CAPÍTULO XVII

LA TEORÍA METAFÍSICA DEL CONOCIMIENTO

 

1. El problema "crítico"

Entre las alusiones metafísicas de la psicología se halla la de la índole inmaterial propia de todo conocimiento. La misma psicología no estudia, sin embargo, el conocer, más que en tanto que este es una operación vital, realizable por cierto tipo de entes. El verdadero alcance metafísico de tal operación no es ni puede ser captado por la psicología, parte integrante de una disciplina cuyo nivel abstractivo es inferior al que corresponde a la "filosofía primera". Esta, por el contrario, se encuentra en condiciones de esclarecer la significación del conocimiento como patencia o manifestación del ente a nuestra capacidad intelectual (en tanto que la facultad intelectiva es apta para ser actualizada por cualquier entidad). La teoría metafísica del conocimiento humano, aunque parece una investigación particular, constituye en rigor un estudio ontológico propiamente dicho. Los dos extremos de su problema -el ente y el entendimiento humano- son asumidos en su dimensión universal: el "ente", como algo común a todos las entes, y el entendimiento humano, como actualizable por cualquiera de ellos. El problema concierne a esta actualización y pudde, por lo mismo, plantearse de la siguiente forma: ¿Cabe admitir de un modo filosófico que nuestro entendimiento sea actualizable por la verdadera realidad de las cosas? Y en caso afirmativo, ¿qué criterio tenemos para saber cuándo se da realmente dicha actualización?

Fácil es advertir que ambas cuestiones tratan de precisar el alcance real de nuestro entendimiento y que constituyen, por lo mismo, una cierta "autocrítica" de él. De ahí la denominación "problema crítico", frecuente en el tecnicismo filosófico. El planteamiento de este problema es el punto tal vez más litigioso en la historia de la filosofía moderna; por donde se puede colegir la gran diversidad y confusión de las soluciones dadas. Hacer recuento de ellas es una larga y complicada tarea, de escasa utilidad. Lo esencial es el mismo planteamiento, en el que muchas veces el ingenio y la sutileza del filósofo llegan al extremo del bizantinismo, que es la contrafigura del verdadero afán de radicalidad. Cierta autocrítica del conocimiento es efectivamente viable porque la facultad intelectiva goza del poder de hacerse cargo del conocimiento sensorial y, sobre todo, porque es capaz de reflexionar sobre sus propios actos. Volviendo sobre ellos, el entendimiento puede subsanar sus propios fallos y deficiencias de hecho; y en este sentido se emplean frecuentemente fórmulas tales como "recapacitar", "volver sobre las propias opiniones", "revisar nuestros juicios", etc.

Todo ello supone, sin embargo, que nuestro entendimiento es esencialmente apto para su propio fin, aunque fácticameine y de una manera accidental sea susceptible de errores o desviaciones. Si no ocurriera así, carecería de sentido pretender remediar sus desaciertos, pues un entendimiento incapaz de captar la verdad no saldría del error, por más "vueltas" que a este le diera. Todos los métodos y todas las cautelas de la ciencia implican, en última instancia, la fundamental certeza de que la verdad es de algún modo asequible. Por consiguiente, plantear la autocrítica del conocimiento como el problema de si este es realmente capaz de alguna verdad y certeza, constituye una ingenuidad superlativa, por más que se disfrace con un aparato crítico espectacular. Si de veras se duda que nuestra facultad de' conocer sea realmente buena, carece de sentido utilizarla para medir su verdadero valor. Toda la sutileza de los críticos choca contra este escollo inevitable; pues ¿cómo vamos a averiguar si nuestra facultad cognoscitiva es "válida", si en cualquier caso hemos de "valernos" de ella para llevar a cabo la averiguación?

La autocrítica general del conocimiento no puede constituir sino una manifestación indirecta del valor de las facultades cognoscitivas. Directamente, la demostración de la validez de ellas constituiría un círculo vicioso. Y en verdad aquella misma manifestación indirecta es, pura y simplemente, la "reducción al absurdo" de las teorías que atentan contra esa validez. Tal reducción se hace mostrando que dichas teorías no pueden por menos de suponer aquello mismo que niegan. (Por ejemplo, la afirmación de la falsedad de todo conocimiento es un conocimiento que se tiene a sí propio por verdadero.) La teoría metafísica del conocer es, por tanto, un saber esencialmente polémico. Se basa enteramente en el "supuesto" de la veracidad (esencial) de las potencias cognoscitivas, o sea, en la posibilidad de que estas capten algo efectivo y real. La única diferencia entre el uso espontáneo de ese supuesto y lo que se podría llamar su "aceptación filosófica" es que esta es consciente de él: se hace expresamente cargo de su contenido como lo que resiste a todo ataque, por estar, en verdad, también latente aun en sus pretendidas negaciones. Más que ninguna otra parte de la filosofía, es este un capítulo cuyo contenido pende de las vicisitudes históricas a que de hecho se halla sometida la adquisición humana de la verdad.

Por sí misma y de suyo, la metafísica. gnoseológica tendría un contenido mínimo. Bastaría, en efecto, la inclusión en ella de las refutaciones más genéricas y amplias de las teorías adversas al supuesto en cuestión. En último término, lo único indispensable sería la mostración general de la imposibilidad de negar propiamente tal supuesto; de modo que lo demás no sería otra cosa que erudición y ejemplificación (si se exceptúa el tema del "criterio general" de la certeza, que es diferente de la cuestión acerca de la veracidad fundamental de las potencias cognoscitivas). Sin embargo, el examen de las más destacadas teorías que de una y otra forma pretenden invalidar dicha veracidad presta ocasionalmente un gran servicio al esclarecimiento de la misma, puesto que discutiéndolas y refutándolas surgen interesantes precisiones sobre la índole misma del conocimiento y los problemas que a ella atañen; las cuales, de otro modo, tal vez no se presentaran o advirtieran con la suficiente lucidez. Como se ve, también en este aspecto la metafísica gnoseológica tiene una significación indirecta y, en rigor, negativa.

Una idea que entra continuamente en juego en la metafísica del conocer es la de la "verdad" como propiedad de la efectiva actualización del entendimiento humano por lo que las cosas (aprehendidas) son. Es menester, por ello, que antes de examinar otros asuntos abordemos de un modo riguroso el contenido de esta noción, tantas veces supuesta en lo que hasta aquí se ha dicho. Y ante todo es preciso deshacer un grave equívoco. No es lo mismo la "verdad ontológica" o trascendental, examinada en el capítulo precedente, que la "verdad lógica", es decir, la del conocimiento, y concretamente la del conocimiento humano. La verdad "ontológica" es una propiedad del ente, y por lo mismo, algo que todo ente tiene en cuanto constituye, por su propio carácter entitativo, algo inteligible. La verdad "lógica", la del conocimiento, corresponde, en cambio, a una sola clase de entidades, las mismas intelecciones reales que tienen por objeto lo que

las cosas son.

La "verdad lógica" no es sino la adecuación del entendimiento con la cosa por él aprehendida: adaequatio intellectus cum re, según la fórmula tradicionalmente aceptada. Esta adecuación es, propiamente hablando, una con-formación, en el sentido más estricto del término; y por ello mismo es necesario insistir sobre su alcance para evitar las criticas superficiales de que es objeto a veces, aun por pensadores de innegable valla filosófica. La conformación del entendimiento con la cosa entendida no es un simple "parecido" más o menos relevante. Se trata de algo mucho más profundo. Lo que se pretende expresar con ese término es que el entendimiento, cuando su acto goza de la propiedad de la verdad, adquiere la misma forma que la cosa entendida tiene ya en sí propia. Trátase, pues, de una identificación, por cuya virtud lo entendido y el entendimiento se hacen "intencionalmente" -según se vio en la psicologíauna misma cosa; lo cual supone que el entendimiento no está preso en un modo único de ser, sino que puede hacerse, mediante las intelecciones respectivas, lo que las diferentes cosas inteligibles son. De esta suerte las diversas formas o maneras de ser no sólo informan a las entidades extramentales, sino que pueden también hacerse presentes -y por lo mismo, informar- al entendimiento que las conoce; siendo indispensable para ello que este posea una esencial capacidad entitativa que le permita "salir" de sí hacia cualquier otro ser, y a la que no hay inconveniente en llamar "libertad", siempre que por ella no se entienda la propiedad de la voluntad que fue oportunamente examinada. Merced a la libertad -o mejor dicho, a la fundamental plasticidad óntica del entendimiento, por la que este se abre a toda entidad posible-, cabe que las cosas se nos revelen tal cual ellas son, y no deformadas por la subjetividad del cognoscente. Todo ello, en suma, no hace más que expresar la esencia misma -y también, si se quiere, las condiciones básicas del conocimiento "verdadero".

