Sección segunda
Ética especial o Derecho natural

En un compendio elemental de filosofía como el presente, no es posible descender a formular teorías generales sobre el derecho y el deber, trabajo propio de una obra destinada a desenvolver la teoría general del Derecho en todas sus principales formas y derivaciones. Por otra parte, como el derecho es correlativo del deber u obligación, el conocimiento de los deberes lleva consigo el conocimiento de los derechos con aquellos enlazados.

En vista de esto, y en vista también de que hoy se habla mucho de los derechos del hombre y muy poco de sus deberes, se predican y ensalzan aquellos, y se hace caso omiso de éstos, nos concretaremos a exponer los principales deberes del hombre, como individuo, como miembro de la sociedad religiosa y de la civil. [485]

Capítulo primero
Deberes del hombre para consigo mismo

No obstante lo dicho acerca de la imposibilidad de descender a las teorías del derecho y deber, creemos necesario presentar las nociones más generales y fundamentales sobre esta materia, como base y condición preliminar de lo que diremos sobre los principales deberes del hombre bajo el triple punto de vista indicado.

Artículo I
Nociones generales sobre el derecho y el deber.

Derecho, como indica y expresa su mismo nombre, es aquello que es conforme a alguna regla; y ya hemos visto que la regla de los actos humanos en el orden moral es la ley. De aquí se infiere, que en todo derecho va envuelta la idea de conformidad y ecuación con la ley. Empero esta conformidad puede ser, o positiva o meramente negativa. La conformidad positiva con la ley produce la facultad, o de hacer alguna cosa, o de exigirla de otro. Porque la ley natural manda positivamente conservar la vida, tengo derecho a todo aquello que es necesario e indispensable para conseguir [486] este fin. La conformidad negativa produce la facultad moral de poner u omitir el acto. Porque la ley natural ni manda, ni prohibe que yo posea la finca A, o que lleve esta o aquella forma de vestido, tengo derecho para continuar o interrumpir la posesión de la finca A, por medio de ventas, cesiones u otros contratos, así como también para usar la forma B en el vestido, u omitir este acto.

Estas dos clases de derecho corresponden al hombre, considerado como sujeto posible de la acción. Pero el hombre puede considerarse además, como término de la acción u omisión de otro hombre, y bajo este punto de vista, puede resultar de la ley el derecho de exigir algo de otro. Así, por ejemplo, en fuerza de la ley natural que manda al hijo honrar y sustentar al padre, este, como objeto o término que es de este precepto, tiene derecho para exigir los actos A o B de su hijo.

2ª Los atributos, o mejor dicho, los caracteres que acompañan generalmente al derecho son:

a) La fuerza coactiva, en razón a que todo derecho exige y pide naturalmente una fuerza capaz de mantener y asegurar su ejercicio. Esta fuerza de coacción legítima reside en el individuo, o en la sociedad, según son los derechos a que se refiere. Y debe tenerse presente que la coacción, sólo alcanza por su naturaleza al ejercicio del derecho, pero no al ser mismo de éste, o sea a su esencia propia, la cual es inmutable, como lo es la ley natural; pues aquí no se trata de los derechos que deben su origen a la ley humana exclusivamente. Si la coacción impide al hijo tributar al padre el honor y auxilios a que éste tiene derecho, no por eso dejará de existir éste, como tampoco pierde el juez el derecho de castigar al homicida, siquiera la violencia le impida llevar a efecto el castigo y las diligencias para ello necesarias.

b) La colisión, que resulta en circunstancias dadas, entre dos derechos que se refieren a la misma materia. En realidad, esta colisión es aparente solamente; porque así como una verdad no se opone a otra, así tampoco un derecho se opone a otro derecho, sino en un sentido impropio, es decir, [487] en cuanto que una misma cosa puede ser objeto o materia de leyes, cuya fuerza obligatoria es desigual, en razón a que la una se halla en relación más inmediata con el orden moral que la otra.

c) La limitación del derecho resulta de su relación con los derechos de otros y con los deberes del sujeto operante. El derecho general de poseer y de servirse de los bienes externos, se halla limitado por el derecho concreto de otros que adquirieron el dominio y propiedad de estos bienes por medio de algún hecho humano o social. El derecho de disponer de los bienes de fortuna, se halla limitado en el religioso por los deberes que resultan de las condiciones especiales de su estado. Estos dos ejemplos demuestran a la vez que la limitación o determinación del derecho, unas veces trae su origen de la voluntad libre del sujeto, al paso que otras depende de un hecho independiente de su voluntad libre.

3ª Así como al investigar y señalar el origen y principio de la moralidad del acto humano, hemos visto que si bien su origen próximo y su causa inmediata es la razón, su origen primitivo y su causa fundamental es la ley eterna, como manifestación de la razón y de la voluntad de Dios respecto del mundo, y principalmente según que envuelve y contiene esta ley eterna la relación necesaria del hombre a Dios como último fin, así también podemos y debemos decir, que la razón suficiente a priori y el origen primitivo y absoluto del derecho, es esta misma relación necesaria del hombre a Dios como último fin de su naturaleza y de sus fuerzas. De aquí es que el derecho fundamental y más universal del hombre, el derecho que se puede considerar como la base y como una condición general de los diferentes derechos concretos y particulares, se halla representado y concentrado en la facultad de obrar, omitir y exigir todo aquello que es necesario para realizar la unión final del hombre con Dios, Bondad suma, Verdad infinita y Perfección suprema. Todo derecho humano, desde el más importante, hasta el más ínfimo, envuelve de una manera explícita o implícita, [488] de un modo más o menos directo, alguna relación a la facultad expresada, la cual informa, por decirlo así, todo derecho verdadero. Así como la idea de ser va envuelta necesariamente en toda percepción, y como el principio de contradicción va embebido en todo juicio universal y científico, así se puede decir que el orden entre el hombre y Dios como su último fin, y el primitivo derecho de realizar este orden, va envuelto y como embebido en todo derecho humano, cualquiera que sea su forma concreta.

4ª Toda vez que, tanto el orden moral universal, como la relación o subordinación del hombre a Dios su último fin, son cosas inmutables, necesarias e inviolables, es preciso que lo sea también el derecho, en cuanto tal, es decir, en cuanto incluye dicho orden moral y dicha relación con Dios. Empero esta inviolabilidad, que corresponde a todo derecho en general, bajo este punto de vista, se modifica y es diferente, según que su relación con el derecho fundamental es más o menos remota, indirecta e incompleta; de manera que la inviolabilidad del derecho envuelve mayor o menor fuerza, según que se halla en relación más o menos necesaria e inmediata con el doble fundamento del derecho arriba consignado. En este sentido y bajo este punto de vista, podemos decir que los derechos puramente humanos, cuyo único fundamento y origen directo es la ley humana, son menos inviolables que los derechos naturales que radican en la misma ley natural.

5ª Luego el derecho, considerado en su universalidad lógica, como concepción genérica aplicable a todos los derechos particulares, puede definirse: La facultad moral e inviolable de hacer, omitir o exigir alguna cosa. Se dice facultad moral, porque la facultad o libertad meramente física no basta para el derecho. Yo tengo facultad y libertad física para matar a Pedro, pero no tengo facultad moral; porque este acto se halla en contradicción con el orden moral establecido por la ley eterna, y conocido por mi razón. En otros términos: se dice facultad moral, para indicar que todo lo que sale fuera del orden moral, no puede ser objeto del [489] derecho, ni puede constituir derecho. Las demás palabras de la definición no necesitan aclaración, después de las reflexiones hasta aquí expuestas. Sólo añadiremos, que esta facultad se dice y es inviolable, no solo en el sentido arriba explicado, sino también porque todo derecho lleva consigo cierta fuerza moral para inducir y obligar a los demás hombres a respetarlo, o si se quiere, a cooperar para su conservación y uso, activa o pasivamente, afirmativa o negativamente.

6ª Siendo incontestable que los deberes son correlativos de los derechos, es innecesario exponer su naturaleza general, después de lo que se acaba de consignar acerca del origen, naturaleza y atributos del derecho. Bueno será, sin embargo, observar que si se comparan el derecho y el deber con relación al hombre, el primero es posterior respecto del segundo; porque en tanto el hombre tiene el derecho fundamental y primitivo que dejamos indicado, sobre las cosas necesarias para la realización de su unión con Dios, porque y en cuanto tiene el deber de encaminarse hacia Dios y poner los medios de llegar hasta él. Luego en el orden humano, el deber es primero que el derecho con prioridad de naturaleza; por más que sean simultáneos en orden de duración o de tiempo.

Si la comparación entre el derecho y el deber se coloca en el terreno ontológico y absoluto, el derecho es primero que el deber; porque los deberes todos del hombre presupone el derecho de Dios a exigir de éste el cumplimiento de la ley eterna y la realización del plan divino en el mundo, como manifestación parcial y derivación del orden moral universal preexistente en la mente divina. Luego en el orden ontológico y absoluto, el derecho es anterior al deber, como lo es Dios respecto del hombre; porque en Dios existen derechos y no deberes respecto del hombre; porque en Dios existen derechos y no deberes respecto del hombre. En el orden relativo y puramente humano, el deber es anterior al derecho; porque todo derecho en el hombre, supone el deber de su tendencia hacia Dios como su último fin. [490]

Artículo II
El deber según la teoría racionalista y según la teoría cristiana.

Nada más frecuente en nuestros días que oír a los filósofos que hacen alarde de racionalismo, afirmar ex tripode la superioridad de la teoría acerca del deber adoptada por la escuela racionalista, sobre la teoría enseñada por la filosofía cristiana. Veamos, pues, siquiera sea ligeramente, lo que hay de verdad en semejante afirmación, y al efecto, veamos en qué consiste esa decantada teoría, que puede reducirse a lo siguiente:

a) En la acción del hombre cuando cumple un deber, hay dos cosas, que son: 1º su legalidad, o sea su conformidad con la ley: 2º su moralidad, la cual resulta, o mejor dicho, se identifica con la pureza del motivo que induce a la voluntad a obrar.

b) De aquí se infiere, que si bien la acción humana se podrá llamar legal, siempre que se conforme con la prescripción de la ley, no deberá denominarse moral si no se conforma con el motivo fundamental del deber.

c) Este motivo, que contiene la razón suficiente de la moralidad de la acción humana, es el mismo deber, considerado como simple realización de la ley. En otros términos; la moralidad del acto humano consiste en hacer el bien por el bien, en cumplir con el deber porque la razón lo presenta a la voluntad como deber, en observar la ley por la ley misma, con precisión y exclusión de cualquiera otro fin fuera de la ley misma, y esto hasta tal grado, que la acción [491] ejecutada por la esperanza del premio o por temor de la pena, carece de bondad moral.

Tal es, en resumen, la teoría del racionalismo contemporáneo, reproducción plagiaria de la teoría de Kant, a quien pertenece en realidad. Sin detenernos a examinar si la conducta práctica de estos nuevos estoicos, se halla en armonía con las pretensiones de severidad y desinterés que se revelan en su teoría, observaremos por de pronto que la distinción o separación que entre la legalidad y la moralidad de la acción humana se establece aquí, es inexacta con respecto a la ley natural, que es precisamente la que desempeña papel más importante en el orden moral. Porque si bien es cierto que el legislador humano prescinde, generalmente hablando, de la intención del operante, atendiendo sólo a la conformidad del acto externo con las prescripciones de la ley, no es menos cierto que la ley natural, como derivación que es de la ley eterna, y como manifestación de la razón y voluntad de Dios, no prescribe sólo la bondad material y externa, sino también la formal e interna que corresponde a la intención. El precepto relativo al culto de Dios, no se cumple con el culto puramente externo, sino que incluye la intención interna de honrar a Dios, como primer principio de todos los seres y origen de todos los bienes; y en general, la ley natural exige que la intención del hombre sea conforme al orden moral.

No es menos inexacta e irracional esta teoría, al pretender y afirmar que el cumplimiento de la ley debe ser el motivo único y exclusivo que impulsa a la voluntad a obrar, y que la esperanza de recompensa y el temor del castigo excluyen la moralidad de la acción. Esto vale tanto como decir que el destino final del hombre no significa nada, o mejor dicho, que no existe en realidad para el hombre más destino que el de vegetar y vivir algunos momentos para entrar de nuevo en la nada. Porque si el hombre tiene un destino final ulterior y superior al que en la tierra alcanza; si el hombre está destinado por Dios a esa felicidad perfecta o bien universal, a cuya posesión aspira sin cesar y de una [492] manera irresistible en todos los actos y movimientos de la vida, es completamente absurdo el afirmar que la aspiración del hombre a este objeto, que la operación realizada como medio para llegar a esta felicidad que constituye su destino final, envuelve un principio y es un elemento de inmoralidad. Tanto valdría decir que los medios naturales y ordinarios para realizar el destino final, no tienen relación ni proporción moral con éste, o que la influencia que Dios, como fin último y perfección suprema del hombre, ejerce sobre las acciones humanas como medios para su consecución, es una influencia que excluye la moralidad. He aquí la consecución lógica de esa teoría racionalista, con sus pretensiones de pureza y de elevación.

Además: si la recompensa y la pena son motivos que excluyen la moralidad de la acción, será preciso decir que obra mal el legislador, al proponerlas y consignarlas como sanción de la ley y como motivo de su cumplimiento. Y si esto es inaceptable con respecto al legislador humano, bien puede apellidarse soberanamente absurdo cuando se trata de Dios, sancionando la ley natural y divina con la consignación de penas y recompensas determinadas, y lo que es más, presentando la posesión y pérdida del mismo Dios, como uno de los motivos más poderosos y eficaces en orden al cumplimiento del deber por parte de la voluntad.

Demostrado ya que la teoría racionalista es errónea en lo que tiene de exclusiva por parte de los motivos compatibles con la moralidad de la acción, debemos añadir que es también inferior a la teoría cristiana, aun bajo el punto de vista del desinterés y dignidad de los motivos que impulsar pueden a la voluntad a obrar. Noble, como es, y elevado el cumplimiento del deber como motivo de la voluntad, es mucho más noble y elevado el motivo que presenta la filosofía cristiana, cuando nos habla de obrar el bien para la gloria de Dios. La manifestación de esta gloria, y principalmente de la santidad divina es, a no dudarlo, un motivo de acción desinteresado, como ser puede el motivo racionalista, y sobre todo más elevado, más noble, más verdadero, más [493] en armonía con la naturaleza de las cosas en general, y con la del hombre en particular, las cuales, como efectos libres de Dios, y participaciones de su esencia, tienden a él naturalmente, y como manifestaciones de la bondad divina, revelan necesariamente su gloria, último fin de la creación. El procurar, pues, e intentar la gloria de Dios y la manifestación de su santidad por medio de nuestros actos libres, es el motivo más noble, desinteresado y digno que proponerse puede la voluntad humana, y al propio tiempo, el más conforme con el orden moral universal, y con la naturaleza finita, contingente y creada del hombre.

¿Y que será se a esto se añade, que la elevación y desinterés del motivo racionalista son más aparentes que reales, bajo el punto de vista de las doctrinas de sus partidarios? Porque la verdad es que si estos señalan como motivo único de la acción moral el cumplimiento del deber o del bien, propuesto como tal por la razón, es porque suponen y afirman que a la razón sola pertenece, no solo conocer, sino constituir el orden moral y la ley moral, con independencia de Dios y de la ley; lo cual, en último resultado, vale tanto como decir que el hombre, al realizar el cumplimiento del deber y la observancia de la ley, lo hace en obsequio de su propia razón. Luego la teoría racionalista, en medio y a pesar de su aparente desinterés y elevación de sus motivos, viene a convertirse en un verdadero egoísmo, viene a parar en el culto del yo, y sustituye la adoración del hombre a la adoración de Dios. En suma: el desinterés y dignidad aparentes de la teoría racionalista, vienen a convertirse, por una consecuencia inevitable y lógica, en el amor de sí mismo y en una verdadera antropolatría. [494]

Artículo III
Deberes principales del hombre para consigo mismo. El suicidio y el duelo.

Cuando se habla de obligaciones y deberes del hombre para consigo mismo, el sentido racional de semejante expresión es que la personalidad propia puede ser objeto o término de ciertos deberes que radican en la ley natural, y que reciben su fuerza de Dios, autor de la misma.

Estos deberes y obligaciones del hombre para consigo mismo, se hallan reunidos y concentrados en éste: Conservar y perfeccionar la especie humana juntamente con las fuerzas recibidas de Dios. De este deber fundamental resultan, como corolarios legítimos:

1º El deber de amarse a sí mismo según el orden de la recta razón, y consiguientemente, el de buscar y trabajar para poseer las cosas necesarias, ya para la conservación de la vida propia y de sus allegados, ya para el bienestar correspondiente a su posición y condiciones sociales; pero siempre con subordinación y relación al destino final del hombre, que constituye su perfección suprema y su bien racional y absoluto.

2º El deber de tomar el alimento necesario para la conservación de la vida, de conservar el cuerpo y sus miembros, y de repeler lo que puede causar la muerte.

3º El deber de elegir aquel estado que se halle en relación con las circunstancias peculiares del individuo, o al menos, aquel estado y tenor de vida que no ceda en perjuicio de otros, ni sea contrario al orden moral.

4º El deber de perfeccionarse como ser racional, o sea cultivando y desarrollando las facultades de conocimiento, y [495] especialmente la razón, que ha sido dada al hombre como una luz y guía de su vida intelectual y moral. De aquí resulta, por una parte, el deber de adquirir aquellos conocimientos, tanto especulativos como prácticos, que sean necesarios para desempeñar convenientemente los oficios y cargos que posea el individuo: y por otra parte, el derecho de cultivar las ciencias y artes, sin más limitación que la que resulta de la existencia de los deberes y obligaciones que por otros títulos corresponden al individuo.

5º El deber de perfeccionarse en el orden moral por medio de la práctica y ejercicio de las virtudes correspondientes a su estado y condición, puesto que la virtud es la que constituye la perfección moral del hombre, a la cual deben subordinarse los demás deberes, ya porque ésta es la perfección principal del hombre, ya porque es una condición necesaria y como el medio natural y propio para llegar a la perfección suprema en la posesión de Dios.

A este deber se reduce, como condición y corolario, la obligación de moderar las pasiones de la parte sensitiva, regulando y dirigiendo sus movimientos por medio de la razón y de la voluntad, a fin de que sus manifestaciones no se hallen en contradicción con el bien y con las virtudes morales.

El suicidio.

Al deber de la conservación de la vida se opone el suicidio, pecado gravísimo, pero demasiado frecuente en nuestros días, por lo cual no estará por demás decir algunas palabras sobre él. [496]

Tesis
El suicidio se opone a la recta razón y a la ley natural.

La razón de esto es que el que se mata a sí mismo viola los derechos de Dios, obra contra la inclinación natural y su bien propio, y falta o peca contra la sociedad. Luego el suicidio se opone a la recta razón y a la ley natural.

El suicida viola los derechos de Dios. Es una verdad innegable que el hombre recibe la vida de Dios, su autor y conservador, como lo es de todas las cosas finitas, a las cuales sacó de la nada por su libre y sola voluntad. Es igualmente cierto que el objeto e intención de Dios al comunicar la vida al hombre, no fue el que dispusiera de ella a su antojo, sino el que se sirviera de la misma como de medio, camino y preparación moral para llegar a su destino final, o sea a glorificar a Dios por medio de la unión inefable con el bien infinito, principio y fin último de la creación, y de una manera esencial, de los seres inteligentes. Luego el privarse voluntariamente de la vida por medio del suicidio, es usurpar el dominio y derechos de Dios sobre la misma. «La vida, escribe santo Tomás, es un don concedido por Dios al hombre y sujeto a la potestad del que mata y da la vida. De aquí es que el que se priva de la vida, peca contra Dios, así como el que mata el esclavo peca contra el dueño de éste.»

Obra contra la naturaleza y contra su bien propio. Contra la naturaleza; porque la inclinación y propensión más enérgica y espontánea de la naturaleza, es la de conservar el ser y la vida, como lo demuestra la misma experiencia, no sólo en el hombre, sino en todos los seres. Contra su bien propio; porque para evitar un mal menor elige otro mayor, cual es la muerte respecto de los males de la vida, y sobre todo, porque para evitar un mal temporal se precipita en uno [497] eterno infinitamente superior a los males todos de la vida presente.

Peca contra la sociedad. El hombre, como parte o miembro de la sociedad, de la cual recibe beneficios, se debe a ésta, y al disponer de su vida sin motivo racional, perjudica los derechos de ésta, y entre ellos el que tiene toda sociedad a que los particulares contribuyan a su conservación por medio de la fortaleza y sufrimiento en las adversidades. Añádase a esto, por un lado, el mal ejemplo, perjudicial a la sociedad, y por otro lado, el peligro de homicidio, inherente a la práctica del suicidio; porque el que llevado de la desesperación y por no tolerar los males se determina al suicidio, bien puede decirse que está en disposición y preparación habitual de ánimo para cometer homicidio, si considera esto como medio para librarse del mal que le induce al suicidio. Con razón, pues, dice santo Tomás, que el que se mata a sí mismo injuriam communitati facit.

Como corolario general de las precedentes reflexiones puede decirse que, salvo el caso de perturbación completa de la razón, el suicidio apenas puede concebirse en un verdadero católico; porque no se concibe que el hombre de verdadera fe cristiana, especialmente si la conducta moral está en armonía con la creencia religiosa, elija un camino que sabe le conduce a los males y privaciones eternas, para librarse de males temporales y relativamente insignificantes. Este corolario se halla en armonía con la experiencia, la cual nos enseña que los casos de suicidio son rarísimos en los hombres de conducta verdaderamente cristiana.

Esto nos lleva también a suponer que una de las causas principales del suicidio, debe ser la carencia de ideas y creencias religiosas, hipótesis que se halla comprobada hasta cierto punto por la experiencia y la estadística criminal de los pueblos (1). [498]

{(1) He aquí en confirmación de esto lo que escribe Debreyne sobre el suicidio: «Reina esta enfermedad particularmente en los [498] pueblos donde la fe y las convicciones religiosas son casi nulas, y no ejercen por consiguiente en la población sino poquísima influencia. La experiencia tiene probado que en todas las naciones el suicidio es más frecuente, a proporción que disminuye el sentimiento religioso...
La otra gran llaga de la sociedad, y acaso la más incurable, origen a la vez de un infinito número de males, es la ignorancia de la religión, y hasta de las primeras verdades religiosas y morales... En tal estado de degradación ignora su fin y su destino, ignora a Dios, se ignora a sí mismo, y en nada cree, porque todo lo ignora... Es muy singular que sea más frecuente en los pueblos el suicidio, a medida que se retira de ellos el catolicismo, y que se desconozca generalmente en los que la religión se observa y se practica exactamente. El suicidio era desconocido en España, mientras este pueblo ha sido observador sincero de la religión católica y la ha practicado exactamente. Observad lo sucedido en Inglaterra, tierra clásica del suicidio, desde que el catolicismo ha sido de ella desterrado.» Pensam. de un crey. cat. pág. 189 y sig.}

No creemos necesario detenernos en proponer las objeciones relativas a esta tesis; porque las consideraciones expuestas al demostrarla, contienen las ideas necesarias para la solución de los argumentos que en contra suelen proponerse. Únicamente añadiremos, como solución del argumento que presenta la muerte como mal menor que el cúmulo y persistencia de males que en circunstancias dadas rodean al hombre, que el mal físico, por grande que sea, siempre es de un orden inferior al mal moral, y el pecado lleva consigo, aparte del mal físico consistente en la privación de la vida, la malicia moral que envuelve por las razones arriba consignadas.

El duelo.

Enlazado con el deber de la propia conservación, y con el suicidio que a éste se opone, encuéntrase el duelo por el peligro injustificado en que se pone el duelista de perder la vida; bien que el duelo se opone además a los deberes del hombre para con el prójimo, a causa del peligro de inferirle daño grave. [499]

Esto nos obliga a decir algunas palabras sobre esta materia, entendiendo aquí por duelo, el combate peligroso de muerte, mutilación o daño grave, realizado entre particulares por propia voluntad o autoridad.

No se habla aquí, ni de los torneos y justas de los siglos anteriores, ni de los combates de la edad media, apellidados juicios de Dios, ni menos de los desafíos o combates parciales que alguna vez se han verificado por convenio y asentimiento de la autoridad pública con un objeto de común utilidad, como el terminar una guerra entre dos naciones. Este último puede considerarse como lícito, y los dos primeros, aunque ilícitos por regla general, no envuelven tanta malicia moral y oposición con la recta razón, como los duelos hoy en uso (1).

{(1) Excusado es decir que la Iglesia se ha opuesto en todos tiempos a esta práctica tan criminal como estúpida de los duelos o desafíos particulares, fulminando severísimas penas contra sus autores y fautores. He aquí cómo se expresa sobre este punto Goschler: «L'Eglise trouva cette institution parni ces peuples lorsque elle comença á exercer son influence sur eux, sans être à la même tout d'abord de la abolir... en s'efforçant de la rendre utile en introduisant une procedure régulier, à la place du duel judiciare. Son action législative atteignit son apogée à cet egard dans le Concile de Trente. D'après le décrét du Concile, les duellistes et ses seconds et quiconque a pris part à la conclusion ou à la execution d'un duel sont, ipso facto, frappés d'excomunication, et el Pape seul peut les en reveler; en outre, la sepulture ecclesiastique est refusée à celui qui a succombé. En même temps le Concile excommunie les souverains temporeles, qui accorderaient sur leurs terres un lieu pour le combat singulier. Il voulait évidemment ainsi proscrire les tournois et il y reussit.» Diction. ency. de la Theol. cath., tom. 7º.
Señalar las condiciones y circunstancias que deben concurrir en el duelo para incurrir en las penas eclesiásticas, pertenece a los tratadistas de teología moral.}

Concretándonos, pues, a este último, he aquí algunas breves reflexiones que demuestran su ilicitud y oposición con el orden moral. [500]

1ª El duelo repugna y se opone a la ley natural; primero, porque envuelve la malicia del suicidio, en atención a que el duelista se pone en peligro de perder la vida sin causa legítima que a ello le autorice: segundo, porque viola el dominio y el derecho de Dios sobre la vida y los miembros del hombre: tercero, porque el duelista se pone en peligro próximo de quitar la vida o inferir daño grave al prójimo sin causa legítima. Ni basta decir que este cede de su derecho al aceptar el duelo; porque ni el puede ceder un derecho que no tiene sobre su vida y miembros, ni su cesión evita los daños y perjuicios que a su familia u otras personas y a la misma sociedad se siguen del duelo.

2ª El duelo tiende por su naturaleza a la perturbación y destrucción del orden social, porque se halla en directa oposición con uno de los principios fundamentales en que descansa la sociedad. No es posible negar que uno de los principios fundamentales del orden social, es la necesidad de que los crímenes, delitos y agravios sean castigados y reprimidos por la autoridad pública y no por los particulares. ¿Qué sería de una sociedad en la que cada ciudadano tuviera el derecho de castigar o tomar venganza de los delitos, agravios o injurias personales? El imperio de la fuerza bruta, de las pasiones, de la violencia y la consiguiente disolución de la sociedad, sería el resultado necesario de semejante estado de cosas.

Bastan estas ligeras reflexiones para comprender todo lo que hay de absurdo y criminal en el duelo según hoy se practica, especialmente si se tiene en cuenta que por lo regular el duelo se provoca y acepta para conservar el honor, como si el honor consistiera en matar a otro o ser muerto por él, o como si el honor dependiera de la suerte de tirar antes o después, o de la mayor destreza en manejar una espada o una pistola. Esto sin contar que no es raro provocar estos duelos por injurias levísimas, lo cual vale tanto como pretender que la pena correspondiente a un agravio leve y tal vez imaginario, es la muerte, principio que destruye la noción de toda justicia. [501]

Artículo IV
Deberes principales del hombre para con el prójimo.

Los deberes del hombre para con el prójimo, estriban y reciben su fuerza de la ley natural. Pueden dividirse en negativos y positivos, en relación con los dos principios que les sirven de base, a la vez que de fórmula general. Los primeros son derivaciones y como conclusiones del siguiente precepto de la ley natural: No hagas a otro lo que no quisieras que a ti te hiciera. Quod tibi non vis alteri ne feceris. Los segundos son aplicaciones y conclusiones del precepto natural que nos manda amar al prójimo o a los demás hombres como a nosotros mismos: Dilige alios homines sicut teipsum.

En virtud del primer precepto, el hombre tiene el deber general de respetar los derechos de otro hombre y de abstenerse de toda acción que pueda perjudicar o impedir el ejercicio de estos derechos, inherentes a la personalidad humana, como son, por ejemplo, el derecho a la verdad, a la virtud, a la consecución de su destino final, a la conservación de la vida, el derecho a la fama, a la integridad del cuerpo, a los bienes de fortuna, &c.

En correlación con estos derechos están los deberes

a) De no impedir a otro el conocimiento de la verdad, y el de no inducirle en error.

b) De no impedir que otro practique la virtud, que elija el estado de vida que crea conducente para su perfección moral, que use de su libertad sin perjuicio de los derechos de Dios y de los demás hombres.

c) De no inferir daño a otro en su vida, cuerpo, fama, hacienda, y consiguientemente el de reparar y restituir estos [502] perjuicios en la forma posible, cuando tengan lugar por culpa propia.

Del segundo precepto se desprenden como principales deberes positivos

a) La benevolencia o amor general hacia todos los hombres sin distinción y por el solo hecho de ser nuestros hermanos de naturaleza y destino, creados por Dios a su imagen y semejanza. Esto aun en el orden puramente natural, y abstracción hecha del amor que a los hombres debemos en el orden de la gracia sobrenatural, como redimidos por la sangre de Jesucristo, sus hermanos según la carne, y destinados a heredar una felicidad sobrenatural: haeredes quidem Dei, coharedes autem Christi.

b) El deber de auxiliar al prójimo en sus necesidades, tanto corporales como morales e intelectuales, por medio de la limosna y de las obras de misericordia, siendo tanto mayor el deber, cuanto la necesidad del prójimo es más grave. Este deber de la beneficencia está sujeto a cierto orden según la condición de las personas, naturaleza de la necesidad, tiempo, lugar y demás circunstancias.

El deber referente a la veracidad es a la vez positivo y negativo: es positivo con respecto a ciertos casos en que hay obligación de manifestar o decir la verdad: es negativo, en cuanto que nunca es lícito decir mentira.

El objeto o fin interno, y por decirlo así, inmanente de la facultad de hablar que poseemos por naturaleza, es la manifestación de nuestros conceptos o pensamientos internos. Luego la mentira, cuya esencia consiste precisamente en la falta de conformidad entre la manifestación o palabra externa y el concepto interno, incluye la inversión del orden natural, y es por consiguiente esencialmente mala en el orden moral. Luego la mentira en ningún caso es lícita, puesto que pertenece a aquel género de acciones que se oponen directamente al objeto mismo y fin primario de las facultades de la humana naturaleza. Esto sin contar que se opone también al fin de la sociedad, y que ésta no podría subsistir si fuera permitida la mentira. [503]

Extraño es por lo tanto que en una obra escrita bajo el criterio krausista, al enumerar las faltas graves contra la inteligencia, se diga: «La mayor de todas es la mentira, la falta de veracidad, el engaño deliberado, salvo en aquellos casos en que puede ser necesaria y provechosa» {(1) Elementos de Ética o Filosofía Moral, por V. González Serrano y M. de la Revilla, pág. 176.}. Semejante afirmación, tolerable apenas en un partidario del más crudo materialismo, no se concibe siquiera en los partidarios del krausismo, que tanto alardean de moral pura y desinteresada, y que tanto suelen hablar de obrar el bien por el bien. ¿Es moral pura y desinteresada la que admite que es lícito mentir en casos de necesidad o de provecho? Doctrina es esta que, cual otras muchas, demuestra la impotencia de la razón humana para resolver los problemas morales, cuando desoye la voz de la revelación divina. La historia y la experiencia demuestran de consuno que toda razón racionalista es arrastrada fatalmente al error bajo una forma u otra. ¡Justo y merecido castigo de toda razón humana que se revela contra la razón divina y menosprecia las enseñanzas de la filosofía cristiana!

Suponer que la mentira es necesaria, o que deja de ser falta cuando es provechosa, equivale a suponer que la mentira no es acción intrínsecamente mala en el orden moral y torpe de su naturaleza. Santo Tomás observa oportunamente, que la razón de pecado en la mentira no procede sólo del daño que causa al prójimo, sino que consiste principalmente en el desorden interno que envuelve. De aquí infiere que no es lícito mentir, siquiera sea para impedir algún daño del prójimo, así como no es lícito robar para dar limosna. Mendacium, dice {(1) Sum. Theol., 2, 2ª cuest. 110, art. 3º ad. 4º.}, non solum habet rationem peccati ex damno quod infertur proximo, sed ex sua inordinatione. Non licet autem aliqua illicita ordinatione uti ad impediendum [504] nocumenta et defectus aliorum; sicut non licet furari ad hoc quod homo eleemosynam faciat... Et ideo non est licitum mendacium dicere ad hoc, quod aliquis alium a qucumque periculo liberet.

Conviene tener presente que los deberes y derechos que competen al hombre en virtud de su misma naturaleza, pueden y deben apellidarse absolutos, como los que se refieren a la conservación de la vida, al conocimiento de la verdad, &c.

Llámanse hipotéticos los que presuponen alguna acción libre del hombre, como acontece generalmente respecto de los derechos y deberes que dicen relación a los bienes de fortuna.

Capítulo segundo
Los deberes y derechos del hombre como miembro de la sociedad civil

Para reconocer y fijar los deberes y derechos del hombre como ser social, es preciso determinar primero la naturaleza, organismo y condiciones de la sociedad a que puede pertenecer. Dos son estas sociedades, la pública o civil, y la particular o doméstica, que viene a ser como el elemento de la civil. Por esta razón, expondremos primeramente la naturaleza de cada una de estas dos sociedades, y después los deberes y derechos que a ellas se refieren.

Artículo I
La sociedad doméstica. Naturaleza de la sociedad conyugal.

La sociedad doméstica incluye o abraza la unión y comunicación: a) entre el esposo y la esposa; sociedad conyugal o de matrimonio: b) entre el padre y los hijos, o sea sociedad paterna: c) entre el amo y el criado, o sea la sociedad heril o señorial.

Dejando a un lado esta última, como menos importante, los deberes y derechos que a las otras dos se refieren, presuponen el conocimiento de la sociedad conyugal, base [506] natural de la paterna, y fundamento de los deberes y derechos peculiares a ésta.

Considerando la sociedad conyugal o de matrimonio en el orden puramente natural, puede definirse: la unión perpetua del varón y de la mujer para la procreación de hijos, que lleva consigo el amor mutuo y la comunicación perfecta de vida. Si se considera esta sociedad con relación a los sujetos que son cristianos, incluye además la elevación del contrato matrimonial al ser y condiciones de sacramento, verificada por Jesucristo, significativa de la unión del mismo con su Iglesia, e inseparable, por consiguiente, del matrimonio entre cristianos.

He aquí ahora algunas reflexiones que contienen la teoría general del matrimonio, y que servirán para comprender la verdad y sentido de la definición consignada.

1ª La razón nos enseña que la sociedad conyugal entra en el plan general de la creación natural, como uno de los medios necesarios para realizar el plan y designio de Dios sobre el mundo en general, y sobre el hombre en especial. Dios, al conservar el ser del hombre con su omnipotencia, revela su voluntad positiva en orden a la propagación y conservación del individuo, de la especie y de la sociedad. Por otra parte, esta voluntad divina y la relación del matrimonio con el plan de Dios se comprueba y confirma por la distinción de los sexos, por la aptitud de los mismos para la generación, por sus inclinaciones y simpatías.

Luego de aquí se sigue que el matrimonio, considerado por parte de su fin propio, es y puede apellidarse natural y necesario, en el sentido que la sociedad doméstica es medio necesario y natural para conseguir la conservación y propagación de la especie humana.

2ª Sin embargo, esta necesidad final o por parte del fin que corresponde al matrimonio, no se refiere directamente a cada individuo, sino a la multitud colectiva; de manera que sólo tiene relación necesaria y fuerza obligatoria per se respecto a la sociedad, y consiguientemente de los encargados de su conservación y propagación. Con relación a los [507] individuos, sólo tiene fuerza obligatoria per accidens, o sea en casos excepcionales, en que la conservación y propagación de la especie no pudiera realizarse sin el concurso de individuos determinados. De aquí se infiere, que la sociedad conyugal no es obligatoria para todos y cada uno de los individuos, por más que sea necesaria para la conservación de la sociedad; no de otra manera que es necesario para la conservación de ésta que haya magistrados, agricultores, comerciantes, sastres, &c., sin que por eso estas profesiones sean obligatorias para todos y cada uno de los individuos de la sociedad. Más todavía: el bien mismo de la sociedad, y lo que podemos llamar división del trabajo social, exigen hasta cierto punto que algunos individuos se abstengan del matrimonio, cuyos deberes y condiciones anejas son más o menos incompatibles con los deberes y condiciones de ciertos estados y profesiones. Y si esto es verdad con respecto a la milicia y al cultivo intenso, especial y perseverante de la ciencia, lo es más indudablemente, cuando se trata de estados y profesiones que exigen un gran desinterés, la entrega completa del individuo al bien moral de otros, la abnegación y el sacrificio personal en aras de la perfección moral de la sociedad cristiana, que exige la subordinación de los bienes presentes y del destino temporal, a los bienes eternos y al destino final del hombre en la otra vida. De aquí se infiere con toda evidencia, que el celibato cristiano, adoptado con el noble fin de entregarse a la perfección moral y religiosa de la sociedad, y como medio de ejercer influencia tan poderosa como benéfica en esta vida, nada tiene de contrario a la ley natural, y que se halla en completa armonía con el plan divino y con el bienestar e interés de la misma especie humana, a cuyo desarrollo y perfección moral contribuye poderosamente.

Las sencillas reflexiones que anteceden bastan para echar por tierra todos los argumentos de la escuela racionalista contra el celibato eclesiástico, argumentos que no reconocen más origen que el odio a la Iglesia católica; y de aquí los diferentes sofismas con que suelen atacar a esta veneranda [508] institución. Lo que constituye el fondo y como la esencia de estos sofismas, es la confusión e identificación de la facultad generadora que existe en el hombre, con la obligación de engendrar y propagar la especie. Una cosa es la facultad de engendrar, y otra muy diferente la obligación o deber de propagar, así como una cosa es la facultad de ser arquitecto y edificar una casa, y otra muy diferente la obligación de edificar o ser arquitecto. Si la facultad propagatriz conduce lógicamente al deber de propagar y engendrar, será necesario admitir que todos los hombres, o al menos la mayor parte, tienen obligación de ser carpinteros, sastres, arquitectos, &c.

Resulta de todo lo dicho hasta aquí: 1º que la sociedad conyugal o el estado de matrimonio, es voluntario y libre por parte de su origen, que es el amor mutuo de los cónyuges, y con relación a los individuos: 2º que es necesario con relación a la sociedad humana en general, y también por parte del fin propio, que no es otro que la procreación de hijos. Esto quiere decir que aunque el individuo es libre en cuanto a abrazar y constituir la sociedad conyugal, en la hipótesis de que elija este estado, no es libre moralmente, ni está en su potestad el apartarse del fin predeterminado por la ley natural y por el Autor de la naturaleza.

3º Este fin señalado por la naturaleza misma a la sociedad conyugal, conduce a su indisolubilidad por una consecuencia lógica. A los ojos de la recta razón y de la ciencia, sería un absurdo decir que el contrato conyugal sólo obliga y se refiere a la propagación del hombre, considerado como un bípedo de una organización más o menos perfecta. El hombre es ante todo un ser moral, y en el concepto de tal, necesita y le es debida por sus padres la educación, la dirección y la instrucción conducentes a su perfección moral. Siendo, por su misma esencia, una imagen de Dios, y estando destinado por éste a un fin sobrenatural y divino, entra en las condiciones de la sociedad conyugal la obligación de comunicarle, además del ser físico, el ser intelectual, moral y religioso. Por otra parte, ni la donación recíproca de los [509] contrayentes sería sólida y verdadera, ni la comunicación de su vida sería perfecta, ni la reciprocidad que existe entre los padres y los hijos en orden a los deberes de sustento, educación, honor y auxilio, sería eficaz y natural, sin la permanencia y perpetuidad de la sociedad conyugal. Si a esto se añaden los gravísimos inconvenientes que resultarían a la familia y a la sociedad, en la hipótesis de la disolución posible y lícita de la sociedad conyugal, no podrá ponerse en duda que la indisolubilidad del matrimonio es una consecuencia natural y necesaria de esta sociedad, atendida su naturaleza propia, atendidas las prescripciones de la ley natural, y atendidas también sus relaciones con las exigencias y condiciones permanentes de la sociedad civil.

Puede decirse también que la historia y la experiencia demuestran a su vez esta verdad; porque si escuchamos las lecciones de la historia, veremos que existe un enlace estrecho e íntimo entre la moralidad privada y pública y la indisolubilidad del matrimonio (1). Es uno de los hechos más constantes y universales de la historia, que la corrupción e inmoralidad de una nación se halla en razón directa con la facultad del divorcio absoluto. Este fenómeno o la frecuente disolución de los matrimonios, constituye uno de los síntomas más seguros de la corrupción de costumbres, lo mismo en las civilizaciones antiguas, que en las nuevas. [510]

{(1) Santo Tomás ya había observado las relaciones que existen entre estas dos cosas, como se desprende del siguiente pasaje: «Ad bonos mores pertinet individua conjuctio maris et faeminae, sic enim fidelior amor unius ad alterum erit, dum congnoscunt se indivisibiliter conjuctos: erit etiam utrisque sollicitior cura in rebus domesticis, dum se perpetuo commansuros in earundem rerum possesione aestimant; subtrahuntur etiam ex hoc discordiarum origines, quas oporteret accidere, si vir uxorem dimitteret, inter eum et propinquos uxoris; et fit firmior inter affines dilectio; tolluntur etiam adulteriorum occasiones, quae darentur, si vir exorem dimittere posset, aut e converso; per hoc enim daretur via facilior sollicitandi matrimonia aliena.» Cont. Gent., lib. III, cap. 123.}

Pondremos término a este artículo con las siguientes observaciones, ya que la naturaleza de esta obra no nos permite desarrollarlas:

1º No obstante que la indisolubilidad del matrimonio es conforme en general y absolutamente, como acabamos de ver, con la ley natural y con la naturaleza propia de este contrato, hay casos excepcionales, con respecto a los cuales no aparece clara la indisolubilidad, si atendemos precisamente a la ley natural. Empero, sea de esto lo que fuere, es cierto que hoy el matrimonio es indisoluble, aun en esas circunstancias especiales y anormales, en virtud del precepto de Jesucristo que prescribe la indisolubilidad absoluta y universal del matrimonio.

2º La poligamia o pluralidad simultánea de mujeres, aunque no se opone absolutamente al fin primario del matrimonio, que es la procreación de hijos, se opone al mismo indirectamente por parte de su educación conveniente; y además, se opone a los fines secundarios del mismo, cuales son la comunicación recíproca en las obras de la vida, el amor mutuo, la paz doméstica y la tranquilidad, incompatibles con la pluralidad simultánea de mujeres. De aquí es que la poligamia, aunque contraria a la ley natural, considerada ésta en general y en circunstancias normales, puede dejar de serlo, si se hace necesaria para la propagación de la especie, o si interviene mutación de la materia por parte de Dios, en el sentido explicado al hablar de la inmutabilidad de la ley natural.

3º La poliandria o pluralidad simultánea de hombres, es absolutamente contraria a la ley natural, puesto que se opone a la generación de la prole, a su educación, con todos los demás inconvenientes que de aquí resultan necesariamente, como es el desconocer a su padre, no cuidar este de su educación y sustento, carecer de derecho a los bienes y herencias, &c. [511]

Artículo II
Deberes resultantes de la sociedad conyugal. Relaciones de ésta con los poderes civiles.

1º Deberes entre los cónyuges.

La existencia y constitución de hecho de la sociedad conyugal, lleva naturalmente consigo, o mejor dicho, da origen a varios deberes entre los cónyuges, siendo los principales de ellos

a) La fidelidad mutua y permanente, en virtud de la cual están obligados a abstenerse de toda comunicación carnal con otras personas.

b) El amor recíproco que deben conservar y fomentar entre sí, sin compartirlo ni dividirlo de manera que ceda en perjuicio de las condiciones y conveniencias de su unión matrimonial.

c) El auxilio y cooperación que uno a otro deben prestarse en todas las cosas necesarias para sobrellevar las diferentes cargas del estado.

d) La obediencia y reverencia por parte de la mujer al marido, como cabeza y representante principal de la autoridad doméstica, especialmente en las cosas pertenecientes al gobierno de la familia y administración de los bienes. El marido, por su parte, tiene el deber de respetar, defender y cuidar de la mujer, tratándola y considerándola, no como esclava, sino como compañera.

2º Deberes entre los padres y los hijos.

De la sociedad conyugal, cuyo objeto propio es la procreación de hijos, resultan naturalmente y como en segundo término, deberes determinados y especiales entre los padres y los hijos, cuales son, entre otros: [512]

a) Por parte de los padres, el deber que se puede llamar fundamental respecto de los demás, de velar sobre la educación, tanto física, como intelectual y moral de los hijos. De aquí el deber y el derecho de impedir y repeler lo que es perjudicial al cuerpo y vida física del hijo, lo mismo que lo que se opone a su conveniente educación moral, intelectual y religiosa. Este derecho, que radica inmediatamente en la misma naturaleza humana y en las prescripciones más inconcusas de la ley natural, es independiente de la autoridad civil, la cual carece de jurisdicción para privar al padre de este derecho, a no ser en el caso excepcional que este obrara manifiestamente contra la ley natural en la educación física, intelectual o moral de sus hijos.

De aquí se infiere claramente, que cuando los poderes públicos obligan directamente o indirectamente a los padres a dar a sus hijos una educación y enseñanza contraria a la que ellos desean darles, ejercen una verdadera tiranía, y destruyen la libertad, a favor de la cual tanto suelen predicar. No es raro encontrar esta opresión despótica y tiránica, en las leyes modernas sobre instrucción pública obligatoria.

b) Por parte de los hijos existe el deber fundamental de corresponder a los beneficios que de sus padres reciben. Porque recibieron la existencia y la vida, les deben reverencia, honor y obediencia. Porque recibieron el alimento y conservación de la vida durante los primeros años, tienen el deber de acudir a sus necesidades y de sustentarlos cuando lo necesitan por sus enfermedades y vejez. Porque recibieron la educación y la instrucción, tienen el deber de honrarlos y cumplir sus mandatos mientras permanezcan bajo la patria potestad, y aun cuando han salido de ésta, subsiste siempre el deber del agradecimiento, de la piedad y de la reverencia.

Sabido es que Puffendorf con algunos otros protestantes y racionalistas, llegan hasta conceder al padre el derecho de vida y muerte sobre los hijos. En cambio, las doctrinas y prácticas contemporáneas tienden a igualar y emancipar casi por completo al hijo de la potestad del padre. La filosofía cristiana, en posesión de la verdad aquí como siempre, [513] rechaza por un lado la primera opinión, como contraria y repugnante a la dignidad del hombre, y al amor que la naturaleza misma pone en el corazón del padre; pero al propio tiempo, enseña que los padres tienen el derecho, y hasta el deber de imponer castigos corporales en relación con la culpabilidad, inclinaciones, edad y demás circunstancias que pueden hacer convenientes y necesarios estos castigos.

3º Relaciones del matrimonio con los poderes civiles.

La doctrina expuesta en este artículo y en el anterior, puede servir de criterio para reconocer las relaciones, o mejor dicho, la dependencia que corresponde a la sociedad conyugal respecto de la civil. Esta dependencia, lejos de ser absoluta, como pretenden generalmente los legisladores de nuestros días, es, por el contrario, muy limitada, pudiendo decirse en general, que la jurisdicción legítima del poder civil respecto del matrimonio, no abraza más que sus efectos meramente civiles.

La sociedad conyugal, anterior y hasta causa de la civil y política, es independiente de ésta por parte de sus condiciones fundamentales, las cuales dependen de la ley natural, y por otra parte, de la Iglesia, como órgano de la religión católica y de su fundador Jesucristo, que elevó este contrato a la dignidad de sacramento entre los fieles. En virtud del primer título, el poder civil y político no podrá hacer que la unión entre dos personas sea legítima y verdaderamente conyugal, si no ha intervenido el consentimiento de los contrayentes, si hay error sustancial sobre la persona, si se realiza con condiciones contrarias al fin propio del matrimonio, si existe consanguineidad de primer grado, &c. En virtud del segundo título, los poderes civiles y políticos no pueden hacer que el matrimonio contraído entre fieles sea legítima sociedad conyugal, si no va acompañado de las formalidades esenciales al mismo como sacramento; y esto por la sencilla razón de que la potestad y jurisdicción humana, cualquiera que ella sea, y por grande que se la suponga, es siempre inferior a la de Dios, y por consiguiente, no puede separar en el matrimonio entre cristianos contraído, [514] la razón de contrato, de la razón o esencia de sacramento. Luego el matrimonio puramente civil, entre católicos, es un verdadero concubinato a los ojos de Dios y de su Iglesia.

Y ¿qué diremos, en vista de esto, de la impía pretensión de considerar y apellidar hijos naturales, a los que nacen de matrimonio celebrado conforme a las prescripciones naturales, divinas y eclesiásticas, según hemos visto ordenado en nuestros días por un ministro y un Gobierno que se dicen católicos, con escándalo general de toda España? Ciertamente que es el colmo de la impiedad y argumento notable de extravío religioso, calificar en documentos y registros públicos de una nación católica, de hijos naturales, es decir, ilegítimos y concubinarios a los hijos nacidos de matrimonio celebrado según las leyes naturales, divinas y eclesiásticas, al mismo tiempo que se reconocen como hijos legítimos, los procedentes de un verdadero concubinato, en el cual se conculcan las leyes divinas y eclesiásticas, cual es lo que se llama matrimonio civil entre católicos.

Indicados arriba los deberes principales que resultan de la sociedad conyugal, es innecesario hablar de los derechos, puesto que estos son correlativos de aquellos. Haremos, sin embargo, dos observaciones sobre este punto.

1ª El hijo tiene derecho para elegir el estado que más le convenga, en atención a que aquí se trata de una cosa que se refiere directamente a la persona misma del hijo en relación con toda su vida futura, y principalmente porque la elección de estado envuelve relaciones íntimas con la consecución del destino final del hombre.

2ª El padre tiene derecho para dar a su hijo la educación moral y religiosa, necesaria y conducente para su salvación eterna, sin que la sociedad civil puede impedírselo: el padre, además, pecará en conciencia, si voluntariamente o por ignorancia vencible, le enseña errores morales y religiosos. Empero el hijo tiene a su vez el derecho de examinar estas doctrinas cuando alcanza el desarrollo de la razón, y el deber de abandonarlas, si son falsas, sin que en esto tenga obligación de obedecer a sus padres, sino más bien a Dios, [515] que le comunica la verdad por medio de la razón y de la gracia. Excusado es añadir, que la sociedad civil debe proteger este derecho del hijo, puesto que su misión propia es proteger todos los derechos de sus miembros.

Artículo III
La sociedad civil, su necesidad y origen del poder público.

De la sociedad conyugal y de familia, debía resultar natural y espontáneamente la sociedad civil y política, la cual, en último resultado, no es más que la colección de muchas familias, puestas en contacto y enlazadas por medio de ciertas relaciones. Así es que el hombre había sido considerado siempre como un ser social, y Platón, y Aristóteles, y Cicerón, y la razón, y la ciencia y la experiencia, enseñaron de consuno la sociabilidad natural del hombre, hasta que plujo a Hobbes y Rousseau enseñar al mundo que el estado social era contrario a la naturaleza humana, que la sociedad deprava y corrompe las facultades del hombre al desarrollarlas, que las instituciones sociales producen la degeneración del género humano; en suma, que el instinto fundamental y el estado natural del hombre es el aislamiento salvaje, y que la civilización social es una violencia contra la naturaleza.

Aunque semejante doctrina hállase refutada por la misma absurdidad de sus afirmaciones y consecuencias, no estará por demás consignar, siquiera sea con brevedad, algunas de las razones que demuestran que el estado social es natural al hombre, y consiguientemente que su origen está en la misma naturaleza humana.

1ª La constitución física del hombre es de tal naturaleza que perecería en la niñez, sin el auxilio de los demás hombres. Cuando está enfermo no puede atender a su [516] sustento, y sobre todo a su curación, sin la cooperación de los demás miembros de la sociedad, tanto de la doméstica como de la civil. En la vejez también, y cuando ya han desaparecido los miembros de su familia, necesita el auxilio de sus conciudadanos. La comparación del hombre con los animales, con relación a los medios de satisfacer sus necesidades físicas y naturales, es una confirmación evidente de esto mismo. Oigamos de qué manera expone y desenvuelve santo Tomás esta demostración: «Con respecto a los demás animales, vemos que la naturaleza misma proveyó suficientemente a su nutrición y vestido, suministrándoles al propio tiempo los medios necesarios para defenderse de sus enemigos, concediéndoles al efecto, que pudieran servirse, ya de dientes, ya de garras, ya de astas, ya, cuando menos, de agilidad y astucia para huir. El hombre, por el contrario, nace sin ninguno de estos medios preparados por la naturaleza; pero en cambio recibió la razón, mediante la cual, y con el auxilio de las manos, puede proporcionarse toda clase de recursos. Empero esto, no por sí solo; pues es evidente que un hombre por sí solo no podría proveer convenientemente a todas las necesidades de su vida. Luego es natural y necesario que el hombre viva en sociedad.»

Por otra parte, el conocimiento natural para distinguir lo útil de lo nocivo, es más eficaz y seguro en los demás animales que en el hombre: así vemos que la oveja, por ejemplo, conoce naturalmente que el lobo es enemigo suyo, y vemos también que muchos animales conocen por instinto las plantas que les sirven de medicina, así como otras cosas necesarias para la vida. Pero el hombre, sólo posee un conocimiento general y como virtual de las cosas necesarias para la vida, en cuanto por medio de la razón y de los principios universales de la misma, puede llegar a conocer sucesivamente todas sus necesidades y los medios convenientes para satisfacerlas. Pero no es posible que un hombre solo consiga todo esto; y por lo mismo es necesario que viva en sociedad con otros, para que se auxilien recíprocamente, dedicándose cada cual a diferentes descubrimientos y artes, y aplicando [517] sus esfuerzos, quien a la medicina, quien a esto, quien a aquello, para utilidad común de todos.

2ª Existe en el hombre un instinto o propensión natural de benevolencia, y lo que es más aún, una inclinación espontánea a comunicar a los demás hombres sus afecciones internas, sus sentimientos, sus pensamientos, así como también a saber las cosas pertenecientes a los demás, y hasta a tomar parte en ellas.

3ª ¿Qué sería del hombre en el estado de aislamiento perpetuo durante la vida? En el orden intelectual, se distinguiría poco de las bestias, siendo innegable que la educación y el roce con los demás son condiciones necesarias y auxiliares poderosos para el desarrollo de la razón individual, la cual por aquellos medios entra repentinamente y de un salto, por decirlo así, en posesión de los conocimientos acumulados en transcurso de los siglos, como fruto de los esfuerzos parciales de cada individuo, de cada época histórica y de cada sociedad. En el orden físico y económico, el malestar, las privaciones y la miseria serían su patrimonio. Considérese sino lo que sería un hombre y hasta una familia, obligados a buscarse por sí mismos y sin cooperación alguna de otros, el alimento, el vestido, el calzado, la casa, las medicinas, los medios de transporte, con otros mil objetos necesarios e indispensables para la vida física y económica del hombre sobre la tierra.

4ª Finalmente, la necesidad y existencia del lenguaje articulado, junto con la aptitud y propensión natural a servirse de este medio para comunicar sus ideas y afecciones a otros y recibirlas de éstos, constituyen, a no dudarlo, una de las pruebas más poderosas y convincentes de que el estado social es natural al hombre, y que radica en su misma esencia. La facultad del lenguaje articulado es una facultad eminentemente social, y demuestra a posteriori la sociabilidad, como una propiedad necesaria de la naturaleza humana. «También se revela esto evidentemente, escribe santo Tomás, por lo mismo que es propio del hombre el uso de la palabra, por medio de la cual puede un hombre [518] manifestar y expresar perfectamente a otros sus conceptos.»

Las razones que se acaban de exponer, manifiestan y evidencian la inexactitud de las teorías sociales de Hobbes y Rousseau. Es, en efecto, soberanamente absurdo buscar el origen de la sociedad en el egoísmo brutal y en la violencia del primero, o en el contrato social del segundo, cuando vemos a la razón, a la experiencia y hasta a la naturaleza misma, proclamar de consuno el carácter social del hombre en el orden físico, lo mismo que en el orden intelectual y moral.

Téngase presente, sin embargo, que este carácter social del hombre, principio general y razón suficiente a priori de las sociedades humanas, no excluye la necesidad relativa de algún hecho por medio del cual el principio general se hace concreto en esta o aquella sociedad, pasando la sociabilidad del acto primero al acto segundo. La causa primera y principal de las sociedades civiles es la misma naturaleza humana, o sea el carácter social del hombre: la causa inmediata, concreta y como complementaria y determinante de las diferentes sociedades civiles y políticas, es algún hecho humano o de circunstancias, como veremos al hablar del origen del poder público.

Por lo que hace a los argumentos en que Rousseau pretende apoyar su teoría, he aquí los dos principales: 1º La sociedad corrompe las buenas costumbres, dando origen a la inmoralidad de los asociados: 2º La sociedad exige y determina desigualdades entre los hombres, lo cual es contrario a la naturaleza, según la cual los hombres son iguales.

Es falso e inexacto, que la sociedad sea causa per se de corrupción o de inmoralidad. Lejos de eso, la sociedad bien organizada y dirigida por leyes y potestades justas y rectas, impide la corrupción de costumbres e influye eficazmente en la perfección moral de los asociados, según demuestra la historia y la experiencia, en los pueblos cuyas instituciones, leyes y poderes se hallan informadas por el espíritu cristiano. Cierto es que en las sociedades se revelan y manifiestan en períodos dados, la corrupción de costumbres y ciertos vicios que no se revelan, por lo general, entre las [519] tribus salvajes; pero esto sólo prueba que el hombre en sociedad cuenta con más elementos y recursos para dar rienda y satisfacer a sus pasiones y malas inclinaciones: lo cual vale tanto como decir, que la sociedad puede ocasionar indirecta y accidentalmente la depravación moral, pero no por eso es causa de ésta, especialmente cuando se halla bien organizada y dirigida. La causa directa de la inmoralidad de los individuos civilmente asociados, no es la sociedad, sino el abuso que de los recursos por ella suministrados hacen los particulares, obrando contra la intención y el objeto de la misma sociedad. Esto sin contar que estos defectos accidentales y parciales, se hallan ventajosamente compensados, ya por la mayor perfección moral de otros miembros de la sociedad, ya por las inmensas ventajas físicas e intelectuales que el hombre reporta de la sociedad.

No es mayor ciertamente el valor real del segundo argumento. La desigualdad de condiciones sociales, lejos de repugnar a la naturaleza, se halla en relación y armonía con ella. Una cosa es la naturaleza humana en abstracto y en general, y otra la misma naturaleza según existe singularizada en los individuos. Bajo el primer punto de vista, es exacto el decir que todos los hombres son iguales según la naturaleza; porque esto equivale a decir que todos los hombres son igualmente hombres, sin que el uno sea más o menos hombre que otro. Mas si se trata de la naturaleza humana en el estado de individuación, es falso que todos sean iguales según la naturaleza; puesto que la misma experiencia nos manifiesta que existe, no una, sino varias diferencias entre los individuos, hasta el punto que apenas es posible encontrar dos que se asemejen en todo. En virtud de estas diferencias y propiedades individuales que radican en la misma naturaleza, vemos que uno es activo y trabajador, y otro indolente y holgazán; uno está dotado de talento natural, y otro revela estupidez; uno posee inclinaciones buenas, y otro propensiones al mal; uno es enérgico de carácter, y otro débil; uno sano y robusto, otro enfermizo y sin fuerzas físicas. Entre el padre y el hijo existe también una desigualdad natural, [520] según que el primero es causa del segundo y no éste de aquél, por más que, tanto estos, como los anteriores, puedan decirse iguales con respecto a la posesión de la naturaleza humana y de sus propiedades esenciales y específicas. ¿Qué debemos inferir de todo esto? En primer lugar, que la afirmación de la igualdad natural entre los hombres, envuelve un sofisma que trae su origen de la confusión e inexactitud de ideas y palabras. En segundo lugar, que la desigualdad de las condiciones sociales trae su origen primitivo, aunque parcial, de la desigualdad que produce y determina la misma naturaleza en los individuos.

Artículo IV
Necesidad y origen del poder público social.

Observaciones previas.

1ª La sociedad civil completa; lo que llamamos un Estado, una Nación, consta de dos elementos esenciales, a saber: superior, que dirige la sociedad a su fin; y los súbditos, que son dirigidos y gobernados por el superior, siendo indiferente para el caso que esta superioridad pertenezca a una o muchas personas.

2ª Esta sociedad puede considerarse in fieri, o sea en vía de formación y mientras se organiza, y también in facto esse, es decir, después de constituida y organizada. Considerada bajo el primer punto de vista, la sociedad representa una especie de movimiento armónico de muchos hombres hacia un fin común. Considerada in facto esse, la sociedad es una colección de hombres que obran con relación y subordinación a un bien común a todos. La armonía del movimiento en el primer caso, y la subordinación en el segundo, con respecto [521] a un fin común a los individuos o elementos parciales de la sociedad, exigen y suponen necesariamente la existencia, o mejor dicho, la coexistencia de un poder público concreto; porque ni aquel movimiento armónico, ni esta subordinación y uniformidad de fin pueden existir, ni concebirse siquiera, sin una fuerza superior, representada por una o muchas personas, que haga converger a un fin determinado las fuerzas individuales, y que sea capaz de imprimir unidad de dirección hacia el fin común de la sociedad.

Dadas estas nociones fundamentales y esenciales de la sociedad, la consecuencia inmediata de las mismas es la necesidad y existencia del poder público, o sea de una autoridad suprema, como derivación necesaria y directa del carácter social del hombre. No es posible, en efecto, según hemos notado en otra obra, {(1) Estudios sobre la Filosofía de santo Tomás, t. III, pág. 445.} concebir siquiera la existencia de una colección de hombres unidos en sociedad permanente, sin concebir al propio tiempo una fuerza, un poder, una autoridad, o como quiera llamarse, capaz de dar dirección fija y conveniente a las diferentes manifestaciones de la actividad individual; un poder que envuelva la sanción penal inmediata de las leyes que deben regular las mutuas relaciones de los miembros de esta sociedad; un poder, en fin, que sobreponiéndose y levantándose por encima de las individualidades, pueda acarrear a éstas la mayor suma de bien posible, sin permitir el engrandecimiento excesivo de los unos a expensas y en perjuicio de los derechos de los otros, hacer imposible la violencia del poderoso o más afortunado sobre el débil y menesteroso, establecer y garantizar las relaciones armónicas que deben existir entre los diferentes miembros y clases de la sociedad, impedir, por último, que la fuerza y el elemento individual pongan obstáculos a la vida social del hombre. Quitad ese poder público, y la sociedad se hace imposible; porque el hombre, atendiendo en este caso exclusivamente a [522] su conveniencia propia, no tendrá más regla ni más objeto que el interés particular: y de aquí la pugna y oposición entre las individualidades, el derecho de la fuerza, y finalmente la disolución de la sociedad humana.

Y es que, como nota muy oportunamente el mismo santo Doctor, una multitud de hombres reunidos, en que cada cual atendiese a lo que le conviene, sin ningún poder que hiciera converger estas acciones hacia el bien común de la sociedad, daría necesariamente por resultado la disolución de ésta; porque la divergencia absoluta en las acciones individuales, llevaría consigo finalmente, la dispersión completa de los individuos, a la manera que el cuerpo humano se disuelve y se separan sus elementos, desde el momento en que, faltando el principio vital, falta la fuerza que establecía y conservaba la conveniente subordinación entre los miembros y daba convergencia y unidad a sus acciones.

Importantes son las consecuencias y reflexiones a que se presta la doctrina hasta aquí expuesta. He aquí algunas de ellas:

1ª La autoridad suprema, no sólo considerada en abstracto, sino también en concreto y como representada y ejercida por personas determinadas, es anterior en orden de naturaleza a la sociedad en cuanto organizada y constituida (in facto esse), y es, por lo menos simultánea y coexistente con la sociedad, considerada en vía de formación. La razón es clara, pues esta formación supone y exige una fuerza moral y superior que coordine, dirija y establezca la subordinación conveniente en los esfuerzos individuales y de las familias o sociedades domésticas, para constituir una sociedad civil y perfecta.

2ª Luego la constitución y existencia de la sociedad civil supone necesariamente la constitución y existencia previa de un poder público real, físico y concreto.

3ª Luego es inexacta y errónea en el terreno de la ciencia, a la vez que contraria a la naturaleza de las cosas, la teoría de la soberanía nacional. Afirmar, en efecto, esta soberanía nacional, equivale a afirmar que la autoridad suprema, [523] a la cual pertenece dirigir, aunar y enlazar entre sí las voluntades individuales, existe repartida y fraccionada entre todas y cada una de estas voluntades, concepción que hace imposible naturalmente y hasta inconcebible la sociedad, considerada en su periodo de formación, constitución y organización, efectos positivos que no se conciben sin la existencia de una autoridad suprema o soberana, concreta y personificada. Luego, la existencia de la soberanía es anterior en orden de naturaleza y de causalidad, a la existencia de la sociedad, considerada como cuerpo constituido ya y gobernable. Luego, según el curso ordinario y la natural exigencia de las cosas, la autoridad suprema de la sociedad no procede directa ni exclusivamente de la misma sociedad, como colección de personas que constituyen un cuerpo ordenado y organizado con organización civil y política; porque esto sería lo mismo que decir que la causa procede del efecto, y que el principio formal y activo, depende y procede de la materia en la cual se recibe la acción y la forma.

Además: la autoridad suprema, o no significa nada, o significa la facultad y el derecho de dirigir y gobernar la sociedad a ella sometida: es así que el pueblo colectivo, en el cual reside esta autoridad suprema, según la teoría de la soberanía nacional, no puede ejercer por sí mismo este derecho, según confiesan los partidarios de esta teoría: luego no existe en realidad esta soberanía en la forma que se pretende. Y en verdad que es soberanamente ridículo conceder al pueblo un derecho que nunca puede ejercer: decirle que es soberano, que en él reside la autoridad suprema de gobierno, que es dueño de sí mismo, y al propio tiempo despojarle de este derecho y de esta pretendida soberanía, obligándole a trasladarlos a otro.

4ª ¿Qué debemos inferir de todo esto? Helo aquí. Si consideramos la autoridad suprema social en abstracto, es decir, prescindiendo de la persona que la ejerce, y como elemento esencial y principal de la sociedad, sin el cual ésta, ni puede formarse, ni subsistir y desarrollarse después de formada, su origen y razón suficiente es la naturaleza de [524] hombre, o mejor dicho, Dios como Criador de la misma; porque así como el carácter social del hombre no depende, ni trae su origen de la voluntad de éste, sino del Criador, que hizo sociable la naturaleza humana, así también depende y trae su origen del criador, o si se quiere, de la misma naturaleza humana, la autoridad suprema, elemento esencial y condición necesaria de la sociedad humana.

Si se considera, empero, la autoridad suprema en concreto, es decir, como determinada, representada y existente en una persona o corporación, su origen y razón suficiente, hablando en general, es algún hecho humano. Este hecho humano que concreta y determina la soberanía nacional, puede ser jurídico, por decirlo así, o relacionado y enlazado con algún derecho anterior, o simplemente humano voluntario. La razón, de acuerdo con la historia, revelan que la formación y constitución de las sociedades en razón de cuerpos civiles y políticos completos, no se realiza repentinamente por un orden regular. El modo más natural, y por lo mismo el más general de formarse estas sociedades, es procediendo paulatinamente y por grados desde una familia más o menos numerosa, a un pueblo, del pueblo a la tribu y a la ciudad, de la ciudad a la provincia y desde ésta al Estado o sociedad civil completa. El origen, pues, natural, ordinario y como espontáneo de la soberanía, es la autoridad paterna representada por aquella familia, que, o por razón de generación, o por razón de alguna superioridad física, intelectual o moral, se constituye centro de otras familias, autoridad que crece, se consolida y extiende naturalmente, a medida que crece la sociedad por ella regida, y se multiplican, aumentan y complican las relaciones entre sus miembros.

Del hecho voluntario y humano, puede resultar la autoridad suprema social en casos excepcionales, o cuando se verifican y concurren circunstancias especiales; por ejemplo, cuando una tribu, con el propósito de emigrar y establecerse en otras regiones, elige un jefe que dirija la expedición; y también cuando en una sociedad organizada y perfecta, se extingue completamente una dinastía; o cuando a consecuencia [525] de revoluciones y trastornos políticos, es preciso constituir un poder que evite la anarquía y la disolución de la sociedad. En estos casos y otros análogos, la autoridad suprema se concreta y determina en esta o aquella persona, en fuerza del consentimiento común tácito o expreso de los ciudadanos: porque es el modo natural de que no falte a la sociedad en tales circunstancias la autoridad suprema, condición indispensable y elemento esencial de la misma. Téngase presente, sin embargo, que en el último caso, si la revolución no ha sido legítima y justificada, la autoridad soberana existe de derecho en la persona desposeída, y sólo pasará de derecho al que la posee de hecho, cuando el transcurso del tiempo y las condiciones de la nación, impongan al primero la obligación de ceder de su derecho para evitar mayores males a la sociedad, a lo cual obliga la ley natural. Así se concibe la posibilidad de que una dinastía, ilegítima en su origen, pase a ser legítima, y un gobierno de hecho, pase a ser gobierno de derecho con el transcurso del tiempo y la complicación de circunstancias.

5ª Reasumiendo, pues, lo expuesto últimamente sobre la naturaleza y origen del poder público social, o sea de la autoridad suprema, diremos.

a) Que la teoría de la soberanía nacional es absurda en sí misma, y contraria a lo que la razón y la ciencia nos enseñan sobre la formación, constitución y conservación de la sociedad civil y política.

b) Que la autoridad suprema social, considerada en sí misma y en abstracto, procede de Dios, autor de la naturaleza social del hombre, y puede decirse natural al hombre, como lo es la sociedad humana.

c) Que considerada esta autoridad en concreto, y como determinada y personificada en alguno, su origen natural, ordinario y espontáneo, o en términos escolásticos, su origen per se, es la autoridad paterna de la cual viene a ser una extensión y una transformación.

d) Que considerada esta misma autoridad concreta por parte de su origen accidental, extraordinario y anormal, per [526] accidens, puede proceder de un hecho humano, o sea del consentimiento de las voluntades individuales.

e) Que de esta manera, se pueden conciliar fácilmente las afirmaciones y doctrinas de los teólogos y filósofos cristianos acerca del origen del poder público, aunque sus teorías parecen diferentes a primera vista.

f) Que la teoría de la soberanía nacional y su forma o manifestación lógica, el sufragio universal, en el sentido en que los concibe y explica el liberalismo moderno, sólo conducen directamente a la insurrección de los ambiciosos y a la insubordinación general de las masas contra el poder público, y consiguientemente que son incompatibles con el orden público y con la paz, bienes principales de la sociedad civil.

g) Finalmente, que la soberanía nacional, y su corolario o apéndice el sufragio universal, lejos de ser el origen ordinario y universal, ni la fuente única y exclusiva de la autoridad social, sólo lo es en casos singulares y en circunstancias extraordinarias y accidentales, y, lo que es más, que aun en estos casos excepcionales, no son fuente del poder público como legítimo, sino a condición de que no exista de derecho este poder o autoridad en otro sujeto. La voluntad humana, por sí sola, no tiene valor moral para constituir un poder público, o para conferir una autoridad, que se hallen en oposición con el derecho.

Terminaremos este artículo con algunas observaciones sobre el sufragio universal. Considerada en el orden teórico y a priori, esta teoría se halla en oposición con la recta razón y con la ley natural; porque constituye y supone a la voluntad humana fuente de derecho, medida y norma de lo justo e injusto. Y sin embargo, es innegable en toda buena filosofía, que la justicia y la bondad moral de las cosas y de las acciones, no radica en la voluntad humana, no se deriva en sus determinaciones o caprichos, sino de la razón, como expresión y manifestación de la ley natural y del orden moral. Si un príncipe poderoso, sirviéndose del fraude, de la traición y de la violencia, despoja a otro de su [527] reino sin causa legítima y contra toda justicia; contra justicia, contra derecho, y por lo mismo ilícito e inmoral será este despojo, sin que el sufragio universal o la voluntad arbitraria de los súbditos, sea capaz de convertirlo en justo y moral. El orden moral es independiente y superior a la voluntad humana; las acciones y manifestaciones de ésta no pueden ser justas ni morales, sino a condición de no oponerse a ese orden moral y a la ley natural, revelación principal del mismo para el hombre y en el hombre.

Si del terreno teórico descendemos al terreno práctico, hallaremos que esta teoría del sufragio universal, es absolutamente inaceptable. Atendida la condición humana, atendidos los móviles que generalmente influyen en las determinaciones de la voluntad, atendidas, en fin, las pasiones y la ignorancia de las masas, el sufragio universal no es otra cosa en la práctica, que la explotación del hombre por el hombre, la explotación del mayor número por algunos pocos, bastante poderosos, hábiles y astutos, se deducen y arrastran a las masas ignorantes con frecuencia para ello del fraude, de amenazas, de promesas engañosas. La historia y la experiencia demuestran hasta la evidencia, que el sufragio universal dice siempre lo que quieren los gobernantes o los que están en posesión de la fuerza. Los acontecimientos contemporáneos y altamente escandalosos de Italia, son la prueba más concluyente de lo que significa el sufragio universal, como expresión de la verdadera voluntad de un pueblo: son una demostración práctica de que este sufragio es una ficción irritante, una mistificación verdadera, que sólo sirve para dar una apariencia de legalidad a la violencia, la injusticia, la tiranía y la fuerza bruta.

Por lo demás, excusado creemos advertir, que cuando decimos que el sufragio universal puede ser fuente de la autoridad social en casos excepcionales, se trata de la fuente secundaria del poder y de su transmisión y como concreción en persona determinada, pues la fuente primitiva y real de la autoridad social y de todo poder público, es siempre Dios como fundamento de todo derecho y autor de la naturaleza [528] humana y de su sociabilidad. Para convencerse de esto basta reflexionar que el derecho de vida y muerte inherente al poder público soberano, es superior a la voluntad y al derecho de los individuos, los cuales mal podrán transmitir o dar a otro el derecho de vida y muerte sobre sí mismos, careciendo ellos de semejante derecho. Y esto bien puede considerarse como una prueba más del error que enseña la teoría de la soberanía nacional. Los partidarios de esta teoría, deben comenzar por demostrar la legitimidad y el derecho al suicidio.

Como complemento y corolario de la doctrina expuesta en este capítulo débese advertir que cuando se dice que la potestad o poder de los reyes es de derecho divino, no debe entenderse que este poder procede directa e inmediatamente de Dios, a la manera que procede el poder del Papa con respecto a la Iglesia, y el poder de Moisés sobre el pueblo hebreo, sino que procede de Dios de una manera mediata, en cuanto que Dios es autor de la naturaleza humana y de la sociedad a la cual y no a este o aquel miembro de la misma pertenece y comunica a Dios la soberanía. Esta es la verdadera teoría cristiana acerca de los gobiernos y poderes de derecho divino: en este sentido y sólo en este sentido, todo gobierno legítimo bien sea ejercido por un monarca heredero o por un presidente temporal de una república puede y debe apellidarse de derecho divino, según los teólogos católicos y los filósofos cristianos. Lo que estos no admiten, por punto general, es la teoría que pudiéramos llamar protestante, según la cual los reyes reciben el poder inmediatamente de Dios, según enseña Jacobo I de Inglaterra, a la vez que los parlamentos y escritores galicanos: es decir, los partidarios del libre examen y los enemigos del papado. En cambio sus sucesores legítimos, los revolucionarios y racionalistas de nuestro siglo han adoptado el extremo opuesto no menos erróneo colocando el origen del poder público y del derecho de soberanía en la voluntad sola del hombre, con exclusión de Dios, y sin derivación ni sanción divina lo cual constituye la esencia de la teoría moderna de la soberanía nacional, o sea lo que con sobrada exactitud y verdad apellidarse suele [529] derecho moderno. Una y otra teoría se apartan de la teoría cristiana que se aparte igualmente de los dos extremos; y una y otra teoría conducen lógicamente a la tiranía, ora cesarista, ora democrática o demagógica.

De lo dicho se infiere.

1º Que no es la teoría católica sino más bien la teoría protestante, la teoría de Enrique VIII, de Jacobo I, y de los galicanos, la que tiene afinidad con la teocracia y la que puede favorecer el despotismo.

2º Que los políticos y escritores que en parlamentos y en libros hablan con desdén de gobiernos y reyes de derecho divino dando por supuesto y por cosa averiguada que según la doctrina de la Iglesia y la filosofía cristiana los reyes reciben el gobierno de los pueblos y el poder inmediatamente de Dios, o abusan de la ignorancia y buena fe de los lectores, o desconocen por completo la verdadera teoría católica sobre la materia.

Artículo V
Fin y organismo de la sociedad.

Toda vez que la sociedad civil constituye un cuerpo colectivo y una entidad moral, es preciso reconocer y distinguir en ella una unidad de fin u objeto, y una unidad de acción o dirección a este fin. Veamos, pues, ante todo cuál es el fin de la sociedad civil, para señalar después su organismo y constitución jerárquica.

Pocas materias hay en filosofía que hayan dado ocasión a tanta variedad de opiniones como la designación del fin de la sociedad civil. Para unos, es el bien común o la utilidad pública; para otros, es el progreso de la naturaleza humana: quién señala como tal la seguridad perfecta de los asociados; [530] quién lo hace consistir en el desenvolvimiento de la libertad individual. Éste, señala como fin el desarrollo de la igualdad y la organización del trabajo; aquél, la aplicación del principio de justicia.

No siendo posible discutir estas opiniones, nos limitaremos a exponer la nuestra, afirmando que el fin de la sociedad civil consiste en la perfección natural del hombre como ser moral, o lo que es lo mismo, en la perfección adecuada y natural del hombre, considerado como ser moral. Puesto que el estado social es natural al hombre, y puesto que la principal razón porque le es natural, es la imposibilidad de adquirir por sí solo sin el concurso de otros hombres la perfección y desarrollo de que es capaz, tanto por parte del cuerpo y de la vida física, como por parte de la vida intelectual y moral, es lógico el inferir de aquí, que el fin y objeto propio de la sociedad no es ni puede ser otro, sino la perfección del hombre en el orden físico y en el orden moral. En el orden físico, la perfección del hombre resulta de la mayor suma posible de bienes materiales y sensibles. En el orden moral, su perfección consiste en el mayor desarrollo de las facultades intelectuales y morales. Excusado es añadir, que aquí se habla de los bienes físicos, intelectuales y morales, considerados en el orden puramente natural; pues la perfección sobrenatural del hombre como ser moral, constituye el fin de la religión.

Este fin reúne todas las condiciones que en el objeto de la sociedad civil deben señalarse. Porque; 1º se identifica parcialmente con el fin natural de los hombres aislados y singulares, lo cual constituye uno de los caracteres del objeto que debe señalarse a la sociedad; porque si ésta, en último resultado, es un medio y un auxiliar para que el hombre realice más fácilmente su perfección, el objeto social debe coincidir en el fondo con el objeto y fin de los asociados: 2º Es un bien, cuya consecución por parte de los asociados, es facilitada por la constitución orgánica y la fuerza propia de la sociedad: 3º Se distingue, ya del fin de la sociedad religiosa, que es la perfección sobrenatural y divina [531] del individuo; ya también del fin último de éste y de la sociedad, que es la vida eterna o la posesión de Dios: 4º Al mismo tiempo, aunque es distinto del fin religioso y del fin último, no se opone a ellos, antes bien constituye una especie de preparación y tendencia a estos: 5º Finalmente, envuelve en su concepto la norma o ley del buen gobierno, toda vez que éste, en tanto es justo, provechoso y razonable, en cuanto que facilita y suministra al mayor número posible de asociados el bienestar material y el bienestar moral, el cual se refiere al hombre como ser inteligente y libre. Una sociedad será más perfecta, a medida que realice en el mayor número posible de sus individuos la perfección natural del hombre como ser moral, perfección que abraza la virtud, como elemento principal, y el bienestar material, como elemento secundario y subordinado al primero.

Por esta razón, y bajo este punto de vista, nuestra teoría coincide en el fondo con la de santo Tomás, cuando se dice que la vida virtuosa es el fin de la sociedad humana; lo cual no debe entenderse en sentido exclusivo de los bienes materiales, sino en cuanto que la virtud o perfección moral es el bien más importante que resultar debe de la sociedad bien organizada (1). Ni se crea que ésta es una interpretación arbitraria, pues se halla en completa armonía con lo que el mismo santo Doctor escribe, al determinar y explicar lo que constituye la vida virtuosa o buena, como fin de la sociedad. «Para la vida buena del hombre, se requieren dos cosas: una principal, que es la operación virtuosa, puesto que la virtud es lo que constituye la bondad moral de la vida: otra secundaria y como instrumental, a saber; la suficiencia de los bienes corporales, cuyo uso es necesario para el ejercicio de la virtud.» (2). [532]

{(1) «Ad hoc enim homines congregantur, ut simul bene vivant, quod consequi non posset unusquique singulariter vivens. Bona autem vita est secundum virtutem: virtuosa igitur vita est congregationis humanae finis.» Opusc. De regim. Princ., lib. 1º, cap. 14.
(2) Ibid., cap. 15.}

He aquí ahora algunas aplicaciones y reflexiones concretas, que pueden considerarse como corolarios de esta doctrina.

1ª La perfección natural del hombre como ser moral, la cual constituye, en nuestra opinión, el fin de la sociedad civil, envuelve en su concepto: 1º la perfección física por parte del cuerpo, de las fuerzas naturales y, en general, los bienes externos y materiales: 2º la perfección intelectual del hombre por medio de las ciencias, artes y literatura: 3º la perfección propiamente moral, o sea la rectitud moral resultante de la práctica y ejercicio de la virtud. Estas tres perfecciones parciales constituyen la perfección adecuada y completa del hombre como ser moral, y en este sentido decimos que la perfección moral del hombre en el orden natural constituye el fin de la sociedad civil.

2ª El oficio, y como la función propia de la sociedad, es dirigir y encaminar los asociados a la perfección moral mayor posible, removiendo los obstáculos y facilitando los medios para ello, dentro de la esfera propia de la autoridad humana, sin ponerse en contradicción con la ley natural o divina, y sin violar los derechos de los asociados. Bajo este punto de vista, pudiera admitirse y afirmarse que el oficio o función del Estado es la realización del derecho, o mejor, que es la aplicación social del principio de la justicia.

3ª La sociedad no es un fin, sino un medio: los hombres no se asocian para estar asociados, sino para conseguir la paz, la conservación de sus derechos, el bienestar material y moral, con los demás bienes que de la asociación pueden resultar. De donde se colige que será más perfecta aquella sociedad, cuya organización sea más a propósito para producir la perfección moral, en la que se reasumen e incluyen los bienes indicados, en el mayor número posible de los asociados.

4ª El progreso de una sociedad, o lo que se llama vulgarmente su civilización, no pueden ser verdaderamente tales, sino a condición de reunir la triple perfección física, intelectual y moral en el mayor número posible de sus miembros. Cuando la perfección del hombre y el desarrollo de sus [533] facultades se realiza sin obedecer a la ley de movimiento armónico y como paralelo entre las perfecciones parciales indicadas, la civilización de la sociedad no es completa, ni verdadera, ni sólida. En este punto estamos de acuerdo con el insigne Balmes, cuando hace consistir la civilización, los adelantos sociales en «la mayor inteligencia posible, para el mayor número posible; la mayor moralidad posible, para el mayor número posible; el mayor bienestar posible, para el mayor número posible.

Quítese una cualquiera de estas condiciones, y la perfección desaparece. Un pueblo inteligente, pero sin moralidad ni medios de subsistir, no se podría llamar perfecto; también dejaría mucho que desear el que fuese moral, pero al mismo tiempo ignorante y pobre; y mucho más todavía si abundando de bienestar material fuese inmoral e ignorante. Dadle inteligencia y moralidad, pero suponedle en la miseria, es digno de compasión: dadle inteligencia y bienestar, pero suponedle inmoral; merece desprecio: dadle por fin moralidad y bienestar, pero suponedle ignorante, será semejante a un hombre bueno, rico y tonto; lo que ciertamente no es modelo de la perfección humana.»

El organismo u orden jerárquico de la sociedad, enlazado con la unidad de la acción social, puede considerarse por parte de las personas, y por parte de la forma.

Por parte de las personas, el organismo social incluye tres elementos, que son: la autoridad suprema o soberana; los ministros o delegados de la misma; los súbditos o personas privadas. Como todos los miembros de la sociedad civil y política se hallan representados y contenidos en alguna de estas categorías, puede decirse que el organismo personal de la sociedad se halla representado por estas tres personas morales. En atención a que los ministros o delegados del poder supremo son al mismo tiempo súbditos con relación a éste, y superiores solamente respecto de los particulares, y aun esto en materias determinadas, el organismo personal de la sociedad pudiera reducirse en rigor a la personalidad moral de superior y de súbdito. [534]

Por parte de la forma, sabido es que el organismo social puede ser monárquico puro y absoluto, cuando la autoridad suprema y soberana reside en una persona, sin restricciones ni garantías legales o sociales que puedan evitar el despotismo y la tiranía: aristocrático, cuando la autoridad suprema reside en una clase especial o privilegiada de la sociedad: y democrático, cuando los gobernantes son elegidos por el pueblo sin distinción de clases, ejerciendo éste la autoridad suprema por medio de delegados. Aparte de estas formas, hoy podemos señalar el gobierno parlamentario, forma indefinible de gobierno que no pertenece a ninguna de las indicadas, en la cual el rey reina y no gobierna, o lo que es lo mismo, tiene el poder y la autoridad soberana, a condición de no usar de ella y de ser él mismo gobernado por los diputados, los cuales a su vez lo son por los ministros, verdaderos depositarios del poder público. Así es que el gobierno parlamentario, según se practica por lo general, y salvas rarísimas excepciones debidas a condiciones especiales, como sucede en Inglaterra, puede decirse que es la explotación del pueblo por la ambición y la intriga.

Dejando, pues, a un lado este gobierno parlamentario, que consideramos como el peor de todos, habida razón de las prácticas y leyes que hoy se le conceden y atribuyen, si se nos pregunta ahora cuál de las tres formas de gobierno indicadas es preferible a las otras, contestaremos con santo Tomás: 1º que todas ellas tienen sus ventajas y sus inconvenientes: 2º que pesadas las ventajas e inconvenientes, y en tesis general, es preferible la monarquía, a condición, empero, de que se halle rodeada de instituciones que, sin menoscabar su autoridad soberana como principio enérgico y poderoso de acción sobre la sociedad, pueden impedir que esta autoridad degenere en tiránica y opresora. «Se debe procurar con todo cuidado, dice {(1) Opusc. De regim. Princ., lib. 1º, cap. 6º}, que de tal manera sea [535] constituido el rey que manda sobre un pueblo, que no degenere en tirano... De tal modo se debe disponer el gobierno del reino, que no dé ocasión al rey instituido de tiranizar. Su poder debe moderarse de tal modo, que no decline fácilmente en tiranía.»

La misma doctrina enseña en la Suma teológica en donde consigna su pensamiento de una manera más explícita todavía {(1) 1ª, 2ª, cuest. 105, art. 1}: «Dos cosas deben atenderse en el gobierno de una ciudad o nación: la una es que tengan todos alguna participación en el poder; porque de esta suerte se conserva mejor la paz, y el pueblo ama al gobierno y se interesa por él. La otra es la forma del régimen y la organización de los poderes... La mejor en una ciudad o reino, es aquella en que bajo el mando de uno sólo, que es superior a todos en autoridad y poder, hay algunos magistrados principales que pertenecen indistintamente a todos los miembros o individuos de la república, ya porque pueden ser elegidos de todas las clases del Estado, ya porque todos toman parte en su elección. Tal sería una sociedad en que entrase el reino, en cuanto uno preside; la aristocracia, en cuanto muchos tienen parte en el mando; y la democracia o poder del pueblo, en cuanto estos magistrados principales pueden salir de la clase del pueblo y en cuanto a él pertenece su elección.»

En suma: prescindiendo de las condiciones especiales que pueden hacer relativamente más conveniente para un pueblo alguna de las formas expresadas de gobierno, y comparadas éstas entre sí en absoluto y con abstracción de circunstancias, es preferible, en tesis general, una forma mixta, o sea una monarquía que se halle rodeada de instituciones que garanticen la libertad verdadera del pueblo, sin menoscabar ni destruir la fuerza, la iniciativa, el poder y el prestigio real, o lo que es lo mismo, sin convertirla en una monarquía parlamentaria como las que se estilan en nuestros días; pudiendo [536] denominarse monarquía mixta, monarquía templada, monarquía constitucional, si se quiere. Cuáles deban ser las instituciones moderadoras y reguladoras de esa monarquía, no es posible determinarlo aquí; pues deben variar y estar en relación con los antecedentes históricos, los hábitos, el carácter, el grado de cultura y demás circunstancias especiales de cada pueblo, y principalmente con sus costumbres.

Artículo VI
El derecho de propiedad.

Con la sociedad de familia y con la civil y política, se halla íntimamente enlazado lo que se llama derecho de propiedad, como una de las condiciones y bases necesarias de una y otra sociedad. Excusado es encarecer la importancia de la cuestión, en un tiempo en que la sociedad se halla amenazada tan de cerca por las teorías comunistas y los trabajos de la Internacional.

La propiedad se toma unas veces por la misma cosa que es objeto y término del derecho de propiedad, como cuando decimos: «esta casa es propiedad de fulano.» Otras veces se toma por el derecho mismo que sirve de razón para la primera denominación, o sea por lo que se llama derecho de propiedad, del cual se trata aquí, y que puede definirse: la facultad de disponer libremente de alguna cosa, excluyendo al propio tiempo la disposición y uso de la misma por parte de otros. ¿Cuál es el origen primitivo y fundamental de esta facultad? ¿En qué se funda el derecho de propiedad, y qué es lo que legitima su existencia? He aquí lo que vamos a examinar con la brevedad y concisión que exige esta obra, las mismas que nos obligan a condensar y resumir la discusión de este problema en las siguientes reflexiones.

Teorías de la ocupación y de la convención.

Para justificar el origen de la propiedad y los derechos que a la misma se refieren, acudieron algunos a la ocupación, suponiendo que ésta constituye título suficiente y legítimo para detener como propia la cosa y disponer de ella. Los principales representantes de esta teoría son los filósofos y jurisconsultos romanos. «Ninguna cosa, escribe Cicerón, pertenece al dominio privado por la naturaleza, sino por razón de una antigua ocupación, o por la victoria.» En el mismo sentido se expresan los principales jurisconsultos de Roma.

No es difícil reconocer que esta teoría es inaceptable. Establecer y fundar la propiedad sobre la victoria, equivale, en buenos términos, a establecerla y fundarla sobre la fuerza y la violencia. Aun cuando se conceda que la ocupación en ciertos casos y respecto de ciertos objetos, como en los primeros pasos de las sociedades y respecto del aire, de la luz, del agua, etc., pueda fundar el derecho de propiedad, ni es admisible como fundamento universal, ni siquiera como principio especial, cuando se la considera como identificada con la victoria o como una manifestación de ésta. Semejante teoría, lejos de legitimar la propiedad, es más a propósito para condenarla y destruirla.

Grocio y Puffendorf, reconociendo la insuficiencia de semejante teoría, excogitaron la de la convención, teoría según la cual la ocupación no es suficiente por sí sola para producir el derecho de propiedad, sino que este procede del consentimiento común o universal de los hombres. La ocupación da origen a la propiedad, como hecho ocasional, mas no como causa eficiente. La causa eficiente y directa es la convención tácita, en virtud de la cual los hombres renuncian al dominio y propiedad de las cosas ocupadas por otros hombres de una manera definitiva. Como se ve, esta teoría de la convención viene a ser una extensión, un desarrollo de la teoría de ocupación. En cambio, es tan inadmisible como ésta: 1º porque se funda en una hipótesis, cómoda sí, pero destituida de fundamentos históricos y racionales: 2º porque no basta suponer un consentimiento entre los hombres, sino [538] que es necesario probar que este consentimiento reúne todas las condiciones necesarias para producir el derecho que se pretende; y en verdad que los partidarios de esta teoría se verían apurados para demostrar que la inmensa mayoría de los desheredados han consentido expresa o tácitamente en que las riquezas se hallen acumuladas en manos de algunos pocos, constituidos dueños de los medios de subsistencia de la inmensa mayoría. Esto sin contar que lo que trae su origen y depende del consentimiento humano, puede dejar de ser por el consentimiento contrario. Establecer, pues, el derecho de propiedad sobre una convención hipotética, es darle un cimiento demasiado frágil y movedizo.

Teoría de la ley civil.

Reconocida la insuficiencia de la teoría de la convención, inventaron algunos la teoría de la ley civil. Esta teoría, patrocinada por Montesquieu, Benthan, Hobbes, Mirabeau y otros, no reconoce más base y origen al derecho de propiedad que la ley civil, la cual, como expresión de la voluntad general, envuelve el consentimiento de los asociados. En realidad, esta teoría coincide en el fondo con la anterior de la convención, y no hace más que presentar la ley civil como la expresión y la forma del consentimiento de los hombres. «Una propiedad particular, decía Mirabeau, es un bien adquirido en virtud de las leyes: la ley sola constituye la propiedad, porque sola la voluntad pública puede producir la renuncia de todos y dar un título común, una garantía al goce de uno sólo.»

Militan contra esta teoría los argumentos aducidos contra la de la convención, con la cual se identifica en realidad. Por otra parte, si el derecho de propiedad no tiene más fundamento ni razón de ser que la ley civil, podrá desaparecer en virtud de esta misma ley. Y ¿se concibe siquiera, que la ley civil tenga fuerza suficiente para destruir el derecho de propiedad? Lejos de esto, este derecho es una de las normas a que debe ajustarse la ley civil para ser justa. Hay, pues, en el derecho de propiedad algo anterior y superior a la ley civil: la conciencia pública y el sentido común demuestran [539] que el derecho de propiedad es una manifestación de la justicia, y una derivación de la ley natura, más inmediata que la ley civil. Hay más todavía: si la ley civil es el único fundamento y la razón suficiente del derecho de propiedad, el día en que el proletariado, sobreponiéndose a los propietarios, pueda predominare en la confección de las leyes y prescriba por medio de ellas la repartición de los bienes y la cesación de la propiedad en los actuales poseedores, estará en su derecho, y la propiedad cambiará de poseedores legítimamente. He aquí el término lógico y natural de semejante teoría, muy a propósito para favorecer y legitimar las pretensiones de los socialistas e internacionalistas.

Teoría del trabajo.

«Suponiendo, dice Balmes, que no haya todavía propiedad alguna, claro es que el título más justo para su adquisición es el trabajo empleado en la producción o formación de un objeto. Un árbol que está en la orilla del mar en un países de salvajes, no es propiedad de nadie; pero si uno de ellos le derriba, le ahueca y hace de él una canoa para navegar, ¿cabe título más justo para que le pertenezca al salvaje marino la propiedad de su tosca nave? Este derecho se funda en la misma naturaleza de las cosas. El árbol, antes de ser trabajado, no pertenecía a nadie; pero ahora no es el árbol propiamente dicho, sino un objeto nuevo; sobre la materia, que es la madera, está la forma de canoa; y el valor que tiene para las necesidades de la navegación es efecto del trabajo del artífice. Esta forma es la expresión del trabajo; representa las fatigas, las privaciones, el sudor del que lo ha construido; y así la propiedad, en este caso, es una especie de continuación de la propiedad de las facultades empleadas en la construcción.

El Autor de la naturaleza ha querido sujetarnos al trabajo, pero este trabajo debe sernos útil, de lo contrario no tendría objeto. La utilidad no ser realizaría si el fruto del trabajo no fuese de pertenencia del trabajador: siendo todo de todos, igual derecho tendría el laborioso que el indolente; las fatigas no hallarían recompensa, y así faltaría el estímulo para trabajar. [540]

Luego el trabajo es un título natural para la propiedad del fruto del mismo; y la legislación que no respete este principio es intrínsecamente injusta.»

Es indudable, en efecto, que el trabajo es, si no el único, al menos el principal fundamento racional del derecho de propiedad. Esta teoría ofrece además la ventaja de explicar y contener la razón suficiente de la transmisión de este derecho. Las múltiples relaciones y afecciones del hombre que adquiere propiedad por medio del trabajo, legitiman y apoyan la facultad del hombre para transmitir a otros su trabajo personal representado por los bienes que le pertenecen. Hasta las transmisiones gratuitas se hallan legitimadas por el principio del trabajo, puesto que en toas ellas, compra, venta, salario, trabajo, etc., no hay más, en último resultado, que un cambio de trabajo o de los productos por este representados.

Nada más lógico, nada más racional, nada más conforme a la naturaleza de las cosas, que el reconocimiento del trabajo como origen y razón suficiente del derecho de propiedad; porque nada tan racional y conforme a la naturaleza de las cosas, como el que el hombre sea propietario de aquello de que es creador. ¿Y qué es el trabajo sino una especie de creación? El que por medio del trabajo descubre la aptitud de las cosas naturales para satisfacer las necesidades del hombre, el que transporta los productos de un lugar a otro, el que a fuerza de regar la tierra con sus fatigas y sudores, saca de ella frutos y elementos económicos que no produciría abandonada a sí misma, el que labra, combina, modifica y prepara las materias brutas, poniéndolas en estado de satisfacer inmediatamente las necesidades físicas, intelectuales y morales del hombre, el que por medio de la ciencia descubre y enseña la manera de sacar mayor partido de las cosas, economizando tiempo y fatigas, mejorando y multiplicando los productos, todos estos pueden considerarse, y son en realidad, causa eficiente de los productos correspondientes a su trabajo, y por consiguiente, por la misma naturaleza de las cosas, son dueños de estos productos, como lo son de su [541] trabajo, como lo son de las facultades, fuerzas y operaciones mediante las cuales realizan este trabajo, como lo son de su personalidad, origen y razón suficiente de estas fuerzas y de su aplicación al trabajo. En suma: la propiedad es la creación por el trabajo, y el derecho que a ella se refiere se identifica con el derecho y dominio que el hombre tiene sobre su trabajo, sobre sus fuerzas y facultades como manifestaciones naturales de su personalidad.

Esta teoría del trabajo suministra, sin duda, una base sólida e indestructible a la propiedad, y parece que nada puede objetarse contra ella. Examinada, sin embargo, a fondo, y penetrando en sus entrañas, se verá que no carece de dificultades e inconvenientes. Ante todo, el trabajo del hombre que vive ya en una sociedad, no es tan individual y personal como a primera vista parece, sino que tiene mucho de colectivo y cooperativo. Hagámoslo sensible en un ejemplo. Un hombre toma un trozo de piedra y hace con él una estatua. A primera vista, parece que la estatua es producto exclusivo del trabajo personal de este hombre, o que este es el creador de la estatua en virtud de su trabajo. Y, sin embargo, la verdad es que esta estatua representa el trabajo de otros, combinado con el del escultor, A suministra a éste los instrumentos de que se sirve, B los procedimientos que debe emplear para que resulte la estatua, C el alimento sin el cual no podría trabajar, D vela por su seguridad personal para que pueda dedicarse sin temor a su trabajo, etc., etc. Luego el trabajo del individuo en sociedad no es rigurosamente individual, sino una aplicación concreta de las fuerzas sociales, o sea de los trabajos de otros miembros de la sociedad. Luego la teoría del trabajo, considerada en abstracto y sin restricciones, parece conducirá la distribución del producto del trabajo entre los miembros de la sociedad.

Otro inconveniente más o menos fundado de esta teoría es el dar origen a una desigualdad y desproporción, aparente, si se quiere, en el fondo, pero real e irritante a los ojos del mayor número, entre la producción y el trabajo. La acumulación del capital y su relación con la distribución de las [542] riquezas, da origen a esta desproporción. La inmensa mayoría de los hombres ve el que el capital contribuye a la producción sin llevar consigo las condiciones generales y ordinarias del trabajo propiamente dicho, representadas por esfuerzos activos, continuos y penosos; ve, por otro lado, que cuando se trata de distribuir los productos, el capital exige y absorbe una parte tan grande o mayor que la que se concede al trabajo real y penoso. Nada más natural, después de esto que ver al trabajador pedir y desear que el Estado se apodere del capital y sea su único poseedor, a fin de salvar y realizar la teoría del trabajo, constituyendo y considerando a este base y medida única para la distribución de la producción. Parece, pues, que la teoría del trabajo, como fundamento, medida y razón de ser del derecho de propiedad, prepara el ánimo y abre la puerta al comunismo y a la propiedad exclusiva del Estado.

Prescindiendo, para no extendernos demasiado, de la posibilidad de dar satisfactoria solución a estas dificultades sin salir de la teoría del trabajo, creemos que la solución del problema referente al derecho de propiedad, no puede ser completa ni práctica con la teoría sola del trabajo, sino que es necesario relacionarla con lo que llamaremos el derecho a la vida.

El hombre al nacer tiende el deber y el derecho de realizar su destino social y humano, consistente en la perfección moral, en el sentido que arriba dejamos explicado. La realización de este destino exige como condición primera y esencial de su existencia y gasta de su posibilidad, la conservación de la vida. Luego el hombre tiene ante todo y sobre todo el derecho a vivir, y como consecuencia legítima, el derecho a las cosas necesarias para satisfacer sus necesidades físicas. Luego todo hombre al nacer puede y debe considerarse en derecho, como propietario futuro o virtual de las cosas necesarias para su subsistencia durante la vida, a condición de poner él por su parte la cooperación personal necesaria al efecto por medio del trabajo. Empero, como a causa de las complicaciones sociales y de la colisión consiguiente de [543] derechos entre sus miembros, puede suceder que le falte la materia y los medios para crear por medio del trabajo los productos necesarios para la conservación de la vida, es preciso que la sociedad o el Estado le conserve, garantice y proteja este derecho, en cuanto sea posible, atendidas las condiciones y circunstancias de la sociedad. En virtud de este derecho primitivo y absoluto a la vida, que viene a ser la base del derecho de propiedad como resultante del trabajo, el hombre tiene el derecho de exigir del Estado, y este tiene el deber de hacer posibles y facilitar con sus leyes los medios necesarios para que todos se hagan propietarios o poseedores de las cosas indispensables para la vida. Para cumplir este deber, relacionado con el derecho general de propiedad de todos sus ciudadanos, el Estado no necesita mezclarse directamente en la gestión de la propiedad particular, lo cual está fuera de su derecho; basta que por medio de leyes y de reglamentos especiales, evite la acumulación excesiva de las riquezas en manos de algunos particulares, proporcione los medios de aprendizaje, suministre y facilite la instrucción, favorezca el desarrollo de la industria y comercio, establezca y fomente los bancos, cajas de ahorros y otros establecimientos análogos, cuidando de que se apliquen al objeto de su fundación, y evitando las malversaciones y estafas en perjuicio de los necesitados, promueva la moralidad, verdadera fuente de trabajo útil y de economía, y finalmente, impulse, fomente y proteja las instituciones y fundaciones de beneficencia, especialmente cuando se hallan vivificadas por el soplo divino de la caridad cristiana, medio, acaso más poderoso y eficaz que las leyes y reglamentos del Estado, para facilitar y multiplicar los recursos necesarios a la vida, y consiguientemente para asegurar y proteger el derecho fundamental y primitivo que a esto se refiere.

Tal es nuestra teoría acerca del derecho de propiedad, la misma que vamos a resumir en las siguientes proposiciones, haciendo a la vez algunas aplicaciones.

1ª La teoría de la ocupación y de la victoria es insuficiente para legitimar el derecho de propiedad. [544]

2ª La teoría de la convención y la de ley civil, son también insuficientes para explicar y justificar este derecho, al cual sólo dan una base demasiado frágil, que no se halla en relación con la importancia, la inviolabilidad y el carácter de fijeza e inmutabilidad que exige y supone el derecho de propiedad.

3ª El trabajo puede considerarse como título legítimo, natural y principal del derecho de propiedad, considerado este en general y c con precisión de las complicaciones y relaciones sociales, pero no como título primitivo, ni tampoco exclusivo e independiente de otras relaciones.

4ª El trabajo, como título y fundamento del derecho de propiedad, supone el derecho anterior a la conservación de la vida; y por consiguiente, este constituye la base primitiva, al menos parcial, del derecho de propiedad.

5ª El derecho de propiedad abraza en consecuencia dos elementos, dos principios parciales, o mejor dicho, subordinados y relacionados entre sí, que son: el derecho a la conservación de la vida, y el trabajo.

6ª De aquí resulta el deber por parte del Estado: 1º de mantener y conservar por medio de leyes convenientes el derecho que tienen los miembros diferentes de la sociedad a la posesión de los recursos necesario para la subsistencia: 2º de proteger la propiedad resultante del trabajo como creación de la personalidad humana, pero sin perjuicio de impedir su acumulación excesiva, no sólo en cuanto se realiza por medios inmorales, como la fuerza o el fraude, sino en cuanto impide el derecho anterior y superior de otros a la conservación de la vida.

7ª Téngase presente, sin embargo, que los dos principios o elementos que hemos señalado aquí como origen del derecho de propiedad, constituyen solamente el origen próximo o inmediato de ese derecho, pero no el origen primitivo, ni el fundamento absoluto de la propiedad. Para convencerse de ello basta reflexionar, que tanto el derecho a la conservación de la vida, como el trabajo, presuponen necesariamente:1º la dominación del hombre sobre la materia, efecto [545] y consecuencia de la superioridad y excelencia de su naturaleza, hecha a imagen y semejanza de Dios: 2º y principalmente, la existencia de la materia, sin la cual no puede realizarse la conservación de la vida, ni la creación segunda y apropiación de las cosas por medio del trabajo. No se trabaja sobre la nada: no se trabaja ni se puede apropiar lo que no existe. El trabajo, pues, como origen de la propiedad, presupone y preexige la existencia de la tierra, y consiguientemente la propiedad originaria y primitiva de la misma por parte de Dios, en virtud y a causa de la creación. Así como el que trabaja sobre una materia o propiedad ajena no hace suya la cosa, así también el trabajo del hombre no podría fundar ni legitimar el derecho de propiedad, si Dios cediendo, por decirlo así, de su derecho originario y absoluto, no hubiera querido y predeterminado que el hombre hiciera suya y se apropiara por medio del trabajo la tierra con las materias que contiene, siempre que a ello no se opusiera la apropiación realizada ya de antemano por otro hombre. Luego en Dios, y solamente en Dios, debe buscarse el fundamento primitivo, la razón suficiente a priori del derecho de propiedad. El trabajo del hombre, en tanto pude fundar y legitimar este derecho, en cuanto y porque Dios le entregó la tierra que había criado para que la trabajase: ut operetur eam. Así es como se concibe y se verifica que la propiedad es sagrada e inviolable, como lo es la voluntad divina y el dominio supremo del Criador sobre la criatura. Así es como el derecho de propiedad trae su origen primitivo de Dios, y de Dios recibe su sanción suprema, contenida y representada en aquella palabra divina: non furlum facies. Pretender constituir y legitimar la propiedad, comenzando por negar y usurpar la que a Dios pertenece.

Concluiremos observando que esta teoría, tal cual queda consignada: 1º establece el derecho de propiedad sobre una base más sólida, más universal y más completa, que la teoría que le da pro única base y razón suficiente el trabajo: [546] 2º cierra la puerta a las teorías comunistas, las cuales toman pretexto y ocasión de la teoría del trabajo como principio exclusivo de la propiedad, a causa de la desproporción más o menos real, entre el trabajo y la distribución de sus productos.

Por lo demás, es indudable que los que pretenden destruir el derecho de propiedad y establecer la repartición y la comunidad de bienes, aparte de cegar las fuentes del bienestar general, y aparte sobre todo de pretender una organización incompatible con la existencia de la familia y de la sociedad civil y política, marchan en pos de un ideal utópico y absurdo en la práctica; porque dada esa repartición igual de sus productos repartidos, sopena de ver desaparecer la asociación sobre semejantes bases fundada, como lo ha demostrado repetidas veces la experiencia en los diferentes ensayos de asociaciones obreras, organizadas en este sentido.

El éxito, o nulo, o desgraciado, obtenido por las diferentes asociaciones organizadas bajo la base igualitaria de la comunidad del trabajo y de la remuneración, ha venido a demostrar a posteriori, y en el terreno experimental, lo mismo que la ciencia y el buen sentido habían demostrado y previsto a priori. La indisciplina, los celos, y sobre todo la pretensión tan injusta como irrealizable, de igualar a todos en la remuneración y repartición de beneficios, sin tener en cuenta la mayor o menor importancia e influencia positiva del trabajo de algunos respecto de la producción social, han producido el resultado que naturalmente debían producir, la disolución y desaparición de semejantes sociedades de una [547] manera más o menos violenta, y por medio de liquidaciones desastrosas (1). Si estas asociaciones particulares no han [548] podido subsistir con su organización igualitaria y comunista, fácil es prever lo que sucedería en la asociación que abrazara toda una nación o Estado, organizado bajo semejantes bases, según los sueños de los comunistas y socialistas.

{(1) He aquí, en confirmación de esto, algunos hechos tomados de la Historia de la Internacional, publicada en el primer tomo de la Biblioteca Social, Histórica y Filosófica: «Cuando se funda una asociación, no con un objeto puramente negativo, para propagar el odio y la guerra, sino positivo, para producir y vender sus productos, no bastan brazos que trabajen; es necesaria una cabeza que dirija sus esfuerzos; es forzoso que el trabajo se reparta entre los trabajadores; que la obra entregada por estos sea examinada para adquirir el convencimiento de que está bien hecha; es forzoso emplearlos en fabricar productos que agraden al consumidor; una vez fabricados, es necesario hallarles salida, es forzoso saber venderlos a personas que puedan hacer honor a su firma, si llega el caso, como generalmente sucede, que acepten el pago, no en metálico, sino en letras de cambio a plazo más o menos largo.
»Es forzoso que él o los asociados que desempeñen el papel de dirección e intervención, posean multitud de conocimientos perfectamente inútiles a los que tan sólo prestan a la sociedad el trabajo de sus manos. Estos directores, o para llamarlos por el único nombre que el espíritu igualitario, y hasta cierto punto celoso de los asociados consiente darles, estos gerentes, que deben tener más instrucción, más inteligencia, más gusto, más perspicacia, más flexibilidad de carácter que sus camaradas, sopena de un percance para la sociedad, y de la ruina para cada uno de los asociados, ¿han de tener los mismos derechos de todo género, la misma remuneración cotidiana e igual parte en los beneficios, que esos hombres a los que deben ser superiores casi en todo? La mayor parte de las veces se ha resuelto esta cuestión afirmativamente; pero como la fuerza de las cosas es superior a todas las decisiones de una sociedad, cualquiera que sea, las asociaciones se han encontrado casi todas en la imposibilidad de hallar en tales condiciones gerentes capaces, y cuando no las mataba la indisciplina interior, perecían porque estaban mal dirigidas y administradas. Cuando por el contrario se consentía en dar a estos jefes elegidos el derecho de mandar y obrar con suficiente libertad; cuando al mismo tiempo se les concedían ventajas pecuniarias en relación con el grado de inteligencia y de conocimientos de todo género que debían poseer, se convertían en objeto de celos tan vivos, que no se tardaba en hacerles imposible el ejercicio de sus funciones.
»La fuerza de las cosas produjo, con motivo de esta grave cuestión del gerente, tres o cuatro soluciones distintas, casi todas [548] igualmente desagradables a los obreros, que se habían unido con la esperanza de llegar rápidamente a la holgura sin tener ninguna clase de superiores. En la mayor parte de los casos, la indisciplina de los asociados y la incapacidad de los gerentes produjeron, más o menos pronto, la ruina: en otros, un corto número de asociados primitivos lograron, gracias a la separación o al cansancio de los demás, transformarse en verdaderos patronos o propietarios, conduciendo, mejor o peor, la empresa en condiciones casi semejantes a las de las ferrerías fundadas y dirigidas por industriales.
»Algunas veces un gerente inepto a la par que inmoral, precipitó la crisis suprema, desapareciendo con los despojos del capital social. También se vio alguna de esas repúblicas transformarse de pronto en monarquía absoluta, por efecto de un audaz golpe de autoridad. Así, la asociación de los fabricantes de armazones de butacas, fundada en 1848 con cuatrocientos miembros, y reconstituida en 1849, después de numerosas disensiones interiores, con veinte asociados, solamente, sufrió durante muchos años numerosas vicisitudes. En fin, poco tiempo después de 2 de Diciembre, el gerente Mr. Antoine se apoderó del poder absoluto.»}

Finalmente, la deducción íntima de nuestra teoría sobre el derecho de propiedad es, que si es cierto que la propiedad es legítima e inviolable de su naturaleza, también lo es que el derecho del hombre a la conservación de su existencia y de su vida, no es menos legítimo e inviolable. Las teorías que atacan el derecho de propiedad y las doctrinas internacionalistas, son ciertamente absurdas, inmorales y contrarias a la razón, no menos que a la religión, pero en su fondo hay algo legítimo, hay la aspiración a mejorar la condición precaria del proletariado, hay el recuerdo y la proclamación del deber que tiene el Estado de impedir, por medios indirectos al menos, la aglomeración excesiva de la riqueza en manos de algunos particulares, y la consiguiente explotación del pobre por el rico, y sobre todo el deber de procurar y facilitar con leyes convenientes y por toda clase de medios, el mejoramiento y bienestar de las clases pobres.

Artículo VII
Los derechos y deberes individuales: la libertad de imprenta.

El hombre, antes de formar parte de la sociedad, es hombre, y como tal, lleva consigo derechos y deberes inherentes a su naturaleza con independencia de la sociedad. En este sentido, y solamente en este sentido, puede decirse con verdad, que hay derechos individuales, imprescriptibles e ilegislables. Tales son, entre otros, el derecho de buscar y abrazar la verdad, el derecho de practicar la virtud, especialmente cuando se trata de la verdad religiosa y de la virtud cristiana íntimamente relacionadas con la felicidad perfecta del hombre, porque si hay algún derecho verdaderamente imprescriptible y absoluto en el hombre, es el de poner los medios necesarios para la consecución de su destino final. Pertenecen también a la categoría de derechos individuales, o mejor dicho, innatos y connaturales al hombre el derecho de conservar la vida, el derecho de defenderla contra el injusto agresor, el derecho de propiedad sobre el producto creado por el trabajo legítimo y justo, el derecho de abrazar el estado conyugal, el derecho de elegir tal tenor de vida o tal profesión, siempre que no perjudique el derecho de los demás o el bien común. A estos derechos individuales corresponden también deberes análogos, siendo el principal el de no impedir el uso de estos derechos en los demás hombres. Pertenece también a esta clase el deber de amar a todos los hombres como seres semejantes y que poseen la misma naturaleza; el deber de no matar ni maltratar a otro hombre, el deber de socorrerle cuando le viere en necesidad o [550] peligro. Estos deberes y derechos, con otros análogos, competen al hombre por razón de su humanidad, simplemente por ser hombre, y por consiguiente los lleva ya consigo cuando entra a formar parte de la sociedad.

Empero aquí, como en otras materias, la razón humana evita difícilmente la exageración y el error. Al paso que en tiempos anteriores se propensión con frecuencia a conculcar y desconocer los derechos naturales del hombre, en los actuales no es raro verlos exagerados y desnaturalizados. La tendencia a exagerar estos derechos debe encontrar su correctivo en la naturaleza de las relaciones del individuo con la sociedad. La multitud de relaciones que resultan entre los individuos de una sociedad civil y política, lo complejo de estas relaciones sociales, la colisión inevitable de derechos y deberes entre las diferentes clases e individuos que constituyen la sociedad, los beneficios que de esta reportan sus miembros, la obligación y deber que a la misma incumbe de proteger y conciliar los derechos de todos, y sobre todo, el derecho y hasta el deber en que se hallan los poderes públicos de conducir la sociedad a su fin, conservando el orden general y facilitando a los asociados los medios para realizar su perfección en el orden físico y moral, exigen imperiosamente que el individuo pierda una parte de sus derechos para conservar, vigorizar y afirmar los demás, adquiriendo a la vez otros nuevos, y principalmente, el de hacerse participante de las inmensas ventajas y bienes que la sociedad acarrea al individuo.

Tres consecuencias se desprenden de esta doctrina.

1ª Los derechos llamados individuales no son verdaderamente tales, es decir, ilegislables y absolutos, sino a condición de no envolver por parte de su ejercicio, peligro de colisión con otros derechos, y especialmente con el fundamental de la sociedad de conservar el orden público, el orden moral y el bien general de los asociados.

2ª Todos estos derechos, cuando se consideran existentes y como concretos en el individuo de una sociedad, llevan envuelta implícitamente la condición de que su uso o ejercicio [551] no se oponga, ni al bien común de la sociedad, ni al deber que la misma tiene de proteger los derechos de todos sus miembros. Esta condición trae su origen de la misma ley natural, que impone a la sociedad, o mejor dicho, al poder público que la rige, este deber, y que prescribe además que el bien público debe anteponerse al bien particular.

3ª Todos los derechos individuales, sin excluir los que al principio hemos mencionado, están sujetos a legislación directa o indirectamente por parte de su ejercicio actual, en razón a las circunstancias y complicaciones que pueden ocurrir; pues hasta el derecho mismo de conservar la vida, que se presenta como el más sagrado e inviolable de todos y como base de los demás, está sujeto a leyes que prescriben justamente las circunstancias, las condiciones y el modo de ejercer este derecho. En este sentido y bajo este punto de vista, no existe derecho alguno individual que sea absolutamente ilegislable. Esto no impide, sin embargo, que entre los derechos individuales haya algunos que se hallan en relación más directa e inmediata con la ley natural, y que por lo mismo son por su naturaleza más independientes de las trabas y limitaciones de la ley civil.

Es digno de notarse, que los mismos que se constituyen en defensores pro aris et focis de los derechos individuales y que los exageran cuanto es posible, en la práctica reconocen y consignan su relación de dependencia respecto de los poderes públicos, y por consiguiente que son susceptibles de limitación y de legislación positiva. Tomemos, por ejemplo, los derechos individuales consignados en la Constitución soberanamente democrática e individualista de 1869, cuya esencia y distinción característica puede decirse que consiste precisamente en la proclamación de los derechos individuales, imprescriptibles e ilegislables.

Ciertamente que si hay alguno de este género debe ser el derecho de libertad personal, o sea el derecho de no ser privado del uso libre de su personalidad. Abramos, sin embargo, nuestra Constitución, y veamos sus palabras: «Ningún español podrá ser preso sino en virtud de [552] mandamiento de juez competente.» El juez competente no es más que un mandatario del poder, un funcionario civil, y por consiguiente, según la teoría de los derechos individuales, nada puede contra un derecho natural, inherente a la personalidad humana, inseparable de esta, y por lo mismo imprescriptible e ilegislable, como anterior que es e independiente de la constitución social. Luego las palabras, sino en virtud de mandamiento de juez competente, son una condenación práctica de la teoría de los derechos individuales en boca de sus mismos partidarios. La naturaleza de las cosas tiene aquí más fuerza que las cavilaciones de la razón revolucionaria.

Las reflexiones hasta aquí consignadas son aplicables a todos los pretendidos derechos individuales, tan enfáticamente enunciados en nuestra Constitución actual. Examinados además a la luz de la experiencia y de sus consecuencias prácticas, lo mismo que en sus relaciones con el bien público y el interés general de la sociedad, se ve que tienen mucho de infundado y erróneo, por no decir de ridículo y peligroso. Comprobémoslo con algunos ejemplos y aplicaciones.

«Nadie podrá entrar en el domicilio de un español o extranjero residente en España sin su consentimiento, excepto en los casos urgentes de incendio, inundación u otro peligro análogo, o de agresión ilegítima procedente de adentro, o para auxiliar a persona que desde allí pida socorro.»

Consecuencia inmediata. El asesino que acaba de cometer un crimen, según todas las presunciones, puede burlar con la mayor seguridad y facilidad la acción de la justicia, porque ni los particulares ni los agentes de esta, pueden penetrar en el domicilio en que se halla el asesino sin previo mandato del juez competente y ejecutándose de día.

Consecuencia mediata. La impunidad del crimen, la justicia social y la vida de los ciudadanos pacíficos e inocentes, deben posponerse al allanamiento de domicilio de un particular y hasta de un criminal.

«Ningún español que se halle en el pleno goce de sus derechos civiles podrá ser privado: [553]

Del derecho de votar en las elecciones de Senadores, Diputados a Cortes, Diputados Provinciales y Concejales...

Del derecho de reunirse pacíficamente.»

Consecuencias inmediatas y mediatas. El derecho natural, y la naturaleza del hombre, exigen que haya Senadores, Diputados a Cortes, Provinciales &c.: de manera que una sociedad en que no exista este organismo, es contra la naturaleza humana y viola los derechos individuales, porque en ella no se puede ejercer el derecho a semejantes elecciones.

El poder público no puede impedir una reunión de ciudadanos, aunque sepa que en esta reunión se comenten actos obscenos e inmorales, o que su objeto es predicar y organizar la propaganda de doctrinas directamente contrarias a la familia, a la propiedad y a los fundamentos de la sociedad; en otros términos, la sociedad no tiene derecho de evitar su destrucción y su propia muerte ni la de la inmensa mayoría de sus miembros. La brevedad no nos permite detenernos a examinar los restantes derechos individuales consignados en la Constitución del 69, a los cuales se aplican fácilmente las reflexiones anteriores, guardada la debida proporción. Sólo haremos excepción del derecho que en la misma se consigna de «emitir libremente sus ideas y opiniones, ya de palabra, ya por escrito, valiéndose de la imprenta o de otro procedimiento semejante.» Tan lejos está esto de constituir un derecho individual o natural del hombre, que antes bien debe decirse que esta libertad es ilícita de su naturaleza, y como tal, puede y debe ser limitada por el poder público. Pocas palabras bastarán para demostrar esto.

Para todo hombre de sano criterio y recto juicio, es incontestable que la ley natural prohibe influir y cooperar en el daño del prójimo. No es menos cierto, por desgracia, que existen hombres malvados y perversos, que, o por malicia, o por fines particulares, procuran infiltrar el error en el corazón y en la cabeza de los demás hombres, y principalmente de los sencillos e ignorantes. Luego el poder público tiene, no sólo el derecho, sino hasta el deber de impedir la enseñanza y propagación de las doctrinas que, sobre ser [554] evidentemente erróneas, son peligrosas y contrarias al bien físico y moral de los miembros de la sociedad; y por otra parte, a ello le obliga también el deber principal y fundamental que tiene de proteger los derechos de todos los ciudadanos, y especialmente los de los débiles, sencillos e ignorantes, como más necesitados, siendo a todas luces evidente que uno de estos, y no el menos importante, es el derecho de no ser engañados, seducidos y corrompidos por los más poderosos en inteligencia, y sobre todo, en astucia y perversidad de corazón.

Téngase en cuenta además, que es inexacto y falso que el hombre tenga derecho para emitir todas sus ideas y pensamientos. El hombre está obligado por la misma ley natural a buscar la verdad, verdadera perfección del entendimiento, base y condición además de la perfección moral. La verdad es el bien del mismo como ser intelectual, así como la virtud es el bien del mismo como ser moral. En fuerza de la obligación natural que tiene el hombre de perfeccionar y desarrollar su ser y sus facultades, está obligado a buscar y abrazar la verdad, desechando el error, con el mismo título y con obligación tan estrecha como la que tiene de obrar virtuosamente y de evitar el vicio. Luego es completamente falsa y contraria a la ley natural, la afirmación de que el hombre tiene derecho a emitir o publicar libremente toda clase de ideas.

Infiérese de lo dicho: 1º que la libertad de imprenta absoluta o sin restricción alguna, es contraria a la ley natural, y como tal, ilícita por su naturaleza: 2º que el poder público puede y debe restringirla y limitarla, principalmente en las materias concernientes a la religión, a la moral y a los fundamentos de la sociedad civil: 3º que las restricciones impuestas a la misma, ya sea con respecto a estas materias, ya con respecto a las científicas, literarias, artísticas, industriales, políticas, administrativas y otras análogas, deben estar en relación con las condiciones especiales y el estado de la sociedad. Con respecto a estas últimas materias, conviene por punto general, dar amplia libertad de discusión en los pueblos civilizados. [555]

Artículo VIII
Deberes del hombre como elemento de la sociedad civil.

Considerado el hombre como elemento o parte de la sociedad civil, puede tener razón de superior o gobernante, o razón de súbdito, siendo diferentes los deberes en cada uno de ellos.

A) Deberes de los gobernantes.

«Gobernar, dice santo Tomás, es conducir al fin debido y de una manera conveniente, la cosa gobernada.» De aquí se deduce que el deber fundamental y primario del Rey o de los supremos gobernantes, es regir y administrar la sociedad de la manera más conveniente para que sus miembros realicen y consigan del modo más fácil y seguro el fin para el cual viven asociados. Para esto son necesarias principalmente tres cosas, según la oportuna y exacta observación del citado santo Doctor: 1ª que haya paz y unión entre los asociados: 2ª que la muchedumbre o masa social sea dirigida e impulsada a obrar bien, para lo cual es condición indispensable la paz pública: 3ª que, merced al cuidado y habilidad de los gobernantes, haya abundantes o al menos, suficientes recursos para satisfacer las necesidades de la vida (1). Este deber fundamental y primario del gobernante, [556] contiene el origen y la razón suficiente de los deberes particulares y más concretos que le corresponden, cuales son

{(1) «Primo quidem, ut multitudo in unitate pacis cosntituatur: secundo, ut multitudo vinculo pacis unita, dirigatur ab bene agendum; sicut enim homo nihil bene agere potest nisi praesutpposita suarum partium unitate, ita hominum multitudo, pacis unitate [556] carens, dum impugnat seipsam, impeditur a bene agendo: tertio vero requiritur, ut per regentis industriam necessariorum ad bene vivendum adsit sufficiens copia.» De Reg. princ., loc. cit., cap. 5º.
Este pasaje de santo Tomás confirma y declara lo que antes hemos indicado relativamente a su teoría sobre el fin de la sociedad civil, consistente en la perfección moral del hombre, pero incluyendo en ella como condiciones inherentes y naturales de la misma, la paz y seguridad pública, juntamente con el bienestar material.}

a) Promulgar leyes, las cuales, atendidas las circunstancias especiales de la sociedad, sean a propósito para conservar y consolidar la paz pública y la seguridad personal y general; así como también leyes encaminadas al mejoramiento material, intelectual y moral de los súbditos.

b) Fomentar y proteger las instituciones que por su naturaleza influyen eficazmente en la perfección del hombre como ser moral, cuales son, entre otras, la verdadera religión, el culto divino, las corporaciones e individuos que ofrecen brillantes ejemplos de virtud, ya sean órdenes monásticas, ya sean asociaciones piadosas, ya instituciones benéficas y de caridad.

c) Remover y evitar los obstáculos que al mejoramiento material y moral de los asociados se oponen, y todo aquello que retarda o dificulta la consecución de estos bienes, ya sea que estos obstáculos y dificultades procedan de instituciones defectuosas, ya procedan del abuso de los particulares, cuidando especialmente de mantener el derecho de cada ciudadano contra la usurpación y el engaño.

d) Favorecer y facilitar por todos los medios posibles el bienestar y la abundancia de los súbditos, arbitrar recursos en las calamidades públicas para aliviar la suerte de los desgraciados; y para conseguir esto

e) Fomentar y proteger la industria, el comercio y las [557] artes. Defender, hasta con las armas, en caso necesario, el honor y los derechos de la sociedad y de la patria; evitar las contribuciones excesivas, no imponiendo más cargas que las necesarias para el servicio público y no para satisfacer ambiciones particulares, cuidando a la vez que en la distribución de las cargas y de los honores no se quebranten ni conculquen los fueros de la justicia.

f) Defender a los súbditos, no solamente contra agresiones externas, sino también contra los enemigos interiores, ya lo sean de los bienes de fortuna o de la vida, como los ladrones y homicidas, ya de los bienes sociales y morales, cuales son los que con palabras, con escritos, con engaños y asociaciones clandestinas seducen a los incautos e ignorantes, o los excitan a tentativas e insurrecciones perturbadoras de la paz pública, hasta contra las bases mismas de la sociedad.

B) Deberes de los súbditos.

a) Los deberes de los súbditos en la sociedad civil se hallan condensados en el fundamental de la obediencia a las leyes promulgadas por la autoridad competente, al menos cuando no son injustas. Ya se ha dicho al hablar de la ley humana, en qué casos y bajo qué condiciones es lícita o ilícita la obediencia a las leyes injustas.

b) Tiene además el súbdito el deber de profesar amor a la patria o sociedad a que pertenece, procurando a su vez su honor y defensa.

c) La obediencia que debe a las leyes, se extiende igualmente a los magistrados encargados de su ejecución y aplicación, y en general, el súbdito está obligado a prestar veneración, amor y sumisión a los depositarios y delegados del poder público.