de los individuos; en ese espíritu pueden leerse 
algunas de las doctrinas sobre la justicia más directamente herederas 
de la aportación rousseauniana, singularmente las de Kant, Marx y 
Rawls. 
MUJER/KANT: La influencia del pensamiento de I. Kant en el 
terreno ético y jurídico-político es tan grande que no parece posible 
prescindir de su lúcida herencia, a pesar de que sus escritos 
muestren, muy a las claras, la persistencia de arraigados prejuicios 
frente a ciertas posiciones sociales (las mujeres y los trabajadores 
menos cualificados no reúnen, a juicio de Kant, los requisitos para ser 
considerados como ciudadanos de pleno derecho). Kant sienta las 
bases más sólidas del liberalismo moderno cuando argumenta que un 
Estado será justo en la medida en que satisfaga tres principios 
racionales: 

«1. La libertad de cada miembro de la sociedad en cuanto hombre. 
2. La igualdad de cada uno con todos los demás en cuanto 
súbdito.
3. La independencia de cada miembro de una comunidad en cuanto 
ciudadano». 

La libertad es entendida aquí como el derecho de cada cual a 
buscar su propia felicidad de la manera que vea más conveniente, 
siempre que no invada la libertad que han de tener los demás para 
perseguir un fin similar. La igualdad es explicada por Kant en términos 
del igual derecho de toda persona a obligar a los demás a que utilicen 
su libertad de tales modos que armonicen con la propia libertad. Y por 
último, la independencia funciona aquí como un presupuesto necesario 
para que el contrato originario que legitima al Estado pueda ser 
considerado como un libre acuerdo. Naturalmente, Kant no piensa que 
ese acuerdo originario, que debe ser el fundamento de todo Estado 
justo, tenga que haber existido de hecho, sino que basta con que las 
leyes de tal Estado sean tales que las personas estuvieran de acuerdo 
con ellas en unas condiciones en las cuales se cumplieran los 
requisitos de libertad, de igualdad y de independencia. Las leyes que 
concuerden con ese contrato originario dan a cada miembro de la 
sociedad el derecho a alcanzar cualquier posición social que pueda 
ganarse con su trabajo, con su ingenio y con su buena suerte. De este 
modo, la igualdad exigida por el contrato originario no excluye, en 
opinión de Kant, un margen de libertad económica bastante 
considerable. 
Entre los seguidores contemporáneos de la teoría de la justicia de 
Kant, el norteamericano John Rawls ocupa, por méritos propios, el 
lugar más destacado. En su famoso libro A Theory of Justice (1971) y 
en numerosos trabajos posteriores expone una densa y a veces 
dubitativa reflexión acerca de qué puede entenderse hoy por justicia 
social en el contexto pluralista, liberal y económicamente desenvuelto 
de los países noroccidentales. Su teoría contiene una serie de 
distinciones que conviene apuntar brevemente: 
- Rawls distingue entre el concepto de justicia (más concretamente 
la justicia distributiva de la tradición occidental, que ya hemos visto que 
es algo muy vago y general, puesto que se refiere sólo a la necesidad 
moral de repartir correctamente los beneficios y las cargas de la 
cooperación social, sin especificar todavía ni cómo ha de entenderse 
tal «corrección», ni cuáles han de ser los criterios concretos para llevar 
a cabo tal reparto) y las concepciones de justicia (que son cada una 
de las propuestas concretas, bien definidas, que se elaboran para dar 
respuesta a las exigencias generales contenidas en el concepto de 
justicia). Esta distinción permite entender que, en el mundo en general, 
y en el seno de cualquier sociedad en particular, exista una pluralidad 
de concepciones de justicia (utilitarismo, perfeccionismo aristotélico, 
perfeccionismo nietzscheano, intuicionismos, etc.) que pugnan por 
encarnarse en la realidad social para dar contenido a aquellas 
exigencias genéricas del concepto de justicia. En el caso de Rawls, sus 
trabajos recogen tanto una concepción de justicia muy concreta (la 
justicia como imparcialidad) como un marco general para comparar 
distintas concepciones de justicia (el marco neocontractualista de la 
posición originaria, que permite observar con bastante claridad los 
supuestos e implicaciones de cada concepción de la justicia). 
-Otra importante distinción rawlsiana es la que contrapone las 
teorías éticas generales- omnicomprensivas y las teorías éticas 
especificamente políticas. Las primeras son todos aquellos grandes 
sistemas de ética que pretenden dar una explicación del bien del 
homIbre en todas sus dimensiones, tanto de la vida individual como de 
la vida social, tanto en sus aspectos más materiales como en sus 
aspectos más culturales y espirituales. En cambio, las segundas son 
teorías mucho más modestas, que pretenden limitarse a exponer una 
determinada visión de las instituciones justas (que en su conjunto 
forman lo que Rawls denomina la estructura básica de la sociedad) 
que pueden ser instauradas o fomentadas en una sociedad para 
promover una convivencia pacífica y una cooperación efectiva entre 
los miembros de dicha sociedad, cualesquiera que sean sus 
respectivas filosofías en sentido general-comprensivo. La justicia como 
imparcialidad se presenta como una teoría de este segundo tipo, de 
modo que pretende ser compatible, a modo de consenso mínimo 
(consenso por coincidencia parcial, overlapping consensus), con una 
gran cantidad de cosmovisiones filosóficas y religiosas muy diferentes, 
que a menudo coexisten en nuestras modernas sociedades pluralistas. 

Una teoría de la justicia así entendida no pretende, pues, dar 
respuesta a todos los problemas de justicia que se puedan plantear en 
la vida social, sino únicamente pretende aportar unos pocos criterios 
bien definidos para poder juzgar racionalmente las estructuras sociales 
más abarcantes (la constitución política y los principales 
ordenamientos económicos). Tampoco se trata de una teoría que 
responda a un problema de distribución justa de una serie de bienes 
ya producidos entre una serie de personas ya conocidas (esto sería 
un caso de justicia asignativa), sino de repartir tanto los esfuerzos 
productivos como los productos, tanto los derechos y libertades como 
los deberes y obligaciones, y todo ello de tal modo que, sea cual sea el 
resultado final del reparto, éste pueda ser considerado como 
efectivamente justo (justicia procedimental pura); esta última consiste 
en un tipo de reparto en el que no disponemos de un criterio 
predeterminado sobre cuál será la porción de bienes y de sacrificio. 
que corresponderá a cada cual, pero se dispone de un procedimiento 
equitativo (especificado por unos principios generales y unas reglas 
concretas) que prevé que cada cual obtenga los bienes 
correspondientes a sus esfuerzos realmente realizados, y se le exijan 
las contribuciones justas al bien común. Conforme a esta noción, la 
idea de Rawls es presentar su esquema de organización social como 
un esquema distributivo justo en la medida en que tal esquema 
produce en cada caso concreto un reparto equitativo de los beneficios 
y de las cargas entre las personas que han hecho efectivamente sus 
esfuerzos cooperativos dentro de él, y que por ello han llegado a 
abrigar expectativas legítimas de compensación por tales esfuerzos. Si 
el esquema es justo, y se ha administrado honesta y eficazmente, el 
resultado de la distribución, sea cual sea, será justo. Unicamente 
teniendo como trasfondo una estructura básica justa, que incluya una 
constitución política justa y una justa configuración de las instituciones 
económicas y sociales puede decirse que exista el procedimiento justo 
requerido.
Concretando un poco más la propuesta rawlsiana, digamos que la 
justicia como imparcialidad se expresa a través de dos principios de 
justicia que han de regir las instituciones básicas de la sociedad: 

«(a) Toda persona tiene igual derecho a un esquema plenamente adecuado 
de libertades básicas iguales, que sea compatible con un esquema similar de 
libertades para todos; y en este esquema, las libertades políticas iguales, y 
sólo ellas, han de tener garantizado su valor equitativo. 
(b) Las desigualdades económicas y sociales han de satisfacer dos 
condiciones: primera, deben estar asociadas a cargos y posiciones abiertos 
a todos en condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades; y 
segunda, deben procurar el máximo beneficio de los miembros menos 
aventajados de la sociedad» 15. 