Pero además de constituir una identificación intencional, la adecuación que define a la verdad lógica es, por su mismo carácter específico, una adecuación conocida. Es preciso, en efecto, reparar en que se trata de algo que debe convenir, de un modo propio, a la entidad que llamamos conocimiento. Cualquier otro tipo de adecuación entre dos entes queda, pues, necesariamente fuera del sentido estricto de la verdad lógica, que es una verdad típica del logos. De esta manera, la adecuación que hay entre un retrato y el original no representa una verdad lógica, porque no es conocida por el retrato mismo. Y otro tanto ocurre con la adecuación que hay entre un concepto y lo que por él está representado. Esto que el concepto representa es, ciertamente, lo conocido mediante él; pero en dicho concepto no se conoce explícita y formalmente la adecuación que él mismo tiene con aquello a lo cual representa. Si, por ejemplo, pienso en lo que significa "blanco", no cabe duda de que hay en mi mente una conformación o adecuación actual con el objeto de ese concepto, y, en último término, con aquello mismo de que ha sido extraído: valga por caso, este papel concreto que ahora veo. Pero tener el concepto de lo blanco no es conocer formalmente su adecuación con una cosa real, como, por ejemplo, este papel. La adecuación de un concepto con su supuesto extramental sólo es conocida de un modo riguroso y efectivo en la operación que denominamos juicio. Así, la adecuación que se da entre lo blanco y este papel es formalmente captada en el juicio "este papel es blanco". La adecuación solamente es conocida cuando, además de ser conocidos sus términos, se aprehende también la especial relación que ella establece entre ambos, y esa relación se expresa justamente por la palabra "es", que implica en nuestra mente el acto de juzgar. De aquí que la verdad lógica sea una "propiedad" del juicio, en el sentido de que sólo en él se puede dar.

2- Posibilidad y método de la certeza

Con relación a la verdad, la mente humana puede hallarse en diversos estados. De un modo general, cabe decir que nuestra mente puede encontrarse, respecto a la verdad, en potencia o en acto. Pero esta doble y opuesta situación es, a su vez, susceptible de grados, en una escala que va desde la pura potencia al acto perfecto. En estado de pura potencia -es decir, de completa falta de actualización- se halla nuestra mente respecto a la verdad a la que de ninguna manera conoce; lo cual puede ocurrir por dos razones: o porque le falte en absoluto la capacidad para ello, o porque, aunque tenga tal capacidad, esté privada de hecho de la verdad en cuestión. En el primer caso, el estado de la mente es denominado "nesciencia", mientras que, en cambio, para designar al segundo se emplea precisamente el término "ignorancia", que significa, así, no la simple ausencia de conocimiento, sino la privación de aquel conocimiento para el que se posee aptitud. También es necesario distinguir la ignorancia y el "error". Ambos coinciden en ser carencia de una verdad asequible; pero la mera ignorancia no implica juicio alguno, en tanto que el error supone un juicio falso, siendo, de esta manera, la situación en que la mente se halla cuando toma lo falso por verdadero.

Una inicial y mínima actuación de nuestra mente por la verdad es la que corresponde al caso de la duda. Cuando dudamos no tomamos por verdadero lo que es falso, ni estamos enteramente privados de toda noticia sobre la verdad. Esta se halla presente a nuestro entendimiento; mas no como verdad-, pues en tal caso no dudaríamos, sino como una de las partes de una oposición contradictoria, con respecto a la cual todavía no sabemos a qué atenernos. Así, por ejemplo, si estoy en duda sobre si el hombre procede o no procede del animal irracional, tengo ya una noticia de ambos extremos, y como uno de ellos ha de ser verdadero, no me hallo en pura potencia respecto a la verdad que atañe a esta cuestión, pero tampoco sé cuál de dichos extremos goza efectivamente de la índole de verdad. Lo mismo ocurre si me encuentro en duda sobre cuál de entre dos es la moneda auténtica y cuál la falsa. Las dos son vistas o conocidas por mí; pero, en tanto que dudo, ninguna de ellas se me presenta como la verdadera, sino precisamente, y a la vez, como pudiendo ser tanto la verdadera como la falsa. Un cierto progreso sobre la duda constituye, en cambio, la opinión. En esta la mente se ha decidido ya a prestar su asentimiento a uno de los extremos en pugna; pero lo hace con cierto temor de errar: no excluyendo del todo la posibilidad de que lo verdadero sea justamente lo contrario de lo que se ha pensado. La opinión, por tanto, se fundamenta no en la misma evidencia objetiva, sino únicamente en la "probabilidad", que es una especie de evidencia parcial o imperfecta.

La plena actualización de nuestra mente por la verdad se da sólo en el caso de la certeza, a la que cabe, por lo mismo, definir como la situación en que se encuentra el que, fundándose en una evidencia objetiva, presta su asentimiento a una verdad, sin vacilación de especie alguna. De un modo subjetivo, la característica de la certeza es, esencialmente, la seguridad o firmeza del asentimiento; pero, de una manera objetiva, toda certeza debe fundamentarse en la evidencia de aquello mismo a lo que se asiente; porque si así no fuera, el conocimiento cierto no tendría "realmente" un verdadero valor. No hay que confundir la seguridad del que asiente a la evidencia, con el empeño o la tenacidad del que se aferra a uno de los extremos de una materia opinable. Conviene, pues, distinguir entre la mera certeza subjetiva y la certeza propiamente objetiva, pues en rigor sólo hay verdadera certeza si la seguridad en el asentimiento procede directamente de la evidencia objetiva de una verdad. Todo lo demás es simple tozudez, y lejos de indicar un entendimiento lúcido, constituye la muestra de un ánimo porfiado, esclavo de su propia obstinación.

El tema de la posibilidad de la certeza -o si se prefiere, la del conocimiento cierto- versa, así, no sobre la mera certeza subjetiva, sino acerca de la certeza objetiva, realmente fundada. En este sentido se conviene en denominar "escépticos", en un sentido absoluto, a los que niegan la posibilidad de todo conocimiento humano cierto. Entre los principales representantes del escepticismo en la Antigüedad merecen citarse: los SOFISTAS (especialmente, PROTÁGORAS y GORGIAS) ; a los que suceden los partidarios del "probabilismo", según los cuales no conocemos la verdad, sino tan sólo lo verosímil, perteneciendo a esta posición PIRRON DE ELIS y los filósofos de la Segunda y Tercera Academia, sobre todo ARCESILAO y CARNEADES, cuyas doctrinas fueron recogidas y sistematizadas por ENESIDEMO y SEXTO EMPÍRICO. Entre los escépticos modernos destacan especialmente: M. DE MONTAIGNE, P. CHARRON y el español F. SÁNCHEZ.

En general, el escepticismo puede ser considerado desde dos puntos de vista: como "hecho" y como "doctrina". En tanto que hecho, el escepticismo consistiría en abstenerse por completo de hacer juicio alguno, pues todo juicio debe fundamentarse en la certeza, y esta es considerada inasequible. Ni siquiera los mismos juicios que acabamos de hacer podrían ser hechos por el escéptico. Este, por tanto, no sólo habrá de enmudecer, sino que tampoco podría pensar nada, convirtiéndose así, según la gráfica frase aristotélica, en una especie de planta. Pero ello es enteramente imposible. La absoluta abstención, έποχή, de todo juicio requeriría la supresión de toda actividad propiamente humana; pues en cuanto el hombre actúa como tal, desmiente automáticamente aquella postura, admitiendo como realmente cierto el principio de (no) contradicción. "¿Por qué -se preguntaba ARISTÓTELES- se pone en marcha el sofista, camino de Megara, en vez de seguir tendido, simplemente soñando que se va?". En general, toda preferencia implica de suyo la aceptación espontánea del principio de (no) contradicción. Si no ocurriera así, nos daría lo mismo una cosa que otra. La absoluta εποχή de todo juicio, tal como la recabaría el escepticismo en tanto que hecho, es, en una palabra, irrealizable: para lograrla, habría que suprimir toda actividad libre, esto es, todo comportamiento previamente decidido o deliberado. (Tampoco cabe, por tanto, el querer ser escéptico.)

Considerado como doctrina, como tesis, el escepticismo es intrínsecamente contradictorio. Quien afirma que hay que dudar de todo hace ya un juicio, el que representa su misma tesis, que es una excepción a lo que con ella se piensa, pues si de todo hubiera que dudar, nada podría afirmarse: ni siquiera la tesis según la cual todo ha de ser objeto de la duda. Tampoco cabe el recurso de sustentar esa tesis como algo simplemente probable, porque la misma probabilidad debe tener un fundamento cierto. Ni tiene sentido afirmar que es dudoso que todo sea dudoso, ya que esta afirmación y todas las que de un modo indefinido se añadieran a ella para aumentar la duda, serían otras tantas excepciones a la universalidad de esta. El que dice tener una duda ya sabe algo: sabe que duda, pues si no lo supiera, ¿cómo podría afirmarla? La conciencia misma de la duda es ya un conocimiento cierto. Por lo demás, el que afirmase que todo lo pone en duda no pensaría haber hecho la afirmación de que sólo pone en duda algunas cosas; por consiguiente, admitiría, de hecho, como cierto el principio de (no) contradicción. Y aun si afirmara dudar de este principio, lo admitiría realmente, puesto que no confundiría su duda con la certeza que a ella se opone.

***

A la pregunta "¿cuál es el método que radicalmente hace posible la adquisición del conocimiento cierto?" sólo cabe, en principio, contestar en una de estas dos formas: 1 ª, prescindir por completo de todas las certezas espontáneas, hacer tabla rasa de ellas, instalándose así, en el comienzo, en la actitud de una completa duda universal; 2.~`, partir, por el contrario, de unas certezas primarias absolutamente irreductibles y que sean, por lo mismo, indispensables hasta para dudar (tanto real como ficticia o metódicamente). La diferencia entre estos dos procedimientos consiste en que, si bien el objetivo de ambos lo constituye la adquisición de certezas, el primero pretende que todas las que se tengan sean adquiridas tras una previa duda, mientras que el segundo reconoce unas verdades indubitables, sobre las cuales debe establecerse todo posible método, y que por ello no son objeto de adquisición metódica, sino de una posesión natural. La concepción a que responde el primer método suele ser designada con el nombre de "criticismo", y tiene como sus más destacados representantes a DESCARTES y KANT, quienes creen poder dudar de todas las certezas espontáneas, y afirman que por ello se debe comenzar para llegar a una filosofía sólidamente fundada. Por el contrario, la teoría correspondiente al otro método recibe el nombre de "dogmatismo", por no partir de la duda, sino de algunos conocimientos ciertos y seguros, previos a toda crítica. Entre los partidarios de esta concepción se encuentran: ARISTÓTELES, SANTO TOMÁS y, en general, la mayoría de los filósofos de la Escuela. El criticismo tiene una gran apariencia de rigor y de radicalidad, que hace comprensible su prestigio frente al dogmatismo, ingenuo a primera vista. Parece que no sea propio del filósofo dar crédito a ninguna certeza natural, si no es tras haberla fundamentado de una manera crítica. El dogmatismo parece así una imperdonable ligereza, una actitud candorosa, correspondiente a la infancia del pensamiento. Y, sin embargo, la ingenuidad del criticismo queda manifiesta en cuanto se traspasa su superficie ideológica. Por de pronto, es preciso advertir que el imperativo de demostrarlo todo, absolutamente todo, no es más que la fórmula de un imposible. Si aquello por lo que algo se demuestra debe ser demostrado, y así indefinidamente, nunca podrá haber demostración alguna. La demostración supone, en último término, unos principios indemostrables, sobre los cuales se apoya. Pero tales principios indemostrables no son caprichosamente admitidos por el dogmatismo. Este no los acepta como principios simplemente por ser indemostrables, sino sólo si son evidentes y precisamente por serlo. Tal es el sentido de las proposiciones estrictamente inmediatas, que, lejos de ser gratuitas o arbitrarias, están fundamentadas, no en otras proposiciones, sino en la "necesaria" relación que entre sus propios términos se da.

La paradójica ingenuidad del criticismo queda claramente manifiesta cuando se repara en la absoluta imposibilidad de la duda universal metódica. Ya se vio antes, al estudiar el escepticismo, que es imposible la duda universal real. Pero el criticismo trata de soslayar este obstáculo acudiendo a la idea de la duda universal metódica, puramente fingida. La duda no es en el criticismo una conclusión, un resultado último, sino sólo un momento, el inicial, en un proceso metódico que pretende llegar a la certeza. No se trataría, por tanto, de que el partidario del criticismo pusiera realmente en duda todas sus certezas naturales, sino de que prescindiese de ellas a la hora de fundamentar el conocimiento. Pero ¿es esto posible? El problema que ahora se plantea consiste, en una palabra, en saber si se puede emprender una investigación sin contar con ninguna certeza natural.

Ahora bien, el que emprende una investigación de este tipo no la confunde con ninguna otra investigación. Distingue entre ella y todas las demás. Por consiguiente, cuenta ya, en su punto de partida, conque el principio de (no) contradicción es cierto. En general, toda duda supone estas tres certezas naturales, absolutamente indubitables : 1 °, la de la existencia del investigado ro dubitante ; 2 º, la del principio de (no) contradicción; 3 3.'., la

de la aptitud de la mente para adquirir certeza. El que duda, e investiga sabe algo cierto: que duda e investiga, y si sabe algo cierto no puede poner en duda que su mente es apta para la certeza. Si estas tres cosas son el inevitable supuesto de toda averiguación, carece de sentido tratar de averiguar si ellas son válidas, como parece que deba hacer el criticismo por el procedimiento de la duda metódica universal.

Es cierto que DESCARTES admite la certeza natural de la propia existencia del que piensa (cogito, ergo sum), es decir, una de las tres que antes se han señalado; pero las mismas razones --como acaba de verse hay también para reconocer las otras dos. Su duda no es, en rigor, universal, pero tiene excesiva latitud; y en cualquier caso no responde a un método verdaderamente consecuente; pues si así fuera, no se explicaría cómo habiendo dudado de la veracidad esencial de las facultades cognoscitivas, pese a que estas parecen ofrecernos verdades evidentes, admita luego esa veracidad para la evidencia del cogito-sum. ¿No podría ser esta también una simple evidencia aparente? Y no sólo en el caso cartesiano. En general, todo criticismo promete en sus comienzos una radicalidad que luego se ve forzado a desmentir, en el momento mismo en que pretende hacer la más modesta construcción. Si se pone en duda la capacidad de la razón, carece de sentido que se utilice a esta para averiguar si es realmente valiosa o capaz.

3. La trascendencia del conocimiento

No cabe duda de que lo conocido es, en tanto que conocido, algo inmanente al conocimiento. Sería, en efecto, absurdo que lo conocido fuese, en cuanto conocido, trascendente al . acto por el que se le conoce; pues ello equivaldría a que el objeto del conocimiento fuera y no fuera, a la vez objeto de conocimiento. Pero no se desprende de aquí que lo conocido no posea otro ser que el que le viene de conocerlo. Se designa con el nombre de "idealismo" aquella doctrina según la cual no conocemos nunca seres independientes del conocimiento. El término "idealismo" se emplea, así, para significar que lo que hace de objeto del conocer no posee otro ser que el meramente ideal, el que conviene a aquellas ideas que no son más que ideas sin correlato real. Por el contrario, se denomina "realismo" a la doctrina según la cual el objeto del conocimiento (del verdadero, claro es) lo constituyen auténticas realidades, seres capaces de subsistir independientemente del conocimiento.

Suele dividirse el idealismo en "absoluto" y "parcial", siendo el primero el que no hace ninguna excepción a la inmanencia del objeto del conocer, en tanto que el segundo limita esta inmanencia a una determinada esfera o clase de objetos. El idealismo absoluto se subdivide en "monístico" y "pluralístico", según que, respectivamente, aúne a todos los objetos en una sustancia única o, por el contrario, deje inconexa la multitud de ellos y de sus conocimientos. Si aquello a lo que el idealismo monístico reduce la totalidad de los objetos (y de los actos) es el yo individual, se tiene el idealismo monfstico "subjetivo", cuyo más destacado representante es SCHUPPE. Si, en cambio, lo que vincula a esa totalidad es un yo universal, del que el yo individual es tan sólo un fenómeno, el idealismo monístico se denomina "objetivo", por contraposición al subjetivismo del yo empírico concreto. Esta posición tiene sus más importantes defensores en FICHTE, SCHELLING y HEGEL. Por que toca al idealismo pluralístico, sus partidarios más característicos son J. S. MILL, TAINE y H. VAIHINGER.

El idealismo parcial es, a la vez, un realismo parcial, y se divide, según la clase de conocimiento cuya trascendencia niega. en "material" y "formal". El idealismo .material (también llamado "acosmístico") rechaza la trascendencia del conocimiento sen sorial externo -que versa sobre objetos materiales-, no admitiendo otra trascendencia que la del conocer que se refiere a objetos inmateriales, incorpóreos. Tal es la doctrina que tiene su más típico representante en BERKELEY. El idealismo formal, sustentado por KANT, consiste, por el contrario, en afirmar que lo suprasensible nunca es una cosa real conocida, sino tan sólo una forma subjetiva, mediante la cual se conoce lo sensible. Únicamente a este corresponde algo extramental, transubjetivo, que, sin embargo, no es conocido como en sí mismo es, sino según se nos aparece.

Como postura intermedia entre el idealismo y el realismo puros, se encuentra, junto a las varias formas mencionadas del idealismo parcial, el "realismo crítico", doctrina que mantiene que el objeto inmediato de todos nuestros conocimientos es algo intrasubjetivo -como afirma la tesis idealista-, pero a partir de lo cual puede inferirse la existencia de un mundo transubjetivo, independiente del conocimiento, según entiende el realismo. La diferencia con este estriba, pues, en no admitir una captación inmediata de la realidad transubjetiva, sino tan sólo una aprehensión mediata de la misma, que implica un previo conocimiento de objetos inmanentes, únicos capaces de ser directamente conocidos ; y la diferencia con el puro idealismo consiste en admitir, más allá de estos objetos directos, meramente inmanentes o intrasubjetivos, un mundo trascendente. Por tratar de inferir o deducir el mundo trascendente a base de los objetos intrasubjetivos, el realismo crítico es designado también con el nombre de "ilacionismo".

DESCARTES y sus seguidores recurren a la veracidad divina para garantizar un valor trascendente al conocimiento de cosas exteriores. Otros realistas críticos apelan, en cambio, al principio de causalidad. Los objetos que inmediatamente conocemos, aunque inmanentes o intrasubjetivos, se nos presentan como algo que desde fuera determina al sujeto; luego no pueden ser mero producto de este, sino que deben también estar determinados por cosas exteriores, trascendentes a ellos. Representantes de esta concepción son algunos neoescolásticos, entre los cuales cabe destacar a D. MERCIER y J. GEYSER, junto a otros pensadores más directamente vinculados a la corriente del subjetivismo moderno, y entre los cuales destaca O. KULPE .

Por lo que atañe al realismo, los críticos suelen distinguir entre realismo "ingenuo" y realismo "natural". El primero no es otra cosa sino la convicción, puramente espontánea y precientffica, de que el conocimiento versa directamente sobre cosas reales, a las cuales, por tanto, aprehende tal como en sí mismas son. La diferencia entre este realismo y el que se denomina "natural" se halla sólo en el hecho de que el segundo es una tesis filosófica, una doctrina consciente y temáticamente profesada frente al idealismo y realismo crítico. El llamarse a sí propio natural procede justamente de la conciencia de que el realismo, por ser la actitud congruente con la misma esencia de las facultades cognoscitivas, constituye la única forma en que el hombre, de hecho, vive y emplea su capacidad de conocer; de tal manera, que el idealismo y el realismo crítico, lejos de fluir directamente de nuestra específica naturaleza, implican un cierto esfuerzo y hasta una violencia sobre ellas.

La tesis del realismo natural cuenta entre sus partidarios a todos los filósofos que, de una u otra forma, llevan hasta sus últimas consecuencias la certeza en la capacidad trascendente del conocimiento humano: así ARISTÓTELES, SAN AGUSTÍN y SANTO

TOMÁS, a los que, entre otros, pueden añadirse, dentro de nuestra época, H. BERGSON, j. GREDT, E. GILSON y aun algunos científicos no propiamente filósofos, tales como VON CYON, H. CZOLBE y J. KLEIN.

Expuestas las principales posiciones, conviene ahora examinar sus respectivos argumentos.

a) El argumento capital del idealismo es el llamado "principio de la inmanencia" : es imposible pensar que exista nada fuera del pensamiento. Si trato de pensar en algo externo al pensamiento mismo, ya lo hago inmanente a este, toda vez que el objeto pensado, precisamente en tanto que pensado, se halla dentro del ámbito del pensamiento. De esta manera, cabe en rigor decir que un pensamiento que tiene por objeto algo exterior a él no es otra cosa que una contradicción, tanto como un círculo cuadrado. Por consiguiente, aun cuando hubiera seres externos al pensamiento mismo, nunca lo podríamos afirmar, porque el objeto de toda afirmación es, en tanto que tal, algo inmanente al acto de afirmarlo.

Para hacer una crítica justa de esta argumentación es imprescindible empezar reconociendo que el objeto del acto de conocer es, indudablemente, en tanto que objeto de ese acto, algo inmanente al conocimiento mismo. Pero esto no significa sino que "el estar siendo objeto de conocimiento" supone el conocer y es imposible sin él. Ahora bien, no hay por qué confundir el "estar siendo objeto de conocimiento" con "lo que está siendo conocido". La expresión "ser objeto de conocimiento" puede tomarse en dos acepciones. Cabe, en efecto, significar con ella una de atas dos cosas: la situación de estar siendo conocido, o bien el ser que se halla en esa situación. En el primer caso se trata del oficio de objeto del conocimiento; en el segundo, de aquello que desempeña ese oficio. No cabe duda de que el estar siendo objeto de conocimiento es imposible sin el conocimiento mismo; mas de aquí no se infiere que lo que está siendo objeto de conocimiento sea imposible sin este. No es, pues, contradictorio pensar que exista algo fuera del pensamiento. Lo contradictorio es únicamente pensar que el carácter de objeto de un pensamiento lo tenga algo que no esté siendo pensado. Lo que hace de objeto de pensamiento sólo es interno a este como objeto del acto de pensar, es decir, según su "ser-pensado", mas no según su "ser". El principio idealista de la inmanencia transita abusivamente de una cosa a la otra, dando por válido para la segunda lo que tan sólo prueba respecto de la primera.

b) El idealismo acosmístico, al negar la existencia real de todo lo corpóreo, rechaza la validez del conocimiento sensorial externo, cuyo objeto lo son precisamente los cuerpos del mundo físico. Los argumentos de esta doctrina no van directamente contra la validez del conocimiento sensorial externo; no se dirigen primariamente contra este tipo de conocimiento; pero al negar la existencia extramental de los objetos sobre los cuales versan las facultades correspondientes, constituyen, de hecho, una objeción al valor trascendente de las mismas. El motivo central del idealismo acosmístico se halla en la índole contradictoria que los partidarios de esta tesis atribuyen a la "extensión". Es imposible que haya realmente cuerpos, porque la extensión de estos llevaría a afirmar cosas contradictorias entre sí. Todo cuerpo, en efecto, constaría de partes infinitas, cada una de las cuales se compondría, a su vez, de una infinidad de partes. Un ser extenso sería, por tanto, un ser en el que cada parte igualaría al todo, por ser tan infinita como él. Y puesto que ello es inadmisible, no cabe pensar que haya seres extensos; de tal manera, que la extensión no puede constituir otra cosa que una pura ilusión de los sentidos.

Este ataque a la realidad de la extensión procede de una falsa inteligencia de la infinita divisibilidad del ente extenso en tanto que extenso. Ser infinitamente divisible no es lo mismo que estar infinitamente dividido. Las partes del continuo nunca son infinitas en acto. Lo único infinito es aquí la posibilidad de dividirlas (siempre en un número finito, determinado, de partes reales) .

c) El idealismo formal kantiano debe ser estudiado con detenimiento, por la notable influencia que ha ejercido y por constituir la especie de idealismo parcial más acabada y compleja. El sentido de esta teoría puede ser compendiado, de acuerdo con lo que antes se dijo, del siguiente modo: las formas suprasensibles no son formas conocidas, sino formas mediante las cuales conocemos. En la terminología kantiana se distingue entre In "trascendente" y lo "trascendental", siendo lo primero algo transubjetivo, y lo segundo, en cambio, una forma subjetiva, previa al conocimiento y que condiciona a este. Lo trascendente y lo trascendental coinciden, pues, en trascender al conocimiento; pero difieren en que lo trascendente es algo real, que existe con independencia del sujeto, mientras que lo trascendental es una simple disposición o modo subjetivo, algo que el cognoscente tiene antes de conocer y mediante lo cual organiza u ordena al objeto de conocimiento.

Habida cuenta de estas nociones, el idealismo kantiano puede también esquematizarse de este modo: las formas suprasensibles no son trascendentes, sino trascendentales; no entidades reales conocidas, sino condiciones, requisitos (mentales) del conocer. Veamos, en primer lugar, en qué se apoya esta concepción para mantener que lo suprasensible no puede ser objeto de verdadero conocimiento. El idealismo kantiano no niega la existencia ni la posibilidad de lo suprasensible. No hace con este lo que su opuesto, el idealismo material, con los objetos sensibles, a saber: considerarlos absurdos, desprovistos de toda posibilidad, es decir, pura y simplemente contradictorios. Lo que el idealismo niega es que lo suprasensible pueda ser alcanzado por el conocimiento humano (a título de objeto real de este, no como una mera condición subjetiva del conocer).

Para llegar a esa conclusión procede KANT de la siguiente manera. La experiencia, el conocimiento sensorial, es el modo en que la facultad cognoscitiva humana entra en contacto con los objetos. Estos únicamente actúan sobre esa facultad cognoscitiva a través de la sensibilidad. No hay, en suma, otro modo de que los objetos nos sean dados. Pero esto no significa solamente que el conocer humano empiece por los sentidos. También la concepción aristotélica mantiene que el dato inicial de todo conocimiento humano lo constituyen las cosas sensorialmente captadas; mas no limita a ello el conocer, sino que reconoce al entendimiento la capacidad de abstraer de lo sensible algo de índole suprasensible. Por el contrario, la teoría kantiana parte del supuesto de que es imposible obtener nada suprasensible a partir de los objetos de la experiencia. De esta manera lo suprasensible, no pudiendo ser ni inmediata ni mediatamente captado, se encuentra fuera del ámbito de nuestro conocimiento.

No cabe duda de que, si se parte de la base en que esta teoría se apoya, la conclusión debe ser la misma a que ella llega. Es, por tanto, su mismo supuesto lo que ante todo importa discutir. Por sí mismo y de suyo, lo sensible no puede, sin más, dar lugar a un conocimiento de lo suprasensible. Los objetos de la experiencia, tal cual en esta son dados, no tienen por sí solos capacidad suficiente para elevar al hombre al conocimiento de algo metaempírico. No son, en acto, más que objetos sensibles. Pero en la teoría aristotélica no se atribuye a estos objetos sensibles la capacidad de ser por sí solos fuente de conocimiento superior. Es la influencia del entendimiento agente lo que les da esa capacidad. Las imágenes sensibles, iluminadas por el entendimiento agente, actúan sobre el intelecto pasivo, determinando en él la correspondiente especie impresa incorpórea, a la que sigue el respectivo conocimiento supraempfrico. El supuesto kantiano "de lo sensible sólo puede obtenerse lo sensible" responde, en suma, a una concepción simplista, sumamente tosca, de la génesis del conocimiento intelectual.

Antes de pasar al otro aspecto de la teoría (el concerniente a las formas suprasensibles como condiciones subjetivas del conocer), precisa señalar que lo alcanzado por la experiencia tampoco es, según KANT, lo que las cosas son en sí mismas, con independencia de nuestra captación sensorial de ellas. La teoría kantiana del conocimiento admite cosas transubjetivas, seres reales, como determinantes de la experiencia. Esta resulta de la excitación de la sensibilidad por cosas exteriores. Puesto que hay sensaciones, debe existir también aquello que las provoca; y eso que las provoca debe ser algo externo al sujeto, ya que este se comporta de una manera pasiva en todos los actos de su sensibilidad. Hasta aquí, todo el realismo que parcialmente implica el idealismo formal. Tal realismo consiste, simplemente, en admitir la existencia transubjetiva de las causas de nuestras sensaciones. Pero acontece que esta misma doctrina niega que captemos esos seres tal cual son en sí mismos. Lo que las sensaciones -determinadas por ellos, pero pertenecientes al sujetomanifiestan, es algo que depende de nuestra peculiar constitución; de suerte que lo sensorialmente cognoscible es tan sólo nuestro modo de ser afectados por las cosas en sí. A este modo de ser afectados por lo que no conocemos tal cual es en sí mismo lo denomina el fundador del idealismo formal "nuestra manera de percibir las cosas"; sin duda, con notoria inconsecuencia, ya que en rigor se trataría, justamente, de nuestra manera de no percibirlas.

Por lo que toca a la consideración de las formas suprasensibles como condiciones subjetivas del conocer, la teoría kantiana significa un esfuerzo para explicar el conocimiento científico, que es universal y necesario, pese al hecho, afirmado por esta teoría, de que todo conocimiento versa sobre objetos sensibles de índole singular y contingente. Si el objeto de todo conocimiento humano es, en tanto que sensible, algo contingente y singular, ¿cómo es posible que haya conocimientos necesarios y universales? Este es el problema que necesariamente debe plantearse el idealismo formal, si algún valor quiere reconocer a la ciencia. La teoría aristotélica del conocimiento explica esa universalidad y necesidad como algo fundamentado en los objetos reales. Ello es posible porque el entendimiento tiene el poder de abstraer algo esencial en los objetos de las sensaciones; y lo que esencialmente pertenece a un objeto -bien por formar parte de su esencia, bien por derivarse necesariamente de ella- conviene a este, y a todos los que poseen su misma naturaleza, de un modo universal y necesario. Pero el idealismo kantiano no puede considerar que la índole universal y necesaria de ciertos conocimientos proceda de los objetos de ellos. No puede hacerlo, porque le falta la teoría de la abstracción de esencias por el entendimiento agente. Y, por tanto, no teniendo la posibilidad de fundamentar la índole universal y necesaria del conocimiento científico en los mismos objetos conocidos, sólo le queda el recurso de acudir al sujeto del conocer. Es en este sujeto donde pone todo el fundamento de los juicios universales y necesarios. Los objetos de la experiencia son singulares y contingentes; pero las formas de relacionarlos son necesarias y universales, en tanto que no se fundamentan en la experiencia misma, ni en la personalidad subjetiva de ningún hombre determinado, sino en la propia constitución subjetiva que específicamente conviene a todo hombre. Si la manera de relacionar los objetos de la experiencia se derivase sólo de la estructura individual de cada cual, no habría Juicios universales y necesarios, pues cada hombre relacionaría esos objetos a su modo y manera. Por consiguiente, dichos juicios solamente son posibles como consecuencia de haber en todo hombre un mismo repertorio de formas conectivas de los objetos empíricos.

Los juicios en los que los datos de experiencia son enlazados mediante esas formas han de ser universales y necesarios, por configurarse según algo que no es peculiar a ningún hombre, sino que se halla siempre en todo hombre; por pertenecer a la estructura misma de la facultad cognoscitiva humana. Y esas formas que se hallan presentes -antes de todo conocimientoen la estructura de nuestra facultad de conocer no son formas sensibles -estas se nos dan en la experiencia-, sino suprasensibles: ni constituyen, pues, el objeto del conocimiento, sino las condiciones subjetivas, apriorísticas, de este. El verdadero conocimiento no lo da, según KANT, la sensibilidad, sino la actividad que enlaza y relaciona los objetos sensibles mediante las formas suprasensibles que hay en todo sujeto cognoscitivo humano. La sensibilidad da solamente la materia de todo conocimiento, es decir, algo que debe ser ordenado y configurado por aquellas formas. Las intuiciones sin los conceptos son ciegas. Los conceptos sin las intuiciones son vacíos. El verdadero conocimiento necesita ala vez la materia intuitiva sensible y las formas conceptuales suprasensibles. De aquí la distinción de las tres facultades, propuesta en el idealismo kantiano. Todo hombre tiene sensibilidad, entendimiento y razón. La sensibilidad es la facultad de las intuiciones. El entendimiento es la facultad que enlaza las intuiciones mediante las "categorías", que son formas aptas para ordenar inmediatamente la experiencia. Por último, la razón es la facultad de las "ideas" (las del alma, el mundo y Dios), que son las formas para las cuales ya no se dan intuiciones y que, por lo mismo, no pueden valer para el conocimiento auténtico. Su única función es la de recoger en síntesis superiores los conocimientos que versan sobre fenómenos, pero sin ir más allá de estos, sin que nos manifiesten realidades de tipo metaempírico. Por consiguiente, ni la mera sensibilidad ni la pura razón pueden ser aptas para el conocimiento verdadero. Este es función del entendimiento, la única facultad cuyo objeto posee la materia empírica y la forma suprasensible que directamente la ordena y configura.

En suma, para el idealismo formal el conocimiento humano se encierra por completo dentro de los límites de una experiencia meramente subjetiva, pues el entendimiento no alumbra en los datos empíricos nada que sea una realidad supraempírica. En primer lugar, la sensibilidad ya no aprehende nada subjetivo, sino tan sólo nuestra manera de ser afectados por las cosas en sí. Y lo que el entendimiento hace es, simplemente, relacionar esas meras afecciones subjetivas, ordenarlas de un modo puramente humano, sin duda universal y necesario, pero no porque sea el que corresponde a la naturaleza misma de las cosas, sino porque tenemos una constitución tal, que no podemos por menos de efectuar dichas ordenaciones. En último término, el conocimiento humano consiste en una transformación subjetiva de aquello mismo que lo provoca. Tal es la consecuencia, pulcramente extraída por KANT, de dos supuestos enteramente gratuitos: 1 °, que la sensibilidad no capta nada transubjetivo, sino únicamente sus propias afecciones; 2 °, que el entendimiento se limita a ordenar los objetos sensibles, sin ser capaz de iluminar en ellos dimensiones o aspectos supraempíricos.

d) El realismo crítico parte de la base de no considerar como objeto inmediato de conocimiento sino aquello que es intrasubjetivo; con lo cual asume, en realidad, el punto de vista idealista, de cuyas consecuencias pretende escapar con la teoría del conocimiento mediato de lo transubjetivo. Según esta concepción, lo que vulgarmente se considera como un mundo real, independiente del sujeto que conoce, no es otra cosa que un simple estado de la conciencia, una modificación puramente subjetiva. Para fundamentar la afirmación de que hay objetos reales extrínsecamente determinantes de estas modificaciones, el realismo crítico emplea el siguiente argumento: esos estados de nuestra conciencia se nos aparecen como algo producido desde fuera, como afecciones que no dependen únicamente de la actividad del sujeto del conocimiento; en consecuencia, debe existir algo transubjetivo que los determine en nosotros. Este argumento es, en realidad, inconsecuente: Si lo que se presenta al conocimiento vulgar como algo inmediatamente aprehendido no es, en realidad, tal como se presenta, tampoco el hecho de aparecer como determinado exteriormente deberá ser tomado como expresivo de algo real. Sobre el conocimiento de un objeto engañoso -puesto que se nos muestra como transubjetivo, no siendo otra cosa que una simple afección del sujeto- no puede elaborarse un raciocinio auténtico. Tan cierto como que dicho objeto se nos manifiesta a modo de algo extrínsecamente determinado, es que él se nos aparece como algo inmediatamente aprehendido. ¿Por qué razón sólo es mera apariencia lo segundo y, en cambió, ha de considerarse como algo efectivo y real lo primero? El tránsito de lo subjetivo a lo real es. enteramente imposible. "De un gancho pintado en una pared no se puede colgar más que una cadena igualmente pintada en ella" .

e) La concepción del realismo natural no niega la existencia del conocimiento mediato, tanto del que concierne a lo transubjetivo como del referente a objetos subjetivos. De ambos tipos de objeto caben conocimientos mediatos, en el sentido de que se adquieren por medio de raciocinios. Lo que define al realismo natural es la afirmación de que se da también, y primordialmente, una captación inmediata de lo transubjetivo. Este conocimiento está exigido por la veracidad de las potencias cognoscitivas denominadas "sentidos externos" y "entendimiento". Únicamente si dichas potencias no son veraces cabe negar que conozcamos de una manera inmediata cosas transubjetivas. En primer lugar, los sentidos externos captan sus objetos como algo, transubjetivo, no producido por el mismo sujeto cognoscente. No cabe duda de que en ocasiones los sentidos externos dan lugar a errores. Pero una cosa es un error accidental y otra que siempre y en todo momento los sentidos externos nos induzcan a error; pues estas facultades nos presentan siempre los objetos como algo transubjetivo, y si ellos realmente no lo fueran habría que concluir que las facultades en cuestión son esencialmente erróneas. Ahora bien, esto es inadmisible, como lo es, en general, el que una potencia cognoscitiva esté ordenada al error, ya que ello valdría tanto como que una potencia cognoscitiva no pudiera servir para conocer. Desde luego, es imposible demostrar en una forma positiva y directa que los sentidos externos son "esencialmente veraces" (aunque ocasionalmente incurran en errores); de la misma manera que tampoco es posible demostrar directa y positivamente que sea veraz por esencia ninguna otra facultad cognoscitiva. Cabe, no obstante, la demostración indirecta y negativa, que consiste en mostrar el absurdo de que fuese verdadero lo contrario; y ello es, por cierto, lo que antes se ha hecho, al impugnar la posibilidad de una potencia cognoscitiva ordenada al error.

En segundo lugar, el entendimiento capta objetos universales, cuya forma -la universalidad abstracta- es ciertamente subjetiva, como es también subjetiva su presencia intencional; pero cuya materia (cuando no se trata de los puros entes de razón) se nos ofrece como algo transubjetivo, independiente de nuestra aprehensión de ella. En el conocimiento intelectual el sujeto elabora especies expresas, en las que aprehende las esencias conocidas. De ahí que, dada la naturaleza específica de esas especies, lo conocido intelectualmente sea subjetivo en lo que toca a la forma y a su presencia, puramente intencional, ante el sujeto de dicho conocer; mas la materia misma de los conceptos universales, lejos de hallarse determinada o condicionada por el propio sujeto cognoscente, rige a este en el acto por el cual la conoce.

***

La más frecuente objeción a la teoría del realismo natural es la que se formula con ocasión de los "errores" de los sentidos externos. Si estos conocen inmediatamente algo transubjetivo, ¿cómo se explica que tantas veces lo que nos manifiestan no tenga realidad? Por de pronto, según el "mecanismo", todo conocimiento sensorial que versa sobre "cualidades secundarias" (los "sensibles propios" de la Escuela) es un conocimiento de algo formalmente subjetivo, pues tales cualidades no se dan fuera de nuestros sentidos tal como estos las aprehenden, sino que son realmente simples movimientos mecánicos. Tal objeción no se apoya, en verdad, sobre algo que esté fundamentado de una manera rigurosa y científica. Lo único probado es que el substrato de las mencionadas cualidades son ciertos movimientos, no que estas cualidades consistan realmente en ellos.

Los sentidos externos -y, en general, cualquier facultad cognoscitivano pueden ser erróneos sino "accidentalmente"; pues, como antes se señaló, es absurdo que una potencia cognoscitiva esté naturalmente ordenada a la falsedad. Solamente cabría la posibilidad de pensar que los sentidos externos no fuesen, de hecho, una facultad de conocer, pese a que su actividad se nos presenta como efectivamente cognoscitiva. Pero en tal caso sería preciso pensar que, en realidad, tampoco fuese cognoscitiva la facultad del entendimiento, ni ninguna otra que se quiera proponer como posible, pues el puro hecho de presentarse como siéndolo podría también ser interpretado en el sentido de una mera apariencia, de algo puramente subjetivo. Y nada demostraría contra esto el que el conocimiento intelectual tenga, frente al que suministran los sentidos, el carácter de la "necesidad"; porque esta necesidad podría interpretarse como algo meramente subjetivo, no dimanado de la naturaleza misma de las cosas, sino producto de nuestra peculiar constitución. En suma: la misma razón -o falta de ellaexiste para menospreciar a los sentidos externos, que para ser total y absolutamente escépticos.

Por otra parte, es necesario distinguir entre el "error negativo- y el "error positivo". El primero se da cuando el conocimiento es imperfecto, pero no falso; de tal manera, que lo conocido es parcial o incompletamente representado, si bien aquello que de él se capta es aprehendido rectamente. Por el contrario, el error positivo es el que conviene a la representación en la que la cosa es subjetivamente falseada. Sólo este es verdaderamente error, pues el primero, no implicando falsedad, constituye más bien una limitación del conocimiento, un conocimiento imperfecto, inadecuado. Una gran cantidad de los que suelen ser considerados como errores de los sentidos no lo son más que negativamente. Así, no hay más que error negativo en el caso del disco de NEWTON, donde los varios colores son representados únicamente según aquello que les es común, a saber: la blancura, en tanto que intensidad de la claridad. Tampoco es otra cosa que un error negativo el hecho de que en la vista y el tacto no se representen las particularidades microscópicas de los cuerpos; y es obvio, por lo demás, que quien utiliza el microscopio da por esencialmente buenos sus órganos visuales. Por último, conviene tener en cuenta que los sentidos conocen sus objetas propios tal como estos actúan, a través del medio, sobre los órganos materiales de la sensibilidad; de tal manera, que lo incomprensible sería que, dadas estas condiciones, nuestros sentidos captasen sus objetos como si ellas no tuvieran vigencia. En todo caso, el error únicamente es posible por algún defecto o corrupción de la potencia cognoscitiva, nunca de una manera natural.

4. El criterio de la certeza

No podríamos saber que cometemos errores si estos no se manifestasen nunca como errores; lo cual implica que las verdades a que se oponen se nos hayan también manifestado precisamente en tanto que verdades. Debe existir, así, algo que patentice que las verdades lo son, o, lo que es lo mismo, un cierto medio manifestativo de su real carácter de verdades. A este medio o signo, que garantiza la validez del conocimiento, se conviene en llamarlo "criterio de la verdad", y es también lo que, en último término, constituye el motivo genérico de todas nuestras certezas objetivas, pues el temor de errar sólo se excluye cuando se patentiza la verdad de aquello que pensamos. La cuestión relativa a este criterio sólo se plantea de un modo estrictamente filosófico, si el signo o garantía que se busca es entendido como valedero para todas las verdades (criterio universal) y como aquello que no depende, a su vez, de ningún otro fundamento de verdad (criterio último). En definitiva, la cuestión que nos ocupa es la que se plantea de este modo: ¿Cuál es la garantía radical de toda verdad y toda ceteza? (Sólo queda añadir que un tema puramente filosófico, no se hace alusión a la certeza que corresponde a la fe sobrenatural, cuyo criterio estriba en la Revelación divina.)

Hay un gran número de teorías acerca de esta cuestión. Para introducir un cierto orden en la exposición y crítica de las mismas, cabe, en primer lugar, distinguir las que proponen un

criterio extrínseco a la verdad y las que mantienen la necesidad de un criterio "intrínseco" a ella. Entre las que proponen un criterio extrínseco deben distinguirse, ante todo, las que lo ven en la "autoridad" y las que lo cifran en la "utilidad". De las teorías que proponen a la autoridad como último criterio, unas se deciden por la autoridad "humana" y otras por la "divina".

Partidario de la autoridad humana como criterio definitivo de la certeza es F. R. DE LAMMENAIS, que menospreciando el valor de la razón individual de todo hombre, e incluso negándole todo valor a esa razón personal, cree, sin embargo, que hay una autoridad del género humano, la cual se manifiesta en el consenso común: la "raison générale". Defienden, en cambio, la autoridad divina como último criterio F. HUET y, en general, los representantes del "tradicionalismo" filosófico, concepción así denominada por entender que la única garantía del conocimiento humano se encuentra en la Revelación divina, objeto de conservación (traditio) a lo largo del tiempo, merced a una ininterrumpida serie de transmisiones. Se puede distinguir el tradicionalismo "rígido" y el "moderado", perteneciendo al primero L. DE BONALD, y al segundo, L. BAUTAIN, I. VENTURA y F. W. FOERSTER. El tradicionalismo moderado restringe la tesis a las verdades fundamentales de la religión y la moral. Y, en fin, para terminar la enumeración de las teorías que admiten un criterio extrínseco, precisa señalar el "pragmatismo", que pone ese criterio en la utilidad para la vida, y cuyo más idóneo representante es W. JAMES, según el cual la verdad es lo provechoso para la felicidad privada o pública.

Las teorías que proponen un criterio intrínseco se dividen en dos grupos, según que ese criterio sea subjetivo u objetivo. Entre los que sustentan un criterio subjetivo hay que citar, ante todo, a DESCARTES, para quien el fundamento de la certeza lo constituye la claridad y distinción de las ideas. El pensador francés, tras haber puesto en duda todo objeto de pensamiento, se encuentra, sin embargo, con que no puede dudar de la existencia del sujeto pensante. Ahora bien: esta existencia se da en una percepción clara y distinta. Trátase de un conocimiento en el que no hay otra cosa que la clara y distinta percepción de aquello que se capta. Lo cual no bastaría para engendrar certeza, si pudiera ocurrir que lo que se aprehende de ese modo fuese, no obstante, falso. De ahí que pueda fijarse como regla general que es verdadero todo lo que percibo de una manera enteramente clara y distinta. Una "confirmación" de este criterio pretende dar el mismo filósofo sobre la base de la veracidad de Dios. Su argumento consiste en que, aun en el caso de estar convencidos de poseer una naturaleza tal que nos engañásemos hasta en las cosas más evidentemente percibidas, sin embargo, tras haber conocido que Dios existe y que no es falaz, hay que admitir como conocimiento verdadero todo aquello que es percibido de una manera clara y distinta.

Un segundo tipo de teorías defensivas del criterio meramente subjetivo es el representado por las que consideran como último fundamento de la certeza a alguna disposición de índole instintiva o afectiva.

Sus más destacados partidarios son: TH. REID, para quien todo hombre es necesariamente impelido a admitir los primeros principios por un instinto ciego, puramente natural, incapacitado y dispensado a la vez de dar razón alguna de su certidumbre; F. H. JACOBI, que propone una fe sentimental o propensión afectiva, mediante la cual no se conocen, pero se viven y experimentan las verdades y bienes suprasensibles y aun la misma existencia de la Divinidad; y por último, SIGWART, R. RICHTER y VOLKELT, todos los cuales reducen la evidencia a la condición de una simple vivencia ("Evidenzgefühl", "Evidenzerlebnis").

El criterio intrínseco objetivo es el sustentado por los filósofos de la Escuela, quienes proponen como último fundamento y signo de toda verdad la "evidencia objetiva", es decir, la claridad misma con que el objeto se manifiesta en acto al cognoscente ; aproximándose mucho a esta opinión la mantenida por E. HUSSERL al oponerse a las concepciones de la evidencia como algo sentimental y puramente subjetivo: "la evidencia no es un sentimiento accesorio que se adhiera a ciertos juicios de un. modo accidental o con sujeción a ciertas leyes naturales"; "la evidencia no es otra cosa que la vivencia de la verdad"; "lo percibido de un modo adecuado no es algo meramente mentado de algún modo, sino algo que en el acto es originariamente dado como aquello mismo que es mentado, esto es, como presente en sí mismo y aprehendido exhaustivamente. De un modo análogo, lo juzgado con evidencia no es algo meramente juzgado (esto es, meramente mentado en forma judicativa, enunciativa, afirmativa), sino algo dado en la vivencia del juicio como presente en sí mismo". La concepción escolástica difiere de la husserliana por su mayor rigor en el análisis de la idea de la evidencia, ya que distingue entre la vivencia de lo verdadero (evidencia en sentido subjetivo, aunque realmente fundamentado) y la propiedad por la cual lo verdadero determina en el cognoscente esa vivencia: la evidencia objetiva, que es precisamente el fundamento de la primera. Dicho de otra forma: la evidencia del conocimiento se basa, para la concepción escolástica, en la patencia misma del objeto conocido.

***

El defecto de todas las teorías que consideran a la autoridad (humana o divina) como el fundamento definitivo de la verdad estriba en no advertir que la autoridad implica necesariamente otras certezas. Para que alguien se apoye en la autoridad de un ser humano o en la del divino, es preciso que tenga la certeza de que ese ser existe; la de que siendo apto para un testimonio valioso, es veraz al darlo; y, por último, la de que realmente ha dado testimonio sobre la verdad o verdades cuyo fundamento se pide. Estas certezas no pueden, a su vez, ser adquiridas por la autoridad, pues ello implicaría una serie infinita. Por consiguiente, la autoridad sólo puede valer como criterio si está amparada por otras garantías; lo que equivale a decir que no es, no puede, en rigor, ser criterio último y definitivo de toda verdad y toda certeza.

La teoría pragmatista incurre en el error de considerar como criterio último de todas las verdades a lo que no es más que un medio manifestativo de una conveniencia medida por la circunstancia y la ocasión. De manera que este criterio sólo valdría para un tipo de verdades, las referentes a esa conveniencia; y en cualquier caso implicaría también la posibilidad de conocer con certeza cuándo algo es útil para la vida y cuándo, por el contrario, puede perjudicarla. En realidad, el pragmatismo tiene como base un falseamiento de la noción de verdad. Esta noción no se deja reducir a la de la mera utilidad. Si un partidario del pragmatismo es calumniado de haber dicho que la verdad no es la utilidad, no podrá limitarse a responder que no es útil que él haya dicho eso; tendrá que asegurar que no es verdad que lo haya dicho; porque, de lo contrario, no habrá manifestado claramente si de hecho lo dijo o no lo dijo.

La concepción cartesiana de las ideas claras y distintas como el criterio de la verdad es sumamente ambigua. El subjetivismo que cabe atribuirle -habida cuenta del estilo y la significación general del sistema que inspirapermite pensar que no se trata de la claridad y distinción de lo alcanzado a través de las ideas, sino de las que atañen a estas en su carácter intrasubjetivo; de manera que, en vez de constituir una índole o propiedad de lo conocido, sería tan sólo un rasgo, una cualidad, del conocer. Pero tal claridad y distinción no puede ser el fundamento último de la verdad y la certeza, si de veras se pretende mantener una teoría realista del conocimiento. Si la garantía de este es algo puramente subjetivo, ¿con qué derecho nos podremos servir de ella para apoyar nuestra captación de objetos extramentales? A esto debe añadirse, también como observación crítica, que la manera en que la teoría cartesiana llega a formular el criterio de las ideas claras y distintas no es la más conveniente, pues dicho criterio es extraído del principio "cogito-sum", tras la duda metódica universal, por cuya virtud son puestas en tela de juicio cosas cuya evidencia no es menor que la de ese principio; de suerte que si hay motivos para dudar de ellas, también deberá haberlos para dudar de la propia existencia del sujeto pensante y, por lo mismo, para desconfiar del valor de la claridad y distinción de las ideas como criterio de la verdad cierta. Por último, la confirmación que esta teoría pretende hacer de dicho criterio, apoyándose en la veracidad de Dios, no posee, en realidad, valor alguno, porque el criterio mismo debe ser utilizado para garantizar los argumentos que llevan a admitir esa veracidad y aun la propia existencia del Supremo Ser.

A las demás teorías que proponen criterios puramente subjetivos debe oponérseles un reparo idéntico al que de una manera sustancial afecta a la doctrina cartesiana. Sobre la base de una garantía subjetiva, es imposible fundar un conocimiento de objetos transubjetivos. Por lo demás, ni un instinto ciego ni un mero sentimiento pueden ser medio manifestativo de la verdad. Lo que con ellos se trata quizá de significar es la indudable presión que la evidencia objetiva ejerce en el cognoscente; pero en tal caso el criterio de la verdad y la certeza no es esa presión o compulsión, considerada sólo desde el sujeto que la recibe como un cierto estado inmanente, sino que estriba en la presencia misma de lo conocido, en su actual y efectivo manifestarse al ser que lo conoce.

La evidencia objetiva es, por tanto, el último criterio de la verdad cierta. Toda la garantía que proporciona al conocimiento reside, así, en su efectiva objetividad, es decir, en el hecho de que lo conocido se halla ante el cognoscente de tal modo, que este no hace otra cosa que abrirse a su presencia, recibir intencionalmente su ser. Si la actividad cognoscitiva tiene el sentido de una captación, no hay otro modo de conocer que conocemos sino el tener conciencia de que el objeto de esa actividad está presente en ella. Pero tal conciencia es imposible si no se da la respectiva presencia del objeto, pues, como afirma HUSSERL, "así como es comprensible de suyo que donde no hay nada, no hay nada que ver, no menos comprensible es que donde no hay ninguna verdad tampoco puede haber ninguna intelección de la verdad, o, con otras palabras, ninguna evidencia".

BIOGRAFIA CAP. XVII

ARISTÓTELES : Met., IV, 3-8 ; SAN AGUSTÍN : Contra Academicos; SANTO ToMÁs : In Met., IV, lect. 5-17 ; De Verit., q. 1 y 10 ; SUÁREZ Disputat. Met., disp. 8, sect. 1; DESCARTES: Meditat. metaphys., III y V ; BERKELEY : On the Principles of the Human Knowledge, I, 3 ; KANT: Crítica de la razón pura, 1.' p., par. 8, y 2." p., lib. II, sec. 31, n. 4; HEGEL: Fenomenología del espíritu, I; HUSSERL: Investigaciones lógicas, t. I, c. 8, par. 51; Meditaciones cartesianas, págs. 116 y sigs.; HEIDEGGER: Vom Wessen der Wahrheit, 4. J. BALMES: El Criterio; Filosofía fundamental; V. BROCHARD: Les sceptiques grecqs; A. BRUNNER : Erkenntnistheorie; E. GILSON El realismo metódico; J. GREDT: Unsere Aussenwelt; R. JOLIVET: Le thomisme et la critique de la connaissance; KREMER: Le néorealisme américain; J. MARITAIN: Los grados del Saber; J. MARECHAL: Le point de départ de la métaphysique; M. MERLEAU-PONTY: Phénoménologie de la perception; A. MESSER: El realismo crítico; D. MERCIER: Critériologie générale; A. NABER: Theoria cognitionis critica; L. NOEL: Notes d'epistemologie thomiste; G. VAN RIET: L'epistemologie thomiste; M. ROLLAND-GOSSELIN: Essai d'une étude critique de la connaissance; P. ROUSSELOT: L'intellectualisme de St. Thomas; E. T. TOCCAFONDI : La ricerca critica della realtá; J. TONQUEDEC La critique de la connaissance; J. DE VRIES : Pensar y ser; O. WILMAN Geschichte des Idealismus; G. ZAMBONI: Metafisica e gnoseologia. Invest. lógicas, t. I, pág. 197.