Existencia de Dios
Jaime
Balmes
ARTÍCULO I
SUMARIO.—Los ateos. El universo y el acaso. Demuéstrase por la teoría de
las combinaciones y probabilidades la imposibilidad de arreglar el solo
sistema planetario por el simple acaso. Cálculo y geometría que se observan
en toda la naturaleza.
Cada día nos estamos dirigiendo a los escépticos; justo es que pensemos
también en los incrédulos. Y no porque los argumentos con que son combatidos
los primeros no militen contra los segundos, supuesto que unos y otros carecen
de fe, sino porque, distinguiendo como distinguimos entre el estado de sus
espíritus, conviene, según se disputa con éstos o aquéllos, presentar
reflexiones diferentes, o al menos ofrecerlas bajo diversa forma. Al abrir en
el primer número de esta revista la polémica religiosa los clasificamos de
esta manera: El escéptico dice: «No sé..., dudo..., qué sé yo...» El
incrédulo dice: «No creo nada», cuidando luego de desenvolver con alguna
latitud el significado de estas fórmulas. Vamos ahora a examinar ese
orgulloso dicho; vamos a demostrar con toda evidencia en una serie de
artículos que ese «no creo nada» que tan satisfechos pronuncian ciertos
hombres es el colmo de una frívola vanidad que no se hermana muy bien con la
conciencia, ni siquiera con el sentido común.
Si dijerais que dudáis, si dijerais que vuestro espíritu, disipado por el
escepticismo de la época y distraído con las ilusiones de un mundo seductor,
siente un descaecimiento, una postración que no le permiten levantarse a la
altura necesaria para creer, sabríamos lo que significáis; sabríamos que,
sin que la religión sea verdadera, tampoco afirmáis que sea falsa; fuerais
como soldados que, habiendo abandonado su bandera, no tienen bastante
avilantez para declararse en rebeldía y se contentan con andar errantes;
mostraríais en la incertidumbre de vuestros pasos que receláis haberos
extraviado, y que abrigáis algún deseo de tornar al verdadero camino. Pero
cuando proferís el orgulloso «no creo nada» dais a entender algo más que
la ausencia de la fe; calificáis de falsa la eterna verdad; y los dogmas más
venerandos e inconcusos los miráis como cuentos a propósito para divertir la
infancia, como antiguas leyendas salidas de imaginaciones exaltadas y
enfermizas. Este suele ser el comentario con que ampliáis vuestra seca
negativa.
I
Es imposible entablar discusión religiosa de ninguna clase sin tener antes
asentada la existencia de Dios; porque sin Dios no hay religión, y cuanto
sobre ella pudiera decirse no fuera más que una serie de necedades y
absurdos. Temerosos, pues, de que los que no creen nada cuenten también la
existencia de Dios entre las invenciones del hombre, será preciso detenerse
en este punto. Desgraciadamente, en nuestros tiempos es preciso probar hasta
aquellas verdades que, por ciertas y evidentes, no debieran entrar en el
terreno de las disputas; como todo se contradice, todo necesita pruebas.
Los que niegan la existencia de Dios no pueden haber abrazado semejante
doctrina arrastrados por la fuerza de la autoridad ajena; contra ellos está
el linaje humano. Por lo mismo debieran al parecer estar apoyados en razones
poderosas, ya que se creen con derecho de aislarse de todos los demás
hombres, negando lo que éstos han admitido. ¿Y qué razones son ésas? Son
la negación de todas, son el caos en las ideas, el anonadamiento de la
inteligencia. Si para convencerse de que hay un Dios fuese necesario penetrar
los misterios de la naturaleza, ahondar en las profundidades del cálculo,
poseer extensos conocimientos históricos y filosóficos, no sería tan
extraño que la pereza de examinar o la incapacidad de comprender llegasen a
tanto extravío; pero cuando basta levantar los ojos al cielo para conocer al
Criador del firmamento, cuando la tierra con sus innumerables maravillas nos
está presentando a cada paso de mil maneras diferentes, a cual más claras y
más obvias, la mano del Supremo Hacedor, el profesar el ateísmo es un abuso
lamentable de las facultades intelectuales y morales; mejor diremos, es
empeñarse en embotarlas todas, en dejarlas sin uso, para que no vean al que
está en todas partes, y en quien vivimos, nos movemos y somos.
Como quiera no nos contentaremos diciendo que es cierta, que es evidente la
verdad que sustentamos, procuraremos demostrar que lo es. En cuanto nos sea
posible hablaremos al alcance de todas las inteligencias, sin dispensarnos
jamás del rigor dialéctico; pero si alguna vez nos engolfamos en cierta
clase de argumentos que no todos comprendan, recuérdese que los ateos han
preguntado al cielo y a la tierra de todas las maneras imaginables, para
arrancarles una respuesta que negase al Criador.
II
Si Dios no existe, el universo y cuanto hay en él ha sido hecho por
casualidad: es decir, sin designio, sin plan, sin inteligencia. Todo está
sujeto a una fatalidad ciega, que no es nada, que no significa nada. De nada
se puede dar razón, y cuando nos parezca ver en alguna parte dos seres o dos
fenómenos que se enlazan admirablemente, que manifiestan tener relaciones
íntimas, que el uno se enderece al otro, deberemos afirmar que todo aquello
es casual, que no hay orden, que no hay dirección a un fin, que es así
porque es así. «¿Existe el mundo? —Ciertamente.—Y ¿por qué? Y ¿para
qué? —No hay respuesta. Los astros recorren sus órbitas con asombrosa
regularidad; la observación y el cálculo demuestran que sus movimientos
están sometidos a leyes constantes de que no se han desviado jamás. ¿Quién
les ha señalado esa marcha? ¿Quién ha establecido esas leyes? —Nadie; la
misma naturaleza. —¿Qué es la naturaleza? —El conjunto de todos los
seres. —Entonces los mismos astros son los que se han dado sus leyes.
¿Tenían acaso inteligencia? —No.—Estando destituidos de conocimiento,
¿cómo ha sido posible que se diesen leyes tan admirables y que se pusiesen
de acuerdo de una manera tan asombrosa?»
Suponiendo el universo tan ordenado como le admiramos, salido del caos, será
preciso que haya llegado al estado en que ahora se encuentra pasando antes por
muchas otras combinaciones. Como no hay ninguna razón por que ciertos átomos
hayan debido unirse entre sí con preferencia a otros, ni colocarse de suerte
que diesen por resultado esta o aquella configuración, ni distribuirse en
porciones que formasen cuerpos situados a tal o cual distancia, si nos
trasladamos a las épocas que precedieron la de un mundo arreglado, es
indispensable imaginar una confusión espantosa en que, agitándose toda la
masa de la materia en la inmensidad de un espacio tenebroso, andaban los
átomos revueltos en torbellinos, sin más orden que la falta de todo orden,
sin más ley que la ausencia de toda ley. Que sin la dirección de la
inteligencia haya podido formarse de esta suerte el universo es cosa tan
absurda que a la primera ojeada se descubre la monstruosa imposibilidad, no
diremos con las reflexiones de la sana razón, sino con las sugestiones del
sentido común. Por manera que, aun dando por supuesta la existencia de la
materia sin haber precedido la acción del Criador, es decir, concediendo
gratuitamente a los ateos un punto de apoyo en que estribar, no les es posible
levantar el edificio de su ruinoso sistema.
El acaso es nada, y por lo mismo es tan incapaz de ordenar como impotente para
crear. Quitad a los ateos el primer obstáculo, que es el de la creación,
dejadles suponer que la materia existe, que es eterna y necesaria, a pesar de
que es evidentemente finita y accidental, y que, por tanto, ha debido ser
criada; no les opongáis por un instante otras dificultades que las que
resultan de la imposibilidad de ordenar sin inteligencia, y veréis que, a
pesar de tamaña concesión, nada adelantan.
Es general el convencimiento de que la palabra acaso aplicada a la formación
del mundo nada significa; sin embargo, creemos que puede desenvolverse esta
verdad hasta tal punto, puédese demostrar con tal evidencia lo absurdo del
sistema que pretende ordenado el mundo de una manera fortuita, puede hacerse
sentir y palpar de tal suerte la necedad que aquí se oculta, que no sea
posible pensar en ella sin indignación o desprecio.
Para verificarlo echaremos mano de las ciencias matemáticas, acomodándolas a
la capacidad de toda clase de lectores. Tomemos, por ejemplo, el sistema
planetario, donde los cuerpos son pocos; y veamos cómo se pueden arreglar por
una simple casualidad los doce cuerpos que los astrónomos apellidan planetas:
el Sol, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno, Tierra, Urano, Ceres,
Palas, Juno y Vesta. Bien se echa de ver que no es poco el trabajo que
ahorramos al ateo que se proponga arreglar el mundo por medio de combinaciones
fortuitas, cuando le concedemos ya no sólo la materia en desorden, sino que
le entregamos los cuerpos formados, y cuerpos como el Sol, la Tierra, Júpiter
y los demás, en cuya construcción es cierto que no le faltaría quehacer si
se los hubiese de formar él propio con el lo auxilio del acaso. Pero esta
concesión redundará en pro de la verdad; porque manifestado con evidencia el
absurdo de las combinaciones casuales con respecto a lo fácil, crecerá de
punto la fuerza de la demostración cuando se pase a lo difícil[1].
Demos en primer lugar que para acertar en la verdadera combinación de que
resultase la armonía que estamos presenciando no fuese necesario
considerarlos ni en el espacio, ni siquiera en un plano, sino que el arreglo
hubiese de limitarse a colocarlos con cierto orden en una línea recta. Es
decir, que el ordenador los tuviese ya formados tales cuales son, sin otro
cuidado que encontrar el orden en que habían de colocarse. O más claro,
expresaremos los doce cuerpos por las doce mayúsculas siguientes: A, B, C, D,
E, F, G, H, I, J, K, L, y supondremos que toda la habilidad del artífice
debiese limitarse a descubrir cierta situación respectiva de las mayúsculas,
estando, empero, colocadas siempre en línea recta.
Salta a los ojos que así como empieza la línea por A, B, C, D, podría
empezar por A, C, B, D, por A, C, D, B, por A, B, D, C, por B, A, C, D, por C,
A, B, D, y así sucesivamente; y que lo propio acontece con respecto a la
disposición de la totalidad de las letras. Pero no queremos que el lector se
quede con la idea confusa de la dificultad que habría en acertar en la
verdadera colocación; y así le pondremos a la vista el número de las
permutaciones que pudieran hacerse, mayor,. sin duda, de lo que él se
imagina. En obsequio de la importante verdad que nos proponemos demostrar
creernos que nos será permitido aducir aquí algunas luces matemáticas. Los
ateos no reparan en llamar en su auxilio todas las ciencias; los que
defendemos la existencia de Dios no debemos ser de peor condición.
Si tenemos dos letras por permutar: A, B, es evidente que las podremos colocar
de dos maneras: A, B, y B, A. Luego el número de permutaciones que podremos
hacer será 2. Si las letras son tres: A, B, C, podremos colocar la A al
principio, en medio y al fin. Poniéndola al principio nos dará las dos
combinaciones siguientes:
A, B, C
A, C, B
Puesta en medio, colocando al principio la B, resultará:
B, A, C
Colocando al principio la C tendremos:
C, A, B
Poniendo al fin la A, si tomamos por primera la B, nos dará:
B, C, A
Tomando por primera la C, resulta:
C, B, A
De esto inferiremos que las combinaciones serán:
A, B, C
A, C, B
B, A, C,
C, A, B
B, C, A
C, B, A
Con dos letras teníamos dos combinaciones, con tres tenemos seis; es decir,
que así como antes era 2, o bien 2 x 1, ahora será 6, o lo que es lo mismo:
3 x 2 x 1.
Si nos dan a permutar cuatro letras: A, B, C, D, es claro que dejando la A al
principio, podemos disponer de seis maneras las tres restantes: B, C, D,
observando la regla del caso anterior. En seguida, si ponemos al principio la
B, las restantes: A, C, D, podrán ordenarse de seis maneras, de las que
ninguna se confundirá con las tres primitivas. De la propia suerte, tomando
por primeras la C o D nos darán cada una seis diferentes colocaciones, y así
resultará un total de 24 combinaciones, o 4 x 6, o 4 x 3 x 2 x 1.
Continuando el mismo raciocinio es fácil alcanzar que con cinco letras: A B
C, D, E, poniendo cada una de ellas al principio, tendremos 24 combinaciones
con las cuatro restantes, o sean en todo cinco veces 24. El resultado, pues,
vendrá expresado por:
5 x 24 = 5 x 4 x 3 x 2 x 1
Observando la ley que siguen estos factores inferimos que, expresando por m el
número de las letras, el de las permutaciones se expresará por (m-1) x (m-2)
x (m-3) x (m-4)... 3 x 2 X 1; o en otros términos: si el número de las
letras es por ejemplo, 100, el número de las permutaciones será igual al
producto que resulte de la siguiente multiplicación:
100 x 99 x 98 x 97 x 96 x 95 x ... 3 x 2 x 1
Aplicando, esta teoría al caso que nos ocupa resulta que las colocaciones de
que en sólo una línea recta son susceptibles los doce planetas expresados
por las doce mayúsculas son:
12 x 11 x 10 x 9 x 8 x 7 x 6 x 5 x 4 x 3 x 2 x 1
que ejecutando la operación da: 479.001.600.
Quien, pues hubiese de encontrar una combinación determinada se hallaría en
el mismo caso del que hubiese de sacar una bola determinada de una urna en que
el número de éstas fuese: 479.001.600. Los jugadores de lotería saben por
experiencia cuán difícil es que les caiga la suerte, aun no siendo más que
de 25 o 30.000 el número de los billetes y habiendo muchos centenares de
suertes; ¿qué sería, pues, si éstas quedasen reducidas a una sola, siendo
el de los billetes de 479.001.600?
Para hacer sentir más vivamente lo improbable que fuera el acertar en el
número deseado, o en la combinación sobredicha, pediremos prestadas algunas
luces a la Teoría de las probabilidades. Cuando se quiere conjeturar el grado
de probabilidad que tiene un suceso casual se atiende al número total de los
eventos posibles, y en seguida se llevan en cuenta los favorables y los
contrarios, deduciendo de la comparación de unos con otros la conjetura que
se trata de formar. Así, suponiendo en una urna cien bolas, de las cuales
cincuenta sean blancas y cincuenta negras, la probabilidad sería igual con
respecto a sacar blanca o negra, porque el número total es 100, y el número
de las blancas igual al de las negras. Entregando, pues, el evento a la suerte
podríase apostar con igual probabilidad por una y otra parte. Pero si de las
100 bolas las 75 fuesen negras y las 25 blancas, la probabilidad de sacar una
blanca disminuiría, estando la de las negras con respecto a la de las blancas
como 75 a 25. De esto se deduce que si tomamos un quebrado cuyo denominador
sea el número de la totalidad de los casos y el numerador el de los
favorables, expresará exactamente la probabilidad buscada. Así en los dos
ejemplos anteriores tendríamos en el primero 50/100 para las blancas como
para las negras, y en el segundo, 75/100 en favor de las negras y 25/100 en
favor de las blancas.
Aplicando esta doctrina al objeto principal resultará que la probabilidad de
acertar en la verdadera combinación estará expresada por este quebrado:
1/479.001.600, cantidad tan pequeña que en ella no se podría fundar ninguna
conjetura razonable; por manera que quien apostase que no saldría la
combinación deseada tendría 479.001.600 veces más de probabilidad en su
favor que quien apostase que saldría. Y fuera de temer que se estuviese
haciendo la prueba por los siglos de los siglos sin obtenerse el resultado
apetecido.
Hasta aquí hemos supuesto que la colocación de los cuerpos fuese en una
línea recta sin relación a ningún espacio ni plano, lo que simplificaba
mucho el problema; pero como es evidente que los cuerpos no están en
disposición semejante, veamos ahora las nuevas complicaciones que consigo
traerían las otras condiciones que necesariamente van envueltas en la
cuestión. Para proceder gradualmente supondremos todavía que los doce
cuerpos se hallan en una línea recta, pero de manera que esta línea,
después de ordenados en ella los cuerpos, ha de tener una posición
determinada en el mismo plano. Entonces la dificultad de dar por casualidad en
la verdadera posición crece hasta un punto a que la imaginación no alcanza.
Demostración: Si suponemos que los cuerpos están en un plano elíptico, y
que el extremo de la recta en que se hallan los cuerpos se confunde con el
centro de la elipse, es evidente que tomando dicha recta como radio se la
podrá hacer girar en torno, obteniendo infinidad de posiciones diferentes,
medidas por el ángulo que formará la recta con uno cualquiera de los ejes de
la elipse. Y como, además, es evidente que podremos tomar por centro del
movimiento de rotación uno cualquiera de los puntos del eje mayor o, menor u
otro de los infinitos que se contienen dentro la superficie encerrada en la
curva, tendremos que para encontrar al acaso una posición determinada
deberíamos divagar entre una infinidad de combinaciones de las que fuera
imposible salir. Si, pues, la probabilidad venía antes expresada por un
quebrado tan insignificante como 1/479.001.600, entonces lo sería por una
cantidad infinitamente menor. La razón es clara: el caso favorable fuera uno,
es decir, una posición determinada, y, por tanto, el numerador del quebrado
fuera el mismo, y como la totalidad de los casos posibles sería tanto mayor
cuanto serian las posiciones posibles de la línea en el plano, resultaría
que habríamos de multiplicar el denominador por una serie de cantidades
infinitamente grandes, lo que daría un quebrado infinitamente pequeño, o
bien una cantidad igual a cero.
Todavía más: aquí suponemos los cuerpos colocados en una línea recta, es
así que no lo están; luego se añaden las dificultades que consigo trae el
acertar en el polígono que ha de resultar de la unión de los puntos en los
que pueden suponerse colocados respectivamente los cuerpos. Agréguese a todo
esto que los cuerpos no están en un mismo plano sino en el espacio, y la
imaginación se pierde en calcular lo difícil del acierto. En efecto: sobre
la dificultad de la línea y del plano vienen entonces las infinitas
posiciones que así el plano como la línea pueden ocupar en un espacio. Para
concebirlo imaginemos que el plano gira alrededor de una recta: es evidente
que las posiciones que puede tomar son infinitas, pues son tantas cuantos son
los ángulos que es dable hacerle formar con otro plano que se halle fijo, los
que son infinitos. Considérese entonces que la recta que serviría de eje de
rotación puede estar colocada también en infinitas posiciones, y resultará
una serie de nuevos factores, por los cuales multiplicado el denominador del
quebrado, que ya lo teníamos infinitamente pequeño, si cabe disminuirá
todavía.
He aquí reducida a cálculo riguroso la misma verdad que a todos los hombres
está dictando el sentido común; he aquí la razón por qué al proponerse
semejantes efectos de la casualidad a un hombre sano de juicio exclama desde
luego, sin reflexionar: «¡Imposible! ¡Absurdo!» Y es que el Criador nos ha
otorgado la intuición de ciertas verdades, no queriendo que hubiésemos
menester el andarlas buscando por medio de dilatados raciocinios. Sin embargo,
¡dolor causa el decirlo!, todavía es necesario insistir en probar lo que el
Autor de la naturaleza ha querido que viésemos y sintiésemos como una
iluminación instantánea; todavía hay quien hace fuerza a su propia razón,
a los sentimientos más íntimos, para hacerlos deponer contra la existencia
del que se los ha otorgado.
Para completar la demostración precedente la presentaremos de manera que, sin
mediar esfuerzo de razón ni de imaginación, alcancen a comprenderla las
inteligencias más limitadas. Supóngase un vasto campo donde se hallen
colocados doce blancos con su numeración respectiva, y que allí son llevados
de la mano doce tiradores con los ojos vendados, teniendo cada uno su número
correspondiente a uno de los blancos. ¿No sería el mayor de los
despropósitos el creer posible que, disparando todos a la ventura, el tiro de
cada cual fuese a dar por casualidad en el número que le corresponde?
¿Quién no ve que es más que probable que repitiendo los disparos por
espacio de siglos no se llegaría a obtener que cabalmente, a un mismo tiempo,
el tirador de número 1 acertase en su blanco de número 1, el de 2 en el
número 2, y así sucesivamente? Reflexiónese ahora que no se trata de un
campo de algunos centenares de varas, sino de un espacio de millones de
leguas, y dedúzcase la imposibilidad de arreglar en él doce cuerpos, en una
combinación determinada, sin más auxilio que el ciego acaso.
Las observaciones presentadas hasta aquí bastan y sobran para demostrar lo
que nos hemos propuesto; sin embargo, todavía queremos llevar a más alto
punto la evidencia de la verdad. Toda la fuerza del argumento presentado
estribaba en que se hubiese de encontrar en el espacio una determinada
combinación de doce cuerpos, siquiera por un solo instante; y sin que se
supusiese que habían de continuar en la misma, o bien en un movimiento
arreglado sometido a reglas fijas, lo que ciertamente es todavía más
difícil de alcanzarse por una simple casualidad. Dando, pues, que la deseada
combinación se encontrase, entonces preguntaremos: ¿Por qué los cuerpos
habían de continuar en ella, y lo que es aún más admirable, prosiguiendo en
un movimiento perenne, sin desviarse jamás de una ley fija y constante? ¿Al
acaso, al ciego acaso, a esa palabra que nada significa deberán atribuirse
también las admirables leyes que rigen el movimiento del universo? En viendo
una combinación por ligera que sea, un artefacto por sencillo que se
presente, preguntamos instintivamente, sin reflexionar: ¿Quién lo ha hecho?
¿Quién lo ha inventado? La casualidad no se ofrece siquiera a nuestra mente
como un recurso para explicar la causa del artefacto, porque la casualidad es
nada, y la nada no produce nada. Donde hay un ser hay razón suficiente de su
existencia, donde hay artefacto hay artífice, donde hay combinación hay
inteligencia.
¡Casualidad, un mundo donde se descubren por todas partes cálculo y
geometría! ¡Casualidad, unos movimientos sujetos a la ley de la razón
directa de las masas e inversa del cuadrado de las distancias! ¡Casualidad,
las revoluciones de los planetas, describiendo los radios vectores áreas
proporcionales a los tiempos! ¡Casualidad, el que los cuadrados de los
tiempos de las revoluciones de los planetas sean entre sí como los cubos de
los ejes mayores de sus órbitas! Asómbranos la vista de un planetario en que
el ingenio del hombre haya llegado a representar el movimiento de un sistema;
¿y no reconoceremos inteligencia, no veremos la mano de la sabiduría
infinita al levantar los ojos al planetario real y verdadero, con sus cuerpos
de colosales dimensiones, recorriendo órbitas inmensas, con velocidad
inconcebible con precisión rigurosa?
Acabamos de ver que el solo arreglo del sistema planetario es un palpable
absurdo si se le encomienda a la casualidad, y, sin embargo, este sistema con
todo su grandor es nada comparado con el universo. Las estrellas fijas
observadas hasta el presente no bajan de cien millones; y para formarse alguna
idea de esta inmensidad basta recordar que, según los cálculos
astronómicos, distan de nosotros lo que la imaginación no puede concebir.
Observadas con telescopios que aumentan hasta 200 veces el tamaño del objeto
no se nota diferencia en su magnitud, y sólo se presentan como puntos
luminosos: ¿cuánta no será una distancia sobre la cual nada significa el
que se la haga doscientas veces menor? ¿Qué serán aquellos cuerpos?
¿Serán centros de otros tantos sistemas planetarios semejantes al en que
vivimos? ¿Qué habrá en aquellas regiones en que los soles son a nuestros
ojos y a nuestros instrumentos puntos casi invisibles, donde las distancias de
millones de leguas se convierten en espacios de pocas pulgadas? El
entendimiento se abruma bajo el peso de tanta inmensidad; la imaginación se
fatiga, y el espíritu se abate y anonada bajo la omnipotencia del Autor de
tantas maravillas.
ARTÍCULO II
SUMARIO —Absurdo que resulta de suponer ordenada por el acaso la
combinación de los astros. Nuevas razones que lo hacen más y más evidente.
Divisibilidad de la materia. Imposibilidad de que el orden naciese del caos.
Leyes que rigen los cuerpos de universo. Con ellas no pudo formarse el mundo.
Opinión de Newton. Consideraciones sobre la atracción universal. Existiendo
el caos, nada podía para crear el orden la ley de atracción, que obra en
razón directa de las masas e inversa del cuadrado de las distancias.
Combinación de la atracción universal con la molecular, o sea la afinidad.
Complicaciones que esta última acarreaba para que no pudiese ordenarse el
caos. Ceguera de los ateos. Esto indica la caída de la especie humana.
Consideraciones sobre la historia de las ciencias. Lo que fue la filosofía
del siglo pasado.
En el número anterior demostramos la imposibilidad de arreglarse por el mero
acaso el sistema, planetario, y, de consiguiente, con mayor razón el del
universo. Con riguroso cálculo se puso de manifiesto que no sólo era absurda
semejante suposición tratándose de un movimiento ordenado continuo, sino
también con respecto a una colocación momentánea. Pero al esforzar aquel
argumento estribamos siempre a la hipótesis de que los cuerpos celestes
estaban ya formados, habiéndose reunido los átomos para constituir aquellas
masas enormes. Así, absurdo como era, el supuesto de la ordenada combinación
casual, no lo era tanto, sin embargo, cual se presentará si abandonamos
aquella hipótesis que por un momento permitíamos a nuestros adversarios,
pero que no dejaba de ser enteramente arbitraria. En efecto, ¿qué razón
existe para suponer, por ejemplo, las partículas que forman el cuerpo celeste
que apellidamos Saturno reunidas ya en una sola masa? ¿La formaron desde toda
la eternidad o no? ¿Qué razón puede imaginarse para apoyar esta sentencia?
Se hablará de necesidad, será así porque es así; es decir, se afirmará
gratuitamente la existencia de un hecho que en nada puede afianzarse. Movidos
sin duda por esta reflexión los defensores del acaso, han sostenido que el
universo había pasado por una infinidad de transformaciones, y de una u otra
manera admitieron el caos primitivo, suponiendo entregados todos los átomos a
un movimiento ciego, necesario, perenne, hasta encontrar la conveniente
situación, las leyes de armonía que en la actualidad vemos dominar sobre la
materia.
Claro es que, si la probabilidad de situarse los cuerpos en la combinación
correspondiente no existía, o más bien, era infinitamente grande la
probabilidad en contrario, será si cabe más infinita esta última, cuando no
supongamos formadas ya las masas; porque entonces los objetos combinables
serán en un número infinitamente mayor, y, de consiguiente, la teoría de
las combinaciones y de las probabilidades arrojará nuevos torrentes de luz,
haciendo más sensible y palpable el absurdo que se ven precisados a devorar
los que no admiten la existencia de Dios.
El lector recordará el punto de evidencia a que llegó la mostración del
absurdo, suponiendo la combinación de solos doce cuerpos. ¿Qué será si los
descomponemos en partes y recordamos los experimentos que nos manifiestan la
inconcebible divisibilidad de la materia? ¿Si atendemos a razones que la
prueban tan grande, hasta el punto de que algunos sostienen que es infinita?
Tomemos, por ejemplo, la tierra; las operaciones geodésicas manifiestan que
es un esferoide en que el eje mayor, o sea el diámetro del Ecuador, es de
15.254.598 varas, y el eje menor, o la distancia de polo a polo, de 15.209.063
varas. Aplicando el cálculo resulta que el volumen de la tierra de
1.8533116.0422409.0791468.459 varas cúbicas, que evaluado en pies nos da
50.0343133.1452045.1451648.393 pies cúbicos.
Demos que la tierra se hubiese de formar de pequeñas masas cuyo volumen fuese
un pie cúbico. ¿No se pierde la imaginación al pretender orden, concierto,
en ese número de cuerpos abandonados a la casualidad? ¿Y qué será si la
evaluación se hace en pulgadas y luego en líneas y puntos, y así en
cantidades menores multiplicando los valores que resulten por el cubo de los
antecedentes?
Después del número inmenso de partes que nos darían esas multiplicaciones
sucesivas, todavía no habríamos hecho nada, porque estarían intactas las
demás consideraciones físicas que demuestran la estupenda divisibilidad de
la materia. Un grano de almizcle llenará de olor un dilatado espacio durante
mucho tiempo; en todos los puntos existirán moléculas de aquel cuerpo, pues
dondequiera que se sitúe el órgano que recibe sus impresiones se siente
afectado, y, no obstante, el grano de almizcle no habrá tenido disminución
sensible; ¡tanta es la divisibilidad a que han llegado sus partes! Suponed
una división semejante en el globo de la tierra; ¿podría expresarse en
guarismos el número que resultara? Arrojad ahora todas aquellas partículas
en la inmensidad del caos, hacedlas mover por el tenebroso espacio, sin más
guía que la casualidad: ¿os atreveréis a esperar orden y concierto?
Adviértase ahora que, este cálculo está fundado en el solo supuesto de
arreglar las partículas de la tierra; ¿y qué es ésta en comparación del
universo? Calcúlase que la masa del sol es 329.630 veces mayor que la de la
tierra; añadid a esto la masa de todos los planetas, de todos los cometas,
con todos sus satélites, la de todas las estrellas fijas, la de los otros
cuerpos que no conocemos y que vamos descubriendo cada día, la de la luz
desparramada por todo el universo y la de los demás fluidos que divagan por
la inmensidad del espacio; imaginadlo todo descompuesto, reducido a átomos,
mezclado, confundido, nadando en la inmensidad; ¿quién se atreverá a pedir
orden a ese desorden elevado a una potencia infinita? El espíritu se abate al
fijar la mirada sobre semejante caos; la cabeza se desvanece al contemplar
aquella espantosa imagen de la confusión que nos figuramos en la eterna noche
del averno.
Los ateos nos objetarán que, existiendo en medio del caos una ley necesaria
que llevaba a los cuerpos a una combinación armónica, había de brotar el
orden del seno del desorden. La materia, dirán ellos, está sujeta a leyes
constantes e invariables, como nos lo está mostrando la experiencia; luego
entregándola al movimiento vendría a parar a una combinación determinada,
donde resaltarían el orden y la armonía. Pero, en primer lugar, ¿quién
estableció esas leyes? Sin Dios, sin inteligencia, habremos de confesar que
son una necesidad; es decir, afirmaremos gratuitamente un hecho que es de la
mayor trascendencia. Cuanto más poderosas se supongan esas leyes para hacer
salir el orden del seno del desorden, tanto más están clamando que quien las
ha establecido estaba dotado de inteligencia. En todas las observaciones
hechas hasta aquí sobre la materia nunca se ha notado otra cosa que
indiferencia para el reposo como para el movimiento. Sometida a ciertas reglas
que apellidamos con distintos nombres pierde la dirección que aquéllas le
comunican y aumenta o disminuye la velocidad que de las mismas recibe, si
nuevos motores la impulsan o algunos obstáculos la detienen. La aserción,
pues, que atribuye a su íntima naturaleza la propiedad de unas leyes
altamente geométricas es el mayor de los absurdos. Pero demos a los ateos.
que existiesen esas leyes anteriormente a la máquina" del universo;
demos que los átomos, revolviéndose en la inmensidad del espacio, hubiesen
estado sometidos a esa necesidad ciega, origen de un orden tan admirable;
¿será posible que con ellas se hubiese formado el mundo? Newton, que
conocía ciertamente las dichas leyes mejor que todos los ateos, confiesa con
ingenuidad que, si bien ellas bastan para dar razón del movimiento del
universo una vez formado, no son suficientes, empero para explicar su
formación. Sabido es que el ilustre geómetra se humillaba al descubrir el
dedo omnipotente en aquellas maravillas que su genio contemplaba tan de cerca;
no consideraba los movimientos de los astros como efectos de una mera
casualidad, sino que, señalando las reglas a que estaban sometidos, se
abstenía de decir cuál era la causa; pero si no entraba en cuestiones
metafísicas sobre la naturaleza de la misma, reconocía que, fueran cuales
fuesen las causas secundarias, al fin era preciso llegar a una primera, a una
inteligencia infinita, a un poder sin límites, a Dios.
Una de las leyes que se consideran como fundamentales es la que se llama de
atracción o gravitación universal. Sabido es que ésta obra en razón
directa de las masas e inversa del cuadrado de las distancias, y que de esta
suerte se explican los movimientos de los cuerpos celestes, no siendo las
famosas leyes de Keplero más que aplicaciones o consecuencias del principio
universal. Admitida la verdad de éste, tal como suelen establecerle los
físicos, y sin descender a ninguna de las cuestiones que en diferentes
tiempos han dividido las escuelas, observaremos que, suponiendo el mundo
entregado al caos, es imposible que de él saliera por la mera fuerza de la
gravitación. Para que ésta obrase de manera que pudiera producir orden y
armonía sería preciso suponer esta armonía y este orden en las masas y en
las distancias; porque de otra suerte no habría probabilidad de que saliese
un mundo tan ordenado cual el que tenemos a la vista, sino una de las
infinitas monstruosidades que podemos imaginar. ¿Quién nos ha dicho que
debieran formarse nunca masas compactas? ¿Cómo sabemos que se establecerían
determinados centros en torno de los cuales comenzaran a verificarse las
revoluciones que dieran al fin por resultado ordenados sistemas? Al sol o a
las materias de que está formado, ¿quién los constituyó centro de los
movimientos de los átomos que componen los otros planetas? Antes que las
fuerzas centrípeta y centrífuga se combinasen para producir el movimiento
elíptico, ¿por qué no se precipitaron los cuerpos al centro de atracción,
o, escapándose por la tangente, no anduvieron corriendo a inmensa distancia?
Para que pueda existir la ley es necesario que existan los términos de la
proporción que la enuncia; es necesario suponer que están determinadas las
distancias y las masas; en faltando esta condición, tan lejos estuviera la
ley de ser un elemento de armonía, que antes bien lo fuera de nuevo desorden.
Atracción en todos sentidos, centro en todas partes; es decir, en ninguna:
todo desorden, todo confusión.
Suponiendo existente la fuerza de la atracción universal antes de ordenarse
el mundo y de formarse los grandes cuerpos de que se compone, mediaban
obstáculos para que esta ley pudiese producir nada ordenado. Sabido es que, a
más de la dicha atracción, la experiencia ha manifestado que hay otra que
por analogía se apellida atracción molecular, más conocida generalmente con
el nombre de afinidad. Así como la primera obra a largas distancias, ésta
ejerce su acción a distancias insensibles, cuando los cuerpos están en
contacto o en mucha proximidad. Estando todos los átomos que componen la
máquina del universo desparramados por la inmensidad del espacio, claro es
que andarían de mil maneras diferentes, revueltos y confusos, de modo que la
acción de la afinidad pudiese desarrollarse en varios sentidos. ¿Quién es
capaz de calcular las modificaciones que las fuerzas de la atracción
molecular causarían sobre los efectos de la universal? Ahora, formadas ya las
masas, no es posible que las leyes de la afinidad desconcierten el mundo,
porque, estando limitada su acción a distancias muy pequeñas, se halla, por
decirlo así, aprisionada. Pero cuando este obstáculo no existía, cuando
divagando sueltos los átomos estaba lleno el mundo de una mole informe de
fluidos de naturaleza muy diferente, claro es que debían resultar infinitas
combinaciones que modificasen los efectos de la gravitación universal.
Concebiremos fácilmente la variedad de resultados a que esta concurrencia de
causas podía dar lugar, si advertimos que las leyes de la afinidad están de
suyo sujetas a muchas alteraciones. En efecto: la experiencia ha manifestado
que para determinar con alguna exactitud sus resultados es preciso atender
nada menos que a siete circunstancias: 1ª., cantidad relativa de los cuerpos
que se ponen en contacto; 2ª., si los cuerpos son simples o compuestos; 3ª.,
cohesión que entre sí tienen; 4ª., grado de calor a que se hallan
expuestos; 5ª., cantidad y calidad del fluido eléctrico que contienen; 6ª.,
peso específico de las mismas; 7ª., presión qua sufren. Andando los cuerpos
revueltos, entregados al mero acaso, es evidente que se cambiarían a cada
paso las indicadas circunstancias, de lo que resultaría una confusión que no
es necesario ponderar.
Extrañeza causa, por no decir indignación, el ver que se echa mano de
tamaños despropósitos para eludir las inconcusas razones con que se
demuestra la existencia de Dios; imposible parece que el hombre dotado de
razón como de un glorioso distintivo forcejee hasta tal punto para desterrar
del universo la razón suprema. ¿En tan poco estimáis la inteligencia que
así odiéis el nombre de ella cuando se trata de ordenar el mundo? Os
envanecéis de la vuestra, la mostráis como blasón de nobleza, encarecéis
su alcance y se exalta vuestro orgullo a la sola idea de que se pretende
rebajar alguno de sus quilates; ¿y no admitiréis una inteligencia de donde
haya dimanado la vuestra, y que haya dado orden y concierto a esa máquina que
os asombra con su grandor y sus maravillas?
Si no existieran otros motivos para convencer que la naturaleza del hombre ha
sufrido algún quebranto, el cual la ha rebajado de su dignidad primitiva, y
ha obscurecido la mente, y torcido la voluntad, bastarían sin duda a probarlo
los inconcebibles extravíos a que se abandona nuestro espíritu. Se escribe
la historia de las naciones, se pintan sus revoluciones y sus guerras, en las
que vemos retratada ciertamente, y torcido la voluntad, bastarían sin duda a
probarlo en ninguna parte se presente tan negro el cuadro como en la historia
del espíritu, es decir, de las ciencias. En esa región sublime donde, al
parecer, debiera reinar señora la cuerda sabiduría, donde las pasiones no
debieran tener entrada ni ser toleradas en los alrededores, para que no
contaminasen la atmósfera con su apestado aliento; allí campean también la
locura, el orgullo, la ciega presunción, manifestando al hombre en toda su
desnudez, llenando de cruel amargura a quien creyera que había de encontrar a
los sabios a manera de coros de ángeles. Pero nunca, nunca como en el pasado
siglo se vio al genio del mal insultar con tanta impudencia al buen sentido de
la humanidad; nunca se le vio con tan perversos designios, cubierto con las
ínfulas de la ciencia para extraviar a los incautos; nunca se vio tamaño
esfuerzo para reducir a sistema la irreligión, estableciéndola sobre su
digna base: el ateísmo.
La naturaleza, las fuerzas superiores, las leyes necesarias, la sucesiva
transformación de los seres, y cien otras palabras semejantes, fueron
adoptadas como motes del enigma; ellas no expresaban nada, es cierto; pero
envolvían las ideas en misteriosa obscuridad, hacían que el sencillo lector
no advirtiese toda la absurdidad de las hipótesis sobre que se intentaba
cimentar el sistema, y quizás se le hacía creer que era científica una
explicación que no estribaba sino en una palabra empleada con la más insigne
mala fe. Las matemáticas, los conocimientos físicos, habían dado grandes
pasos. Se explicaban muchos fenómenos de una manera, si no satisfactoria, a
lo menos plausible; y todo esto se empleaba para alucinar a los ignorantes,
haciéndoles creer que la cadena de las causas terminaba en la región de la
materia. ¡Ingratos! El haber adelantado en el conocimiento de la criatura,
¿no debía elevaros hacia el Criador?
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* NOTA BIBLIOGRÁFICA.—Estos dos artículos fueron publicados en los
cuadernos 11 y 12 de La Sociedad, fechados en los días 3 y 15 de agosto de
1843, vol. I, pp. 510 y 558. Después de la muerte de Balmes, fueron
reimpresos varias veces en la colección de la revista. Tomamos el texto de la
primera edición. Los sumarios están tomados del índice del volumen I de la
revista.
[1] El argumento que objetamos a los incrédulos no es nuevo; pero quizás lo
podremos presentar con mayor desarrollo y claridad de lo que han hecho algunos
otros. Por lo demás, ni los modernos deben lisonjearse de haberlo inventado,
pues que se halla en Cicerón el siguiente notabilísimo pasaje: «¿Cómo
podré menos de admirarme de que haya quien se persuada que ciertos cuerpos
sólidos e indivisibles se mueven por su fuerza y gravedad, y que de su
concurso fortuito se ha formado un mundo tan adornado y hermoso? Quien se
imagina que esto es posible paréceme que del mismo modo diría que arrojando
a la ventura por el suelo innumerables caracteres de oro, u otra materia, que
representasen las veintiuna letras, pudieran caer ordenados de tal suerte que
resultasen formados los Anales de Enio; yo dudo que la casualidad llegase a
darnos un solo verso.» Hic ego non mirer esse quemquam qui sibi persuadeat
corpora quaedam solida atque individua vi et gravitate ferri, mundumque effici
ornatissimum, et pulcherrimum ex eorum corporum concursione fortuita? Hoc qui
existimat fieri potuisse, non intelligo cur non idem putet si innumerabiles
unius et viginte formae litterarum vel aureae vel quales libet, aliquo
coniiciantur, posse ex his in terram excusis Annales Ennii ut deinceps legi
possint effici. Quod nescio an ne in uno quidem versu possit tantum valere
fortuna. (Cic., De Natura Deorum, II.) Si bien se observa, este argumento es
dictado por el simple sentido común: no es patrimonio de los filósofos,
está al alcance de todas las inteligencias, es propiedad del linaje humano.
Lo que puede hacerse de nuevo es presentarle con claridad, con viveza,
sujetando, por decirlo así, a riguroso cálculo la inmensidad del absurdo en
que caen los ateos cuando pretenden que el mundo ha sido formado por
casualidad. Esto es lo que nos proponemos ejecutar.
Los caracteres de oro u otra materia (formae litterarum vel aureae, vel quales
libet), de que habla Cicerón, ¿podrían haber inspirado la invención de la
imprenta? Es posible, y no falta quien lo ha dicho.
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL