Wittgenstein

Dios, sentido de la vida

 

Cuando se cumplen 50 años de su muerte, es del todo oportuno que, antes de que el 2001 concluya, los católicos que nos dedicamos a la filosofía rindamos merecido homenaje a quien fue uno de los más originales pensadores del siglo XX, el vienés Ludwig Wittgenstein (de ahora en adelante W). En distintos foros intelectuales y secciones culturales de los periódicos, se ha hecho referencia a su potencia filosófica, a la influencia del Tractatus (única obra publicada durante su vida) y de las póstumas Investigaciones filosóficas, a las interpretaciones de sus dispersos escritos, e incluso a eventos extraños de su apasionada vida académica. Sin embargo, hay aspectos de su biografía, como de su obra, que no suelen resaltarse y que merecen ser destacados: su pensamiento y experiencia cristianos.

Es bien conocido que, poco antes de morir, el mismo W, que a los ojos de sus compañeros y familiares había llevado una atormentada existencia, con no pocos desequilibrios psíquicos y tendencias suicidas (varios de sus hermanos se suicidaron), pronunció aquellas enigmáticas palabras a quien le asistió durante la fase final de su cáncer de próstata: “Dígales usted que he tenido una vida maravillosa”. Se dirigía a sus pocos amigos que estaban cerca del agonizante filósofo. Murió el 29 de abril de 1951. A pesar de las reticencias de algunos de sus allegados, se acordó que tuviese un funeral y entierro católicos. Fueron determinantes las declaraciones de uno de sus íntimos, el señor Drury, según el cual el propio W en diversas ocasiones le expresó el deseo de que sus amigos católicos rezasen por él después de su muerte. Sus restos permanecen en el sencillo Saint Gilles Cementery de Cambridge.

Salvo honrosas excepciones, los que se han pronunciado en la prensa durante este año de homenajes al pensador vienés han marginado –injustamente– sus profundas y constantes inquietudes religiosas. Bien es verdad que no abundan en sus escritos filosóficos referencias extensas a temas cristianos, pero sí en sus diarios (juveniles y maduros) y textos personales. Poseen una fuerza significativa especial, máxime si aceptamos como válido para todos sus escritos posteriores lo que afirmó el filósofo sobre el Tractatus, único libro que quiso publicar: “Mi trabajo consta de dos partes: la expuesta en él, más todo lo que no he escrito. Y es esta segunda parte precisamente la que es más importante”. Por tanto, la parte no filosófica de su obra, aunque siempre sugerida, mostrada, apuntada entre líneas –y, como veremos, vivida–, ha de ser considerada la más relevante para interpretar el núcleo de su proyecto ético, que no es otro que la búsqueda del sentido de la vida. Sobre tal sentido (que denominó el primer W lo místico), ni las ciencias, ni las filosofías, en tanto que discursos elaborados con nuestro lenguaje humano –siempre limitado y lleno de trampas –, podrán pronunciarse con rigor.

Se puede constatar, siguiendo los cuadernos de notas que el joven W iba redactando en el frente, durante la primera guerra mundial, que inició su indagación filosófica sobre cuestiones religiosas y éticas con aquella pregunta del 11 de junio de 1916 que atraviesa toda su biografía: ¿Qué sé sobre Dios y la finalidad de la vida? Lo que escribió W sobre Dios y la vida debería ser meditado más a menudo, tanto por sus monaguillos discípulos que alardean de un agnosticismo vacuo y escasamente reflexivo, como por quienes somos cristianos. Lo que podría denominarse el credo de W quedó así formulado para la posteridad: “Bueno y malo dependen, de algún modo, del sentido de la vida. Podemos llamar Dios al sentido de la vida, esto es, al sentido del mundo. Y conectar con ella la comparación de Dios con un padre. Pensar en el sentido de la vida es orar. Creer en Dios quiere decir comprender el sentido de la vida. Creer en Dios quiere decir ver que con los hechos del mundo no basta. Creer en Dios quiere decir ver que la vida tiene un sentido. Sea como fuere, de alguna manera y en cualquier caso somos dependientes, y aquello de lo que dependemos podemos llamarlo Dios...”

Estas sorprendentes declaraciones fueron escritas cuando contaba con 27 años el que ya prometía ser, en sus Notebooks, un genial lógico y matemático. Sin embargo, no estamos ante juveniles e inocentes proclamaciones religiosas, fruto de una mente aún no madura. A la edad de 40 años, cuando W ya era considerado uno de los más originales filósofos por su influyente Tractatus, además de indicar en sus diarios el valor que concedía a los Salmos y al Nuevo Testamento, y de confesar que, en ocasiones, se ponía de rodillas y rezaba con intensidad, dejó escrito entre sus dispersas notas sentencias como éstas: “Cuando algo es bueno, también es divino. Extrañamente así se resume mi ética. Sólo lo sobrenatural puede expresar lo Sobrenatural. Lo bueno es lo que Dios manda. Dios Hijo (o la palabra que procede de Dios) es lo ético”.

Doctrinas... y vida

Estas sentencias lacónicas reflejan que, para nuestro autor, la ética filosófica no puede explicar ni justificar por qué lo bueno es bueno. Al parecer de W, la esencia de lo bueno no guarda ninguna relación con los hechos del mundo, y por tanto el lenguaje no puede orientarnos hacia el bien. A pesar de que muchos estudiosos hispánicos procuran obviarlo, W se sirvió en su época filosófica madura de términos neotestamentarios (Dios Hijo, es decir Jesucristo), para expresar cuál es la máxima concreción de lo ético. En la teología cristiana, a la que parece evidente que se está refiriendo W, el Hijo revela al Padre –como lo ético expresa lo divino –. Viendo al Hijo, que sería algo así como la personificación de lo ético-bueno, se muestra (zeigt sich en términos del Tractatus) lo que la Escritura denomina Dios-Padre, y el filósofo considera, como dije, el sentido de la vida. Por tanto, se podría afirmar que para W lo bueno absoluto nos ha sido revelado-mostrado por Dios, y por ello sobran ya todas las teorías; sólo nos queda vivir en concordancia con el Dios-Hijo: realizar el bien que Él nos ha mostrado con su vida y con su muerte.

Y en sus últimos escritos, poco antes de morir, cuando W tenía alrededor de 60 años, nos encontramos con frases expresivas de su trayectoria vital que iluminan lo apuntado hasta el momento: “Si el cristianismo es la verdad, es falsa toda filosofía al respecto. Opino que el cristianismo dice, entre otras cosas, que todas las buenas doctrinas no sirven para nada. Debe cambiar la vida (o la dirección de la vida)”.

Esta preocupación por el cambio de la vida, más que por la teoría ética, es la que explica que W tomase, a lo largo de los años, decisiones tan extravagantes para algunos como ejemplares para otros, pero, sin duda, marcadas por una sensibilidad cristiana y moral poco común: fue asiduo lector de los evangelios y de los comentarios de Tolstoi; abandonó sus estudios en la prestigiosa Universidad de Cambridge para ir a una escuela rural a enseñar a niños (por cierto, les hacía rezar todos los días el Padrenuestro antes de comenzar la jornada, “la oración más extraordinaria que se haya escrito”, según se puede leer en sus notas del año 40); siendo miembro de una de las familias industriales más ricas de Viena, se desprendió de su millonaria herencia para socorrer a artistas y poetas (entre ellos a Rilke, el poeta de la muerte); fue ayudante de jardinero en un convento de las afueras de Viena; tuvo en varias ocasiones intenciones de hacerse sacerdote y de ingresar en un monasterio como monje; vivió absolutamente solo, durante largas temporadas, en una aislada casa de montaña en Noruega; al volver a la Universidad de Cambridge como catedrático, llevó una vida austera y con escasas relaciones sociales... Quizá con todo ello aquel genial lógico y filósofo intent;o mostrar lo bueno, sin explicarlo ni justificarlo con vanas e insustanciales doctrinas éticas...

Enrique Bonete Perales
Universidad de Salamanca