EL ENTE MORAL

CAPÍTULO XXI

FUNDAMENTO Y SENTIDO DE LA MORALIDAD


1. El tema de la ética

Como oportunamente se aclaró, la ética o filosofía moral no estudia un objeto puramente especulable, como lo es el de la filosofía de la naturaleza o el de la metafísica, sino algo operable por el hombre y que la razón humana es susceptible de planear o dirigir. En este sentido, cabe afirmar que el objeto de la _ filosofía moral es de "índole, práctica", o sea, que se trata de algo realizable por el hombre, y no de algo meramente especulable por este. Con ello no se afirma todavía que la moral sea, en tanto que ciencia, un saber práctico. Lo que hasta aquí se ha dicho versa sobre su objeto, no sobre ella misma. Pero el hecho de que este objeto penda de la razón humana y sea dirigible por ella sitúa a la ética o filosofía moral en un plano completamente distinto del que corresponde a la filosofía de la naturaleza y a la metafísica.

También la lógica se ocupa de algo que es dirigible por la razón humana; pero su objeto (no como ciencia, sino como arte o técnica) lo constituyen los mismos actos de la razón, mientras que la filosofía moral se -refiere a los actos humanos precisamente como que libres. Tal es, por cierto, el objeto-material de la ética, el cual se hace patente también con la distinción entre "actos -humanos" y "actos del hombre", siendo los primeros una especie o modalidad de los segundos : concretamente, aquellos que dimanan de la voluntad libre, y de los cuales, en consecuencia, el hombre se siente responsable y dueño. De esta especie de actos cabe decir que son humanos, no sólo en lo que atañe a su "sustancia" (o sujeto), sino también en lo que concierne al "modo", ya que se trata de operaciones humanas o libremente realizadas. Sin duda, estos mismos actos son estudiados también por la psicología. Pero esta ciencia no se limita a ellos, sino que extiende su consideración a todo ser viviente, y aun cuando se ocupa de los actos humanos, no los estudia como buenos o malos en tanto que humanos. El objeto formal de la psicología es, como ya se expuso, el mismo de la filosofía de la naturaleza. En cambio, el objeto formal de la ética lo constituye aquello según lo cual los actos humanos, considerados en tanto que humanos (y no de un modo especial o con relación a una finalidad restringida), son calificables como buenos o malos. Esta bondad o maldad de los actos humanos en tanto que humanos se denomina "moralidad", en un sentido amplio, y tampoco se identifica al valor "técnico" de nuestras acciones, sino que se contradistingue de él. Un mismo hombre puede comportarse bien como técnico o artífice, y mal precisamente como hombre.

También importa advertir que la bondad propia de los actos humanos en tanto que humanos no se confunde con la que les conviene como entes. En el segundo sentido, todo acto humano es bueno, puesto que tiene una cierta entidad. Pero también poseen entidad los actos malos; y en cualquier caso la bondad o maldad moral supone siempre un depositario óntico o sujeto, que es su portador (subiectum, Träger), pero con el cual no se la confunde. Todo acto humano, incluso aquel que es malo, es bueno en una forma relativa como ente. Mas ser bueno de un modo relativo es compatible con no serlo de un modo absoluto. Los ,actos humanos se dicen humanamente buenos en tanto que son absolutamente buenos como humanos, no relativamente a la entidad, ni tampoco según un cierto aspecto específico. De todo lo cual se desprende que de la bondad de los actos humanos puede hablarse en tres sentidos distintos: 1º. el de la bondad que todo acto humano, como cualquier ente, tiene (en tanto que ente); 2º. el de la bondad para algún fin restringido (valor meramente técnico); 3º. el de la bondad que absolutamente le conviene en tanto que acto humano (bondad moral). Esta división de la bondad de los actos humanos se adapta al siguiente esquema del bien atribuible a ellos: 1.° el bien relativo o bonum secundum quid (que se subdivide en ontológico y técnico); 2 °, el bien absoluto o bonum simpliciter, que es el propio de los actos humanos en tanto que humanos, y al que también se denomina "honestidad".

En la medida en que los actos humanos son considerados como el sujeto o materia de la moralidad, la ética los estudia de una manera distinta, por tanto, de aquella en que lo hace la psicología. Esta se ocupa sólo de la facticidad de los mismos, mientras que la ética los examina como algo susceptible de una recta ordenación moral. Pero ello no significa que la ética pueda constituirse de un modo enteramente independiente del saber psicológico. Los actos morales son actos voluntarios, y la filosofía moral toma a la psicología la determinación del carácter voluntario de los mismos y todas las precisiones que ello lleva consigo. En un sentido amplio,. es voluntario todo lo que procede. de un principio intrínseco con conocimiento del fin, aunque este no sea conocido de una manera formal como fin, sino sólo de un modo material. Pero, en una acepción más estricta, lo voluntario supone el conocimiento formal del fin, o sea la captación de él en tanto que fin; y de esta manera lo voluntario compete únicamente a las naturalezas racionales. Sólo a estas se puede considerar como "responsables", y, según antes se dijo, respecto de aquellos actos que proceden de la voluntad libre.

Dentro de este mismo orden de nociones tomadas a la psicología, distínguese entre voluntario in se y voluntario in causa, siendo lo primero aquello que por sí mismo es objeto de una intención de la voluntad, mientras que lo segundo es aquello que se prevé ha de seguirse, como un efecto, de algo qué es querido en sí mismo. Se distingue también entre voluntario "positivo" y "negativo", según que haya posición u omisión de acto (en el segundo caso debe ser, claro es, algo advertido).

La voluntariedad se destruye por la violencia (física) suficiente, que es la que hace que el hombre, a pesar suyo, realice actos a los que la voluntad no coopera de ninguna forma. Esta violencia sólo puede ejercerse sobre los actos "imperados" de la voluntad, no sobre los "elícitos", ya que estos, por esencia, dimanan de un principio intrínseco con conocimiento de fin. También se destruye la voluntariedad por la "ignorancia invencible", la cual, como toda ignorancia, es la carencia de un conocimiento para el que se es capaz, pero difiere de la ignorancia vencible en no poder ser eliminada ni aun poniendo la debida diligencia. La ignorancia vencible no quita la voluntariedad, sino que determina una voluntariedad indirecta, que puede ser culpable o no culpable, según que efectivamente se esté o no se esté obligado a superarla. El profesional carente de los conocimientos que le son precisos tiene una ignorancia vencible precisamente culpable.

La "concupiscencia" (tendencia del apetito sensitivo hacia un bien deleitable) y el "miedo" (pasión determinada por un mal inminente difícil de evitar) suprimen la voluntariedad, si llegan a impedir o perturbar el uso de la razón, sin el cual no es posible el acto deliberativo. El miedo que no produce ese efecto, causa un acto voluntario, pero mixto de involuntariedad, ya que dicho acto no se haría en circunstancias contrarias. Suele citarse el ejemplo de quien arroja las mercancías para aliviar la nave y evitar así el naufragio.

