Imperatividad absoluta del deber
El
argumento deontológico de la existencia de Dios.
Por Juan Cruz Cruz
Profesor Ordinario de Historia de la Filosofía de la Universidad de Navarra
Publicado en la revista "Anuario Filosófico" Volumen XXVII/2. 1994
Servicio de Publicaciones Universidad de Navarra.
This starting point of the deontological argument as formulated by Millán
Puelles is the absolute imperative of duty on conscience, and its terminus or
culmination is God as an Absolute Person. The proof departs from the commanded
conscience to the Conscience that commands. An imperative is not only a demand
directed toward a free willl, but likewise the demand that one will be
directed by another. Each imperative is a dialogue betwen wills. Thence the
need that the imperative be imposed ultimately by a person.
1. Sentido del argumento deontológico.
"Era un deber para nosotros -dice Kant- promover el sumo bien; por tanto,
no era sólo un derecho, sino una necesidad conectada con el deber, una
exigencia, el presuponer la posibilidad de este sumo bien. El cual, en virtud
de que se da únicamente bajo la condición de la existencia de Dios, enlaza
inseparablemente la presuposición de esta existencia con el deber, y ello
equivale a decir que es moralmente necesario admitir la existencia de
Dios". En estas palabras, que ponen en relación necesaria el deber con
la existencia de Dios -porque es imposible conferir al deber un fundamento sin
apelar a Dios-, se puede identificar una forma moderna del argumento
deontológico. Sólo que para el Regiomontano a Dios no se puede llegar con la
razón teórica, sino con la razón práctica. De este agnosticismo teórico
se aleja la propuesta de Millán-Puelles. Su análisis viene a mostrar que la
realidad práctica del deber tiene consecuencias teóricas, justo las mismas
que desembocan en la formulación del argumento deontológico.
Uno de los hilos que en la producción filosófica de Millán-Puelles conduce
desde la Estructura de la subjetividad a La libre afirmación de nuestro ser
es el análisis fenomenológico y ontológico de la libertad. En este
análisis aparece el deber como una realidad que, desde el ámbito de la
libertad, posibilita una mostración de la existencia de Dios como Persona
Absoluta. "A esta Persona Absoluta es a la que se accede en la reflexión
filosófica sobre la experiencia del deber en su carácter de imperativo moral
y en tanto que éste requiere -por su propio carácter absoluto [...]- un
fundamento último, incondicionado enteramente. Dios, la Persona Absoluta, es
el imperante del imperativo moral, sin que ello le confiera al ser de Dios una
relatividad real que tenga en ese imperativo su otro extremo".
En ningún momento de La libre afirmación de nuestro ser expresa
Millán-Puelles el deseo de construir una prueba deontológica de la
existencia de Dios en el sentido usual de la palabra. Sí es, en cambio,
consciente de que realiza esa prueba, señalando sus momentos lógicos y
advirtiendo que le surge como de pasada y sin haber tenido la intención
explícita de darla. "El razonamiento que acabamos de hacer no presupone
la existencia de Dios, sino que es una prueba de que Dios existe en tanto que
en Él consiste el último fundamento del imperativo moral. Ni la
argumentación desarrollada tenía por finalidad la consecución de esta
prueba, ya que objetivamente ha ido surgiendo por virtud del análisis de las
implicaciones del imperativo moral en tanto que imperativo y según su
carácter absoluto, siendo este análisis una necesidad lógica, impuesta por
la de llegar a una suficiente explicación de nuestra experiencia del
deber".
Es nuestro objetivo exponer la articulación sistemática de tal prueba.
Advirtamos también -aunque holgaría decirlo- que no parte Millán Puelles
del llamado "consenso moral del género humano". Lo que tiene de
"moral" este consenso no justifica todavía que se llame
deontológico al argumento que de él surge, puesto que "moral" se
contrapone en este caso a las certezas física y metafísica, surgidas por
evidencia intrínseca. Tal consenso moral, referido a Dios como fin de la vida
humana, es tenido por algunos como un fenómeno universal, constante e
inquebrantable. Los problemas que los adversarios de tal argumento desearían
ver resueltos son, entre otros, si consta de hecho tal consenso universal
tanto en los tiempos históricos como en los prehistóricos, si el referente
de ese consenso fue siempre un Dios personal o no más bien las fuerzas
naturales personificadas, y si el consenso tiene un valor criteriológico
determinante, apodíctico o primario, o no es más bien un sucedáneo, un
sustituto de razones evidentes que a lo sumo llega a sugerir la existencia de
Dios.
Del argumento deontológico en sentido estricto se han dado varias
formulaciones; sólo por referencia a su punto de partida, podrían destacarse
tres fundamentales:
D1: La obligación es primariamente transcendente, de modo que la vivencia del
deber remite inmediatamente a un imperante absoluto que domina el fin último
de nuestra vida.
D2: La obligación vivida en el punto de partida es sólo exigitivamente
transcendente, no se refiere de modo estructuralmente inmediato a la persona
absoluta: sólo remite internamente a una ley moral universal, intrínseca a
la conciencia del deber, y punto de partida del argumento.
D3: La experiencia moral del deber no encierra como dato originario la idea de
Dios -sólo es exigitivamente transcendente-; pero el punto de partida no es
la ley moral universal, sino el imperativo moral mismo en tanto que muestra un
carácter absoluto.
La última formulación es la que corresponde al argumento expuesto por
Millán-Puelles, un argumento que pretende tanta apodicticidad como la
tradicional prueba de la existencia de Dios basada en la contingencia del
mundo.
El principio o punto de partida del argumento es la imperatividad absoluta del
deber en la conciencia, siendo su término o culminación Dios como Persona
Absoluta. La prueba va de la conciencia imperada a la Conciencia imperante, de
la libertad ala Libertad, de la persona a la Persona. Es una reflexión
filosófica y no una simple descripción de la experiencia moral. Pero el
objeto de esa reflexión es justo la experiencia moral del deber, considerada
no sólo en su mero aspecto subjetivo -en
tanto que acaece en el sujeto que la vive-, sino especialmente en la índole
objetiva y absoluta que el deber tiene como imperativo moral. El análisis del
deber constituye, pues, el hilo de la prueba, cuyo paso metódico previo es la
pregunta por el fundamento mismo del deber.
2. Fundamentos del deber: fenomenológico y ontológico.
Acerca del deber, Millán-Puelles indica dos fundamentos, el fenomenológico y
el ontológico, en cuya distinción gravita la intelección de la prueba.
Previamente indica el fundamento lógico o conjunto de las premisas de las que
los mandatos morales se infieren cuando su validez objetiva no es evidente de
una manera inmediata. Semejantes imperativos morales "tienen su
fundamento lógico en otros imperativos igualmente morales: los dotados de una
validez objetiva inmediatamente evidente". El fundamento lógico se
refiere, pues, a la validez objetiva inferida -mediatamente cognoscible-, o
sea, la que se hace accesible por la mediación de algún razonamiento.
"Pero un fundamento último del imperativo moral ha de ser algo en lo
cual se basen y apoyen todos los imperativos morales y no tan sólo un
determinado grupo de ellos".
a) Fundamento fenomenológico.
La índole fenomenológica es la propia de todo cuanto se manifiesta de
inmediato en la experiencia humana y, por lo mismo, también en la experiencia
moral.
En el imperativo moral se muestra, en primer lugar, el
"ser-moralmente-bueno" de lo mandado, o sea, su bondad moral; porque
una nota fenomenológica de los imperativos morales y de los deberes
respectivos es que "su fundamento consiste en la bondad moral de aquello
que se presenta en calidad de deber y, por tanto, de algo moralmente
prescrito". El fundamentó fenomenológico del deber se distingue así
del mero fundamento lógico.
Pero, en segundo lugar, la bondad moral se nos aparece, en la conciencia misma
del deber, "como algo que a su vez es exigido de una manera absoluta. Es
éste un dato puramente fenomenológico, algo que por sí mismo se nos muestra
en la experiencia de la moralidad, donde el "ser-moralmente-bueno"
es aprehendido, en cada una de sus flexiones deontológicas, como algo que al
hombre se le exige categóricamente: pura y simplemente por ser hombre, no por
ser hombre con unas ciertas intenciones o unas determinadas apetencias. La
experiencia moral es, de este modo, la que de nosotros mismos poseemos en
calidad de radicalmente pasivos ante la absoluta exigencia de conseguir la
bondad que en tanto que hombres nos concierne. Los imperativos morales, tanto
los más genéricos como los más concretos, no son otra cosa que
ramificaciones o manifestaciones derivadas, ciertamente muy distintas entre
sí, de esa exigencia, esencialmente unitaria e indivisible, que es la bondad
moral en cuanto tal". Dicho de otro modo, el análisis descriptivo de la
experiencia moral suministra un dato incuestionable: nuestra pasividad
fundamental "ante la exigencia de conseguir la bondad que en tanto que
somos hombres nos concierne de una manera absoluta".
Pero el análisis descriptivo o puramente fenomenológico no puede plantearse
ni resolver la cuestión de dónde le viene al hombre la radical exigencia de
ser moralmente bueno. La exigencia de ser moralmente bueno es vivida por el
hombre "no sólo como apodíctica en un sentido absoluto, sino también .
como algo absolutamente evidente; no necesitado, en modo alguno, de
fundamentación o explicación. Y otro tanto sucede en el mero análisis
fenomenológico de la vivencia de la bondad moral, ya que en este género de
análisis no cabe hacer otra cosa que describir con conceptos explícitamente
declarados lo que ya estaba "sentido" en esa misma vivencia".
b) Fundamento ontológico.
La primera cuestión ontológica que se plantea -surgida del análisis
filosófico de las implicaciones de la experiencia moral- es existencial,
ligada estrechamente a la fenomenológica, y se resuelve con ésta: ¿es un
pseudo-ser el "ser-moralmente-bueno" de lo mandado en el imperativo
moral? Millán-Puelles señala que no es una mera apariencia, "sino un
genuino ser, y en cuanto tal viene dado como el fundamento ontológico de la
exigencia en que el deber consiste y que resulta expresada por el mandato
moral" . También en la conciencia del deber se nos aparece la bondad
moral como el inmediato fundamento ontológico de las exigencias morales. La
bondad moral de lo prescrito en los imperativos es la forma de ser que en la
propia experiencia de la moralidad nos viene dada como el porqué ontológico
del deber y del correspondiente imperativo moral. La bondad (o el "ser
moralmente bueno" de algo) es "fundamento ontológico de todos los
imperativos morales porque es el ser en el que todos los imperativos se
apoyan". En la experiencia misma de la moralidad el fundamento se
presenta a la vez como fenomenológico y como ontológico, "vale decir,
dado inmediatamente en su propio valor de fundamento" . Ese fundamento
ontológico tiene un valor absoluto. "La bondad moral no es una bondad
relativa, condicionada, sino la que de un modo incondicionado pertenece al
buen uso de nuestro libre albedrío" . Los imperativos remiten al deber;
y el deber a la bondad moral de lo prescrito en los imperativos.
La segunda cuestión ontológica es de carácter teleológico -surgida de una
reflexión sobre la experiencia moral y movida por la intención de descubrir
las implicaciones últimas o más radicales de esta misma experiencia- y se
formula así: ¿quién dicta los mandatos en la forma del imperativo moral?
¿Puede ser el propio hombre quien a sí mismo se hace la exigencia de su
bondad moral? La presencia de esta cuestión rebasa el nivel del análisis
puramente fenomenológico de la praxis moral. Se justifica por el hecho de que
estos mandatos, en virtud de su carácter categórico, "no pueden ser
dictados por quienes libremente los cumplen o los incumplen". Antes de
formular esta pregunta ontológica, la descripción fenomenológica ya
aportaba el dato de "nuestra fundamental pasividad ante la exigencia de
conseguir la bondad que en tanto que somos hombres nos concierne de una manera
absoluta" . El desarrollo de la cuestión ontológica debe atender a la
realidad de ese dato fenomenológico, el cual exige una respuesta negativa.
Más hondamente, se trata de saber cuál es el fundamento último del
imperativo moral.
Podría parecer que en razón del valor absoluto que tiene la bondad moral
como fundamento ontológico, hubiéramos de atribuir a ésta la manera de ser
de un fundamento último. Pero eso sería confundir valor absoluto con valor
último. La bondad moral no es razón bastante para justificar por sí sola al
deber. El valor absoluto de la bondad moral es compatible con la necesidad de
un fundamento distinto de la propia bondad moral de lo prescrito en los
imperativos morales. La bondad moral posee una limitación. "El valor
absoluto del "ser-moralmente-bueno" es el valor de una bondad
limitada, y ello por dos razones: 1ª, porque la bondad moral no incluye en
sí todas las posibles calidades o determinaciones positivamente valiosas, de
tal modo, por tanto, que la posesión de esta bondad es compatible con la
carencia de otras (aunque no, ciertamente, con la falta de todas las
determinaciones positivas restantes, ya que algunas de ellas resultan
imprescindibles para la posibilidad misma del
"ser-moralmente-bueno"); 2ª, porque aquello a lo que la bondad
moral conviene (a saber, la actividad moralmente positiva y, en tanto que la
ejecuta, el ser humano que la lleva a cabo) es en todos los casos una realidad
limitada, incapaz, por lo mismo, de una bondad infinita" . Sin trascender
el plano de la consideración fenomenológica de la moralidad -o sea, sin
recurrir metafísicamente a Dios- no puede explicarse, en última instancia,
la imperatividad absoluta del deber.
3. Relación transcendente de la obligación.
a) La obligación y el conocimiento de Dios.
El argumento deontológico, en cualquiera de las tres formulaciones antes
apuntadas (D1, D2 y D3), fue considerado inválido por todos los que exigían
ya el conocimiento explícito de Dios, en su existencia y en sus atributos,
para tener una noción de la obligación. Estos sostenían que invocar el
hecho de la obligación para probar la existencia de Dios es una petición de
principio.
En verdad estos autores realizan un análisis inadecuado del hecho mismo de la
obligación. Para que desde el punto de vista ontológico se distinga el bien
del mal y para que haya siquiera espontáneamente un conocimiento cierto de la
auténtica obligación, no se requiere que la existencia de Dios sea conocida
explícitamente y de un modo determinado: sólo se precisa que el principio de
la moralidad sea evidente de suyo. "Para que aceptemos en principio los
mandatos morales es por completo suficiente la evidencia, inmediata o mediata,
de la bondad moral de lo que en ellos se ordena y, respectivamente, de la
maldad moral de lo que en ellos queda prohibido. De ninguna manera se plantea
en el transcurso mismo de la experiencia moral la cuestión de por qué y por
quién se exige al hombre su "ser-moralmente-bueno" ".
Cuestión distinta es que con sólo la propia naturaleza racional, que para el
hombre es norma de moralidad y manifestativa de la obligación moral, pueda
fundamentarse últimamente esta obligación o explicarse adecuadamente sin
recurrir a la existencia del sumo legislador. El propio Millán-Puelles
advierte que ante el dato experiencial de nuestra "radical pasividad en
la constitución de la exigencia de ser moralmente buenos", la tarea del
filósofo no se reduce a describir simplemente lo dado en esta experiencia: ha
de preguntarse de dónde le viene al hombre esta exigencia y quién o qué se
la hace. "La cuestión está justificada por el hecho de que la exigencia
de la bondad moral es un imperativo para el cual ha de haber un imperante, y
porque lo único que acerca de éste sabemos, en una primera reflexión (ya
deductiva y no meramente descriptiva) de la experiencia de la moralidad, es
que no cabe que en su raíz lo sea un hombre. Lo impide el esencial carácter
receptivo de nuestro modo inicial de comportarnos ante los mandatos morales y
ante el denominador común de todos ellos, que es, en definitiva, la exigencia
de la bondad moral". Reflexionando sobre la obligación puede, pues,
demostrarse que es necesaria la existencia de Dios, como primer principio del
que últimamente procede el mandato categórico y absoluto del deber moral.
Los defensores de la formulación D1 no ven la necesidad de aceptar la
demostración explícita de Dios para conocer el sentido del deber, y
entienden que la obligación es primariamente transcendente, o sea, una
necesidad moral absoluta de hacer o evitar algo, en tanto que lo hecho o lo
evitado están ligados a la obtención del fin de toda la vida humana y se
realizan como respuesta a la persona que domina el fin último de toda nuestra
vida y de cuyo poder no podemos evadirnos. Holgaría decir que no se trata de
una necesidad física, sino moral, porque sólo se refiere al enlace de la
acción con el fin, quedando intacta la libertad natural. Pero que sea
absoluta esa necesidad significa que se trata de un fin que se nos impone
independientemente de nuestra voluntad. Los defensores de la formulación D1
consideran que si no existiese esa persona, estaría mal conformada nuestra
naturaleza humana y quedaríamos dirigidos por ficciones en nuestra vida
moral. Así, pues, la premisa mayor de la formulación D1 dice que en la
obligación moral se nos impone, como fenómeno de conciencia, la relación de
la acción con un fin último de nuestra vida determinado por una realidad
personal; sostiene que tenemos experiencia de la obligación, entendida como
necesidad moral absoluta de la acción puesta no sólo por la bondad moral que
nuestra naturaleza exige, sino por la sujeción en que nos encontramos
respecto de una persona que domina el fin último de toda nuestra vida. La
premisa menor indicaría que esa persona es lo que se entiende por Dios. La
conclusión, claro está, afirmaría que Dios existe.
