Ser Necesario por Sí

Por Antonio Millán Puelles




LA tercera de las cinco «vías» tomistas para demostrar la existencia de Dios concluye en la afirmación del Ser Necesario por sí mismo o, dicho con otros términos, en la admisión de un Ser cuya existencia se identifica realmente con su esencia. Este Ser es el concebido en la idea de Dios como la única realidad que no depende de ninguna otra realidad y a la cual todas las demás se subordinan.

El juicio en que la «tercera vía» desemboca no es sólo la afirmación del Ser absolutamente Necesario en tanto que no mediado por ningún otro ser, sino también la afirmación del Ser absolutamente Necesario para que existan todos los demás seres. Lo primero se advertirá por la manera en que se demuestra lo segundo, como podrá comprobarse al analizar el desarrollo de esta vía; pero el concepto del Ser Necesario por sí mismo es más radical y, por ende, más adecuado o ajustado a la realidad propia de Dios, que el concepto del Ser absolutamente Necesario para que los demás seres existan. Aun en el caso de que no hubiese ninguna de las demás realidades, Dios sería necesario, y no de una manera relativa (inconcebible en semejante hipótesis, puesto que toda relación implica dos extremos o polos), sino de un modo incondicionado o absoluto.

Si no se le piensa de esta forma (implícitamente, al menos), Dios no es concebido nada más que como un simple medio para que en efecto existan otros seres, con lo cual se le subordina al valor y a la realidad de esos seres que no son Él. Y, llevando el razonamiento a sus últimas consecuencias, sería preciso entonces admitir que, para que Dios sea Dios, es absolutamente necesario que produzca esos seres, lo cual equivaldría a sostener que carece de libertad o, por lo menos, que su libertad no es absoluta, cosa enteramente incompatible con el concepto de Dios como el Ser Absoluto, plenamente incondicionado. Dios sería, todo lo más, un ser que se va realizando conforme va dando realidad a otros seres, y su propia entidad consistiría en una evolución o desarrollo, donde, a la vez que se actualiza Él mismo, también se actualizan sus productos. Ello es inconcebible si no se piensa que esos productos y Él mismo son una sola y misma realidad, o bien dos partes de ella, de las cuales la una produjese a la otra al producirse a sí misma. Pero lo que solamente es una parte no puede ser lo Absoluto ni, por ende, consistir en Dios; y no cabe tampoco que el efecto y la causa se identifiquen entre sí realmente, constituyendo una única realidad efectiva, ya que, en tal caso, ésta sería causa sui, lo cual es contradictorio (véase «Causa»).

La imposibilidad de que Dios, el Ser Absoluto, no sea, justamente, el Ser Necesario por sí mismo, no demuestra que Dios existe. Ahora bien, la «tercera vía» no se apoya en la evidencia objetiva de esta imposibilidad, ni su punto de arranque está en la idea del Ser Necesario por sí mismo. Este concepto aparecerá solamente en la última fase de la prueba y al modo de un «corolario» que se infiere del resultado directo de la argumentación. El punto de partida de la prueba es bien fácil y elemental, pues ni siquiera consiste en una idea directamente apoyada en la experiencia, sino en unos datos sensoriales: simplemente, los necesarios para poder afirmar que hay cosas que ahora son y antes no eran, y cosas que, habiendo sido antes, ya no son. Estas afirmaciones son otros tantos juicios que requieren, naturalmente, unos conceptos, pero no tienen ninguna necesidad de especiales razones ni de serias y hondas reflexiones. Estas vienen después.
De momento, sólo se trata del puro y simple «hecho empírico» (experimental. Que toma la experiencia como base de los conocimientos humanos) que se verifica en casos tales como el de que nacen y mueren hombres cada día; el de que ciertos tipos de vivientes han llegado a extinguirse por completo; el de que el fuego ha destruido un bosque y han surgido de éste un humo y unas cenizas; el de que han perdido su vigencia tales o cuales costumbres y en su lugar hay otras; el de que tenemos hoy conocimientos de los cuales carecíamos ayer, etc.

El concepto en el que todos esos hechos se subsumen es la idea de lo contingente. La palabra «contingencia» significa una cierra clase de existencia: la peculiar a todo lo que es de tal manera que igualmente podría no ser. Lo contingente es, por tanto, lo existente con existencia efectiva, aunque no por completo necesaria. El infinitivo latino contingere, usado en su acepción intransitiva, quiere decir lo mismo que el término español «acontecer», de donde procede la palabra «acontecimiento». Así, pues, una existencia contingente es la tenida por algo a lo cual le acontece el existir. Contingit alicui significa: «le cae en suerte». Aquello a lo que de este modo algo le «cae» no lo posee de suyo y, por lo mismo, no lo tiene de una manera necesaria, sino sólo de un modo «accidental», es decir, de una forma adjetiva o accesoria, como propia de un accidente. También el infinitivo latino accidere, tomado en su modalidad intransitiva, quiere decir «caer», venirle encima algo a una cosa. Y lo que le viene encima a toda cosa que igual puede existir que no existir es justamente el acto de la existencia. Este acto es en todas esas cosas un ac-cidens o accidente, una eventualidad, algo que e-venit o viene del exterior, no de la esencia.

Kant sostiene, en su impugnación del argumento ontológico, que la existencia no es un predicado real (véase «Argumento ontológico»). Ello es verdad tan sólo en el caso del ser en el cual la existencia es una eventualidad, algo que le acontece o sobreviene a una esencia. La posibilidad de unas esencias a las cuales les sobrevenga la existencia no es la imposibilidad de toda esencia que de una manera enteramente necesaria exista; y, como quiera que lo absolutamente necesario a un ser no lo son nada más que su esencia y las propiedades que de ella resultan, ha de afirmarse que un ser cuya existencia fuese absolutamente necesaria poseería el existir en virtud de su misma esencia.

Con esto no se pretende aquí revalidar el argumento ontológico en ninguna de sus versiones, sino tan sólo hacer ver que, para que fuese válido el filosofema de Kant según el cual no es ningún predicado real el existir, sería preciso que el existir absolutamente necesario –la existencia en virtud tan sólo de la esencia– constituyese una contradicción. Kant no demuestra que el existir absolutamente necesario sea un absurdo, ni tampoco pretende demostrarlo, antes bien, lo admite como posible, aunque añade, acertadamente, que con su sola posibilidad no se demuestra que exista. Pero entonces es claro que debiera haber admitido la posibilidad de que algo exista en virtud únicamente de su esencia: es decir, no debiera haber admitido que la existencia se sobreañade a la esencia en todos y cada uno de los casos posibles.

Todo ser contingente –no pura y simplemente todo ser– constituye uno de los casos en los que resulta posible que la existencia se sobreañada a la esencia. «Ser posible» no significa «ser solamente posible». También es posible lo efectivo. Todo lo contingente se da como un ser posible que es también efectivo, aunque no de una manera necesaria. Su necesidad es hipotética, entendiendo por ello que la existencia de todo lo contingente es el objeto de una tesis afirmativa necesaria, pero nada más que en el supuesto de que lo contingente se esté dando. Dicho de otra manera: si existe algo contingente, es necesaria la afirmación de su existencia, pero no, a su vez, la afirmación de que la existencia de lo contingente es necesaria. Para que esta otra afirmación fuese a su vez verdadera sería preciso que también fuese verdadero que todo lo contingente es necesario, y no de un modo condicionado o hipotético, sino de una manera incondicionado o absoluta. Haría falta, en resolución, que lo contingente en tanto que contingente fuese lo necesario en tanto que necesario, lo cual es, a todas luces, un absurdo. (Este absurdo es el que se insinúa en la Introducción de L’être et le néant, de Sartre, y que se hace explícito, en muy diversos aspectos, a lo largo del desarrollo de esta obra, tan absurda como genial: un auténtico «virtuosismo» de sofista, que una vez desenmascarado, pone de manifiesto la verdad de que lo contingente es necesario... de una manera hipotética: en virtud de la efectividad de su supuesto.)

Lo contingente es aquello que igual puede existir que no existir. El sentido de esta definición se hace patente en cualquier caso de «generación» y «corrupción». Lo que no era, pero llega a ser –lo engendrado– es algo más que un puro y simple posible, ya que tiene existencia. Sin embargo, no la posee de una manera absoluta, porque anteriormente no existía. La necesidad de afirmar su existencia es, por consiguiente, limitada y, en función de ello, relativa. Sólo se da a partir de un cierto instante: el mismo en que lo engendrado empieza a ser. El ser de lo engendrado es temporal, y la necesidad de afirmar este ser es temporal igualmente, aunque no en el sentido de que pueda haber algún momento en el que ya no sea necesario que lo engendrado difiera del puro y simple posible.

Otro tanto acontece en el caso de lo que era y, por corrupción, ya no es. Lo que existía anteriormente y ahora no está existiendo es algo más que un puro y simple posible. Aunque ahora no la posee, ha tenido en acto la existencia, y siempre será verdad que en efecto la tuvo. Sin embargo, como ahora no la posee, esa efectiva existencia no le puede ser atribuida como ilimitada o absoluta, sino tan sólo como relativa a un cierto lapso de tiempo. El ser de lo que se corrompe es temporal, y la necesidad de afirmar este ser es temporal asimismo, aunque no en la acepción de que pueda llegar algún momento en el que no sea necesario que lo corrompido se distinga de un puro y simple posible.

Por tanto, la contingencia no es la mera posibilidad de la existencia, como tampoco es su pura necesidad, ni el absurdo de una síntesis de ambas. Lo que cumple el oficio de un tercero entre la simple posibilidad de la existencia y la pura necesidad correspondiente es la pura y simple existencia como no necesaria de un modo incondicionado, pero sí, en cambio, de una manera relativa. Y el titular o poseedor de esta existencia –aquello a lo que se llama «contingente»– no es un simple posible, ni algo puramente necesario, ni el absurdo de una síntesis de ambos, sino pura y simplemente lo que existe como no necesario de una manera absoluta, aunque sí como necesario de una manera condicionada o relativa.

«Existir» no es idéntico a «existir necesariamente en un sentido absoluto». Si en realidad lo fuera, se habría de negar la realidad de todo lo que ahora está existiendo y no existía anteriormente. Habría, pues, que negar todos los casos de generación y corrupción, basándose para ello en su absoluta imposibilidad, es decir, en la absoluta necesidad de la existencia de un único o solo ser y de que éste fuese tan incorruptible como ingenerable. Mas como quiera que esa absoluta necesidad no es evidente, sería necesario demostrarla. ¿De qué modo?

No cabría recurrir a ningún dato empírico. El concepto de esa necesidad no es ejemplificable en la experiencia. Así, pues, habría que partir únicamente de esté mismo concepto y formular una especie de argumento ontológico de la absoluta necesidad de la existencia de un único o solo ser que, además, no estuviese, en manera alguna, sujeto a generación ni corrupción. El primer paso consistiría en afirmar que tenemos la idea correspondiente, y el segundo estribaría en hacer ver la contradicción que habría de darse si el objeto al que esa misma idea se refiere fuese pensado como existente sólo en el pensamiento, ya que en tal caso estaría siendo pensado en calidad de absoluto, a la vez que como simplemente relativo (con la relatividad de una existencia meramente ideal).
La crítica que a este argumento habría que hacerle es la misma que debe hacerse al efectivo «argumento ontológico»: su falta de distinción entre el concepto de lo que se pretende demostrar y el juicio que afirma la existencia efectiva, real, del objeto de ese concepto. Sólo se incurriría en contradicción si a la vez que se juzga que ese objeto posee una existencia efectiva, se juzgase también que su existencia es meramente ideal (véase «Argumento ontológico»).


Tampoco cabe que la idea de lo contingente sea bastante para probar que su objeto haya de existir. Podría ensayarse esa prueba de la manera que sigue: «lo pensado como sujeto de existencia efectiva no puede ser lo pensado como carente de ella; ahora bien, pensar en lo contingente es pensar en algún sujeto de existencia efectiva; por tanto, lo contingente ha de ser afirmado como algo cuya efectiva inexistencia constituiría una pura o absoluta contradicción».
Esta nueva versión del argumento ontológico, aunque aplicada al caso de lo contingente, tiene el mismo defecto que todas las que pretenden demostrar, por el mismo sistema, la existencia del Ser absolutamente Necesario. Otra vez se confunde un puro y simple concepto con el juicio en el que se atribuye la existencia efectiva al objeto correspondiente. Pero, además, y contra lo afirmado en la premisa mayor, lo pensado como sujeto de existencia efectiva puede, sin contradicción de ningún género, ser pensado también como algo que no posee esa existencia, aunque no, claro está, cuando efectivamente la posee, sino cuando no la tiene todavía, o bien cuando la ha perdido, de la misma manera en la que un cuerpo que ocupa un determinado lugar no sólo puede ser pensado como un cuerpo que tiene esa determinada ubicación, sino también como un cuerpo que en otro momento no la tiene, sin que en ello se dé contradicción alguna. Esta se daría, por el contrarío, si lo pensado fuese que uno y el mismo cuerpo está ocupando a la vez dos lugares distintos, o si lo pensado consistiera en que uno y el mismo ser es y no es, en un sentido exactamente idéntico. Para afirmar que resultaría contradictorio el juicio en el cual se asegurase que lo contingente puede no existir, haría falta haber demostrado que su efectiva inexistencia es imposible. Y es cierto que lo sería, si fuese cierto que en realidad existe algo contingente. Pero desde fuera de esta hipótesis, que únicamente puede verificarse con algún dato de la experiencia sensorial, la demostración de la imposibilidad de la efectiva existencia de lo contingente es a su vez imposible, si se entiende por contingente lo dotado de una existencia no absolutamente necesaria, sino necesaria tan sólo de una manera hipotética, vale decir, en el supuesto de que se dé su condición, y sólo en este supuesto.
De ahí que lo contingente deba considerarse como el mero sujeto de una existencia hipotética o, dicho con otro giro, como aquello cuya existencia es imposible si no existe algún otro ser que le haga existir. Ese otro ser no es ya sólo la condición de la posibilidad de un cierto ser contingente, sino la condición de su efectividad o actualidad. Ahora bien, esto lleva, de una manera lógica, a negar que un único o solo ser –el que hubiese si toda la realidad se limitase a él– pueda ser contingente. La contingencia es una forma de existencia incompatible con la absoluta unicidad del ser. Para que un ser solo o único –es decir, el único ser– pudiera ser contingente, haría falta que dependiera de sí mismo en la integridad de su entidad. Si sólo en parte dependiese de sí mismo, sólo una parte suya estaría siendo la condición de él mismo como un todo. Mas en tal caso la integridad de ese ser estaría dependiendo de algo que ella misma no es, o sea, dependería, en realidad, de otro ser, no precisamente de sí misma, ya que no cabe que un ser se comporte respecto de sí mismo solamente como una parte. Pero el depender de otro ser es imposible enteramente en la hipótesis de que existiera un ser y sólo uno.
El supuesto del que se trata es el de que no hubiera más que un ser, y lo que se acaba de probar es que, dada esta situación, no cabe la contingencia. Sin embargo, esto no demuestra la imposibilidad de que se diera un solo ser contingente en el supuesto contrario, o sea, en el de que hubiese varios seres. Las expresiones «un solo ser contingente» y «un solo o único ser» no significan lo mismo, ni tampoco el significado de la expresión «todos los seres contingentes» es idéntico al de la expresión «todos los seres». Sin embargo, la prueba de la imposibilidad de que, si no hubiese más que un ser, ese ser fuese contingente, lleva a inferir la imposibilidad de que sean contingentes todos los seres habidos y por haber en el conjunto de la realidad. Este conjunto se comportaría como un ser contingente. Su situación sería idéntica a la del ser contingente que fuese el único ser, puesto que fuera del todo de la realidad no hay realidad alguna. Así, pues, esa situación sería imposible y, en consecuencia, no es tampoco posible que sea contingente todo ser.

Mas si no cabe que todo ser sea contingente, se ha de pensar que el ser no consiste en la contingencia, aunque ésta se dé en algunos seres. Su darse en ellos no podrá deberse, entonces, a lo que ellos por su esencia son, y de ahí que los seres contingentes remitan siempre a algún ser en el cual de suyo no consisten.


Tomás de Aquino entiende por contingencia la neutralidad o indiferencia –el aequaliter se habere– respecto al ser y al no-ser (Sum. cont. Gent., 1, c. 15, y Sum. Theol., I, q. 2, a. 3): una situación irreductible al ser necesariamente, que Aristóteles atribuye al Motor Inmóvil (Met., XII, 7, 1072 b 10), al cual también Tomás de Aquino la atribuye, e irreductible, asimismo, a la pura y simple posibilidad de ser. Lo posible de ser y de no-ser (quod potest esse et non esse) es contingente, algo que es sólo per accidens (recuérdese la efectiva sinonimia de los términos contingere y accidere). Pero ello no significa que el ser y el no-ser se igualen en las realidades contingentes. La contingencia no estriba en un «existir sin existir», ni aquello en lo que se da la contingencia es algo así como un ser «que es lo que no es y que no es lo que es», según la fórmula utilizada por Sartre (loc. cit.) para la realidad del hombre en cuanto libre.

Ni siquiera la libertad hace posible que seamos lo que no somos. Nuestro ser aquello mismo que no somos, y nuestro no-ser aquello mismo que somos, tendrían como consecuencia –entre otras– el que, precisamente por ser libres, no lo fuésemos y el que lo fuésemos precisamente por no serlo. Nos encontraríamos, de esta suerte, en una infinita oscilación entre la libertad y la falta de ella, sin llegar a ser libres en ninguna ocasión, ni tampoco a dejar de serlo alguna vez; todo lo cual es ciertamente incompatible con la tesis sartriana que asegura que nuestro ser se cifra en la libertad, salvo que en esta tesis se entienda por libertad algo que no la es, justamente por serla, y que justamente por no serla, resulta, sin embargo, que la es.
Nada tiene de extraño que Sartre afirme el absurdo: lo necesita para basar en él la afirmación del ser de la libertad. Pero es el caso que la libertad no implica ningún absurdo, pues no exige que el hombre «sea lo que no es y no sea lo que es». La libertad le hace posible al hombre el «llegar a tener» algunas determinaciones no presentes si no quiere alcanzarlas de una manera libre. No es que sólo por el hecho de quererlas de esta manera pueda el hombre llegar a poseer todas las determinaciones que le faltan, sino que entre éstas hay algunas que, para que el hombre las posea, las ha de adquirir haciendo uso de su libre querer. Pero ninguna de estas determinaciones, como tampoco ninguna de las que «sin querer» son adquiridas, pertenecen a aquello mismo en lo que el hombre consiste pura y simplemente por ser hombre. Lo que esencial y sustancialmente somos no podemos dejar de serlo por virtud de ninguna libre decisión; ni ninguna libre decisión presupone en nosotros la posibilidad de no ser lo que esencial y sustancialmente somos. (La misma posibilidad que el hombre tiene de darse muerte a sí mismo no significa, a este respecto, otra cosa sino que no somos esencial y sustancialmente nuestro propio existir, antes por el contrario, única y solamente lo tenemos, y de una forma tan eventual o accidental, que incluso cabe que lo tengamos a merced de nuestro libre albedrío, si bien tan sólo negativamente, es decir, en lo que concierne a la posibilidad de perderlo.)
Desde la base empírica en la que se apoya la tesis de que hay generaciones y corrupciones, afirma Tomás de Aquino que hay cosas que pueden ser y que pueden no ser (videmus in mundo quaedam, quae sunt possibilia esse et non esse, scil. generabilia et corruptibilia). De este modo, la afirmación de que existen seres contingentes se lleva a cabo en función de unos datos empíricos, no en virtud del análisis de las notas integrantes de un concepto. Al menos en su punto de partida, la «tercera vía» no se presta, en verdad, a ser tomada por un argumento ontológico.
El segundo paso de esta vía (según la fórmula de la Sum. cont. Gent.) se resume en la afirmación de que todo lo contingente es un efecto: Omne, quod est possibile, causam habet. Traducido de una manera literal, ello quiere decir que todo lo posible tiene causa, pero por el contexto (recuérdese: possibilia esse et non esse) queda claro que lo que aquí se entiende por posible es lo neutral respecto al ser y al no-ser: así, pues, no lo absolutamente Necesario, sino aquello para lo cual tanto el ser como el no-ser son posibles; en suma, lo contingente.
Y la razón de que todo lo contingente (lo posible, tanto de ser, como de no-ser) haya de tener alguna causa es que no cabe que su mismo ser se deba a él mismo. Para esto resultaría imprescindible que su existencia se identificase con su esencia o, lo que es igual, que no pudiera no-ser. Mas el «poder-no-ser», aunque tampoco se identifica con la esencia de ningún ser contingente, es, sin embargo, un aspecto de ella, siendo el «poder-ser» el otro aspecto. De este modo resulta que ningún ser contingente, dada la constitutiva ambigüedad o neutralidad de su esencia, puede llegar a tener el efectivo acto de la existencia si no es implantado en él por algún ser que efectivamente lo posee.

Aunque no al pie de la letra, ése es, hasta aquí, el razonamiento en la Sum. cont. Gent. En su fórmula literal, es más conciso: «dada esa indiferencia -cum de se aequaliter se habeat- es necesario, si llegara a ser, que esto se lo deba a alguna causa (oportet, si ei appropietur esse, quod hoc sit ex aligua causa). La Sum. Theol. ofrece una variante de ese mismo razonamiento. Lo esencial de esa variación está en la tesis de que, si todo fuese contingente, tendría que haberse dado algún momento en el que nada existiera, en cuyo caso no se podría dar ningún momento en el que algo existiese. Tomás de Aquino, al expresarse de esta forma, utiliza un idioma cronológico, de fácil intelección para los lectores no iniciados en el lenguaje más propio de la filosofía. Ello resulta explicable si se tiene presente que la Sum. Theol. pretendía también, aunque no sólo, enseñar a los principiantes (etiam incipientes erudire, Pról.).

El fundamento de la tesis según la cual si todos los seres fuesen contingentes tendría que haberse dado algún momento en el que nada existiera está en que lo contingente es relativo, de una manera esencial, a lo no-contingente. En términos cronológicos, se trata de lo que sigue: «no cabe ningún momento en el cual algo exista en virtud, simplemente, de que puede existir; por tanto, si no hubiese ningún ser cuya existencia fuese necesaria de una manera absoluta, tendría que haberse dado algún momento en el que nada existiera; pero, en tal caso, no existiría nada ahora, pues no cabe ningún instante en el que la nada se haga algo». Esta fórmula, o bien alguna otra similar, debió estar en el pensamiento del autor de la Sum. Theol. al introducir la «variante cronológica» de la «tercera vía», en atención a los lectores no iniciados, aunque no solamente en función de ellos, sino en virtud de que la base empírica de esta prueba de la existencia del Ser Necesario por sí mismo está en los hechos de la generación y la corrupción.

Lo posible, tomado precisamente en el sentido de lo que igual puede existir que no existir (possibile esse et non esse), está pensado, en esta demostración, como lo generable y corruptible, lo cual supone una dimensión cronológica (lo generable y lo corruptible implican tiempo, un «antes» y un «después» de algún presente, ya que también ese «antes» y ese «después» están implícitos en la generación y en la corrupción). Ello no obstante, cabe una idea más abstracta y formal de lo posible en tanto que indiferente respecto al ser y al no-ser. Aunque el modo más inmediato de acceder a la idea de lo contingente es el concepto de lo que empieza alguna vez a ser y de lo que deja de ser en alguna ocasión (lo generado en tanto que generado y lo corrompido en tanto que corrompido), la noción de lo contingente, una vez alcanzada de ese modo, es susceptible de una representación más abstracta, con relación a la cual lo contingente que implica una duración efímera o pasajera no es más que uno de los casos. El otro caso lo es el de lo contingente que tuviese una duración ilimitada. Ello no implica ninguna contradicción, porque esta forma de lo contingente no es la de lo generado y corrompido; mas no tenemos ninguna experiencia de ella. Un ser, o bien un conjunto de entidades, cuya existencia fuese contingente, aunque tuviera una infinita duración, sería, digámoslo así, doblemente hipotético: primero, por suponer una causa no contingente, y en segundo lugar por no haber ninguna evidencia de que realmente existe.

El propio Tomás de Aquino niega que sea demostrable la imposibilidad de un mundo eterno: «Cabe creer que ha habido un comienzo del mundo, pero no es posible demostrarlo, hacerlo objeto de ciencia. Y el reparar en ello es conveniente para evitar que se pueda tener por demostrado un objeto de fe, alegando razones no apodícticas, (demostrativo, convincente, que no admite demostración) susceptibles de la ironía de los incrédulos, que pensarían, así, que nuestra fe se apoya en semejantes razones» (Sum. Theol., 1, q. 46, a. 2). En suma, la tesis de que el mundo comenzó es de fe sobrenatural, de modo que no cabe evidenciarla con meros conocimientos naturales, por muy filosóficos que fueren; pero, aunque el mundo hubiera siempre existido, siempre sería causado por el Ser que no es contingente en modo alguno (cfr. también De aeternitate mundi). Un mundo eterno sería un mundo eternamente contingente: siempre subordinado al Ser Necesario por sí mismo.

Una vez que llega a la tesis de que todo lo contingente tiene causa, la «tercera vía» se dirige hacia su conclusión por el mismo procedimiento que la prueba de la existencia de la Causa eficiente incausada y que la prueba de que la existencia del movimiento o cambio requiere necesariamente la existencia de un Motor no movido. Lo peculiar de la «tercera vía» es su punto de arranque: la existencia, sensorialmente comprobable en cualquier generación y corrupción, de cosas que pueden ser y que pueden también no ser. Y da lo mismo que la cantidad de esas cosas sea finita (equivalentemente, numerable), como que sea infinita (sin número que la mida o delimite). En este Léxico las razones de esa «indiferencia» se exponen, de una manera pormenorizada, con ocasión de las voces «Motor Inmóvil» y «Causa eficiente incausada», a las que el lector debe acudir: Y es claro que la «tercera vía» no constituye un «argumento ontológico», como no sea que se dé este nombre a toda argumentación, incluso a las que se apoyan en un hecho empírico evidente. Mas no cabe que el pensamiento sea tan sólo una especie de «fotocopia» de los datos sensibles.


A. MILLÁN PUELLES, Léxico Filosófico, Ed. Rialp, Madrid 1984 518-527.
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