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Las precisiones que acaban de hacerse son tenidas en cuenta por la ética para determinar estrictamente la índole del sujeto de la moralidad. Pero este sujeto no es considerado por la ética sino como materia de la moralidad, como aquello que es regulable y dirigible por la razón, desde el punto de vista del bien absoluto que constituye la honestidad. No se trata, por tanto, de una simple "descripción" de los hechos humanos que se presentan como depositarios de valores morales. La ética no se limita a ser una mera física o biología de las costumbres, como han pretendido los partidarios de la moral "positiva". Esta corriente, cuyos principales representantes son E. DURKHEIM y LEVY-BRUHL, pretende reducir la moralidad a un hecho puramente sociológico, de suerte que ante él no sea posible otro tipo de actitud científica que la que estriba en codificar los usos admitidos en cada medio o círculo social, y no teniendo los preceptos éticos otro sentido sino el de la presión que la colectividad ejerce sobre el individuo inserto en ella. "No se debe decir -afirma DURKHEIM- que un acto hiere la conciencia común porque es criminal, sino que es criminal porque hiere la conciencia común. No lo castigamos porque es un crimen, sino que es un crimen porque lo castigamos". De donde resulta que la filosofía moral no sería un conocimiento normativo, sino tan sólo un conocimiento de lo normativo. Como técnica o arte, habría, sin embargo, que formularse una especie de normas, cuyo valor no sería absoluto, sino únicamente relativo a los fines de la salud social; de un modo semejante a como la higiene es también preceptiva, a su modo, en lo que atañe a la salud biológica. Transgredir estas normas no sería un "inmoralidad" en el sentido absoluto del término, sino una insensatez o falta de cordura.

La tesis capital de esta teoría estriba en la negación de la moralidad misma, ya que a ello se reduce su conversión en un puro fenómeno social. Es, sin duda, posible y sumamente instructivo el conocimiento de los usos de las distintas colectividades humanas; y no puede negarse que ellos ejercen una presión sobre los individuos integrados en estas. Mas la presión que la moralidad ejerce en cada hombre es de índole muy distinta. La moralidad de un uso no coincide con la efectividad de él. Es algo esencialmente irreductible a una pura vigencia; y así puede ocurrir que un determinado uso sea, pese a su efectividad, moralmente calificable como malo en un sentido absoluto; o bien que sea moralmente laudable algo que vaya contra los usos establecidos en una determinada sociedad. Nada de ello sería posible si la conciencia representase un mero trasunto psicológico, un simple epifenómeno o reflejo de los usos sociales fácticamente dados. Y a esto hay que añadir que no todos los usos sociales se presentan como algo moralmente exigible o reprobable.

Pero el motivo más hondo de esta teoría consiste en él relativismo o escepticismo ético, paralelo, por cierto, a la negación "positivista" de la metafísica. De la misma manera que el positivismo niega la existencia de un conocimiento ontológico, reduciendo el ámbito del saber humano a los puros fenómenos, así también intenta suprimir toda noción de un bien absoluto de nuestras acciones y lo sustituye por la bondad puramente relativa, que consiste en la simple adecuación o conveniencia con los usos sociales fácticamente dados. Ello no es más que el resultado lógico de no admitir en el hombre una naturaleza o esencia subyacente a sus varios fenómenos, pues si el bien absoluto de nuestras acciones es el que estas poseen en tanto que humanas, y lo humano no es nada permanente y sustancial, no puede hablarse de una moralidad absoluta, sino de tantas moralidades como ambientes sociales y medios o circunstancias históricas se den concretamente. En último término, se trata, pues, de una aplicación de la teoría del "fenomenismo", cuyos defectos fueron oportunamente señalados.

Sin apelar a la noción de sustancia o naturaleza humana, existen, sin embargo, dos intentos de fundamentar la moralidad absoluta: el uno, previo a la deformación sociológica que ha sido expuesta, puede ser designado con el nombre de "ética formal", y es la teoría de KANT sobre el valor apriorístico de la moralidad y del deber; el otro, posterior a la mencionada deformación, es la "ética material de los valores", cuyos más destacados representantes son M. SCHELER y N. HARTMANN.

La ética formal kantiana se define a sí propia no como una física, sino como una "metafísica" de las costumbres. La moralidad no tiene un sentido empírico, sino que es esencialmente algo a priori, de índole universal y necesaria. Se presenta también con un fundamental carácter normativo, cifrado en el precepto: "Obra de forma que la máxima de tu voluntad pueda servir de norma de legislación universal." Tal es el "imperativo categórico" de la voluntad humana, en oposición a los imperativos hipotéticos, que no poseen un valor absoluto, sino condicionado por la consecución de algún fin o provecho. Esta teoría merece realmente el nombre de ética "formal", por no dar contenido a la regulación de la conducta humana. El imperativo categórico no expresa otra cosa que la índole universal y necesaria de la norma moral. Débese ello a la supresión de toda referencia a bienes y fines, por interpretarla como algo que necesariamente haría decaer a la moralidad de su valor o sentido absoluto. El comportamiento moral no debe dirigirse al logro de ningún fin o bien. Consiste en algo fundamentado en sí mismo, perfectamente autónomo y subsistente. Y es indudable que la subordinación de los actos humanos a los bienes y fines relativos destruiría la esencia misma de la moralidad, convirtiendo la ética en una mera tecnología de las operaciones necesarias para un objetivo particular. Pero no ocurre lo mismo si la moralidad está orientada hacia el Fin Ultimo y el Bien Supremo, que es justamente la Bondad absoluta, no un fin ni un bien relativos.

La ética material de los valores toma como punto de partida la crítica kantiana de las éticas de bienes y de fines, también sin distinguir entre las que proponen fines y bienes meramente relativos y las que hablan, por el contrario, de un Fin y un Bien absolutos. Discrepa, sin embargo, de la moral kantiana por el hecho de combatir su formalismo, ya que propugna la necesidad de dar un contenido a la moral. Tal contenido lo constituyen los "valores éticos", los cuales no poseen ese carácter por merecer ser universalmente cumplidos, sino que merecen ser universalmente cumplidos por tener ese carácter. Ahora bien: esta ética no quiere hacer referencia a la naturaleza humana ni a ningún fin de ella. Desdeña penetrar en el estudio especulativo (a lo sumo lo hace de índole historiográfica) de las condiciones y requisitos antropológicos de la validez y la efectividad de dichos valores; de suerte que deja a estos en un mundo ideal, espléndidamente aislado, y cuyo enlace con nuestra conducta no es posible llegar a establecer.

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Una doctrina que cabalmente mantenga el valor absoluto de la moralidad exigirá a la ética una función normativa. Esta función puede denominarse práctica, no sólo en el sentido, anteriormente expuesto, de que en algún modo hace referencia a un objeto operable (nuestras acciones libres), sino también, y muy precisamente, en tanto que, a su manera, dirige y regula a este, puesto que orienta el uso de nuestra libertad. Pero el modo de tal orientación no es, sin embargo, práctico en el sentido más completo y estricto, como lo es el de la "prudencia". La ética se refiere a la moralidad como algo que debe ser llevado a la práctica, o sea, que debe ser aplicado; y en la concepción que enlaza los valores morales con la naturaleza y las condiciones del hombre se llega a apreciar y establecer el mayor número de detalles posibles; pero es la "prudencia" quien de hecho aplica los preceptos morales a la acción que de un modo inmediato, hic et nunc, ha de ser realizada.

2. El fin último del hombre

Si no se quiere elaborar una ética utópica y deshumanizada, es necesario atender al dinamismo real de nuestra voluntad. Este dinamismo está orientado a un fin último. Todo "acto humano" es hecho por un fin, que es un cierto bien. El objeto formal de la voluntad lo constituye el bien en tanto que conveniente. Los bienes imperfectos o limitados son queridos en la misma medida en que con ellos se tiende al bien perfecto. Los bienes restringidos no son queridos por su restricción, sino por lo que tienen o participan del Bien, en cuanto conducen a él o son concebidos como partes suyas. Es, pues, y en definitiva, el Bien perfecto lo que radicalmente orienta todas y cada una de nuestras voliciones, constituyendo, así, el último fin de ellas. Por lo demás, sin un último fin no hay fines intermedios, del mismo modo que sin una causa primera no habría causas segundas. Si la voluntad humana no fuese movida por un último fin (nada importa ahora cuál sea este), no podría actuar, ya que todo fin intermediario mueve únicamente en tanto que participa de, un fin último, como la causa segunda sólo actúa en cuanto está movida por la primera causa.

Para afirmar que el hombre actúa siempre por un fin último no es, sin embargo, preciso entender que toda operación humana implique una intención "actual" de dicho fin, o sea, que siempre que se produzca un acto voluntario se esté pensando y se esté inmediatamente queriendo ese fin último. En general, se continúa obrándo por un fin cuando lo que se hace ha sido querido como una consecuencia de la volición de aquel, aunque esta primaria volición no permanezca aún como hecho actual. Si busco un libro para estudiar, el estudio persiste como fin de los actos que realizo para encontrar el libro, aunque durante ellos no oriente directamente mi pensamiento y mi volición al estudio, sino a lo que es preciso para dar con aquel. A esta otra manera de operar por un fin, sin que se dé su volición actual, se la denomina "intención virtual", porque lo que se hace es realizado por virtud de haber sido querido ese fin. Y es indudable que no siempre se da una intención actual del fin último (cualquiera sea el que cada individuo humano tenga por tal para sí); pero cuando no existe la intención actual, se da, por cierto, la virtual, ya que todo acto humano es, en cuanto humano, y como antes se ha señalado, algo que el hombre hace «por» un último fin.

Es imposible que cada hombre tenga al mismo tiempo y de una manera eficaz varios últimos fines. Ello no es más que una consecuencia de la noción del fin último. Este funciona como algo que totalmente satisface a quien tiende hacia él, es decir, como apetecido en cuanto bien enteramente perfecto, lo cual sería imposible si no fuese único, pues ello supondría que le faltaba algo. Puede ocurrir, en cambio, que un hombre tenga eficaz y habitualmente un último fin distinto al que de una manera actual. pero al mismo tiempo eficaz, se propone en un cierto momento. Tal excepción es posible como una inconsecuencia, perfectamente 'explicable" por la misma defectibilidad de la razón humana. Esta, en efecto, puede formular un juicio práctico sin atender, de hecho, al fin último que constituye el objeto de su intención habitual.

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La cuestión del último fin del hombre no es meramente empírica. No es el problema de determinar qué sea lo que cada hombre particularmente tiene por último fin de sus actividades.

En este sentido lo único que puede decirse en general es que no todos los hombres tienden habitual y eficazmente a un mismo bien como último fin. Lo que unos toman por el bien perfecto no es tenido por tal en la opinión y en la intención de otros. Y es posible, además, que uno y el mismo hombre cambie en el transcurso de su vida su idea del supremo bien, no sólo por serle infiel de un modo ocasional, sino también por un cambio completo de parecer sobre la verdadera índole del bien apto para satisfacerle plenamente. Pero el tema que ahora se trata de dilucidar es esencialmente distinto. Lo que se pregunta es esto otro: ¿Cuál es el último fin, el bien enteramente perfecto para el hombre, considerado, en general, según su naturaleza humana, y no según las particulares inclinaciones propias de cada individuo? Se plantea, pues, la cuestión de averiguar el bien proporcional a la naturaleza humana, es decir, el que corresponde o cuadra a esta pura y simplemente por el ti tulo de que ella es "naturaleza humana" y no ninguna otra especie o tipo de realidad.

Esta cuestión carece por completo de sentido dentro de la teoría "fenomenista", que niega, en general, toda sustancia o naturaleza, y más especialmente en las concepciones "historicistas". que no reconocen la existencia de una naturaleza propiamente humana, común a todos los hombres y permanente en cada uno de ellos. Los defectos de tales teorías ya han sido señalados en varias ocasiones, por lo cual no es preciso que ahora volvamos a examinarlos. Sin embargo, conviene advertir que la naturaleza humana es la de un ente que goza de libertad de arbitrio. Por consiguiente, aunque es cierto que todo ente creado tiene su último fin en Dios, que es, de un modo absoluto, el Bien Supremo, el último fin del hombre como ente libre debe serlo, sin duda, el que cuadre o corresponda a la naturaleza humana, pero constituyendo al mismo tiempo algo conocido y libremente querido por el sujeto de ella. De este modo electivo y propiamente humano, nuestro último fin habrá de presentarse como algo que "debe ser" buscado, al menos virtualmente, en todas nuestras acciones libres, no como algo que "tiene que ser", por necesidad física, la meta de ellas. Sólo si se le mira de la primera forma puede el último fin ser el objeto de una norma moral, esto es, de una ley rectora de la libertad humana, como tal libertad, y no el de una ley cumplida de un modo ciegamente necesario. De este otro tipo de norma o ley la ética no se ocupa, porque el objeto de su regulación lo constituyen los actos humanos en cuanto estos no sólo son hechos por el hombre, sino también humanamente realizados; es decir, en una palabra, nuestros actos libres. En suma: lo que la ética se pregunta aquí es cuál sea ese último fin que el hombre, en tanto que hombre, debe proponerse libremente.

Sobre el último fin así definido cabe plantear dos cuestiones. La primera de ellas concierne a la determinación del bien en que objetivamente se realice dicho último fin. Y la segunda atañe a la naturaleza de la posesión humana de ese bien, ya que, en efecto, no sólo es fin el bien que se apetece, sino el lograrlo o satisfacerse en él. De aquí la distinción entre el fin último "objetivo" y el fin último "subjetivo" de nuestros actos libres.

a) El fin último objetivo

Precisa distinguir entre los que, en principio, cabe proponer y los que de hecho han sido efectivamente propuestos. De un modo puramente sistemático, surge, en primer lugar, la distinción entre los bienes creados y el Bien increado. Los primeros se subdividen, respecto del hombre, en externos e internos; los bienes creados externos al hombre pueden ser, a su vez, corpóreos (tanto los naturales como los artificiales) o incorpóreos (el honor y la fama). Por lo que se refiere a los bienes creados internos del hombre, cabe distinguir los que lo son de su cuerpo y los que corresponden a su alma. Por último, el Bien increado no es susceptible de clasificación, por consistir en Dios mismo, Ser absolutamente único.

La historia de la ética registra, entre las principales teorías, las siguientes: PLATÓN y ARISTÓTELES coinciden en proponer a Dios como el supremo bien del hombre, aunque tienen diferencias de matiz en la manera de interpretar el fin último, subjetivamente considerado. El placer del momento es el objetivo de la ética de los "cirenaicos" (ARISTIPO), aunque la evitación del dolor les hizo gradualmente reformar su primitiva tesis, concluyendo, de hecho, en un `cierto ascetismo natural y hasta en un radical pesimismo, que concluye en la invitación al suicidio (HEGESÍAS). Los EPICÚREOS, que también cifran en el placer el fundamento de la conducta humana, terminan por supeditarlo a aquel goce que conserva la tranquilidad o indiferencia del ánimo (ataraxia), para cuya consecución proponen a veces las más altas virtudes. En esta misma dirección, esencialmente "hedonista" (ήδονή, placer) se desenvuelven las concepciones del "utilitarismo", que también someten el placer y el bienestar a un cierto cálculo (la "aritmética de los placeres", de J. BENTHAM), y hasta llegan a sacrificar el interés personal al interés social (J. STUART MILL). En oposición al hedonismo se hallan, sobre todo, los ESTOICOS, quienes entienden que la "virtud" es para el hombre el supremo bien: In virtute summa felicitas. A la posición estoica suele ser asimilada la de KANT, en atención a la teoría del "deber por el deber", profesada por el autor de la Crítica de la razón práctica. Pero es preciso observar que la concepción kantiana es opuesta a toda ética de bienes y de fines, por lo que, en rigor, carece de sentido enumerarla entre las que examinan la cuestión del último fin del hombre. Y otro tanto conviene decir con relación a la "ética material de los valores", pues aunque en ella se determina una jerarquía, se trata -según se dijo al final del epígrafe anterior de una teoría que también se desentiende de la consideración de toda suerte de fines y de bienes. De alguna manera pertenece, en cambio, al tratamiento de la cuestión que nos ocupa la teoría de NIETZSCHE, según la cual aquello a lo que deben supeditarse todos los actos humanos es la aparición de los "superhombres" (Ubermenschen), que ya serían un fin en sí mismos, y con relación a los cuales los simples hombrea no representarían más que instrumentos.

El estudio teórico de la cuestión no necesita de la crítica negativa y detallada de cada una de las doctrinas que acaban de mencionarse; ni ello sería tampoco suficiente, porque tales doctrinas no agotan todas las posibilidades. Para ir al fondo del asunto el único procedimiento estriba en la consideración de la naturaleza humana, cuyo último fin se busca. Esta naturaleza actúa como humana por las operaciones de su voluntad libre. Pero el objeto formal de nuestra voluntad no lo constituye ningún bien finito, sino la bondad en general. Por tanto, ningún bien finito es capaz de satisfacer plenamente y de aquietar por completo a nuestra voluntad. Otro bien finito podría solicitarla (por participar de alguna forma de la índole del bien), una vez poseído un bien finito determinado, por muy grande que fuese el valor de este. La infinitud del objeto formal de la voluntad humana sólo puede llenarse con un Bien Infinito, y ningún ente creado tiene este carácter. Por consiguiente, el último fin objetivo del hombre, en tanto que hombre, o sea, el bien completamente saciativo de nuestra voluntad, únicamente puede serlo Dios. Contra lo cual carece de eficacia el argumento de que el Bien Infinito no puede ser adecuado a un ser finito como lo es el hombre; pues este, aunque entitativamente limitado, es, sin embargo, intencional u objetivamente infinito, por serlo los objetos de su entendimiento y de su voluntad. La posesión de ese Bien no tiene por qué ser tan perfecta como Dios mismo. Tal posesión es divina de una manera objetiva, es ,decir, no por su forma, sino por su materia, o lo que es lo mismo, no en sí propia, sino según la índole de su objeto. De una manera formal y considerada en sí misma, está limitada por la finitud entitativa del hombre.

b) El fin último subjetivo

El fin último subjetivo del hombre, en tanto que hombre, es, pues, esa posesión del Bien Infinito en el que Dios mismo consiste. Por tratarse del Bien totalmente impletivo de nuestro ser, su obtención produce un estado humano que realmente merece el nombre de "felicidad", a la que BOECIO define: Status bonorum omnium aggregatione perfectus. SANTO TOMÁS la considera, en general, y no sólo en el caso del hombre, como el "bien perfecto de la naturaleza intelectual", por tratarse de algo que sólo conviene a los seres inteligentes, los únicos capaces de conocer y gozar el bien. Para la comprensión del verdadero sentido de la felicidad como el fin último subjetivo del hombre, es muy importante advertir ese carácter radicalmente intelectual y, por tanto, suprasensible, que la define en su mismo fundamento. Sin ello sería preciso admitir la crítica kantiana, según la cual la felicidad no es un ideal de la razón, sino tan sólo de la imaginación. Hay, en efecto, una imagen meramente empírica de la felicidad, algo así como un esquema de todo placer sensible, que cifra las apetencias de la parte más baja de nuestro ser. Pero este esquema, esencialmente hedonista, no puede responder a la naturaleza del fin último del hombre en tanto que naturaleza inteligente, abierta al mundo de lo suprasensible y de las exigencias racionales. La crítica kantiana según la cual se trata de un ideal de la imaginación es perfectamente admisible para esa felicidad empírica y puramente subjetiva, ya que cada cual la determina de una u otra manera, según sus particulares sentimientos, e incluso cambiando de opinión sobre ella, conforme estos varían.

Por otra parte, la ética kantiana ve la felicidad como un ideal egoísta, opuesto a la verdadera moralidad. Pero es necesario advertir que el egoísmo estriba formalmente en posponer el bien común al bien propio, y la felicidad de que aquí se habla es el estado que se deriva de una posesión del Bien divino, el cual, lejos de constituir un bien particular, es, por esencia, el Bien enteramente universal y común, o sea, en definitiva, algo participable por todo ser humano. El egoísmo consistiría aquí en pretender excluir a los otros de la felicidad; y la inmoralidad, precisamente en no apetecer ese estado, porque todo hombre está naturalmente obligado a llevar su ser a la máxima plenitud y perfección posible. Sólo de esta manera realiza libremente un bien querido para él por Dios. Otro ideal más "modesto" requeriría efectivamente un esfuerzo menor; pero no sería más "humano", en la acepción profundamente noble y exigente de esta palabra. Claro es que todo ello implica una concepción de la felicidad que está en el polo opuesto al de la imagen empírica y trivial con que frecuentemente se la representa. Pero esta imagen, sobre la cual recaen con justicia los ataques kantianos, no es lo que aquí se ha expuesto como expresivo del fin subjetivamente último del hombre en tanto que hombre, pues dicho fin ha sido cifrado en algo que lleva a su culminación a nuestra naturaleza intelectual.

Sobre este fin subjetivamente último del hombre cabe plantearse la cuestión de cuál sea su "esencia", entendiendo por ella la forma en que realmente se verifique como una cierta posesión de Dios. Por tratarse de aquello que perfecciona máximamente al hombre, ha de consistir, no en una potencia, sino en un acto segundo u operación, que debe ser, por cierto, la más noble o perfecta de nuestro ser. No cabe, por tanto, sino que sea un acto del entendimiento o un acto de la voluntad, puesto que no son otras las facultades superiores del hombre. Pero la voluntad tiende al bien no poseído y se goza en el ya logrado. En consecuencia, la posesión de que hablamos no puede darse, como tal posesión, más que en un acto del entendimiento, del que de una manera natural resulta el gozo o satisfacción de la voluntad en el bien ya obtenido. Y ese acto del entendimiento es la aprehensión de Dios en la medida en que ello le es posible a la naturaleza humana. Lo que ocurre es que dicha aprehensión debe ir necesariamente acompañada del amor que se goza en el Supremo Bien. De un modo puramente filosófico, no cabe hablar del último fin subjetivo del hombre, sino en cuanto este fin es algo asequible de un modo natural. La teología de la fe nos enseña que, sobrenaturalmente elevado por Dios, el hombre llega a conocer de una manera intuitiva, por así decirlo, "cara a cara" -visión "facial"-, la esencia divina. Pero de un modo puramente natural nuestro ser no es capaz más que de un conocimiento analógico de Dios, y este conocimiento sólo llega a su última perfección en el estado de separación del alma respecto del cuerpo, pues aunque sigue siendo una aprehensión analógica y no intuitiva de la esencia divina, es mucho más perfecto que el que cabe en el estado presente. En este estado -el de la unión del alma con el cuerpo-, nuestra facultad intelectiva tiene como objeto formal -como aquello que primordialmente conoce y mediante lo cual aprehende todo lo demás- las esencias abstractas de las cosas corpóreas representadas por la imaginación; mientras que en el estado de separación es una esencia espiritual lo que hace de objeto formal de nuestro conocimiento intelectivo, puesto que en ese estado el alma se capta directamente a sí misma, y mediante esta autocaptación aprehende todo lo que es capaz de conocer. Dicho brevemente: el conocimiento natural de Dios es más perfecto en el estado de separación del alma, por ser más perfecto en ese estado el medio objetivo a cuyo través se alcanza el Ser divino.

(Hay que insistir en que todo lo dicho afecta al plano de la felicidad puramente natural. La Revelación cristiana promete otra felicidad superior, que estriba en la visión intuitiva del Ser divino, y que es compatible con la posesión por el hombre de un cuerpo renovado; siendo esa visión algo que, por exceder nuestra capacidad natural, implica que el hombre ha sido objeto de una elevación enteramente gratuita por parte del Ser Supremo. Dicha visión intuitiva, aunque no proporcionada a la mera naturaleza humana ni, por tanto, exigible a ella, es, sin embargo, algo que -supuesto el estado de elevación sobrenatural puede alcanzar nuestro entendimiento, porque este es, en principio y en tanto que entendimiento, apto para captar cualquier ser.)

De todo ello resulta que la felicidad completa -incluso la puramente natural- no es asequible al hombre en la vida presente. Pero también cabe hablar de una perfección de esta vida, en un sentido incompleto o como último fin "relativo" de nuestra existencia corpórea. Este último fin es relativo en la medida en que se subordina al último fin absoluto de nuestro ser; de suerte que la perfección de nuestro estado presente consiste en tender y orientarnos a la completa felicidad de la otra vida, en disponernos a ella por el conocimiento y el amor del Bien Supremo y por la práctica de la virtud.

3. La norma de la moralidad

En un sentido muy amplio, se denomina "ley" a todo lo que regula un acto u operación sea cualquiera su especie. De esta manera, es posible hablar tanto de leyes físicas como de leyes técnicas y de leyes morales. .

Ley física es la que determina el comportamiento de un agente puramente natural; por ejemplo, la ley de la caída de los graves. La ley técnica ordena un acto humano hacia un fin restringido y no último; tal es el caso de todas las reglas de las artes. Por el contrario, la ley moral habrá de ser aquella que regule los actos humanos en tanto' que humanos, es decir, no según un valor relativo, sino según su valor absoluto, o sea, como realizados por un último fin. Tomándola en este sentido, define la ley SANTO TOMÁS como "la ordenación al bien común, hecha por la razón y promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad". Esta referencia al bien común se explica por el hecho de que el fin último, Dios, es precisamente el Bien del universo entero. Que se trata de una ordenación hecha por la razón (en el sentido de ser algo intelectualmente establecido), se prueba por ser el entendimiento lo que percibe la relación de medio a fin. No se trata, claro es, de la razón puramente especulativa, sino, por cierto, de la razón práctica, que es, en cuanto movida por la voluntad, la que impera y dirige los actos humanos. Por último, y dado precisamente el carácter humano de los agentes a los que esta ley determina, los cuales no se dirigen de una manera humana al bien común sino en tanto que reconocen dicha ley, para que puedan determinarse a sí propios según ella es necesario que la ordenación les sea notificada de algún modo, en lo que estriba de una manera esencial la promulgación. Todo ello, por lo que toca al bien común, cuya posesión es precisa para la felicidad perfecta, es hecho sólo por Dios. En lo que conviene al bien común alcanzado en la imperfecta felicidad de esta vida y en cuanto no se refiere a todo hombre, sino a un pueblo o Estado concreto, la ordenación es hecha por el jefe o "príncipe" del mismo, que ha de actuar, para que la ley tenga un valor moral, subordinadamente a Dios o a la ley divina, del mismo modo que la felicidad imperfecta tiende y se subordina a la perfecta.

De una manera esencial, la ley se encuentra en el ser que la establece y que mediante ella ordena o dirige los actos humanos. Lo que regula el dinamismo de estos hacia su fin último se halla, pues, de una manera esencial, en Dios. Como Dios no se mide por el tiempo, la ordenación divina se llama ley eterna; aunque pasivamente considerada, como algo recibido en la criatura, comienza con esta misma. De un modo participado, la ley se halla en quien por ella es regido. Si este la posee (cognoscitivamente) mediando una inclinación de su naturaleza, la ley se denomina, en este sentido, "natural"; si, por el contrario, es precisa una comunicación o promulgación especial, se denomina "ley positiva", que se subdivide en "divina" y "humana", según que su promulgador sea Dios o el hombre. No hay, sin embargo, inconveniente alguno en que la ley natural sea. también objeto de notificación positiva, para una mayor facilidad de su conocimiento. De aquí la distinción entre ley positiva per accidens y ley positiva per se. Todos los preceptos del Decálogo, con excepción del tercero, son accidentalmente positivos como ley divina. La ley humana accidentalmente positiva se suele designar con el nombre de "derecho de gentes", mientras que se llama "ley civil" a la ley humana esencialmente positiva (civil, en el sentido de que no concierne al hombre más que como ciudadano de un determinado pueblo o colectividad). Resulta así que la ley, considerada como algo participado, se divide, en conjunto, de la siguiente manera: 1.°, ley natural y ley positiva; 2 °, ley positiva divina y ley positiva humana; 3.°, la ley positiva divina se subdivide en ley divina positiva per accidens y ley divina positiva per se; 4 °, la ley positiva humana se subdivide en ley humana positiva per accidens y ley humana positiva per se, siendo esta última la ley civil. Pero teniendo en cuenta, por una parte, que la ética, como disciplina filosófica, no se puede ocupar de lo que es objeto de Revelación (tal es el caso de la ley positiva per se), y por otra, que la ley accidentalmente positiva es esencialmente natural, lo único que aquí importa lo constituyen la ley natural y la ley civil, aunque no por un título idéntico. De la ley natural interesa su misma existencia y su contenido; de la ley civil, únicamente importa, de un modo general, la cuestión de su fundamentación ética, ya que el estudio histórico y descriptivo de la multitud de leyes civiles no compete a la moral, sino a la ciencia jurídica positiva.

a) La existencia de la ley natural se prueba por el hecho de que conocemos nuestras inclinaciones naturales en el plano de la actividad propiamente humana. Ello es un dato de la experiencia; pero además es necesario que así ocurra, porque una naturaleza racional debe ser, por principio, conocedora de su propio ser y de sus mismas tendencias o inclinaciones, las cuales están en ella impresas por Dios -que es el autor de esta, como de toda naturaleza- en orden al último fin de la misma. Conocer tales inclinaciones es, por tanto, tener de una manera natural la noticia de la ordenación divina o ley eterna en cuanto directiva de nuestra naturaleza racional. Y el orden de los preceptos de esta ley puede ser conocido por el hombre siguiendo el orden de dichas inclinaciones. Cabe, en efecto, considerar al hombre según tres grados operativos, que son otros tantos tipos de inclinaciones y, por tanto, el objeto de otras tantas especies de preceptos de la ley natural. Nuestras inclinaciones naturales surgen de nuestro ser en tanto que es sustancia, en tanto que animal y en tanto que racional. Como a toda sustancia, es natural al hombre la tendencia a conservar su ser. De ahí que sea naturalmente preceptivo, primero y de una manera positiva, todo lo que concierne a la conservación de la vida humana individual (como, por ejemplo, la nutrición), y segundo, de una manera negativa, la prohibición del suicidio. En tanto que animal, le es natural al hombre la procreación y el cuidado de los hijos (más específicamente, la educación de estos); de ahí el correspondiente tipo de obligaciones morales. Por último, en tanto que ser racional, el hombre tiene una natural inclinación al conocimiento de la verdad y a la vida en sociedad organizada; de donde resultan los preceptos naturales que conciernen a la superación de la ignorancia y a evitar la ofensa de aquellos con quienes se ha de convivir.

Todos los preceptos de la ley natural fluyen de un primer precepto o principio, que es, en el orden de la razón práctica, lo que el principio de (no) contradicción en el plano de la razón especulativa. Este precepto primario es el que suele enunciarse en la fórmula Bonum est faciendum, malum vitandum, donde se entiende por bien lo que conviene o cuadra a la inclinación natural, y por mal lo que es disconveniente o perjudicial a ella en tanto que orientada al último fin del hombre. El concepto del bien es, en el orden práctico, lo que el del ente en el orden especulativo. Y así como hay un hábito de los primeros principios especulativos denominado "inteligencia", también existe un hábito de los primeros principios prácticos, al que se llama sindéresis. La diferencia entre la ley natural y la sindéresis consiste en que la primera es acto cognoscitivo e imperativo de lo conveniente según nuestra inclinación natural al fin último, mientras que la sindéresis es, como ya se ha dicho, hábito y no acto. También precisa distinguir la ley natural y la "conciencia moral". La segunda aplica la primera al caso particular y concreto, pero de un modo especulativo, por oposición a la "prudencia", que lo hace extrayendo un último juicio práctico.

b) La ley civil procede de la necesidad de organizar la sociedad, en la que el hombre tiene que vivir, puesto que a ello está destinado por virtud de la ley natural misma. Es, pues, la ley natural la que prescribe que ha de haber ley civil, y exige que esta sirva al bien común; pero, si se exceptúa dicha exigencia, la ley natural no determina el modo de la ley civil, sino que, inversamente, es la segunda una determinación o concreción, libremente hecho por el hombre, de la exigencia de organizar la sociedad, preceptuada por la primera. Separar las dos leyes, la natural y la civil, como si únicamente la primera concerniese a la ética, mientras que la segunda hubiera de corresponder a una simple política de hechos, es una forma de "positivismo" de la vida civil, inadmisible por ser esta vida una "exigencia natural" del hombre. La ley natural exige la existencia de esa sociedad, la de una ley de ella y la de su servicio u ordenación al bien común. No determina cuál sea esa ley, pero prescribe que no se oponga a este, sino que se subordine a él. Por consiguiente, es moralmente ilícito el dar y el obedecer la ley civil que ordena el mal.

Hay una gran diversidad de teorías en torno a la cuestión de la norma suprema o regla última de la moralidad. Una división frecuentemente aceptada es la que distingue, primero, entre las teorías que sustentan una norma "subjetiva" y las que proponen una norma "objetiva". En el primer caso se hallan las doctrinas que hablan de una facultad moral, interpretada como un cierto "sentido" (HUTCHESON), o un "gusto" (HERBART), O bien como la "razón práctica", entendida como algo absolutamente autónomo, independiente de toda ley que no sea la que ella se da a sí misma (KANT).

Las teorías que proponen una norma objetiva se subdividen -a la luz de la metafísica- en otros dos grupos, según que, respectivamente, dicha norma sea "creada" o "increada". Dentro del primer grupo se distingue, a su vez, entre las que admiten una norma "extrínseca" y las que proponen una "intrínseca". Son defensores de la primera los que mantienen como norma suprema de la moralidad a la ley civil y la costumbre (HOBBES, J. J. ROUSSEAU). En cambio, propugnan una norma intrínseca todos los "utilitaristas" en la medida en que determinan la moralidad de los actos humanos por su intrínseca utilidad para el logro de algún bien finito. El utilitarismo -tomado en este sentido amplísimo en que ahora lo empleamos - se divide en "negativo" y "positivo", según que mantenga como norma suprema de la moralidad la utilidad para disminuir el dolor ("pesimistas" SCHOPENHAUER, E. DE HARTMANN), o la que se orienta a alcanzar algún bien. Este segundo tipo de utilitarismo puede ser "privado" o "social". El utilitarismo privado pone la norma de la moralidad en la utilidad para el placer o la perfección individual (ARISTIPO, EPICURO, SPINOZA, WOLFF). El utilitarismo social, en cambio, fija aquella norma en la utilidad para la felicidad pública (A. COMTE, J. S. MILL) o para el progreso de la sociedad (WUNDT, SPENCER).

- También hay diferencias en la doctrina de los que mantienen una norma increada de la moralidad como regla suprema de esta. La "esencia" divina, considerada independientemente de la ley eterna, es la norma suprema que proponen SCOTO y SUÁREZ. Hay también quienes consideran que dicha norma no es otra cosa que la ley divina positiva (OCCAM, DESCARTES). Por último, la mayoría de los TOMISTAS se deciden por la ley divina eterna.

El último fin del hombre es lo que orienta de una manera absoluta el dinamismo de la vida moral, según se señaló en el anterior epígrafe. Por su relación al último fin, los actos huma nos tienen su valor moral, a diferencia de lo que acontece con la ordenación de estos mismos actos a fines restringidos y no últimos, la cual sólo les confiere un valor simplemente técnico. Es, pues, el último fin del hombre aquello que en definitiva mide y regula de una manera moral las acciones humana. Pero ese último fin, supremo rector u ordenador moral de nuestras acciones libres, es Dios mismo, a quien todo ente está esencialmente dirigido según su modo y naturaleza propia. La "suavidad" de la Providencia divina permite que el Ser Supremo ordene a Sí todos los entes, respetando, a su vez, los caracteres peculiares de ellos. Ahora bien: la Providencia, como ya en su momento se aclaró, supone la ley. Por consiguiente, no es la esencia divina, considerada de una manera abstracta, lo que hace de regla suprema de la moralidad, sino que esta regla es la misma ley eterna, por la que Dios ordena de un modo universal y connatural el orbe entero de las acciones morales en tanto que morales.

De ello se desprende que la regla próxima de la moralidad debe serlo una participación humana de la ley eterna. El acto humano, considerado como humano, sólo puede regularse mediante el conocimiento, es decir, por un dictamen de la razón práctica, en el cual el conocimiento de la ley eterna, expreso en la ley natural o positiva, es aplicado a un caso concreto, de tal manera, que el propio dictamen es la conclusión de un silogismo cuyas premisas son, respectivamente, un precepto general y el juicio que formula la condición moral de dicho acto. Señalar la manera y los elementos según los cuales ha de realizarse la determinación de esa condición moral es precisamente el cometido del epígrafe que sigue.

4. La especificación moral

Todo acto (acción) se especifica por su "objeto", de la misma manera que todo movimiento por su término. Es objeto de un acto lo que por él se alcanza, y como el acto mismo se halla naturalmente ordenado a su objeto, este le determina y especifica, o lo que es igual, le hace diferir esencialmente de cualquier otro acto que tenga por objeto algo distinto. El oír y el pintar coinciden en ser actos, pero difieren por sus objetos correspondientes, aun cuando fuesen ejecutados por un mismo sujeto. E inversamente: los actos ejecutados, de un modo respectivo, por sujetos distintos son, sin embargo, esencialmente idénticos si es el mismo su objeto. En general, hay que distinguir entre el objeto "primario" y el "secundario" de un acto. Por objeto primario se entiende lo que de una manera inmediata es alcanzado, es decir, aquello que por el acto es conseguido sin intermedio alguno. Es, en cambio, objeto secundario todo lo que por el acto se alcanza mediante el objeto primario. De aquí la necesidad de distinguir una doble especificación del acto: primaria y secundaria, en tanto que, respectivamente, determinada por uno u otro objeto.

Estos principios deben ser aplicados a la especificación moral dé los actos humanos. Pero es preciso observar que tal especificación es la que conviene a dichos actos precisamente como actos humanos y no bajo cualquier otro aspecto. Lo que equivale a decir que los actos humanos se determinan o especifican moralmente por el valor moral de sus objetos, no por cualquier otro título que estos puedan tener. Ello implica que el objeto de la acción esté considerado, no de una manera independiente respecto de la norma de la moralidad, sino precisamente como conforme o disconforme con ella, es decir, como materia de calificación ética. En este' sentido se le denomina "objeto moral", prescindiendo de sus demás aspectos o dimensiones. En consecuencia, lo que no sea calificable moralmente no puede tampoco especificar el valor moral de una acción humana, ni siquiera como objeto secundario de ella. El. objeto moral de la acción humana -tanto el primario como el secundario- es algo medido por la regla de la moralidad; de lo contrario, no podría especificar moralmente a la acción. Si se conforma a esa regla, la acción humana se especifica como moralmente buena, y si es disconforme, la acción se especifica como moralmente mala. (Esta conformidad o disconformidad del objeto es conocida por el entendimiento aplicando las normas generales al caso particular.)

Al objeto primario de la acción humana se le denomina también"sustancia" de ella, dándose el nombre de "circunstancia" a cuanto constituye su objeto secundario. Después de lo dicho se comprende que estas circunstancias no lo pueden ser en un sentido físico, sino en una acepción moral, en cuanto conocidas por el sujeto de la acción humana como influyentes .en la conformidad o disconformidad del objeto de ella con la norma de la moralidad. La más importante de estas circunstancias (de las que suelen enumerarse siete, las contenidas en este versículo

quis, quid, ubi, quibus auxiliis, cur, quomodo, quando) es el fin, en el sentido de "fin del operante", no en el de "fin de la obra". El fin de la obra es el objeto primario de ella, que también se designa simplemente con el nombre de "objeto", de tal manera, que cuando no se determina explícitamente si se trata del primario o del secundario, hay que sobre entender que nos referimos a aquel y no a este. A primera vista, puede parecer contradictoria la estimación del fin del operante como una circunstancia u objeto secundario de la acción. No cabe duda de que es el fin lo que determina al agente a poner esta en práctica; pero si es un objeto secundario no puede especificar al acto humano más que de una manera secundaria también. ¿No hay, pues, en ello una contradicción?

Ante todo, es necesario aclarar en qué sentido el fin del operante es una circunstancia de la acción. El hecho de que una misma acción pueda obedecer a muy distintos móviles prueba, justamente, que el fin del operante no forma parte de la misma sustancia o esencia de ella. En esto, y no en ninguna otra cosa, consiste la índole circunstancial de dicho fin respecto de la acción. La limosna, de suyo, no está ordenada a la vanagloria que tal vez busque en ella el que la da. El estar dirigida a la ostentación es algo que le puede acontecer, pero no es un ingrediente suyo, no es lo que la hace ser limosna. Por tanto, no puede determinarla moralmente de una manera abstracta, sino sólo de un modo concreto y particular en el caso preciso de que exista ese fin subjetivo. Pero lo mismo ocurre si el fin del operante es moralmente bueno. Tampoco es este fin una parte integrante de la acción, sino sólo la causa de que esta sea hecha por su sujeto. Por consiguiente, no puede determinarla de un modo abstracto, sino de una manera concreta y particular, como una acción singular hecha por un determinado sujeto.

De todo lo cual resulta que el fin del operante no puede cambiar la moralidad sustancial de la acción, sino su moralidad concreta. El fin del operante determina a la acción, en tanto que a esta le acontece orientarse, no de suyo, sino por su sujeto, a una u otra cosa. Pero es preciso, para calificar una determinada acción, tener en cuenta, ante todo, su moralidad esencial, la que le convenga considerada de suyo y de una manera abstracta.

De lo contrario, sería imposible admitir que el fin (del operante) justifica los medios (la acción es un cierto medio considerada en relación con el logro de la finalidad que se persigue). Y no cabría distinguir entre los que son lícitos y los que no lo son. Para que el fin justifique los medios y para que la acción humana se especifique moralmente por él, es necesario que la sustancia o esencia de la acción no pueda calificarse de una manera moral ni como buena ni como mala, sino tan sólo como indiferente. Pero no es cierto que toda acción humana, considerada de una manera abstracta o sustancial, sea indiferente desde el punto de vista ético. Las hay que de suyo -cualquiera sea el móvil que impulsa a su operante- son antinaturales, opuestas, por lo mismo, a la consecución del verdadero último fin del hombre.