Muchos de los que siguen la formulación D1 se inclinan además a pensar que,
aun sin admitir una intuición directa de Dios, ya en la misma obligación
experimentada en la conciencia conocemos inmediatamente nuestra relación de
dependencia respecto de un término personal transcendente y, además,
captamos confusamente la misma voluntad personal de la que depende nuestra
naturaleza. Y esta connotación a la existencia de Dios es vista sin
razonamiento alguno, en el seno mismo de la obligación moral. Por tanto, la
captación de la obligación encerraría implícitamente un conocimiento de lo
divino que la reflexión habría de hacer después explícito. La conciencia
no podría representarse una acción como contraria a la naturaleza racional
del hombre sin tener un conocimiento siquiera implícito de la prohibición
divina.
b) La obligación y el conocimiento de la naturaleza humana.
Los adversarios de la formulación no discuten que en el hecho de la
obligación esté implícita nuestra dependencia respecto de un poder
obligante, pero niegan que aparezca con evidencia inmediata el obligante
transcendente; exigen, para lograr la evidencia de lo transcendente, utilizar
la reflexión y el discurso basados sobre el dato previo del deber en su
estructura natura1. Y aunque estos adversarios -entre los que se cuenta
Millán-Puelles- admiten el argumento deontológico, le dan empero distinta
formulación, pues piensan que la obligación es sólo exigitivamente
transcendente, por cuanto lo que en la acción queda inmediata y
explícitamente connotado no es el enlace de ésta con el fin último de la
vida humana, sino el enlace de la acción con la bondad moral que se nos
impone independientemente de nuestra voluntad y que exige la conformación de
nuestras acciones con una naturaleza que nosotros no nos hemos dado. Y en eso
descansa la posibilidad de la libre afirmación de nuestro ser.
También esta obligación es una necesidad moral absoluta en la acción, justo
por la conexión de ésta con la bondad moral exigida por nuestra naturaleza
humana y por sus relaciones hacia los demás seres.
Las formulaciones D2 y D3 fijan sus análisis en lo que antes se ha llamado
obligación exigitivamente transcendente28. La estructura de lo que, a
propósito de la formulación D1, se denomina obligación primariamente
trascendente no figura en los argumentos D2 y D3 como un elemento de las
premisas, sino como una parte de la conclusión: pues sólo tardíamente
podemos sentir la experiencia de una obligación en todas sus dimensiones,
justo cuando conocemos tanto la existencia de Dios como la del fin último de
toda nuestra vida. Pero el análisis meramente descriptivo de la experiencia
moral no encuentra como dato originario e imprescindible para esta misma
experiencia la idea de Dios en cuanto origen de los mandatos morales. Esta
idea no está dada de hecho en nuestra experiencia del deber, ni es necesario
que esté dada en tal experiencia. "La conexión de los mandatos morales
con la Persona Absoluta se nos hace presente, de una manera especial, sólo en
la reflexión discursiva sobre la experiencia del deber, no en esta misma
experiencia, ni como algo verdaderamente indispensable, o conveniente al
menos, para su valor intuitivo".
Ahora bien, en la formulación D2 la necesidad moral se visualiza desde la ley
moral que la impone. Justo por ello, el punto de partida en D2 es la
"presencia de la ley moral natural en el hombre", por cuya virtud se
concluye en la existencia de Dios como legislador supremo. En D2 se asciende
desde el conocimiento de la ley moral natural al de la existencia de la ley
eterna. Así lo formula González Álvarez siguiendo, entre otros, a Garrigou-Lagrange
y Maquart, e identificando el procedimiento con el de la tercera vía tomista
(argumento de la contingencia o limitación en la duración): Mayor:
"Consta a nuestro conocimiento la existencia en la naturaleza humana de
una ley natural moral". Menor: "Esta ley natural moral es
necesariamente causada. Es imposible proceder al infinito en la serie de las
causas legisladoras que son a su vez causadas". Conclusión: "Luego
debe admitirse la existencia de una primera causa legisladora, a la que
llamamos ley eterna, y que responde a la definición nominal de Dios". El
punto de partida es la existencia de una ley universal e inmutable que rige el
dinamismo de la conciencia moral; y este punto se considera evidente con
anterioridad a toda demostración de la existencia de Dios. Conviene aclarar
que el punto de partida de D2 no es el supuesto inmediato de la ley moral, a
saber, la ordenación necesaria de la voluntad al bien como tal, pues si así
fuera tendría que concluir en el supremo ordenador de la voluntad,
procedimiento de la quinta vía tomista. Así, pues, la prueba D2 pregunta por
la razón de ser del hecho de la ley moral y por su dependencia respecto de
otro principio superior. "La ley natural tiene en sí eficacia de
fundamento último de toda legislación humana positiva, pero ella misma no
tiene en sí su propio fundamento. Es, como toda ley, un algo
"para". Precisamente por ello es también un algo "por"
". La existencia de la ley natural tiene, pues, un principio legislador,
una causa fuera de la razón humana. Como es imposible proceder al infinito en
la serie de principios, debe admitirse un principio legislador que tiene en
sí mismo la razón de ser de su actividad legisladora.
Se aprecia que el punto de partida de la prueba D2 no es la obligación misma
basada en la naturaleza humana o en la realidad del sujeto moral. Se trata,
más bien, de una ley moral expresada en forma de juicio, el cual es
considerado no tanto en su función práctica cuanto en sus propiedades
especulativas de universalidad y necesidad.
El argumento habría quedado inalterado si en el punto de partida se hubiera
sustituido la idea de "ley moral natural" por la de "leyes
generales de la naturaleza". Lo expresado en la proposición
"conozco que :hay una ley que rige mis actos libres" no tendría una
fuerza probatoria mayor que lo dicho en la proposición "conozco que hay
una ley que rige las acciones de los seres físicos".
Este intercambio de papeles muestra que el argumento carece en sí mismo de
originalidad, pudiendo reducirse a la prueba de la contingencia, como dicen
sus defensores. Lo más genuino de la obligación moral queda aquí sometido a
un proceso reductor tal que la deja desvaída.
4. Articulación del argumento deontológico.
En la reflexión desplegada por Millán-Puelles sobre la formulación D3 se
distinguen claramente tres momentos: el punto de partida, la aplicación del
principio de causalidad y el punto de llegada.
a) Punto de partida: la imperatividad absoluta del deber.
El punto de partida es el imperativo moral en tanto que muestra un carácter
absoluto. "Aquello que moralmente debo hacer se me da como algo que me
apremia, no con la fuerza de una necesidad biológica, pero en cambio con un
requerimiento más profundo, más íntimo y sutil, porque se mueve en el mismo
plano de mi libertad".
La exigencia de la bondad moral va dirigida a nosotros, seres libres, y en
tanto que somos libres. Una exigencia dirigida a una libertad se llama un
mandato, un imperativo, "mientras que, por el contrario, no lo es la
exigencia que va dirigida sólo al entendimiento en cuanto tal, vale decir, la
que queda por completo satisfecha con un acto, meramente intelectivo, de
atenimiento a algo dado".
Por ese carácter "apremiante", la vivencia del deber no tiene el
carácter de una conciencia simplemente concomitante -una autoconciencia
inobjetiva, una "tautología concomitante", en términos de Millán
Puelles- sino el de una "reflexividad originaria". Esta expresión
tiene la finalidad de distinguir también la vivencia del deber de la
reflexión estrictamente dicha sobre el deber, la cual es secundaria o fundada
en una vivencia originaria del deber. La reflexividad originaria no es una
"tautología concomitante", y no lo es porque la subjetividad
tampoco se da en ella como algo meramente connotado, un implícito que
acompaña a toda vivencia. El deber me apremia, y eso significa que hay en su
vivencia una reflexividad explícita y no sólo una autopresencia inobjetiva:
se trata de una verdadera reflexividad -no es una autopresencia sólo
concomitante-, a la que Millán-Puelles nombra "cuasi-objetiva" para
distinguirla "de la que en los actos de reflexión estrictamente dicha se
realiza en el modo de una autodistancia [...]. La autopresencia cuasi-objetiva
es la presencia de una subjetividad que se percibe instada. Lo que ella vive
entonces como "instante" no es, por supuesto, ella misma, sino algo
suyo, en el sentido en el que llamo mío a mi deber [...], como algo que yo no
soy, pero que tengo ahora y que me afecta en el modo de instarme. Mi tenerlo
consiste en ser por él instado, a diferencia de lo que acontece en los actos
de reflexión estrictamente dicha sobre estas vivencias, en los cuales, en vez
de ser instado y tener, de ese modo, la presencia cuasi-objetiva de mí mismo,
yo soy objetivante de lo que me la hacía tener. La subjetividad en acto de
una vivencia originariamente reflexiva es, pues, la subjetividad cuasi-objetivamente
autopresente por virtud de aquello mismo que la insta y cuya objetividad tiene
un carácter meramente vivido y no tematizado. Es imposible que algo me esté
instando sin ser, de alguna forma, diferente de mí, pero también si no se da
ante mí como un cierto objeto o cuasi-objeto".
Sentirse en acto apremiado por el requerimiento de un deber representa una
experiencia que se integra en un río de vivencias. "Pero ni el flujo de
ellas, ni ninguno de sus mismos episodios, es lo que se siente instado en cada
caso. Lo que en acto queda apremiado o requerido es la subjetividad sustante a
sus vivencias, tanto a cada una de ellas, como a la integridad del curso de
las mismas".
Así, pues, en el imperativo que me insta desde la vivencia del deber se
apuntan dos características: Primera, la absolutividad objetiva (lo que se
manda) y subjetiva (el modo de mandar) del imperativo mismo: "Todo
imperativo categórico es [...] una exigencia absoluta, no solamente porque lo
mandado en él es un fin en sí mismo (no subordinado esencialmente a ningún
otro fin), sino también porque quien lo manda lo quiere con una necesidad
ineluctable; sin poder querer su negación". Segunda, la pasividad
transcendental con que el mandato es acogido: "En nuestra experiencia del
deber, el imperativo moral se nos presenta, sea cualquier su contenido, como
algo ante lo cual nos comportamos originariamente de una manera pasiva. La
índole esencialmente activó y libre de nuestra propia respuesta al
imperativo moral no desmiente la esencial pasividad de nuestro modo primario
de relacionarnos con él, antes por el contrario, la presupone necesariamente
y así la implica como antecedente indispensable de nuestra ulterior
respuesta". Somos incluso fundamentalmente receptivos a los mandatos que
nosotros mismos deducimos de los que ya conocemos. Pues una cosa es el
ejercicio de nuestra actividad discursiva para conocer los mandatos, y otra
los mismos mandatos (que nos hacen una exigencia), ante los cuales nos
comportamos receptivamente.
La conciencia del deber desautoriza fenomenológicamente la afirmación de que
somos nosotros mismos los autores de los mandatos morales. Por eso, los
imperativos de los cuales nos sentimos autores son todos meramente
hipotéticos, por muy tajante que sea su formulación. "Lo que le da a un
imperativo un valor categórico no es el ser tajante o contundente, sino la
necesidad incondicionada, absoluta, de lo mandado por él. Si lo que en un
imperativo se prescribe no es incondicionadamente necesario, vale decir, si no
es absoluta la necesidad de lo que él se nos manda, ese imperativo es
hipotético, por muy tajante o contundente que sea el modo de su formulación
". Prescribir algo contundentemente bajo la condición, incluso
implícita, de premiar o castigar equivale a operar bajo un imperativo
hipotético. A este tipo débense reducir las órdenes que los hombres podemos
dar. Y en el caso de que las órdenes que damos tuviesen un valor absoluto,
hay que decir que los hombres mismos "no poseen ese valor por el puro y
simple hecho de ser hombres, sino sólo en tanto que cumplen los mandatos
morales".
b) El principio de causalidad: el imperativo y el imperante.
A este hecho se aplica el principio de razón suficiente, reductible si se
quiere al de causalidad, momento imprescindible en una prueba clásica de la
existencia de Dios. Viene de la mano de la siguiente pregunta: ¿qué
explicación cabe dar de que la bondad moral se nos presente como aquello que
nos impera en los mandatos morales? Cierto es que Millán Puelles no invoca
explícitamente en ningún momento la aplicación del principio de causalidad,
pero es claro que lo aplica. Todo hecho requiere una causa adecuada. Y por la
índole del hecho del deber puédese colegir la existencia de su causa.
"Todo imperativo implica un cierto imperante. Esta tesis, de sentido
teorético en sí misma, es una contracción o concreción del principio
según el cual toda exigencia implica un cierto exigente". Es innegable
el hecho de que en nuestra experiencia del deber nos sentimos mandados,
imperados, por la bondad moral. Esta bondad moral, en tanto que se comporta
como fundamento ontológico de los mandatos morales, se nos aparece como lo
imperante que estos mandatos suponen, "es decir, como aquello que nos
exige que cumplamos lo que en ellos se nos ordena. Es algo así como si la
bondad moral se comportase al modo de una Persona Absoluta, a pesar de no ser
realmente una persona, ni absoluta ni relativa".
Millón-Puelles indica que la posibilidad de querer algo que excluya lo
prescrito en el imperativo categórico se da sólo en el destinatario de tal
imperativo, no en quien lo dicta. "Por consiguiente, no cabe que los
mandatos morales, dado su carácter categórico, procedan, en último
término, de quien tiene la posibilidad de no cumplirlos, ya que tal
posibilidad se identifica realmente con la de la libre volición de algo
excluyente de lo mandado en ellos". El hombre no puede ser el fundamento
o razón justificativa (la causa adecuada) de unos mandatos de carácter
absoluto; asimismo, tampoco los mandatos morales pueden ser dictados, en
definitiva, por el hombre.
c) Punto de llegada: el Absoluto como Persona.
Luego -conclusión- la absolutividad del imperativo exige un fundamento
último, incondicionado enteramente, Dios. "Lo absoluto sólo es posible,
sin relatividad real de ningún género, en lo que de ningún modo es relativo
realmente a ningún otro ser, y ello sólo se cumple en algún ser individual
que no tenga necesidad de ningún otro".
Como se puede apreciar, a la reflexión filosófica le salen al paso dos
evidencias aparentemente incompatibles. Una: que la bondad moral no consiste
en una persona. Otra: que nos sentimos imperados por la bondad moral en
nuestra experiencia del deber. Sólo es posible conciliar entre sí estas dos
evidencias si la bondad moral es "el medio a cuyo través una persona, la
Persona Absoluta, nos dicta los imperativos categóricos en los cuales
consisten los mandatos morales. Como cualquier otro imperativo, estos mandatos
han de tener su origen, su imperante o autor, en alguna persona, y, por ser
mandatos categóricos, sólo pueden estar dictados por una persona no sujeta a
ningún condicionamiento, vale decir, por Dios, cabalmente tomado como la
Persona Absoluta". En conclusión, la bondad moral nos impera en los
mandatos morales porque su fuerza imperativa "le viene de ser ella la
bondad que Dios quiere absolutamente, y por tanto también impera de una
manera absoluta, para el hombre en tanto que hombre". Buscando el último
fundamento del imperativo moral desemboca Millán-Puelles "en la
afirmación de la Persona Absoluta como el autor de esos imperativos absolutos
en los cuales consisten los mandatos morales".
La presencia de la noción de persona está aquí completamente justificada.
Porque cuando una experiencia tiene propiamente el carácter de los
imperativos, entonces lo exigente que ella supone "ha de serlo, en
definitiva, al menos una persona: alguien dotado de una voluntad. No es, pues,
tan sólo que un imperativo consiste en una exigencia dirigida a una voluntad
libre, sino que es también una exigencia que a una voluntad le es dirigida
por otra. Todo imperativo es, digámoslo así, un diálogo entre voluntades
(y, por supuesto, también entre entendimientos, pero no sólo entre ellos). Y
en eso está la razón de que la exigencia provista del carácter de un
imperativo venga impuesta -al menos últimamente- por alguna persona".
En conclusión, la modalidad en que Dios -incondicionado imperante del
imperativo moral- es alcanzado en esta prueba es precisamente la de Persona
Absoluta. "Si este ser individual e independiente de cualquier otro
individuo es un ser dotado de conciencia, ya tiene cuanto es preciso para ser
Persona Absoluta, y no habrá inconveniente alguno en darle el nombre de Dios
si con él se designa la realidad personal no dependiente de ninguna otra y de
la cual, en cambio, todas las otras dependen".
Ahora bien, con este recurso a Dios no queda menospreciado el poder de la
razón humana en el ámbito de la moralidad, ni se le niega a esta facultad la
autonomía que naturalmente le compete en tanto que razón prácticas
En el argumento, pues, Millán-Puelles no considera, como lo hizo Kant, que la
existencia de Dios sea un postulado inaccesible a nuestra razón. Ciertamente
el postulado kantiano, en virtud de su indispensabilidad práctica, tiene
validez, pero ésta es meramente subjetiva: si el sujeto humano no lo asume,
entonces tiene que rechazar el orden moral. Pero Millán-Puelles va más
allá: prueba que los valores morales aluden objetivamente a la existencia de
Dios, cuya manifestación son.
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL