El hombre y Dios en la analogía de Chesterton
Por
José Ignacio Moreno.
G. K. Chesterton no está considerado propiamente como un filósofo. Pero su
originalidad y su pedagogía ofrecen una sugerente analogía para entender el
tema que estamos abordando. Este escritor inglés de intuiciones múltiples y
de estilo poco sistemático entiende el mundo como una novela donde los
personajes pueden encontrarse con su autor.
Dios es un ser personal. El mundo que ha creado es un mundo de personas. Una
persona es un hombre, una biografía. Una biografía es el modo en que
nosotros contamos la vida de alguien: alguien con un sentido, similar
al personaje de una obra literaria.
Nosotros podemos crear mundos, como Tolkien, de modo literario. Dios lo ha
hecho de verdad. El que el mundo tenga sentido supone que yo pueda
comprenderlo. El que las vidas tengan historia y yo pueda contarlas es lo que
remite a un autor general. Si no lo hubiera todo sería absurdo,
incomprensible. En cuanto un escritor no cree en Dios comienza a escribir
sobre el sinsentido del mundo; un ejemplo lo tenemos en el teatro del absurdo.
Todo este gran cosmos, que para Dios es pequeño, alberga personas libres y la
libertad es la esencia de una novela. En la novela de la vida que ahora mismo
se está escribiendo, cada uno es un personaje con un futuro libre y con la
posibilidad de tener la ilusión de representar un original papel que puede
concluir en la amable y personal victoria de Dios en nosotros y de nosotros en
él.
La concepción del mundo humano como una novela puede parecer puramente
literaria pero es mucho más. Nosotros no podemos hacer real todo lo que
pensamos pero en Dios existe identidad entre su Ser y su Pensamiento; es
decir: puede llevar al plano de la realidad lo que piensa. La creación no es
el pensamiento de Dios, sin más, pero tampoco es independiente de él. El
literato autor de un libro está en él en cierta manera, pero el libro, una
vez escrito, tiene realidad independiente de su autor. Sin embargo entre Dios
y su creación no ocurre así. Dios mantiene en el ser a la creación; la
creación es dependiente de Dios pero no es consustancial a él. Como la luz
da claridad a las aguas de un lago, y la claridad no se moja... Esto recuerda
a Platón.
Dios, que es la plenitud del Ser, es capaz de sacar seres de la nada.
Configura las leyes que están dentro de ellos desde fuera, desde la infinita
trascendencia de Dios respecto al cosmos. Pero el marco de la realidad no es
su Pensamiento sino algo creado por su Pensamiento. Realidad querida de un
modo libre por la Voluntad divina.
Dios ha creado una «obra literaria» real; es decir, en verdad los personajes
se mueven libremente. El gran milagro no es tanto que Dios haya creado
las leyes de la física o de la biología, todos los seres no racionales; lo
más asombroso es que ha creado seres libres: «personas». Esto es lo que
mueve a pensar que Dios no es un intelecto frío, sino ante todo un Ser
Personal.
***
Un fragmento ilustrativo del libro de Chesterton Ortodoxia
(Espasa Calpe; pp.672-676).
El mejor argumento en pro de la gracia divina es su poca gracia. Y los
aspectos menos populares del Cristianismo se transforman, si se les considera
de cerca, en los sostenes mismo del pueblo. El círculo externo del
cristianismo es una guardia de abnegaciones éticas y de sacerdotes
profesionales; pero, salvando esta muralla inhumana, encontrareis las danzas
de los niños y el vino de los hombres; porque el Cristianismo es la única
armadura de las libertades paganas. En la filosofía moderna todo sucede al
revés: la guardia exterior es encantadora y atractiva, y adentro, la
desesperación se retuerce.
Y la desesperación consiste en figurarse que el Universo carece de sentido.
Por lo mismo, no hay novela posible, porque las novelas no tendrían traza. En
la tierra de la anarquía absoluta non hallareis aventuras: pero en la de la
autoridad, cuantas os plazcan. La selva del escepticismo no tiene senderos;
pero estos salen al paso al que viaje por el jardín de las doctrinas y los
designios personales. Aquí todas las cosas llevan su historia atada a la
cola, como los utensilios y cuadro de mi casa paterna; porque esta es mi casa
paterna. Acabo donde comencé, y que es el único término verdadero. Al fin,
he descubierto la puerta de la buena filosofía, y al fin puedo entrar por
ella en mi segunda infancia.
Pero este Universo cristiano, más vasto y poblado de las aventuras que el
otro, tiene algo difícil de explicar. Lo intentaré, a modo de conclusión.
Toda la disputa de las religiones gira en torno al problema de si el hombre,
que ha nacido de cabeza, es capaz de decir cuando está al derecho y cuando al
revés. La primera paradoja del Cristianismo consiste en afirmar que la
condición ordinaria del hombre no es su estado normal o sensible; que lo
normal es una anormalidad. Y éste es todo el secreto del dogma de la caída.
En el curiosísimo y nuevo catecismo de sir Oliver Lodge, las primeras
preguntas son éstas: “¿Qué eres tú?”, y en seguida: “¿Qué
significa, pues, la Caída del hombre?” Recuerdo que yo me entretenía mucho
escribiendo respuestas a mi capricho; pero pronto me convencí de que mis
respuestas eran muy incongruentes y agnósticas. A la pregunta “¿Qué eres
tú?”, yo no podía contestar más que esto: “Dios lo sabe”. Y a la otra
: “¿Qué significa, pues, la Caída del hombre?”, contestaba yo con
absoluta sinceridad: “Que, sea yo lo que fuere, no soy yo mismo”. Y esta
es la paradoja de nuestra religión: algo que de ningún modo hemos conocido
ni nos es dable conocer, no sólo nos supera, sino que nos es más connatural
que nuestra misma personalidad. Y de esto no puede haber más prueba que la
prueba experimental con que he comenzado estas páginas: la prueba de la celda
acolchada y la puerta abierta. Hasta conocer la ortodoxia no supe lo que es la
emancipación mental. Lo cual, finalmente, se aplica de un modo especial a la
idea de la alegría. Se dice generalmente que el paganismo es la religión de
la alegría, y el cristianismo la religión del dolor; pero igualmente fácil
es probar la proporción inversa. Todo esto nos conduce a nada. Todo objeto
humano contiene en sí una proporción de dolor y otra de alegría; y lo
único que importa es conocer su modo de distribución o equilibrio. El pagano
se alegraba a medida que se acercaba a la tierra y se entristecía
gradualmente al irse aproximando al cielo. Los mejores tipos de la alegría
pagana –la jovialidad de Cátulo o Teócrito- son ciertamente tipos eternos
de la alegría inolvidable, que merecen la gratitud humana; pero son goces
prendidos a la actualidad de la vida, y no concernientes a su origen. Para el
pagano, las cosas más insignificantes son tan dulces como los breves arroyos
que bajan por los costados del monte: pero todas las cosas mayores le son tan
amargas como el mar. Cuando el pagano contempla el verdadero corazón del
mundo, se queda helado. Más allá de los dioses, que son simplemente
despóticos, se asienta el hado, que es ya mortal; peor aún, porque ya está
muerto. Y cuando los racionalistas afirman que el mundo antiguo era más
ilustrado que el mundo cristiano, no les falta razón desde su punto de vista,
porque por ilustrado entienden: enfermo de desesperaciones incurables.
Es absolutamente cierto que el mundo antiguo era más moderno que el
cristiano; como que ambos, los antiguos y los modernos, han sido miserables en
su apreciación de la existencia, del conjunto de la vida, mientras que los
medievales eran, al menos, dichosos respecto a esa apreciación universal.
Concedo pues, que tanto los paganos como los modernos son miserables respecto
al hecho universal, y en todo lo demás dichosos; que los cristianos de la
Edad Media estaban en paz con la causa universal, y con todo lo demás estaban
en guerra. Pero si precisamente se trata del pivote que mantiene al mundo,
entonces convendremos en que hay más contentamiento cósmico en las estrechas
y ensangrentadas calles de Florencia que no en el teatro de Atenas o en los
jardines de Epicuro. Giotto vivió en una ciudad más melancólica, pero en un
universo más placentero que Eurípides.
Los hombres se han visto obligados a contentarse con pequeñas cosas,
amargados siempre por las mayores. Sin embargo (y lanzo como un desafío mi
postrer dogma), esta condición no es nativa del hombre. El hombre es más
humano, más semejante a sí mismo cuando su estado fundamental es la alegría
y su estado superficial la pena. La melancolía debiera ser un entreacto
inocente, un tierno y fugitivo rapto del ánimo; y las alabanzas de la vida,
en cambio, debieran ser el impulso constante de nuestras almas. El pesimismo
debe ser como una tarde de fiesta emocional; y la alegría, como la labor
tumultuosa por quien alienta todo. Pero, según el estado aparente del hombre
que resulta del paganismo o del agnosticismo, esta primaria necesidad humana
no podría colmarse jamás. La alegría debe ser expansiva; y para el
agnóstico tiene que estar contraída y como arrinconada en una cueva del
mundo. El dolor debe ser concentrado; y para el agnóstico la desolación se
esparce por la inconcebible eternidad. Y esto es lo que yo llamo haber nacido
de cabeza. Pudiéramos decir que el escéptico es un hombre que anda al
revés, porque sus pies se agitan hacia arriba con el éxtasis, mientras que
su cabeza se hunde en los abismos. Para el hombre moderno los cielos están
debajo de la tierra. Y la explicación es muy sencilla; está de cabeza –muy
débil pedestal, por cierto-. Y no tarda en reconocerlo cuando encuentra sus
verdaderos pies.
El Cristianismo satisface de un modo inmediato y perfecto el instinto
ancestral del hombre por ponerse al derecho; y lo satisface de un modo
supremo, por cuanto su credo hace de la alegría algo gigantesco, y de la
tristeza algo reducido y especial. Por manera que esta bóveda que nos cubre
no es sorda porque el universo sea insensible; ni es su silencio el mutismo
desalentado de un mundo sin designios ni anhelo, no: el silencio que nos rodea
es la compasiva y ardiente vigilancia del cuarto del enfermo. La tragedia nos
está permitida, a título de comedia misericordiosa, porque el pleno vigor
frenético de las alegrías divinas nos azotaría con demasiada rudeza, como
una farsa escandalosa. Debemos tomar nuestras lágrimas más ligeramente de lo
que podríamos tomar la tremenda levedad de los ángeles. Y acaso estamos en
esta silenciosa cámara estrellada, porque las risas de los cielos son
demasiado atronadoras para que podamos resistirlas.
La alegría, que era la pequeña publicidad del pagano, se convierte en el
gigantesco secreto del cristiano. Y al cerrar este volumen caótico, abro de
nuevo el libro, breve y asombroso, de donde ha brotado todo el Cristianismo; y
la convicción me deslumbra. La tremenda imagen que alienta en las fases del
Evangelio, se alza, en esto como en todo, más allá de todos los sabios
tenidos por mayores. Su patetismo era siempre natural, casi casual. Los
estoicos antiguos y modernos se jactan de esconder sus lágrimas. Pero Él
nunca las ocultó; antes las descubrió a plena cara a todas las miradas
próximas, y a las más distantes de su ciudad natal. Algo ocultaba, sin
embargo.
Los solemnes superhombres y los diplomáticos imperiales se jactan de
disimular sus indignaciones. Él no disimulaba las suyas: arrojaba los objetos
por la escalinata del Templo, y preguntaba a los hombres cómo esperaban
salvarse de la condenación del infierno. Algo ocultaba, sin embargo. Lo digo
con reverencia: esa personalidad arrebatadora escondía una especie de
timidez. Algo había que escondía de los hombres, cuando iba a rezar a las
montañas: algo que Él encubría constantemente con silencios intempestivos o
con impetuosos raptos de aislamiento. Y ese algo era algo que, siendo muy
grande para Dios, no nos lo mostró durante su viaje por la tierra: a veces
discurro que ese algo era su alegría.
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL