LA IDEA DE NATURALEZA
LA NUEVA FISICA

  1. El problema de la física atómica
  2. La mecánica del átomo
  3. Los conceptos fundamentales de la física en la nueva teoría
  4. La base real de la nueva física
  5. Los problemas sin resolver
  6. La índole del conocimiento físico
  7. El problema fundamental

[NoTA.—Ruego al lector que considere, en primer término, la fecha de publicación de estas líneas (1934), y, en segundo lugar, el tipo de personas a quienes van dirigidas.]

El premio Nobel de 1932 y 1933 ha sido otorgado a tres físicos europeos: Heisenberg, Schrödinger, Dirac, que han creado la nueva mecánica del átomo. La sospecha de que esta mención honorífica significa, más que el mero premio a una labor de especialista, la consagración de una nueva etapa en la historia del saber físico, ha atraído sobre esos hombres la atención del gran público. En mucha menor escala, naturalmente, pero lo mismo que había acontecido a Einstein y del mismo modo que a éste, cuando descubrió su principio de relatividad, en plena juventud. Un rasgo que en ningún sentido es accidental a la nueva física.

Hace algunos pocos años, un mozalbete se presentaba en una reunión de la buena sociedad lipsiense. La ola de inquietud que el joven movilizó, a su entrada, tan desproporcionada a su insignificancia—veintitantos años—, suscitó en algunas personas una impertinente sorpresa: Pero, ¿qué pasa con este estudiante? Era el joven Werner Heisenberg, nombrado recientemente Profesor ordinario de Física de la Universidad de Leipzig. Quien conozca lo que esto significa en Alemania —lo contrario de lo que, por modo tan depresivo, acaece en España con harta frecuencia—, podrá medir, sin más comentario, la insólita magnitud del caso. Estudiante aún, o poco menos, en Göttingen, había dado una primera solución a uno de los más agobiantes problemas de la Física y abierto, con ello, una nueva era en esta ciencia. Poco más tarde, en 1927, formula su célebre Principio de indeterminación, la novedad, si no la más radical, por lo menos la más inesperada de la física actual.

Schrödinger, aunque más entrado en años, es un hombre juvenil, más joven aún de alma que de cuerpo. No en vano ha nacido en Viena y lleva, por añadidura, el sello inconfundible de los que vivieron el movimiento de juventud (la Jugendbewegung), congregados, llenos de fe y entusiasmo, en torno al lema: Camaradería: ¡Abajo las convenciones! Cuando lo conocí, en 1930, hacía tres años que había venido a la Universidad de Berlín, desde la Escuela Politécnica de Zurich, para suceder a Max Planck en la cátedra de Física teórica. Comenzó sus lecciones con una frase de San Agustín: "Hay una antigua y una nueva teoría de los Quanta. Y de ellas puede decirse lo que San Agustín de la Biblia: Novum Testamentum in Vetere latet; Vetus in Novo patet. (El Nuevo Testamento está latente en el Antiguo; el Antiguo está patente en el Nuevo.)". Un comienzo desconcertante para aquel auditorio, habituado al positivismo del pasado siglo, que nos ha servido, a última hora, una ciencia sin espíritu ninguno y, por tanto, sin espíritu científico. En 1926, docente aún en Zurich, tuvo la idea de dar fórmula matemática más precisa a una hipótesis de otro joven físico francés, Louis de Broglie, laureado también con el premio Nobel. Desde entonces, la ecuación de Schrödinger es, hasta hoy, el instrumento matemático más poderoso para penetrar en los secretos del átomo.

Finalmente, Dirac, un joven profesor de Cambridge, ha intentado una generalización de las ideas de Schrödinger, a base de la teoría de la relatividad, que le ha permitido obtener una visión más completa del electrón.

Estas líneas no tienen más pretensión que la de exponer una serie de reflexiones que esta nueva física puede sugerir a la filosofía. La nueva física es, en mayor o menor grado, justamente eso: una novedad y, por lo mismo, un problema. Ahora bien: este carácter no afecta tanto a las cuestiones de que la física trata, sino a la física en cuanto tal. Quien es problema en esta nueva física es la física misma. Por esto ha tocado a un punto que pone en vibración a un tiempo el cuerpo entero de la filosofía. Sirva esto, a la vez, de justificación personal para quien, no siendo profesional de la física, se ve forzado a hablar de temas físicos. Y téngase en cuenta que, al hacerlo, el carácter de los posibles lectores a quienes esta nota va dirigida obliga al empleo de expresiones técnicamente vagas, cuando no impropias. Tanto, que los escasos términos matemáticos a veces aludidos no son sino evocaciones, y, por consiguiente, pueden—sin pérdida de sentido—ser pasados por alto por lectores no iniciados (1).
 

1. El problema de la física atómica

Para hacerse cargo de lo que significa la obra de Heisenberg, Schrödinger y Dirac, basta recordar el problema que traen entre manos. Hace años, Rutherford tuvo la idea de suponer que los átomos están compuestos de un núcleo, cuya carga eléctrica resultante es positiva, en torno al cual giran, otros corpúsculos de carga negativa, llamados electrones, como los planetas en torno al sol. El núcleo, además de electrones, contendría también corpúsculos de carga positiva, los protones. Ambos elementos se atraen, conforme a la ley de Coulomb, y se mantienen a distancia, precisamente, por la energía del movimiento giratorio del electrón. Este movimiento provocaría una perturbación en el éter ambiente, la cual, propagada en forma ondulatoria, seria la causa de todos los fenómenos electromagnéticos ya explicados por la teoría de Maxwell. Ahora bien: cada elemento químico se halla caracterizado por un sistema de estas ondulaciones especiales que produce en el espectro luminoso. De tal suerte, el problema de la estructura del átomo queda vinculado al de la interpretación de su espectro. El modelo de Rutherford constituye un primer ensayo de explicación. Habría, pues, una esencial unidad entre los fenómenos que acontecen en el mundo que percibimos y los que acontecen en el interior del átomo; una sola física seria la del macrocosmos y del microcosmos.

Sin embargo, una grave dificultad se interpone a esta concepción. Si la energía de las perturbaciones electromagnéticas fuera debida a la energía cinética, es decir, a la energía aparejada al movimiento planetario del electrón, es evidente que, en virtud del principio de conservación, la emisión de energía, en forma de ondas electromagnéticas, había de ir acompañada de la pérdida de una cantidad correspondiente de energía cinética, con lo cual el electrón perdería velocidad, y, por tanto, a causa de la atracción eléctrica, iría aproximándose cada vez más el núcleo, hasta caer definitivamente sobre él. La órbita del electrón no seria circular, sino espiral. En tal momento habría cesado el movimiento y, con él, la producción de ondas electromagnéticas. La materia llegaría rápidamente a un estado total de equilibrio en que no se registraría ningún fenómeno eléctrico ni óptico. La presunta unidad de la física tropezó aquí con una dificultad que la amenazaba en su propia esencia.

Algo parecido había ocurrido al estudiar la distribución de la temperatura en el interior de un cuerpo cerrado, absolutamente aislado del exterior: la llamada radiación del cuerpo negro. Para poder ponerse de acuerdo con la experiencia, Max Planck tuvo la genialidad de renunciar a la idea de que la radiación es un fenómeno que se produce en forma de transiciones continuas e insensibles. Pensó, en su lugar, que la energía se absorbe y se emite discontinuamente, por saltos bruscos. Poniendo una comparación absurda, supongamos que la temperatura se alterara de diez en diez grados. Si el cuerpo dispusiera de doce, por ejemplo, emitiría tan sólo diez y se reservaría los dos restantes (como si no existieran) hasta tener ocho más, para emitir de un golpe los nuevos diez grados, y así sucesivamente. La absorción y emisión de energía se verificaría, según Planck, por múltiples enteros de una cierta cantidad elemental constante: el quantum de acción. La determinación numérica de esta constante fue la gran creación de Planck. Lleva, por esto, su nombre: la constante de Planck. La energía se comporta, pues, como sí estuviese compuesta de granos o corpúsculos. Esta idea, conforme, en absoluto, con los datos experimentales, era incompatible con toda la física hasta entonces existente, basada esencialmente en la idea de la continuidad de los procesos físicos. En realidad, pues, la solución propuesta por Planck para explicar la radiación del cuerpo negro agudiza nuevamente la contradicción entre la experiencia y la física entera.

Un colaborador de Rutherford, Niels Bohr, aplicó en 1913 la idea de Planck al modelo atómico de su maestro, y su éxito experimental ha acabado de abrir a los pies de la ciencia el abismo absoluto que la separaba de la experiencia.

En efecto, volvamos al átomo de Rutherford. Una de las causas que lo hacen inaceptable, decía, es la posibilidad de que el electrón caiga sobre el núcleo. Pues bien: mantengamos el modelo, postulando la imposibilidad de esa caída. Entonces, el electrón no podrá hallarse a cualquier distancia del núcleo, sino a ciertas distancias previamente definidas. Es decir, volviendo a poner cifras absurdas, Bohr postula que el electrón puede hallarse a un milímetro, a dos, o tres, del núcleo, pero no a uno y medio, etc. No son posibles para el electrón todas las órbitas, sino tan sólo algunas. Con ello queda eliminada la posibilidad de la caída sobre el núcleo. Pero esta eliminación se funda, como se ve, en un simple postulado. Aún hay más: mientras que para Rutherford el átomo emite o absorbe energía mientras se mueve en su órbita, para Bohr las órbitas de los electrones son estacionarias, es decir, no hay radiación mientras el electrón se mueve en ellas, sino tan sólo cuando salta de una órbita a la otra. La frecuencia de la energía emitida entonces es una cantidad que depende de la constante de Planck y que nada tiene que ver con la frecuencia que habría de esperarse de la traslación del electrón dentro de su órbita. De este modo se agrava aún más el problema; no hay relación ninguna entre la frecuencia de la energía de la radiación y la que derivaría mecánicamente de los estados estacionarios del átomo. Con esta hipótesis, pues, la mecánica de los movimientos electrónicos no tienen nada que ver con la mecánica clásica, la que sirvió para el sistema solar, ni con la física de Coulomb-Maxwell, que exige la estructura continua de la energía y admite todas las posibles distancias entre el electrón y el núcleo. El macrocosmos obedecería a una física contínuista, y el microcosmos a una física discontínuista. Y la dificultad sube de punto con sólo pensar que estos dos cosmos no están separados, sino que el uno actúa sobre el otro. ¿Cuál será entonces la estructura de esta interacción?

Tal es la encrucijada en que se hallaba la física al ocuparse de ella De Broglie, primero y luego Heisenberg, Schrödinger, Dirac. Para comprender la magnitud del problema, piénsese en que no se trata de la dificultad de explicar tal o cual fenómeno concreto, sino de la dificultad de concebir el acontecer físico en general. No puede haber dos físicas, porque hay una sola Naturaleza, la cual, o da saltos, o no los da. El contraste continuidad-discontinuidad juega, en esta cuestión, un papel inicial que luego veremos complicarse con otras dimensiones más esenciales del problema. Recuérdese una situación parecida en el siglo xix, a propósito de la naturaleza de la luz. Para Newton, se trataba de una serie de corpúsculos que se propagan en línea recta. Para Huygens, la luz era, en cambio, la deformación de un medio continuo que lo baña todo, y lo que llamamos un rayo de luz no es sino la línea de máxima intensidad de esa deformación. El descubrimiento de las interferencias pareció dar, por entonces, razón a Huyghens, y pudo edificarse, incontradictoriamente con esta idea de la continuidad, toda la óptica y todo el electromagnetismo. Veremos cómo esta alusión a la óptica desempeña un papel esencial en la nueva física.

2. La mecánica del átomo

1. En 1925, Heisenberg aborda este angustioso problema mediante una consideración crítica. La dificultad a que nos ha conducido Bohr tal vez proceda de habernos querido dar una imagen demasiado detallada del átomo, una imagen que, para Heisenberg no sería necesaria, por contener elementos superfluos y no limitarse tan sólo a los precisos.

En primer lugar, el modelo Bohr tiene elementos superfluos. Se supone, por un lado, que el "estado" mecánico del átomo depende de la posición y velocidad de sus electrones. Pero llegada la hora de explicar las rayas del espectro, resulta que este movimiento estacionario del electrón, en lo que tiene de mecánico, no interviene absolutamente para nada. Lo que acontece al electrón en sus órbitas estacionarias es absolutamente indiferente para la física. Sólo le importa el salto de una a otra. Y precisamente Bohr postula una energía de salto que nada tiene que ver con la energía cinética, que, desde el punto de vista mecánico, habría de poseer el electrón en sus estados estacionarios. ¿A qué complicarnos entonces la cosa con esta imagen mecánica?

Era más conveniente, en segundo lugar, limitarse a elaborar la teoría del átomo con magnitudes realmente medibles. Y las magnitudes directamente medibles son cosas tales como la energía, el impulso (es decir, las integrales del movimiento del sistema), pero no el lugar y la velocidad de los electrones.

Recordemos, para aclarar la cuestión, un problema de acústica que nos será conveniente no olvidar a lo largo de toda esta nota. Pretendemos conocer las leyes de composición de los sonidos, es decir, su estructura. Para ello podemos emplear el siguiente método. Es sabido que el sonido está producido por la vibración de un medio, por ejemplo, de una cuerda. El problema acústico que se nos ha propuesto pasa a ser un problema de dinámica; si sacamos de su estado de equilibrio a una molécula de esta cuerda y conocemos la amplitud de esta deformación y la velocidad inicial, que con cierta fuerza le vamos a imprimir, podemos deducir inexorablemente el curso ulterior del movimiento de toda la cuerda. Un cálculo matemático nos haría saber que esa vibración sonora se compone de tonos fundamentales y armónicos, y obtendríamos todas las relaciones de la escala musical. Pero habría otro procedimiento para abordar esta cuestión. Cada sonido está caracterizado por la frecuencia, intensidad y amplitud de sus ondas. Hay unos aparatos, llamados resonadores, que sirven para registrar sonidos, caracterizados por la propiedad de no emitir más que uno sólo, en forma tal, que si en su alrededor se produce éste, el resonador suena; si el sonido excitador no es el suyo propio, no acusa sonoridad alguna. Supongamos, pues, un sonido cualquiera; si en su proximidad colocáramos un sistema idealmente completo de resonadores, cada uno de ellos extraería del sonido total la parte que es su sonido propio; obtendríamos así una especie de espectro acústico. La combinación de estos sonidos elementales nos daría la estructura del sonido total. Todo el problema quedaría reducido a un problema aritmético: averiguar las leyes de combinación de estos sonidos, es decir, la proporción, si se me permite la expresión, en que cada sonido elemental entra en la estructura del sonido total. Encontraríamos por este camino los mismos resultados que los obtenidos por el método anterior: los sonidos se componen, entre sí, en proporciones tales, como de uno a ocho, de uno a cuatro, etc.

El hecho de que en acústica ambos métodos sean practicables y de que el primero empalme con los problemas generales de la mecánica, podría inducir al error de suponer que lo mismo debe de acontecer en el caso de las ondas luminosas, y que las frecuencias y amplitudes de las oscilaciones de un electrón en el espectro han de poder explicarse por el estado mecánico del sistema. Esto es una pura ficción. En realidad, el segundo método es independiente del primero y conduce a los mismos resultados que éste, pero con una ventaja: la de operar sobre magnitudes directamente accesibles siempre a la medida experimental, como son los tonos e intensidades de los sonidos, y no sobre magnitudes a veces incontrolables, como son la posición y velocidad de las moléculas de una cuerda.

Si bien el modelo atómico de Bohr era incapaz (defecto esencial) de medir las intensidades de las rayas espectrales, su mérito positivo consistió en explicar la distribución cualitativa de éstas. Todo lo demás, la imagen mecánica del átomo, era perfectamente accesorio. Abandonando, pues, esta inútil complicación mecánica de electrones giratorios, órbitas, etc., Heisenberg intenta hallar para las rayas espectrales una especie de aritmética, análoga, por muchos conceptos, a la que existe en acústica (2). Evidentemente, esta aritmética es enormemente más complicada que la del sonido. El espectro luminoso es el sistema de todas las infinitas posibles frecuencias y aptitudes. Como cada una de ellas está compuesta por vibraciones elementales de frecuencia y amplitud determinadas, y es producida, a su vez, por el paso de un estado atómico a otro, resulta que esta aritmética tendrá que contar, para la determinación de las frecuencias del espectro, con un conjunto doblemente infinito de vibraciones elementales. Estas vibraciones elementales forman un conjunto ordenado, llamado matriz infinita. Todo el problema está en establecer cuáles son las leyes de combinación de estos números, es decir, de los conjuntos de estas vibraciones elementales. Toda aritmética, lo mismo aplicable a los átomos que aquella de que se sirve la experiencia cotidiana, consiste en establecer ciertas reglas convencionales para calcular, esto es, para deducir, de los números dados otros nuevos números. Del 3 y del 5, por una convención llamada suma, deducimos el 8. Por otra convención deducimos el 15. En nuestro caso, las matrices desempeñan la función de los números, y habrá que introducir reglas tales, que de ellas se deduzcan las combinaciones espectrales que la experiencia nos muestra. Es decir, procede Heisenberg en forma tal, que la relación entre las frecuencias y las amplitudes sean la misma que la que hay entre las correspondientes magnitudes en el modelo de Bohr. La estructura cuantista, que en este último era un simple postulado arbitrario, aparece ahora, para Heisenberg, como consecuencia necesaria de las reglas de composición de las magnitudes espectrales. Mas la aritmética de Heisenberg es profundamente distinta de la aritmética usual: en aquélla, el orden de los factores altera esencialmente el producto. Pero en cuanto se sale de la mecánica del átomo a la mecánica corriente,, esta alteración es insensible, porque no es superior al orden de magnitud de la constante de Planck. En el desarrollo de la teoría han colaborado activamente con Heisenberg, Bohr y Jordan.

Heisenberg parte, pues, de las discontinuidades de los procesos atómicos para obtener, en primera aproximación, las relaciones de continuidad de la mecánica y de la física clásica. Para ello reduce el problema de la discontinuidad a otro más general: la aritmética no-conmutativa de matrices infinitas. El hecho de que nuestra aritmética cotidiana, la que interviene en la composición de fuerzas y velocidades, sea, en cierto sentido, un caso particular de esta aritmética de Heisenberg, vuelve a conferir una unidad radical al edificio entero de la física.

2. El punto de vista de Schrödinger es completamente distinto. En apariencia, más intuitivo y menos abstracto que el de Heisenberg. No necesita introducir nuevos procedimientos calculatorios, sino que se sirve de los instrumentos usuales en la física clásica, es decir, de funciones continuas y ecuaciones diferenciales o en derivadas parciales. A diferencia de Heisenberg, que parte de la discontinuidad para obtener una explicación de los fenómenos continuos, Schrödinger parte de la hipótesis de la continuidad, y su problema estriba en dar cumplida explicación de los fenómenos discontinuos del átomo.

Ya De Broglie, estudiando la teoría del efecto fotoeléctrico propuesta por Einstein (a que aludiré más tarde), según la cual la luz parecía comportarse como si estuviera compuesta de corpúsculos, llamados, por esto, fotones, tuvo la idea de suponer que a todo electrón estaba asociada una onda de pequeñísimas dimensiones, que le acompaña constantemente. Es decir, supuso que el fotón era una onda cuantificada, cuya energía es igual a la frecuencia multiplicada por la constante de Planck, y que se halla sometida, por lo demás, a todas las leyes de las ondas electromagnéticas. Partiendo de esta idea, Schrödinger concibe el electrón como un sistema de estas ondas que De Broglie había asociado a los corpúsculos.

Imaginemos también ahora una cuerda vibrante. Supongámosla fijada nada más que por un extremo. Si la sacudimos desde él, se producirá una vibración que se propagará a lo largo de la cuerda, hasta desaparecer. En cambio, supongamos la cuerda fija por los dos extremos. Propongámonos entonces la producción de un sonido. Esta onda sonora no se parecerá a aquella vibración del caso anterior, que se propaga y desaparece, sino que permanece en cierto sentido, es decir, es estacionaria, y se halla compuesta de un número entero de vientres y nodos relacionados entre sí de manera fija. Sí queremos, pues, producir un sonido con una cuerda de longitud determinada, por lo pronto es claro que en los extremos de ella tienen que coincidir dos nodos. Y, por consiguiente, queda restringido el número y forma de los vientres que caben dentro de la cuerda. Dada una cuerda de longitud determinada, es limitado el número e índole de ondas estacionarias o sonidos elementales que con ella pueden producirse. Cada cuerda tiene, pues, un sistema de vibraciones, de sonidos propios. La física macrocósmica registra, por tanto, fenómenos tales como las ondas estacionarias propias, que, sin mengua de su continuidad, ofrecen discontinuidades precisables en números enteros, por ejemplo, el número y distribución de vientres y nodos. Dicho en términos menos vagos: la ecuación general, que permite estudiar toda clase de ondas, da lugar, bajo ciertas condiciones restrictivas (las llamadas condiciones en los límites), a una selección de ondas estacionarias propias a cada cuerda.

Pues bien: Schrödinger tuvo la idea de aplicar este método al estudio del átomo. Si fuera posible obtener los estados estacionarios del átomo, como se obtienen las solas ondas estacionarias posibles para una cuerda, se habría resuelto el problema de la estructura del átomo sin apelar a arbitrarios postulados cuantistas ni renunciar a los eficaces métodos de que se ha servido la física clásica. Pensemos, para ello, en que un átomo es algo que, colocado en un espectroscopio, produce una serie de rayas luminosas de amplitud y frecuencias determinadas. Todo el problema queda entonces reducido a escoger aquellas condiciones restrictivas de las ondas que conduzcan al sistema de rayas propio de cada átomo, de la misma manera que la determinación longitud de la cuerda acarreaba la selección de los sonidos que es capaz de producir. Utilizando la hipótesis general de que la energía es igual a la frecuencia, multiplicada por la constante de Planck, Schrödinger logra escribir una ecuación de ondas, que, en convenientes condiciones restrictivas (o límites), conduce necesariamente al sistema de amplitudes y frecuencias propias a cada átomo, esto es, a las condiciones cuantistas de Bohr. Es la célebre ecuación de Schrödinger el instrumento más eficaz para estudiar la estructura del átomo. Con ello, el problema de la estructura atómica queda reducido al de investigar valores y funciones propios de la ecuación de ondas. El primer éxito de la teoría fue la interpretación del espectro del átomo de hidrógeno.

Pero conviene no extremar la semejanza entre estas ondas de materia de Schrödinger y las ondas corrientes que todos podemos percibir o imaginar. La correspondencia con las cuerdas vibrantes no es más que una lejana sugestión.

En primer lugar, las ondas corrientes, inclusive las ondas que había fingido la hipótesis de De Broglie, son ondas que se propagan. Las ondas de materia, en cambio, son estacionarias, no se propagan.

En segundo lugar, las ondas corrientes son tales, que a cada punto del espacio corresponde una cierta sacudida o vibración; son funciones del lugar. En cambio, tratándose de un átomo con varios electrones corticales, las ondas propias a él son función, a la vez, de tantos lugares como electrones corticales posea. Si se quisiera seguir hablando de las ondas como funciones del lugar, habría que recurrir a un espacio de 3n dimensiones, si es n el número de electrones en cuestión; es el llamado espacio de configuración, que nada tiene que ver con lo que entendemos intuitivamente por espacio, sino que entra dentro de otro concepto del espacio mucho más abstracto: el espacio funcional de Hilbert.

Pero —y, sobre todo, en tercer lugar— aun tratándose de átomos que no contengan sino un electrón, como acontece en el caso del hidrógeno, las ondas de materia no tienen el mismo sentido que las ondas corrientes. Pongamos el ejemplo que utiliza Schrödinger. Supongamos un corcho flotante en la superficie del agua de un estanque. Se arroja una piedra a éste, y se produce una ondulación que se va propagando lentamente hasta que, en un cierto momento alcanza al corcho. Es evidente que el corcho sufrirá una sacudida mayor o menor, según sea la intensidad que la onda posea cuando haya llegado ya al punto donde se encuentra el corcho. Lo que llamamos configuración de la onda no es sino el resultado o expresión colectiva de lo que en cada instante ha, estado aconteciendo en cada punto de la superficie del agua. Y lo que en cada punto acontece depende no más que de la intensidad de la fuerza que en él actúa. Nada de esto sucede con las ondas de materia. Supongamos un rayo de luz que llega sobre un electrón. Si esta onda luminosa actuara como el agua sobre el corcho, la sacudida que el electrón sufriera dependería de la intensidad que la onda tuviese al alcanzar aquél. Pues bien: la experiencia muestra que el electrón entrará o no en vibración, según sea la configuración total de la onda, con entera independencia de su intensidad, es decir, según sea el color de la luz incidente. El electrón actúa más que como un corcho como un resonador. La eficacia de la onda depende de su configuración anterior a su llegada al electrón. (Es el fenómeno fotoeléctrico, al cual aludí al citar el origen de la hipótesis de De Broglie). De aquí resulta que la configuración de esta onda propia del electrón no es la expresión colectiva, el resultado de lo que acontece en cada punto del espacio; sino, por el contrario, su posible actuación en cada punto del espacio, está condicionada por la previa configuración de la onda. Es una primacía del conjunto sobre cada uno de sus elementos. En acústica coinciden ambos puntos de vista. Puedo suponer que una vibración es la suma de lo que acontece a cada una de las moléculas que vibran, pero puedo también caracterizar a aquélla indicando la amplitud, la fase y la frecuencia, con lo cual, de antemano, queda predeterminado el curso ulterior de la onda por entero. En el caso del átomo no coinciden los dos puntos de vista, sino que el único posible es el segundo. Se trata no de expresiones colectivas, sino de expresiones sobre la configuración de ciertas ondas estacionarias. Nada que recuerde las ondas líquidas o acústicas.

Tratándose, pues, de un orden de magnitud inferior a la constante de Planck, los problemas de mecánica corpuscular se reducen a problemas de mecánica ondulatoria, y por tanto, recíprocamente, dentro de un orden de magnitud superior al indicado, ciertos problemas de mecánica ondulatoria pueden tratarse corpuscularmente; de la misma manera que, en un orden de magnitud superior a la longitud de onda, existe una equivalencia entre la interpretación corpuscular y la ondulataria de la luz.

Esta equivalencia es algo más que una simple comparación. Fue imaginada por Hamilton como simple artificio matemático para tratar de ciertos problemas mecánicos. En la mecánica de Newton se comienza por plantear el problema en los siguientes términos: conocida la velocidad y posición iniciales de un punto, hallar la trayectoria ulterior del movimiento. Si en lugar de uno hay varios puntos, el estado final del sistema será el resultado de la trayectoria de cada uno, teniendo en cuenta las peculiares condiciones iniciales del sistema. Hamilton, en cambio, parte de otra consideración. Tomemos desde un principio muchos puntos. Todos ellos, juntos, determinan una superficie. Demos a cada uno una velocidad inicial en determinada dirección. Al cabo de cierto tiempo esos puntos estarán en distintos lugares. Ellos determinarán también una superficie que, por lo general, no tendrá la misma forma que la primera. El problema mecánico se puede interpretar entonces como un desplazamiento de la primera superficie, con o sin deformación, es decir, como si fuera la propagación de una onda. Lo que acontezca a cada punto dependerá de lo que acontezca a la superficie que lo arrastra, y la trayectoria de aquél será la línea a lo largo de la cual es arrastrado por la superficie durante la propagación de ésta. El método ondulatorio de Hamilton conduce a las mismas conclusiones que el puntual de Newton: da lo mismo interpretar la superficie en cuestión como el lugar geométrico de los puntos que obedecen a la mecánica de Newton que interpretar el movimiento de cada punto como la trayectoria a lo largo de la cual se desplazan los puntos de la superficie. Esto, que para Hamilton no pasó de ser un artificio matemático, adquiere en Schrödinger un perfecto sentido físico: la equivalencia entre la mecánica corpuscular y la ondulatoria, y, con ella, la unidad de la física.

Heisenberg, partiendo de la discontinuidad, reduce la cuestión a un problema de aritmética no-conmutativa. Schrödinger. partiendo de la continuidad, reduce el problema de la cuantificación al de la investigación de las ondas propias del átomo. Sin embargo, y esto es esencial, la contraposición es más aparente que real. Schrödinger demostró que de su ecuación se obtienen las relaciones aritméticas de Heisenberg, y, recíprocamente, con la aritmética de Heisenberg puede llegarse a obtener la misma ecuación de Schrödinger. En realidad, ambas juntas constituyen una sola mecánica: la mecánica del átomo. Esto plantea un problema especial, sobre el que llamaré la atención en seguida.

3. En esta construcción de la nueva mecánica quedaban, sin embargo, profundas lagunas. Entre otras, las de no poder dar razón del experimento de Stern y Gerlach, que exige tener en cuenta el momento magnético, para explicar el cual habría que suponer que los electrones, además del movimiento de traslación alrededor del núcleo, poseen un movimiento de rotación en torno a su eje, que define un momento magnético y cinético cuantificado, el llamado Spin. Pauli intentó una explicación matemática de este fenómeno; pero fue una tentativa fracasada. Además, a pesar de un ensayo de Schrödinger, no se había logrado tener en cuenta satisfactoriamente las condiciones que a los fenómenos electromagnéticos imponen la teoría de la relatividad.

A este conjunto de problemas dedica sus esfuerzos Dirac. Es difícil dar ideas exactas sobre esta cuestión sin entrar en consideraciones matemáticas, por lo cual se me permitirá reducirme tan sólo a algunas alusiones. Consideremos una onda luminosa. Conocemos ya su propagación ondulatoria, es decir, tratamos el fenómeno por medio de la ecuación de ondas. Esto se venía haciendo ya, más o menos, durante el siglo xix. Pero Maxwell se propuso descubrir las fuerzas que producen esas ondas. Este es un problema matemático completamente distinto: no es el problema del curso del movimiento, sino el problema de la estructura del campo. Fresnel había supuesto que las ondas eran debidas a fuerzas de elasticidad. Maxwell, en cambio, supuso que estas fuerzas no son otras sino las eléctricas y las magnéticas. Hay un campo electromagnético. La estructura del campo electromagnético es tal, que de ella se deduce que cualquier deformación introducida en él se propaga necesariamente en forma ondulatoria y con ondas puramente transversales. Las ondas luminosas no son sino un caso particular de las ondas electromagnéticas. La telegrafía sin hilos, la radiotelefonía, son aplicaciones experimentales de esta concepción de Maxwell. La gran creación suya fue el descubrimiento de esta estructura del campo electromagnético. Pues bien: cabe preguntarse también cuál sea la estructura del campo cuyas deformaciones son las ondas de materia. Para resolver este problema hay que tener en cuenta las condiciones relativistas. El campo tiene que respetar la constancia de la velocidad de la luz y poseer una estructura idéntica, cualquiera que sea el observador que lo mira, aunque éste se encuentre animado de movimiento rectilíneo y uniforme. Dirac ha logrado describir este campo mediante un sistema de cuatro ecuaciones, que son, respecto de la ecuación de ondas, lo que las ecuaciones del campo electromagnético respecto de las ondas luminosas o eléctricas. El estudio del movimiento del electrón, en este campo, conduce a la ecuación de Schrödinger en primera aproximación, es decir, si, entre otras cosas, se prescinde de la influencia del campo magnético y de la variabilidad de la masa que la relatividad exige. Pero si tenemos en cuenta el campo magnético, entonces obtenemos, en segunda aproximación, una ecuación de la cual se deduce inexorablemente la existencia del spin: es el electrón magnético.

Pero es preciso volver a recordar aquí lo dicho a propósito de Schrödinger. En realidad, este campo no es comparable al campo electromagnético de Maxwell, porque, en el campo de Dirac, las ondas no se propagan. Y, análogamente, tampoco es el movimiento que produce el spin una verdadera rotación: es una especie de orientación especial que puede tener, en el espacio, el eje del electrón, pero sin introducir para ello el estadio intermedio de la rotación; es una especie de rotación sin rotación; es una estructura de configuración, pero no un suceso que se propaga o que se obtiene por un movimiento continuo, cuyo curso pudiera ser perseguido; algo así—si se me permite usar una remota analogía, falsa en muchos conceptos—como la diferencia entre la mano derecha y la izquierda. Debe añadirse, sin embargo, que las ecuaciones de Dirac no tienen sentido físico más que aplicadas a los electrones, pero no a las partículas compuestas, tales como los rayos a, las cuales no presentan el fenómeno del spin.

Desarrollando de modo puramente formal y matemático estas ideas se llega a una teoría general, en la que es posible obtener ciertas relaciones correspondientes. a las que se obtienen en la teoría de Maxwell (Hartrees). Pero, al igual que en ésta, es imposible deducir de la consideración del campo la existencia de partículas con carga propia. Para hacerla viable, pues, se apeló al recurso de introducir en ella condiciones cuantistas, al modo como las introdujo Bohr en el modelo de Rutherford. Pero, después, Dirac y otros transformaron la teoría, introduciendo en la estructura misma del campo relaciones operatorias parecidas a las que Heisenberg utilizó, con lo cual se obtienen, como consecuencia natural, aquellas condiciones cuantistas. De tal suerte, se ha elaborado una teoría general cuantista de los campos en la cual, como ha demostrado Klein y Jordan, hay (dentro de ciertos límites) absoluta equivalencia entre el punto de vista corpuscular y el ondulatorio.

3. Los conceptos fundamentales de la física en la nueva teoría

He aquí, a grandes rasgos, el cuadro de ideas dentro del cual se mueve la nueva mecánica del átomo. Después de estudiadas con todo el detalle matemático que les da cuerpo real, si volvemos la vista al claro modelo atómico de Bohr, nos preguntamos con ansiedad: ¿Qué son, en la nueva mecánica, los estados del átomo? ¿Qué son los electrones? ¿Qué son estas ondas?

Todo el sentido intuitivo que tenían estos vocablos ha quedado desvanecido en la nueva física, lo mismo tratándose de la de Heisenberg que de la de Schrödinger.

El estado del átomo no es un estado en que se encuentran sus electrones por hallarse en determinados puntos del espacio e instantes del tiempo. Las magnitudes de que depende el estado del átomo no son ni la velocidad ni la distancia a que están los electrones respecto del núcleo, como acontecía en el átomo de Bohr; sino que cada estado está determinado por la participación simultánea del átomo en todos los posibles estados del sistema clásico, de la misma manera que un sonido está determinado, en cada instante y en cada punto del instrumento sonoro, por su participación simultánea en todos los sonidos elementales que lo componen. El átomo está a la vez en todos los posibles estados. No es, pues, el estado del átomo una función del tiempo y de las coordenadas del lugar, sino que es una función de funciones (3); o, si se me permite, un estado de estados. Cada coordenada de cada raya espectral no mide un punto espacio-temporal, sino la participación que en el correspondiente estado del átomo tienen sus posibles funciones u ondas propias. De aquí resulta que tampoco el punto en que se halla un electrón tiene sentido intuitivo. El punto material de la física cuantista puede estar en varios lugares a la vez, si el átomo consta de varios electrones, fenómeno esencial para la nueva mecánica estadística.

¿Qué es entonces un electrón? Heisenberg mantuvo, al principio, una posición netamente corpuscular. Pero, como hemos visto, con esenciales modificaciones. Schrödinger creyó, en cambio, de momento, que el electrón podía considerarse como un paquete de ondas que se propaga en el espacio con una velocidad de grupo que puede tratarse corpuscularmente, pero que, estudiado microscópicamente, tiene estructura ondulatoria. Esta interpretación no ha podido mantenerse, porque el paquete de ondas no posee toda la estabilidad necesaria para constituir la materia. De la misma manera que de la estructura del campo electromagnético no puede obtenerse el electrón como singularidad suya, así tampoco en esta teoría ondulatoria. Y, sin embargo, no hay duda de que los rayos catódicos, por ejemplo, revelan la existencia de auténticos electrones (Jordan). Pero hay que añadir: lo que este electrón es, el sentido del es no es otro sino ser el sujeto de un sistema de amplitudes y frecuencias propias.

¿Qué son, finalmente, estas ondas? De Broglie, y, en un principio, Schrödinger, pensaron que se trataba de ondas reales. Y el hecho de la difracción de los electrones, experimentalmente comprobado por Germer y Davidson en 1927, parece suministrar una prueba de ello: bombardeando con electrones un cristal, aparecen, en la pantalla que los recoge, no puntos, como correspondería sí no fuesen más que materia, sino manchas, al igual de lo que acontece con las ondas de los Rayos X. Pero hay que notar que este experimento no se lleva a cabo con un solo electrón, sino con muchos. Schrödinger supuso entonces que la f unción de ondas media la densidad de carga eléctrica. Pero tampoco es esto siempre posible. Cabe pensar, con Bohr (1926), otra interpretación del mismo experimento. Para averiguar el lugar en que el electrón se halla, necesito repetir el experimento varias veces. Cada vez lo encontraré en un lugar algo distinto del anterior. Pero si tomo el valor medio de las medidas realizadas, conoceré la probabilidad de que el electrón se halle en un lugar determinado. A cada partícula va, pues, asociada una cierta probabilidad. Esta probabilidad adquiere sentido físico, si suponemos que su valor depende, en cada punto, además de otras condiciones, de las fuerzas que actúan sobre él. Tendremos así una función continua, que conduce a la ecuación de Schrödinger, y que determina la ley conforme a la cual esta probabilidad se propaga ondulatoriamente en el espacio. Las ondas de materia serían ondas de probabilidad. La imagen de estas ondas no responde a nada real, en sentido corriente, sino que es la simple gráfica de una estadística. Visto desde otro punto de vista: un estado estacionario del átomo es una nube de probabilidad acumulada en torno al núcleo, y a las antiguas órbitas corresponden condensaciones de probabilidad. Es decir, sí intento hallar dónde está el electrón, me encuentro con que esa probabilidad recae, durante unos estados, en cierta región del espacio, y durante otros, en otra. Lo propio debe decirse de la estructura de la luz; la amplitud de la onda representa: o la intensidad de la luz o la probabilidad de que en cierto punto, se forme un cierto fotón. Sin embargo, Schrödinger no admite la teoría de los quanta de luz. Suele decir con frecuencia: "Cuando alguien empieza a hablarme de quanta de luz, empiezo yo a no entender nada."

Esta teoría estadística no ha podido desarrollarse sino ampliando el concepto clásico de probabilidad; Fermi-Dirac, por un lado, Einstein-Bose, por otro, han creado la nueva estadística de los quanta.

Con la interpretación estadística adquiere todavía mayor precisión la absoluta equivalencia entre el punto de vista corpuscular y el ondulatorio: Una equivalencia que Bohr enuncia como postulado explícito, y que Dirac y Jordan han desarrollado matemáticamente en la llamada teoria de las transformaciones.

4. La base real de la nueva física

La equivalencia entre estos dos puntos de vista es algo más que una feliz coincidencia. Está fundada en la realidad. Este es el gran descubrimiento de Heisenberg: el principio de indeterminación. Recordemos nuevamente el modelo atómico de Bohr. Para que tuviera sentido sería preciso que lo tuviera la medida de la posición y velocidad de un electrón en un cierto momento del tiempo. Pero esta medida es imposible; y ello, no porque prácticamente no pueda llevarse a cabo, sino porque el fenómeno mismo implica, en sí, la radical imposibilidad de tal medida. En toda medida, en efecto, el metro no debe influir sensiblemente sobre aquello que se mide. Ahora bien: para cualquier medida es preciso ver el objeto y, por tanto, iluminarlo. Tratándose de un orden de objetos de magnitud superior al de la constante de Planck, la acción de la luz sobre la materia es insensible. Pero, tratándose de electrones, el objeto medido es del mismo orden de magnitud que la luz con que lo ilumina, y, por tanto, ésta influye sensiblemente sobre aquél. ¿En qué sentido? Compton probé experimentalmente que, al incidir un rayo de luz monocromática sobre un electrón, disminuye la longitud de onda de la luz y se modifica la velocidad del electrón tanto más cuanto menor sea la primitiva longitud de onda. Supongamos, pues, que, conociendo el lugar que el electrón ocupa, queremos ver la velocidad que lleva. Tendremos que emplear luz de gran longitud de onda. Entonces, la velocidad del electrón sufrirá la menor alteración posible; pero, en cambio, queda más impreciso el lugar que ocupa. Empleemos, por el contrario, luz de onda corta. Habremos precisado el lugar del electrón, pero su velocidad se habrá alterado sensiblemente. No se pueden precisar a un tiempo la velocidad y la posición del electrón. Al intentar hacerlo, se comete un error total, cuando menos del orden de magnitud de la constante de Planck. Fuera del átomo, este error de medida es absolutamente despreciable; pero dentro de él es esencial. Ello hace que los conceptos de onda y partícula pierdan su sentido, tratándose de magnitudes del orden de la constante de Planck. La equivalencia entre la mecánica corpúscula y la ondulatoria queda así físicamente fundamentada. Por tanto, carece de sentido preguntarse qué relación real existe entre corpúsculo y ondas. De Broglie supuso alguna vez que esta relación es tal, que el corpúsculo llamado electrón se mueve tan sólo arrastrado por la onda asociada, siguiendo dócilmente las leyes del movimiento de ésta. Es la teoría de la onda-piloto, como él la llamaba. Pero el mismo De Broglie vio las dificultades que a esta concepción se oponen, aun interpretando la onda como onda de probabilidad. Con el principio de indeterminación pierde sentido el problema de la relación real entre corpúsculos y ondas. Corpúsculos y ondas no son más que dos lenguajes, dos sistemas de operaciones para describir una misma realidad física. Son dos interpretaciones de una idéntica realidad. "Ondas y partículas —dice Dirac— deben ser consideradas como dos formaciones conceptuales que se han mostrado adecuadas para describir una sola y misma realidad física. No debemos formarnos de ellas ninguna imagen común en que ambas intervengan; y es preciso no intentar indicar un mecanismo que obedezca a las leyes clásicas, y describa la conexión entre ondas y partículas, y determine el movimiento de éstas. Todo intento de esta índole se opone completamente a los axiomas con ayuda de los cuales se ha desarrollado la novísima física. La mecánica cuantista no pretende sino establecer Las leyes que rigen los fenómenos, en una forma tal que, por medio de ellas, podamos determinar de una manera unívoca lo que acontece bajo determinadas condiciones experimentales. Sería inútil y carecería de sentido el intento de querer profundizar en las relaciones entre ondas y partículas más allá de lo necesario para este fin."

Tales son las líneas generales de la obra genial de Heisenberg, Schrödinger y Dirac: la formulación de una mecánica simbólica de los quanta, que, como dice Bohr, debe considerarse como una generalización, sin violencia ninguna, de la mecánica clásica, con la cual puede perfectamente compararse en belleza y coherencia interna. Para estos efectos, la mecánica relativista es la última perfección de la mecánica clásica. La proporción e índole de las aportaciones de cada uno de los creadores de la nueva teoría habrá, sin duda, influido en la decisión del Jurado que en 1932 atribuyó a Heisenberg un premio entero y repartió el de 1933 entre Schrödinger y Dirac.

5. Los problemas sin resolver (4)

Esta mecánica ha Sido acompañada de un éxito creciente. Ha logrado tratar el átomo de varios electrones (problema de los n cuerpos), y, mediante la aplicación de teorías matemáticas especiales (tales como la teoría de grupos y otras), ha podido abordar más ampliamente el problema de la estructura molecular, etc. Pero, así y todo, quedan grandes problemas recién planteados y aun no resueltos.

En primer lugar, no ha sido posible tener en cuenta de modo satisfactorio todas las condiciones exigidas por la teoría de la relatividad. Los primeros esfuerzos de Schrödinger y Dirac se limitaron a la relatividad especial, pero en manera alguna alcanzaron a la relatividad general. Recientemente, Schrödinger, continuando los trabajos de varios físicos y matemáticos—sobre todo de Tetrode—, ha intentado estudiar, desde el punto de vista de la relatividad general, el movimiento de un electrón, definido por la teoría de Dirac, en un campo de gravitación. Y Van der Waerden ha llegado a los mismos resultados por métodos mas sencillos. Einstein, por su parte, acaba de dedicar a este asunto una importante Memoria presentada a la Academia de Amsterdam hace unas semanas. Pero el problema sigue aún en pie, sin solución plausible. Es cierto que la nueva física atómica podría reprochar a la teoría de la relatividad el no tener en cuenta las condiciones cuantistas. Pero ello no haría sino subrayar aún más la actual incomunicación entre estos dos mundos de la física.

En segundo lugar, la teoría de Dirac conduce a las llamadas soluciones con energía negativa, es decir, a electrones con masa de reposo negativa, que Gamow llamó electrones asnales o tercos, cuya existencia es inevitable, si la teoría quiere explicar el hecho de la difusión de la luz por los electrones. Pero dichas soluciones plantean graves dificultades. Al entrar en relación estos nuevos electrones con los electrones corrientes, esto es, con los únicos que se habían observado hasta ahora, aquéllos sufrirían, por parte de éstos, una atracción, y éstos ejercerían, a su vez, sobre aquéllos una repulsión; de donde resultaría que saldrían los unos tras los otros, persiguiéndose mutuamente en veloz carrera. Además de existir estos estados de energía negativa, su choque (De Broglie) con los de energía positiva produciría una especie de trepidación sobre el centro de gravedad de la probabilidad (Schrödinger). Finalmente, la probabilidad de que un electrón dotado de masa de signo positivo o negativo salte espontáneamente a poseer masa de signo contrario sería muy grande (paradoja de Klein). Dirac aceptó, en un principio, a pesar de todo, la existencia de estos electrones, suponiendo que son inobservables. Al saltar a poseer masa positiva se harían observables, es decir, serían ya electrones corrientes, y el agujero que habrían dejado seria un protón. El salto inverso conduciría entonces a una desaparición simultánea de un electrón y de un protón, que habría de manifestarse compensada en forma de radiación. Fue difícil admitirlo así. Pero experiencias recientísimas han descubierto partículas positivas de masa igual a la del electrón: es el llamado electrón positivo, o positón. En una Memoria próxima a ver la luz, Dirac pone el positón en relación inmediata con las soluciones de energía negativa, y la teoría adquiere una plausibilidad que al principio no pudo sospecharse. Pero la cosa está aún llena de espinosas dificultades.

Por último, nuevos fenómenos atómicos caen fuera del campo de la mecánica cuantista. El átomo, en efecto, no se compone solamente de electrones corticales, sino también, y, ante todo, de un núcleo central, donde hay otras partículas, especialmente los protones, de carga positiva, y neutrones, sumamente pesados. Pues bien: nuestros nacientes conocimientos sobre el núcleo escapan, hasta ahora, tomados en conjunto, a la física de los quanta.

Parece probable que a los elementos pesados del núcleo pueda aplicarse con tranquilidad la mecánica cuantista y prescindirse de la corrección de la relatividad. No olvidemos, sin embargo, como observa Heisenberg en una Memoria, aún inédita, dedicada a este problema, que con sólo los elementos pesados no se obtiene todo el núcleo: hay, tal vez, en él electrones. Y ellos exigen que se tenga en cuenta la relatividad. Parece, pues, que las ecuaciones de Dirac habrían de ser el instrumento adecuado para su estudio. Pero esto ofrece enormes dificultades. Ya hemos visto algunas de las que suscita la teoría de Dirac. De la paradoja de Klein que es su consecuencia, se seguiría que no puede haber electrones en el núcleo. A esta dificultad se agregan otras que hacen pensar en la necesidad de algo más que una simple modificación, ya intentada, para este fin, por Schrödinger, de las ecuaciones de la mecánica ondulatoria. Haría falta poseer, además, una completa electrodinámica de los quanta, cosa que hoy no nos está dada. Tan lejos estamos, reconoce Heisenberg, de poder interpretar la física de estos electrones nucleares, que ni la física clásica ni la cuantista juntas ofrecen tan siquiera un punto de apoyo para orientarnos en el problema. Tengamos en cuenta simplemente que las relaciones que entre electrones corticales se establecen a base de su carga, tratándose de electrones nucleares, habrían de establecerse a base de su masa.

Además, ignoramos las fuerzas que mantienen en conexión el núcleo. Desde luego, reconoce Heisenberg, son de índole esencialmente distinta de las fuerzas atractivas y repulsivas de Coulomb, que mantienen la conexión entre los elementos corticales y el núcleo. Las partículas a (compuestas de cuatro protones y dos electrones) (5) deben considerarse como elementos independientes. Los neutrones, también de origen reciente (masas sin carga eléctrica) desempeñan una función esencial en la estructura del núcleo. Finalmente, hay que estudiar la desintegración del núcleo. Y el hecho de la radiación inclina a Bohr a proclamar, tal vez un poco precipitadamente, el fracaso del concepto de energía y de los principios de conservación, tratándose de la estabilidad nuclear.

Son nuevos horizontes, no objeciones, a la genial construcción de estos diez últimos años. Por tanto, tan sólo el reconocimiento leal de su carácter, si no provisional, por lo menos, fragmentario (6).

6. La índole del conocimiento físico

Por esto es absolutamente prematuro querer filosofar demasiado públicamente sobre estos problemas, que colocan a la física, casi a diario, en una nueva situación dramática. No se resuelve una dificultad más que a costa de abrir horizontes de insospechadas dificultades que afectan a la raíz misma de la ciencia. La vertiginosa carrera de descubrimientos pudiera hacer que cualquier filosofía de las ciencias al uso llegara a ser rápidamente un montón de pueriles antiguallas. Hace no más de diez años el modelo de Bohr implicaba una circunstancia curiosa: la radiación producida en el salto desde una órbita a otra dependía no sólo del estado inicial, sino también del final, con lo cual se admitía una especie de eficacia de este último antes de ser alcanzado efectivamente. Pudo pensarse entonces en un resurgir del concepto de finalidad (en el mal sentido de la palabra) en la física. ¿Quién haría hoy semejante razonamiento? Lo cual, aunque no sea obstáculo para una filosofía de la naturaleza, que es cosa bien distinta de la simple reflexión crítica sobre el elenco de conceptos que la ciencia registra, sí es una cautela para la teoría de la ciencia. No hagamos, pues, ahora, más que insinuar una serie de preocupaciones e inquietudes que, fatalmente, despierta la nueva física.

Y en primer lugar, la idea misma del saber físico. No es tan sólo que la llamada crisis de la intuición (que mejor sería llamar crisis de la imaginación) nos haya alejado de lo que pareció ser la física hasta el año 19 aproximadamente. Aparte voces aisladas, y desde luego casi totalmente desoídas (Duhem, sobre todo; pero también Mach y Poincaré), los físicos creyeron, con unánime firmeza, que el conocimiento físico era eso: representarnos las cosas y, por tanto, imaginar modelos cuya estructura matemática condujera a resultados coincidentes con la experiencia: ondas y edificios moleculares y atómicos. Pero ya la teoría electromagnética de Maxwell fue un rudo golpe a la imaginación. Las ondas de Maxwell no pueden ser vibraciones de un medio elástico. El éter dejó de significar lo que significaba, aun para Fresnel: un medio dotado de máxima elasticidad, y pasó a convertirse en un vocablo que designa las líneas de fuerza, utilizadas ya por Faraday como puro símbolo cognoscitivo. De tal modo, que en el año 19 pudo decir Einstein que el éter no poseía ya más propiedad mecánica que su inmovilidad, ni tenía más misión que la de suministrar un sujeto al verbo vibrar. Y la teoría de la relatividad acabó de apartar decididamente de las teorías físicas la imaginación. Bien entendido, la imaginación como órgano que representa y, en este sentido conoce, lo que el mundo es. Se vio entonces que en las teorías físicas había dos elementos esenciales distintos: la imagen del mundo y su estructura o formulación matemática, y que de estos dos elementos el primero es absolutamente caduco y circunstancial: sólo e segundo expresaría la verdad física. Esto, pues, apareció bastante claro antes de que se sistematizara la nueva física.

La reforma que ésta introduce da un paso más allá: una reforma que afecta al sentido mismo de la matemática como órganon del saber físico. Y este es el punto delicado sobre el que, por de pronto, quisiera llamar la atención.

¿Cuál es el andamiaje lógico de la nueva física?

Ante todo, hay que reconocer que, como dice Dirac: "el propósito de la mecánica cuantista no consiste sino en ampliar el dominio de aquellas preguntas a las cuales pueda darse una respuesta, pero en manera alguna dar respuestas más precisas que las que pueden con firmarse por medio de la experiencia". Hay, pues, un intento aún más radical que el de la teoría de la relatividad, de atenerse a la verdad experimental, de crear conceptos experimentales para experiencias efectivamente experimentadas. De aquí proceden los internos caracteres distintivos de los hechos de que parte, de los problemas que sobre ellos plantea y del sentido de la solución que les encuentra.

La física de los tiempos modernos nació de la medida de las observaciones. Esto es lo que concretamente entiende la física clásica por hechos. Pero estas expresiones sugieren un equívoco fundamental en las mentes actuales. ¿Qué se entiende por observación? Cualquiera que sea, en última instancia, su estructura, una observación es, por lo pronto, algo que el observador contempla. El observador no hace nada, o, sí se quiere seguir hablando de "hacer", no hace sino contemplar, esto es, constatar. Por tanto, él es ajeno—ésta es, por lo menos, la idea—al contenido de lo que observa. De aquí resulta que, para medir una observación, basta realizar, unos tras otros, varios intentos de medida de un mismo objeto, apartando, claro está, los errores sistemáticos o accidentales que de hecho se hubieran cometido. Nada de esto acontece en la física nueva. Además de los citados errores, en toda observación, el observador, por el mero hecho de observar, modifica esencialmente la naturaleza de lo observado, porque, según vimos antes, necesita iluminar su objeto. De donde se sigue, primero: que a una observación le es esencial la indicación concreta del momento en que ha sido realizada; y segundo, que, para repetir una observación, es preciso un acto especial para retrotraer el sistema a su estado inicial, anterior a la observación; es decir, que, en realidad, la segunda observación recae sobre un objeto distinto de la primera. Y así sucesivamente. A esto es a lo que Dirac llama observable (7). (Ni que decir tiene que se trata tan sólo de observables físicos; por tanto, de magnitudes que pueden ser medidas en cualquiera observación; con lo cual, por lo menos en principio, esta física respeta todas las exigencias que constituyeron el éxito de la teoría de la relatividad.) Algo, pues, completamente distinto del hecho de la física clásica. Si tomo el valor medio de las medidas llevadas a cabo sobre el mismo observable, puedo considerar ese valor como expresión del observable. Medir tiene, pues, aquí un sentido completamente distinto. En la física clásica, medida significa la relación que realmente existe de por sí entre el metro y lo medido; la medición era la aproximación mayor o menor a la medida real, que es la única que contaba.. Ahora, medir significa yo mido, esto es, realizo o puedo efectivamente realizar una medición. La medición no es una aproximación a la medida, sino que la medida es, en sí misma., el valor medio de las mediciones. Llamaremos, por ejemplo, velocidad de un electrón al valor medio de las velocidades que arrojan muchas medidas consecutivas sobre el mismo electrón. Si ahora designo el observable por un símbolo y concierto algunas reglas para combinar estos símbolos, tendré un álgebra de los observables, y con ella los hechos físicos son variables dinámicas que plantean un problema matemático (8).

¿Cuál es el problema?

El problema de la física clásica era el siguiente: Dado un sistema cualquiera, puedo medirlo en dos momentos distintos: t1, y t2. Por lo regular, lo encontraré en dos estados distintos. Es, pues, claro que el sistema habrá variado. Puedo proponerme entonces averiguar el curso real de esta variación, conocido el estado inicial. Los símbolos que designan este estado inicial son la expresión de la medida real que existe entre sus magnitudes reales. Y la ley matemática expresa el curso de la variación que realmente conduce al estado final. Es decir, las ecuaciones matemáticas, aun despojadas de toda alusión imaginativa, son la expresión formal de lo que realmente acontece en el sistema, sin referencia a ningún observador. La estructura de las ecuaciones es la estructura de la realidad. Pongamos el ejemplo más sencillo: el movimiento de una partícula. La partícula ocupa, en el instante t1, en lugar de x1, y tiene en él una velocidad inicial, v1. Las ecuaciones de Newton expresan la medida de la variación que realmente sufren x1 y v1, desde el primer momento t1, hasta el segundo momento t2, en que la partícula se hallará en el punto x2, con una velocidad v2. Las ecuaciones de Newton describen, pues, la trayectoria que conduce de x1 a x2, y la velocidad que en cada instante intermedio posee la partícula. La nueva física toma las cosas desde otro punto de vista. En el instante t1 realizo una medida (en sentido antes indicado) del lugar y de la velocidad de la partícula. Sean x1 y v1, los resultados de tales medidas, es decir, los observables. Al cabo de cierto tiempo, en el instante t2 vuelvo a realizar las mismas medidas, y me encuentro generalmente con resultados distintos de los primeros; es decir, en t2, la partícula se halla en x2, con una velocidad v2, donde x2 y v2 significan una vez más el valor medio de las respectivas mediciones. Puedo proponerme averiguar entonces cuáles son las operaciones que tengo que realizar con las medidas x1 y v1 para obtener las medidas x2 y v2. El conjunto de estas operaciones son las ecuaciones de Newton. En tal caso, las ecuaciones no tienen, por sí mismas, sentido real: lo tienen tan sólo las observaciones a que conducen, y por tanto, no se refieren a lo que ocurre con el sistema entre dos de ellas. El sentido de las ecuaciones es solamente éste: dadas ciertas medidas en un momento determinado, predecir las medidas futuras del mismo objeto en un momento cualquiera, es decir, anticipar observables. Independientemente de ellos, las ecuaciones carecen de todo sentido. Por tanto, no expresan, en nuestro ejemplo, la trayectoria ni la variación continua de la velocidad. Ninguno de estos conceptos tiene aquí el sentido clásico. ¿Qué quiere decir ahora, en efecto, trayectoria? El conjunto de puntos en que encontraré la partícula, si realizo mediciones en los lugares intermedios entre el punto de partida y el de llegada. Como estos lugares forman una sucesión discontinua, puesto que son elegidos en uno, dos, tres, cuatro, etc., actos arbitrarios míos, resulta que carece de sentido real el concepto gráfico de trayectoria, que en la física clásica era una línea continua. Lo propio debe decirse de la velocidad, como observa Schrödinger. Llamamos velocidad a la distancia a que se hallan los lugares que ocupa un mismo cuerpo en los dos extremos de la unidad de tiempo. Por tanto, es siempre una diferencia finita. Pero, de la misma manera que construyó la trayectoria, la física clásica construye la velocidad en un punto, haciendo infinitamente pequeña la unidad de tiempo. En realidad, algo que no tiene sentido físico inmediato, es decir, sentido mensurable.

La nueva física no plantea ni considera como físicos más problemas que los que se refieran a magnitudes experimentalmente mensurables. Esto le ha permitido presentarse como una ampliación natural de la física clásica. Si queremos hacer, en efecto, todas las operaciones necesarias para llegar al estado inicial final del sistema, no bastan las operaciones que Newton hacía, sino que hay que hacer además otras: las de la teoría de los quanta. "Solamente cuando están dadas las ecuaciones del movimiento, junto con las condiciones cuantistas, dice Dirac, solamente entonces conoceremos de las variables tanto como la teoría clásica, y tan sólo entonces podemos considerar que el sistema se halla suficientemente caracterizado desde el punto de vista matemático."

Es ésta una innovación esencial. La matemática y la física matemática son operaciones a realizar. Los símbolos matemáticos son tan sólo operadores: carecen de todo sentido, como no sea el de ser símbolos de operaciones a realizar sobre otros símbolos que designan observables. La matemática es simplemente una teoría de las operaciones; no es teoría de entes matemáticos.

Claro está que no es esto fácil tarea, porque las operaciones han de estar definidas con generalidad y univocidad suficientes. No es siempre fácil la fidelidad a esta exigencia. Con demasiada frecuencia se dan casos anómalos de utilizar operadores definidos tan sólo para un sistema de coordenadas privilegiado, sin que tengan aplicación posible a otros sistemas, algo así como si una distancia fuera verdadera medida en metros y no lo fuera medida en kilómetros. En Dirac, y aun en Schrödinger, no son infrecuentes estos casos, avalados tan sólo por su éxito inmediato. Y no citemos el caso de la función de Dirac, que carece de sentido matemático. Es cierto que Neumann ha logrado llegar a los mismos resultados que Dirac empleando métodos correctos. Pero todos reconocen que una fundamentación estricta de todos los razonamientos que hoy se hacen en la nueva física sería, por ahora, casi imposible. Por eso va siendo inquietante, a ratos, esta renuncia a la verdad, a cambio de predecir experimentos. Hay más prisa por el manejo que por el conocimiento de la realidad. Pero, aun prescindiendo de tales impurezas, sería razonable examinar con un poco de rigor en qué medida lo que se dice saber del átomo es, en realidad, un conocimiento de él. Habría que examinar, entonces, la posibilidad de que la física renunciara a ser conocimiento, porque dudo mucho —no sé el tiempo que persistiré en esta duda— de que sea viable una teoría del conocimiento físico como pura operación. La matemática ha intentado algo semejante. Brouwer dice: La matemática no es un saber, sino un hacer. Pero la discusión de este punto nos llevaría demasiado lejos.

Planteado, pues, el problema físico en los términos antedichos, ¿qué género de solución es la que de él alcanza la nueva física? Con el concepto de medida de la física clásica es claro que sus fórmulas matemáticas conducen de una medida inicial a medidas finales reales; es decir, sí llevamos a cabo mediciones sobre el estado final, los resultados de ellas se aproximarán más o menos a la verdadera medida. La ecuación será adecuada cuando, entre otras condiciones, cumpla la de que el error de aproximación sea inferior a un límite previsto: el límite en el sentido de Cauchy. Sólo un reducto pequeño de la física clásica ofrecía aspecto bien distinto: la termodinámica y la teoría de los gases. No hay razón para que dos masas de agua de distinta temperatura, al cabo de algún tiempo de estar mezcladas, se equilibren en una temperatura media. Pero la probabilidad de que eso no acontezca es infinitamente pequeña. La velocidad media de las moléculas de un gas servía a Boltzmann para explicar su presión, etc. Pero siempre se ha creído que este proceder estaba justificado tan sólo por la imposibilidad, en que de hecho nos encontramos, de operar sobre moléculas aisladas y, aun cuando así no fuera, por la enorme cantidad de moléculas con que habría que operar. Pero Boltzmann no dudaba de que el estado de un gas fuera otra cosa que el resultado de las acciones de toda y cada una de las moléculas. Muy otra es la situación en que se halla la nueva física del átomo. Sea la que quiera la acción real de cada molécula, desde el momento en que es incontrolable, carece de sentido físico. Las leyes físicas no son sino anticipaciones de la experiencia, es decir, de valores de medida efectivas, esto es, realizadas o realizables dentro de los medios de observación. Por tanto, no tiene sentido físico más que aquella aproximación que realmente sea accesible. Ahora bien: el orden de magnitud de la constante de Planck es una frontera, no sólo de hecho, sino esencial. De aquí resulta que las leyes, precisamente porque recaen sobre valores medios de medidas, no tienen más sentido que determinar la distribución de estos valores; es decir, son leyes estadísticas. No quiere decir que por esto pierdan su carácter ideal. Al igual que las leyes clásicas, las leyes de la nueva física son también ideales, leyes límites. Pero la realidad con la cual se mide el valor de las aproximaciones prácticas no es algo independiente de nuestras observaciones, sino el límite estadístico de ellas: el límite en el sentido de Bernoulli. Son estadísticas límites. Y para ellas el orden de magnitud de la constante de Planck es una frontera natural. En la física clásica el electrón está en un lugar que tal vez yo no lo vea, pero que lo pienso necesariamente existe. Para la nueva física el electrón está donde puede ser encontrado.

De aquí surge una situación difícil. Toda física pretende, en una u otra forma, enunciar el curso causal de los acontecimientos, es decir, lo que acontece con entera independencia del observador. Pero el esquema espacio-temporal en que éste describe la realidad está fundado en observaciones en cuyo contenido interviene dicho observador. De donde resulta una interna oposición —complementariedad o reciprocidad la llama Bohr— entre la causalidad y el esquema espacio-temporal que la física emplea. Por tanto, el concepto mismo de observación está afectado de una interna indeterminación, por la cual queda sometido al arbitrio saber qué cosas pueden ser consideradas como observables o como medios de observación. De aquí la libertad de exponer con dos métodos distintos (corpúsculos y ondas) una misma realidad. No hay manera de escapar a estas dificultades, como no sea conservando el sentido corriente de estos conceptos, tomados de la experiencia cotidiana, y definiendo a posteriori los límites del dominio de su aplicación. Este es el trabajo realizado en la escuela de Bohr, y que condujo al principio de indeterminación de Heisenberg. El problema estriba, pues, en dar una teoría unitaria de esta complementariedad. "Solamente si se intenta crear un sistema de conceptos adecuados a esta complementariedad entre la descripción espacio-temporal y la causal, se puede juzgar de la no-contradicción de tos métodos cuantistas" (Heisenberg).

La nueva física ha tomado en serio este concepto de probabilidad y de observación. Frente a la física anterior, tiene la virtud de aceptar con audacia la probabilidad y moverse en ella sin disimularla. Es faena que ha costado siglos a la humanidad. Más, tal vez, que la de acogerse a la necesidad. No ha sido un capricho o un juego de conceptos —ésta es su gran significación—, sino una exigencia de la evolución misma de la ciencia, que comenzó con Einstein y ha llegado aquí a su grado máximo: la subordinación de la teoría a la experiencia. Probablemente, la unión del teórico y del experimentador en la persona única del físico tiene más significación que la puramente metódica de borrar el aislamiento en que han vivido la física experimental y la teórica. Esa unión tiene un sentido constructivo para la física en cuanto tal: la creación de conceptos experimentales, traducibles en experiencias conceptuales. Ambos momentos se pertenecen esencialmente en la nueva física. Entiendo por conceptos experimentales no los conceptos con que está de acuerdo la experiencia, como si la experiencia fuera algo exterior a ellos y se limitara a sugerirlos, aprobarlos o rechazarlos; no: en el concepto experimental la experiencia es ella misma un momento del concepto en cuanto tal. En la física clásica casi todos los conceptos son sustitutivos de la experiencia. En la nueva física los conceptos son la experiencia misma hecha concepto. El sentido del concepto físico es ser en sí mismo una experiencia virtual. Recíprocamente, la experiencia tiene en sí una estructura conceptual. La experiencia es la actualidad del concepto. Pero esto ya no es cuestión de lógica, sino de ontología. Y este es el punto definitivo. Heisenberg ha tocado este problema al hablar de la complementariedad. Es el problema de qué debe entenderse por realidad física, es decir, de qué es la naturaleza en el sentido de la física. En el fondo de la evolución de la física actual se asiste a la elaboración de una nueva idea de la realidad física, de la Naturaleza. Por esto, y en este preciso sentido, llamo a la nueva física "un problema de filosofía".

7. El problema fundamental

Este problema de la complementariedad es el que indujo a Heisenberg a formular el principio de indeterminación: en toda medida simultánea de la posición y velocidad iniciales de un electrón se comete un error esencial de un orden de magnitud no inferior al de la constante de Planck. Para cualquier medida necesito, según hemos dicho repetidas veces, iluminar el objeto medido, y, tratándose de electrones, la luz modifica la posición y velocidad de éstos. Los conceptos de onda y corpúsculo pierden su sentido en tratándose de magnitudes atómicas. Con lo cual, el principio de indeterminación suministra el fundamento real de esta nueva concepción del universo físico. Un fundamento real: he aquí lo que es preciso aclarar. Porque pudiera muy bien acontecer que esta expresión fuera equívoca.

Indeterminación parece lo más opuesto al carácter de todo conocimiento científico. Planck rechaza, por esto, con indignación este concepto; renunciar a la determinación sería renunciar a la causalidad, y con ella, a todo lo que ha constituido el sentido de la ciencia, desde Galileo hasta nuestros días. Si nuestras medidas sobre el átomo son indeterminadas, eso querrá decir que nuestra manera de interrogarlo es indeterminada. Caso de existir, la indeterminación seria, para Planck, un carácter del estado actual de nuestra ciencia, pero en modo alguno un carácter de las cosas.

Pero esta actitud de Planck, sea cualquiera la suerte ulterior que a la física esté reservada, denuncia bien a las claras el equívoco a que el principio de Heisenberg da lugar.

Ante todo, no es forzoso interpretar dicho principio corno una negación del determinismo. Es posible que las cosas estén relacionadas entre sí por vinculas determinantes, es decir, que el estado del electrón, en un instante del tiempo, determine unívocamente su curso ulterior. Pero lo que el principio de Heisenberg afirma es que semejante determinación carece de sentido físico, por la imposibilidad de conocer exactamente este estado inicial. Si esta imposibilidad fuera accidental, es decir, si dependiera de la finura de nuestros medios de observación, tendría razón Planck. Pero si es una imposibilidad absoluta para la física, esto es, si se halla fundada en la índole misma de la medición en cuanto tal, el presunto determinismo real escaparía a la física. Dejaría de tener sentido físico. En tal caso, el principio de indeterminación no sería necesariamente una renuncia a la idea de causa, sino una renuncia a la antigua idea de la causalidad física, es decir, a la idea que de la causalidad se había formado la física clásica. Este, y no otro, es el alcance preciso del principio de indeterminación. No se trata de una afirmación sobre las cosas en general, sino sobre las cosas en tanto que objeto de la física. Y precisamente por esto, porque es física pura, denuncia en toda la física anterior una mezcla de lo que es física y de lo que no lo es.

Porque —y esto es lo segundo que habría que responder a Planck— no está dicho que la idea de naturaleza, en el sentido de la física, sea la idea de la naturaleza de las cosas simpliciter. el sentido Más aún: el haber distinguido ambas ideas e intentado comenzar a dar un sentido físico a la física fue la gran obra de Galileo. Preparada ampliamente en la ontología de Duns Scoto y de Ockam, pero sólo explícita y madura en la obra del pensador pisano. En Galileo hay una distinción radical entre la naturaleza, en el sentido de naturaleza de las cosas, y la naturaleza en de la física; y, análogamente, una distinción entre la causalidad como relación ontológica y la causalidad física. Esta quiere medir variaciones. Aquélla, concebir el origen del ser de las cosas. Ello ha bastado para que una variación incontrolable, es decir, que no variara en nada nuestra experiencia, perdiera sentido físico; tal el hecho de suponer dotado al universo entero de un movimiento rectilíneo y uniforme. La física no puede ocuparse del origen de las cosas, sino de la medida de sus variaciones; no es una etiología, sino una dinámica. Fuerza no es causa de ser, sino razón de la variación de estado. En este sentido, el movimiento de inercia no necesita fuerza ninguna. No solamente, pues, no es la idea de causa la que dio origen a la ciencia moderna, sino que ésta tuvo su origen en el exquisito cuidado con que restringió aquélla. Esta renuncia fue para los representantes de la antigua física el gran escándalo de la época. ¿Cómo es posible que la física renuncie a explicar el origen de todo movimiento? Esta heroica renuncia engendró, sin embargo, la física moderna. No es licito, pues, hacer aspavientos de escándalo frente al principio de Heisenberg: haría falta examinar lealmente si no llega a dar a la física su último toque de pureza.

Resumiendo:

1.o Como toda ciencia, la física utiliza ciertos métodos para llegar a descubrir verdades sobre las cosas. Tal, por ejemplo, la utilización de ecuaciones diferenciales o los procedimientos prácticos de medida. Los métodos, así entendidos, son un momento de la actividad cognoscitiva del hombre, y toda afirmación sobre ellos es una afirmación de carácter lógico. Pero los métodos, así, en plural, son diversos, dentro de cierta unidad: tratan de acercarnos de la manera más eficaz a las cosas que se nos ofrecen. Por tanto, suponen ya que éstas se nos ofrecen. Si para este ofrecimiento primario se quiere seguir empleando la palabra método, habrá que entender por método algo distinto de lo que se entendía al hablar de los diversos métodos de la ciencia física. Método sería aquí el descubrimiento primario del mundo físico, a diferencia de los otros métodos, que nos descubrirían algunas de las cosas que en ese mundo hay. Todos los métodos son, pues, posibles gracias a un método primario, al método cuyo resultado no es tanto conocer lo que las cosas son, sino ponernos las cosas delante de los ojos. Sólo en este sentido puede decirse que la ciencia se define por su método, que entonces equivale a tanto como a decir que se define por el mundo de objetos a que se refiere. No es minúscula esta operación. Desde Aristóteles hemos tenido que esperar a Galileo para que ponga ante nuestros ojos un mundo distinto de aquel que Aristóteles nos descubrió: el mundo de nuestra física. Galileo nos ha enseñado a ver lo que llamamos mundo con una visión distinta: la matemática. Todos los demás métodos suponen que "el gran libro de la naturaleza está escrito con caracteres matemáticos". La visión matemática del mundo: he aquí la obra de Galileo. Las afirmaciones que versen sobre el método así entendido ya no son, como antes, afirmaciones sobre el conocimiento humano —por tanto, afirmaciones lógicas—, sino afirmaciones sobre el mundo, afirmaciones reales.

2.o Estas afirmaciones reales no constituyen afirmaciones sobre lo que las cosas son, así, sin más. Yo puedo, por ejemplo, decir que las cosas han existido siempre o que han sido creadas por Dios; que ninguna contiene en sí el principio del movimiento o que algunas se mueven a sí mismas; que su esencia es la extensio (Descartes) o la vis (Leibniz), etc. Bien mirada, ninguna de estas afirmaciones es una verdad física. Son, es verdad, afirmaciones que recaen sobre los cuerpos. Pero no es exacto decir, sin más, que la física es la ciencia de los cuerpos. La física no considera los cuerpos en cuanto son. No es a ellos a los que se aplica el método a que antes aludía.

3.o La física se refiere a cosas naturales. (Dejemos de lado la complicación que la biología nos obligaría a introducir en este problema, si quisiéramos ser un poco rigurosos.) La física comienza no cuando se trata simplemente de cosas, aunque éstas sean corpóreas, sino cuando se precisa el sentido del adjetivo natural. ¿Qué se entiende por natural? ¿Qué es Naturaleza? Una proposición que respondiera a estas preguntas sería una afirmación que acotaría, dentro del mundo de lo que hay, aquellos entes que caen dentro de la región de lo natural. Por tanto, tendría una doble dimensión. De un lado, miraría al mundo entero de lo que hay; de otro, al interior de una región de él. En el primer aspecto semejante afirmación sería una negación metódica de todo lo que no es esa nueva región; por tanto, dentro de su negatividad, constituiría para la ontología el problema de discernir las regiones del ser. Pero, mirado desde el segundo aspecto, sería una afirmación que daría sentido primario a cuanto hay en esa nueva región. Sería, pues, lo que permitiría establecer o poner cosas en ella; sería el principio de su positum, de la positividad, un principio positivo, esto es, permitiría dar sentido unívoco al verbo existir dentro de esa región; habría dado lugar a una ciencia positiva. A estos principios llamaba Kant principios metafísicos originarios de la ciencia natural. Y la ciencia ha tenido siempre la impresión de que semejantes principios eran, en efecto, filosóficos. Baste recordar el título de la mecánica de Newton: Principios matemáticos de filosofía natural.

Ahora bien: el principio de indeterminación no es primariamente un principio lógico. No es una afirmación sobre el alcance de nuestros medios de observación, sino sobre cosas observables. No tiene nada que ver con la subjetividad ni con la objetividad del conocimiento humano. La relación en que se halla la luz con la materia es perfectamente real, como la visión de un bastón sumergido en el agua no es menos real ni más ilusoria que la que de él tenemos cuando está fuera del aguas En ambos casos son situaciones ajenas a toda subjetividad. La relación entre un fotón y un electrón es tan real como la ley de la gravitación o el principio de inercia.

Pero el principio de indeterminación no es tampoco un principio de ontología general, como si pretendiera negar la existencia de la causalidad. Cualquiera que sea la decisión sobre este punto, no afecta en lo más mínimo al principio de indeterminación; causalidad no es sinónimo de determinismo, sino que el determinismo es un tipo de causalidad.

El principio de indeterminación es más bien uno de esos principios de ontología regional que quieren definir el sentido primario de los vocablos natural y naturaleza. Esto es, el sentido del verbo existir dentro de la física. Y esta es la cuestión que hay que analizar con un poco de precisión.

1. Desde Aristóteles se viene entendiendo, sin excepción, que el conjunto de conocimientos comprendidos bajo el nombre de física se refiere a las cosas que cambian, o, como él decía, que se mueven. (La Física de Aristóteles no es una física en nuestro sentido actual, pero precisamente esta diferencia sólo salta a la vista teniendo en cuenta la doble dimensión ontológica y positiva de esta obra aristotélica.) La palabra naturaleza significaba, pues, movimiento, actual o virtual, que emerge del fondo mismo del ser que se mueve. El emerger del fondo es esencial a este movimiento. Por esto la physis es propiamente la arkhé, el principio de la kinesis. Pero para descubrir todo el sentido que la naturaleza tiene en Aristóteles hay que decir cómo ve él el movimiento. Sin necesidad de entrar a comentar su definición, ni tan siquiera de transcribirla, baste decir que, para Aristóteles, en el movimiento hay siempre un llegar a ser; considera el movimiento desde el punto de vista del ser. También es verdad que podría decirse que mira al ser desde el punto de vista del movimiento. Y precisamente en la interna unidad de ambos puntos de vista estriba el carácter unitario de la física aristotélica. Ahora bien: lo que una cosa es se me hace patente cuando la considero como una cosa determinada entre todas las demás; por tanto, cuando la miro desde el punto de vista del métron, de la medida. Medida no significa aquí nada primariamente cuantitativo, sino la interna unidad del ser en cuanto tal, el hén, el uno. La medida, en sentido cuantitativo, se funda en este concepto más general de medida como determinación ontológica. Cuando miro las cosas desde este punto de vista de la medida, me aparecen aquéllas en su figura propia, en su eîdos, su idea. En ella, pues, se encierra lo que la cosa verdaderamente es. La idea es, por esto, su forma, donde forma tiene tan poco que ver con la geometría como la medida con la aritmética. Lo que una cosa es, su idea, es así lo visto en cierta visión especial, en el noeîn, que nos da su medida y su forma. En lo que una cosa es quedan, de este modo, vinculados, en unidad radical. su ser y el ser del hombre. Tomar el movimiento desde el punto de vista del ser es tomarlo desde el punto de vista de la medida. Y los principios que dan precisión y realidad ontológica al movimiento son, por esto, principios del ser, es decir, causas. El orden y medida de las causas: tal es el sentido de la física aristotélica. Naturaleza es táxis, orden, medida de causas.

Este punto de vista del ser es común, para Aristóteles, a cualquier clase de movimientos, incluso al movimiento local. Baste recordar que el lugar es, para Aristóteles, una categoría ontológica, y que, por tanto, el cambio de lugar es un cambio de modo de ser. Pero se daba cuenta de que en el movimiento local es donde justamente esta dimensión ontológica escapa con más facilidad. De aquí su resistencia a explicaciones mecánicas, no porque las considere necesariamente falsas, sino porque no afectan al ser de las cosas. En este punto Aristóteles ha sido casi siempre mal entendido, porque puede decirse que va contra el sentir cotidiano, poco flexible a la ontología. Y, en honor a la verdad, hay que reconocer, además, que Aristóteles es, en la historia del pensamiento humano, el primero (Platón es cosa confusa) y el último en haber concebido ontológicamente el movimiento.

2. En efecto, la propensión espontánea de la mente es la contraria. El hombre tiende inexorablemente a eludir el no-ser. Por esto elude todo verdadero llegar a ser, porque todo llegar a ser es llegar a ser desde lo que no era. Tendemos, pues, a embozar la significación real de este no-ser, pensando que el movimiento sea simplemente un aparecer de lo que ya era, pero estaba oculto, o un desaparecer, esto es, continuar siendo ocultamente lo que antes estaba patente. Desde Demócrito, por ejemplo, han servido los átomos para bordear el abismo del no-ser. Los átomos son invariables, indestructibles, eternos; las cosas son, para Demócrito, agregados de átomos; por tanto, su generación es, en realidad una simple combinación de lo ya existente, pero no una verdadera generación, esto es, un llegar a ser. Aristóteles subraya, en varias ocasiones, las dificultades con que tropieza el concepto de generación en el atomismo. Por esto, el movimiento preferido de todo atomismo es el movimiento local, no sólo porque sea el más claro y distinto, como diría Descartes, sino porque es, como ya veía Aristóteles, aquel en que es más fácil eludir el problema del origen del ser. Si se quiere, el movimiento local es el más claro, porque es el que menos referencia hace al no-ser. No es un llegar a ser lo que no era, sino una mera variación de lo que ya es. La cantidad y el movimiento fueron así el principio interpretativo de la realidad, cuando se renunció a mirar el movimiento desde el ser en general. Es esencial, no sólo a la física, sino a la ontología, esta distinción entre el movimiento como un llegar a ser y como una simple variación. Esto implica una reforma radical del sentido aristotélico de la naturaleza. Reforma tan sólo, porque el esquema de conceptos en que desde entonces nos movemos deriva precisamente de Aristóteles. En este sentido, la física moderna no hubiera podido nacer sin la ontología aristotélica, siquiera fuera para reformarla en alguno de sus puntos.

Lo que las cosas son, en efecto —decía Aristóteles—, se presenta cuando las miro desde el punto de vista de su medida. Pero mientras para él el metro era unidad ontológica, se ha convertido ahora en determinación cuantitativa. Con lo cual el noûs, la mens, ve el ser de todas las cosas desde el punto de vista cuantitativo. En él, en la medida, es donde ahora quedan vinculados el hombre y el mundo. Es ella el sentido de la mens y el sentido de las cosas. Por esto decía Nicolás de Cusa, repitiendo una frase de Santo Tomás, que toda mensura es obra de una mens. Es la consagración del método matemático. Y, recíprocamente, la cosa vista por la mens es determinación mensurable: la forma aristotélica se vuelve en configuración, material. Ya desde antiguo iba ganando cuerpo la idea de que en el métron como cantidad (materia signata quantitate) se encerraba la razón individual de las cosas. La realidad es medida cuantitativa. Gracias a la ontología aristotélica adquiere ahora la matemática el rango de carácter ontológico de la realidad. Con ella se circunscribe el sentido del verbo existir: tiene existencia física sólo lo mensurable. El movimiento, como pura variación, es visto, desde el punto de vista matemático, como una función del tiempo. Por esto todo movimiento es, en el fondo, lo que el movimiento local: una función; queda despojado de toda idea de generación o destrucción. El siempre de la Naturaleza es su estructura matemática. La Naturaleza ya no es orden de causas, sino norma de variaciones, lex, ley. Y toda ley es obra de un legislador. La Naturaleza es entonces una ley que Dios impuso al curso de las cosas. Nuestro concepto de ley natural tiene este doble origen ontológico y teológico. El curso de las cosas es tal, que el estado que poseen en cada instante determina unívocamente el estado ulterior. La Naturaleza es, en este sentido, una costumbre de Dios. Esto es: el carácter formal de la ley es la determinatio, la determinación. Por esto puede ser captado con seguridad y certeza por el hombre en la función matemática Era esencial recordar aquí estas conexiones demasiado olvidadas. Con ellas es fácil entender el sentido del vocablo fenómeno: fenómeno es un momento de la naturaleza; por tanto, no es una cosa como para un griego, sino un acontecimiento, un suceso. Este acontecimiento estará entendido cuando conozcamos su lugar en el curso de la naturaleza. Esto se obtiene por la medida. Medir variaciones de fenómenos: he aquí el comienzo de la física moderna. La física moderna es todo, menos la invención de un nuevo método particular; es la ascensión del carácter ontológico y constituyente que la matemática ha adquirido como interpretación de la realidad. No es cuestión, en esta física, ni del origen de las cosas ni del movimiento, sino de las variaciones de estos estados iniciales. Todo cuerpo tiende a permanecer en su estado de reposo o movimiento rectilíneo y uniforme mientras no haya una fuerza que lo saque de él. Tal es el principio de inercia y tal su doble significación ontológica y positiva.

Con esto no es que se haya abandonado el concepto aristotélico, sino que éste responde a otro problema: el problema del ser en general. Es posible interpretar el determinismo como causalidad, admitiendo que las causas actúan determinantemente. Pero, aun así, no nos servirían para nada, no porque no sean reales, sino porque carecen de sentido físico.

Análogamente, los objetos de la física no son vistos desde el punto de vista del ser: no son entes, cosas, sino simples fenómenos, es decir, manifestaciones de lo que ya es, al igual que el movimiento es simple variación suya. Los fenómenos de la Naturaleza no son las cosas del mundo. Por tanto, los conceptos de masa, materia, etc., que hasta ahora han sido asociados a la idea de cosa, cambian de significación. Responden ahora a problemas distintos. La masa, por ejemplo, no es más que el cociente de una fuerza por una aceleración, etc. Pero de la misma manera que la variación no excluye ni incluye la causalidad, así tampoco el fenómeno ni incluye ni excluye la entidad en el sentido de cosa. (No hace falta añadir que este concepto de fenómeno nada tiene que ver con el fenomenismo de que ha venido hablando la teoría del conocimiento.) El problema de la Naturaleza no es, para Galileo, sensu stricto, un problema de entidad y de causalidad. La diferencia cardinal que hace que un ente, además de ser, sea natural, no es que su movimiento esté causado en cierta forma, sino que esté determinado como fenómeno, es decir, medido en el curso de la naturaleza: Naturaleza = Medida de un curso = Ley de fenómenos.

El desarrollo de esta idea es la historia de la física desde Galileo hasta nuestros días. Una historia que no es sino la precisión de este concepto de Naturaleza. Ello explica que la formación de los conceptos naturales no se parezca en nada a una simple abstracción, sino que es, por el contrario, una construcción, y, más concretamente, esa construcción llamada paso al límite. Con lo cual no me refiero tan sólo al método infinitesimal, sino a toda aplicación de la matemática a la física: una simple medida es ya, en este sentido, un paso al límite.

Ahora bien: el paso al limite y todas las demás operaciones matemáticas, independientemente de su utilización física, tienen un sentido propio interno a la matemática. Con lo cual resulta que la física ha propendido a definir la existencia física como simple caso particular de la existencia matemática. Una realidad física es existente cuando está determinada como función matemática. De donde se sigue que la medida es una relación entre magnitudes matemáticas. ¿Qué ha pasado entonces con el fenómeno? La realidad verdadera son las relaciones matemáticas; el fenómeno es algo que queda fuera de ellas y que sólo adquiere sentido físico, es decir, sólo es propiamente fenómeno cuando está sometido a las leyes matemáticas. La Naturaleza, en el sentido de la física, y la experiencia se han distanciado cada vez más hasta separarse: de tal suerte que ésta adquiere sentido físico, vigencia física, tan sólo en cuanto se somete a ese otro mundo que es la Naturaleza propiamente dicha: las leyes matemáticas. Por esto, todo el sentido físico de la experiencia es ser aproximación. Esto es: entender la experiencia no es más que averiguar con qué sistema de relaciones matemáticas habremos de sustituirla.

Mientras la mecánica ha dominado despóticamente sobre la física, no pudo ponerse en duda el éxito de semejante concepción. Pero la física tiene que dar razón también de las cosas que aparentemente no son movimientos: la temperatura, los colores, los sonidos, etc. Y es fácil comprender que ideara un subterfugio para evitar hablar del origen de los colores, como si se tratara de una generación desde la nada: tal fue establecer una correspondencia biunívoca entre estos hechos y ciertas magnitudes sometidas a leyes matemáticas. Con ello, el llegar a ser de los colores pasa a ser una simple modificación de lo que ya es: corpúsculos o medios elásticos. Una vez más, los hechos sensibles correspondientes a estas magnitudes quedan al margen de la física: son, a lo sumo, aproximaciones que sugieren, corroboran o rechazan la verdad de las leyes matemáticas. Pero ellos en sí mismos no son nada, no forman parte de la Naturaleza.

Mas llegó un momento en que estos hechos empezaron a obligar a cambiar no tal o cual ley, sino el concepto mismo de ley. En este instante, la ciencia, como ya en tiempo de Galileo, tuvo que hacerse nuevamente cuestión de su propio mundo y volver a preguntarse: ¿qué es el mundo físico? Este es el punto en que hoy se encuentra. Veámoslo.

3. Comenzó la inquietud con el estudio de los fenómenos eléctricos. Desde Maxwell, la electricidad no se halla sometida a leyes mecánicas. Posee leyes propias suyas. Un abismo separó estas dos regiones del mundo físico: el mundo de los movimientos y el mundo del electromagnetismo. Sólo había un posible punto de contacto: el principio de Hamilton. Pero este principio no es un principio pura y exclusivamente mecánico en el sentido corriente de la palabra: es un principio variacional mucho mas amplio. Con lo cual, dentro precisamente de la mecánica, se abrió la brecha para una posible radical reforma suya. Obtener las ecuaciones de la mecánica partiendo de la invariante integral de Hamilton es conceder la subordinación de la mecánica a principios más generales. La física ya no fue mecanismo, sino matematismo. No toda función del tiempo era forzosamente movimiento local.

Pero la cosa no paró aquí. Las leyes electromagnéticas no sólo son distintas, sino, en cierto modo, opuestas a las mecánicas. La velocidad de la luz es constante, no sólo en el vacío (es decir, medida con relación al éter), sino también referida a cualquier observador que se halle en un sistema inercial esto es, animado de movimiento rectilíneo y uniforme. Ahora bien:

nadie osó poner sus manos sobre las leyes de Maxwell, precipitado teórico y experimental tan admirable, que de ellas solía preguntar Helmholtz si "las había escrito algún dios". Por el contrario, tuvo Einstein la genial audacia de reformar la mecánica, haciéndose cuestión del sentido mismo de la medida, y con ello, de la Naturaleza física.

La medida a que se refería la física anterior a Einstein era una relación entre magnitudes matemáticas en el tiempo y en el espacio. Por tanto, la existencia física tenía el mismo sentido que la existencia matemática. A partir de Einstein, no es esto verdad. La existencia física es mentalmente distinta de la existencia matemática, O. visto desde la matemática: la matemática, como sentido de la Naturaleza, física, no puede confundirse con la matemática pura. A la física pertenecen la luz, es decir, todo el campo electromagnético y la materia ponderable. Por tanto, las magnitudes de que parte la física, incluso en mecánica, son magnitudes cósmicas, esto es, son el complejo indivisible: Espacio-Tiempo-Materia (incluyendo en ella el campo). La medida no es una relación entre magnitudes matemáticas, sino entre magnitudes cósmicas. El mundo de las llamadas cosas sensibles y el mundo físico no son dos mundos: aquél forma parte de éste. A esto se ha llamado geometrización de la física. También, tal vez con más propiedad, pudiera llamársele fisicalización de la geometría. Entonces llegó a su perfección la interpretación del movimiento como pura variación. Tanto, que Weyl ha creído posible eliminar la referencia al movimiento real de los cuerpos, para hablar, en su lugar, de una simple variación del campo en que se hallan. No puede llevarse más lejos la idea de que el movimiento, en el sentido de nuestra física, no tiene nada que ver con un llegar a ser.

Es decir: la llamada estructura geométrica del universo depende, esto es esencial, de lo que antes se llamaba realidad. Y, recíprocamente, nada tiene sentido físico si no es una magnitud mensurable cósmicamente. Ahora bien: la física de Galileo-Newton-Lagrange contiene magnitudes no mensurables en este sentido: el espacio y el tiempo absolutos; los cuerpos, independientemenete del tiempo y del espacio, etc. De aquí que la física de Einstein sea, en muchos conceptos, el coronamiento de la física clásica: naturaleza física es mensurabilidad real.

Pero esta palabra real envuelve un equivoco que hay que esclarecer. Pudiera pensarse que esta expresión alude a las observaciones de un observador. Entonces, el sentido de la obra de Einstein seria dar una descripción del universo válida para todo observador desde cualquier punto de vista. Es decir, la física de Einstein sería, no una física sin observador, sino una física con un observador cualquiera. Esto es verdad. Pero no es toda la verdad, ni siquiera la verdad esencial o primaria. La condición de invariancia de las leyes físicas no se refiere primera ni fundamentalmente a la imagen que un observador adquiere del universo, sino a la estructura del universo, relativamente a un sistema de coordenadas cualquiera. Se dirá que todo observador puede ser interpretado como un sistema de coordenadas. Pero a esto hay que responder, en primer lugar, que la recíproca no es cierta, y, en segundo lugar, que entonces no es el sistema de coordenadas interpretado como un punto de vista de observación, sino, al revés, el punto de vista de observación como un sistema de coordenadas. Es decir, que la medición "humana" de las magnitudes físicas no entra para nada en su concepto de medida. La medida es una relación que existe, esto es, se halla definida entre unidades "cósmicas", pero tan independientemente de la existencia del físico como la proporción matemática existe independientemente del matemático. La matemática es, por esto, todavía en la física de Einstein, la estructura formal de la Naturaleza. La matemática y la materia se han fundido en un mundo, pero el hombre queda fuera de él.

La física de los quanta da el paso decisivo. También en ella la Naturaleza es mensurabilidad real. Bien; pero aquí real no significa simplemente cósmico, como en Einstein, sino observable efectivamente. Medida no significa solamente existencia de una relación, sino yo puedo "hacer" una medición. Naturaleza = Mensurabilidad real = Medición de observables. ¿Qué quiere decir esto? He aquí lo que Heisenberg habría de aclararnos al enunciar el principio de indeterminación, si quiere, según parece, inaugurar una nueva etapa en la historia de la física.

Por lo pronto, observable significa, para él, concretamente, visible: los lugares y las velocidades no pueden ser efectivamente medidos sin ser vistos. La visibilidad no se refiere, pues, a las condiciones subjetivas, sino a la presencia de las cosas en la luz. Pero entonces se habla de la luz en dos sentidos radicalmente diferentes. En primer lugar, como algo que actúa sobre las cosas. En este sentido, es una parte de lo que la Naturaleza es. Pero si esta acción ha de dar lugar a un principio de indeterminación, entonces considero la luz desde un segundo punto de vista, no como algo que actúa sobre las cosas, sino como algo que permite verlas, que las hace visibles, es decir, las pone patentes. Son dos sentidos totalmente distintos. En el primero, la luz es una parte de la Naturaleza; en el segundo, la envuelve totalmente: es lo que constituye el sentido mismo de lo que ha de entenderse por Naturaleza, lo que la separa de todo lo que no es Naturaleza. En la primera acepción, la luz es un trozo de la Naturaleza, un fenómeno electromagnético y fotónico que en ella acontece. En la segunda, la luz es simplemente claridad, y, a fuer de tal, no es tanto un fenómeno, sino lo que constituye la fenomenalidad en cuanto tal. Desalojada de la Física, a fines de la Edad Media, la luz como claridad vuelve a entrar en ella. Y si la primera función es independiente del hombre, la segunda hace alusión esencial a él. De la coincidencia de ambos puntos de vista nace el principio de indeterminación, y esta coincidencia es puramente humana. La indeterminación entre lugares y velocidades por la acción de la luz no surge más que si hay un ente que quiere o tiene que servirse de la luz para averiguar el lugar que ocupan los cuerpos y la velocidad de que se hallan animados. No acontecía lo mismo en la teoría de la relatividad. En ella es necesaria la existencia del físico para que haya física; pero en el sentido de ésta no interviene la índole de aquél; lo que el físico hace no pertenece a la física, o, por lo menos, no pertenece a ella en el mismo sentido que en la teoría de los quanta. En la teoría de la relatividad el físico se limita a poner en relación unas cosas con otras; pero en el contenido de esa relación no interviene el hombre. En la teoría de los quanta no solamente el hombre pone unas cosas en relación con otras, sino que no tiene sentido, para él, más que lo que en esa posible relación sea visible. Solamente entonces tiene sentido hablar de indeterminación. Y esta indeterminación surge porque la luz posee ambas funciones: es a la vez, una parte de la naturaleza y su envolvente. Todos los entes que la física maneja habrán de referirse, en última instancia, a la vista: si manejo temperaturas, hará falta ver la altura de la columna mercurial en el termómetro, etc.

En otros términos: la física clásica se preocupó tan sólo de la localización relativa de unos cuerpos respecto de otros en el curso de un tiempo medido por un movimiento periódico. De aquí resulta que el supuesto —la condición, diría Kant— de todo fenómeno físico, es decir, la estructura formal de lo que se llama Naturaleza, es el esquema espacio-temporal, lo mismo que se considere como algo a priori, según pretendieron Newton y Kant, o como algo a posteriori, como quieren Leibnitz y Einstein.

Pero la nueva física cuantista repara en que esto no es suficiente: algo no es fenómeno, primariamente, por su localización en una simple estructura espacio-temporal, sino por su "visibilidad", si se me permite la expresión. Con lo cual viene a resultar que el supuesto o condición de toda fenomenalidad, la estructura formal de la Naturaleza, es la luz en el sentido de claridad.

Por esto, mientras para la física clásica la ley enuncia la índole de la articulación de un fenómeno con la estructura espacio-temporal, para la nueva física la ley enuncia, en cierto modo, la articulación de un fenómeno en el campo de la claridad en que es visible, y gracias al cual es "observable".

Pero este segundo punto de vista envuelve evidentemente el primero: lo que se "ve" es la "localización" espacio-temporal de la materia (en sentido lato, incluyendo la energía). Por esta implicación se produce inexorablemente la indeterminación de Heisenberg, y lo que el principio de indemnización expresa efectivamente es esta nueva idea de la Naturaleza.

En efecto, si el éxito acompañara a este intento —no es el momento de decidirlo, ni me siento, inútil decirlo, capacitado para ello— habría que decir que en el concepto de Naturaleza entran no sólo la matemática y la materia, sino lo matemático, lo material y lo visible, en unidad compacta. Es decir, "Espacio-Tiempo-Materia-Luz" (en el sentido de claridad), lo observable: esto es Naturaleza (este sentido de la palabra observable no coincide exactamente con el usual de Dirac). La física, más aún que en el caso de Einstein, no tiene más que un sentido humano. En el rigor de los términos, para Dios no sólo no hay física, sino que no hay ni Naturaleza en este sentido.

Entonces, los fenómenos no son aproximaciones a los objetos ideales de la física, sino que son estos objetos mismos. Los fenómenos de Galileo se tornan en observables. Por esto van rápidamente perdiendo su antiguo contenido los átomos, los electrones, etc., para pasar a ser vocablos que designan un sistema de relaciones fenoménicas. Recordemos una vez más que, desde Galileo, el objeto de la física no son las cosas, sino los fenómenos. Por tanto, cuando la física actual habla de equivalencia entre ondas y corpúsculos, no se refiere a que las cosas materiales se ablanden y diluyan en una realidad vaga e informe, sino que esa equivalencia es, a su vez, una equivalencia puramente fenomenal. Los conceptos de corpúsculo y onda son interpretaciones de observables. Para ello la física no necesita salirse de los observables y sustituirlos por cosas pensadas. La nueva física no sustituye unos entes por otros. Necesita ciertamente pasar al límite; pero es un paso al límite dentro de los fenómenos, el límite de Bernoulli. La expresión matemática, considerada como ley, no tiene más sentido que el ser un conjunto de observaciones virtuales: por consiguiente (dado su concepto de medida), la probabilidad de una observación, no la determinación real de un estado. O si se quiere, para la física, el estado real de algo sólo es aquel en que yo lo veo. Con lo cual, la matemática. que desde Galileo servía para definir el métron de lo que las cosas son, se convierte ahora en puro símbolo operatorio. No es ni una geometrización ni una aritmetización, sino una simbolización de la física. El movimiento no sólo no es un llegar a ser, ni tan siquiera una variación de las cosas, sino una alteración de observables.

Resumiendo: para Aristóteles, la Naturaleza es sistema de cosas (sustancias materiales) que llegan a ser por sus causas; para Galileo, Naturaleza es determinación matemática de fenómenos (acontecimientos) que varían; para la nueva física, Naturaleza es distribución de observables. Para Aristóteles, física es etiología de la Naturaleza; para Galileo, medida matemática de fenómenos; para la nueva física, ésta es cálculo probable de mediciones sobre observables.

En la crisis que a la nueva física se plantea, cualquiera que sea su solución, no se trata de un problema interno a la física ni de un problema de lógica o teoría del conocimiento físico: se trata, en última instancia, de un problema de ontología de la Naturaleza. El haber intentado mostrarlo es el sentido de esta breve nota.

Ni que decir tiene que, para los efectos de un sistema completo de física, no se ha pasado de una fase aún casi puramente programática. Ni tan siquiera este programa es, en opinión de todos, realizable. No puedo olvidar lo que en cierta ocasión me decía Einstein: "Hay entre los físicos quienes creen que sólo es ciencia pesar y medir en un laboratorio, y estiman que todo lo demás (relatividad, unificación de campos, etc.) es labor extracientífica. Son los Realpolitiker de la ciencia. Pero con sólo números no hay ciencia. Le es precisa una cierta religiosidad. Sin una especie de entusiasmo religioso por los conceptos científicos no hay ciencia... Otros se abandonan a la estadística. Un fenómeno eléctrico tiene asociado un valor de probabilidad. Bien; pero una probabilidad de que se presente algo sometido a la ley de Coulumb. ¿ Y esta ley? A su vez, una probabilidad. No lo entiendo. Es concebible que Dios haya podido crear un mundo distinto. Pero pensar que en cada instante está Dios jugando a los dados con todos los electrones del universo, esto, francamente, es "demasiado ateísmo..."

En este problema la ciencia positiva no es más que el reverso de la ontología. Es decir, es un problema ontológico y científico a un tiempo. La ciencia sola podrá pedir un nuevo concepto de Naturaleza, e incluso desecharlo; pero, por sí sola, no puede crearlo. Sin Aristóteles no hubiera habido física. Sin la ontología y la teología medievales hubiera sido imposible Galileo. "La adaptación de nuestro pensamiento y de nuestro lenguaje —dice Heisenberg— a las experiencias de la física atómica va, como en la teoría de la relatividad, acompañada indudablemente de grandes dificultades. En la teoría de la relatividad fueron muy útiles para esta adaptación las discusiones filosóficas anteriores acerca del espacio y del tiempo. Análogamente se puede sacar provecho, en la física atómica, de las discusiones fundamenta. les de la teoría del conocimiento acerca de las dificultades inherentes a una escisión del mundo en sujeto y objeto. Muchas abstracciones características de la moderna física teórica han sido tratadas ya en la filosofía de los siglos pasados. Mientras estas abstracciones fueron desechadas entonces como juegos de pensamiento por los científicos, atentos sólo a las realidades, el afinado arte experimental de la física moderna nos fuerza a discutirías a fondo."

El que esta física sea provisional no es un reproche, sino un elogio. Una ciencia que se halla en la situación de no poder avanzar, sin tener que retrotraerse a sus principios, es una ciencia que vive en todo instante de ellos. Es ciencia viva, y no simplemente oficio. Esto es, es ciencia con espíritu. Y cuando una ciencia vive, es decir, tiene espíritu, se encuentran en ella, ya lo hemos visto, el científico y el filósofo. Como que filosofía no es sino espíritu, vida intelectual.

"Los físicos —escribía Heisenberg en 1929, y sus palabras adquieren hoy mayor relieve— no se verán, en los propias decenios, forzados a limitarse al aprovechamiento de un dominio ya completamente explorado: antes bien, tendrán que partir, en el futuro, a correr aventuras por tierras desconocidas."

Esperemos que en esta aventura, en la que les acompaña con emoción el intelecto humano entero, los físicos no se pierdan, sino que se encuentren allí donde siempre se encuentran los espíritus: en la verdad.

Cruz y Raya, 1934.

[Publicado originalmente en "La Nueva Física–(Un problema de filosofía)." Cruz y Raya 10 (1934): 8-94. Edición digital preparada por la Fundación Xavier Zubiri]

Notas

  1. Ruego encarecidamente al lector que no olvide esta advertencia. Hay en estas líneas impropiedades técnicas —a veces, deliberadas— para sugerir una idea difícil. He creído preferible proceder así, mejor que acantonarme en un formulismo técnico, por lo demás muy fácil de reproducir.

  2. Esta alusión a los resonadores no tiene aquí más significación que la de ser un símil ilustrativo. Nada tiene que ver, por ejemplo, con el fenómeno de la resonancia cuantista, descrito por Heisenberg. Naturalmente.

  3. La expresión "función de funciones" es equívoca: no significa una función cada uno de cuyos valores depende de otro valor a través de una función intermedia, sino una función tal que cada uno de sus valores depende de todos los valores a la vez, de la- función independiente. Es el concepto general de funcional.

  4. No se olvide la fecha del presente trabajo.

  5. [El original dice "g", pero lo que describe Zubiri son las partículas a; hoy día, se consideran compuestos de dos neutrones y dos protones.]

  6. No es de este lugar referirme a otras varías partículas elementales (?) cuyo estudio experimental está aún casi en curso.

  7. Discúlpeseme semejante vaguedad. La definición precisa del observable de Dirac me llevaría demasiado lejos.

  8. Para ser exacto, habría que decir que en la nueva física no se trata de medir una variable, sino todas a la vez. La estadística de cada variable, aislada, no tiene interés. Lo tiene tan sólo el cuadro del conjunto de todas las variables.

 

© José Luis Gómez-Martínez
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