Así como la acción abstractamente buena es, sin embargo, concretamente mala en la voluntad de su sujeto si este la quiere con un fin malo, también el fin abstractamente bueno está, no obstante, concretamente viciado en la voluntad del sujeto si él lo quiere en tanto que obtenido mediante una acción mala. Ni la acción ni el fin abstractamente buenos dejan de ser tales, en ese sentido, por el hecho de unirse, respectivamente, a un fin o a una acción malos también de un modo abstracto. Pero en concreto -que es, por cierto, la forma en que acciones y fines atañen a la voluntad-, la acción movida por un fin malo es mala, y el fin querido como el efecto de una acción mala es malo. Bonum ex integra causa, malum ex quoqumque deffectu. La acción moralmente buena es la que se conforma a la regla moral, tanto según su objeto primario como según su objeto secundario; es decir, no sólo de una manera abstracta, sino también de un modo concreto, determinado por las circunstancias y, entre ellas, por el fin del operante. De ahí que para calificar moralmente una acción humana sea necesario tener en cuenta todos estos factores que concurren a su entidad concreta y singular, aunque únicamente en la medida en que son regulables por la norma ética, no en los demás aspectos e dimensiones naturalmente exentos de significación moral. Por lo que toca más especialmente a las circunstancias distintas del fin mismo (las otras seis expuestas en el versículo consignado), es necesario advertir que sólo las gravemente malas pueden anular el valor positivo de una acción buena por su sustancia y por el fin mismo de su operante.

***

Se ha dicho antes que no todas las acciones humanas son abstractamente indiferentes. Pero cabe también preguntarse si, en realidad, puede haber acciones humanas que, en el plano moral, sean indiferentes en algún sentido. Por supuesto, sólo se trata aquí de las acciones humanas como distintas de las simples acciones "del hombre", o sea, que lo que se pregunta es si pueden ser moralmente indiferentes, en algún sentido, las acciones humanas, las que son realizadas de un modo deliberado. Las otras están fuera de cuestión, porque no procediendo de la libertad libre, no pueden ser objeto de regulación moral.

Como antes se ha expuesto, las acciones humanas pueden considerarse en una de estas dos formas: de una manera específica o de un modo concreto y singular. La cuestión planteada comprende, por tanto, dos preguntas: 1.ª, la de si puede haber actos humanos cuya especie o sustancia sea moralmente indiferente; 2ª, la de si puede haber actos humanos que sean moralmente indiferentes en tanto que singulares y concretos. Por lo que toca a la primera de estas cuestiones, la existencia de actos indiferentes según su especie o sustancia se prueba por el hecho de que no todo objeto primario de una acción humana es, como tal, conforme o disconforme con la regla moral. El pasear, el sentarse, el estudiar, etc., no son de suyo ni moralmente buenos ni moralmente malos. Ahora bien: importa deshacer un cierto equívoco que puede falsear la afirmación según la, cual estos actos son específicamente indiferentes en el plano moral. Decir que un acto es específicamente indiferente en dicho plano puede significar una de estas dos cosas: o que es moralmente indiferente la especie de este acto, o que el acto mismo es moralmente indiferente como consecuencia de una exigencia específica, de tal manera que esta le impida tener algún otro factor que pueda diferenciarlo en el plano moral. En el primer caso, la sustancia o especie del acto es indiferente moralmente, pero admite el estar acompañada de algo que determine el acto en ese plano, mientras que, en cambio, en el segundo caso no sólo no determinaría al acto en un sentido ético, sino que también impediría que se pudiera dar tal determinación. Por tratarse de distintas acepciones, la afirmación de que hay actos humanos indiferentes de una manera específica, en el primer sentido, no obliga a admitir que esos mismos actos sean también indiferentes en el otro. De un modo análogo, el afirmar que el hombre no es, específicamente, ni varón ni hembra, tampoco obliga a admitir que, por una exigencia de su ser específico, el hombre no pueda estar diferenciado de una u otra manera.

La existencia de acciones humanas cuya especie o sustancia es indiferente en el plano moral no decide, por tanto, la cuestión de si esas mismas acciones puedan ser moralmente indiferentes en tanto que simulares y concretas. Para que esto último ocurriera, sería preciso que dichos actos no poseyesen ningún otro elemento o factor que moralmente les diferenciara. Mas esto es imposible, porque todo acto humano -adviértase, una vez más, que no se trata de las simples acciones del hombre, sino de las que son deliberadas- es puesto, si no de una manera actual, al menos virtualmente, por un último fin, y si este es el verdadero último fin del hombre, la acción es moralmente buena, y en el caso contrario, moralmente mala. Ni cabe una tercera posibilidad, porque entre identificarse o no identificarse un último fin con el verdadero fin último del hombre no existe término medio. Concretamente: o la acción humana está ordenada -si no de un modo actual, por lo menos de una manera virtual- al Ser divino, o está ordenada a un ente creado.

BIOGRAFÍA CAP. XXI

ARISTÓTELES : Eth., Nic., I, III, V y X; POlit., III, SÉNECA De vita beata, I ; SAN AGUSTfN : De beata vita, IV; BoEcio : De consoi. philos., III, prosa 2 ; SANTO TOMÁS : In Eth., 1, lect. 1-2 ; Sum. Theol., I-II, q. 1-21, 90-97 ; SCOTO : Op. oxon., I Dist., 3 q., 4 ; SUÁREZ: Disput. met., disp., 7 ; De legibus, I ; SPINOZA : Ethica, IV; KANT : Crítica de la razón práctica, 1.1 p., lib. 1; Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cap. III; HEGEL: Phi!osophie des Geistes, par. 537; E. DURKHEIM: Les régles de la méthode sociologique, caps. II y IV; LEVY-BRUHL : La Morale et la Science des Moeurs, I ; M. SCHELER : Etica (título de la traducción citada), 1." p., sec. 1.'; N. HARTMANN: Ethik, I Teil. M. BLONDEL : L'Action; V. CATHREIN : Philosophia moralis, Moralphilosophie; DABIN: Philosophie de 1'ordre juridique positif; O. DITTRICH: Geschichte der Ethik; E. GALÁN: lus naturae; E. GIL SON: St. Thomas d'Aquin (Les moralistes chrétiens); GUTBERLET: Ethik und Religion; TODL: Geschichte der Ethik in der neueren Philosophie; TH. LITT: La Etica moderna (versión castellana en "Rev. de Occid."); O. LOTTIN: Principes de moralité; A. ÑIARC: La dialectique de l'agir; J. MARITAIN : La philosophie chrétienne; MING.- Data of Ethics; POTTERS : Philosophia moralis; PRADINES Critique des conditions de 1'action; S. M. RAMfREZ: De hominis beatitudine; H. ROMMEN : Le droit naturel. Histoire. Doctrine; SERTILLANGES : La philosophie morale de St. Thomas d'Aquin; SIDGWICK: Outlines of the History of Ethics; Y. SIMON : Critique de la connaissance morale; SOLOVIEV: La justification du bien; TONGIORGI: Philosophia moralis; A. VALENSIN: Traité de droit naturel; H. WENKE: Hegels Theorie des objektiven Geistes; C. WERNER: Grundriss der Geschichte der Moralphilosophie; WILLMANV : Ethik.