CAPÍTULO XXII

LAS CAUSAS DISPOSITIVAS DE LA CONDUCTA HUMANA


1 La "disposición subjetiva" en general

El dinamismo entero de la vida moral se halla dirigido u ordenado hacia el último fin. Este es su centro y su más entrañable razón de ser: su mismo núcleo. Pero el fin -todo fin en general- únicamente mueve en tanto que es un bien, y no de cualquier forma, sino, por cierto, como establece la psicología, en cuanto conveniente. De aquí la imposibilidad de separar el estudio del fin, considerado como motor de una tendencia, y el examen de aquello para lo que el fin es un bien conveniente o adecuado. Tal conveniencia, en efecto, es una relación y tiene, por tanto, dos soportes o extremos: su objeto y su sujeto; es decir, lo que es conveniente y el ser para el que lo es. No todas las cosas son convenientes para todos los seres, ya que la conveniencia no depende tan sólo de la índole de lo que se propone como bien, sino, asimismo, de la que tiene el ser para el cual se le propone.

Esta afirmación no es, sin embargo, el esquema de un relativismo o subjetivismo moral. Para que tuviera ese carácter sería preciso que únicamente se tomara en cuenta la índole del sujeto, su condición o disposición propia. Mas lo que antes se ha dicho es que el bien como conveniente -o si se quiere, la relación misma que en cuanto tal le afecta- no implica sólo la índole de aquello que se propone como conveniente, sino la del ser para el que, como bien, se le propone. Lo que se trata de señalar es, por tanto, que la tendencia a un fin está determinada por la disposición subjetiva del que lo apetece. Y este hecho innegable no puede quedar desatendido por el estudio de la conducta humana como materia de regulación ética.

El encaminamiento hacia el fin último está condicionado por las disposiciones subjetivas del agente moral. Desentenderse de ellas por completo, como si nada significaran para el saber normativo de nuestra conducta, equivaldría a elaborar una ética ineficaz, abstracta, deshumanizada. Lo cual constituiría precisamente el extremo contrario del que consiste en reducir la ética al examen de las meras condiciones fácticas de nuestra conducta. Tanto en un caso como en el otro, la vida humana y la moralidad quedan completamente separadas, ajenas entre sí, como si la conducta determinada por las disposiciones subjetivas -la única conducta real- fuese indiscernible moralmente, o como si las normas de la moralidad no fueran capaces de dirigir y regular al hombre en tanto que este se halla informado por dichas disposiciones.

Los actos humanos -que son los que se califican moralmente- no son los actos de un ser vacío de toda disposición o acondicionamiento subjetivo. Ya la misma tendencia de todo acto humano hacia un último fin, cualquiera sea, en concreto, el objetivo en que este se cifre, no se podría entender si se prescindiera de la existencia de toda disposición o conformación subjetiva. La conveniencia por la que se apetece un fin no último es explicable como conveniencia para el' logro del último fin. Pero el fin último no puede explicarse como conveniente de este modo, precisamente por su carácter de último. Y, sin embargo, ningún fin puede ser apetecido sino en tanto que es un bien conveniente. Resulta, así, de un modo ineludible, que el último fin, no siendo algo que se apetezca para lograr otra cosa, es algo a lo que el sujeto tiende por virtud de una inclinación natural, o lo

que es lo mismo, algo que apetece por convenirle a su propia naturaleza. Pero ello no podría acontecer si el hombre careciese de toda conformación subjetiva. No habría en tal caso el término de referencia que el último fin exige para ser naturalmente conveniente.

Aquello en lo que coinciden los varios fines últimos que los distintos hombres se proponen -o sea, la felicidad abstractamente considerada, con exclusión del bien en que cada cual la estima realizable implica una inclinación o disposición subjetiva que se halla en todo hombre, en la medida en que todos poseen, específicamente hablando, la misma conformación natural. Todo sujeto humano tiende a ese último fin, sea cualquiera el bien en que lo ponga, por virtud de una inclinación común a toda naturaleza humana, no por algo especial sobreañadido a ella en cada hombre concreto. Pero la tendencia al último fin concretamente cifrado en este o en el otro bien, tampoco puede explicarse si no es por medio de una disposición de la naturaleza del sujeto, es decir, mediante algo que de hecho le incline en un sentido o en otro. Tal disposición no es, sin embargo, algo natural en el sentido de "innato", sino una determinación especial, que lo es "de" la naturaleza, por estar siendo poseída por ella, de tal manera, que mientras sea tenida por dicha naturaleza, esta se inclinará hacia aquel último fin que bajo tal situación le sea conveniente o adecuado. En ello estriba el sentido de la frase de ARISTÓTELES, no siempre correctamente interpretada: "Según es cada cual, así le parece el fin".

El hecho de que un hombre ponga su última felicidad en una cosa y otro la haga consistir en otra, no le conviene a ninguno -aclara SANTO TOMÁS- en tanto que hombre, sino en tanto que es un hombre "determinado", es decir, por virtud de una inclinación especial sobreañadida a su naturaleza específica y que la determina individualmente. Importa, por tanto, establecer en qué consista esa inclinación especial, capaz de dirigir nuestra tendencia a un determinado último fin. Divídese la tendencia -como ya en su lugar se indicó- en "natural" y "elícita". La tendencia natural es por sí misma idéntica en todos los hombres, y únicamente es objeto de inclinaciones especiales en cada uno de ellos en tanto que está condicionada por las respectivas situaciones y alteraciones somáticas. El apetito elícito se subdivide en apetito sensible y voluntad, siendo posible en cada uno de ellos un doble tipo de inclinación: las actuales y las habituales. Ahora bien el hecho de que la apetición de los últimos fines concretos proceda de la inclinación especial del sujeto apetente no significa, de suyo, ni que todas las inclinaciones especiales del mismo sean aptas para surtir ese efecto, ni que sólo posea este carácter un tipo determinado de ellas. Es necesario, por tanto, examinar de un modo respectivo dichas inclinaciones, estudiando la forma en que se relacionan con la apetición de los últimos fines concretos.

Las especiales inclinaciones producidas en el apetito natural de los distintos sujetos por los respectivos factores somáticos no influyen directamente en la apetición del último fin concreto, pues dicha apetición no es una tendencia natural, sino un acto del apetito elícito, aunque es cierto que determina a este, al engendrar en él hábitos operativos y pasiones. Por lo que toca a las inclinaciones especiales del apetito elícito, cabria pensar, en principio, que todas ellas son dispositivas de la apetición del último fin concreto, puesto que ya determinan o informan a una tendencia que sigue a un acto de conocer (el apetito elícito, en oposición al meramente natural, es el que sigue a un acto de conocimiento). Pero entre ellas se encuentra la inclinación actual de la voluntad hacia el último fin concreto, entendiendo por 'dicha inclinación actual la misma volición de él, o sea, el propio acto de quererlo, y este no es una causa que influya en su apetición, sino precisamente esa misma apetición.

Quedan, así, por examinar las inclinaciones habituales de la voluntad y todas las del apetito sensitivo, tanto las habituales como las actuales. Las inclinaciones habituales de la voluntad no son las voliciones mismas, puesto que no son actos, sino hábitos, y constituyen causas dispositivas de la apetición de un último fin concreto, ya que todo hábito operativo inclina a su potencia en un sentido determinado. Por las mismas razones, hay que admitir también que son causa dispositiva de la apetición de un último fin concreto las disposiciones habituales o hábitos del apetito sensitivo. Tales hábitos no constituyen actos de volición de un último fin concreto, y configuran o determinan su potencia, inclinándola a los actos volitivos de los objetos que en esta situación. les son congruentes. Por último, las inclinaciones actuales o actos del apetito sensitivo -las pasiones- tampoco son actos volitivos de un último fin concreto, puesto que no corresponden a la voluntad, y determinan o disponen al sujeto de ella en tanto que este las posee y consiente. De todo lo cual resulta, en conclusión, que las disposiciones subjetivas determinantes de la volición de un último fin concreto son, por una parte, las pasiones, y por otra, los hábitos apetitivos (tanto los del apetito sensorial como los de la voluntad).

Mientras que el sujeto permanece afectado por una determinada pasión o por algún hábito apetitivo, no puede querer otro fin último que el que le corresponde o le conviene como agente provisto de dichas disposiciones. No le es, posible al sujeto poner el último fin en otro bien distinto a aquel que merced a ellas apetece. Siendo el último fin aquello por cuya apetición son queridos los demás bienes, no habrá ningún bien que, mientras el sujeto siga determinado por las mismas disposiciones, pueda ser apetecido por este como opuesto, sino como conducente, a aquel al que quiere a título de fin último o motor primordial de su voluntad. Para que esta pase a poner el fin último en algún otro bien es necesario que su sujeto cambie de disposición. Ello no es imposible, ni en lo que se refiere a las pasiones, ni en lo que atañe a los hábitos apetitivos. .

En primer lugar, las pasiones, de suyo, son efímeras. Por lo demás, pueden ser dominadas por el hombre, lo cual se verifica realmente si el sujeto se aparta o desvía de las imágenes que las hacen surgir, y hasta cabe engendrar pasiones contrarias por el procedimiento de dirigir la atención a los objetos que se oponen a las que se poseen. Por su parte, el hábito, a diferencia de la pasión, es de suyo una determinación difícilmente movible, pero también puede ser excluida su eficacia engendrando en el sujeto una pasión que lo contrarreste; por ejemplo, la influencia de un vicio puede ser impedida por el temor de una consecuencia grave que de él se derive.

El factor que posee la capacidad de variar la disposición subjetiva respecto a un último fin concreto es, por tanto, en todos los casos, la pasión. Por medio de una que sea opuesta a la que disponía a un cierto bien, se logra que otro aparezca como conveniente. Y mediante aquella que contrarresta la influencia de un determinado hábito operativo se produce también en el sujeto una determinación contraria a la que ese hábito engendraba. Pero este hecho de ser la pasión el factor que decide los cambios de las disposiciones objetivas respecto del último fin concreto lleva consigo una consecuencia de la mayor importancia. La pasión, en efecto, por ser un movimiento del apetito sensible, no tiene lugar sin modificación corpórea; luego es imposible que el alma separada sea capaz de cambiar su volición de un último fin concreto. En tanto que subsiste sin materia, no puede tener pasiones, y por lo mismo, la disposición en que se encuentre respecto de ese fin en el último instante de su unión al cuerpo, la seguirá teniendo, inconmovible, al separarse de él. Dicha disposición se torna entonces un hábito inmóvil, una especie de segunda naturaleza permanente.

