§ III.
El «Monólogo» del Protágoras:
los doce Pasos del «pugilato»

El monólogo del Protágoras (que ocupa, salvo el Prólogo, la totalidad del Diálogo, según hemos dicho) es muy complejo y consta de muy variados episodios. Estos episodios están narrados a la manera de un drama —de un «drama filosófico». Y, evidentemente, el curso de este drama puede ser dividido («segmentado») en partes («escenas») diversas según los criterios desde los cuales se emprenda el análisis (la «segmentación»), puesto que Platón no nos ha ofrecido explícitamente división alguna. Ahora bien, lo que ocurre es que las divisiones o «segmentaciones» que los comentaristas proponen (divisiones, no hace falta decirlo, diversas entre sí, porque acaso no hay dos comentaristas que vayan a la par en este punto), tampoco van acompañadas, en general, de los criterios en que se fundan. Lo que suele hacerse es sugerir, de entrada, una descomposición, más o menos prolija, del Diálogo, atendiendo a las «junturas naturales» que se encuentran al Paso. Y no es que neguemos, por nuestra parte, las «junturas naturales» (afirmando que no existe objetivamente ninguna); más bien pensamos que hay muchas, porque las junturas naturales pueden darse a diversas escalas, y el «buen carnicero» del que el mismo Platón nos habla en el Fedro podría seguir diferentes sistemas para despedazar sabiamente la res por sus «junturas naturales». Y entonces, cuando los criterios del despedazamiento no son explícitos, se corre el peligro (aún suponiendo, que ya es mucho suponer, que los criterios sean objetivos) de mezclar criterios heterogéneos, dando lugar a una división artificiosa por completo, aún contando con partes separadas por «junturas naturales».

Queremos comenzar nosotros exponiendo por lo menos nuestro propio criterio de división («segmentación») para proceder después a un análisis proporcionado a este criterio. (Cabe siempre discutir, además del criterio propuesto, la justa o proporcionada aplicación del mismo, en cada caso).

Partimos de la constatación de la viva impresión que se recibe al leer el Protágoras —en tanto de esa «impresión» cabe obtener la orientación para un criterio de despedazamiento— [50] a saber, la impresión de que el relato del Protágoras se asemeja intensamente a lo que podría ser la narración de un combate entre dos luchadores (narración que comporta la eventual intervención auxiliar de árbitros, consejeros, animadores, apostadores, &c.), a la narración de un pugilato. Esta impresión, por lo demás, no es enteramente subjetiva (privada). No sólo porque la comparación de toda polémica dialéctica (dialógica) con un combate es un tópico general (que está ya incluido en la misma raíz de la palabra «polémica») —y el Protágoras está consagrado principalmente a la narración de la polémica que Sócrates y Protágoras mantuvieron en casa de Calias— sobre todo, porque es el mismo Platón quien en varias ocasiones, a lo largo de su Diálogo, utiliza expresiones que nos acercan más a la arena de los luchadores (o, si se quiere, a la arena de los corredores en competencia) que al escenario de los actores (salvo que este escenario represente él mismo, una palestra). En 337a, Platón, que está trazando una caricatura de Pródico (de su gusto por los sinónimos, por las definiciones de palabras) ofrece, por su boca, una reflexión sobre la relación entre Sócrates y Protágoras: «Y también os pido, Protágoras y Sócrates, que... disintáis entre vosotros, pero que no riñáis: disienten, con benevolencia, los amigos de los amigos, riñen, en cambio, los adversarios y los enemigos entre sí». Pero, ¿acaso los púgiles no pueden ser amigos, compañeros cuya relación consiste en la lucha?. En 335e dice Sócrates a Calias: «Pero ahora es como si me pidieras seguir el Paso al vigoroso Crisón de Himera, o competir y seguir el Paso a algún corredor de carrera larga... y si quieres vemos correr juntos a Crisón y a mí, pídele a él que sea condescendiente, porque yo no puedo correr velozmente y él, en cambio, puede hacerlo lentamente» (y acaso —podríamos suplir, por nuestra parte— en una carrera de resistencia, dolichós, gana el menos veloz). Poco después (337e) es Hipias quien dice: «Os pido y os aconsejo, por tanto, Sócrates y Protágoras, que os acerquéis mitad y mitad, como si salieseis al centro de la palestra». (Puede ser oportuno recordar aquí que Hipias de Elis estuvo en Olimpia y que fue el primero en hacer la lista de los vencedores de los Juegos y establecer una cronología, aunque no muy exacta, de las Olimpíadas). Y en 339e, Platón hace decir a Sócrates, una vez que éste ha relatado la contundente argumentación de Protágoras: «Yo, por el momento, como golpeado por un gran púgil, sentí vértigo y quedé perturbado, tanto por lo que él había dicho, como por la aclamación de los demás».

Es cierto que todas estas expresiones, contenidas en el Diálogo, no garantizan que Platón haya planeado deliberadamente el relato del monólogo según la estructura de un pugilato, de un pancracio, o de una carrera (aunque es innegable que sus reiteradas comparaciones manifiestan que estos «paradigmas» estaban presionando en su mente en el momento de escribir). [51] ¿Se acordaba Platón, el pitagórico, de aquel consejo que, según Diógenes Laercio, acostumbraba Pitágoras a dar a sus discípulos: «Comportaos como los corredores, que buscan la victoria dando cada uno de sí lo que pueda sin tratar de dañar al compañero, y no como los luchadores, cuyo triunfo implica la destrucción del enemigo»?. Podía acordarse y sin embargo haber traspasado a los luchadores algo de lo que parecía propio de los corredores (incluyendo el número de las doce vueltas característico de las carreras de carros), en tanto que el luchador victorioso, aún después del combate más duro, tampoco busca siempre destruir al enemigo, sino que a veces lo recoge y lo levanta, una vez vencido, como Epeo, después de vencer a Euriolo, lo eleva y lo cuida. Y entonces, el paradigma de la estructura del monólogo del Protágoras, podría ser Homero, el Homero del canto XXIII de la Iliada. Tan sólo, Sócrates no desafía, como desafió Epeo: «Salga ahora, el que aspire a la copa de dos asas, pues la mula, yo aseguro que ningún otro aqueo se la lleve, vencedor como púgil, pues blasono de ser entre los púgiles señero». Pero durante el combate, Protágoras y Sócrates parecen reproducir, literalmente la escena homérica: «Los dos ceñidos, al medio de la junta se adelantan, enfrentados, al par alzando sus fornidos brazos, el uno sobre el otro se abalanza y sus manos pesadas entrecruzan». Sócrates, después de varios incidentes, resulta estar destinado a vencer: «... se levantó el divino Epeo, y un golpe le asestó en plena mejilla y, claro es, ya no pudo largo rato sostenerse en pie, pues allí mismo, se derrumbaron sus gloriosos miembros». Y Protágoras, «como el pez que arrojado a la ribera, cuando el Boreas encrespa el oleaje, está allí palpitante entre las algas...». «Más Epeo, magnánimo, enderezóle con su mano; luego, los caros compañeros le rodean, y a través de la junta lo llevaron, arrastrando los pies y vomitando espesa sangre, a un lado la cabeza derribada. Iba desvanecido y en un carro, entre ellos le sentaron; luego fueron y trajeron la copa de doble asa». (Trad. de D. Daniel Ruiz Bueno).

Dividiremos al Protágoras, pues, según este criterio, de suerte que la división nos permita percibir las acciones de Sócrates y de Protágoras en cuanto son ataques y contraataques que conducen a la derrota del segundo y a la victoria del primero. Sabemos que en el pugilato no había divisiones formales —como tampoco las hay en el Protágoras— pero esto no quiere decir que no hubiese un ritmo de desarrollo (vd. Heiz Schöbel, Olimpia y sus juegos, 1967, Edition Leipzig, versión UTEHA, 1968, pág. 79). El ritmo del curso del pugilato del Diálogo platónico parece ser alternativo: en sus doce estadios o Pasos, cada antagonista pierde su posición anterior o la recupera, pero no como una simple vuelta al estado inicial o previo, porque el combate es acumulativo. A lo largo de los doce Pasos que podemos distinguir sin violencia en el Diálogo platónico, cabría comprender, cómo la negación de la negación, [52] lejos de reducirnos al punto de partida, nos lleva más allá de las posiciones que los personajes van ocupando en cada momento.

Paso I (310b - 316b)

Comprende el período que comienza en el momento en que Sócrates se entera de la presencia de Protágoras en Atenas, y termina en el momento en que Sócrates, que ya se ha situado en presencia directa de Protágoras, le dirige la palabra, le interpela.

Este Paso transcurre, por tanto, en ausencia de Protágoras, pero es el Paso por el que se realiza la aproximación de Sócrates hacia su antagonista. Una aproximación por lo demás que no es ya en sí misma pacífica, sino que tiene el claro sentido de un ataque a Protágoras, al menos «en efigie», —pues durante su aproximación Sócrates comienza intentando destruir la imagen que de Protágoras se ha forjado Hipócrates, es decir, el joven ateniense que, al parecer, ha sido aprisionado por la fascinación y el prestigio de esta imagen.

Según ésto, el Paso I del monólogo, no sólo cubre el trámite de presentación de Protágoras —presentación fenomenológica (presentación de la imagen de Protágoras, de lo que significa Protágoras en Atenas en este momento)— sino también el trámite de autopresentación de Sócrates, de la autopresentación de su postura (inequívocamente agresiva) ante el «fenómeno Protágoras», ante la imagen fenomenológica del sofista tal como aparece dibujada en la opinión pública ateniense.

Es el joven Hipócrates quien representa esa opinión pública y quien la hace presente a Sócrates. Con su impaciencia juvenil, Hipócrates, antes de] amanecer, entra en la misma habitación de Sócrates, le despierta, y le da la noticia de la llegada de Protágoras a Atenas, rogándole que de inmediato le acompañe ante el gran sofista, a fin de que éste se digne prestarle su atención.

No deja de ser extraño que el joven Hipócrates acuda precisamente a la intercesión de Sócrates para lograr establecer relación con Protágoras. Podía haberla obtenido de otro modo (se supone que Hipócrates es rico). Sobre todo, y puesto que se atreve a penetrar, en semejantes circunstancias, en el dormitorio de Sócrates, hay que suponer que es un amigo habitual de Sócrates, como pueda serlo el joven Alcibíades («iba a comunicarte que tenía que ir a buscar a mi esclavo Sátiro, que se había fugado») que, por tanto, ha de conocer la personalidad de Sócrates. ¿Por qué, entonces, busca la mediación de Sócrates?. Sin duda porque percibe naturalmente una relación de afinidad entre Sócrates y Protágoras («cuando mi hermano me dijo que Protágoras estaba aquí, lo primero que pensé fue venir a decírtelo»). Sólo sobre esa relación de afinidad, cabe el antagonismo (contraria sunt circa idem). [53] Deleuze, en su Lógica del sentido, olvidando acaso precisamente la misma relación dialéctica a que nos referimos, llega a decir que la definición final de El Sofista platónico podría aplicarse al propio Sócrates.

En cualquier caso resulta paradójica la situación que, en este Paso del Protágoras, Platón nos dibuja: si Hipócrates es un discípulo de Sócrates ¿cómo espera encontrar en Protágoras una sabiduría superior y, más aún, cómo piensa que sea precisamente Sócrates quien haga de mediador, obligándole así a reconocer que él mismo no puede darle esta sabiduría?. Platón no nos ofrece ninguna respuesta, pero las paradojas están ahí. ¿Habrá querido significar la necedad de los atenienses que, teniendo cotidianamente a su lado a Sócrates, se dejan fascinar por el prestigio de un extranjero recién llegado como Protágoras?. Acaso, pero no sólo eso. Pues en Sócrates no podía ver Platón simplemente un maestro de sabiduría que haría superflua y redundante la apelación a Protágoras: Sócrates representa una sabiduría opuesta a la de Protágoras y esto Hipócrates tenía también que intuirlo o barruntarlo (ello explica que pueda encontrar novedad en la figura de Protágoras). Y entonces podemos ver en esta decisión de Hipócrates, en la decisión de acudir a Sócrates como mediador suyo ante Protágoras, algo más que la petición de una gestión meramente amistosa (apoyada en motivaciones que tampoco podrían considerarse esclarecidas en la obra de Platón). Estamos autorizados a sospechar si en la ingenua (en el plano de la conciencia) decisión del joven Hipócrates no va implícita la intención de enfrentar a su maestro con el maestro extranjero, tanto para buscar protección y autodefensa ante la nueva sabiduría (que, sin duda, ha de inquietarle) como para medir la misma sabiduría de Sócrates, dado que, en todo caso, la sabiduría de Sócrates, siendo crítica, no puede realizarse más que en el enfrentamiento con el extraño, no puede demostrarse en el ejercicio solitario. Sócrates no es posible sin Protágoras —como Hércules no es posible sin los leones ni, en general, el filósofo sin el sofista. Cualquiera que sea nuestra opinión al respecto, lo que sí parece claro es que en todo caso, el joven Hipócrates es quien incita a Sócrates a ir en busca de Protágoras y aún en cierto modo lo incita a desafiarlo. Cabría establecer un cierto paralelismo entre las funciones que de hecho desempeñan en el drama filosófico los dos jóvenes amigos de Sócrates: Hipócrates (que es quien motiva la relación entre Sócrates y Protágoras) y Alcibíades (que es quien, según hemos dicho, hace posible, en los momentos más críticos del drama, que esa relación polémica se mantenga hasta el final).

Pero lo importante es que Sócrates acepta el «desafío». Porque aún en el supuesto de que Hipócrates no se hubiera dado cuenta del alcance de su petición en hora tan intempestiva, [54] Sócrates no podía menos de saber que su simple acercamiento a Protágoras para transmitirle el ruego de su amigo Hipócrates, había de colocarle necesariamente en una situación polémica. Aunque no fuera más que porque la obligada protección debida a su joven amigo le exigiría atacar a Protágoras. Y la prueba de que eso lo sabía perfectamente Sócrates es la siguiente: que el lapso de tiempo que permanece con Hipócrates, precisamente en el pórtico de su propia casa, lo invierte en atacar a Protágoras, en tratar de destruir la imagen que de Protágoras tiene su joven amigo. Este ataque en ausencia sería indigno de Sócrates si no hubiese planeado ya reproducir el ataque (o proseguirlo) ante el mismo Protágoras, y en presencia de Hipócrates. Y esto supuesto, sería absurdo que hubiese accedido al ruego de su amigo, sin más explicaciones, porque esto equivaldría a engañarlo, a mantener en Hipócrates la ilusión, como si él la compartiera. Ilusión de Hipócrates —digamos: el fenómeno del sofístaque Platón expone a través de la propia boca de Hipócrates: «Protágoras es sabio y puede hacerme a mi tal» —aunque el giro que emplea sea a sensu contrario, riéndose. Por eso Sócrates procede inmediatamente a hacer reflexionar a su joven amigo: «¿Qué esperas que te enseñe alguien que va a exigirte dinero a cambio?». La argumentación de Sócrates parece aquí inspirada por el más estricto espíritu del positivismo económico, pragmático: cuando alguien puede ofrecer algo especial, que él tiene, algo concreto y positivo (el arte de la medicina, que posee Hipócrates de Cos, o el arte de la escultura que posee Policleto de Argos o Fidias de Atenas) entonces parece que tiene sentido exigir a cambio algo también positivo y concreto, como pueda serlo una cantidad determinada de dinero, y quien sabe lo que vale su dinero, debe también saber evaluar la mercancía que compra. para que el negocio sea racional. Luego si (este parece ser el sentido del argumento económico de Sócrates) Protágoras pide por su enseñanza una cantidad de dinero, que tú estás dispuesto a dar, es porque ya sabes lo que buscas, lo que quieres comprarle, y esto ha de ser algo específico, concreto y Positivo. ¿Qué es, pues?. Pero Hipócrates no sabe o no puede responder otra cosa que lo que Se contiene en este círculo vicioso: «Realmente, yo voy a pedir a Protágoras el Sofista que me de lo que él mismo dice ser, es decir, voy a pedirle que me haga Sofista, es decir, sabio que es capaz de transmitir su sabiduría». Pero, ¿acaso con esto dices algo, puesto que no sabes lo que es un sofista?. Supongamos que llegas a ser un sofista: necesitarás discípulos y te definirás sólo por ellos, como ellos por los suyos y así ad infinitum. Pero debes tener en cuenta, Hipócrates, que el sofista no puede definirse de este modo, meramente formal (su mera capacidad de recurrencia), puesto que esta definición es vacía hasta tanto no se determine su contenido.

Y este contenido está constituido por aquellas enseñanzas [55] o ciencias de las cuales precisamente el alma se alimenta: no son cosas precisas, que puedan encerrarse en un cesto, o en una vasija, para ser vendidas, traspasadas de un particular a otro particular.

En resolución: la argumentación de Platón (por boca de Sócrates) no parece en este momento dirigida —como se dice ordinariamente— tanto a probar a Hipócrates que la virtud o la sabiduría no puede ser enseñada, ni tampoco a denigrar a Protágoras por traficar con la enseñanza de cosas tan «sagradas». Si nos atenemos a los términos estrictos de lo que Sócrates, en el pórtico de su casa, dice al joven Hipócrates, su amigo, tendríamos más bien, nos parece, que concluir: que Sócrates está suponiendo que los «alimentos del alma» (la enseñanza de las virtudes generales) pueden y han de ser suministradas, desde luego, desde fuera (incluso la verdadera virtud llegará como un don divino, como una gracia qeía, moîra, Menón 100b) pero que, por ello mismo, no cabe pensar que esta provisión pueda ser reducida a una operación técnica —positiva, delimitada, específica— que es la que justificaría una retribución económica proporcionada. Por tanto —y aquí viene el argumento económico (supuesto que el precio de una mercancía exige que ésta sea algo positivo, delimitado y específico)— si Protágoras exige un precio por su enseñanza y un precio justo, es porque cree que puede ofrecer algo positivo, delimitado y específico. Y entonces, o engaña al comprador, o se engaña también a sí mismo.

Nos parece gratuito decir por tanto que Platón está atacando aquí la posibilidad de las enseñanzas específicas (técnicas, «programadas») —puesto que precisamente las reconoce en los casos de los maestros de medicina o de escultura— ni la legitimidad de percibir honorarios por estas enseñanzas. Pero tampoco está formalmente impugnando aquí la posibilidad de la enseñanza de las virtudes generales, de los alimentos del alma. Lo que nos dice, estrictamente, es que estos no pueden suministrarse en forma de «unidades específicas» (unidades didácticas, evaluables económicamente) y que todo aquél que pretenda vender tales unidades es un charlatán. Lutero diría: un vendedor de indulgencias, y hoy podríamos decir: un psicólogo, psicagogo, un psicoanalista (un empresario de cursillos acelerados de salud mental), un pedagogo que ofrece la programación para la formación de la personalidad o del autodominio. Porque «los alimentos del alma» no pueden entenderse como algo capaz de ser tomado en unas cuantas horas intensivas: es labor de toda la vida, desde que ésta comienza, y tanto como decir que nadie puede suministrarnos la sabiduría sería como decir que nos la suministran todos, y por ello, nadie en particular. Porque los alimentos de nuestra alma, si existen, deben proceder ante todo de la tierra que hizo nuestra propia alma, de nuestras tradiciones, de nuestra lengua, de nuestra cultura. Sócrates no está diciendo aquí, por tanto, a Hipócrates que prescinda de todo maestro [56] —porque la virtud la lleva ya en sí mismo, por el hecho de preguntar por ella, y sólo tiene que recordarla. Es esta una interpretación individualista y aún solipsista de] socratismo, sin embargo, que contradice frontalmente los presupuestos de Sócrates y de¡ mismo Platón sobre el modo de troquelarse socialmente la personalidad individual (basta recordar aquí la «prosopopeya de las leyes» del Critón). Una interpretación de la imposibilidad de enseñar la virtud al que ya la lleva dentro compatible con el «sociologismo» platónico exige rechazar enérgicamente semejantes lecturas individualistas de] socratismo. Por ejemplo, interpretando que si es cierto que la virtud de cada cual ha de atribuirse a cada individuo como algo que él mismo y no otro puede hacer, no es menos cierto que la recordación (anamnesis) de esta virtud necesita la intervención de los demás y, en particular, la intervención de los maestros que, aunque no puedan prometer suministrar esa virtud, sí tienen, mediante la crítica, que contrarrestar la acción de los engañadores, removiendo los obstáculos y ayudando, como las parteras, a que cada cual alumbre en sí mismo sus propias ideas, aquello que es más cercano a su propio ser, aunque proceda de la fecundación de otro. Sócrates, como es sabido, ha asumido precisamente esta función de «partero»: el no puede dar la vida a quien no la tiene por sí mismo, pero tiene que ayudar a quien ya está viviendo y puede dejar de vivir, o al menos enfermar. Por eso puede aspirar a que el Pritaneo, el erario público, le mantenga, porque entonces, lo que reciba de él, no lo recibirá como precio de algo que haya podido vender como particular a otro particular, sino como medio para seguir desempeñando una función pública que el mismo Estado le habría asignado. Para defender a Hipócrates y, con él, a los jovenes de Atenas, de los empresarios particulares para la formación de la personalidad, se decide Sócrates a acompañar a su amigo a la casa de Calias, a la casa en la que habitan esos fantasmas o fenómenos que, como las sombras en el Hades, flotan en sus salas prometiendo una sabiduría inmediata. También es cierto, entrará el hermoso Alcibíades (y con ello Sócrates hace una referencia a la realidad descrita en el Prólogo) a confundirse con las sombras. Entre estas sombras ocupa el primer lugar Protágoras, caminando con aplomo entre una nube de admiradores que, (según se nos dice en una prodigiosa descripción «ética»), «procuraban no cortar jamás el Paso a Protágoras, sino que, tan pronto como éste daba media vuelta junto con sus más inmediatos seguidores, al punto los oyentes de atrás se dividían en perfecto orden y, desplazándose hacia la derecha e izquierda en círculo, se colocaban siempre detrás con toda destreza». [57]

Paso II (316b-318)

Protágoras deja de ser visto de lejos, desde fuera («éticamente»): Sócrates le ha abordado y ahora es él quien lleva la iniciativa. Se muestra plenamente consciente de los peligros de su oficio: pretender educar a los ciudadanos, arrancándolos de los padres, de los amigos, es empresa que puede suscitar terribles envidias. Y, en este punto, reconoce la prudencia de la cautela de Sócrates («¿quieres tratar esto en privado o en público?»). Pero cree estar por encima de tales peligros y acepta tratar en público el negocio, incluso en presencia de otros sofistas.

Y se arriesga a ofrecer la definición de su mercancía, su autodefinición. Una definición que ya no será por tanto (para decirlo en términos de hoy) ética sino émica —aunque no por ello, creemos, menos fenoménica: él es un sofista, alguien que se compromete a hacer mejores cada día a los discípulos que convivan con él («en cuanto convivas un día conmigo, volverás a casa mejor y al día siguiente, lo mismo, y todos los días progresarás a más»). Protágoras (diríamos) se muestra, en suma, como alguien que es capaz (acaso junto con sus compañeros) de introducir el Espíritu desde fuera a la ciudad. Tal es su oficio.

Por lo demás se apresura a precisar que su oficio no es en modo alguno extravagante, inaudito, ni siquiera es nuevo: fue el oficio tradicionalmente ejercido por hombres como Homero, Hesíodo o Simónides, como Orfeo o Museo —diríamos, por el «poder espiritual» de la sociedad representado por los poetas, los sacerdotes, los magos, los artistas (curiosamente, Protágoras, no cita a los filósofos, no cita a Tales, a Pitágoras o a Parménides). Un oficio que mantuvieron enmascarado, dice Protágoras, acaso fingiendo que transmitían revelaciones divinas, precisamente por temor a las envidias. Sin embargo, todos ellos fueron sofistas, maestros, y la única diferencia con los actuales es que éstos dicen claramente cuál es su propósito y sus fuentes. La impresión que la autodefinición de Protágoras nos produce (sin perjuicio de las alusiones a los poetas) es la de un racionalista, la de un ilustrado que ha descubierto el secreto de los iniciados, y cree poder hacerlo público, estimando que ello encierra menos peligro hoy que el seguir enmascarado. ¿En qué podría fundar Protágoras su seguridad?. En el conocimiento de su capacidad para ganar dinero («más dinero que Fidias y diez escultores más») donde quiera que vaya, él, que es un viajero cosmopolita, que pasa de ciudad en ciudad, de Estado en Estado . Tal podría ser la respuesta de quienes entienden la oposición entre Protágoras y Sócrates (o Platón) como la oposición que media entre el apátrida desarraigado, «internacionalista» o «ciudadano del mundo», y el hombre que no se concibe fuera de la ciudad y que prefiere (como Sócrates en el Critón) la muerte al destierro. [58] Sin embargo, este Protágoras, nos parece una versión del Abraham de Hegel, el que abandona su patria y su familia, el que busca vivir fuera del Estado, como perfecto anarquista, el «judío errante» que busca la universalidad en el dinero. en el Capital. Entonces, podríamos oponer Protágoras a ese Platón (o Sócrates) de Glucksmann, a ese Platón que, como fuego Hegel y aún Marx, habría enseñado en su República, que no hay vida fuera del Estado, trazando así las líneas inconmovibles de los Estados totalitarios que se extienden entre nosotros hasta el archipiélago Gulag. Ahora bien, cualquiera que sea, de momento, la interpretación que presupongamos de Platón, lo cierto es que no es nada evidente la hipótesis de un Protágoras que encuentra su seguridad en el dinero, de un sofista sin patria. Protágoras, es cierto, se da ya a sí mismo el nombre de sofista y pone precio a su oficio, porque ha llegado el momento de llamar a las cosas por su nombre. Pero ello es debido a que es el sofista quien asume la misión de educar a los hombres en cuanto tales, y ello sin duda (anticipamos, por nuestra parte, lo que Sócrates dirá en el Paso III) porque no se trata de algo vago o indeterminado (digamos: al margen del Estado), sino de algo preciso: educar a los ciudadanos, en el sentido de enseñarlos a adaptarse a las leyes y a las costumbres de cada Estado, de cada ciudad. Y esto es una técnica de adoctrinamiento y de propaganda como cualquier otra (diríamos hoy: una técnica psicológica o sociológica). Acaso por ello Protágoras puede creer ya que no hay peligro en confesar abiertamente la naturaleza del oficio, porque pone por delante que el sofista trabaja dispuesto siempre, por principio, a someterse a los intereses de la ciudad y de sus dirigentes (precisamente porque es extranjero), por tanto, a colaborar con éstos en el mantenimiento del orden establecido. A educar al hombre en cuanto animal político, es decir, animal que vive, no ya en sociedad, sino en la ciudad, en el Estado (Protágoras, que fue comisionado por Pericles para dar las leyes a la colonia de Turio). Ahora bien, si encuentra (según nuestra interpretación), su seguridad en el Estado, ¿en qué se opone Protágoras a Sócrates, al Sócrates que Platón aquí nos presenta?. Porque la cuestión estriba en saber si Platón no está precisamente desfigurando a Sócrates, «que sólo sabe que no sabe nada», al eterno crítico de la ciudad —Platón el que adopta el punto de vista del Estado y llega a justificar incluso la mentira política, junto con los procedimientos más actuales de la opresión planificadora. No es éste el lugar de entrar en la cuestión de las diferencias entre Sócrates y Platón. Tenemos que atenernos al Sócrates platónico, al Sócrates que está en la casa de Calias, escuchando a Protágoras, y es este Sócrates aquél que no parece oponerse a un Protágoras «desarraigado», sino a un Protágoras que también declara «educar para la vida del Estado, educar al ciudadano». La oposición, sin duda, se encuentra en otra parte. [59]

Paso III (318b - 320c)

Sócrates, una vez recogido el informe de Protágoras, da este Paso, que nos introduce en un nuevo plano, más complejo y, por cierto, no analizado explícitamente por Platón. En efecto, Sócrates hace ver cómo las notas o rasgos que Protágoras ha utilizado para definir al sofista («enseño a los jóvenes», «les soy útil», &c.) no son características, puesto que también corresponden a otros maestros que enseñan virtudes más específicas (Ortágoras, la flauta; Zeuxis, la pintura). Con esto Sócrates obliga a Protágoras a redefinirse ante todo negativamente: el sofista no enseña ni la aritmética, ni la música, ni la geometría, ni la astronomía —es decir, aquello que siglos después se llamará el Quadrivium (y más tarde aún la «segunda cultura»). Las virtudes que Protágoras parece enseñar son más universales (diríamos: son las virtudes «humanísticas» de la primera cultura). Y aquí se nos aparece el gran problema: ¿cómo puede haber virtudes más universales que aquéllas que corresponden por ejemplo a la aritmética o a la geometría si son precisamente éstas las que son comunes a todos los hombres, «comunes a todos los pueblos» (para seguir la fórmula de Ibm Hazm)?. Parece que no cabe referirse al hombre en general para definir las virtudes humanas, por referencia a las cuales se definiría el sofista —pues precisamente estas virtudes que pertenecen a todos los hombres (a todos los estados o culturas) son aquéllas de las cuales el sofista no se ocupa. Y es Sócrates quien ahora introduce la referencia que Protágoras parece aceptar: «quieres hacer buenos ciudadanos, enseñar la virtud política».

Esta fórmula es irónica. Parece como si Sócrates hubiera advertido la oposición que media entre el hombre y el ciudadano (entre las virtudes de fraternidad que ligan a todos los hombres, y las virtudes políticas, que enfrentan hasta la muerte unos hombres a otros). Formar hombres, enseñarles las virtudes humanas y universales, no parece que sea lo que define al sofista, si acaban de marginarse virtudes tales como la aritmética y la geometría. ¿Habremos de aceptar la paradoja de que entonces las virtudes humanas que el sofista quiere enseñar no son las humanas universales, sino las particulares? ¿Y no son éstas las virtudes o ciencias «propias de cada pueblo» las que se oponen a las virtudes de otros pueblos?. Ahora bien, ¿no es extraño que el sofista se proponga formar a los ciudadanos de un Estado determinado y, en particular, del «Estado democrático de Atenas»?. Porque los ciudadanos de un Estado, si lo son —y sobre todo, los de un Estado democrático— ya habrán de conocer las virtudes propias de ese Estado. Los ciudadanos de un Estado democrático habrán de considerarse incluso como sabios, puesto que tienen la obligación de opinar constantemente sobre los asuntos públicos. Puesto que se les exige juzgar en la Asamblea, [60] emitir su voto. ¿Estamos viendo aquí una de las ironías socráticas ante la democracia ateniense?. A la vez (y dada la posición que ocupa el argumento en el Paso III), cabría ver una ironía dirigida contra el extranjero Protágoras: «¿Cómo tú, extranjero, vienes a enseñar la virtud política (particular) a una ciudad que, por el hecho de existir desde hace largo tiempo ya ha de suponerse formada por ciudadanos sabios capaces por tanto de transmitir la sabiduría a los jóvenes?»

El argumento de Sócrates es verdaderamente certero cuando se le contempla en esta perspectiva. Sería un argumento metafísico si se le interpretase como desarrollo de una tesis referida al hombre en general, como entidad que posee ya en sí misma la sabiduría y, por consiguiente, que no necesita de ningún maestro sofista. Pero —puesto que Sócrates contempla a Protágoras desde la perspectiva en la que un ciudadano de Atenas puede contemplar a un ciudadano de Abdera— el argumento puede moverse en otro plano, en el plano no ya de los hombres, sino de los ciudadanos atenienses. Son los individuos de Atenas, en cuanto ciudadanos, aquéllos que parecen hacer superflua la misión educadora de Protágoras el sofista: ¿acaso no existían ya ciudadanos atenienses antes de que este sabio extranjero llegase para infundir la sabiduría ciudadana?. Luego, si Protágoras enseña alguna virtud (y ya ha reconocido que no son las virtudes o ciencias comunes a todos los hombres, como la aritmética o la geometría), tampoco serán las virtudes ciudadanas, pese a que él acaba de aceptar esa misión como la más propia del sofista. Su misión como sofista permanece, pues, sin definir.

El terreno que Platón está haciendo pisar a Sócrates es muy accidentado, muy confuso, por los diversos estratos que contiene y, sobre todo, por sus entretejimientos. Sin duda, Platón no analiza este terreno, pero sí lo atraviesa a una escala tal que nos permite decir que efectivamente está tocando sus diferentes estratos aunque de modo confuso y con lenguaje paradójico. Por ejemplo, al hacerle reconocer a Protágoras su inhibición ante las virtudes (o ciencias) universales (aritmética, &c.) comunes a todos los hombres, pese a que sin embargo Protágoras proclama que él busca formar o educar a los hombres: ¿es que lo que es universal a todos los hombres no entra en la formación de cada hombre?. Y, asimismo, al hacerle decir que su misión consiste en formar ciudadanos —cuando resulta que los ciudadanos lo son en función de virtudes «particulares de cada pueblo», por tanto, virtudes que no parecen humanas, al menos en su sentido universal.

Tenemos que intentar analizar por nuestra parte, aunque sea de un modo muy sumario, la estructura lógica del terreno que Platón está pisando, porque sólo de este modo estaremos en condiciones de entender «de qué tratan» Sócrates y Protágoras, cuáles son sus verdaderas diferencias. A este efecto, [61] diríamos simplemente que cuando hablamos de virtudes características o propias del Hombre (de la totalidad de los hombres, o de partes de esa totalidad), estamos utilizando ese Hombre como totalidad, por lo menos en dos sentidos diferentes, aunque entrecruzados:

(1) El plano de las totalidades porfirianas (de los géneros porfirianos), que son totalidades cuyas partes extensionales son individuos orgánicos (los «hombres») y cuyas partes intensionales son rasgos comunes distributivos, ya sean estos universales (como la razón, el lenguaje), ya sean especiales a una cierta clase de hombres (como el arte de tocar la flauta o el arte de pintar o esculpir). Es necesario tener en cuenta que entre los predicados universales porfirianos podría incluirse la misma individualidad (la paradoja del sexto predicable), puesto que en la «especie» o clase está ya contenida la forma de la individualidad. Se comprende, por ello, cómo el universalismo, el cosmopolitismo universalista, puede ser asociado al individualismo liberal más extremado, el de Antifón, para quien todo lo que no procede de la fúsiV (digamos, de la universalidad porfiriana) es decir, lo que procede del nómoV es una cadena que aprisiona la libertad del hombre (Antifón, fragmento B 44). La misión del sofista podría definirse entonces como la misión del educador en las virtudes universales, aquéllas que se ligan a los «derechos del hombre», y que cubren desde el lenguaje universal hasta la ley natural. Pero en cualquier caso, Protágoras no se sitúa en la perspectiva de Antifón, sino más bien en la de Sócrates, en tanto se ocupa de los «derechos del ciudadano» antes que de los «derechos del hombre». Y acaso podría decirse que mientras Protágoras vendría a considerar las virtudes de cada ciudad, de cada pueblo casi como naturales, en cambio, Sócrates —ocupando una posición intermedia entre Protágoras y Antifón buscaría la universalidad dialécticamente, por cuanto no la fundaría en una supuesta naturaleza previa a la ciudad, sino en una igualdad que, en todo caso, sólo a través de los Estados puede aparecer tras un proceso histórico (Tucídides, y aún Trasímaco, ya habían dicho que la naturaleza es precisamente la fuente de las desigualdades entre los hombres).

(2) El plano de las totalidades que, por respecto a los parámetros individuales de (1), ya no podrían llamarse porfirianas, porque sus partes están, a su vez constituidas por multitudes de individuos (humanos, en este caso). Quizá podremos hablar ahora, mejor que del hombre, de la Humanidad, en tanto que ésta está repartida en diferentes círculos particulares (sociedades, pueblos, culturas, Estados).

Y ocurre que el nexo entre (1) y (2), entre el hombre y la Humanidad (en cuanto conjunto de culturas y Estados contrapuestos entre sí) no es meramente externo: es un nexo dialéctico, que obedece a una dialéctica, por cierto, muy poco explorada hasta la fecha. [62] Por ejemplo, hay muchos rasgos «porfirianos» que, precisamente cuando son universales (comunes a todos los hombres) en lugar de implicar la unidad entre ellos, introducen la separación, y aún el enfrentamiento a muerte. Por ejemplo, todos aquellos rasgos o propiedades («virtudes») que, procediendo de una reflexivización de relaciones simétricas y transitivas (que son universales, pero no conexas) fundan una partición en la totalidad porfiriana, según clases de equivalencia, distintas entre sí. Diríamos hoy. el cociente de esta totalidad porfiriana por esta relación de equivalencia es una totalidad no porfiriana constituida por las diferentes culturas, pueblos, Estados, que constituyen la humanidad. De este modo, alcanzamos la paradoja según la cual muchos de los rasgos de tipo (1), los más universales y comunes a todos los hombres, en lugar de ser la fuente de la unidad entre ellos, vienen a ser el principio de su separación, según hemos dicho, en el plano de las totalidades (2). Todos los hombres tendrán la «virtud» del lenguaje: pero, por el lenguaje los hombres se separan en círculos extraños (griegos y bárbaros) incomunicables entre sí, porque el lenguaje universal (el lenguaje natural) sólo existe en la mente de los gramáticos. Y todos los hombres tendrán acaso la virtud de la religión, pero los dioses de cada pueblo serán diferentes de los de los demás y con frecuencia serán enemigos, porque la religión universal, la religión natural, sólo existe en la mente de los teólogos. Y todos los hombres tendrán como virtud propia el ser animales políticos, el vivir en ciudades: pero, por ello, los hombres, en cuanto ciudadanos, se encuentran en guerra casi permanente, las ciudades griegas contra las persas y Atenas contra Esparta. No entramos aquí en la naturaleza de la transformación entre ambos tipos de totalidad. Algunos pensarán que las totalidades reales, históricas y sociales, son las totalidades positivas, particulares —mientras que las totalidades porfirianas serían meras abstracciones. Pero no podemos olvidar que hay una tendencia permanente a pensar que, históricamente al menos, el proceso ha sido más bien inverso: la transformación del hombre en ciudadano es vista por Rousseau, por ejemplo, como la transformación del estado natural en el estado civil: «El hombre pierde la libertad natural y el derecho ilimitado a todo cuanto desea y puede alcanzar, ganando en cambio la libertad civil y la propiedad de lo que posee» (Contrato Social, cap. VII).CONTINÚA