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D E B E R
Domingo García Marzá
1. La actuación moral
El concepto de deber ocupa uno de los lugares centrales de nuestro
lenguaje moral. Nos referimos con él a los mandatos y obligaciones
mediante los cuales modificamos nuestra conducta y, en general, al
conjunto de exigencias que conforman nuestra praxis cotidiana. Añadir
el predicado moral implica introducir un factor diferenciador esencial:
se trata ahora de una autoobligación, de una autolimitación, que, a
diferencia de otro tipo de coacciones, se enfrenta sólo a las sanciones
internas derivadas de nuestra propia conciencia de la responsabilidad
de la acción. Como todas las formas de obligación, el deber moral
limita el ámbito posible de elección y, por tanto, de actuación. Pero
aquí nos encontramos con una obligación libre, es decir, voluntaria y
reflexivamente aceptada.
La existencia de este tipo de actuaciones la encontramos
directamente reflejada en nuestra capacidad de realizar juicios
morales. De ahí que podamos afirmar que estamos ante un hecho o
factum que no admite discusión. Las dificultades aparecen más bien
cuando dejamos el nivel intuitivo de nuestro propio lenguaje moral y
nos comprometemos a explicar el sentido de este tipo de acciones.
Esta ha sido y es, precisamente, una de las tareas básicas de la
filosofía moral o ética: dar razones del porqué de esta peculiar forma
de obligación y, de esta forma, hacerse cargo de los fundamentos de
la actuación moral. Dentro de esta tarea, la tematización del concepto
deber apunta hacia las posibles respuestas a la pregunta «¿Por qué
ser moral?», esto es, «¿por qué actuar moralmente?».
Detrás de estas cuestiones no se esconde sino la necesidad de
orientación de la acción que caracteriza al actuar humano. La
distinción entre ser y deber ser no viene impuesta por la reflexión ética,
sino que la reflexión ética intenta responder a esta escisión inherente a
nuestra praxis social. Tales respuestas forman parte, como nos
recuerda Aranguren, de esa necesidad de ajustamiento, de iustum
facere de justificar nuestros actos, sin la cual perdería la conducta su
sentido y razón de ser. De tal necesidad ya se habían dado perfecta
cuenta los pensadores estoicos cuando adelantaron las palabras que
después Toulmin convertiría en tema central de la ética: deber hacer
algo implica tener buenas razones para hacer algo. A la ética, como
teoría de la moral, le corresponde averiguar qué convierte a una razón
en «buena razón» para justificar nuestra conducta.
En la historia de la ética encontramos dos respuestas globales al
tema del deber en este sentido general. En primer lugar, aquellas
posiciones que ven en el deber un medio para alcanzar el fin propio del
hombre. Son las denominadas éticas teleológicas (telos = fin), para las
cuales lo moral tiene que ver con los resultados de la acción, según se
acerquen o se alejen de ese fin. En segundo lugar, aquellas posiciones
que encuentran en el deber mismo el elemento moral de la acción. Son
las denominadas éticas deontológicas (deon = deber), encargadas de
definir lo debido o correcto para todos y, por tanto, de establecer el
marco normativo de lo justo.
El propósito de este artículo es mostrar cómo el concepto de deber
se ha ido paulatinamente convirtiendo en el lugar básico de referencia
para la conducta moral y, por consiguiente, para la reflexión ética. La
razón de ello, así reza la tesis, es que la dimensión deontológica puede
abarcar los principales rasgos de la actuación moral (autoobligación y
universalidad), sin perder la posibilidad de una justificación
intersubjetivamente válida. Para lo cual, sin embargo, el concepto de
deber tiene que saber incorporar también las referencias a la acción y
alejarse, de esta forma, de las propiedades de dogmatismo y rigorismo
con las que generalmente se le asocia.
2. Deber, virtud y felicidad
Si nos centramos en esta necesidad de justificación, podemos
analizar el concepto de deber siguiendo tres grandes etapas. El hilo
conductor consiste en la radicalización de los criterios de justificación,
derivada a su vez de la progresiva separación entre vigencia y validez,
entre lo socialmente dado y lo moralmente correcto. El precio de esta
separación, como tendremos ocasión de comprobar, es la
correspondiente escisión entre lo bueno y lo correcto, entre la felicidad
y el deber. Un ejemplo claro lo constituye la polis griega.
Si bien el concepto de deber como concepto aislado y referente
básico de la conducta moral no aparece hasta los estoicos, podemos
encontrar en Platón (por ejemplo en los diálogos Apología y Critón)
una explicitación clara del problema al plantear la cuestión de la
obligación de obedecer la ley que se acepta libremente. También
Aristóteles tematiza la obediencia a la ley (nomos), canon tanto de la
conducta individual como de la social y, por tanto, núcleo básico de la
vida en común. Sin embargo, con la estoa entramos en una
concepción radicalmente nueva del deber. El motivo no es otro que el
derrumbe del modelo ontológico que servía de marco normativo de
referencia: la polis.
Al igual que en Aristóteles, la ética estoica se preocupa por el bien,
por el modo de vida adecuado para el hombre, por la felicidad. El
cambio de concepción no debemos buscarlo en la delimitación del
ámbito moral, sino en las coordenadas desde las que se intenta
ofrecer una respuesta. Lo propio del hombre, la naturaleza humana y,
por tanto, las normas con las que ordenar una sociedad conforme a
ella, ya no pueden derivarse de una imagen del mundo cuya validez es
ahora «una entre otras». Sin este contexto normativo previo no puede
definirse la virtud, como termina haciendo Aristóteles, por referencia al
«hombre prudente». El bien supremo del hombre, la felicidad, depende
de la virtud, y ésta de ese razonable cálculo del «justo medio». Pero
sin la «facticidad normativa» que representa la polis, ya no es posible
mantener, por así decirlo, un referente objetivo del uso correcto de la
razon.
La ruptura de la unidad social de la polis y la consiguiente
difuminación de las normas e ideales compartidos conducen a la
necesidad de construir un concepto de naturaleza humana sin el apoyo
de ninguna «comunidad de origen». Y esto sólo es posible si
consideramos una instancia separada, independiente de la misma
esfera social. Aparece de esta forma la escisión entre la vida privada y
la vida pública y, consecuentemente, la aparición de la conciencia
individual. La demarcación entre intención y acción, ingrediente
esencial del concepto actual de deber, pasa a constituir así un
elemento imprescindible de la reflexión moral.
Zenón (322-264 a. C.) utiliza el concepto de deber (kathekón) para
referirse a lo adecuado, lo conveniente, lo exigible; pero recogiendo a
su vez el matiz de que tales propiedades lo son por cualquier motivo y
en cualquier situación. Más tarde será Cicerón (106-43 a. C.) quien
restituya este significado con la palabra latina officium, siendo
Ambrosio (340-397) el encargado de introducirla en el cristianismo. En
el caso de Cicerón, disponemos de una obra titulada Sobre los
deberes, en la que podemos encontrar una buena sistematización de
la ética-estoica. Antes de entrar en ella, sin embargo, sería
conveniente apuntar algunas de las ideas básicas de esta doctrina.
Los estoicos dividían la filosofía en tres disciplinas básicas: la lógica,
dedicada al estudio de la relación entre lenguaje, pensamiento y
realidad; la física, encargada del estudio del ser dado del logos en la
realidad misma; y, por último, la ética, centrada en el estudio de lo que
este logos o ley natural nos ordena hacer. La escuela mantendrá a lo
largo de la historia esta triple distinción, estructurada en torno al fin
eminentemente práctico que caracteriza al sistema del saber: la lógica
es necesaria para la física, y ésta para la ética.
El fin de la filosofía, del saber científico, no es otro que la
orientación de la conducta social e individual de los hombres. La
«seguridad» que ofrecen estos conocimientos, apoyada en su
pretensión de universalidad, tiene que llenar el lugar normativo que
ocupaba la polis. De ahí la estricta relación entre teoría y praxis, de ahí
también que la filosofía tenga como objetivo último «el uso correcto de
la razón prestada por la naturaleza a todos los hombres».
Desde estos presupuestos es lógico que Zenón defina la virtud
como la «conducta regida por la recta razón», y deber como «lo que es
conforme a la naturaleza y puede justificarse con buenas razones». La
moral socrática vuelve a resurgir con esta asimilación de virtud y
conocimiento que, a diferencia de Aristóteles, no deja espacio alguno
para elementos «externos» a la propia acción. Por eso el objetivo
básico de la filosofía es el conocimiento de la razón, de la ley que la
naturaleza ha depositado en los hombres, al igual que lo ha hecho en
el resto de los seres. No obstante, los hombres son los únicos que
pueden acomodarse o resistirse a esta ley natural, aunque la felicidad
sólo es posible por el camino de la conformidad.
Es la naturaleza, la razón, la que se convierte en regla y norma del
actuar humano, y es con referencia a ella como las acciones alcanzan
un determinado valor. El reconocer esta ley natural es cosa de cada
uno, pues todos la tenemos depositada en nuestro interior por el
hecho mismo de ser humanos. El logos, como capacidad de hablar, es
la prueba fehaciente de esta facultad de autorreconocimiento.
Con esta participación en la razón toma cuerpo teórico, por primera
vez, la idea de una comunidad universal. Roto el marco tradicional de
la polis, el estoicismo ofrece, de ahí su significación histórica, una
explicación del sentido del actuar humano más allá de contextos
socio-históricos concretos. Cosmopolitismo e individualismo parecen
constituir, de esta forma, una y la misma respuesta ante la necesidad
de una justificación de la conducta que sea capaz de mantenerse
independientemente de los cambios históricos. El paso fundamental
que aporta la ética estoica consiste en la «interiorización» del concepto
de deber: lo que determina el deber está en nosotros mismos, en
nuestra actitud, en nuestra propia voluntad.
No es dificil dejar de ver en la apatheia estoica una simple regla del
sentido común para la vida cotidiana y atisbar en ella cómo el orden
moral se va centrando en la propia voluntad, en el libre albedno io.
Asistimos así al primer paso en esta especie de giro copernicano en la
ética que Kant se encargará de concluir: es la disposición, la propia
intención del acto lo que cuenta como propiamente moral. La acción no
es moral según conduzca o no a la felicidad, sino que la felicidad sólo
puede alcanzarse por el respeto al deber que deriva de la ley natural.
Lo moral no está en las acciones, ni en sus consecuencias, sino en las
personas que las ejecutan. En palabras de Cicerón:
«Pues quien establece el sumo bien de forma que no se halla unido a la
virtud y lo mide por su propia utilidad y no por la honestidad, éste, si quiere
ser consecuente consigo mismo, no podrá cultivar ni la amistad, ni la justicia,
ni la libertad» 11.
Si bien lo propiamente moral se encuentra en la honestidad, y ésta
se define como la observancia de la ley natural, esto no es óbice para
que no se consideren los resultados de la acción. La posible utilidad de
la acción es tenida también en cuenta por los estoicos, pero sólo en un
segundo paso, una vez deliberada lo que Cicerón denomina
honestidad o torpeza de la acción, esto es, su corrección moral. Buen
ejemplo de ello lo constituyen los catálogos de deberes que los
estoicos construyen, encargados de definir el conjunto de preceptos y
reglas que conforman una conducta racional, es decir, moral, y que,
lógicamente, pretenden seguirse de la ley natural.
Esta distinción entre el concepto de deber como criterio de
corrección moral y los deberes concretos que de él puedan derivar
queda perfectamente clara en la separación, constante en toda la
escuela estoica, entre deberes perfectos o rectos en sí y deberes
medios o comunes. Dice Cicerón:
«Mas lo que propia y verdaderamente se llama honesto se encuentra
solamente en los sabios y no puede separarse en forma alguna de la virtud;
pero, en quienes no reside la sabiduría perfecta, tampoco puede residir en
absoluto aquel tipo de honestidad absoluta, mas sí ciertas semejanzas de la
honestidad. Estos deberes (... ) muchos consiguen observarlos por la bondad
de su carácter y con el progreso en el estudio. Pero el deber que ellos (los
estoicos) llaman recto es perfecto y absoluto, como ellos dicen, encierra
todos los requisitos y nadie más que el sabio puede alcanzarlo» 12.
Parece, podemos interpretar, que se está queriendo distinguir, por
una parte, una serie de deberes que no cambian con el tiempo; y, por
otra, otra serie derivada de los anteriores que sí atienden y recogen
las posibles circunstancias que rodean a la acción, de forma que «en
determinadas ocasiones transgredir la lealtad y la sinceridad puede ser
justo».
Con la incondicionalidad como medida de demarcación no se están
separando dos categorías, objetiva y subjetiva, de deberes, sino
definiendo los márgenes de un sistema gradual donde los actos
humanos son más o menos conformes a la razón «según la intensidad
con que ella intervenga», pero que nunca coincidirán plenamente con
ella como en el caso del sabio. Sólo que ahora este sabio ya no está
definido por su relación con una determinada estructuración social.
Con la figura del sabio se está haciendo referencia más bien a lo que
Kant denominará mucho más tarde una idea regulativa: un marco de
referencia normativo que nos sirva de orientación y crítica para la
acción. Cicerón nos dice que ni siquiera los siete sabios de Grecia
eran verdaderamente sabios según la «idea que tenemos del sabio».
Con esta separación entre lo que podemos denominar criterios de
definición y criterios de realización, los estoicos instauran una relación
mediada entre teoría y praxis que constituye la base, como habremos
de ver a continuación, desde la que desmontar las críticas de rigorismo
que se realizan a las éticas deontológicas.
El cristianismo vendrá a rellenar de contenido concreto este marco
deontológico establecido por el estoicismo. El lugar del conocimíento
de la realidad y de sí mismo que pregonaban los estoicos es ocupado
ahora por la revelación divina. El esquema conceptual, que ha dado
lugar a la teoría del derecho natural, sigue siendo el mismo: el orden
de la naturaleza como fuente de deberes y derechos. Pero ahora esta
imagen del deber normativo ve asegurada su intersubjetividad por la
interpretación religiosa. Con ello, el nivel de abstracción alcanzado por
los estoicos con su concepto de ley natural se retrotrae, pues ahora es
dependiente de los mandatos y obligaciones revelados por Dios. Si
bien el cristianismo puede ofrecer de nuevo una «vía colectiva» de
salvación, sólo lo puede hacer al precio de que la felicidad a alcanzar
no pertenezca ya a nuestro «cosmos».
Tendremos que esperar a la ruptura del mundo cristiano medieval
para que la historicidad del marco ontológico y, por tanto, su
manipulación por la acción humana salga claramente a la vista. En
consecuencia, el paradigma del ser deja de ser una plataforma segura
para la construcción de una praxis común. ¿Queda eliminada así, al
mismo tiempo, toda posible racionalidad de la acción?
3. El deontologismo kantiano
Toda la reflexión moral perteneciente al mundo antiguo mantiene un
punto en común: son éticas que se ocupan de lo bueno para el
individuo, de su felicidad, de lo que en general podríamos denominar
una «vida buena». Haciendo más hincapié en la prudencia o en la
observancia de la ley, lo cierto es que el objetivo que se persigue es el
mismo: ofrecer una orientación racional que nos permita separarnos
del «querer fáctico», de la inmediatez de lo deseado, y distinguir así
entre la verdadera y la falsa felicidad. La polis, la naturaleza o Dios
ofrecían el momento de incondicionalidad desde el que otorgar validez
al deber moral, esto es, desde el que extraer las razones para apoyar
la intersubjetividad del deber.
Sin embargo, factores como la aparición de la ciencia moderna, el
descubrimiento de nuevos mundos, el surgimiento del mercado
económico como sistema de integración, las escisiones y luchas
internas de la Iglesia... hacen que no sea posible mantener por más
tiempo una imagen unitaria del mundo. Nos encontramos así sin
ninguna medida normativa que pueda ser aceptada por todos y, por
tanto, sin ningún criterio de validez del que puedan derivarse normas
correctas. La relación entre el hombre-tal-como-debe-ser y el
hombre-tal-como-es, base de la obligación moral, no constituye ya
ningún todo coherente.
El emotivismo sería la única respuesta a esta situación si la ética no
hubiera realizado un giro copernicano para, apoyándose ahora en el
paradigma de la conciencia, delimitar el ámbito moral precisamente en
torno al concepto de deber. El formalismo kantiano es el responsable
de este cambio radical, consistente en dirigir nuestra atención no hacia
los objetos de la voluntad, sino hacia la voluntad misma. Consistente,
en definitiva, en profundizar en el camino abierto por los estoicos:
aquello por lo cual una acción se convierte en moral o inmoral no está
en la acción, sino en la intención, en el motivo por el que se lleva a
cabo.
Donde más claro encontramos las razones por las que el deber se
convierte en el tema central de la ética es en los argumentos kantianos
en contra de la consideración de la felicidad dentro del ámbito moral.
Si denominamos voluntad a la facultad de proponer fines y bien a
aquello que es objeto de la voluntad, el punto de partida de la ética
kantiana radica en la imposibilidad de dar razón de la exigibilidad que
acompaña a nuestros juicios morales desde estos fines o bienes a los
que se dirige la voluntad. En el caso concreto de la felicidad, Kant
afirma, en primer lugar, que de ser éste el fin de la acción moral, mejor
nos conducirían los instintos que la propia razón. Con lo cual queda sin
justificar el papel de la razón en la conducta moral. En segundo lugar,
el hombre no es responsable de las necesidades e inclinaciones que
determinan la felicidad. Si es un fin al que se tiende por naturaleza, no
es la voluntad quien lo propone. Y, por último, ya no existe ningún
concepto objetivo de felicidad desde el que podamos ofrecer un canon
para la acción y la vida en común. En palabras de Kant:
«Es una desgracia que el concepto de felicidad sea un concepto tan
indeterminado que, aun cuando todo hombre desee alcanzarla, nunca podrá
decir de una manera bien definida y sin contradicción lo que propiamente
quiere y desea» 14.
Pero la crítica de Kant no abarca sólo al concepto de felicidad,
también lo hace a todo tipo de teleologismo o consecuencialismo que
convierte la razón práctica, la voluntad moral, en una «simple
administradora de intereses extraños». Ni siquiera como medio puede
concebirse la razón práctica, pues es «imposible» predecir las
consecuencias y efectos de la acción. Apoyar el valor moral en las
consecuencias de la acción significaría abandonar el criterio moral a
un «incierto cálculo de probabilidades», que sólo por casualidad puede
conducir al bien 15.
Es fácil explicitar el trasfondo que subyace a estas críticas de Kant.
Quien como él afirma que «es muy distinto hacer un hombre feliz que
un hombre bueno», arranca su reflexión desde una situación donde ya
no es posible un concepto normativo de naturaleza humana, pues ésta
ha quedado reducida al terreno propio de ciencias, más o menos
empíricas, como la psicología, la antropología... Con lo cual, cualquier
intento de derivar un «deber ser» de un «ser» cae en un círculo
vicioso, en una absolutización de lo contingente, que sólo puede
conducir, en definitiva, a un «dogmatismo de los hechos». Ahora bien,
si la voluntad no viene determinada por los objetos, ¿cuál puede ser la
fuente de la determinación? El concepto de deber será la respuesta.
Kant trata de mostrar que la razón es una facultad práctica, es
decir, tiene influencia en la voluntad. Así las cosas, la cuestión central
para la reflexión ética radica en analizar la relación existente entre
ambos términos, entre razón y voluntad. En su respuesta, Kant
establece por primera vez una diferenciación entre distintos grados de
racionalidad en el obrar, ya que la necesidad de orientación que
recoge la pregunta «¿Qué debo hacer?» parece admitir más de una
respuesta. La tipología construida por Kant responde a dos criterios
fundamentales: cuál es el alcance de la razón y cuál la fuente de la
obligatoriedad. Con estos criterios de diferenciación tendríamos, a su
juicio, tres posibilidades de utilizar la razón práctica y, por lo mismo,
tres tipos de deberes o imperativos 17.
El primer nivel responde a los imperativos condicionados o
hipotéticos, en el sentido en que nos dicen qué medios son los
adecuados para alcanzar un fin determinado. Kant los denomina
problemático-prácticos, pues señalan qué acción es buena para
cualquier propósito posible. Se trata aquí de una aplicación de los
conocimientos teóricos en forma de reglas de la conducta, por lo que
también podemos denominarlos imperativos de la habilidad o reglas
técnicas. Desde el instante en que la racionalidad no alcanza a los
fines de la acción, nuestra capacidad de responsabilidad queda
radicalmente mermada. Razón por la cual, Kant descarta como morales
este tipo de deberes. Según sus palabras:
«Los preceptos que sigue el médico para curar a un hombre, y los que
sigue el envenenador para matarlo son de igual valor, en cuanto que cada uno
de ellos sirve para realizar perfectamente su propósito».
El segundo tipo de deberes tiene también carácter hipotético, pero
ahora el fin ya no es arbitrario o posible, sino «real»: la felicidad. Kant
se refiere a ellos como asertórico-prácticos, pues tal fin pertenece,
recordemos a Aristóteles, a la naturaleza humana. De nuevo la razón
es utilizada como medio y, por ello, el carácter obligatorio -la validez
normativa- depende de que las acciones nos conduzcan a la felicidad.
Como acabamos de ver, sin una forma de vida intersubjetivamente
compartida, esta validez queda condicionada a la determinación
individual y subjetiva de la felicidad. Esto hace que este tipo de
deberes tampoco responda, consecuentemente, al momento de
incondicionalidad con que nuestro lenguaje relaciona el deber moral.
Se trata más bien de imperativos pragmáticos o de consejos de la
prudencia.
Sólo los imperativos denominados por Kant categóricos parecen dar
razón de este carácter del deber moral, pues declaran la acción
necesaria por sí misma, sin referencia alguna a fines o propósitos.
Categórico no es sinónimo de dogmático, nada tiene que ver con
deberes o exigencias que no admiten justificación alguna. Lo que Kant
quiere expresar con este término es absolutamente lo contrario. Sólo
aquello que el hombre puede darse a sí mismo, entera y únicamente
desde su voluntad racional, es considerado como deber moral; y, por
tanto, sólo la actuación bajo este principio o ley puede ser denominada
moral. La autolegislación, la idea de Rousseau de que la obediencia a
la ley autoimpuesta sólo puede denominarse libertad, adquiere en Kant
el rasgo de criterio supremo de la moralidad.
IMPERATIVO-CATEGÓRICO: Para explicitar esta idea es requisito
indispensable el formulismo: la fuente de la obligatoriedad no está en
el contenido de la acción sino en la voluntad racional con que es
determinada. Sólo así se alcanza la intersubjetividad que la
obligatoriedad moral exige, pues esta racionalidad conlleva la
referencia a todas las demás voluntades. Es esta exigencia de
universalidad lo que, en definitiva, expresa la formulacion del
imperativo categórico:
«Obra sólo según aquella máxima que puedas querer que se convierta, al
mismo tiempo, en ley universal» 19.
Según esta concepción del punto de vista moral, una acción posee
valor moral únicamente cuando ha sido realizada por deber, esto es,
cuando el motivo de la acción no ha sido otro que el respeto al deber
moral expresado por el imperativo categórico. A pesar de estas
afirmaciones, no asoma ningún rasgo de «militarismo prusiano» si nos
damos cuenta de que el eje central de este deontologismo no es la
sumisión a la ley, sino la sumisión a la ley autoimpuesta. Sólo la
autonomía, la capacidad de autodeterminación, representa una razón
«moral» para el sometimiento al deber 20.
Con la ética kantiana asistimos a la consumación del concepto de
libertad individual como autonomía que, como hemos visto, asomaba
ya en la ética estoica. La insistencia en el deber como explicación de la
intención de la acción refleja el objetivo común de dejar al descubierto
aquello de lo que la voluntad puede sentirse plena y definitivamente
responsable. Delimitar el ámbito moral al ámbito del «poder querer»,
entender esta voluntad como razón práctica, y ésta como obediencia a
la ley, es propio de ambos conceptos de deber. No obstante, la ruptura
del marco ontológico obliga a Kant a una mayor radicalización en la
necesidad de fundamentación de la acción. El precio a pagar por ello
es la consideración del deber como «contrario» a las inclinaciones e
independiente de la felicidad: aspecto incomprensible para una ética
como la estoica que parte de lo que es conforme a la naturaleza de
todo ser racional.
Kant justifica esta definición del deber moral mediante un argumento
reflexivo-trascendental: no parece haber otra forma de explicar el
sentido de responsabilidad, de autoimputación de los actos, que
reflejan nuestros juicios morales. Sin el concepto de autonomía, sin
tener en cuenta la facultad de darnos a nosotros mismos las leyes que
guíen nuestra conducta, nos es imposible explicar el sentido de
nuestro actuar, en el que incluimos la existencia de una causalidad
moral propia.
A juicio de Kant, al concepto de deber moral expresado por el
imperativo categórico llega «todo aquel que tenga la moralidad por
algo y no por una idea quimérica desprovista de verdad» 21.
Cuando nos pensamos como libres nos incluimos en un mundo en el
que no cuenta para nada otra determinación que el puro deber, la
propia voluntad racional. Pero esto no implica de ningún modo que
todas las acciones respondan a este esquema. Lo que el imperativo
categórico nos ofrece es un punto de vista moral, un criterio desde el
cual enjuiciar la moralidad de nuestras acciones, normas e
instituciones. Se alcanza así una idea regulativa, una medida racional
crítica, cuya formalidad asegura la intersubjetividad buscada.
Sin embargo, este formalismo que separa de la reflexión moral toda
referencia a las necesidades e intereses es el lugar común de una
serie de críticas que, desde Hegel, acusan al deontologismo kantiano
de rigorismo. La imposibilidad de ver las consecuencias de una acción
dentro de la dimensión moral de la validez ha dado pie a la distinción
de Weber entre éticas de la intención (Gesinnungsethik) y éticas de la
responsabilidad (Veranwortungsethik). Es obvio que sólo estas últimas
merecerían nuestra aprobación.
Aunque algunos ejemplos y manifestaciones de Kant parecen
apoyar esta crítica, es posible ofrecer una interpretación del concepto
kantiano de deber que rebaje esta impresión, apoyándonos en dos
aspectos importantes: que entendamos el formalismo del deber como
procedimentalismo, y no desde presupuestos logicistas; y, en segundo
lugar, que diferenciemos con Kant entre niveles de fundamentación y
niveles de aplicación. La complejidad de estas cuestiones y el espacio
disponible sólo nos permiten apuntar algunos rasgos sobre estas
consideraciones.
Que tengamos que abstraer todo contenido de la determinación de
la acción para poder realizar un juicio moral no significa que sólo
debamos tener en cuenta la «forma gramatical». Los imperativos no
vienen diferenciados por su forma lógica, sino, como hemos visto, por
la fuente de la obligatoriedad, esto es, por la exigencia de
universalidad. Formal debe entenderse más bien como procedimental,
como una puesta entre paréntesis de la validez de la máxima y una
referencia necesaria a todas las demás voluntades implicadas. Es la
posible aceptación de los otros sujetos, y no la forma lógica, lo que
determina la resolución moral. Sólo así un deber puede convertirse en
moral.
Por lo que respecta a la segunda consideración, aunque en el
marco de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres no
están muy bien diferenciadas, podemos distinguir claramente dos
funciones básicas del imperativo categórico. Por una parte, ya hemos
visto que constituye un criterio moral, encargado de abrir la posibilidad
de la justificación de normas morales. En este sentido hablamos de un
principio de transsubjetividad o de punto de vista moral. Por otra, es
también utilizado por Kant para explicar la moralidad de acciones
particulares y determinadas, como test para la universalización de
máximas concretas. En definitiva, para su aplicación en casos
concretos.
Pero una cosa es la fundamentación del imperativo categórico como
principio de la moralidad, para lo cual es necesario hablar de
incondicionalidad, de independencia de las circunstancias particulares;
y otra muy distinta es el uso del imperativo para el análisis de máximas
y la obtención de deberes concretos.
Estos dos niveles de reflexión dan lugar a tres pasos diferentes a la
hora de enfrentarnos a la cuestión de qué debemos hacer. En primer
lugar, la fundamentación del imperativo categórico como criterio que
define la moralidad, para lo cual se utilizan argumentos
trascendentales. En segundo lugar, la aplicación del imperativo a las
máximas correspondientes, esto es, su consideración como
determinaciones generales de la conducta. Y, por último, la aplicación
de las máximas éticas a las situaciones concretas.
La incondicionalidad que define la validez moral sólo puede
predicarse del primer nivel. En los niveles restantes o niveles de
aplicación debemos tener en cuenta el apriorismo, aunque sea en un
sentido laxo, que define el punto de vista moral, y además una
referencia necesaria a la acción. En definitiva, debemos considerar,
por una parte, la validez moral y, por otra, la experiencia y las
consecuencias de la acción.
Esta distinción es mucho más evidente en el marco de la obra La
metafísica de las costumbres, donde Kant establece una clasificación
entre diferentes tipos de deberes, que nos recuerda, de algún modo, la
realizada por los estoicos. A diferencia de los deberes jurídicos, de los
que nos ocuparemos en el siguiente punto, los deberes éticos son de
«obligación amplia», de forma que «cuanto más amplio es el deber,
más imperfecta es la obligación del hombre de obrar». No hay, ni
puede haber, ninguna deducción directa de la ley moral a la praxis
común.
Pero en esta obra no sólo encontramos este tipo de apreciaciones,
sino que Kant ofrece incluso fines que debemos considerar morales,
como es la propia perfección y el bienestar de los demás. Con lo cual
parece que el deontologismo kantiano acabe en un consecuencialismo
que rompe el formalismo moral y, en definitiva, impide toda posible
intersubjetividad.
Este sería el caso si Kant, como el utilitarismo, viera en las
consecuencias de la acción en el bienestar general, el criterio de
moralidad, pero no es así. Para Kant se trata de un deber «derivado»,
mientras que el momento moral es anterior a las consecuencias y
puede ser definido independientemente de ellas. Lo que no significa,
como acabamos de ver, que también pueda ser realizado sin tener en
cuenta las consecuencias.
Una vez introducido y justificado el punto de vista moral, Kant
pretende definir, igualmente a priori, los deberes y virtudes que se
siguen del imperativo categórico, de forma que sirvan de puente entre
el criterio moral y la acción concreta. Obtendríamos así los fines que
debería proponerse el arbitrio libre y las virtudes que, como formas de
acción, son indispensables para alcanzarlos. Ahora bien, ¿es posible
definir estos «contenidos» morales en una época donde ya se ha
llevado a cabo la escisión entre vigencia y validez, y no hay ningun
concepto de naturaleza, ningún «sensus communis» que nos asegure
la homogeneidad de una forma de vida?
Si bien esta aportación a la teoría del deber puede interpretarse
como una complementación de la tarea de fundamentación, la
respuesta es negativa. La reflexión moral no puede quedar limitada al
nivel de la fundamentación del principio moral, sino que debe aportar
también los elementos necesarios para la construcción, por decirlo con
A. Cortina, de un ethos universalizable. Pero tal aportación ya no va
acompañada de la misma incondicionalidad. Los principios puente,
deberes y virtudes, son aplicaciones generales -concreciones- de la
ley moral, y su posible reconstrucción implica siempre elementos de la
forma de vida en que vayan a aplicarse. No hay, por así decirlo,
cuando ya no disponemos del soporte previo que apoyaba la reflexión
de Cicerón, ninguna posibilidad de definir una «materia pura a priori»
del deber.
Un principio puente debe apoyarse en las dos laderas que pretende
unir, tanto en la ley moral a priori como en los contenidos concretos de
la Lebenswelt. No hay en ello ningún resto de relativismo, pues el
momento moral queda siempre uno y el mismo. Este es el gran valor
que encierra el concepto de deber de Kant: haber explicitado y
justificado la incondicionalidad con que se presenta la exigencia de
universalidad. Otra cosa es su aplicación o realización práctica.
4. La arquitectónica del deber
La necesidad de una arquitectónica del deber aparece con mucha
mayor claridad una vez abandonamos el paradigma de la conciencia
en el que se mueve la ética kantiana. La excesiva confianza en el
sujeto como única fuente de validez queda rota desde el momento en
que se muestra cómo ese sujeto es a su vez dependiente de las
estructuras de la praxis social en que se constituye. Hoy en día
sabemos que todo proceso de individualización sólo tiene sentido como
proceso de socialización. «Somos lo que somos gracias a nuestra
relación con los demás», dice Mead, explicitando así la relación de
dependencia que guarda la conciencia con respecto a los contenidos
que conforman nuestros contextos sociales. Desde estas
consideraciones, no es suficiente el experimento mental de la
referencia a todos los demás en que consiste el imperativo categórico.
De ser así, corremos el riesgo de aplicar a los demás nuestra propia
forma de vida, es decir, el riesgo de no estar «haciendo valer nuestra
autonomía, sino tan sólo nuestra idiosincrasia».
¿Significa esto que debemos abandonar el criterio moral al interior
de cada una de nuestras formas de vida y renunciar así a la posibilidad
de una medida crítica? De nuevo la delimitación del ámbito moral al
terreno deontológico de la validez normativa nos permitirá ofrecer una
respuesta negativa. Nos centraremos para ello en la ética discursiva,
tal como Apel y Habermas la presentan, pues constituye una de las
propuestas éticas más importantes en la actualidad.
Si efectivamente nuestra «intrasubjetividad» es dependiente de los
procesos de socialización y, por tanto, de las tradiciones y sistemas de
valores que los conforman, es necesario que la reflexión moral se dirija
hacia las estructuras que hacen posibles tales procesos, y no hacia los
fenómenos que componen nuestra subjetividad. El lenguaje constituye
el medio a través del cual se constituyen estas redes de
reconocimiento recíproco, en las que aprendemos a relacionarnos con
los demás y con nosotros mismos. La tesis que la ética discursiva debe
mostrar es que estas estructuras lingüísticas poseen un núcleo
universal, cuyo contenido normativo define lo que podemos entender
por punto de vista moral.
Para llevar a cabo esta demostración, la ética discursiva utiliza
también una metodología de corte trascendental. Pero ahora ya no es
la propia conciencia de la ley moral, sino el uso del lenguaje como
medio para la resolución consensual de conflictos de acción, el factum
cuyas condiciones se espera explicitar. Sobre la base de su necesidad,
esto es, de la imposibilidad de ponerlas en cuestión sin caer en una
contradicción, Apel y Habermas reconstruyen una serie de reglas o
presupuestos pragmáticos que todos debemos suponer a la hora de
entablar una argumentación. Estas reglas definen una situación donde
todos tienen las mismas oportunidades de participar, donde existen
condiciones perfectas de simetría y reciprocidad entre los sujetos. Esto
no significa que cada vez que establezcamos una interacción tengan
que darse estas condiciones, sino que debemos presuponerlas
cumplidas cuando realizamos una argumentación. Desde estas
condiciones contrafácticas, es evidente que sólo el consenso podría
otorgar validez moral a una norma. Consecuentemente, el principio de
universalización podría definirse de la siguiente forma:
«Toda norma válida debe cumplir la condición de que las consecuencias y
efectos secundarios que probablemente se producirían en su cumplimiento
general para la satisfacción de los intereses de cada individuo puedan ser
aceptados por todos los afectados (y preferibles a los efectos de las
posibilidades alternativas de acción)» 30,
Con esta explicitación del punto de vista moral nos movemos de
nuevo en el terreno del deontologismo. El ámbito moral queda limitado
a la validez de deber que el ámbito social requiere, es decir, al carácter
de obligación que conllevan las normas. El principio de universalización
constituye una explicación de cuál es la base de este carácter
obligatorio: la posible incorporación de intereses recíprocos. El
fenómeno moral se estructura en torno a la rectitud normativa o
justicia, y nada tiene que ver con la preferencia de valores o la
consiguiente producción de normas. Como sintetiza Apel, se centra en
la cuestión de las «orientaciones de la acción normativamente
vinculantes de las instituciones o de las normas del derecho positivo».
O, más gráficamente, en palabras de Habermas:
«La moral no responde a la cuestión de "qué soy", o "qué deseo ser», sino
a la cuestión de qué norma queremos compartir y cómo pueden ser regulados
los conflictos de acción en intereses comunes».
Desde el momento en que la ética discursiva ofrece una regla,
principio o procedimiento para explicar «aquello que es debido
obligatoriamente para todos», se encuentra dentro de los cánones del
deontologismo moral. Empero, si bien no considera para nada una
determinada concepción de la vida buena, del bien o de la virtud, al
ofrecer como respuesta el discurso práctico recoge elementos, como
intereses y necesidades, pertenecientes a cada una de las formas de
vida. Al incluir estos aspectos en el mismo criterio moral, rompe la
dicotomía entre éticas de la intención y éticas de la responsabilidad,
que atenazaba aún a la ética kantiana.
Esto no es óbice para que la ética discursiva no se presente a sí
misma como una reinterpretación teorético-comunicativa de la
propuesta ética de Kant. No sólo la metodología utilizada es similar,
también lo es el propósito final de definir un concepto de racionalidad
práctica más allá de formas de vida concretas y particulares. Sin
embargo, a diferencia de Kant, el querer mantener la intersubjetividad
de esta definición nos conduce ahora a la necesaria superación de las
posiciones monológicas. El respeto a la dignidad de las personas,
como sujetos igualmente capaces de autodeterminación, no implica
sólo tenerlos como una fuente auxiliar para nuestro propio juicio moral,
implica más bien reconocerles la capacidad de participar en todo lo
que afecte a sus intereses. La relación interna existente entre sujeto y
sociedad se traduce, en el terreno de la ética, en la dependencia entre
conocimiento moral y diálogo.
Con esta referencia al posible consenso racional no se pierde la
dialéctica entre idealidad y realidad, característica básica de todo
concepto abstracto de deber. El principio ético-discursivo nos lleva a la
realización de discursos fácticos, reales, pero éstos están siempre bajo
la «medida crítica» del punto de vista moral. Razón por la cual nunca
puede el discurso suplantar el papel del sujeto autónomo. Cuando
rompemos la rigidez del paradigma de la conciencia, nos damos cuenta
de que «intrasubjetividad» e «intersubjetividad» no son elementos
contrapuestos, sino dos instantes diferentes dentro del mismo actuar
autónomo. De ninguna forma puede abandonarse el momento de
decisión propio del sujeto autónomo, pero éste no puede pretender
validez si al mismo tiempo no reconoce la dependencia recíproca en la
que se encuentra su decisión con todas las demás partes en conflicto.
El momento de validez, por así decirlo, se le escapa al individuo, y sólo
encuentra su lugar específico en las estructuras de reconocimiento
recíproco en las que se ha formado.
No obstante, una de las críticas realizadas al deontologismo
kantiano vuelve a reaparecer ante el procedimentalismo
ético-discursivo: la difuminación de los límites propios de la moral y el
derecho. La causa de esta confusión radica, en el caso de la ética
discursiva, en la localización de la validez moral en el resultado de un
procedimiento y no en la conciencia moral de los propios afectados.
Exterioridad que parece conducirnos a una disolución de lo
estrictamente moral. Responder a esta objeción nos permitirá introducir
una «arquitectónica del deber» centrada en la diferencia entre
fundamentación y aplicación de lo debido.
El posible acuerdo de los afectados como criterio de racionalidad es
a todas luces insuficiente para la resolución de conflictos de acción y,
en definitiva, para la orientación de la acción que se espera del punto
de vista moral. Se trata de un criterio ideal definido a partir de
presupuestos de claro contenido contrafáctico y que, de modo alguno,
determina el resultado, sino las condiciones de participación. Por su
parte, los discursos reales a los que remite el criterio moral se
encuentran siempre sometidos a limitaciones espacio-temporales y
sociales, por no hablar de los desequilibrios resultantes de las propias
facultades de los participantes.