El primer principio (principio de iguales libertades) ha de tener 
prioridad sobre el segundo, y la primera parte del segundo (principio 
de justa igualdad de oportunidades) ha de tener prioridad sobre la 
segunda parte (princiipio de diferencia), en el sentido de que no sería 
moralmente correcto suprimir ni recortar las garantías expresadas por 
(a) para fomentar (b), ni suprimir ni recortar la primera parte de (b) 
para fomentar la segunda parte. Esta norma de prioridad se expresa 
diciendo que los principios se hallan colocados en un orden léxico. 
Estos principios así ordenados son justificados filosóficamente por 
medio del recurso a un nuevo método contractualista que Rawls 
elabora con todo detalle, y que consta de distintos elementos: uno de 
ellos es el constructo de la posición originaria (que contiene el 
importante elemento llamado velo de ignorancia), y otro es la noción 
de equilibrio reflexivo. Veamos estos elementos brevemente. 
La posición originaria es un constructo teórico que consiste en 
suponer que los principios de justicia son el fruto de un acuerdo 
unánime entre una pluralidad de personas imaginarias que tendrían 
que pactar en nombre nuestro, y de una manera definitiva, la adhesión 
a una concepción concreta de justicia a elegir entre varias que se les 
proponen (tomadas de la tradición filosófica); esas personas hemos de 
imaginarlas como racionales, libres, iguales, no interesadas entre sí 
(únicamente interesadas en ser buenas representantes de los 
intereses de nosotros), colocadas en una situación de simetría (no les 
es posible dominar o coaccionar unas a otras), que conocen 
perfectamente las condiciones generales en las que se desenvuelve la 
vida humana (moderada escasez de bienes, cooperación y 
competición entre las personas, disposición de medios técnicos, etc.) y 
disponen también de amplios conocimientos generales sobre 
economía, sociología, psicología, etc.; pero al mismo tiempo ignoran 
(velo de ignorancia) los detalles que conciernen a sí mismas y a sus 
representados (personalidad, sexo, edad, nivel intelectual y cultural, 
posición social, concepción del bien humano, creencias religiosas o 
falta de ellas, país, generación a la que pertenecemos, etc.), con lo 
cual no saben aún qué intereses o motivaciones tenemos; se les pide 
a estas personas que deliberen libremente, sin cortapisas ni 
coacciones de ningún tipo, hasta ponerse de acuerdo respecto a qué 
tipo de principios deben regir la vida en la sociedad, una vez que sea 
levantado el velo de ignorancia. 
Rawls considera que, dadas las características de la posición 
originaria, tal como él las describe, las partes contratantes acordarán 
adoptar los dos principios de justicia formulados anteriormente, porque 
al tratarse de una situación de elección en condiciones de 
incertidumbre, las partes preferirán asegurarse de antemano de que 
podrán disponer de una serie de bienes sociales primarios (derechos y 
libertades básicos, ingresos suficientes, igualdad real de 
oportunidades, y los bienes culturales y afectivos necesarios para 
mantener la autoestima), porque saben que ésos son medios 
polivalentes para alcanzar cualquiera de los posibles fines últimos o 
intereses personales que se puedan tener en la vida (tanto si se 
adopta un solo fin dominante como si se cambia de fines a lo largo de 
la vida). El velo de ignorancia impide que las partes contratantes 
adopten principios que pudieran excluir de antemano a determinados 
colectivos (a diferencia de la mayoría de las teorías tradicionales, que 
posibilitaban que se excluyera de la condición de personas morales a 
quienes la naturaleza, en su arbitrariedad, les hubiese colocado en el 
grupo de los socialmente marginados: mujeres, niños, enfermos, 
extranjeros, miembros de otras religiones, etc.). 
La posición originaria es -en palabras de Rawls- sólo un recurso 
expositivo para mostrar de modo sintético lo que damos por supuesto 
todos nosotros (los occidentales actuales en general) cuando 
hablamos en serio de la justicia. En efecto, la noción de un acuerdo 
unántme representa nuestra convicción común (sentido común) 
respecto al origen social de las normas; la noción de personas iguales 
y autointeresadas expresa la idea corriente de la autonomía igual que 
se le reconoce a un ciudadano particular en una sociedad moderna, 
autonomía por la cual consideramos innegociable la posibilidad de 
realizar un determinado plan de vida personal (no necesariamente 
egoísta); la noción del velo de ignorancia representa la exigencia de 
imparcialidad y no discriminación que normalmente adoptamos en las 
relaciones mutuas, y así sucesivamente. Las convicciones morales 
habituales de la moderna mentalidad occidental (nuestros juicios 
ponderados, en términos de Rawls) constituyen las premisas de la 
argumentación de este filósofo en favor de sus dos principios en orden 
léxico. Por tanto, el valor justificatorio de la posición originaria depende 
estrictamente del valor que concedamos a tales juicios ponderados. 
Unos juicios ponderados diferentes conformarían una diferente 
posición originaria, que justificaría una elección de principios distintos, 
pero entonces ya no serían nuestros juicios ponderados. Por otra 
parte, la aplicación de los principios a las situaciones de la vida social 
puede dar lugar, en algunos casos, a juicios no congruentes con los 
juicios ponderados, obligándonos a tener que elegir entre la fidelidad a 
los principios y la fidelidad a los juicios ponderados. ¿Con qué nos 
quedamos entonces? Rawls argumenta que lo más sensato es un 
equilibrio reflexivo que se consigue a través de sucesivas reflexiones 
de ida y vuelta entre los juicios ponderados y los principios a los que 
ellos dan lugar, pasando por el diseño correspondiente de una 
posición originaria. De este modo, el método filosófico rawlsiano 
permanece abierto a una posible evolución de los contenidos morales, 
pero bajo el control de una exigencia de racionalidad que obliga a 
mantener la coherencia entre los juicios ponderados, los principios 
éticos generales que se fundan en ellos, y las argumentaciones 
rigurosas que conectan a los unos con los otros. 
Por último, es de destacar que Rawls dedica una especial atención 
al difícil problema de la justicia entre generaciones, pronunciándose a 
favor de la necesidad de un principio de ahorros justos para garantizar 
la calidad de vida de nuestros descendientes. Es obvio que esta 
reflexión puede aportar mucho a una discusión en torno a los 
problemas de la ecología planetaria como problemas que también son 
de justicia. 

- La tradición liberal utilitarista: J. S. Mill, R. M. Hare 
Muchos teóricos liberales han sugerido que la concepción de 
justicia que corresponde a una sociedad moderna no precisa ser 
construida a través del artificio de una hipotética situación contractual, 
sino que es suficiente con adoptar un punto de vista moral centrado en 
el imperativo de fomentar la mayor felicidad o satisfacción para el 
mayor número de personas. A partir de este único principio supremo, 
que puede ser aplicado tanto para conducirse cada individuo en 
particular, como para inspirar las reformas sociales que se estimen 
oportunas, los utilitaristas han derivado su propia versión de la justicia 
liberal. 
En la obra de John Stuart Mill (especialmente en el capítulo 5 de 
Utilitarianism) encontramos un interesante análisis de una serie de 
acciones y de situaciones que generalmente consideramos como 
justas o como injustas, e inductivamente llega a la conclusión de que la 
noción habitual de justicia (liberal) remite a una serie de reglas morales 
básicas cuyo cumplimiento es necesario como un medio para elevar al 
máximo la utilidad social. De este modo, en opinión de Mill no hay una 
distinción neta entre el ideal de justicia liberal y el ideal de máxima 
utilidad social, sino que más bien el primero es una clara derivación del 
segundo. 
Ahora bien, los críticos del utilitarismo han puesto en duda la 
capacidad de esta teoría para dar cuenta de algunas de nuestras 
convicciones de justicia de sentido común. Por ejemplo, supongamos 
que hubiera dos modos (A y B) de configurar la sociedad entre los 
cuales tuviéramos que elegir: A es un modelo social en el que la suma 
total de beneficios sociales equivale, digamos, a 105 puntos, pero en 
él hay un reparto entre dos clases sociales que concede 100 puntos 
de satisfacción a los más ricos, mientras que deja sólo 5 puntos a los 
más pobres. Por otra parte, B es otro modelo social que produce sólo 
75 puntos, pero los reparte a razón de 60 para unos y 15 para otros. 
¿Qué modelo debería ser preferido aplicando la filosofía utilitarista? En 
principio, si se trata del máximo beneficio social neto, es claro que A, 
pero si atendemos a consideraciones de sentido común respecto a la 
necesidad de que el mínimo de beneficio individual sea alto -incluso 
porque así se mejora a la sociedad en su conjunto-, entonces sería 
preferible B. 
Para salir al paso de objeciones como ésta, el filósofo utilitarista R. 
M. Hare ha explicado que en esta teoría ética no sólo es necesario 
tener en cuenta los requisitos formales del concepto de justicia -los 
cuales nos llevarían a tratar de repartir los beneficios sociales con 
imparcialidad y universalizabilidad-, sino que también hay una serie de 
consideraciones empíricas relevantes con las que hay que contar. Una 
de ellas es el hecho comprobado de que las personas experimentan 
un interés marginal decreciente por el dinero y otros bienes sociales. 
Esto significa que, a partir del acopio de cierta cantidad de bienes, el 
interés por acumularlos ya no crece, mientras que por debajo de esa 
cantidad sí era creciente. Si esto es así, el utilitarismo toma nota de 
que las personas necesitan alcanzar cierto mínimo de bienestar 
(equivalente al del punto de inflexión del interés individual), y estas 
consideraciones permitirían elegir el modelo B frente al modelo A del 
ejemplo anterior, reconciliando así a una concepción corriente de la 
justicia -moderadamente igualitaria- con la visión utilitarista. 

b) Concepciones libertarias: F. A. Hayek, M. Friedman, R. Nozick 
Desde una valoración a ultranza de la libertad individual frente a las 
exigencias de la sociedad en su conjunto, los teóricos del libertarismo 
contemporáneo proponen entender la justicia como el fruto que se 
deriva del ejercicio de una serie de libertades individuales 
irrenunciables en el marco de un Estado no intervencionista, esto es, 
limitado a las funciones policiales y judiciales necesarias para evitar los 
crímenes, los fraudes y abusos similares de unos particulares sobre 
otros. 
Así, en opinión de F. A. Hayek (en su libro The Constitution of 
Liberty, de 1960), el ideal de justicia requiere únicamente igualdad 
ante la ley y una adecuada recompensa conforme al valor realizado 
-esto es, remuneración por las cosas valiosas que uno haga o 
intercambie con otros-, pero nada de «igualdad sustancial», ni de 
«recompensa según el mérito moral», puesto que la igualdad es 
considerada aquí como un ideal basado en la envidia, y el mérito moral 
es considerado como algo tan difícil de medir como poco relevante a 
efectos prácticos. Hayek se esfuerza en mostrar que las desigualdades 
debidas al nacimiento, la herencia y la educación que sean 
compatibles con el ideal de libertad, en realidad promueven un mayor 
beneficio para la sociedad en su conjunto. 
Por su parte, Milton Friedman (en su libro Capitalism and Freedom, 
de 1962) argumenta que el principio ético que preside la distribución 
de riqueza en una sociedad libre es el de a cada quien según lo que 
produzca por si mismo o por medio de los instrumentos que posea. En 
su opinión, si la justicia no se basa en que cada individuo cobre todo lo 
que produce, se producirá el efecto de que hará intercambios sobre la 
base de lo que puede cobrar, y no sobre la base de lo que puede 
producir, y ello redundará en perjuicio de todos. Además -añade-, las 
desigualdades que se permiten en las sociedades libres no son tan 
grandes si se comparan con las que se observan en las sociedades no 
capitalistas. 
Por último, entre las teorías éticas que se suelen clasificar como 
libertarias, es de destacar la que se contiene en la obra de Robert 
Nozick, Anarchy, State and Utopia. Este autor establece una 
clasificación de las teorías de la justicia a través de una serie de 
distinciones: 

- Frente a las teorías de justicia distributiva, que consagran algún 
tipo de separación entre el proceso de producción y el de distribución, 
opone Nozick la justicia de las pertenencias, que pretende subrayar el 
hecho de que «las cosas entran en el mundo ya vinculadas con las 
personas que tienen derechos sobre ellas». Así, a partir de una 
concepción lockeana de los derechos naturales, que Nozick no se 
detiene a justificar, su teoría de la justicia aparece como la teoría de la 
intitulación (entitlement theory) o del justo título para poseer algo (o 
para hacer o prohibir algo). Dicha teoría se compone de tres partes: 1) 
La adquisición original de pertenencias o apropiación de cosas sin 
dueño, que se ha de regir por un adecuado principio de justicia en la 
adquisición (dicho principio, en síntesis, dice que una adquisición 
original es justa si no empeora la situación de otros). 2) La 
transferencia de pertenencias de una persona a otra, o apropiación 
por intercambios libres y donaciones, se rige por el principio de justicia 
en la transferencia (que no formula claramente). 3) Si el mundo fuera 
completamente justo, dice Nozick, bastaría con los dos principios 
anteriores, pues una distribución determinada sería justa siempre que 
proceda de otra distribución justa a través de medios legítimos 
(especificados por el segundo principio), pero como historicamente 
ocurren injusticias, se precisa plantear la rectificación de la injusticia en 
las pertenencias, conforme al principio de rectificación justa. Tampoco 
en este caso nos ofrece una formulación concreta de este principio, 
pero nos dice que en cualquier caso hemos de valernos de 
información histórica sobre la injusticia cometida y averiguar qué 
hubiera ocurrido con más probabilidad de no haberse cometido 
(estimación subjuntiva), comparar luego con la situación real presente 
y, si no coincide la estimación subjuntiva con la situación real, 
entonces deberá realizarse la situación descrita por el principio de 
rectificación. En opinión de algunos comentaristas 16, llevar este 
principio de rectificación de las injusticias hasta sus últimas 
consecuencias implicaría una fuerte redistribución que el propio Nozick 
parece haber descartado de antemano, exponiéndose de este modo a 
fuertes críticas. 

-Nozick distingue también entre principios de justicia de proceso 
histórico y aquellos otros que él llama de resultado final. Sus propios 
principios de intitulación son del primer tipo, dado que se limitan a 
especificar la justicia en términos de cómo se obtienen las 
pertenencias, en lugar de hacerlo en términos de cómo se reparten. 
En cambio, las demás teorías, como el utilitarismo o los principios de 
Rawls, serían -según Nozick- del segundo tipo, porque pretenden 
establecer unas porciones de reparto último con arreglo a algún(os) 
principio(s) estructural(es) de distribución justa. En cambio, los 
principios históricos de justicia, al decir de Nozick, sostienen que las 
circunstancias o acciones pasadas de las personas pueden producir 
derechos diferentes o merecimientos diferentes sobre las cosas. 
-Por otra parte, entre los principios de justicia que él llama 
históricos, distingue a su vez entre los principios que denomina 
pautados y los no pautados. Una pauta de distribución podría ser el 
mérito moral, o la utilidad social, o una ponderación de esas o de otras 
pautas a la vez. Un ejemplo de principio pautado pero no histórico 
podría ser: «distribúyase de acuerdo con el cociente de inteligencia», 
ya que no considera ninguna acción pasada que produzca derechos 
diferentes para evaluar la distribución. En cambio, su propio principio 
de justicia es -dice Nozick- no pautado, puesto que no atiende a 
ninguna dimensión natural ni a ninguna suma de pesos de las 
dimensiones naturales, sino únicamente al proceso de adquisición y 
transferencia (y en su caso rectificación) que generan libremente los 
individuos. Casi todas las demás teorías de justicia se formulan en 
términos que ordenan la distribución de los bienes según un 
determinado patrón o pauta (pattern) que puede ser el trabajo, el 
mérito, las necesidades, etc. («a cada quien según su... »), y esa 
misma formulación distributiva ya revela, a su juicio, los prejuicios 
igualitarios y estatalistas que laten en ellas. Esto se ve más claro 
-sigue Nozick- con el ejemplo del jugador de baloncesto. Supongamos 
que la sociedad ya es justa conforme a una cualquiera de las pautas 
distributivas, y que por ello todo el mundo dispone de los recursos que 
le han correspondido; supongamos también que el famoso jugador de 
baloncesto Wilt Chamberlain firma un contrato por el que se 
compromete a jugar una serie de partidos en los que la gente deberá 
pagarle un cuarto de dólar si quiere verle jugar; supongamos, por 
último, que la gente decide libremente acudir en masa a los partidos, y 
que Wilt Chamberlain se hace inmensamente rico, rompiendo de este 
modo la distribución inicial; la conclusión de Nozick es que 

«ningun principio de estado final o principio de distribución pautada de 
justicia puede ser realizado continuamente sin intervención continua en la 
vida de las personas. Cualquier pauta favorecida sería transformada en otra 
desfavorecida por el principio, al decidir las personas actuar de diversas 
maneras» 17. 


Los críticos de las posiciones libertarias se han apresurado a 
atacarlas en varios frentes: en primer lugar, hay quienes han intentado 
mostrar que el ideal de libertad no se puede reducir a la mera 
posesión del propio cuerpo y de los objetos externos; si fuera así, los 
que más poseyeran podrían llegar a restringir fuertemente las 
libertades de los demás, y de este modo se pondría en serios apuros 
la posición libertaria; si sólo disponemos de los tres principios 
nozickianos, no se pueden garantizar plenamente las libertades 
básicas de las sociedades democráticas. En segundo lugar, las 
libertades de los libertarios se quedarían en papel mojado si las 
personas no disponen de un mínimo de medios de subsistencia y de 
cultura, con lo cual la defensa de las mismas no puede estar reñida 
con una cierta planificación del bienestar social. En este punto existe 
cierta coincidencia con la posición de Nozick, dado que éste reconoce 
que el principio de rectificación de las injusticias y las condiciones que 
él mismo establece para la licitud moral de la apropiación originaria de 
los recursos naturales, tomados conjuntamente, conducen a la 
conclusión de que todos aquellos cuya suerte se haya visto 
deteriorada por la apropiación privada de los bienes comunales (y por 
su transmisión posterior por donación e intercambio) tienen derecho 
por lo menos a una compensación que les permita acceder a los 
niveles de bienestar en que se hubieran encontrado en ausencia de 
esta apropiación. La cuestión que Nozick no resuelve es cómo se 
puede poner en práctica este tipo de redistribucion compensatoria si 
no acepta otro modelo de Estado que el llamado «Estado mínimo». 

c) Concepciones socialistas: K Marx, M. Walzer, J. Habermas, K 0. 
Apel
En la tradición del pensamiento socialista, la reflexión sobre la 
justicia ha ido generalmente ligada a la búsqueda de la igualdad 
entendida como abolición de los privilegios injustificados que los 
poderosos han sabido acumular a lo largo de los siglos en detrimento 
de amplias masas de población a las que se les ha despojado 
arbitrariamente de los rasgos más elementales de lo que sería una 
vida humana plena. Aunque la obra de Karl Marx no prestó especial 
atención al término «justicia», porque pensaba que su significación 
estaba ligada a esquemas ideológicos engañosos, sin embargo dedicó 
toda su energía a la lucha intelectual y política por la construcción de 
un nuevo orden social que fuese más acorde con su propio ideal de 
los seres humanos como productores libremente asociados, capaces 
de disfrutar finalmente de sus capacidades de autorrealización. Ahora 
bien, en su visión de la historia, Marx crce descubrir una serie de 
mecanismos evolutivos que funcionarían con relativa independencia de 
la conciencia psicológica y ética de los individuos, de tal modo que 
sería ociosa y contraproducente cualquier pretensión de introducir 
reformas sociales en una fase como la capitalista para instaurar una 
mayor justicia social; en su lugar habría que procurar una 
transformación revolucionaria del sistema completo para dar paso a 
una nueva fase evolutiva. En la Critica del programa de Gotha (1875), 
Marx expone que, tras la revolución socialista, la distribución de los 
bienes sociales debe hacerse inicialmente bajo el principio: «exigir de 
cada uno según su capacidad, dar a cada uno según su contribución»; 
pero más adelante, cuando se alcanzase el más alto estadio de la 
sociedad comunista, la distribución adoptaría el principio: «de cada 
uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad». 
Aunque los acontecimientos históricos parecen haber puesto en 
cuestión muchas de las tesis de Marx, no sería justo descalificar 
globalmente su aportación teórica. En ese sentido, merece destacarse 
la idea marxista de que las estructuras económicas y sociales no son 
algo natural ni inmutable, sino que pueden ser corregidas mediante la 
acción política, de modo que se podría llegar a configurar un modelo 
de sociedad que garantizase al máximo la igualdad de oportunidades 
(no sólo la igualdad formal ante la ley) eliminando las estructuras que 
condenan de antemano a millones de seres humanos a una 
marginación de partida que carece de cualquier tipo de justificación 
racional. 
El pensador norteamericano Michael Walzer comparte con Marx la 
visión de la lucha por la justicia como una lucha por cierto tipo de 
igualdad entre las personas; ahora bien, la igualdad que se persigue 
tiene su raíz -dice Walzer en su libro Spheres of Justice, de 1983 en 
las experiencias de dominación de unos por otros. No es la envidia ni 
el resentimiento lo que anida primordialmente en las motivaciones de 
los partidarios de la igualdad, sino una actitud de justa rebeldía ante la 
experiencia de la subordinación que los poderosos imponen a los que 
carecen de un poder similar. Lo que persigue el igualitarismo político 
cuando trata de hacerse compatible con la libertad no es la eliminación 
de las diferencias entre las personas, porque no todos hemos de ser lo 
mismo ni tener la misma cantidad de las mismas cosas, puesto que 

«los hombres y las mujeres son iguales entre sí (a todos los efectos 
morales y políticos de importancia) cuando ninguno de ellos posee o controla 
los medios de dominación. Pero los medios de dominación están dispuestos 
de manera distinta en sociedades distintas. El nacimiento y la sangre, la 
tenencia de tierras, el capital, la educación, la gracia divina, el poder del 
Estado, todo esto ha servido en una u otra época como medio de dominación 
de unas personas sobre otras» 18


Por tanto, cualquier pretensión de lograr una sociedad de iguales 
ha de «entender y controlar los bienes sociales» 19. Walzer trata de 
construir una concepción de la justicia y la igualdad que sea 
compatible con la libertad, porque así es como nuestro entendimiento 
compartido de los bienes sociales exige que sea. A su juicio, nuestro 
mundo social contemporáneo contiene elementos morales 
igualitaristas, que no proceden tanto de una concepción universalista 
de la persona (con sus derechos y deberes naturales supuestamente 
innatos) cuanto de una concepción pluralista de los bienes; nuestras 
tradiciones culturales han establecido a lo largo de nuestra historia 
común una serie de criterios imparciales distintos para la distribución 
de bienes distintos. Por tanto, los principios de justicia no pueden 
concebirse bajo una sola formulación que pretenda -vanamente- 
abarcar todos los elementos relevantes, sino que han de ser ellos 
mismos una pluralidad de criterios. 
Walzer insiste en que las distribuciones son justas o injustas en 
relación con los significados sociales de los bienes que estén en juego. 
Este es un principio que legitima ciertas distribuciones por la mera 
tradición, pero también es un principio crítico en la medida en que 
permite denunciar cualquier abuso que los poderosos puedan intentar 
a partir de una posible distorsión de los significados socialmente 
establecidos. En este punto, Walzer discrepa de Marx, puesto que no 
crce que los significados sociales sean sólo las ideas de la clase 
dominante, sino que son productos sociales muy complejos, cuyo 
proceso de producción conlleva la aparición de principios «internos» a 
cada ámbito concreto de bienes, de tal modo que los poderosos 
encuentran a menudo resistencia a sus caprichos en la propia 
estructura de significaciones compartidas. Por ejemplo, si en una 
sociedad ha arraigado la noción de que los cargos han de ser 
adjudicados a las personas más cualificadas, y la gente en general 
tiene aversión a la práctica del nepotismo, es muy probable que los 
poderosos encuentren resistencias «internas» a sus intentos de 
adjudicar los cargos a sus familiares y amigos. 
Cuando los significados sean distintos -continúa Walzer-, las 
distribuciones deben ser autónomas: cada bien social (o conjunto de 
bienes sociales) configura algo así como una esfera distributiva en 
cuyo seno únicamente son adecuados ciertos criterios y ciertas 
configuraciones. Por ejemplo, el dinero es inadecuado como un bien 
de intercambio en la esfera de los cargos eclesiásticos; es una 
intrusión desde una esfera hacia otra; y viceversa, la religiosidad no 
servirá de mucho en el mercado, tal como se entiende el mercado 
habitualmente. Esa autonomía de las esferas es sólo relativa, porque, 
en la mayoría de las sociedades, lo que ocurre en una esfera afecta a 
lo que ocurre en las demás. Pero la relativa autonomía, siendo un 
significado social, es otro principio crítico, y además radical, porque, 
aunque no se pueda mostrar un único patrón con el que medir todas 
las distribuciones, sí que hay normas aproximadamente conocidas 
para cada bien social y para cada esfera distributiva en cada sociedad 
particular. 
Las pugnas de los diferentes grupos sociales tienen una forma 
paradigmática: un determinado grupo consigue el monopolio de un 
bien dominante, y así consigue incautarse de la mayoría de los demás 
bienes sociales. La difusión de la correspondiente ideología permite 
que esa incautación sea aceptada por la mayoría de la población; pero 
el resentimiento y la resistencia persisten: al principio en poca gente, 
pero con el tiempo cala en mucha más, de modo que llega un momento 
en que la mayoría opina que no hubo justicia, sino usurpación. El 
conflicto social es un fenómeno intermitente y endémico. Hay muchos 
tipos de contra-exigencias que expresan la resistencia a la dominación, 
pero las más importantes son las siguientes: 

«1. La pretensión de que el bien predominante, cualquiera que sea, debe 
ser redistribuido para que pueda ser compartido en igualdad o, al menos, más 
ampliamente compartido esto equivale a decir que el monopolio es injusto. 
2. La pretensión de que el camino debe estar abierto a la distribución 
autónoma de todos los bienes sociales esto equivale a decir que la 
dominación es injusta. 
3. La pretensión de que algún nuevo bien, monopolizado por algún nuevo 
grupo, debería reemplazar al bien habitualmente predominante esto equivale a 
decir que el patrón existente de dominación y monopolio es injusto» 20 


Walzer analiza los dos primeros tipos, y especialmente el segundo, 
porque considera que es el que mejor capta la pluralidad de los 
significados sociales y la complejidad real de los sistemas distributivos. 
El primero, reputar como injusto el monopolio de uno de los bienes, es 
históricamente un tipo de reivindicación al que se podría oponer lo que 
Walzer llama un régimen de igualdad simple, es decir, un acto 
(supongamos) de reparto de ese bien en partes iguales entre todos los 
ciudadanos; pero entonces se llegaría rápidamente (y forzosamente) a 
una situación en la que sería precisa una constante intervención del 
Estado en la vida social, con el consiguiente peligro de que el poder 
político se convierta en el nuevo bien dominante y sea monopolizado 
por una serie de funcionarios. Para evitar esos inconvenientes, Walzer 
propone un modelo de justicia al que llama igualdad compleja, que 
pone el acento en intentar reducir la dominación, y no tanto en romper 
el monopolio o limitarlo. La idea es estrechar el margen dentro del cual 
son convertibles unos tipos de bienes en otros distintos y reivindicar la 
autonomía de las esferas. Una sociedad igualitaria compleja permite 
que distintos bienes sociales estén en posesión monopolística de 
distintos grupos sociales -como lo están y siempre lo estarán, salvo 
continua intervención del Estado-, pero en ella ningún bien particular 
es generalizadamente convertible. Para evitar el predominio y la 
dominación, Walzer propone que cada esfera de bienes esté regido 
por principios que pudieran encajar en el siguiente principio distributivo 
abierto (open-ended distributive principle): 

«Ningún bien social x debe ser distribuido a los hombres y mujeres que 
posean otro bien y, por la mera razón de que posean y, sin más relación con 
el significado x» 21. 


Los criterios de justicia que en ocasiones se han ofrecido como 
únicos y excluyentes, tales como el libre intercambio, el merecimiento, 
y la necesidad, pueden ser tenidas en cuenta en algunas esferas de 
bienes, puesto que satisfacen el principio abierto, pero ninguno de 
ellos tiene -en opinión de Walzer- la fuerza suficiente como para ser 
aplicable a cualquier tipo de distribuciones. 
Finalizaremos este apretado recorrido por las concepciones de 
justicia distributiva con unas breves alusiones a la ética discursiva, 
elaborada principalmente por los alemanes Jürgen Habermas y 
Karl-Otto Apel, a menudo considerados como herederos de la tradición 
crítica de la Escuela de Frankfurt. La ética discursiva expone una 
nueva versión del imperativo categórico kantiano, al pretender que 
cualquier intento de validez de una norma moral -tanto las que se 
apliquen a cuestiones de carácter más individual, como las referidas a 
cuestiones sociales- ha de ser producto de un consenso alcanzado por 
todos los afectados por esa norma tras un diálogo celebrado en 
condiciones de simetría. De este modo, la racionalidad monológica de 
Kant («yo uso mi razón para comprobar si tal o cual norma podría 
servir como ley universal») es sustituida por la racionalidad dialógica 
de la ética discursiva («nosotros razonamos juntos sobre la posibilidad 
de poner en vigor tal o cual norma garantizando que sean tenidas 
realmente en cuenta los intereses de todas las personas afectadas por 
dicha norma»). Ahora bien, el consenso que legitima realmente las 
normas no puede ser un consenso meramente fáctico, en el que el 
diálogo no suele reunir las condiciones de simetría adecuadas, ni se 
garantiza suficientemente la atención a los verdaderos intereses de 
todos los afectados -presentes y ausentes-, sino que tiene que ser un 
consenso ideal, es decir, construido de tal modo que se respeten las 
condiciones ideales de habla, como si ya estuvieran presentes. Este 
supuesto contrafáctico es lo que permite eliminar, en la medida de lo 
posible, la presencia de intereses espurios en el proceso de 
legitimación de las normas que han de valer como justas. Tales 
condiciones ideales de habla incluyen: 1) Cualquier sujeto capaz de 
hablar y actuar puede participar en el proceso de discusión racional. 2) 
Cualquiera puede: a) problematizar cualquier afirmación; b) introducir 
cualquier afirmación en ese proceso discursivo, y c) expresar sus 
posiciones, deseos y necesidades. 3) A ningún hablante puede 
impedírsele, mediante coacción interna o externa al discurso, ejercer 
sus derechos, expresados en las anteriores reglas. Apel ha expresado 
la norma fundamental de esta ética de la argumentación en una 
fórmula: 

«Todos los seres capaces de comunicación lingüística deben ser 
reconocidos como personas, puesto que en todas sus acciones y 
expresiones son interlocutores virtuales, y la justificación ilimitada del 
pensamiento no puede renunciar a ningún interlocutor y a ninguna de sus 
aportaciones virtuales a la discusión» 22. 

Así, pues, el reconocimiento recíproco de todos los humanos como 
personas, y el procedimiento para establecer normas válidas son los 
dos pilares sobre los que se levanta la teoría de la justicia de la ética 
discursiva, haciendo posible tanto una fundamentación de los 
derechos humanos, como una posible aplicacion a las distintas esferas 
de la vida social. 

4. Observaciones sobre justicia y ética aplicada 
Los principios de lo justo que defienden las distintas éticas (algunos 
de los más relevantes han sido expuestos a lo largo de este trabajo) 
encuentran su verdadera piedra de toque en cuanto comparamos sus 
respectivas aplicaciones a campos tan problemáticos como el de las 
relaciones políticas y económicas entre los pueblos, el de las 
relaciones laborales, las relaciones entre las empresas, entre médico y 
enfermo, entre los políticos y el electorado, entre varones y mujeres, 
entre la producción y el respeto al medio ambiente, educadores y 
educandos, padres e hijos, el campo de la investigación genética, etc. 
Todos esos ámbitos exigen criterios de justicia claros y precisos, cada 
vez más urgentes en la medida en que el desarrollo tecnológico 
plantea cada día nuevos retos e interrogantes de carácter ético. Por 
tanto, la reflexión sobre la justicia debería aterrizar en la prueba de 
fuego de la ética aplicada, de modo que el criterio último para la 
elección de una teoría frente a otra fuese el de la mayor capacidad 
para afrontar la cruda realidad de los problemas humanos de un modo 
crítico y creativo. Una muestra de este tipo de «aterrizaje» puede 
verse, por ejemplo, en los trabajos de Diego Gracia 23, Ignacio 
Ellacuría 24 y Adela Cortina 25.


E. MARTINEZ-NAVARRO
10-ÉTICA Págs. 155-201

....................
1 J. Hersch, El derecho de ser hombre. Unesco-Taurus, Madrid 1973, 101. 
2 C, Westermann, La justicia en el Antiguo Testamento, en VV. AA., Fe cristiana 
y sociedad moderna. SM, Madrid 1986, 19-23. 
3 Ibíd., 19-20. 
4 Ibid., 20. 
5 Ibid., 21. 
6 Ibíd., 21-22. 
7 Is 32, 15-17. 
8 F. Cubells, Los filósofos presocráticos. Anales del Seminario de Valencia, 
Valencia 1979, 24-25. 
9 Ibid., 41. 
10 Etica a Nicómaco. V. 6. 1131a, 13. 
11 Política, I, 1, 1253a. 
12 Retórica, I, 9, 1366b, 9s. 
13 Segundo Tratado, par. 124-126. 
14 Gemeinspruch, VIII, 290. 
15 J. Rawls, Political Liberalism. Columbia University Press, Nueva York 1993, 
5-6. 
16 Ph. van Parijs, ¿Qué es una sociedad justa? Ariel, Barcelona 1993, c. 5. 
17 R. Nozick, Anarquía, Estado y utopía. FCE, México 1974, 159. 
18 M. Walzer, Spheres of Justice. Basil Blackwell, Oxford 1983, XIII. 
19 Ibid. 
20 Ibíd. 13 
21 Ibíd. 20
22 K. O. Apel, La transformación de la filosofía. Taurus. Madrid 1985, Il, 
380-381. 
23 D. Gracia, Fundamentos de bioética. Eudema, Madrid 1989. 
24 I. Ellacuría, Historización de los Derechos Humanos desde los pueBlos 
oprimidos y las mayorías populares, en Pensamiento critico, ética y aBsoluto. 
Eset, Vitoria 1990. 
25 A. Cortina, Etica aplicada y democracia radical. Tecnos, Madrid 1993.