CAPÍTULO XX

NATURALEZA Y ATRIBUTOS DE DIOS


1 "Esencia física" y "esencia metafísica" de Dios

Cada una de las pruebas de la existencia de Dios nos ofrece un aspecto o formalidad del Ser Supremo como causa de los demás seres. De este modo sé llega no sólo a demostrar la existencia del ente incausado, sino también a alcanzar algo de su esencia -tomando la palabra en su más amplia acepción-. Las conclusiones de las cinco "vías" son, de hecho, el principio de nuestro conocimiento de Dios, en la medida en que este conocimiento es naturalmente asequible a la razón humana. No se puede, en efecto, prescindir de la condición de tal medida, pues aunque el Ser divino es, de suyo y por sí, el más inteligible de los entes, ello no significa, sin embargo, que sea el ente más inteligible para el hombre.

El Ser incausado no es susceptible de limitación; por lo mismo, tampoco de recepción por un sujeto o causa material. Trátase, pues, del ser que más exige ser inmaterialmente poseído: lo que equivale a decir que constituye la realidad más cognoscible, ya que la índole del conocimiento estriba justamente en ser una posesión material. Pero la entidad más cognoscible sólo es objeto de conocimiento adecuado por la realidad más cognoscente, o sea, por la más inmaterial, pues mientras más material es un sujeto, menos capacidad posee de ser intencionalmente informado.

La inmaterialidad del Ser divino es una luz demasiado fuerte para el entendimiento humano. Pero ello únicamente impide que podamos captarla en todo su esplendor y de una manera directa; lo cual no significa, como pretende el "agnosticismo", que sea imposible todo conocimiento humano de la entidad divina. Entre la aprehensión total del Ser Supremo y la falta completa de todo conocimiento del mismo, cabe para el hombre una tercera posibilidad, que es la de captar analógicamente la entidad divina en tanto que manifiesta y como reflejada en las criaturas. Invisibilia Dei, per ea quae facta sunt, intellecta, conspiciuntur. La luz que ciega la vista puede ser, sin embargo, mirada en algún cuerpo que la refleje. Claro es que la absoluta perfección del Ser divino excede infinitamente a todo lo que sea reflejo y participación suyos. De ahí que para evitar el "antropomorfismo teológico" -la reducción de Dios a conceptos puramente humanos, como lo son todos los que se refieren a perfecciones causadas- haya que utilizar un doble correctivo: el de la "negación" y el de la "eminencia". Por virtud del primero, se excluyen del Ser divino todas las perfecciones que esencialmente implican alguna imperfección ("perfecciones mixtas"), que son aquellas en cuyo concepto se hace referencia a algo material o potencial, como es, por ejemplo, el caso, incluso de las perfecciones que constituyen el conocimiento y el apetito sensibles; puesto que toda perfección limitada o recibida por un sujeto potencial es, por lo mismo, causada, y en Dios nada puede haber que sea causado o producido por otro. Lo que de positivo haya en esas perfecciones puede también atribuirse a Dios; pero como en sí mismas, de una manera formal, son mixtas de imperfección, no pueden hallarse en Dios sino de una manera "virtual", es decir, siendo en El la capacidad -virtud activa- de realizar lo mismo que realizan los seres que las tienen, mas sin que tal poder esté afectado por las deficiencias o limitaciones propias de dichos entes. Y por lo que atañe a las perfecciones que no incluyen de suyo ninguna imperfección (perfectiones simpliciter simplices, esto es, absolutamente simples, puras), el método de la "eminencia" consiste en atribuirlas a Dios en un grado absoluto, como libres del modo deficiente según el cual existen en todo ser finito.

Valiéndonos, por tanto, del doble correctivo mencionado, se hace posible afirmar que el Ser divino es aquel en el que se dan cita todas las perfecciones, sin mezcla alguna de imperfección. Esto es lo que el tecnicismo de la Escuela señala al establecer que la "esencia física" de Dios -o sea, el "haber" divino, todo lo que realmente hay en el Ser Supremo- está constituida por la totalidad de las perfecciones en un grado infinito; lo que equivale a decir que en Dios existen todas las perfecciones totalmente. En ello estriba, por cierto, la Infinitud de Dios. Al Ser que es por sí mismo, y gracias al cual todos los demás seres son, no puede faltarle nada que sea de suyo una perfección verdadera y auténtica; como tampoco puede haber en El ninguna deficiencia -ni accidental ni esencial- que limite o restrinja tales perfecciones. Todo acto, en efecto, se limita de una doble manera: por parte del agente y por parte del recipiente. Por ú mismo ningún acto es limitado, puesto que habría de ser, contradictoriamente, la razón de su ser y la de su negación o no-ser. \o cabe, pues, sino que sea limitado por lo que lo da o por lo que lo recibe. Ninguna de estas cosas es posible para el acto que es el Ser divino, porque este ni es causado ni es recibido. En consecuencia, Dios, el Ser por sí, tiene que ser Infinito, para lo cual es preciso que todas las perfecciones se den en él sin limitación de especie alguna.

La infinitud de este ser exige, sin embargo, su simplicidad absoluta. Si cada una de las perfecciones divinas se comportase como una parte, Dios sería un conjunto, en el que cada miembro estaría limitado por los demás, comportándose así como algo potencial respecto de ellos y del mismo todo, y siendo este también, en consecuencia, algo potencial y limitado. Por lo demás. todo compuesto requiere una causa (omne compositum causara habet), pues "las cosas que de suyo son diversas no se conjuntan sino por algo que las unifica". El Ser incausado e infinito no puede, en conclusión, sino ser simple. No es el sistema o constelación de todas las perfecciones en grado infinito, sino la simplicísima y absolutamente indivisible unidad de todas ellas, precisamente por ser infinitas y por no ser finito el Ser en que se dan. Pero esto implica que cada una de las perfecciones divinas sea realmente idéntica a las "otras". No puede haber entre ellas una distinción real, porque en tal caso Dios sería un compuesto. Sólo cabe, por tanto, que su distinción sea de mera razón, o lo que es lo mismo, ocasionada por nuestro imperfecto modo de concebir. (Para el entendimiento divino tales perfecciones se presentan en un solo concepto.)

Con todo, la mera distinción de razón que media entre las perfecciones divinas (tal como el hombre las aprehende) tiene también un fundamento en la realidad del Ser infinito. Este fundamento es justamente la infinitud o plenitud de perfección de Dios. su propia inmensidad entitativa, que hace que toda captación humana de El sea necesariamente imperfecta y limitada. Los aspectos que Dios nos ofrece difieren entre sí con una distinción de razón que ya no es la puramente subjetiva, dada, por ejemplo, entre el sujeto y el predicado de la proposición tautológica "el punto es el punto". La distinción entre los extremos de este juicio no tiene ningún fundamento en el punto mismo, mientras que la existente entre nuestro concepto de la Bondad divina y nuestra idea de la justicia de Dios está basada en la infinita perfección del Ser Supremo, al que nuestro entendimiento es incapaz de captar con una sola idea. En general, la distinción de razón fundamentada en la misma cosa a la que se atribuye una pluralidad de conceptos se denomina "distinción virtual", pues aunque dicha cosa sea realmente una, tiene, sin embargo, la virtud o poder suficiente para que el entendimiento humano se vea obligado a desgranarla lógicamente en una serie de ideas: de un modo semejante a como el prisma descompone la luz en una gama o repertorio de colores.

También existe una distinción virtual entre los varios "grados metafísicos" o predicados esenciales que convienen a un mismo ser finito. Así, entre el concepto objetivo de "cuerpo" y el concepto objetivo de "sustancia" que convienen a este mismo papel, no hay una distinción real ni tampoco una distinción de razón sin fundamento alguno en la realidad del papel, sino una distinción de razón en él fundamentada, o sea, una distinción virtual, ya que el papel posee una entidad capaz de ser lógicamente captada en tanto que cuerpo y en tanto que sustancia. De estos dos predicados, el primero supone al segundo, pero no es cierto lo inverso. La idea de sustancia no incluye en acto la idea de cuerpo; se comporta respecto de ella como la potencia con relación al acto. Pero esto es imposible en el caso de las varias perfecciones con que, según nuestro modo de concebir, cabe representarse al Ser divino. Ninguna de las perfecciones de Dios se comporta realmente como algo potencial. En consecuencia, importa distinguir dos especies o tipos de distinción virtual: una, en la que los miembros no se incluyen en acto mutuamente, y otra, en la que se da, por el contrario, esa mutua inclusión. Para la primera se utiliza el término "distinción virtual mayor", denominándose "distinción virtual menor" a la segunda. Tanto en la una como en la otra los miembros son entre sí realmente idénticos. El papel-cuerpo es el mismo papel-sustancia. Pero en la distinción virtual menor los miembros se incluyen mutuamente en acto, cosa que no acontece al predicado "sustancia" con el predicado "cuerpo", ni a ningún género respecto de su especie.

Dada su mutua inclusión actual, los miembros de la distinción virtual menor sólo se diferencian como lo implícito y lo explícito. Cada una de las perfecciones divinas contiene en acto, de una manera implícita, a todas las demás; pero explícitamente sólo manifiesta uno de los aspectos del Ser Supremo. Es lo mismo que ocurre entre las "propiedades" del ente. Ninguno de los conceptos que manifiestan estas propiedades deja de incluir en acto a todos los demás; pero cada uno de ellos, aunque implícitamente envuelve a los otros, no manifiesta, de una manera explícita, sino un aspecto del ente, una sola modalidad trascendental del mismo. Así, por ejemplo, lo bueno y lo uno no solamente son idénticos en la realidad, sino que también como conceptos se incluyen en acto mutuante, mas no de un modo explícito (no es exactamente lo mismo pensar "lo uno" que pensar "lo bueno"), sino de una manera implícita. Y por lo que atañe a nuestro asunto, es preciso decir que cualquier otro tipo de distinción entre las perfecciones divinas repugnaría a la simplicidad del Ser Infinito, ya que la misma distinción virtual mayor, que es la más próxima a la que se da entre lo implícito y lo explícito, supone una potencialidad que necesariamente lleva consigo limitación.