Ello no significa, sin embargo, que la voluntad del alma separada carezca de libre arbitrio. Este no atañe a la volición del fin último, sino a la volición de los medios que se ordenan a él. Tampoco en el estado de unión del alma al cuerpo existe libertad respecto del último fin, abstractamente considerado, a saber la felicidad en general (entendida de un modo independiente de los distintos bienes en que la pongan, de hecho, los diversos sujetos). En el estado de separación, el alma tiene una voluntad que se comporta, respecto del último fin concreto que apetece, de la misma manera que antes lo hacía, en el estado de unión, respecto de la felicidad abstractamente considerada; y así como unida al cuerpo tenía libertad para la elección de medios, separad de él es también libre, no para dirigirse a otro último fin determinado, sino para escoger los medios conducentes al que, por la eficacia de un hábito inmóvil, constituye la meta de una permanente inclinación.

2. El valor moral de las pasiones

El examen de la significación. ética de las pasiones obliga a reparar en una serie de equívocos que suelen perturbar la comprensión del efectivo dinamismo moral de nuestro ser. Por lo que antes se ha dicho, es fácil advertir la trascendencia y el alcance real de las pasiones en dicho dinamismo, ya que merced a ellas es posible que el alma unida al .cuerpo tenga una cierta movilidad respecto del último fin, de tal manera, que si no puede dejar de apetecer el que lo es en un sentido abstracto y enteramente común -la felicidad, sea cualquiera el bien en que se la haga consistir-, le es dado, en cambio, modificar su orientación respecto al bien concreto en el cual se le cifre y deposite. Mas lo primero que conviene hacer, para un exacto esclarecimiento de la virtualidad de las pasiones en la conducta humana, consiste en preguntarse si ellas mismas poseen valor moral o, por el contrario, se limitan a ser factores puramente naturales en el desarrollo y la evolución de nuestra vida.

Consideradas únicamente como movimientos del apetito sensitivo, las pasiones no son actos voluntarios. Los animales irracionales las experimentan, aunque no poseen voluntad. En este sentido hay que afirmar, por tanto, que las pasiones no son, de suyo, ni moralmente buenas, ni moralmente malas, puesto que el valor ético no afecta sino a los actos que de alguna manera son voluntarios y deliberados. Sin embargo, precisa advertir que las pasiones, aunque constituyen movimientos del apetito sensitivo, pueden ser voluntarias, no en el sentido de constituir precisamente actos de voluntad, sino en el de ser imperadas o permitidas por esta. Ello, claro es, no les conviene únicamente como pasiones, puesto que no acontece en los animales irracionales, que también las poseen, sino en tanto que tienen por sujeto al hombre, o sea, en la medida en que, aunque pertenecen formalmente al apetito sensitivo de él, pueden, sin embargo, ser imperadas o permitidas por la voluntad humana.

En este otro sentido, nuestras pasiones, como objeto de una deliberada causación o de consentimiento, son voluntarias y, por lo mismo, moralmente discernibles. No acontece otra cosa con la moralidad de que también se habla respecto a nuestros movimientos exteriores en cuanto que, no siendo formalmente actos elícitos de la voluntad, constituyen, no Obstante, actos voluntarios, por depender de esta, como imperados o determinados por ella. Solamente si así se les toma cabe llamar humanos, en un sentido propio y especificativo, a dichos movimientos exteriores y a las pasiones de nuestro apetito sensible. Por el contrario, abstraídos de dicha relación a la voluntad, considerados únicamente como perteneciendo a las potencias de las que de una manera inmediata dependen, son, sin duda, "del hombre", pero no son humanos en la acepción estricta y rigurosa, ni pueden, por tanto, constituir el sujeto o materia de una calificación moral.

Una vez admitido que las pasiones humanas, en el supuesto de su voluntariedad, son moralmente calificables, importa determinar el modo en que así pueden discriminarse como buenas o malas. Frecuentemente se expone la teoría sostenida al respecto por los ESTOICOS como la afirmación de la maldad moral de todas las pasiones. Esta doctrina suele ser contrapuesta a la mantenida por lOS PERIPATÉTICOS, para quienes, en cambio, serían buenas todas las pasiones moderadas. Tal es la antítesis que, formulada por CICERÓN, se ha hecho tópica en el tratamiento del asunto, hasta el extremo de que muchas exposiciones actuales siguen repitiéndola sin variación ni salvedad alguna. Y, sin embargo, ya SANTO Tomás advirtió que esa antítesis era más de palabra que de conceptos, más aparente y superficial que auténtica y efectiva. El autor de la Summa Theologica deshace dicha antítesis aclarando el diverso sentido en que es tomado el término "pasión" por los estoicos y los peripatéticos, no sin que esta diversidad de significaciones tenga algo que ver con otras teorías de ambos sistemas. En el de los estoicos, por no haber distinción entre el conocimiento sensitivo y el intelectivo, tampoco se la hace entre el apetito sensible y la voluntad. Por con siguiente, en esta concepción no era posible hablar de las pasiones como distintas de las voliciones, en el sentido de ser las primeras los movimientos del apetito sensible y las segundas los actos de la facultad volitiva. La diferencia entre la voluntad y la pasión tiene en los estoicos un sentido completamente distinto. Llamaban voluntad (o volición) a toda tendencia razonable, y denominaban pasiones a las tendencias en desacuerdo con la razón. Dado el imperativo moral de estos filósofos, según los cuales precisa vivir en conformidad con la razón, y no fuera de ella (ζήν χατά λατά) ; las pasiones, así definidas, tenían que ser consideradas todas como forzosamente malas para el hombre. Pero el sentido de la afirmación de la maldad moral de las pasiones es, bajo estos supuestos, pura y simplemente el de ser mala toda tendencia opuesta a la razón, y no el de que los movimientos del apetito sensible (al que, como tal, no podían referirse los estoicos) sean de suyo, y sin excepción, malos moralmente.

Por su parte, en cambio, los peripatéticos, que distinguían entre el conocimiento sensorial y el intelectivo, y apoyándose en ello, entre el apetito sensitivo y la voluntad, denominaban pasiones, en una acepción muy restringida, sólo a los movimientos del apetito inferior. Conformes -eso sí- con los estoicos en ajustar la vida humana a la razón, afirman, por consiguiente, que son buenas las pasiones regidas y determinadas por esta, y malas las que la contrarían o se le oponen. Dentro de esta doctrina, no se entiende por pasiones "moderadas" las que son débiles o poco intensas. El término "moderación" no significa aquí sino la propia regulación racional, el hecho mismo de poseer el modo de la razón, en el sentido de participar de ella por ajustarse a conformarse a sus normas.

Tal es la causa de que SANTO TOMÄS impugnase el ataque que a la teoría de los peripatéticos hace CICERÓN, según el cual, siendo malas las pasiones, no basta moderarlas, sino que es necesario que se las evite por completo. Esta objeción reúne ejemplarmente los dos equívocos antes mencionados. Comienza, efectivamente, por confundir el sentido del término "pasión", tal como lo toman los estoicos, con el que le dan los peripatéticos, y a esto añade luego el considerar la "moderación" como una especie de debilidad o escasez de fuerza en las pasiones, y no como la conformidad de ellas con los imperativos de la razón.

En consecuencia, si prescindiendo de la mera atención a las palabras y yendo al fondo o la intención real de ellas, se comparan ahora las dos tesis, toda la diferencia que estas guardan entre sí viene a reducirse a la que existe entre una afirmación genérica y otra más específica o particularizada. La de los estoicos consiste en mantener que son malas todas las tendencias contrarias a la razón, y lo que sustentan los peripatéticos es que, por ser contrarias a la razón, son malas ciertas pasiones, lo cual no significa que tengan otro criterio para calificar moralmente las demás tendencias, sino que en el momento de establecer la tesis que examinamos están concretamente refiriéndose a los movimientos del apetito sensitivo, a los cuales aplican, en cuanto imperables por la voluntad, el mismo módulo que de una manera directa corresponde a los actos elícitos de ella.

Tomando, pues, las pasiones en el sentido de movimientos del apetito sensible -que es la manera en que aquí se las ha considerado, tanto en psicología como al tratar, en el epígrafe anterior, de la disposición subjetiva en general-, resulta que estas tendencias son buenas o malas moralmente según que estén o no estén conformes, en cuanto voluntarias, con las normas de la moralidad. Cabe así plantearse otra cuestión: la de. si hay pasiones que sean moralmente buenas o malas, de una manera específica, por su esencia respectiva, y no sólo en virtud de sus circunstancias. Esta cuestión implica, por supuesto, que las pasiones sean consideradas según la voluntariedad que les conviene como imperables o permisibles. De lo contrario, según ya se ha advertido, carecen por completo de significación moral. El problema consiste, por lo mismo, en averiguar si hay pasiones cuya misma esencia determine que sea, respectivamente, bueno o malo, en el plano moral, el imperarlas (o el consentirlas).

Ahora bien: puesto que las pasiones, al igual que los actos, se especifican por sus objetos, todo depende de que los de las primeras sean buenos o malos moralmente, no en otro sentido. Ningún inconveniente existe en ello, porque no es imposible que lo que hace de objeto de una pasión sea, como objeto de la voluntad, conforme o disconforme con las normas morales. Así, por ejemplo, es moralmente malo gozarse en el mal del prójimo, no ciertamente porque este mal no pueda ser gozado a la manera de un cierto bien, sino porque no debe ser querido, es decir, porque como objeto de la voluntad es moralmente malo. Lo mismo ocurre con la tristeza ante el bien ajeno, en la que estriba la envidia. Esta tristeza es mala moralmente, no porque ese bien no pueda, de hecho, entristecer a modo de un cierto mal, sino porque no debe ser objeto de una nolición.

Todo ello significa, en .consecuencia, que las pasiones no son buenas o malas moralmente por tener como objeto a un bien o a un mal, sino porque el bien que las provoca sea, en el plano moral, realmente bueno, y porque el mal que las ocasiona sea realmente malo en este mismo plano; de tal manera que son moralmente buenas las pasiones que tienden a un verdadero bien o apartan .de un verdadero mal, y moralmente malas las que tienden a un verdadero mal o apartan de un verdadero bien. No reparar en estas distinciones es confundir los planos de la moral y la psicología, identificando, de hecho, cosas formalmente tan distintas como el objeto natural y el objeto moral de las tendencias. Ello no significa, sin embargo, que estos objetos sean mutuamente extraños, pues en tal caso no podría haber una vida moral efectiva, o, lo que es en esencia lo mismo: la vida efectiva y real habría necesariamente de desarrollarse fuera de toda discriminación y de toda dimensión ética; sería, en suma, una vida biológica, no una vida moral, calificada y auténticamente humana. Lo que se trata de señalar es, por el contrario, que el objeto natural de la tendencia y --por lo que más hace al caso- el de la pasión, aunque de suyo no moralmente determinativo de esta, es, sin embargo, calificable moralmente, y así medido y configurado la determina como conveniente o disconveniente con las normas éticas.

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Para el estudio del valor moral de las pasiones ha sido necesario -por los motivos ya expuestos- considerarlas como imperadas o consentidas por la voluntad; lo que equivale a tomarlas como de alguna manera determinadas por ella. El punto de vista inverso, que también es preciso atender para completar el examen de la significación de las pasiones de nuestra conducta, estriba en la mostración de la manera en que influyen en la moralidad de los actos voluntarios. Sobre el alcance de las pasiones en la orientación de la voluntad hacia un determinado último fin, ya han sido hechas anteriormente -en el primer epígrafe de este mismo capítulo- las aclaraciones esenciales. No se trata, pues, de esta cuestión, sino de la del modo en que las pasiones pueden intervenir en la bondad o maldad moral de nuestros actos, en el supuesto de que la norma ética sea la que se desprende del verdadero último fin humano. Así planteada la cuestión, surge un doble tema acerca de ella, porque en el efectivo dinamismo de nuestra conducta la pasión puede tener lugar de dos maneras: o como antecedente, o como consiguiente al acto mismo de la voluntad.

La pasión que antecede al acto de la voluntad hace que el entendimiento tenga como bueno aquí y ahora aquello a lo que el sujeto está concretamente inclinado, pues eso es, en efecto, lo que, en cuanto tal, como afectado por la pasión, le conviene. Por consiguiente, cuanto más fuerte sea la pasión, tanto mayor será la intensidad de la volición respectiva. Mas por el hecho de inclinar hacia un determinado objeto como bien, restringe o disminuye la deliberación de la razón, y por lo mismo, el acto de la voluntad que de ahí se sigue es menos libre. (Puede ocurrir que la pasión impida por completo la capacidad actual de deliberar, y en este caso no cabe hablar de ella como de un antecedente del acto volitivo, sino como de un impedimento de él.) Dicho de una manera esquemática: la pasión antecedente aumenta la intensidad de la volición, pero disminuye su libertad. De ahí que también le reste valor ético. La acción moralmente buena es, pues, tanto menos que le antecede, ya que buena cuanto más vehemente la pasión esta pasión la hace proporcionalmente menos libre. Y por las mismas razones, la acción moralmente mala es tanto menos mala cuanto más fuerte la pasión que la precede.

La pasión consiguiente al acto de la voluntad puede, a su vez, acontecer de dos modos: o por repercusión del acto volitivo en el apetito sensible, o por virtud de una cierta elección. En el primer caso se trata de una redundancia de la voluntad en el apetito sensitivo, debida a la intensidad de volición. Los movimientos del apetito superior estimulan y excitan, si son vehementes, al inferior, provocando en él las correspondientes pasiones. En consecuencia, estas, como no son causantes de la volición, sino causadas por ella, nada añaden ni quitan a la intensidad y a la libertad de la misma, pero constituyen un signo de cu fuerza, de tal manera que la que es más intensa denuncia una mayor bondad o maldad moral de la volición (respectivamente, buena o mala) que la precede. Por lo que atañe a la pasión consiguiente por modo electivo, la pasión buscada, no por sí misma (de esto ya se habló antes), sino para mejor ejecutar un fin querido, aumentan la calidad moral de la acción, de suerte que si esta es por su objeto moralmente buena, su bondad se acrecienta, y también se intensifica su maldad si por su objeto es moralmente mala.

3. Las virtudes morales.

En el primer epígrafe de este mismo capítulo se señaló como otro elemento subjetivamente eficaz en la conducta humana el representado por los "hábitos apetitivos", de los que son una especie las virtudes. En su momento se establecieron también todas las aclaraciones necesarias para la comprensión de la naturaleza de estos hábitos. En una acepción muy amplia, se conviene, no obstante, en denominar "virtud" a todo hábito operativo bueno, y de este modo cabe hablar no sólo de las virtudes morales, sino también de las intelectuales, traduciendo la distinción de ARISTÓTELES entre virtudes "éticas" y "dianoéticas" (respectivamente, de ήθος y νοϋσ). Como hábitos operativos, las virtudes morales son buenas en un sentido muy diferente a aquel en que lo son las intelectuales, del mismo modo que la bondad moral es muy distinta de la que de una manera específica atañe al entendimiento. El bien de la virtud intelectual es un valor humano relativo, mientras que el de la virtud moral es humanamente absoluto. Por otra parte, la virtud intelectual no es, de suyo, una inclinación de la voluntad, sino un hábito del entendimiento, de tal manera que se la puede tener y no hallarse apetitivamente inclinado al acto respectivo. Representa, por tanto, una aptitud o capacidad intelectual para realizar bien un tipo determinado de actos, mas no una propensión habitual de la voluntad a imperarlos. Hace posible el buen uso del entendimiento en alguna materia, pero no hace que la voluntad dé efectividad a ese buen uso posible. La virtud moral, por el contrario, no es una mera aptitud o capacidad de obrar bien, como tampoco es el vicio una simple facultad de obrar mal, sino que, tanto el uno como la otra, son propensiones (habituales) a la operación voluntaria, de suerte que la virtud moral puede ser definida como la inclinación habitual al acto humano moralmente bueno.

La distinción entre virtudes intelectuales y virtudes morales es opuesta al optimismo intelectualista de SÓCRATES, quien parece haber mantenido la tesis de que sólo se obra mal por ignorancia. El supuesto latente en esta tesis es denunciado por ARISTÓTELES al afirmar que el imperio de la razón sobre las facultades apetitivas no es despótico, sino "político", es decir, que de alguna manera puede ser contrariado por ellas; de donde infiere SANTO TOMÁS, siguiendo la doctrina aristotélica, que "para que el hombre obre bien, es preciso que no sólo la razón esté bien dispuesta por el hábito de la virtud intelectual, sino que esté bien dispuesta asimismo la facultad apetitiva mediante el hábito de la virtud moral". Y esta segunda condición es necesaria incluso para que el entendimiento tenga el hábito de dirigir el acto concreto de la facultad apetitiva con un último juicio práctico realmente conforme con la ley moral. Como quiera, en efecto, que el último juicio práctico es el que establece lo conveniente al sujeto según la determinada inclinación de su facultad apetitiva, es necesario, para que dicho juicio esté conforme con la ley moral, que esa inclinación también lo esté; de donde resulta que, para tener el hábito de formular talles juicios, hace falta la buena inclinación habitual de la facultad apetitiva, es decir, la virtud moral. Tal es la razón por la que la "prudencia", que así se llama el hábito relativo a esos juicios, aunque es esencialmente una virtud intelectual, constituye, no obstante, de un modo material y presupositivo, una virtud moral, por suponer la rectitud del apetito y tener como objeto los actos moralmente buenos de él. No acontece lo mismo a las demás virtudes intelectuales, ni siquiera a las "artes" (en el sentido de "técnicas"), pues el valor de lo que estas dirigen es independiente de la moralidad del que las usa. No decimos, así, que sea un buen arquitecto el que, movido por una intención moralmente buena, edifica una casa, sino el que la hace bien, sea cualquiera la especie de la moralidad de su intención.

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Las virtudes morales más importantes, y en torno a las cuales giran todas las que poseen alguna significación ética, se llaman "cardinales", por ser como los quicios o goznes de la moralidad de nuestra conducta. Estas virtudes se diferencian por su objeto y por la facultad que hace de sujeto próximo de ellas.

En general, el objeto de las virtudes éticas es el bien moral, o sea, no cualquier bien, sino el conforme con el dictamen de la razón según la norma de la moralidad. Pero este bien racional puede ser considerado, ante todo, como objeto precisamente de dictamen, es decir, de un último juicio práctico de la razón. En este caso, es aquello a que se refiere la virtud de la "prudencia", la cual, como antes se ha dicho, es el hábito que inclina a la razón a dirigir los actos de la facultad apetitiva con un último juicio práctico conforme a la ley moral. El objeto de la "prudencia" es, pues, el bien moral en tanto que imperado por la razón, y de una manera inmediata, el buen uso de esta en el imperio de los actos morales, lo cual, aunque es formalmente un bien de la razón, tiene un carácter ético, por referirse a estos actos y ser necesaria para ellos. Considerado como el bien de las operaciones, cabe distinguir al bien moral según que estas impliquen o no a otro ser racional. En el primer caso, constituye el objeto de la virtud "justicia"; en el segundo caso, no es precisa ninguna virtud, más que en tanto que el hombre puede ser desviado por alguna pasión del bien a que su voluntad está naturalmente determinada. Pero esto nos lleva a considerar el bien moral, consistente en el mismo dominio de las pasiones, lo cual ocurre de una doble manera, puesto que ellas pueden apartarnos de un bien moral arduo, difícil de conseguir, o inclinar a un bien sensible contrario a la moralidad. La virtud que domina las pasiones que apartan de un bien arduo es la "fortaleza", y la que domina las que impelen a un bien sensible contrario a la moralidad es la "templanza". Por lo que se refiere a la facultad que como, sujeto próximo corresponde a cada una de estas virtudes, la de la prudencia es la misma razón, mientras que las de las demás son, respectivamente: para la justicia, la voluntad; para la fortaleza, el apetito irascible, y para la templanza, el concupiscible.

Una propiedad común a todas las virtudes morales estrictamente dichas, o sea, a la justicia, la fortaleza y la templanza, es la de constituir en un prudente medio, igualmente lejano de todo exceso y de todo defecto. In medio, virtus. El bien a que la virtud moral se refiere es el conforme a la regla de los actos humanos, y esta conformidad puede efectivamente no darse, o por sobrepasar la medida prescrita por la regla, o por no llegar a ella. Tanto en un caso como en el otro, existe una deformidad, no una conformidad. En el caso de la justicia, el .medio virtuoso lo es de una manera enteramente objetiva, independiente de las disposiciones peculiares del sujeto de la virtud, cosa que no acontece, en cambio, al medio correspondiente a la fortaleza y a la templanza, pues las pasiones no afectan de la misma manera a todos los hombres, sino que de algún modo están condicionadas por las personales circunstancias de cada uno. El medio prudencial que, por ejemplo, debe fijarse al trabajo no es el mismo en todos los hombres, ni tampoco el que corresponde a la satisfacción de la necesidad del descanso, de la nutrición, etc. La diferencia entre la justicia y las otras virtudes estrictamente morales se halla, pues, por lo que toca a la determinación del "medio", en que el de la primera lo ha de establecer la razón de una manera absoluta, mientras que el de las otras sólo puede fijarse de un modo relativo: "porque la justicia atañe a operaciones que versan sobre cosas exteriores, en las que lo recto debe ser establecido simplemente y de suyo..., y así el medio razonable en la justicia es idéntico al medio de la cosa misma, en cuanto que la justicia da a cada uno de lo que se le debe, y no más ni menos. Pero las otras virtudes morales atañen a las pasiones interiores, en las cuales lo recto no puede establecerse del mismo modo, debido a que no todos los hombres son afectados por las pasiones de la misma manera. Y así es preciso que la rectitud de la razón se establezca en las pasiones de un modo relativo a los que somos afectados por ellas".

(También la prudencia se relaciona con el justo medio, pero no en la forma en que ello ocurre a las virtudes morales estrictamente dichas, las cuales son medidas o reguladas por él, sino precisamente a la inversa, de suerte que la prudencia determina y formula ese medio a que aquellas deben ajustarse. La expresión misma "medio prudencial" significa que es algo estalecido por la prudencia para las otras virtudes que rigen la moralidad de la

conducta humana.)

Para toda virtud cardinal se señalan tres tipos de virtudes secundarias o reductibles a ellas, que se llama, en un amplio sentido, sus "partes", a saber las subjetivas, las integrales y las potenciales. Con el nombre de partes subjetivas se designan aquellas en que la virtud cardinal se divide como un género en sus especies (toda especie, en efecto, puede hacer de sujeto en un juicio cuyo predicado sea la correspondiente naturaleza genérica). Partes integrales son las que complementan a la virtud cardinal, ayudándole en su operación para que esta sea lo mejor posible; y, por último, se denominan partes potenciales de una virtud cardinal a las virtudes que, sin realizar enteramente la misma esencia de esta, convienen con ella en algún sentido. A los efectos de una fundamentación general de la teoría de las virtudes éticas, no es imprescindible la consideración de todas las partes subjetivas, integrales y potenciales de cada una. Basta con señalar los puntos más salientes, que son, sobre todo, los que atañen a las partes subjetivas o especies de cada virtud cardinal.

Las especies o partes subjetivas de la prudencia son tres: la prudencia "personal", también llamada "monástica"; la "económica" y la "política". La primera es aquella por la que cada hombre se rige a sí propio, siendo las otras, respectivamente, las que convienen al gobierno de la sociedad doméstica ( οίχία, la casa) y al de la sociedad civil. Pero importa observar que en ninguno de estos tres casos se trata de una mera técnica, la cual pone unos .medios fijos y determinados para la realización de un fin particular. Las reglas prudenciales son esencialmente flexibles, en el sentido de que dependen de las circunstancias contingentes en que los actos humanos han de realizarse, y de este modo, aun conservando la fidelidad a los principios y dirigiéndose al mismo último fin, lo prudente unas veces es cosa muy distinta de la que lo es en otras. En caso de guerra, por ejemplo, el gobernante obra prudentemente suprimiendo ciertas medidas que tenían sentido en la paz, y a la inversa. Tampoco son las mismas las normas prudenciales realmente convenientes a una determinada familia que las que otra debe seguir; y otro tanto ocurre en el indefinido dinamismo de las circunstancias de la vida individual.

La justicia, que en cuanto virtud se define como el hábito de dar a cada uno lo que le pertenece (o sea, lo que es, por derecho, suyo), tiene como especies las que se denominan: justicia conmutativa, distributiva y legal. La justicia conmutativa es la que rige las relaciones entre los hombres como personas privadas, y mantiene una estricta igualdad de cantidad o igualdad puramente aritmética. La justicia distributiva es la de la sociedad respecto a cada uno de sus miembros, y la igualdad que mantiene no es aritmética, sino geométrica, o sea, una igualdad de proporciones. No consiste, pues, en dar o exigir a todos lo mismo, sino a cada cual según sus méritos y circunstancias. Por último, la justicia legal es la de los miembros de la sociedad civil respecto de esta. Se la llama "legal", por conformar al hombre de acuerdo con la ley que regula sus actos como ordenados al bien común de la sociedad. Esta justicia, como quiera que la ley es algo dado por el que está al frente de la comunidad civil, se dice estar en él de un modo principal o arquitectónico, y en el súbdito, en cambio, administrativa o secundariamente. Por virtud de ella se está obligado a dar en proporción a las fuerzas respectivas, y de este modo se conserva la igualdad de proporciones; pero también se mantiene la igualdad de cantidades en el sentido de que cada parte debe dar lo mismo que fundadamente se le exija, sin atender a lo que de hecho den otras.

La fortaleza, que se define como un cierto medio entre el temor y la audacia, no tiene especies, en cuanto se la refiere, como es habitual, a los peligros de muerte. Suelen enumerarse, en cambio, como virtudes anejas o partes integrales de ella: la "confianza", en el sentido que se opone al temor, pero sin incurrir en la temeridad; la "magnanimidad" y la "magnificencia", que difieren entre sí por ser la primera la que inclina a grandes empresas, no por el honor, sino por la excelencia de ellas, mientras que la segunda lleva a ejecutarlas sin retroceder ante los obstáculos; la "paciencia", que domina la tristeza ante el mal presente, y la "perseverancia", que conforta el ánimo ante el decaimiento producido por la duración o prolongación de la obra, Todas estas virtudes son, por supuesto, tales en cuanto regidas o determinadas por la prudencia, la cual distingue al confiado del temerario, al magnánimo del ambicioso, al paciente del pusilánime, al perseverante del obstinado; etc. Y, en fin, la templanza, definida como el término medio en los placeres carnales, tiene como especies o partes subjetivas a la "abstinencia", la "sobriedad" y la "castidad", que, respectivamente, moderan los placeres físicos de la comida, la bebida y los sexuales. En un sentido amplio, el término "templanza" se utiliza también para designar la moderación, o prudencial adecuación al término medio, de todos los actos humanos. Un especial interés para los que se ocupan en la labor intelectual tiene la studiositas, virtud aneja o potencial de la templanza, y según la cual se disciplina al apetito natural de conocer, encauzándolo y diferenciándolo, así, de la curiosidad impertinente.

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La división de las virtudes no debe entenderse, sin embargo, como si fuera posible la posesión perfecta de cada una de ellas sin la de las otras. Es indudable, y la experiencia lo atestigua, que la posesión imperfecta de una virtud moral no incluye la de las restantes; pero lo que se niega es que sea posible otro tanto en la posesión perfecta de una cualquiera de las virtudes morales. Débese ello a que toda virtud moral supone la prudencia (ya que esta establece el último juicio práctico acerca del acto particular de la facultad apetitiva) ; pero la prudencia misma supone -como antes se demostró- que la facultad apetitiva esté bien inclinada por las virtudes morales, de tal forma, que si alguna de ellas falta, no cabe que el sujeto esté completamente bien dispuesto en el orden moral. Tal complicación de las virtudes morales en un sistema u organismo unitario no tiene paralelo en las virtudes intelectuales, porque ninguna de estas especies de hábitos se enlaza a la prudencia, sino que son independientes de ella.

Las virtudes morales no sólo se enlazan entre sí, sino que todas son coherentes con el último fin del hombre. La justicia, la fortaleza y la templanza inclinan al hombre -cada una a su modo, según su respectivo objeto formal propio- a obrar de acuerdo con su verdadero último fin, ya que le hace tender al que es debido como conforme a la ley moral. Y también la prudencia, por su parte, implica la adhesión al verdadero último fin humano, pues la tendencia a este es como el principio del que son conclusiones todos los juicios de la prudencia. Es evidente, en efecto, que los últimos juicios prácticos de la razón dependen del fin a que se esté inclinado, ya que tales juicios conciernen a los actos particulares de la facultad apetitiva en su condición de medios para el fin a que esta se inclina, y sólo el que constituye realmente el verdadero último fin del hombre es aquel del que la prudencia depende, pues de otra forma el dictamen de ella no podría estar de acuerdo con la ley moral. Y es que la prudencia no constituye una simple técnica, indiferente de suyo al valor ético, sino que es la virtud por la que el hombre rige su propia vida en conformidad con su supremo Bien.

BIOGRAFÍA CAP. XXII

PLATÓN : Protágoras, 345 d-e ; ARISTÓTELES : Eth. Nic., 111, 4-15: CICERÓN: Tusc. quaest., III; SAN AGUSTÍN: De Civit. Dei, XIV, 7 ; SANTO TomÁs : Cont. gent., IV, 95 ; Sum. Theol., 1-11, q. 22-24 y 58-65 ; De virtutibus in communi; CAPREOLUS : In II Dist., 7, q. 1; SUÁREZ: De Virtutibus; DESCARTES : Traité des passions de l'áme; KANT: Fundam. de la metal. de las costumbres, sección 2 °.P. BARTH : Los estoicos; CHOLLET : La morale stoicienne; E. DURKHEIM : L'éducation morale; J. GREDT : Elem. philos. aristot. thomist. (ed. 10), II; Ethica, p. 1.", caes. -V-VI; R. JOLIVET: Traité de philosophie, IV, Morale, kv. I, chap. IV; L. LAVELLE: L'erreur de Narcisse; LEPICIER: Dell'anima umana separata dal coreo: E. D. NOBLE: Les passions et la vie morale; L. E. PALACIOS: La prudencia política; El mito de la nueva cristiandad; ROLAND-GOSSELIN: L'Habitude; R. SIMETERRE: La théorie socratique de la Vertu-Science selon les Mémorabiles de Xénofon; A. VANIER: The Human Soul.