Devolvamos su sitio a Dios
Publicado
en Nueva Revista nº 45, Junio-Julio 1996, pp. 66-69, "Devolvamos su sitio
a Dios ahora que se acerca el milenio"
Por Paul Johnson
Uno
de los aspectos más fascinantes de la Historia no es tanto lo que ocurre como
lo que obstinadamente se niega a acontecer. Fuerzas aparentemente
irresistibles se agotan de repente sin avisar y modas dominantes se
desvanecen, mientras reliquias a medio deshacer sobreviven. Los hombres y las
ideas del ayer siguen su camino paso a paso, sin detenerse.
El gran acontecimiento del siglo xx ha sido la Muerte de Dios. Y ha sido un
acontecimiento frustrado. Los intelectuales decimonónicos no estaban de
acuerdo con la idea de Nietzsche de que Dios ya había muerto, pero estaban
seguros de que sí lo estaría hacia el año 2000. Durante el siglo XX, los
intelectuales han dado por sentado que la idea de Dios desaparecería
prácticamente en el mundo occidental, y que sólo las sociedades atrasadas
conservarían esa "superstición" religiosa. Y sin embargo, aquí
estamos, al final de lo que supuestamente iba a ser el primer siglo de
ateísmo, con Dios vivo y coleando, reinando en los corazones de miles de
millones de personas en todo el mundo. Por supuesto, que gracias al
crecimiento de la población hoy hay más gente que cree en Dios que a
comienzos de siglo, y evidentemente, también hay más agnósticos; pero
también creo que no hay más ateos que antes. El número de personas
dispuestas a afirmar con contundencia que Dios no existe se ha reducido
significativamente desde aquellos "buenos tiempos" del ateísmo
organizado, a finales del pasado siglo: la Universidad de Oxford, bastión de
las causas perdidas, ha nombrado hace poco a Richard Dawkins primer
catedrático de Ateísmo: todo un síntoma.
A finales del siglo XX, el porvenir de Dios es, en efecto esperanzador;
incluso podría convertirse en Su siglo por excelencia. En el siglo XIX
venerábamos el Progreso. Era algo real, visible, avanzaba con rapidez y
resultaba, por regla general, benéfico, pero las desastrosas consecuencias de
la Primera Guerra Mundial le hicieron perder su sentido y orientación. El
Progreso había defraudado a la humanidad. Así pues, volvimos el rostro hacia
la Ideología -hacia el comunismo, el fascismo, el "freudianismo", e
incluso hacia otros "ismos" más sombríos-. El siglo XX ha sido
"la Edad de la Ideología" como el XIX lo fue del Progreso. Pero la
Ideología también decepcionó a sus partidarios, y finalmente se hizo
añicos a comienzos de los 90.
Una de las cosas que enseña la Historia acerca del género humano es que no
podemos vivir sin creer en algo: la falta de creencias nos resulta
insoportable. Quizá Dios, después de luchar por su supervivencia a lo largo
del siglo xx, llene el vacío del siglo XXI y se convierta así en el heredero
universal de aquellos titanes muertos.
Llevo tiempo reflexionando sobre esta posibilidad, porque estoy a punto de
publicar un pequeño estudio sobre Dios titulado The Quest for God: A Personal
Pilgrimage (A la busqueda de Dios: un peregrinaje personal), que no será
primordialmente, una obra piadosa; es una investigación, una pesquisa, aunque
soy el primero en reconocer que no del todo lograda. Lo he escrito para
satisfacer algo que percibo como una necesidad generalizada. Cuando las
conversaciones empiezan a girar -lo que suele suceder- en torno a qué nos
creemos hoy, suelo preguntar a la gente si cree en Dios: normalmente me
responden con un sí: pero si insisto en lo que quieren decir con eso, dan la
callada por respuesta o apartan la pregunta con bromas del tipo "estás
yendo demasiado lejos, querido Watson" o "detalla más tu
pregunta". A la gente no le gusta decir "no sé", o admitir
que, por el momento, han pospuesto su reflexión sobre el significado de Dios,
o sobre el hecho de aceptar Su existencia. Procuran evitar pensar sobre Dios
de la misma forma que preferirían no pensar en la muerte -en la de ellos,
quiero decir-. Incluso si intentan reflexionar sobre Dios, no saben cómo
hacerlo. Por eso, me decidí a escribir un libro, para ordenar mis ideas sobre
Dios, con la esperanza de que su lectura ayudaría a otras gentes a hacer lo
propio con las suyas.
He abarcado en él la mayoría de las cuestiones, incluso las más
complicadas, como por ejemplo: quién es Dios, por qué creó el Universo,
cómo lo gobierna -si es que realmente lo hace- y por qué permite que
prospere el mal. Hablo de los animales y de la posibilidad de que tengan alma,
de la tierra y su futuro, de la probabilidad de vida en otros mundos, y de
cómo afectaría eso a la idea de "nuestro" Dios. Y me he ocupado de
las Postrimerías: la Muerte, el Juicio Final, el Cielo y el Infierno, y
finalmente, de la oración, el asunto de mayor trascendencia, pues constituye
nuestra forma de ponernos en contacto con ese misterioso Ser.
Escribir este libro ha revestido más dificultades de las que hubiera podido
imaginar, porque descubrí las carencias y los abismos de incertidumbre y duda
que albergaba en mi interior. Creí que tendría respuesta para la mayoría de
las preguntas, pero caí en la cuenta de las pocas que tenía, por lo que tuve
que estudiar todo de nuevo y dedicar muchísimas horas a la lectura. Pero
estoy satisfecho del esfuerzo realizado porque ahora tengo las cosas mucho
más claras que antes. También mi fe es más firme y, sobre todo, estoy
inmensamente satisfecho de haber conseguido conservar prácticamente intactas,
de una forma u otra, y a través de los avatares sufridos durante seis
décadas, las creencias que me enseñaron mis padres. La fe en un Dios justo y
todopoderoso es el mayor de los regalos. Podemos preferir nacer guapos o
ricos, listos o atractivos, pero la fe es una herencia mucho más valiosa que
cualquiera de esos dones.
Cuando paso el fin de semana en Londres voy a misa de once al convento de los
Carmelitas de la calle Kensington Church. Esta misa, cantada en latín, con
una sencilla homilía, y en la que todos los asistentes comulgan, representa
todo el esplendor y atractivo del catolicismo. Después de la misa suelo tomar
café, con Antonia Fraser, mi amiga de siempre y colega, y a menudo hablamos
de la suerte que es ser católicos y tener acceso a este sustento espiritual
único; puede sonar a complacencia, pero no es más que humilde gratitud.
Nuestra fe es una especie de armadura que, lo merezcamos o no, nos protege
frente a los ataques y sinsabores de la vida, y nos hace sentirnos seguros y
privilegiados en su seno.
Me gustaría que todo el mundo tuviera algo parecido, y aunque no hago
proselitismo, sí rezo por la conversión de las personas que quiero y, por
supuesto, por la de toda la humanidad. Estoy deseando medir mis fuerzas en un
debate con los adalides del otro lado. Si Dawkins, el catedrático de Ateísmo
de Oxford, quiere debatir conmigo, me da lo mismo discutir acerca de la
existencia de Dios en la radio, en la televisión o en cualquier otro foro
público: ya ha llegado
el momento de asumir con firmeza las propias creencias y defenderlas. A medida
que se acerca el nuevo milenio, tengo la impresión de que este fermento de
religiosidad que ya existe se multiplicará. Muchos renacimientos religiosos
han brotado de lo más profundo de la sociedad. El cristianismo mismo empezó
como una religión para los pobres, para las mujeres, los desfavorecidos, los
parias. Puede que ocurra de nuevo así, pero sospecho que más bien prenderá
-al menos en mi país- entre las clases altas, entre los intelectuales y las
gentes instruidas. A mi juicio, vamos a vivir tiempos apasionantes en los
próximos años, al comienzo de un nuevo siglo en el que Dios encontrará de
nuevo su plena justificación. La batalla será encarnizada. Si tengo fuerzas,
estaré en primera línea de combate.
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL