Concurso divino
Por
Antonio Millán Puelles
Léxico Filosófico
Rialp, 1984, pp. 171 ss
LA actividad divina creadora produce no sólo el ser de todo lo limitado, sino
también su obrar. Es una acción infinita y, por ende, no cabe que en su
efecto pueda haber algo que no dependa de ella enteramente: véase «Creación
(y conservación)». Este efecto es distinto de la infinita actividad que lo
produce. Por consiguiente, no puede ser infinito, pero la limitación de su
entidad no consiste en la privación de toda capacidad operativa. Sólo el
puro no-ser, la nada absoluta o pura, es incapaz de todo poder de acción. En
cambio, el ser limitado puede tener cierto poder operativo tal como tiene ser,
o sea, de una manera limitada y, en virtud de ello mismo, dependiente de la
absoluta o pura Actividad.
Así, pues, todo el ser y todo el poder activo que existe en lo limitado se
dan realmente en éste como suyos, pero sólo son suyos en tanto que a la vez
son dependientes de la infinita realidad de Dios. De ahí la necesidad de que
Dios intervenga en todas las actividades realizables por los seres finitos.
Estas actividades pertenecen a lo creado y a Dios. En ellas es preciso que
intervengan el Poder absoluto, que pertenece en exclusiva al Creador, y el
relativo poder que el ser limitado tiene. Se trata de un concurso
imprescindible para que esas actividades, siendo efecto de Dios, puedan
también deberse a la eficacia de los seres creados. Lo primero resulta
indispensable, porque el Poder de Dios es infinito, lo cual hace necesaria su
presencia en toda actividad u operación, y lo segundo –el deberse también
a la eficacia de los seres creados– es solamente una necesidad hipotética o
relativa, en cuanto implica la existencia de algún ser que no es necesario de
una manera absoluta, sino que sólo existe porque Dios quiere que exista
(véase «Voluntad divina»).
Dicho de otra manera: el concurso del Creador con lo creado es enteramente
imprescindible para que lo creado sea activo, no para que sea activo el
Creador. Dios es activo sin necesidad alguna de crear, simplemente en su
actividad de conocerse y de amarse. Y en el crear es activo sin ninguna clase
de concurso. Más aún: las mismas operaciones en las cuales concurre con los
seres creados son unas actividades que Dios puede también efectuar sin
ningún otro ser, puesto que su Poder es infinito. Al hacer que otro ser
concurra en ellas, Dios no se sirve de un medio del cual tenga necesidad. No
concurre con él por indigencia, sino porque quiere libremente que también
ese ser actúe, asociándolo, de este modo, a su libérrima e infinita
Actividad.
«No es superfluo –observa Tomás de Aquino– que la producción de los
efectos naturales, realizables todos ellos por Dios solo, se lleve también a
cabo por alguna otra causa. Porque esas causas no actúan para subsanar algún
defecto de la potencia divina, sino por ser inmensa la bondad que hay en Dios,
en virtud de la cual Él ha querido que las cosas se le asemejen de tal modo
que no solamente sean, sino que también sean causas de otras cosas» (Sum.
cont. Gent., III, 70).
La capacidad de causar constituye una perfección. El poder comportarse como
causa implica de suyo el ser, pero es, además de ello, un poder-hacer-ser. De
esta suerte, haciendo que lo creado se comporte como una causa efectiva y no
sólo como un efecto o un producto, Dios lo hace más semejante a su omnímoda
Perfección que si se limitara a darle un ser que no pudiese a su vez ser una
causa. Lo creado, que ya es divino por su origen, resulta aún más divino –más
próximo a la absoluta Perfección– al quedar asociado a la absoluta
Actividad que es Dios. «Lo más divino de todo –dice el Areopagita,
refiriéndose a todo lo que Dios mismo no es– consiste en llegar a ser
cooperador de Dios» (De Cael. Hyer., cap. 3). Y eso es precisamente lo que
del ser creado hace el Creador al conferirle la capacidad de causar. No por
ello queda Dios disminuido. Lo Infinito no puede aminorarse, por ser
absolutamente simple, indivisible (véase «Atributos divinos entitativos»).
Haciendo que lo limitado se comporte –sin dejar de ser limitado– como un
origen del ser, Dios sigue siendo el origen de todo ser y toda actividad. Su
actividad, su Ser, trasciende siempre todo lo que Él no es, porque Él mismo
consiste, según dice el Areopagita, en el Ser que desborda a todo (o pantwn
epeceina, cfr. De Myst. Theol., 1, 3), siendo, por consiguiente, «el origen
de todo origen» (De divin. nominib., 1, 3) y superando así, de una manera
infinita, a todo lo que es divino de un modo relativo y limitado (De div.
nomin., XIII, 3).
*****
Tan divino le parece a Malebranche el poder de causar, que hasta llega a
concebirlo como algo que tan sólo es posible en Dios. De ahí el
«ocasionalismo», que se presenta como ineludible frente al esencial
«politeísmo» del pensamiento pagano. Malebranche formula en este punto su
doctrina con una tajante disyunción: o bien el politeísmo y, por ende, la
idolatría, o bien el ocasionalismo que les niega a los seres creados todo
poder causal, juzgándolos como unas simples ocasiones para que actúe
realmente la única causa posible, es decir, Dios.
Según Malebranche, «la idea de una potencia divina soberana es la idea de
una soberana divinidad, y la idea de una potencia divina subalterna es la idea
de una divinidad inferior, pero verdadera divinidad, al menos según lo
piensan los paganos, en el supuesto de que sea la idea de una potencia o de
una auténtica causa» (Rech. de la Vérité, VI, segunda parte, cap. 3, pág.
643 del vol. 1 de la ed. G. Rodis-Lewis). Lo que con esto se afirma es, en
resolución, que si se atribuye a algún efecto de Dios la índole de una
causa, ese efecto queda concebido como un Dios de menor cuantía, pero al fin
y al cabo como un Dios, lo cual es posible únicamente en la mentalidad
politeísta y, por ende, pagana. Frente a esta mentalidad, Malebranche dice
que «las causas naturales no son causas auténticas, sino tan sólo causas
ocasionales, que únicamente actúan en virtud de la fuerza y la eficacia de
la voluntad divina» (les causes naturelles ne sont point de véritables
causes: ce ne sont que de causes ocasionnelles, qui n"agissent que par la
force et l"efficace de la volonté de Dieu, cfr. op. cit., pág. 648).
El concepto de causa ocasional, según Malebranche lo describe, resulta oscuro
y equívoco. Por una parte, se le niega a esta causa el valor de una causa
verdadera y, por otra, no obstante, se le atribuye alguna actividad, aunque
debida tan sólo a la fuerza y a la eficacia de la voluntad propia de Dios.
Esto último puede entenderse de dos modos: a) en el sentido de que la causa
ocasional no puede ser activa en forma alguna si Dios no quiere que actúe; b)
en la acepción de que no sería una verdadera causa activa, ni siquiera en el
caso de que Dios quisiera que lo fuese. Lo primero no exige que no sea una
auténtica causa, sino solamente que no sea la misma causa que es Dios, lo
cual resulta posible bajo el modo, precisamente, de las causas causadas (el
modo en que son activos todos los seres creados). La eficacia de una causa de
este tipo se debe, exclusivamente, a que Dios se la da. Para negar la
posibilidad de que Dios quiera que los seres creados puedan comportarse como
causas tendría que resultar contradictorio que uno y el mismo ser fuese causa
y efecto. Pero ello es contradictorio solamente si ese uno y el mismo ser
hubiera de comportarse de ambos modos respecto de una misma realidad, no si se
comportase, por un lado, como causa de una realidad determinada y, por el
otro, como efecto de otra. El ser-causa y el ser-efecto se contraponen de una
manera relativa, no en un sentido absoluto, ni más ni menos que como el
ser-padre y el ser-hijo se oponen el uno al otro, o como el ser-mayor y el
ser-menor son, sin duda, opuestos entre sí. Justo en ese sentido, y sólo en
él, es imposible que lo que es una causa sea un efecto.
Lo único que resulta claro y bien patente en la concepción malebranchiana de
la llamada causa ocasional es que ésta no es realmente causa alguna. Pero
entonces no se comprende por qué se la llama causa. ¿O bien se trataría
únicamente de que tan sólo es causa en ciertas y determinadas ocasiones, por
lo cual es una causa verdadera, pero sólo ocasionalmente? Mas si éste fuese
el sentido en el que la considera como causa, Malebranche no podría decir que
esa causa no es una causa verdadera, sino tan sólo que no es una causa en
todas las ocasiones. Ahora bien, Malebranche dice expresamente que las causas
ocasionales no son verdaderas causas (véase el primero de los textos
aducidos), y no añade a esta negación ningún matiz por el que se la deba
limitar a unos casos determinados.
Para establecer exactamente lo que Malebranche designa con el nombre de causa
verdadera, lo mejor que cabe hacer es atenerse a lo que él mismo dice al
definirla: «Causa verdadera es una causa entre la cual y su efecto el
espíritu percibe un nexo necesario. Ahora bien, el único ser en el que el
espíritu percibe esa necesaria conexión es el ser infinitamente perfecto,
cuyos efectos se siguen necesariamente de su voluntad. Por consiguiente, Dios
es el único ser que puede, en verdad, ser causa» (pág. 649). Esta última
aclaración –il n’y a donc que Dieu qui soit véritable cause– hace
patente, de una manera inequívoca, el concepto que de causa verdadera tiene
efectivamente Malebranche, a saber: el concepto de la única realidad que de
un modo indefectible es productiva. Pero ello exige que el ser cuya
perfección es absoluta, y en el cual Dios consiste, no pueda comunicar, en
modo alguno, su fuerza a los seres creados, no ya dársela tal como ella misma
se da en él, sino ni tan siquiera en el sentido de una comunicación que
consistiese en que los seres creados participasen de ella, es decir, tuviesen
una cierta semejanza –y sólo así una cierta comunidad– con el ser que
conviene a Dios (Dieu ne peut méme communiquer sa puissance aux créatures,
pág. 651). Y, por si esto no hubiese quedado claro, añade inmediatamente:
«no puede hacer de los seres creados unas causas auténticas, no los puede
convertir en unos dioses» (il n’en peut faire de véritables causes, il n’en
peut faire de dieux).
En suma: el Dios de Malebranche es tan celoso de su Poder infinito que ni
siquiera por analogía o semejanza lo comunica a algún ser. Es un Dios
incapaz de hacer seres potentes, a pesar de ser omnipotente. Su Bondad no
llega hasta el extremo de que los seres que se benefician de ella la puedan
irradiar o difundir. La infinitud de este Ser requiere que lo limitado sea
inactivo, es decir, no ya solamente improductivo, sino, además de ello,
inoperante. Y todo esto lo considera necesario Malebranche para evitar el
error del politeísmo, siendo así que este error queda pulcramente eliminado
si se hace la distinción entre el ser-causa de una manera absoluta y el serlo
de una manera relativa, tal como se distinguen entre sí el Ser absoluto, que
es el propio de Dios, y el ser que solamente es relativo, el propio de lo
creado, el cual, no obstante, es un auténtico ser. Si no lo fuese, Dios no
sería tampoco un auténtico o verdadero Creador, sino un Creador aparente, ya
que sólo lo sería de apariencias, con lo cual, en fin, resultaría que, por
huir del Dios del politeísmo, se afirmaría el Dios del panteísmo.
*****
Para que el ser creado sea activo es enteramente indispensable que el Creador
concurra en su actividad. La manera de obrar depende de la forma de ser
(véase «Naturaleza») y, puesto que el ser de lo creado es producido y
mantenido por Dios, también la actividad de lo creado ha de ser mantenida y
producida por Él, sin dejar de ser la actividad que es propia de lo creado,
de la misma manera en que el ser propio de éste es el de las cosas producidas
y mantenidas por Dios, no el que conviene a Dios en exclusiva.
¿No cabría, sin embargo, que la actividad de lo creado perteneciese a éste
de una manera directa, de tal modo que sólo indirectamente fuese también de
Dios? Lo que así se pregunta es si no cabe que Dios actúe «por
delegación» en todas las actividades limitadas. Su concurso no dejaría de
ser real, ya que los seres creados actuarían como vicarios de Dios, en virtud
nada más que de unos poderes recibidos: como quien dice, en la forma de unos
simples «apoderados». ¿O no cabe que Dios haga con su obra lo que unos
hombres pueden hacer con otros? Lo que importa es, en definitiva, la verdad de
que los seres creados no pueden efectivamente ser activos nada más que en
virtud de unos poderes recibidos de Dios, y esta verdad queda a salvo si se
afirma que el modo en que Dios actúa en todas las actividades limitadas es
indirecto o mediato.
Agustín de Hipona, que rechaza abiertamente esa opinión, la describe de esta
manera: «Hay quienes mantienen la opinión de que Dios se limitó a hacer el
mundo, sin intervenir luego para nada en lo que el mundo hace» (De Genes. ad
litter., V, 20). Y esta misma es la tesis de Durando, aunque no en el plano o
en el orden de la actividad sobrenatural (In II Dist., dist. 1, q. 5, y dist.
37, q. l). La posición de Brentano en este asunto no está claramente
formulada. Su frase «cuanto más mediata es la manera en que tiene lugar la
actividad creadora, tanto más perfecta se nos muestra» (Sobre la exist. de
Dios, pág. 285 de la versión española), no se refiere expresamente a la
cuestión del concurso divino. Tomada literalmente, es incompatible con la
índole propia de la actividad de crear en tanto que acción divina. Dios no
crea por intermediarios, ni los seres creados tienen capacidad para crear:
véase «Creación (y conservación)». Sin embargo, como Brentano admite por
otra parte y de un modo inequívoco que la creación se debe a Dios
únicamente y que no hay más que un Dios (op. cit., págs. 371-382 y
458-459), el sentido del texto consignado sólo puede entenderse bien si se
piensa que lo que en él se trata de decir es que también el ser creado está
provisto de una cierta fuerza productiva y que esto mismo pone de manifiesto
el Poder del Creador de una manera más clara que si lo creado careciese de
todo tipo y clase de eficiencia.
El testimonio de la Palabra Revelada no es compatible con el concurso divino
simplemente mediato o indirecto: «todas nuestras obras las has hecho, Señor,
en nosotros» (Isa., XXV, 12); «mi Padre sigue actuando en el presente» (Io,,
V, 17); «ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el
crecimiento» (1 Cor., 111, 7); «todo lo hace en todo» (1 Cor., X, 11, 6),
etc.
Desde el punto de vista de la razón meramente natural o filosófica, una de
las más claras y profundas razones del concurso divino inmediato o directo es
la siguiente prueba que Tomás de Aquino da de él: «Así como Dios no
confiere el ser a las cosas solamente al comienzo, sino que, conservándolas
en el ser, hace que sean durante todo el tiempo en el que existen, tampoco se
limita a darles solamente al comienzo unos poderes activos, sino que siempre
está causándoles en ellas. De ahí que, si se cortara el influjo de Dios,
toda actividad creada cesaría. Así, pues, toda la actividad de lo creado ha
de ser referida a Dios como causa de ella» (Sum. cont. Gent., 111, q. 67).
Aunque con otras palabras, Suárez dice lo mismo: «los seres creados no
dependen de Dios en menor medida como agentes que como entes, pues no se
subordinan menos a Él por lo uno que por lo otro, y así como son entes por
participación, también son por participación agentes; pero, en tanto que
entes, dependen por completo de Dios de una manera intrínseca y esencial; en
consecuencia, también dependen de este modo como agentes y, por lo mismo,
cuando actúan no dependen tan sólo en tanto que Dios los conserva en el ser,
sino también en razón de que necesitan de su influjo de una manera esencial
e inmediata» (Disputal. Met., disp. XVII, sect. 1, n. 10).
Ahora bien, afirmar que Dios se comporta como causa directa o inmediata de la
actividad de lo creado no es negar que lo creado se comporte como causa
directa o inmediata de esa actividad que le compete. El Creador concurre con
lo creado en todas las operaciones limitadas. Ambos son causas activas de
estas mismas operaciones, y ninguno las puede hacer mediante el otro, pues no
cabe que Dios quede mediado por ningún otro ser, ni como causa eficiente ni
como causa final. Ambas formas de mediación son subordinaciones imposibles en
el Ser Absoluto. Se trata, por consiguiente, de un concurso en el que ambos
concurrentes intervienen de una manera directa. Lo que de él resulta es
causado por Dios y por un ente creado. ¿Cómo es ello posible?
La respuesta más fácil que en principio se podría dar a esta pregunta
sería la que consistiese en afirmar que en toda acción limitada hay una
parte producida por Dios y otra que se debe a lo creado. Pero esta respuesta
es absolutamente insostenible, en primer lugar, porque no cabe que Dios, el
Ser Infinito, sea causa exclusivamente de una parte de la acción limitada, y,
en segundo lugar, porque el poder que tiene lo creado da bastante de sí para
una acción tan limitada como él. (No se puede añadir el argumento de que
ninguna operación consta de partes de carácter material cuantitativo, porque
ello, aunque es verdad, no constituye ninguna demostración de que las
actividades limitadas no tengan otra índole de partes.)
Por consiguiente, sólo cabe aquí una solución, que es la que se insinúa al
advertir que todo lo limitado (también, pues, la acción limitada) tiene
realmente algún ser, pero también tiene un cierto límite o defecto de ser.
No se trata de dos porciones o fragmentos, ni de algo así como que cada uno
de los seres finitos tuviese el ser por un lado y el límite por el otro. En
cada ser limitado su límite y su ser se dan unidos. Ese límite es el límite
de ese ser, y ese ser es el ser al que afecta ese límite. El pensamiento
«dialéctico» interpreta esta conexión como la identidad entre el ser y el
no-ser: véase, en «Creación (y conservación)», el sentido de la
dialéctica en el pensamiento de Hegel y de Heidegger. Pero una cosa es que en
los seres limitados el ser y el no-ser se den unidos, y otra que el ser y su
falta se identifiquen realmente, al menos en los seres limitados. Para que en
éstos esa identidad real fuese posible, sería preciso que el ser no fuese,
de suyo, diferente de la falta de ser; es decir, sería necesario que el ser
fuese su misma falta, de la misma manera en que sólo sería posible la
identidad de un árbol y una roca si la forma de ser propia del árbol
consistiese en la falta de esa forma de ser, tal y como esa falta pertenece a
la manera de ser que a la roca le es peculiar.
Todo modo de ser que es limitado es ser y es limitación, pero no porque el
ser se identifique a su falta. Si fuese idéntico a ella, su limitación no
tendría límite: sería una limitación ilimitada y, por tanto, no sería
sólo la falta de un cierto modo restringido de ser, sino la absoluta o pura
falta, la nada absoluta o pura. Ahora bien, el ser limitado, por escaso que
sea su ser, no es el puro no-ser. Tener ser restringidamente no es lo mismo
que no tener ser alguno. Ni tampoco es lo mismo el no tener ninguna
limitación, siendo el Ser Infinito, que consistir en la nada. Hay, digámoslo
así, dos modos de no tener limitación: el del Ser Absoluto y el del absoluto
no-ser, y ninguno de esos modos puede darse en el ser de lo limitado.
Aplicando estas consideraciones al problema del concurso de Dios en todas las
acciones limitadas en tanto que también son producidas por algún ser que no
es Dios, resulta que esas acciones, en tanto que no infinitas, se deben a un
ser finito y, en tanto que tienen ser, son causadas por Dios. Cada una de
ellas es íntegramente producida por algún ser limitado y por el Ser
Infinito, ya que el límite y el ser de estas acciones son enteramente
indisociables. Como quiera que el ser no consiste realmente en su propio
faltar, es necesario que toda acción limitada sea debida, en lo que tiene de
ser, al Ser que no tiene falta alguna y, en tanto que restringida, pueda
deberse a un ser que adolezca de alguna falta o, dicho de otra manera, a
algún ser limitado.
En este «reparto de funciones» –mejor dicho, de aspectos– el cometido
inferior corre a cargo del ser finito. Es lo lógico y congruente con su
propia limitación. Lo extraño consistiría en que el Ser Infinito, que le es
absolutamente superior, pudiera desempeñar el cometido más bajo. Lo Infinito
no puede ser lo que explique la relativa dosis de no-ser que se da en toda
acción finita. Y ello no constituye falta alguna en la realidad de lo
Infinito. Lo que realmente –no de un modo tan sólo conceptual–
implicaría alguna falta en lo Infinito es que éste pudiera ser la razón de
las faltas que hay en las actividades limitadas. Para poder ser esa razón,
tendría que darse el absurdo de que en verdad lo Infinito fuese realmente el
sujeto de un infinito no-ser. Y otro tanto debe decirse respecto del cometido
que en las acciones finitas desempeñan sus respectivas causas limitadas. Ya
que el modo de obrar se corresponde con la manera de ser, no cabe que una
causa limitada pueda obrar de un modo infinito, ni que sea la razón de lo que
en esas acciones limitadas no es de suyo ningún defecto. Lo que tienen de ser
no lo tienen estas acciones en tanto que son finitas, porque el ser no
consiste en ninguna limitación; pero lo tienen limitadamente, porque no son
el ser, sino que sólo lo tienen, tal como es posible «tener» algo, a saber:
no siéndolo en una forma incondicionado o absoluta, sino relativa solamente,
es decir, siéndolo únicamente por una cierta participación.
Ello no obstante, como las causas finitas tienen ser, aunque tan sólo lo
tengan limitada o participadamente, son también causas del ser de las
acciones finitas. Afirmar lo contrario sería tanto como decir que las causas
limitadas no hacen nada en la producción de esas acciones, en cuyo caso no
serían causas verdaderas (tal como antes se ha visto que sostiene Malebranche).
Así, pues, lo que en su concurso con Dios hacen realmente las causas que con
Él cooperan es producir el ser de las acciones que resultan de este concurso,
pero en tanto que ese ser es limitado, no precisamente en cuanto ser: al
revés que Dios, el cual, aunque también produce el ser finito de esas mismas
acciones, no lo produce en tanto que restringido, sino en tanto que ser: no en
tanto que algo le falta, sino en tanto que de suyo no consiste en una falta de
ser (frente a lo que sostiene la «dialéctica» con su peculiar ambigüedad,
sin que pueda saberse nunca exactamente si dice lo que dice o lo contrario).
*****
El concurso al que se refieren las consideraciones anteriores se da a la vez
que las acciones mismas que resultan de él. Por eso se le llama
«simultáneo». Mientras esas acciones están dándose, también está
dándose el concurso que es imprescindible para ellas. Ahora bien, para que
una causa limitada ejerza su actividad es necesario que pase desde su estar en
potencia de realizarla hasta el acto que consiste en ejercerla. Los poderes
activos que un ser limitado tiene no están siempre en acción. Tener esos
poderes no consiste en estar actuando, sino en estar provisto de unas fuerzas
que hacen falta para actuar. En consecuencia, para que el ser dotado de esos
poderes no se limite a tenerlos, sino que los ponga en acción, es menester
que algo los movilice, y ese algo no pueden serlo esos mismos poderes ni los
seres dotados de ellos. No lo pueden ser esos poderes, porque ello requeriría
que su actividad fuese incesante. Y tampoco es posible que el ser que cuenta
con ellos sea lo que hace que actúen, porque en tal caso estaría siempre en
acción, sin que ningún otro ser lo pusiera en actividad, lo cual sólo es
posible en el Ser que es el Acto Puro, no en los seres que pasan de la
potencia al acto. Y no cabe que ninguno de estos seres pase exclusivamente por
sí solo desde la potencia de actuar hasta el acto correspondiente, porque ese
paso es un cambio y todo cambio exige alguna causa que no sea el mismo ser que
resulta cambiado (véase «Motor Inmóvil»).
Por consiguiente, toda acción limitada necesita, para su ejecución, que la
causa finita que la ejerce haya sido movida por un ser que no deba su
actividad a ningún otro. Puede haber todos los intermediarios que se quiera,
pero la serie completa de estos intermediarios, por muy grande que fuere, no
serviría de nada si no estuviese movida por ese único Ser «fuera de
serie», que actúa exclusivamente por sí mismo y que es el único que
también existe por sí mismo, o sea, Dios (véase «Aseidad»). Todo lo cual
significa que las actividades limitadas no solamente requieren el concurso
simultáneo de Dios con algún ser finito, sino también que Dios actúe sobre
éste para hacer que su capacidad operativa entre en actividad. La capacidad
operativa que el ser limitado tiene es necesaria, pero no suficiente, para que
éste actúe. Por consiguiente, la actividad de este ser presupone o requiere
la del Ser Infinito sobre él. Y en tanto que requerida o presupuesta, la
acción de Dios sobre el ser limitado que ejecuta una actividad es también un
concurso, pero no el que se llama «simultáneo», sino un concurso previo al
ejercicio de la capacidad operativo que el ser limitado tiene.
Este concurso previo puede ser definido como el influjo de la Causa Incausada
sobre la causa causada para hacer que ésta actúe. De ahí que también se le
designe con el nombre de premoción física. El término «premoción»
resulta justificado por todo lo que se acaba de decir, y se le añade el
adjetivo «física» para distinguir este influjo del simplemente «moral»,
que es el que no provoca de una manera necesaria el efecto correspondiente en
el ser sobre el cual recae. La premoción que la causa segunda recibe de la
Primera es infalible. Bajo el influjo de esta premoción no cabe que las
causas limitadas no ejerzan su respectiva actividad. Y esta actividad es
diferente en la misma medida en que lo son las causas limitadas que reciben
ese influjo divino, el cual es, en cambio, el mismo para todas y cada una de
estas causas. Las diferencias se deben a la diversidad de los poderes activos
que Dios pone en actividad en las causas finitas o causadas. Así, pues,
éstas actúan en virtud de esos poderes activos y en la forma que ellos les
permiten, pero también, y ante todo, en virtud de la premoción que las pone
en actividad.
La premoción física o concurso previo ha dado lugar a una fuerte y célebre
polémica. Por un lado, el influjo previo de Dios sobre las causas segundas es
negado por Luis de Molina y por Francisco Suárez, que lograron muchos
adeptos, entre los cuales destacan los teólogos jesuitas de Coimbra, llamados
los «Conimbricenses» (cfr. In Physicam, II, c. 7, q. 15), y Belarmino (cfr.
De gratia el libero arb., IV, cap. 6). Y, por otro lado, los intérpretes más
rigurosos del pensamiento de Tomás de Aquino afirman la necesidad de la
premoción física o concurso previo para que las causas segundas pasen desde
la potencia de actuar hasta el efectivo ejercicio de la acción. Entre los
defensores de esta tesis, y como el más destacado de ellos, se encuentra el
filósofo y teólogo Domingo Báñez, a quien siguen Juan de Santo Tomás
(cfr. Cursus philosophicus, «Philos Naturalis», lª parte, q. XXV, a. 2) y
todos los pensadores de la escuela tomista de su época y de las subsiguientes
hasta hoy (son especialmente importantes, por el rigor y la claridad de su
doctrina, las posiciones de Norberto del Prado -De gratia el libero arb.,
sobre todo el cap. 12-, Sertillanges -S. Thomas d’Aquin, t. 1, páginas 265
y ss.. y 99, y Garrigou-Lagrange, Dieu, son exist. el sa nat., II, págs.
475-489, ed. 1950).
L. de Molina (cfr. Conc. lib. arb. cum grat. donis, divina praescientia,
providencia, praedestinat. el reprob., sobre todo q. 14, a. 13, disposición
26) sostiene que el influjo de Dios se extiende a la actividad de las causas
segundas y al efecto de esta actividad, pero sin ser un influjo sobre la causa
segunda. Y Suárez (cfr. Opusc. 1 de concurso y también Disputat. Met., disp.
XXII, sect. 2) dice que ninguna de las dos causas –Dios y la causa segunda–
influye sobre la otra (esta negación aparece resumida en el Op. 1 de conc., I,
1, c. 15, m. 7). No resulta fácil conciliar esta tesis de Suárez con la que
él mismo sostiene al afirmar que todos los agentes dependen de Dios no sólo
en tanto que Dios los conserva en el ser, sino también en razón de que
necesitan de su influjo de una manera esencial e inmediata (véase el texto de
Suárez que aquí mismo se consignó en su integridad). Realmente, lo que
motiva en el fondo la postura de Suárez y de Molina es la defensa del libre
albedrío humano, atacado por el luteranismo y el calvinismo. «Nadie podría
poner objeciones a la posibilidad de la premoción física si no fuera por
miedo a poner en peligro con ella a la libertad» (Manser, La esencia del
tomismo, cap. III, 9).
Agustín de Hipona acierta a resumir el influjo de Dios sobre la voluntad, a
la vez que el carácter de verdadera causa que ésta tiene, al afirmar que
«es cierto que nosotros hacemos lo que hacemos, pero Él hace que lo hagamos,
dotando a la voluntad de fuerzas eficacísimas», y añade: «actúa sin
nosotros para que ejerzamos la volición, pero, cuando estamos ejerciéndola y
queremos actuar conforme a ella, coopera con nosotros» (De grat. el lib. arb.,
c. 16, n. 32, y c. 17, n. 33).
Esta fórmula agustiniana se corresponde con la distinción entre el concurso
«previo» y el «simultáneo», que se establece de una manera explícita, y
con estos mismos adjetivos, a partir, especialmente, de las tesis de Báñez
(cfr. Comm. in I Part. Angel. doct. D. Thomae, y sobre todo, los comentarios a
la cuestión 105, a. 4 y 5). La doctrina del propio Tomás de Aquino acerca de
esta cuestión no incluye las expresiones «concurso previo» y «concurso
simultáneo», pero sí los conceptos respectivos. Por lo que atañe al
concurso simultáneo, no cabe duda de que su noción está presente en el
texto, ya consignado, de la Sum. cont. Gent. (III, q. 67). Y en lo que
concierne al concurso previo, su idea –se encuentra bien clara, por ejemplo,
en estas frases: «ningún ser creado puede pasar a algún acto nada más que
en virtud de una moción divina» (nulla res creata potest in quocumque actum
prodire, nisi virtute motionis divinas, cfr. Sum. Theol., 1-11, q. 109, a. 9)
y «la fuerza de la Causa primera une la causa segunda a su efecto» (virtus
causae primae coniungit causam secundam suo effectui, cfr. Sum. Theol., 1, q.
36, a. 3, ad 4). (Consultando los «lugares paralelos» a los aquí citados,
el lector puede confirmar que no se trata de afirmaciones aisladas.)
*****
La dificultad que plantea el concurso previo de Dios sobre los seres creados
que poseen libertad no es, en modo alguno, insuperable. «Por no haber nada
capaz de resistir la voluntad divina, no sólo quedan hechas todas las cosas
que Dios quiere que se hagan, sino que son hechas de una manera contingente
las que Dios quiere que se hagan de ese modo, y de una manera necesaria las
que Dios quiere que se realicen así» (Sum. Theol., 1, q. 19, a. 8, ad 2). Si
esto se aplica a las acciones propias de los seres creados que tienen
efectivamente libre arbitrio, el argumento puede formularse de la manera que
sigue: para pasar desde la situación de estar sólo en potencia de querer
libremente hasta la situación de estar en acto de querer de ese modo, hace
falta que Dios actúe, de tal forma, por consiguiente, que esta actuación de
Dios, lejos de destruir la libertad del querer, lo que hace es actualizarla.
Todas las dificultades opuestas a la posibilidad misma de que Dios actualice
la libertad (sin destruirla) vienen de la tendencia a concebir la actividad
infinita de la Causa Primera como si fuese la limitada actividad de una causa
segunda. Esa tendencia es perfectamente explicable, en razón de que nuestra
propia actividad es la correspondiente a una causa segunda o limitada; pero,
en definitiva, resulta absurdo juzgar que la eficacia de la acción divina, es
decir, la de la Causa Primera, la del Ser Infinito, haya de estar circunscrita
por las mismas fronteras que se dan en nosotros. Ello equivaldría a pretender
que la infinitud de Dios pueda medirse, y tenga que estar medida, por nuestro
imperfecto modo de entender, el cual ni siquiera alcanza a entender por
completo su propia limitación. De ahí que tampoco tenga capacidad para
hacerse cargo plenamente de cómo se relaciona nuestro libre albedrío con el
Poder de Dios. Esa relación no es concebida con una perfecta claridad por
nuestro poder colectivo. Siempre nos ofrece algún enigma en alguno de sus
aspectos. Pero una sombra no es una contradicción. Como observa Brentano,
«sólo el absurdo es inadmisible, mientras que la oscuridad ha de ser
esperada de antemano para un entendimiento como el nuestro, que queda
infinitamente por debajo de la obra llevada a cabo por una inteligencia que lo
excede de una manera infinita» (cfr. Sobre la exist. de Dios, pág. 470).
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