***

Admitida la distinción virtual menor entre las perfecciones divinas, debe plantearse la cuestión de cuál de ellas sea la que en el orden lógico de nuestro modo de concebir se comporte como el "constitutivo formal" o "esencia metafísica" de Dios. Con este nombre se significa, en general lo que primariamente constituye a una cosa, siendo su distintivo primordial respecto de todos los demás seres y la raíz de las otras propiedades o perfecciones de ella. Mientras la esencia física comprende conjuntamente todo lo que hay en un ser -todo su haber-, la esencia metafísica o constitutivo formal es solamente lo radical y primario, aquello que se comporta en cada cosa como su titulo entitativo primero y, por lo mismo, fundamental respecto a todo lo que ella sea.

Sin la determinación de la esencia metafísica de Dios, no nos es posible organizar de una manera científica nuestro conocimiento natural del mismo. El conocimiento riguroso debe ser capaz de derivar las propiedades o perfecciones de un ser, a partir de aquello en que -al menos en nuestro modo de concebir- se fundamentan o apoyan. Es cierto que en el caso de la entidad divina toda perfección se identifica real y actualmente a las demás; pero lo que se intenta es ordenar de una manera lógica nuestro conocimiento de ella, partiendo, así, de aquel título que, a diferencia de los restantes, sea el primero según la jerarquía que su distinción virtual menor haga posible. Tal intento está fuera de las pretensiones de toda concepción nominalista, la cual jamás concede a los conceptos otra categoría que la de una simple suma o colección (de todas las cosas de un determinado tipo, si se trata de un concepto universal; o de todas las notas y características de un mismo individuo, si el concepto en cuestión sólo se refiere a uno). Pero aun sin insistir en otros argumentos contra el nominalismo, tales como los que en la Lógica se exponen puede bastar aquí la consideración de que la unidad es una propiedad trascendental del ente y que, por ende, las esencias de las cosas son radicalmente unitarias, no meros conjuntos o agregados; de suerte que conocemos lo que las cosas son en la medida en que captamos, de algún modo, su respectiva unidad esencial, que es, en cuanto tal, indisoluble. Ese "centro" entrañable de las cosas, que es como su núcleo metafísico, se complementa o expansiona, sin duda, con las propiedades y demás determinaciones; pero no puede reducirse a ellas, de la misma manera que la sustancia no es el simple conjunto de los accidentes que la modifican o afectan.

Cabe, pues, plantear la cuestión de la esencia metafísica de Dios en estos términos: ¿cuál es la perfección que radicalmente constituye y distingue la entidad divina, fundamentando -en nuestro modo de concebir, aunque con base en esta entidad todas las perfecciones que componen el resto de su esencia física? La respuesta de SCOTO pone el constitutivo formal del Ser divino en la "infinitud radical", por la que entiende precisamente aquella infinitud que es previa a cualquier otro atributo divino y raíz, por lo mismo, de la infinitud propia de todas las perfecciones del Supremo Ser. La fundamental infinitud divina es así, en la concepción escotista, lo que hace que sean infinitas todas las perfecciones que convienen a Dios. No se trataría, pues, de que Este fuese infinito por ser infinitas todas sus perfecciones, sino exactamente al contrario: todas sus perfecciones tienen que ser infinitas, por ser Dios mismo, esencial y radicalmente, el Ser infinito. El principal reparo que cabe poner a esta teoría es que la infinitud, lejos de ser raíz de las perfecciones divinas, es algo que se deriva -como ya se observó anteriormente- del "ser-por-si", propio de la entidad incausada. Dado que esta es el Ser por sí, no puede limitarse en modo alguno, ni por un sujeto recipiente ni por una causa productiva.

La mayoría de los filósofos de la Escuela estiman que el "ser-por-sí" es el constitutivo formal o esencia metafísica de Dios; para lo cual suelen ampararse en la interpretación de un texto de SANTO TOMÁS, en el que se afirma que el nombre que mejor conviene a Dios es aquel que le llama "el que es", con lo que se expresa que no "tiene" el ser causado por otro, sino que "es" el ser por sí, el ser subsistente, razón de ser, de sí mismo. Todo lo demás que también puede decirse de Dios constituye, en efecto, una especie de consecuencia lógica de eso que la Escuela denomina "aseidad" (esse a se), respecto de lo cual todas las perfecciones divinas, aunque realmente idénticas a esta misma, se comportan, en nuestro modo de concebir, a la manera de contracciones o determinaciones. Así, la Bondad divina expresa a Dios de un modo más determinado que el ser-por-sí; de la misma manera que el bien añade al ser -no de un modo real, sino puramente lógico- la connotación de la apetibilidad. Lo mismo ocurre con las demás propiedades del ente, realizadas en Dios en un grado infinito, y en general con cuanto sea una perfección divina, pues todo lo real supone el ser, y este es lo más universal que cabe concebir.

Sin embargo, algunos seguidores del pensamiento tomista, distinguiendo entre "esencia" (como lo entitativamente primero) y "naturaleza" (como lo primordial en el orden operativo), afirman que, si bien desde el primer punto de vista el constitutivo formal de Dios es la aseidad o el ser-por-sí, desde el segundo, en cambio, es el entender lo que radicalmente le define. Entre los partidarios de esta concepción se encuentra JUAN DE SANTO TOMÁS, quien, como todos ellos, sólo distingue aquí entre esencia y naturaleza con una distinción puramente lógica, sin fundamento intrínseco en la realidad. A diferencia de los que afirman que la naturaleza divina estriba precisamente en el "entender radical" (o sea en la sustancia o en la potencia inteligente), sostiene que el entender de que se trata es enteramente actual, puesto que en Dios no puede haber distinción entre acto primero y acto segundo. Esta opinión coincide con la de ARISTÓTELES, quien define a Dios: ή νόησίς νόήσεως νόγσίς; el entender que se entiende a sí mismo, la intelección subsistente, aquella en la que no hay diferencia entre el sujeto, el objeto y la operación misma intelectiva. El Ser enteramente inmaterial sólo puede, en efecto, ser poseído cognoscitivamente, y su acto de conocer no puede estar limitado por un sujeto ni por un objeto que sean distintos de él.

En cualquier caso, y prescindiendo del valor que se dé a la distinción "esencia-naturaleza" en el Ser divino, la intelección subsistente se identifica no sólo de un modo real, sino también de una manera formal, con el ser-por-sí, ya que este es un ser enteramente inmaterial, o sea, no recibido en ningún sujeto, lo cual es lo mismo que decir que constituye un entender subsistente, pues lo que es más inmaterial es lo que más . entiende, y el máximo entender no puede ser recibido o limitado por un sujeto distinto de la operación misma. Tal es la equilibrada opinión de la escuela benedictina de SALZBURG, representada en nuestro siglo por .T. GREDT.

2. Los atributos entitativos

Denomínanse, en un sentido estricto, "atributos divinos" todas las perfecciones de la esencia física de Dios que se fundamentan o derivan lógicamente de la esencia metafísica del mismo; es decir, todas las perfecciones divinas que no se identifican formalmente -en nuestro modo de concebir- con esa misma esencia metafísica. Para ordenar y esquematizar de algún modo nuestro conocimiento de ellos, puede dividírselos en entitativos y operativos, según que se considere a Dios, respectivamente, o como esencia o como naturaleza. Esta distinción se fundamenta de una manera puramente intrínseca, en el sentido de que no está basada en la propia entidad del Ser divino, sino en los seres que son causados por El, en cada uno de los cuales cabe efectivamente distinguir entre el orden constitutivo y el operativo a dinámico. Trátase, pues, de una distinción de razón sin fundamento en Dios, pero con fundamento en los seres causados, y que, por tanto, únicamente a título de algo determinado por nuestro modo imperfecto de concebir, que tiene en ellos su origen, puede emplearse en el estudio del Ser divino.

Dentro del tema de los atributos entitativos, y reduciendo el examen a unos pocos puntos principales, cabe estudiar sucesivamente la infinitud, la simplicidad, la unicidad, la distinción respecto del mundo, la inmutabilidad y la eternidad. Como de los dos primeros atributos ha sido preciso ocuparse anteriormente (al caracterizar en su conjunto la esencia física de Dios), el estudio que ahora se les dedique será menos extenso que el relativo a los otros.

a) La infinitud

Considerada de un modo puramente lógico, la infinitud tiene un carácter negativo: es la falta o ausencia de finitud. Pero de una manera real, la infinitud es algo eminentemente positivo, por constituir la negación de toda negación o límite. Decir que la infinitud es un atributo divino no significa otra cosa sino que Dios está falto de toda falta; lo cual solamente puede parecer una imperfección o carencia como modo de hablar, no como algo que verdaderamente afecte a la realidad a que es atribuido. Sin embargo, la infinitud sería una verdadera imperfección si tuviese un sentido potencial. Tal es el caso de la infinitud de la materia prima, que es pura potencia. La materia, prima es infinita en el sentido de que en sí misma carece de toda determinación que la configure tanto esencial como accidentalmente. Pero esta infinitud es, por cierto, el polo opuesto de la divina.

La una es pura potencia; la otra, el Acto Puro. La materia prima exige su configuración por alguna forma sustancial. Dios, en cambio, rechaza toda posibilidad de ser determinado, pues no posee mezcla alguna de potencia o indeterminación, sino que tiene todo lo que en absoluto se puede tener, por ser precisamente todo lo que se puede ser: la máxima entidad, el Ser omniperfecto.

En su sentido real, infinitud divina, actualidad pura y omniperfección son conceptos completamente idénticos. De una manera lógica, hay entre ellos la diferencia de que el primero expresa de un modo negativo lo que los otros de una manera positiva, la cual en el tercero tiene un cierto carácter analítico. A1 Acto Puro no le puede faltar ninguna perfección, porque, justamente por no ser más que acto, carece de toda potencia limitativa. No es el ser poseído por una determinada esencia, sino el Ser irrecepto, subsistente, libre de toda especificación.

b) La simplicidad

Este atributo es una "consecuencia" de la infinitud divina. El Ser absolutamente infinito carece de toda composición, precisamente por ser infinito de una manera absoluta. Las razones que fundan esta consecuencia fueron expuestas en el examen de la esencia física de Dios. Y es claro, por virtud de ellas, que a la infinitud absoluta corresponde una absoluta simplicidad, máximo grado de la unidad. Ni siquiera es posible que el Ser divino se componga de esencia y existencia. Cuando se dijo que la esencia metafísica de Dios es el ser-por-sí, se expresó justamente que se trata de un existir no recibido o limitado por nada. Este existir es la misma esencia divina. En tanto que Acto Puro, Dios no puede constar de acto y de potencia, y como toda composición de esencia y ser lo es de potencia y acto, no es posible que Dios se componga de un factor esencial y otro existencial. De ahí que tampoco pueda entenderse a Dios como una "especie" del ente, pues toda especie consta de un elemento que se comporta como potencia -el género- y otro que funciona como acto -la diferencia- .

También la simplicidad puede parecer una imperfección, dado que en el plano de los seres finitos los más complejos son los más perfectos. Así el viviente es superior al mineral; y el animal, más complejo que la planta, también supera a esta. Parece, pues, que en la gradación de los seres, la máxima perfección sea la máxima complejidad; y la perfección mínima, la máxima simplicidad. Pero hay aquí un error que fácilmente pasa inadvertido: y es la equiparación del orden de lo infinito al de lo finito. Si estos dos órdenes se contraponen, lo lógico es que no ocurra en el uno lo que en el otro. En el ser finito la mayor perfección supone mayor complejidad, porque ninguna de sus perfecciones es la pura y total perfección, de suerte que cuanto mayor sea el número de las que tiene, tanto mejor imitará a aquel Ser que es la perfección pura y omnímoda. La complejidad es, por así decirlo, la perfección de lo imperfecto. Pero en el Ser infinito la simplicidad es, en cambio, no sólo posible, sino necesaria.

c) La unicidad

Por ser enteramente simple, por carecer de toda composición, el Ser divino es único: no puede multiplicarse. La unicidad se deriva de la simplicidad, como se prueba de la siguiente forma. Para que existiesen varios dioses, seria preciso que cada uno de ellos poseyera algo no tenido por ninguno de los otros; de lo contrario, no habiendo entre ellos diferencia, ni siquiera numérica, no serían varios, no podrían ser distintos. Por tanto, en la hipótesis de una pluralidad de dioses, habría que admitir que cada uno de ellos estuviese compuesto de lo común a todos y de lo que le fuese respectivamente propio. Mas toda composición es imposible en el Ser simplicísimo. Por consiguiente, sólo existe un Dios, o lo que es lo mismo: Dios es único. De aquí la esencial falsedad metafísica de todo "politeísmo".

El "ser-por-sí" no puede recibirse en una pluralidad de sujetos o individuos. Es, por esencia, irrecepto, subsistente por sí propio. De ahí que se individúe por sí mismo, sin necesidad ni posibilidad de añadido alguno. Pero esta unicidad del Ser no debe ser confundida con la unicidad del ente, propuesta por PARMÉNIDES. El Ser -así, con mayúscula-, o sea el "Ser-por-sí", es necesariamente único en tanto que simple de una manera absoluta; mientras que el ente que tenga el ser por otro será necesariamente compuesto, y, en cuanto tal, multiplicable.

La unicidad de Dios también puede probarse partiendo de la omniperfección o infinitud. La hipótesis de una pluralidad de dioses implicaría -según antes se expuso- que cada uno de ellos poseyera algo que no tuviese ninguno de los otros. Pero en tal caso cada ser divino estaría falto de algo: de aquello que en cada uno de los otros fuese lo respectivamente peculiar o exclusivo; lo cual es imposible si se trata de un Ser omniperfecto, de un Ser infinito, carente de toda limitación o imperfección.

De esta suerte, o se admite la unicidad de Dios, o se acepta, por el contrario, su finitud; pero en el último caso, puesto que todo lo limitado tiene causa, será preciso llegar, en definitiva, a un Ser incausado e infinito, que por lo mismo sea único, y este Ser será Dios, no el que erróneamente se hubiese admitido como si lo fuera, por inadvertencia de su carácter esencialmente limitado e imperfecto. Por lo demás, un ser comunicado a varios tendría que ser un ser comunicable y, por lo mismo, algo que se comportase como una cierta potencia respecto de las varias actualizaciones que en cada caso lo individualizaran de una u otra manera. Pero ello es imposible para un Ser que es por naturaleza el acto puro, la actualidad sin mezcla alguna de potencialidad. A este Ser no es posible que se le añada nada, pues para ello sería preciso que no fuese acto puro, sino algo mixto de potencia y acto.

d) La distinción respecto del mundo

Un Ser que tiene todos los atributos mencionados no puede identificarse con ninguna cosa existente en el mundo ni con el mundo mismo como conjunto. Ninguna de estas cosas es por sí; ni posee la absoluta infinitud, la simplicidad y la unicidad máxima, señaladas en Dios. El mundo en su conjunto tampoco es sujeto de estas perfecciones en tanto que consta de entidades que no las poseen. Por consiguiente, la confusión o ecuación de Dios y e l mundo carece de sentido, y no sólo repugna a la noción de Dios, sino que es también contradictoria del concepto del mundo como algo compuesto.

A esta esencial distinción de Dios respecto del mundo conviene el nombre de "trascendencia" en su sentido más estricto y noble. Su negación es designada con la palabra "panteísmo" y constituye un sistema que en la historia del pensamiento filosófico ha revestido una gran diversidad de formas. Suele admitirse su división en panteísmo "parcial" y panteísmo "total", según que se considere a Dios como una parte del mundo o 'como el conjunto y la totalidad de este. Dentro del panteísmo parcial se distingue entre el que considera a Dios identificado a la materia prima de todo ser corpóreo (DAVID DE DINANT) y el que, por el contrario, lo interpreta como el alma del mundo (ESTOICOS), o como el ser común a todos los seres (ECKEHARDT). El panteísmo total recibe el nombre de "monismo" y tiene, a su vez, varias modalidades, cuya enumeración sería prolija. Sus principales representantes son PLOTINO, SPINOZA, FICHTE, SCHELLING y HEGEL.

La raíz del panteísmo se halla en la deformación o falsa interpretación de una verdad ontológica profunda: la presencia íntima de Dios a todos los seres, a la que puede denominarse "inmanencia" en el sentido, incluso, de que Dios es más íntimo a las cosas que estas a sí propias. Pero la intimidad de Dios a todo ente no debe confundirse con ninguna metáfora de índole espacial o topográfica, que es lo que la imaginación tiende a representarse. La presencia divina en todo ser es de índole inmaterial, y su sentido estriba en la misma esencial dependencia que todo ente tiene respecto de la Causa Eficiente Suprema. No se trata, por tanto, de la presencia constitutiva de una causa material ni de la de una causa formal, sino de aquella que corresponde a la causa eficiente, que en este caso lo es del ser de todo ente mundano. Son, pues, perfectamente compatibles la trascendencia divina respecto del mundo y la verdadera inmanencia del Ser divino a este. Aquella trascendencia significa que Dios es enteramente independiente del mundo, es decir, que no necesita de él, mientras que la inmanencia en cuestión no es otra cosa sino la necesaria dependencia que el mundo entero y cualquier ser mundano tiene respecto al Ser que le hace ser. Según el ejemplo de LEIBNIZ, Dios es al mundo "lo que el inventor a su máquina, lo que el príncipe a sus súbditos e incluso lo que el padre a sus hijos". Cualquier otro tipo de inmanencia divina en el ser causado ya no sería compatible con la insoslayable distinción del Ser subsistente respecto de cuanto es efecto suyo.

Otra metáfora de índole espacial, de la que también importa precaverse, consiste en entender que el mundo y Dios se limitan recíprocamente y constituyen un cierto conjunto o suma, en donde cada cual es un sumando. No cabe duda de que la imaginación, ligada a las realidades espaciales, propende a representar el nexo entre Dios y el mundo como el de dos cosas yuxtapuestas. Pero en los temas de la metafísica teológica es donde el filósofo debe prescindir, más que en ningún otro caso, de las confusiones de la fantasía, bien que no sea posible prescindir por completo de la ayuda de esta facultad. El mundo no limita ni añade nada a Dios, por ser algo causado totalmente por este. No tiene más ser que el que de Dios recibe. Y si se quiere un ejemplo para oponerlo a la metáfora espacial que origina el problema, lo tenemos de hecho en aquel caso en que el saber de un hombre es transmitido a otro, de tal modo que no haya en el segundo sino la ciencia que recibe del primero. No hay entonces limitación alguna de la ciencia de un hombre por la de otro; ni se puede decir que haya menos ciencia en el maestro que entre él y el discípulo si la que este tiene es totalmente recibida de aquel. En semejante caso, carece de sentido hablar de "suma".

e) La inmutabilidad

Este atributo procede, de una manera inmediata, de la simplicidad divina. Para que Dios fuese mutable, sería preciso que constase de acto y de potencia, ya que todo ente móvil es, en tanto que móvil, algo potencial, y en tanto que ente, algo actual. El movimiento mismo es -como ya se demostró oportunamente- acto de un ente en potencia precisamente en tanto que en potencia. El Ser absolutamente simple, libre de toda composición, es inmutable en todos los sentidos. No admite cambio físico ni metafísico. No puede transformarse, ni puede ser aniquilado, n! creado, ya que todo ello exige la composición de acto y potencia.

La inmutabilidad divina puede también probarse desde la infinitud u omniperfección del Ser Supremo. En todo cambio se adquiere algo que antes de cambiar no se tenía; de lo contrario, si todo sigue igual, no hay cambio alguno. No poseer el término del cambio es, pues, una condición de la previa posibilidad de este, y algo sin lo cual el ente móvil no se constituye como móvil. Pero ello significa que el ente móvil es, en cuanto tal, imperfecto, carente de algo, no sólo antes de cambiar, sino también durante el cambio mismo, pues este sólo es en cuanto su sujeto está todavía en potencia respecto de su término. En consecuencia, el Ser infinitamente perfecto, aquel que no carece de perfección alguna y que las posee todas de una manera total, no puede ser mutable.

Por no ser susceptible de adquirir nada, pudiera parecer que el Ser inmutable ocupase un lugar inferior al de los entes capaces de perfeccionamiento; de modo que la inmutabilidad sería más bien una limitación y no un atributo positivo realmente conveniente al Ser divino. Esta objeción tiene un carácter análogo a la que se opone a la absoluta simplicidad de Dios por el hecho de ser más perfectos, dentro del orden de la finitud, los seres más complejos, y no los más sencillos. El cambio es la perfección de algo imperfecto. Sólo se adquiere lo que no se tenía. Pero un ente que tiene cuanto puede tener, es decir, un Ser omniperfecto, absolutamente Infinito, es una Realidad a la que ninguna falta le hace adquirir nada. La inmutabilidad no es en Dios una impotencia, de la misma manera que no es en El un defecto el carecer de todo defecto.

Sólo de un modo puramente extrínseco puede decirse que Dios es mutable. Pero ello significa que lo mutable no es El, sino otra cosa, con respecto a la cual es extrínsecamente determinado. Así es como ocurre, por poner un ejemplo del orden finito, que estas líneas están pasando ahora a ser leídas, lo cual no significa que ellas cambien por ningún concepto. El cambio que representa su lectura actual, como contrapuesta a su anterior no lectura, se da íntegramente en el lector, no en las líneas mismas. En este mismo sentido cabe decir que Dios pasa de no ser conocido a ser objeto de algún conocimiento; mas esto no constituye para Dios más que una pura denominación extrínseca, ya que no es en el Ser divino donde se da el cambio constituido por conocerle, sino en el ser finito, que pasa realmente de no conocerle a captarle de alguna manera. (Y así, por lo que toca al misterio de la Encarnación, será preciso decir que no es el Verbo quien realmente cambia, sino la humanidad.)

Por último, precisa añadir que solamente Dios es inmutable. Cualquier otro ser es apto para la mutación, física o metafísica. Físicamente mutable es todo compuesto de materia prima y forma sustancial. Pero aun los entes inmateriales finitos son susceptibles también de mutación o cambio, aun en un sentido metafísico; lo que equivale a decir que los que actualmente existen son aniquilables, ónticamente frágiles, porque no existen en virtud de su esencia, sino merced a algo que reciben y que, por tanto, puede serles quitado.

f) La eternidad

Eternidad se opone a temporalidad. Es clásica la definición de BOECIO: "Interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio". Esta definición requiere una serie de aclaraciones. La duración o mantenimiento en la existencia es objeto de medida por el tiempo, cuando tiene una naturaleza sucesiva, de modo que en su realidad haya un antes y un después; y se denomina, en cambio, eterna, si carece de sucesión, si es enteramente permanente. La posesión de una existencia permanente es algo intemporal, puesto que el tiempo es la medida del cambio o sucesión según lo anterior y lo posterior. No basta, pues, para la eternidad, el carecer de un comienzo y de un fin, o sea el mero "ser-interminable". Una duración que no tuviera ni comienzo ni fin sería distinta de una duración enteramente permanente, si fuese sucesiva, si hubiese en ella partes anteriores y partes posteriores. Tal duración seria de índole temporal, aun cuando jamás hubiera comenzado ni nunca tuviese fin. Por el contrario, es eterna la duración que no solamente no empieza ni acaba, sino que además carece de sucesión, de tal modo que no sólo es siempre, sino que, además, siempre es sin cambio alguno, de una manera uniforme. Sólo así puede hablarse de una carencia absoluta de principio y de fin, ya que no existiendo ningún cambio en ella no es posible hablar del fin de una parte anterior ni del comienzo de una parte posterior. Por consiguiente, si se quiere hablar de la eternidad en términos de carencia de principio y de fin, habrá que precisar que no se trata sólo de la carencia de un principio y un fin totales, sino también de la falta de todo principio y de todo fin intermedio o parcial. Esto es lo que se expresa al afirmar que lo eterno carece de sucesión y es, por lo mismo, totalmente permanente. La eternidad es una duración no sucesiva (total simul).

De todo ello se desprende, pues, que la eternidad sólo conviene a lo inmutable. Dios es eterno en tanto que incapaz de sufrir mutación. También podría probarse la eternidad de Dios por el recurso al atributo de la infinitud. Pero de una manera propia e inmediata el fundamento de su eternidad lo constituye, dentro de nuestro modo de concebir, aunque con fundamento en la realidad del Ser divino, la inmutabilidad de su ser simplicísimo. Y sólo a lo que es inmutable puede convenirle la eternidad. Lo mutable puede tener una duración indeterminada, pero no eterna, ya que esto último exige la carencia de toda sucesión. Por consiguiente, no sólo hay que afirmar que Dios es eterno, sino también que sólo El lo es; de tal modo, que no se limita a poseer la eternidad a la manera en que un sujeto posee una forma, sin identificarse plenamente con ella; antes por el contrario, Dios es la misma eternidad que tiene (perfecta possessio).

El término "vida" aparece en la definición boeciana de la eternidad por el hecho de que el Ser divino, aunque inmutable, es una realidad viviente, no a la manera de los seres finitos, que poseen la vida como una capacidad de automoción, sino en tanto que goza del autoposeerse, en que consiste la intelección de sí mismo. Esencialmente la vida no estriba tanto en la capacidad de moverse a sí mismo, cuanto en la posesión de sí. Esta autoposesión es, en los seres finitos, automoción. Pero en el Ser infinito y simplicísimo, que es inmutable, radica en la autoposesión intelectiva.

3. Los atributos operativos inmanentes

Fundamentándose en la distinción dada en el orden de lo finito entre operaciones inmanentes (las que quedan en su mismo principio ) y operaciones trascendentes (dirigidas a un término extrínseco al ser que las ejecuta), cabe distinguir dos tipos de atributos operativos en Dios. Los atributos operativos inmanentes del Ser divino son la ciencia y la voluntad, pues la potencia activa de Dios sobre los demás seres tiene su termino en algo extrínseco y distinto a El.

a) La ciencia divina

Como antes se ha señalado, el Ser enteramente inmaterial es la Intelección subsistente o autointelección plena y perfecta. Pero este saberse a sí mismo no es, en realidad, un atributo divino, sino que se identifica formalmente con la esencia metafísica de Dios, puesto que el ser-por-sí, no recibido, es un ser enteramente inmaterial, que, por lo mismo, no puede consistir sino en la pura autointelección. La distinción entre esta y el ser-por-sí no es ni siquiera una distinción de razón del tipo de la que antes se llamó "virtual menor", sino que tiene un fundamento puramente extrínseco, en el sentido de que, por ser distintas en el plano de lo finito la entidad de los seres inteligentes y la operación intelectiva de ellos, el ser-por-sí, propio de Dios, se nos presenta, a una primera inspección, como si fuese formalmente distinto de su operación autointelectiva.

Para que algo sea --en nuestro modo de concebir- un atributo divino, es necesario que se distinga de la esencia metafísica de Dios con una distinción virtual menor, pues sólo de esta manera podrá decirse que se deriva de aquella y no que le es idéntico de una manera formal. Por consiguiente, el saber divino será un atributo de Dios en tanto que verse sobre algo distinto de El y en cuanto se derive necesariamente del constitutivo formal o esencia metafísica suya, ya que el saber que Dios tiene de Sí mismo se identifica de una manera formal con dicho constitutivo o esencia. De este modo, la cuestión se reduce a averiguar si Dios conoce seres distintos de su mismo Ser y si ese conocimiento se deriva del hecho de que El es su propia intelección. Ambas cosas se pueden demostrar de la manera siguiente y con un único razonamiento. La intelección que Dios tiene de Sí mismo no puede ser imperfecta, ya que se trata de un entender subsistente, no limitado por nada. Pero una intelección perfecta debe serlo de toda la virtud de lo entendido, lo cual requiere que sea también un conocimiento de todo aquello a lo que esa virtud se extiende. Y como la virtud o poder divino tiene por término a todos los entes -por ser Dios la causa primera de todas las cosas-, el divino saber debe extenderse absolutamente a todos los seres, sin que ninguno de ellos quede fuera de su ámbito, que es el de su omnímoda virtualidad. A esto puede añadirse, por vía de confirmación, que como quiera que todo efecto se halla eminentemente precontenido en su causa según la índole o naturaleza de ella, y Dios es la causa de todos los entes; resulta imprescindible que estos, sin excepción, se hallen en Dios como Supremo Ser inteligente; lo que no es otra cosa sino que todos ellos deben ser entendidos por Dios.

El saber divino no se restringe, por tanto, al Ser Supremo, sino que se dilata a todo ente, y en cuanto constituye un saber enteramente perfecto, no sólo conoce todo ser, sino que a cada uno lo penetra de una manera total y sin residuo. Mas, por el hecho mismo de ser el conocimiento que conviene al ente omniperfecto, el saber divino de todos los demás entes no puede ser un saber condicionado, determinado por las cosas conocidas a la manera de un efecto de ellas. No siendo Dios -como Acto Puro-, bajo ningún aspecto, un ser pasivo, tampoco cabe que sea receptivo de las especies impresas de los seres objeto de su conocimiento. Dios, por tanto, conoce a esos seres, distintos de su Ser, no conformándose a ellos, sino concibiéndose a sí propio como algo respecto de lo cual dichos seres son, a su modo e imperfectamente, una cierta imitación o semejanza. Conoce, pues, todos los demás entes a la manera de participaciones suyas, como modalidades imperfectas de reflejar su Ser. De aquí la fórmula, empleada por la Escuela, según la cual Dios conoce las cosas distintas de El, no "en sí mismas", sino "en Sí mismo", es decir, al conocerse a sí propio en tanto que imitable. Y es claro que este conocimiento divino de las cosas merece más que ningún otro el verdadero nombre de "ciencia", pues todas las cosas son en la intelección divina referidas a su suprema "causa" y comprendidas a la luz de esta, que es como su supremo foco intelectual y entitativo a la vez.

La imitabilidad de Dios no queda agotada por el conjunto de las cosas reales (pasadas, presentes y futuras). También entran en ella todas las que jamás llegan a ser; las que se quedan en meramente posibles. Sobre estas semejanzas nunca actualizadas debe versar el conocimiento divino, tanto como sobre las que llegan a existir, puesto que dicho conocimiento abarca todo cuanto es una semejanza o participación de Dios, es decir, todo aquello a lo que se extiende la virtud del Ser Supremo, sea o no sea actualizado por El. Se conviene en denominar ciencia "de simple inteligencia" a la que conviene a Dios respecto de las cosas meramente posibles, dándose, en cambio, el nombre de "ciencia de visión" a la que corresponde al Ser Supremo respecto de las cosas que llegan a existir, sean pasadas, presentes o futuras. Tal distinción no debe entenderse en el sentido de que haya en Dios dos ciencias realmente distintas, sino que vale para significar la diferencia entre uno y otro tipo de objetos de la ciencia divina, la cual es absolutamente única. Los términos empleados para significarlas se toman, claro es, en un sentido analógico, fundamentado en el hecho de que en el conocimiento humano la visión versa sobre algo actual, mientras que la operación intelectiva puede recaer sobre entidades meramente posibles.

Pero es preciso destacar una esencial diferencia entre la visión humana y la "ciencia de visión" divina. La visión humana de las cosas está condicionada, entre otros factores, por la existencia temporal de ellas; supone esa existencia de las cosas en cuanto temporales, y se verifica, por lo mismo, en un momento del tiempo, no en la eternidad. Por el contrario, el conocimiento divino, formalmente idéntico a Dios, no puede ser temporal, sino eterno, aun cuando lo conocido pertenezca al tiempo. ¿Cómo es esto posible? ¿De qué manera -cabe preguntarse- puede Dios conocer eternamente lo que en el tiempo no ha llegado a ser? No basta con aludir al conocimiento que Dios es de su Ser -siempre presente a El-, .en tanto que imitable o participable, pues esto también conviene a la ciencia de simple inteligencia, la cual no versa sobre los seres provistos de verdadero existir. Pero, por otra parte, Dios no puede "aguardar" a que estos seres se den en el tiempo. Tiene que conocerlos en y desde la misma eternidad; para lo cual es preciso que estén presentes a ella. De ahí que -a diferencia del mero posible, para el que Dios no ha querido la existencia- lo que temporalmente ha de existir sea conocido por Dios en el conocimiento de la elección voluntaria -decreto-, por cuya virtud lo determina a ser en su momento correspondiente y oportuno. Pero este momento no es el de la visión divina, ni el del "decreto" que, por así decirlo, hace de medio de ella, sino el de la cosa que, gracias a ese decreto, va a ejercer la existencia temporalmente. Todos los seres reales y efectivos están, por tanto, eternamente presentes a Dios, aun cuando existan en sí de un modo sucesivo, pues la elección o decreto divino que les confiere el haber de ser en el tiempo está fuera del tiempo, es intemporal.

Cabe también plantearse la cuestión de cómo sea posible que lo contingente haga de objeto de la ciencia divina infalible. SANTO TOMÁS resuelve con toda pulcritud la dificultad, distinguiendo entre el plano de la Causa Primera y el de las causas segundas. Las cosas contingentes -dice el Santo- "son infaliblemente conocidas por Dios en tanto que caen bajo la mirada divina según su presencialidad y, sin embargo, son futuros contingentes con relación a sus causas próximas". Por los decretos divinos todas las cosas futuras quedan predeterminadas a existir; pero estos decretos no sólo establecen las cosas futuras, sino también la modalidad de ellas, la cual será necesaria si su causa próxima lo es, y contingente si esta es la índole de su causa próxima. Ello significa que lo que Dios quiere -y en su querer conoce- no puede por menos de realizarse; pero Dios quiere y conoce que, en el orden de las causas segundas, unas cosas sean hechas de un modo necesario y otras contingentes o libremente.

Queda, por último, la cuestión del conocimiento divino de los "futuribles", por los cuales se entiende aquellas cosas que habrían libremente acontecido de darse una condición que en la realidad nunca hubo de ser puesta. El ejemplo clásico es el que ofrece este texto de la Sagrada Escritura : " ¡ Ay de ti, Corozain ! , ¡ ay de ti, Betsaida!, - Que si en Tiro y Sidón se hubieran hecho los prodigios obrados en vosotras, - tiempo habría que en cilicio y ceniza hicieran penitencia". Conviene advertir que no se trata aquí de una mera presunción, sino de una afirmación establecida en términos de certeza absoluta. El problema consiste, en general, en determinar de qué manera posee Dios ese conocimiento cierto de los futuribles. Los escolásticos españoles del "Siglo de Oro" plantearon el problema en sus términos más rigurosos y elaboraron las posiciones típicas en torno a las cuales se debate todavía la cuestión. Los tomistas sostienen que Dios conoce los futuribles en el decreto por el que establece que la voluntad libre habría de determinarse en uno u otro sentido si respectivamente la pusiera en una u otra circunstancia. Este decreto, que constituye el medio objetivo del conocimiento divino de los futuribles, es, así, subjetivamente absoluto y objetivamente condicionado. Sin el decreto divino predeterminante, los futuribles no serían más que posibles, y término, por tanto, de la ciencia de simple inteligencia. Son objeto de ciencia de visión en tanto que presentes al conocimiento divino en el decreto predeterminante.

Frente a la teoría de la escuela tomista, MOLINA habla de una "ciencia media", que no es la de simple inteligencia ni la de visión, sino el conocimiento que Dios, sin decreto predeterminante, tiene de lo que habría de hacer la criatura libre en cada circunstancia, en el supuesto de que ella gozara del uso de la libertad. Por esta ciencia media Dios conoce los futuribles, mientras que por la ciencia de simple inteligencia conoce, no lo que la voluntad libre en cada circunstancia habría de hacer, sino lo que podría hacer; y por último, en la ciencia de visión, Dios conoce, no lo que la voluntad podría hacer ni lo que habría de hacer, sino lo que realmente hará, ya que Dios sabe la circunstancia en que habrá de moverse realmente dicha voluntad, por ser tal circunstancia objeto de un decreto divino. Pero esta teoría parece atentar contra la libertad de la voluntad creada, ya que en la ciencia media los futuribles son conocidos al conocer Dios a dicha voluntad como algo que habría de hacer una determinada cosa si fuese puesta una determinada circunstancia; lo cual sólo es posible si la voluntad creada está naturalmente compelida a Proceder en cada circunstancia de una determinada manera; o sea, en definitiva, si no es libre.

SUÁREZ admite la ciencia media, pero rechaza la teoría molinista de la manera en que los futuribles son conocidos por Dios. Esa manera consiste -como acaba de exponerse- en el conocimiento divino de la voluntad creada como algo que habría de hacer una determinada cosa si se pusiera una determinada circunstancia. Dicho conocimiento se denomina "supercomprensión", y es lo que la teoría suareciana sustituye por el conocimiento de la "verdad objetiva" de los futuribles, que serían, por tanto, objeto de la ciencia divina en la medida en que ninguna verdad escapa a este Saber. Pero a esta interpretación responden los tomistas que como quiera que las cosas son verdaderas del mismo modo en que son, y los futuribles sólo son en cuanto condicionalmente determinados por Dios, este no puede conocer la verdad de ellos más que en el decreto por el que de una manera objetivamente condicionada los predetermina. Algunos suaristas distinguen entre el concurso "ofrecido" (oblatus) y el concurso "conferido" (collatus) por Dios a la voluntad libre, estando condicionado el segundo por la determinación de dicha voluntad y siendo el medio en que Dios ve los futuribles ; pero ello parece implicar el condicionamiento de Dios por la criatura. Por otra parte, entre los mismos suaristas hay quienes reconocen la imposibilidad de explicar la manera en que se da el conocimiento divino de los futuribles según la ciencia media, si bien mantienen esta modalidad de ciencia por entenderla como necesaria para la afirmación de la libertad creada. Fácilmente se advierte que el nudo de la cuestión está en admitir o no admitir la "predeterminación" de la libertad creada, problema sobre el que será preciso volver, al tratar, en este mismo capítulo, de la potencia divina.

b) La voluntad divina

En general, la voluntad es el apetito que sigue al entendimiento. La forma intelectualmente captada como bien es objeto de volición: hace que la voluntad la quiera, buscándola si todavía no la tiene y gozándola si ya la posee. En consecuencia, Dios, el Entender subsiste, posee -mejor dicho, es- voluntad en acto, no como tendencia a un bien no alcanzado, sino como gozo del Bien que El mismo es. Sólo en un sentido cabría, pues, decir que no hay voluntad en Dios, y es precisamente en tanto que Dios no puede querer algo que no tenga, ya que todo es en El; pero sigue siendo cierto que Dios ama su propia Bondad, o sea, que esta no le puede ser indiferente sino en el puro sentido de que ella y Dios mismo son un solo Ser. En suma: para negarle a Dios la voluntad sería preciso no ver en ella otra actividad que la de la tendencia a lo que no se tiene ni se es, como si en realidad fuera imposible querer el bien presente.

El objeto primario de la voluntad divina es Dios mismo, su propia Bondad, realmente idéntica a su Ser tal como es conocido en la autointelección, no a la manera puramente analógica en que el hombre lo capta. La voluntad divina no puede, en efecto, ser determinada por algo realmente distinto de Dios mismo, pues ello supondría la determinación de Dios por otro ser; de donde se desprende que el bien primariamente amado por la voluntad divina es aquel en que el mismo Dios consiste o al cual se identifica de una manera absoluta, esto es, su misma esencia completamente captada. Y precisa añadir que, respecto de ella, la volición divina es necesaria en el doble sentido de la especificación y del ejercicio. La volición divina no puede tener otro objeto primario que Dios mismo, el cual necesariamente se conoce a sí propio como el Bien absoluto; y, en tanto que tal, tiene que amarse.

Pero Dios quiere también a los demás seres. Sin amarlos no les habría dado el ser, puesto que Dios es el entendimiento subsistente, y un entendimiento sin voluntad adjunta carece de eficacia externa. Ello no significa, sin embargo, que Dios ame a los demás seres necesariamente. Ninguno de ellos es la esencia divina ni algo que sea preciso para esta, ya que a la infinitud del Acto Puro y de la Bondad absoluta nada puede faltarle. Dios no ama a los demás seres por el bien que de ellos pudiera recibir, sino, exactamente al contrarió, en tanto que participan del supremo Bien. Dios no quiere a las cosas por indigencia, sino por abundancia. No las "desea" por "beneficiarse" de ellas, sino que las beneficia por el hecho de amarlas, al querer que su Bien sea de algún modo participado. De esta manera el amor que Dios tiene a los demás seres es plena y radicalmente "amor de benevolencia", pura "liberalidad". Ni vale decir que, puesto que esos seres participan del Bien, Dios tiene que quererlos; pues es precisamente por haberlos querido por lo que participan de ese Bien. Claro es que, si los ama, no puede dejar de amarlos; pero esta necesidad es hipotética: supone que los ama, y este amor supuesto es una volición libre. Por lo demás, la voluntad divina es inmutable, lo cual no significa que lo sea su objeto. Aun en un orden humano, basta un solo acto de la voluntad para querer que algo sea primero de un modo y luego de otro, pues ello no significa un cambio de la volición, sino precisamente la volición de un cambio.

El amor que Dios tiene (o mejor dicho, es) de Sí propio no puede calificarse de egoísta, porque el egoísmo estriba en posponer el bien común al bien individual, mientras que el Bien divino es Infinito y, por tanto, no se distingue de la Bondad misma. Por lo que toca al amor divino de los demás seres, cabe plantearse la cuestión de cómo pueda haber entes contingentes si la voluntad de Dios es absolutamente eficaz. Pero es, por cierto, en esta misma eficacia donde hay que poner la razón de la posibilidad de la existencia de cosas contingentes. "De que la voluntad divina sea enteramente eficaz, no se sigue tan sólo la realización de las cosas que Dios quiere, sino también el que se realicen tal y como Dios quiere que sean realizadas. Mas Dios quiere que unas cosas sean hechas de un modo necesario y otras de una manera contingente, de modo que, para la perfección del universo, exista una jerarquía entre las cosas. Y, en consecuencia, para ciertos efectos preparó causas necesarias, indefectibles, de las cuales dimanan necesariamente los efectos, mientras que para otras preparó causas contingentes, defectibles, cuyos efectos resultan de ellas contingentemente. Así, pues, los efectos queridos por Dios no resultan de un modo contingente porque esa sea la índole de sus causas, sino que, por el hecho de que Dios quiere que ellos acontezcan de ese modo, les preparó causas contingentes".

Otra cuestión es la de si Dios quiere el mal. El desarrollo completo de este punto será hecho al tratar de la potencia divina; pero en lo que concierne, de un modo más inmediato, al tema de la voluntad, cabe hacer una serie de aclaraciones. La primera de ellas consiste en advertir que el mal, en tanto que mal, no puede ser querido; la voluntad tiene por objeto el bien, mientras que el mal es una privación de este. Por consiguiente, el mal no puede ser querido sino per accidens, en tanto que va unido a un bien, y en la medida en que se quiera a este bien más que a aquel otro del que el mal es privación. No hay ningún inconveniente en que Dios quiera un determinado bien más que otro también determinado. El único bien que Dios mismo no puede relegar es el Bien absoluto, y, por tanto, ni siquiera de un modo accidental puede querer Dios el bien que prive de la ordenación a la Bondad infinita. Dios quiere per accidens solamente el mal físico; respecto del mal moral, sólo puede decirse que lo "permite", al querer la voluntad de la libertad creada

4. La potencia divina como atributo operativo trascendente

El Ser que es acto puro excluye toda "potencia pasiva": no puede en modo alguno ser determinado por otro; pero es, en cambio, en un grado máximo, "potencia activa", pues así como la pasividad implica imperfección, la actividad deriva de lo que en cada cosa hay de perfección y actualidad. Por. otra parte, la causa eficiente primera de todos los seres finitos no puede ser concebida como tal, si se le niega la potencia activa, esto es, el poder hacerlo. Esta potencia activa que conviene a Dios es "omnipotencia"; pues, como toda perfección divina, debe ser infinita, sin límites. Todo cuanto no es contradictorio es objeto de ella; y, en rigor, no es exacto afirmar que la potencia divina sea incapaz de hacer lo que de suyo implica contradicción; lo correcto es decir que lo que es intrínsecamente contradictorio no puede ser hecho en modo alguno. Trátase, por tanto, no de una imperfección de la potencia divina, sino de la misma imposibilidad de lo que es, de una manera absoluta, imposible, y cuyo absurdo seria precisamente que pudiera ser hecho. De un modo respectivo, tampoco sería válida la afirmación de que las cosas posibles son únicamente las que Dios puede hacer; como si ello significara que la potencia divina se limitase a un determinado tipo de cosas, fuera de las cuales cabría pensar en otras que no podría hacer Dios, pero que de suyo y absolutamente fuesen entes posibles. En tanto que infinita, la potencia divina se extiende a todo lo que es posible en absoluto, sin que nada de ello quede fuera del ámbito de esta "omnipotencia".

Considerada en su propio principio, la potencia divina se identifica realmente con Dios. No es nada sobreañadido a su sustancia, sino esta misma en cuanto entendimiento, que es a la vez voluntad indefectible. De lo contrario, tanto el entendimiento y la voluntad de Dios, por una parte, como, por otra, su potencia activa, serían imperfectos, ya que los dos primeros necesitarían de esa potencia como de un instrumento ejecutivo, de tal manera que ni ellos sin este ni este sin ellos serían capaces de realizar nada. Una potencia meramente ejecutiva es, como tal, imperfecta; y el entendimiento y la voluntad que supone, imperfectos también, por necesitar de ellos. Considerada según su término, es decir, según las cosas sobre que recae, la potencia divina se nos presenta de diversos modos. Es "creación" en tanto que produce sin valerse de nada; "concurso", en cuanto que actúa con las causas segundas; "conservación", por mantener en el ser a lo que ha producido; y "providencia", por ordenar los seres y sus actividades hacia un fin. Todos estos aspectos presenta, en general, la universalidad de la potencia divina, debiendo dedicarse el respectivo estudio a las dificultades suscitadas por cada uno de ellos; a lo que hay que añadir las que en especial ocasiona el problema de la omnipotencia divina en su relación con la existencia del mal.

a) La creación

En su más estricto sentido, "creación" significa la producción de una cosa sin que el agente se valga de nada que no sea su propia potencia activa. Se la define por ello como una pratuctio ex nihilo. Para comprender el verdadero alcance de esta fórmula, frecuentemente mal interpretada, es necesario distinguir las ideas de "creación" y "educción". Ambas suponen una potencia activa, puesto que las dos son producciones. Pero en el caso de la mera educción, el agente que tiene la potencia activa y que la pone en ejercicio al educir, limitase a actualizar algo que había en potencia pasiva 'en la entidad de la que extrae la cosa realizada. Así, por ejemplo, en la educción del humo y las cenizas por el agente de la combustión del papel, dicho agente produce esos cuerpos no sólo por virtud de su potencia activa de quemar, sino también valiéndose de la potencia pasiva del papel, o sea, de la plasticidad óntica de la materia prima que en él hay. En general, es educción toda producción de algo por un agente que se vale de un substrato, sea o no sea este material. Por el contrario, en la "creación" el agente lo pone todo. El ser de lo creado no es debido en parte al agente y en parte a otro ser; toda su entidad es causada por el agente, que no cuenta con nada para producirla, si se exceptúa la * propia potencia activa de él. No se trata, pues, del imposible de que el agente se valga de la nada para crear la cosa, sino de que el agente no se valga para crear la cosa de nada que no sea su propio poder de acción. La nada no significa aquí una positiva causa material. Denota, justamente, que no hay ninguna causa material, ninguna potencia pasiva, de la que el agente extraiga el ser de lo producido.

La idea de creación ha tardado bastante en ser objeto de elaboración filosófica. No ya sólo PARMÉNIDES; ni siquiera un PLATÓN o un ARISTÓTELES la conocieron de una manera explícita, si bien es cierto que en la metafísica aristotélica está virtualmente contenida, y que un desarrollo de la distinción "acto-potencia" como el realizado por SANTO TOMÁS, llevándola a sus consecuencias últimas, es enteramente congruente con el pensamiento del Estagirita, si se le toma de una manera radical y completa. Fuera del ámbito de la filosofía, la idea de creación se encuentra ya en el Antiguo Testamento (In principio creavit Deus coelum et terram), y también en el Evangelio de SAN JUAN (Omnia per ipsum facta sunt). Se trata, pues, de uno de los dogmas de la fe cristiana, y como tal ha sido definido por la Iglesia. Pero ello no significa que no pueda ser objeto de estudio filosófico. Quien la introdujo en este terreno parece ser, según la autorizada opinión de MANSER, el alejandrino FILÓN. Entre los que niegan la potencia divina creadora se hallan, claro es, los PANTEÍSTAS ; pero también todos los DUALISTAS, según los cuales las cosas son educidas por la potencia divina a partir de la materia prima (esta sería el otro principio de la realidad). Dentro de nuestro siglo, merece ser citado, como adversario de la creación, .T. P. SARTRE.

Por lo que antes se ha dicho, la creación es la producción de la totalidad de una cosa. Nada hay en el término de la creación que preexistiese a esta. Para crear hace falta, por tanto, una potencia activa que no esté limitada a uno u otro aspecto del ente. Mientras que en la educación la potencia activa del agente sólo debe ser capaz de producir un determinado aspecto entitativo, en la creación, que es una producción de la totalidad de una cosa, sin apoyo o substrato de ninguna clase, es necesario un poder infinito que haga surgir el ser completa y enteramente. Pero este poder infinito es, por cierto, el que antes se ha demostrado que posee el Ser Supremo, constituyendo precisamente su omnipotencia, es decir, su capacidad de hacer, no esto o lo otro, sino cualquier ente, toda entidad en tanto que entidad. Dios, en suma, es creador, en tanto que omnipotente. Por otra parte, de la misma manera que Dios no necesita ninguna potencia pasiva en su Ser, así tampoco en su obrar. A su pura actualidad entitativa corresponde la pura actividad de su operar, es decir, el crear, el producir sin necesidad de ningún substrato pasivo. El educir, en cambio, es propio de los seres que no son acto puro, sino algo entitativamente híbrido de acto y de potencia receptiva.

b) El concurso

En una acepción amplia, concurso significa la intervención conjunta de dos causas en la producción de un mismo efecto (tanto si dichas causas están coordinadas entre sí, como si una se subordina a la otra). Dentro del tema de la potencia divina, el concurso sería concretamente la intervención de Dios, como Causa Primera, en la acción y el efecto de las causas segundas. Dicha intervención puede, en principio, entenderse de dos modos distintos. Cabe, efectivamente, preguntarse si Dios pone algo en la acción y el efecto de la causa finita; y es posible plantearse el problema de si la actividad de toda causa finita requiere que esta sea previamente determinada o impulsada por Dios. En un caso se trata de saber si Dios actúa con la causa segunda; mientras que lo que importa averiguar es, en el otro caso, si previamente actúa sobre ella, haciendo que entre en actividad. De aquí la distinción entre el concurso "simultáneo" y el "previo".

Las acciones y los efectos de las causas segundas presentan, metafísicamente considerados, dos aspectos, lo mismo que todo ente finito, a saber: la entidad o carácter de ser y la determinación o finitud. Ahora bien: una potencia finita, como es la que posee toda causa que no sea el mismo Dios, es la que sólo puede producir un determinado ente o tipo de entes. Por tanto, su objeto no lo es ningún ente en tanto que ente, sino en tanto que determinado. Lo que es capaz de producir algo a título de ente es, en efecto, capaz de producir cualquier cosa, ya que todas gozan de este título. Sólo la potencia creadora es, pues, capaz de producir la "entidad" de las acciones y los efectos de las causas segundas, mientras que estas tienen por objeto a dichos efectos y acciones únicamente en tanto que entidades finitas, "determinadas". Hay, en suma, un concurso simultáneo de la potencia divina en las acciones y los efectos de las causas segundas: Dios pone en ellos todo lo que tienen de entidad, es decir, los produce en tanto que entes, y la causa segunda les hace ser en tanto que determinados o finitos. De ahí el sentido de la afirmación de SANTO TOMÁS : Deus operatur in omni operante. Por último, para comprender el verdadero sentido del concurso simultáneo, conviene aclarar que no se trata de que Dios cause una parte y la criatura produzca el resto. Es la totalidad de la acción y del efecto de la criatura lo que es producido tanto por esta como por Dios; sino que la criatura la produce en tanto que "determinada" o limitada, mientras que Dios la causa en tanto que "ente".

En la necesidad del concurso simultáneo están de acuerdo casi todos los pensadores de la Escuela. No ocurre, en cambio, lo mismo con el concurso previo, afirmado por los tomistas, quienes siguen la tesis de BÁÑEZ, y negado por los suaristas, partidarios de la opinión de MOLINA y SUÁREZ. Unos y otros invocan la autoridad de SANTO TOMÁS, que, sin embargo, parece estar del lado de la existencia del concurso previo. .En rigor, el fundamento de la negación de este concurso es el que ha sido certeramente denunciado por MANSER: "Nadie podría poner objeciones a la posibilidad de la premoción si no fuera por miedo de poner en peligro con ella a la libertad". Pero antes de examinar las dificultades especiales que plantea la conciliación de la libertad creada con la premoción o concurso previo, conviene examinar en general la naturaleza de este y las razones que abonan su existencia.

El concurso previo, también denominado "premoción física", sería la influencia ejercida por Dios en la causa segunda, y en cuya virtud esta queda determinada a obrar, es decir, a pasar del acto primero al acto segundo; del no tener más que la potencia operativa al hecho de realizar la operación. No se trata, pues, de la intervención divina en la acción y el efecto de la causa segunda, sino en esta misma; y no de una intervención puramente objetiva o moral, sino de carácter eficiente; de tal manera, que lo que Dios eficientemente hace es que esa causa haga. De una premoción análoga se habló al estudiar la influencia de las causas principales en las instrumentales ; de donde se desprende que si se admite la existencia de la premoción física, será preciso considerar las causas segundas a la manera de instrumentos de la Causa Primera, o sea, como algo aplicado por esta a la operación y que, por ende, únicamente actúa en tanto que Dios le hace que actúe. Y en efecto: la misma existencia del concurso simultáneo vale para probar la del concurso previo. Por virtud del concurso simultáneo, la acción de la causa creada se presenta como eficientemente derivada, tanto de Dios como de dicha causa; mas no de cualquier forma, sino primordialmente de Dios, por ser este la Causa Primera, y secundariamente de la causa creada, por ser esta un agente segundo. Pero lo que procede principal o primariamente de un ser y secundariamente de otro es algo que el primero "hace que haga" el segundo. A este hacer divino, que hace que la causa creada entre en acción, es a lo que se llama "premoción física" o concurso previo.

En tanto que causa creada, toda voluntad finita libre actúa solamente si es premovida por Dios, ya que la premoción física es un requisito de toda acción cuya entidad dimana, como entidad, primariamente del Ser divino. Por estimar que dicha premoción anularía la libertad de la voluntad creada, aunque queriendo a la vez salvaguardar todos los derechos de la potencia divina, los "mo1inistas" rechazan el concurso previo; pero distinguen dos formalidades en el concurso simultáneo, a las que, respectivamente, denominan concurso "ofrecido" (oblatos) y concurso "conferido" (collatus), siendo el primero aquella asistencia por la que Dios está presente a la voluntad libre como dispuesto a causar la entidad de la libre determinación en cuanto la criatura se determine a ella, y constituyendo el segundo aquel concurso por el que Dios efectiva y actualmente causa esa libre determinación, en tanto que la mencionada condición haya sido puesta. De esta manera, el concurso ofrecido se convierte en concurso conferido por virtud de la libre determinación de la voluntad creada. Pero esto tiene un doble y fundamental inconveniente. En primer lugar, sería preciso que esa libre determinación fuese y no fuese a la vez, ya que es preciso que sea para que el concurso ofrecido se convierta en concurso conferido es preciso que y no sea mientras que el último no la haga ser. En segundo lugar, Dios dependería de la criatura, en tanto que el concurso que efectivamente le confiriese o prestara estaría determinado por la libre determinación de ella, puesto que se afirma que es esa determinación lo que hace convertirse al concurso ofrecido en concurso conferido.

La doctrina tomista, que admite la premoción divina de la voluntad creada, mantiene tanto la infalibilidad con que ha de producirse la volición libre, como la libertad de esta misma. La voluntad creada, predeterminada por Dios, pone infalible pero libremente su acto de querer. La eficacia infinita de la potencia divina es lo que hace posible, según esta concepción, que Dios sea causa, no sólo de la entidad de la acción libre, sino también de su modo, la libertad. Dios puede hacer que la voluntad creada quiera libremente. Hay un misterio en la forma concreta según la cual se da la conciliación de ambos extremos. Lo único que cabe afirmar es que esta conciliación no es imposible, puesto que sus extremos son igualmente verdaderos. Y por otra parte, aunque no podamos penetrar, dada la imperfección de nuestro entendimiento, en la profundidad de la Causa Primera, de algún modo también se nos alcanza que su actividad es muy distinta de la de la causa segunda, a la cual hace precisamente ser y actuar. "Dios es (...) la causa primera que mueve tanto a las causas naturales como a las voluntarias. Y así como el mover a las causas naturales no impide que sean naturales sus actos, tampoco el mover a las causas voluntarias hace que sus actos dejen de ser voluntarios; antes por el contrario, hace que lo sean; pues actúa en cada ser según lo propio de él".

c) La conservación

En su acepción ontológica, la conservación es el mantenimiento en el ser, y puede entendérsela en un sentido pasivo y en un sentido activo. Pasivamente considerada, es el puro hecho de permanecer en el ser. De una manera activa, es el influjo por cuya virtud se da tal permanencia. O lo que es lo mismo: la conservación puede ser entendida o como el efecto o como la acción del conservar, según que se la mire desde su sujeto o desde su causa. Distínguese también entre conservación "indirecta o negativa", que consiste en impedir la acción corruptora de una cosa, y "directa o positiva", influjo causal por el que algo es mantenido en el ser, de tal manera, que si dicho influjo cesa, aquello que lo recibe deja en absoluto de ser (queda aniquilado).

El Ser Necesario, Dios, permanece en el ser porque consiste en su propia existencia. Es el único ser que en realidad, y en el sentido más estricto, "se" mantiene en el ser. Todos los demás son mantenidos o conservados en la existencia precisamente por ser contingentes, o, si se prefiere, por no ser entitativamente necesarios. Todo ente creado es, en efecto, y en tanto que creado, contingente. Su existencia no es más que recibida. Cabe, sin embargo, preguntarse: ¿Pero, una vez que la ha recibido, no podría conservarla por sí mismo?, ¿no sería posible una especie de "inercia entitativa", gracias a la cual, una vez producidos, los seres contingentes se mantendrían a sí mismos en el ser durante el tiempo en que lo poseyeran? Es indudablemente cierto, y tautológico, que mientras lo tienen no pueden, a simultaneo, no tenerlo. Pero otro tipo de inercia requeriría que, al producirlos, se les hubiera dado con el ser el "ser-porsí-mismos", al menos durante cierto tiempo. Pero el "ser-por-símismo" no puede ser producido, ya que el "ser-producido" es justamente un "ser-por-otro". Y no vale decir que esto es cierto sólo en el momento de la producción, pues en ningún momento puede ocurrir que sea un "ser-por-otro" el "ser-por-símismo"; y si eso puede no ocurrir, queda dicho con ello que el "ser-por-sí-mismo" nunca puede ser causado. Resulta, así, que el ente contigente tiene en todo momento su entidad pendiente de una causa. Pero esta no puede serlo de una manera directa y positiva ninguna causa segunda, pues la conservación, lo mismo que la creación, tiene por objeto la entidad en tanto que entidad, y las causas segundas sólo producen entidades determinadas, precisamente en tanto que determinadas (según antes se aclaró).

Entre conservación y creación no hay, por tanto, más que una mera diferencia lógica o distinción de razón. La creación tiene una relación puramente lógica con un "no-ser" precedente, de manera que en este sentido constituye la radical "novedad" (novitas essendi) de lo creado, mientras que, en cambio, la conservación no tiene ese respecto, sino que implica el haber sido ya iniciada la existencia. De ahí la célebre fórmula según la cual la conservación es una "creación continuada"; pero esto no significa que mientras un ente contingente existe, Dios esté renovando en cada momento el acto de crearlo, sino que dicha creación, considerada desde su efecto, se dilata o prolonga tanto tiempo como el efecto mismo.

d) La providencia

El término "providencia" significa el imperio por el que algo es dirigido a un fin según un orden preconcebido. También la ley es una ordenación a un fin y constituye, asimismo, una ordenación preconcebida; pero difiere de la providencia en que se limita a ser aquello según lo cual o a cuyo tenor algo ha de realizarse, mientras que la providencia es el acto que determina que ello se realice de acuerdo con la ley. Lo mismo puede expresarse también diciendo que la ley constituye la disposición en tanto que regla o norma a la que algo tiene que ajustarse; y la providencia, en cambio, la disposición como acto que impera el efectivo cumplimiento de esa regla o norma. Esta ordenación activa en que la providencia consiste, y que constituye no tanto un orden como "una orden", es en el plano humano la parte integrante principal de la virtud denominada prudencia. Las otras partes

de esta misma virtud son la memoria de lo pasado y la intelección de lo presente, ya que apoyándose en ellas es como se hace posible planear o configurar el porvenir. El prudente, pues, es providente en la medida en que de una manera efectiva ordena algo a su debido fin.

La providencia, por ser una orden, supone algo ordenable. Por consiguiente, es absolutamente imposible que Dios ejerza providencia sobre Sí, porque no es ordenable a ningún fin, sino que es el fin al que todo se halla ordenado. Pero no es esto lo que se trata de expresar cuando se habla de la providencia divina. Lo que con ella se trata de significar es la providencia de Dios respecto de lo creado. Esta providencia ha sido negada, en general, por los "fatalistas", para quienes toda realidad, y aun el mismo Dios, están sometidos a una necesidad ciega (DEMÓCRITO, EPICURO y LUCRECIO representan este parecer), y también por los filósofos llamados "Deístas" (J. TOLAND, M. TINDAL, SIIAFTESDURY, VOLTAIRE), que consideran a Dios como el Ser Supremo, no sometido a ningún otro ser, pero desentendido del gobierno del mundo. Denomínanse, en cambio, "teístas" todos los que admiten la providencia divina de las cosas creadas. La realidad de dicha providencia se demuestra por el hecho de que el Ser Supremo es el agente que intelectualmente produce la enti-dad de todas las cosas. Como ya en su momento se estableció, "todo agente obra por un fin"; mas los agentes intelectuales obran de un modo preconcebido, ordenando las cosas según un plan previsto. En consecuencia, para negar que Dios sea providente de todo lo creado seria preciso haber demostrado o que no es la Causa Primera y universal de todos los seres, o que carece de inteligencia y voluntad.

Considerada en Dios mismo y de una manera esencial, la providencia es eterna, como el acto divino. Lo temporal es su ejecución en lo creado. De aquí que se distinga entre "providencia" y "gobierno". Por otra parte, se distingue entre providencia "general" y "especial", siendo la segunda la que se refiere a los seres dotados de actividad libre, a los que dirige, en cuanto tales, mediante la ley moral. Por último, la providencia puede ser "ordinaria" o "extraordinaria", según que se haga de acuerdo con el orden de la naturaleza o fuera de él, siendo posible lo último en la misma medida en que ese orden está completamente sometido al dominio divino (según se desprende de todo lo que se lleva dicho acerca de la potencia divina), y no Dios a él. De aquí la posibilidad metafísica del "milagro", entendiendo por tal todo hecho sensible que exceda el orden de la naturaleza creada (no el de la omnipotencia divina).

Como dotes características de la providencia divina, se consideran sus tres condiciones de universal, infalible y suave o congruente. Es universal por extenderse en absoluto a todos los entes; infalible, por lograr siempre su fin; y, por último, congruente o suave, en cuanto que dirige a todas las cosas de una manera connatural, de suerte que, aunque infaliblemente ordenadas al fin que les ha prescrito, este es realizado por ellas de acuerdo con la naturaleza propia de cada cual: sin libertad, por las cosas carentes de ella; pero de un modo libre, por las que la poseen. En su profunda y esencial unidad estas características ponen de manifiesto la omnímoda perfección de la sabiduría y de la potencia divinas.

e) La potencia divina y el mal

Una dificultad especial es la que plantea, dentro del tema de la potencia divina, la existencia del mal. Si la potencia divina interviene en toda entidad creada, ¿no será preciso sostener de una manera absoluta que Dios produce el mal? Y en el caso contrario, ¿no habría que concluir que hay entidades que se sustraen absolutamente a dicha potencia y, por lo mismo, Dios no es omnipotente? La posición primera es la representada por los "calvinistas", al menos en lo que toca al mal moral o pecado. La segunda posición es la que mantienen los "dualistas". Frente a ambas actitudes se halla la de la Escuela, que ha desarrollado analíticamente las ideas ontológicas del mal y de la omnipotencia, teniendo en cuenta las dificultades del asunto, precisamente para perfilar con el máximo rigor la solución. Los principales elementos de esta son los que siguen.

La existencia del mal es indudable. Pero ello no significa que el mal posea una entidad positiva. El mal es, precisamente, privación de entidad. Si existe es, pues, por existir entes que son sujetos de privación. Malum non est nisi in bono ut subiecto. Aquello a lo que la privación afecta no es malo en sí; antes por el contrario, es un bien; lo malo estriba en la privación que le afecta. Dicho de otra forma: todo ente es bueno en tanto que ente, y sólo puede ser malo en la misma medida en que le falte algo de entidad. De ahí que el mal no pueda ser causado sino per accidens, causando un bien (un ente) que está privado de algo. El "no-ser" absoluto no puede ser causado. Y el "no-serrelativo", que es el de la privación, tampoco es realizable sin un sujeto o soporte; sencillamente, porque no hay defecto sin sujeto real (por ejemplo: sordera sin sordo, enfermedad sin enfermo, etc.).

Pero en todo lo que antes se dijo acerca de la potencia divina quedó patente que Dios, como Causa Primera, produce todos los entes finitos o limitados en tanto que entes, no en cuanto finitos. El objeto de la potencia divina lo constituye la entidad como entidad, no la imperfección o limitación de los entes creados. Por consiguiente, todo ente es creado por Dios no en tanto que malo, sino precisamente en lo que tiene de bueno, y por lo mismo es preciso decir que Dios produce los efectos malos solamente per accidens, esto es, al causar la "entidad" de esos mismos efectos (no la maldad de ellos). En lo que concierne a las "acciones" defectuosas de los entes creados, tanto el concurso previo como el simultáneo tienen también por objeto la entidad de las "mismas", no su "taleidad" o limitación. Dios concurre a ellas al producirlas en tanto que entes, no en cuanto defectuosas. Y de la misma manera que no se puede decir que Dios sea un agente químico por el hecho de causar la entidad, en tanto que entidad, de una acción química, tampoco cabe afirmar que sea un agente defectuoso por causar la entidad, en tanto que entidad, de una acción defectuosa. La deficiencia o maldad formal de la acción ni siquiera es causada per accidens por Dios, sino por la causa creada. Y ello ocurre tanto en el caso de la acción físicamente mala, como en el de la mala moralmente. El pecado, en tanto que pecado, no es causado por Dios, sino, per accidens, por la voluntad libre: al querer esta per se un acto privado de la sujeción a la ley moral. Como defectuosas, las acciones física o moralmente malas no son, por parte de Dios, más que "permitidas", y ello en tanto que el Ser Supremo, cuya providencia es infalible, sabe ordenarlas, en definitiva, al bien, como asimismo hace con los efectos malos que per accidens causa.

BIOGRAFIS CAP.XX

ARISTÓTELES : Met., XI, 2 ; XII, 7-9 ; PLOTINO : Enneadas, VI, 7 ; BOECIO : De consol. philos., V ; SANTO TOMÁS : Cont. gent., I, 15-102 ; Sum. Theol., I, q. 3-26, 44-49 ; De Pot., q, 7 ; SCOTO 1 Dist., 3, q. 2; SUÁREZ: Opuse De scient. Dei fut. cont., I, 8, y II, 7 , L. DE MOLINA: Conc. lib. arbtt. ..., q. 14 ; J. DE SANTO TOMÁS : In lam part. Sum. Theol., disp. XVI; SPINOZA : Ethica, 1; LEIBNIZ: Monadologie, n. 85; BERGSON: Les deux sources de la morale et de la réligion. BABENSTUBER : Philos. Thomist. Salisburg., I, 2 ; P. DESCOQS Praelectiones Theol. naturales (t. II); DUMMERMUTH: S. Thomas et doctrina praemotionis physicae; R. GARRIGOU-LAGRANGE: Dieu, son existence et sa nature; Les perfections de Dieu; A. GONZÁLEZ ALVAREZ: Teología Natural; A. GREGOIRE : Inmanence et transcendence; M. M. HEINZE: Die Lehre des Logos in der griechischen Philosophie; J. HELLIN: La analogía del ser y el conocimiento de Dios en Suárez; HONTHEIM: Institutiones theodicaeae; R. JOLIVET: Le probléme du mal d'aprés St. Augustin; KLIMKE: Der Monismus; L. LAVELLE : Le Mal et la Souf f rance; G. M. MANSER : La esencia del tomismo (cap. III, 6-9); MASSOULIE: Divus Thomas sui interpres de divina motione et libertate creata; E. ROLFES : Die Aristotelische Auffassung von Verháltnisse Gottes zur Welt un zum Menschen; P. SIWEK: Spinoza et le probléme religieux; F. STEGMÜLLER: Ge schichte des Molinismus.