Esto hace que Habermas defina la racionalidad procedimental
ofrecida por el criterio moral como incompleta. Hacen falta
procedimientos institucionalizados que compensen estas limitaciones
del discurso moral. Nos encontramos así ante la necesidad de una
complementación de la moral por el derecho positivo, especialmente en
aquellos ámbitos donde se requiere una resolución terminante y
duradera de los conflictos (hoy en día en la inmensa mayoría de los
casos). Al mismo tiempo, esta complementación permite hablar del
derecho como de una moral institucionalizada, pues es obvio que la
mera positivación es insuficiente para explicar la incondicionalidad con
que el derecho se presenta.
Esta necesidad mutua no es razón alguna para confundir los
deberes morales y jurídicos. Hay diferencias importantes que
establecen una clara distinción entre ambos ámbitos de validez. En
primer lugar, las normas morales valen independientemente de su
puesta en vigor. La dignidad humana, por ejemplo, es inviolable, esté
recogida o no en una determinada constitución. En segundo lugar, las
normas jurídicas van acompañadas de mecanismos fácticos de
sanción, mientras que las morales conllevan sanciones «internas»
(sentimientos de culpa, autorreproche...). En tercer lugar, las normas
jurídicas son constitutivas de una praxis racional, sin embargo las
morales definen siempre una situación metainstitucional.
En resumen, no se trata de dos tipos separados de validez, sino de
dos momentos complementarios dentro de la racionalidad práctica. La
diferencia clave se encuentra en la positivación que el derecho
agradece, precisamente, a la tercera de las dimensiones en que se
estructura esta racionalidad: la política.
Política y derecho constituyen, en la actualidad, los mecanismos
básicos para la institucionalización de la idea de imparcialidad
expresada por el principio de universalización. Tampoco la actuación
política, el establecimiento de fines y objetivos de la acción común y los
medios para alcanzarlos, está exenta de la dimensión moral de la
validez. Al igual que las normas jurídicas, también las decisiones y
medidas políticas requieren validez. Como en el caso del derecho
positivo, el deontologismo procedimental nos ofrece la base desde la
que asegurar esta consideración imparcial: la participación de todos
los afectados. Al relacionar validez y participación, es evidente que el
principio ético discursivo constituye, al mismo tiempo, un principio de
legitimidad democrática. Igualdad política significa desde aquí la igual
posibilidad de participación en todas las decisiones de alcance político.
No obstante, sería de nuevo ignorar esta arquitectónica si
directamente deriváramos del deontelogismo discursivo un modelo de
teoría democrática, como si la moralidad (Moralität) fuera un modelo
para la eticidad (Sittlichkeit). Esto significaría no darse cuenta de la
necesidad de incorporar niveles de mediación encargados de conectar
ambos extremos. Para la aplicación a la praxis, sea individual (lo que
hemos denominado ethos universalizable), o sea colectiva (derecho,
política, economía,...), se debe acudir a otro tipo de conocimientos no
estrictamente morales. Ahora bien, en todas estas dimensiones la
exigencia de participación nos proporciona el marco necesario para
poder hablar de racionalidad. En palabras de Habermas:
«Lo que puede caracterizarse normativamente son las condiciones
necesarias pero generales para una praxis comunicativa y para un
procedimiento de formación discursiva de la voluntad, que dejen a los
participantes mismos en condiciones de desarrollar las posibilidades
concretas de una vida mejor y menos peligrosa, segun las propias
necesidades y según su propia iniciativa».
Con esta arquitectónica podemos dar razón del deber moral sin
renunciar a su incondicionalidad y sin caer, por ello, en ningún tipo de
dogmatismo o absolutismo. El mandato autoritario, la obediencia ciega,
el actuar sin razones... son factores que nada tienen que ver con las
éticas deontológicas que aquí hemos repasado brevemente. Más bien
al contrario, la reflexión sobre el deber moral siempre ha tenido que ver
con esa capacidad humana de guiar la propia vida a la que hemos
denominado autonomía.
Renunciar al momento deontológico supone eliminar la posibilidad
de una orientación intersubjetiva de la acción, apoyada precisamente
en esta autonomía. A tal renuncia nos veríamos abocados si
quisiésemos mantener la primacía de la felicidad dentro del punto de
vista moral. Los estoicos pudieron mantener este concepto de deber
unido a la búsqueda de la felicidad, pero ya no poseemos ninguna
forma de vida de la que podamos predicar universalidad, ningún
concepto previo de naturaleza o esencia humana. La dimensión de la
felicidad queda siempre pendiente de tradiciones concretas, de formas
de vida particulares y de sistemas sustantivos de valoración. Ellos nos
proporcionan el material necesario para definir lo que somos y lo que
queremos ser, para decidir el grado de realización de nuestra
existencia. La felicidad es, en definitiva, una cuestión existencial que,
aun dentro de los contextos tradicionales de la Lebenswelt, mantiene
un carácter personal y subjetivo.
El deber moral sólo se refiere a una parte «mínima», pero
necesaria, de la vida en común. Sería igualmente un sinsentido limitar
la complejidad y riqueza de una forma de vida, sea individual o
colectiva, a la estricta racionalidad de la justicia de nuestras normas e
instituciones.
D.
García Marzá
10-ÉTICA págs. 71-100
....................
11 M. T. Cicerón, Sobre los deberes. Tecnos, Madrid 1989, 1, 2-5 y nota 32.
12 Ibid., 3, 13-14.
14 Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Espasa Calpe,
Madrid 1990, 56.
15 Ibid., 121, ver también la misma crítica en La paz perpetua. Tecnos, Madrid
1985, 46, y Teoría y praxis. Tecnos, Madrid 1986, 22.
17 Kant, La fundamentación..., 81.
19 I. Kant, La fundamentación..., 92.
20 Ibid. 119
21 Ibid., 127.